¿Cómo escribir sobre una misma como filósofa profesional? Por otra parte, ¿acaso alguna vez escribimos sobre otra cosa? La invitación a escribir este ensayo me ha dado la oportunidad de percatarme de que mi trabajo se ha movido, durante mucho tiempo (tal vez desde siempre), entre estas dos cuestiones. He navegado por un dilema que debería ser falso -o más bien no debería serlo en absolutopero que fue incorporado a la fuerza a mis prácticas como pensadora a través de mi formación filosófica. ¿Es acaso necesario evitar “involucrarse de manera personal” cuando se trata de escribir filosofía? O quizás habría que preguntarse, más bien, ¿qué pierde la filosofía al evitar lo personal?
La primera persona que notó la dimensión personal de mi escritura como algo en sí mismo filosófico fue, como era de esperarse, un novelista. Mientras escribía mi tesis doctoral sobre la tragedia y lo sublime en Friedrich Schiller, mi pareja sentimental de entonces, ahora un reconocido escritor en Colombia, insistió en que lo que estaba escribiendo era, de hecho, filosofía como reflexión autobiográfica: una exploración de cómo aceptar el dolor como una experiencia del mundo liberadora y constructora de comunidad. Esta reivindicación de lo personal como filosófico en mis escritos, proveniente de alguien a quien aún hoy valoro tanto como intelectual e interlocutor, fue clave para ayudarme a hacerle contrapeso a lo que, simultáneamente, me decían mis profesores (todos filósofos varones); esto es, a insistir en que no debía abandonar o reconsiderar mi carrera solo porque algunos de mis mentores pensaran que quizás el tono de mi escritura era más “apropiado” para la literatura (una forma patriarcal de referirse al simple hecho de que era una mujer en filosofía interesada en la estética). Como pensadora, se me exigía adoptar (fingir, ventriloquizar) la voz tradicional del hombre blanco filósofo que, en el contexto en el que tuve la oportunidad de estudiar filosofía, solía presentarse como la única digna de reconocimiento profesional.
Más adelante, como profesora asistente en la Universidad de los Andes en Bogotá, comencé a abordar de manera más directa en mi escritura la realidad política colombiana. Era después de todo desde ella que provenían las preguntas que estaba respondiendo a través de mi trabajo con la historia de la filosofía. El hecho de posicionar mi pensamiento filosófico de esta manera fue interpretado por muchos de mis colegas o bien como un sinsentido o bien como un sacrilegio. De hecho, mi vecino de oficina en ese entonces, también profesor del departamento, insistió en que mi trabajo, aunque “un buen trabajo”, “no era propiamente filosofía”. Lo decía de pie desde su puerta, donde hacía unos segundos había colgado un póster con los “Veinte mejores filósofos del siglo XX”: una lista en su casi mayoría de nombres de hombres blancos, ninguno de ellos nacido o trabajando en o sobre América Latina. Hablar de mi lugar y producir pensamiento filosófico en y desde las urgencias de las realidades políticas (que son personales, como el feminismo insistentemente recuerda), así como desde mis compromisos y experiencias fuera de la academia, tuvo el efecto, bajo la mirada masculina encarnada por la mayoría de quienes hacían en ese entonces filosofía en Colombia, de convertir mi trabajo en algo “aplicado”, y por lo tanto ya no “presentable” o “reconocible” como filosofía “pura y dura” (como decimos en Colombia de manera coloquial).
No comienzo con estos relatos con el ánimo de presentar mi trayectoria filosófica como una particularmente onerosa o llena de obstáculos. Es cierto que la clasificación errada de lo que constituye filosofía y lo que no, basada en criterios sexistas y patriarcales, ha hecho parte desde el comienzo de mi vida profesional en la filosofía; por no mencionar el racismo estructural, que sólo experimenté cuando me mudé a los Estados Unidos, pero que muchas personas tienen que soportar desde el primer día. Sin embargo, también soy plenamente consciente de los privilegios a los que he tenido acceso a lo largo del camino. Tuve padres que me apoyaron para que estudiara lo que quisiera y tenían los medios para ello, y esto en un país como Colombia donde muy pocas personas tienen la oportunidad o los recursos económicos para completar una educación universitaria. También llegué a la universidad con una buena educación media, a través de la cual recibí una formación de alta calidad en humanidades y pude imaginarme ser filósofa algún día, como mi profesora de filosofía en el colegio, Claudia Rincón, una mujer queer que me enseñó a leer a G.W.F. Hegel por primera vez y nunca dudó de que lo entendería. Y tuve acceso a una excelente educación universitaria y de posgrado, a profesores brillantes y comprometidos con la enseñanza, que dedicaron tiempo y energía a mostrarme cómo convertirme en filósofa, y que creyeron en mí a pesar del sexismo que, inevitablemente, moldeó en la mayoría de los casos su relación con mi trabajo.1
Así que, una vez más, si empiezo con estos relatos (unos pocos de entre muchos, algunos de ellos demasiado personales, demasiado íntimos y humillantes para compartirlos), es para llamar la atención sobre el hecho de que, si bien la filosofía me ha dado sin duda las herramientas críticas para cuestionar sus propios cimientos (unilaterales y coloniales) y señalar la necesidad urgente de su (mi) descolonización, su praxis siempre ha estado llena de instancias en las que este potencial crítico entra en conflicto con la forma en que se entiende, se practica y se enseña en los entornos académicos. Este tipo de conflicto, que a veces es de hecho una contradicción flagrante, excluye y mantiene por fuera de la filosofía a todas las voces (colonizadas, racializadas, y sexualizadas por la propia filosofía) que la harían, no sólo más rica y pertinente, sino, diría incluso, posible hoy en día. Para que la filosofía sobreviva, no sólo tiene que ampliar su espectro. Es necesario subvertir y cuestionar hasta el fondo los criterios que determinan lo que se reconoce como filosofía: qué forma de escritura, qué tipo de cuestionamiento, pero también, qué tipo de persona se espera que lleve a cabo la investigación.2 Y, para volver a mi punto de partida, sólo el reconocimiento de la proximidad de la filosofía a nuestras vidas (sea cual sea su tema o sin importar lo abstracta que pretenda ser), de lo mucho que pervive, se nutre y es producto del modo en que habitamos nuestros cuerpos, y de lo profundamente arraigada que está en nuestras creencias, nuestras prácticas culturales e históricas, y nuestras pertenencias geográficas y sociales, es que podremos admitir la diferencia entre su vocación a la verdad y la muy errónea pero extendida idea de que esta vocación la protege -o debería protegerlade su naturaleza a fin de cuentas autobiográfica.
Tal vez porque me niego a creer que la filosofía sea una actividad descorporizada, mi trabajo parte de la estética y siempre se ha movido en torno a ella, entendida esta como el ámbito en el que el sentido (a través de nuestros sentidos, percepciones y deseos) se (re)enmarca, (re)distribuye y se hace (o no) inteligible o se presenta (o no) como perceptible ((in)visible, (in)audible, (in)tocable). Es decir, la estética es desde siempre ya política y, si se asume de manera crítica, es también una tarea política. Esto ha implicado para mí, como explicaré en detalle más adelante, una profunda inmersión en la estética moderna, con especial atención a Friedrich Schiller, quien, según afirmo, inaugura una concepción singular de la crítica filosófica precisamente a través de su manera de aproximarse a la estética. He prestado atención a las formas en las que esta concepción de la crítica se despliega y se vuelve particularmente poderosa como una crítica de la violencia. Lo he hecho sobre todo a partir del trabajo político filosófico contemporáneo que busca interrumpir, subvertir y hacer inoperante el tipo de violencia que Walter Benjamin -y G.W.F. Hegel antes que élafirmaron como estructural a la ley, y que la filosofía poscolonial y descolonial han demostrado ser más penetrante, cruel y devastadora de lo que Hegel y Benjamin jamás imaginaron.
A lo largo de mi trabajo, la pregunta acerca de las violencias estructurales ha estado ligada a la cuestión (estética, una vez más) del control de los medios de representación (de qué se hace visible, audible, inteligible) y, por lo tanto, a una investigación sobre aquello a lo que se otorga reconocimiento en el ámbito político, se inscribe como memorable y se indexa como histórico. Es aquí donde mi trabajo comienza a involucrarse cada vez más con mi contexto, es decir, el conflicto armado de más de setenta años en Colombia. Pensar el conflicto en Colombia es tener que confrontarse con los horrores indecibles y las violencias normalizadas, omnipresentes y devastadoras que caracterizan la historia del último siglo del país, junto con las formas institucionales de silenciamiento que han acompañado esta historia y que, a partir del proceso de justicia transicional que comienza en 2005 y se extiende hasta el presente, están siendo abordadas por medio de mecanismos institucionales y no institucionales de producción de memoria entendida como reparación. El arte, he querido mostrar, ha desempeñado un papel esencial en este contexto. Las preguntas acerca de la memoria y la historia con las que me he comprometido, en particular en relación con los recuerdos y relatos de la violencia borrados y silenciados, y las injusticias que se cometen al no permitirles acceder a la representación -debido a los silenciamientos institucionales que se dan en Colombia de manera sistemática- provienen del tipo de demandas que creo que sólo el arte ha podido expresar hábilmente sin arriesgarse a la censura total. Han sido también estas preguntas las que, más allá de la filosofía y de mi trabajo con el arte contemporáneo en Colombia, me llevaron, fuera de la academia, a mi actual compromiso con prácticas políticas de memoria histórica, en un principio a través del Centro Nacional de Memoria Histórica (en adelante CNMH) en el contexto del proceso de justicia transicional en el país, y posteriormente en conexión con el Chicago Torture Justice Center y Chicago Torture Justice Memorials (en adelante CTJC y CTJM), en el contexto de reparación de sobrevivientes de tortura policial en la ciudad de Chicago.3 Esta experiencia fuera del ámbito académico, al trabajar con sobrevivientes de formas extremas de violencia, escuchar sus historias y buscar los modos de hacerlas audibles en un contexto más público para conseguir el reconocimiento tanto legal como histórico del daño que se les ha infligido, fue decisiva para el tipo de trabajo filosófico que estoy realizando en la actualidad. Aunque al principio lo percibí como un cambio radical en mi carrera, al relatar ahora este camino desde sus inicios me doy cuenta de que, en realidad, nunca he abandonado la tarea inicial. La cuestión de cómo abordar la memoria y la historia después del trauma, y de qué tipo de experiencia se requiere para escuchar lo que, de manera sistemática, ha sido silenciado, borrado y presentado como inaudible (increíble, ininteligible), es una cuestión estética (y relacionada, precisamente, con la estética como forma de crítica). Así, como explicaré más adelante, mi proyecto sobre las “gramáticas de la escucha”, que ha resultado de este tipo de trabajo más reciente por fuera de la academia, es, en cierto modo, una continuación de mi proyecto original, aún en curso, de comprender el potencial crítico que la estética inaugura y exige.
A lo largo del proceso, sin embargo, he tenido una serie de experiencias, tanto en la academia como en el activismo político (y en particular, a través de la combinación de ambos, como es el caso de mis experiencias en el CNMH, y posteriormente, en el CTJC y CTJM), que me han mostrado las claras limitaciones de la perspectiva que me enseñaron como hegemónica: la voz y la mirada masculina blanca europea que determina la mayor parte de lo que se enseña como filosofía y que, en mi caso, era la única a la que tenía acceso hasta hace muy poco tiempo en mi carrera. Nunca tuve una mujer como profesora a lo largo de todos mis estudios (pregrado y postgrado en Colombia), ni tampoco se me pidió que leyera la obra de una mujer en ninguna de mis clases (con la excepción de Arendt en una clase avanzada de doctorado). En ningún momento se me enseñó nada relacionado con el feminismo o la filosofía latinoamericana, casi no leímos filosofía proveniente de un lugar distinto a Europa o Norteamérica, y jamás se me animó a explorar ninguna cuestión relacionada con estas ausencias. Debería haberlas percibido como ausencias, en efecto, pero no lo hice durante mucho tiempo. Siempre pensé que la profunda insatisfacción que acompañaba a mis lecturas, y que intentaba compensar en mi propia escritura buscando una voz filosófica que sonara un poco más como la mía, era un problema exclusivamente mío.4
Otro aspecto crucial de mi formación me ayudó, no obstante, a abrir mi perspectiva y a ir más allá. Enseñarle a personas brillantes, inquisitivas y críticas cuestionó de forma radical el tipo de filosofía que se me había enseñado y que enseñaba. Fue gracias a quienes tuve el honor de tener como estudiantes en la Universidad de los Andes (en particular quienes formaban parte del grupo de investigación sobre Ley y Violencia), y luego en la Universidad de DePaul en Chicago, que comencé a leer todo “lo demás”: feminismo, filosofía latinoamericana y caribeña, estudios literarios del trauma, pensamiento poscolonial y descolonial, estudios críticos negros y afro-pesimistas, y la muy enriquecedora combinación de todo ello que ha poblado el mundo de la teoría durante décadas, y que ha comenzado a transformar el mundo de la filosofía académica (aunque, desafortunadamente, de manera más lenta que en el caso de otras disciplinas). También construí una pequeña pero solidaria comunidad académica con amistades y colegas, quienes se han convertido en una fuente de interlocución esencial y a quienes debo, si no todo, gran parte de lo que he escrito.5
Así pues, no es sin esta salvedad que quiero subrayar la continuidad de mi trabajo, que empezó con una intensa inmersión en la estética moderna y su potencial crítico y político, continuó con mis reflexiones sobre la filosofía política y la cuestión de la comunidad en conexión con una crítica de la violencia, hasta llegar a mi proyecto sobre las gramáticas de la escucha y sus desarrollos más recientes, orientados por una perspectiva descolonial. Aunque dudo que pueda “completar” algún día mi formación en las formas de resistencia a la colonialidad del conocimiento que siguen impregnando la vida institucional y pedagógica de la filosofía, incluso lo poco que he podido leer, rastrear e incorporar a mi trabajo ha cambiado de manera radical el modo como hago y entiendo la filosofía hoy. Todavía estoy explorando el potencial descolonial de lo que hasta ahora he llamado gramáticas de la escucha, y mi participación en este proyecto me ha ofrecido la oportunidad de entender por qué esta descolonización es tan esencial como asegura ser.
En lo que sigue, ofrezco con un poco más de detalle un recorrido por lo que yo identificaría ahora, en retrospectiva, como los dos momentos más importantes de mi trayectoria académica, dado que aún enmarcan el trabajo que hago. En primer lugar, explicaré mi aproximación a la estética como crítica, vía Schiller, y el tipo de compromiso con el arte que esta ha suscitado en mi trabajo en Colombia. El arte no es para mí tan solo un punto de partida para la crítica, sino que es en sí mismo el punto de vista crítico por excelencia; es aquello que me permite ver los límites de la teoría, así como sus posibilidades futuras. En segundo lugar, contextualizaré mi proyecto actual sobre las gramáticas de la escucha y sus desarrollos más recientes en relación con mis acercamientos a los estudios descoloniales. Esto me dará la oportunidad de hacer más tangible lo que hasta ahora puede parecer aún muy abstracto, y me permitirá (de hecho, me ha permitido) hacer más explícito el camino que he recorrido para encontrar un hogar y una voz en la filosofía.
1. La estética como crítica
Mi trabajo en estética, como he mencionado, ha estado ligado desde el principio a una aproximación filosófica a la pregunta por lo político. Leyendo a Schiller, comprendí muy pronto que no hay revolución política sin una revolución de la sensibilidad. No hay cambio político, y lo que es más importante, no hay cambio en el ámbito de lo que llamamos “lo político” (el ámbito de la “apariencia” en la obra de Schiller), sin una suspensión y resistencia a los marcos que dan forma a lo que ya ha sido reconocido y aceptado como verdadero. En palabras de Schiller, si queremos evitar reproducir las mismas estructuras que pretendemos interrumpir, el camino hacia la libertad debe empezar por la estética (Cf. Schiller, 1999, p. 121). He dedicado gran parte de mi trabajo a entender lo que esto podría significar y a traducirlo a una noción de crítica filosófica que sigue informando la manera como practico la filosofía.
En mi primera monografía sobre Schiller y la relevancia política de lo sublime (Cf. Acosta, 2008), mi intención era poner en diálogo dos vertientes de la obra de Schiller que rara vez entran en contacto en la literatura secundaria, a saber, su propuesta política en las Cartas sobre la educación estética del hombre, en las que la principal referencia en términos de experiencia estética es la belleza, y su trabajo sobre la tragedia y lo sublime, que está presente en toda su obra filosófica, desde sus primeros ensayos sobre el teatro, e incluso antes, como intento mostrarlo en el libro, en sus escritos médicos. Mi intención con este libro era sacar a la luz lo “no dicho” en la teoría de la educación estética de Schiller y cómo esto cambia la forma de interpretar su propuesta política. Si lo que Schiller llama “belleza” en las Cartas sobre la educación estética puede entenderse en su implicación más sostenida con la cuestión de lo sublime (casi ausente en las Cartas), queda claro que la “unidad” y la “armonía” no son las únicas caras de la belleza y, en consecuencia, tampoco las únicas guías hacia lo que Schiller imagina como un camino político alternativo. En su lugar, como muestro, la discordia y la oposición describen de manera más adecuada el “impulso de juego”, concepto central en la descripción schilleriana de la experiencia estética. Si el “equilibrio”, tal y como Schiller lo describe en las Cartas, resulta tan esencial para la belleza, esto es así porque este requiere de resistencia -noción asociada más tradicionalmente a lo sublimey de la “acción recíproca entre las fuerzas o impulsos que componen el “carácter” o disposición humanas, y que para Schiller son determinantes de nuestra relación con el mundo, con otres, y con nosotres mismes.6 Sólo teniendo esto en cuenta puede entenderse tanto la fragilidad como la potencia que Schiller asocia con la “libertad estética” (Schiller, 1999, p. 285).
La vía estética de Schiller es, por tanto, más compleja de lo que la literatura secundaria suele atribuirle, y se extiende mucho más allá de los estrechos límites de lo que acostumbra a entenderse por “experiencia estética”. La estética, para Schiller, como perspectiva, como disposición y como punto de vista crítico, abre la posibilidad de una forma de escribir y filosofar (Cf. Acosta, 2019a), de una manera de experimentar y estar en el mundo (Cf. Acosta, 2016a), y, lo que es más importante en mi trabajo, de una dimensión para el pensamiento que cambia por completo la concepción misma de crítica filosófica (cf. Acosta, 2018a; 2020a). Gracias a este cambio de perspectiva y a esta actitud crítica frente a lo dado, la vía estética ejerce resistencia a las formas de conceptualización ya disponibles, sacando a la luz un modo de relacionarse con el mundo (de juzgarlo y de experimentarlo) más allá del paradigma de la determinación, y exhibiendo, a la vez, la violencia que está implicada en esta determinación (que Schiller interpreta como una forma unilateral y típicamente moderna de dominio; cf. Acosta, 2016a). Al hacer posible la experiencia de la temporalidad como suspensión; es decir, al interrumpir una noción de temporalidad experimentada solo en términos de medios para fines (producción y telos), la experiencia estética abre un tiempo dentro del tiempo, afirma Schiller (cf. 1999, p. 225), en el que se hacen sensibles (al hacerlas aparecer en el núcleo del presente histórico) potencialidades aún no realizadas (cf. Acosta, 2020a). Este lugar de “determinabilidad real y activa” (Schiller, 1999, p. 285) abierto por la estética (como una perspectiva, una dimensión para el pensamiento), se convierte además en un punto de partida para imaginar estrategias para interrumpir, anular, o hacer inoperativas las violencias alojadas en el corazón (y la estructura) del presente, ahondadas, para Schiller, por las dicotomías que gobiernan un “modo de ser moderno” que las Cartas buscan diagnosticar.
La estética como punto de vista crítico, por tanto, no es, como lo hubiera sido para Immanuel Kant, una perspectiva trascendental sobre las condiciones de posibilidad de la experiencia en general (ahistórica y universal). El proyecto filosófico de Schiller se interesa por lo que él ve como un modo de experiencia y de concepción de la experiencia propiamente modernos y, por lo tanto, históricamente determinados; un modo de ser sometido a violencias que surgen de una interpretación equivocada tanto de la sensibilidad y de la razón como de los impulsos sensibles y los marcos cognitivos que las acompañan. La estética, según Schiller, permite una experiencia y un uso de dichas fuerzas distinto al de la coerción, permitiéndonos ver el espectro completo de posibilidades abiertas por la oposición entre ellas, en lugar de solo concebirlas como unilaterales y percibir, con ello, el conflicto como mutuamente excluyente y detrimental. Esta comprensión de la experiencia, desde la riqueza que trae consigo la resistencia y el conflicto, hace posible descubrir y poner en tela de juicio las categorías conceptuales que dan forma a un modo de ser moderno que Schiller diagnostica como profundamente alienado y alienante. La crítica en Schiller es, por lo tanto, una actividad histórico-filosófica preocupada por abordar las condiciones históricas del presente. Más aún, se concentra en traer a la luz y preguntarse incluso por las concepciones de historia y de experiencia que son asumidas de forma a-crítica y que operan, por ello, de manera estructural en el presente. Es por esto que la estética, entendida también como el armazón en el cual estas concepciones han tomado forma y se han configurado y jerarquizado como lo que son, se convierte en la dimensión crítica por excelencia, justamente debido a -y no a pesar desu historicidad.7
Es aquí donde la estética se encuentra con la crítica y, sobre todo, en el caso de mi trabajo, con la crítica de la violencia. Hegel y Benjamin han desempeñado un papel importante en relación con esta faceta de mi trabajo, junto con el trabajo más contemporáneo, por mencionar algunos nombres, de Giorgio Agamben, Judith Butler, Adriana Cavarero, Roberto Esposito, Frantz Fanon, Achille Mbembe, y Jean-Luc Nancy; y más recientemente, con pensadores latinoamericanes y caribeñes como Édouard Glissant, Nelly Richard, Silvia Rivera Cusicanqui, y Sylvia Wynter, entre otres. El poder de la estética es como mínimo doble, en tanto que permite acceder, por un lado, a aquellas estructuras que dan forma a la organización y jerarquización de lo sensible -y por lo tanto a la organización y jerarquización del sentidoa la vez que, por el otro, las subvierte de manera creativa, inventando (Fanon), descifrando (Wynter), desde lo opaco (Rivera), lo fragmentario (Richard), lo archipelágico (Glissant),8 topologías alternativas para el pensamiento, configuraciones distintas de la temporalidad, y formas resistentes de “tomarse el espacio” que no solo perturban lo dado sino que son también capaces de convocar otras modalidades y formas de organización de lo sensible.
La violencia estructural es tanto más operativa cuando no solo controla los medios de su representación sino que es capaz de ocultar los mecanismos por medio de los cuales ejerce y perpetúa dicho control. El poder crítico de la estética, y con este, paradigmáticamente, del arte (creo que esto es, en última instancia, a lo que se refiere Benjamin cuando habla de una “politización del arte” [Benjamin. 1982, p. 57]) es el de denunciar estas formas de violencia estructural, el de revelar cómo estas consolidan su poder en su capacidad de controlar los mecanismos de representación, y el de interrumpir (deponer, subvertir) el monopolio soberano de la violencia sobre la apariencia -que es, a fin de cuentas, la fuente última de su poder (cf. Acosta, 2019b).9 El arte -si es libre, enfatiza Schillerpuede desempeñar un papel esencial en este contexto, a la vez que también ayuda a mostrar los límites de cualquier teoría para poder responder de lleno a las cuestiones más apremiantes del presente.10
Mi interés, desde la filosofía, por el arte contemporáneo en Colombia surge de esta intuición, muy hegeliana por lo demás, que relaciona al arte con esta capacidad de marcar los lugares en donde el presente ya no es sostenible y debe ser llevado a su propio colapso, mientras que imagina un otro presente, con sus posibilidades inéditas o inexploradas. Es solo al permitir que el arte me interpelara de formas verdaderamente poderosas -¡como solo el arte puede hacerlo!que realmente entendí lo que todo esto significaba. Nunca he querido reducir el arte a un ejemplo que la teoría ya ha dilucidado. Todo lo contrario, es más bien el arte, con su poder para desorganizar nuestros sentidos, el que cuestiona de modo radical el ordenamiento preestablecido de lo sensible, e inaugura nuevas gramáticas para afrontar lo que de otra manera corre el riesgo de permanecer sin ser pensado (sin ser visto, escuchado, tocado). Es el arte, pues, aquella experiencia que orienta para mí el camino hacia la teoría.
Es así como, a través de mi constante vinculación con el trabajo de artistas en Colombia, he llegado a las preguntas que la situación política e histórica de este país suscita con tanta urgencia. En respuesta al trabajo de artistas como Oscar Muñoz, Doris Salcedo, y Juan Manual Echavarría, comencé a comprender la tarea paradójica de la conmemoración (Muñoz), los silencios y supresiones que demandan a gritos ser atendidas (Salcedo), y las prácticas de duelo que emergieron en el contexto colombiano como poderosas formas de resistencia (Echavarría) (cf. Acosta, 2014; 2016b). El trabajo de José Alejandro Restrepo me inspiró a buscar más a fondo en la historia del olvido que constituye la memoria oficial colombiana de la violencia, y las estructuras coloniales que permean sus narrativas y formas de representación (cf. Acosta, 2018b).
Las instalaciones de Clemencia Echeverri me han permitido pensar en el poder del duelo para desafiar las modalidades institucionales de olvido, y la demanda de una forma de memoria que permita dar resonancia al silenciado pero resiliente murmullo de los desaparecidos (cf. Acosta, 2021a).
Como resultado de mi trabajo con estas preguntas, y precisamente por la mirada novedosa que una perspectiva estética parecía traer sobre ellas, María Emma Wills me invita en 2011 a trabajar con ella en un proyecto para el Centro Nacional de Memoria Histórica en Colombia.11 Involucrarme, mediante trabajo de campo, con problemáticas relacionadas con la memoria, la reconstrucción de comunidades tras el paso de una violencia devastadora, el trauma, y las estrategias de reparación institucionales y no institucionales, llevó mis preguntas acerca de la representación, la violencia, y el potencial político de la estética a lugares insospechados; además de mostrarme de forma clara los límites de la teoría para aproximarse a ellos de forma abstracta. Fue sobre todo, como mencioné antes, en la confrontación con la experiencia de escuchar testimonios provenientes de estos lugares de profundo daño y dolor, que descubrí la necesidad de una reflexión filosófica sobre el trauma, y encontré en la filosofía herramientas útiles para elaborar aquello que experimentaba en el campo como un dilema imposible. En lo que sigue, explico el tipo de preguntas que todo esto propició en mi trabajo, aún en desarrollo, y los dilemas que aún permean mi aproximación a estas preguntas desde la filosofía.
2. Gramáticas de la escucha (Gramáticas de lo inaudito)12
En mi proyecto actual, al que me refiero como “gramáticas de la escucha”, me pregunto por los tipos de “gramáticas” que deben ser inauguradas, instituidas y reconocidas para poder hacer audible lo que de otra forma permanece sin ser escuchado como consecuencia de lo que yo llamo “violencias traumáticas”, y la capacidad que estas despliegan para silenciar y borrar cuerpos, vidas, hechos, además de esconder y negar sus efectos destructivos. Por “gramáticas” entiendo estructuras de sentido entendido este último en términos amplios, es decir, tanto a nivel perceptual, sensible, como a nivel conceptual, de significado. He optado más recientemente por la expresión “gramáticas de lo inaudito”, ya que la palabra “inaudito” apunta en español tanto a lo que aún no ha sido escuchado (lo que no se ha hecho aún audible), como a lo que se nos presenta como éticamente inaceptable. “Esto es inaudito”, decimos, para expresar nuestra indignación frente a hechos que rebasan lo que consideramos, incluso, éticamente posible. Hay una gran cercanía entre estos dos aspectos a los que apunta la palabra: debido precisamente a que la violencia traumática inaugura formas inéditas de daño -formas de daño sin precedentes que desafían nuestra imaginación ética de manera radicales que no tenemos (aún) las gramáticas adecuadas para abordarlas de forma apropiada y hacerlas audibles, menos aún inteligibles, o incluso creíbles, como he tratado de mostrarlo en otros lugares (cf. Acosta, 2019c; 2020c).
Por otro lado, las gramáticas ya establecidas e imperantes, aquellas que gobiernan y controlan, sepámoslo o no, el mundo del sentido, también ayudan a silenciar y normalizar, a hacer inaudibles e inaccesibles, formas de violencia que no solo no pueden ser escuchadas a partir de sentidos ya establecidos, sino que también permanecen constitutivamente excluidas, justamente para garantizar que dichos sentidos continúen controlando los mecanismos de representación e inteligibilidad. Preguntarse por estas gramáticas, su operatividad, la urgencia de su destitución, es preguntarse también por formas de repartición del sentido que puedan subvertir las estructuras que deciden de antemano qué “merece” ser escuchado -y con ello, rememorado, “llorado” (grievable en palabras de Judith Butler), indexado históricamente.13
Así, este proyecto es el resultado del encuentro, si se quiere, entre mi trabajo en estética y las preguntas filosóficas que resultan de mi experiencia, por fuera de la academia, con la escucha de testimonios.14 Mientras trabajaba para CNMH en talleres de memoria con comunidades que sobrevivieron y resistieron con fiereza violencias devastadoras y atrocidades masivas, una de las primeras dificultades que surgió para mí en la práctica, pero que poco a poco fue tomando también la forma de una pregunta filosófica, fue cómo escuchar verdaderamente lo que estaba pasando y lo que se transmitía en estos encuentros. No eran meras palabras lo que se estaba comunicando, ni solo fracasos al intentar nombrar de forma adecuada experiencias que poco se dejan tocar por el lenguaje. Eran también profundos y elocuentes silencios, fundados en el daño y dolor singulares que acompañan la experiencia de una destrucción completa del lenguaje al buscar hablar de lo que ha sucedido (cf. Acosta, 2018c). En múltiples ocasiones, incluyendo mi trabajo posterior con sobrevivientes de tortura policial en el sur de Chicago, se hizo patente que, más allá de la necesidad de escuchar, y más allá del desafío por intentar registrar la fractura misma del lenguaje, lo que se necesita con urgencia es una más amplia experiencia de ser creído a pesar de lo fragmentarias, a veces contradictorias, y muchas veces “ilegibles” formas de narrativa que emergen en estos contextos. La violencia que muchas de estas comunidades han tenido que soportar fue y sigue siendo tan extraordinaria, extrema y masiva, a la vez que tan generalizada y normalizada, que cualquier historia que salga de estos contextos corre el riesgo de parecer o ser percibida como “irreal”, más similar a una pesadilla que a lo que normalmente estamos entrenados para reconocer como “verdadero”.15
Mi reacción en el encuentro con estas dificultades fue, inicialmente, de parálisis. No poseía ni las herramientas ni el entrenamiento adecuados para ofrecer algo más allá de mi disposición a escuchar; una escucha, sin embargo, que reconocía cada vez más como fallida en sus limitaciones para hacer justicia a lo que estaba siendo (in)comunicado. Pero la filósofa en mí sintió la responsabilidad de investigar más a profundidad; no como fruto de una confianza en la capacidad de la filosofía de lidiar con el trauma, sino al contrario, porque entendí qué tan profundo era el desafío que estas experiencias representaban para mi formación filosófica. El problema, insistí, necesitaba ir más allá de señalar la inhabilidad del lenguaje para nombrar el horror. Lo que se escucha en el testimonio es también la destrucción de todas las estructuras disponibles para darle sentido a lo que está siendo comunicado. Esto no solo se debe a las violencias sin precedentes que se atestiguan, y por lo tanto a la falta de categorías disponibles que puedan nombrar adecuadamente y hacer inteligible lo que está siendo dicho; se debe también al hecho de que el tipo de experiencia que busca ser comunicada en estos contextos es en sí misma una a la cual no estamos acostumbrados a reconocer como experiencia, dado que cambia radicalmente (y exige cambiarlos) los marcos de sentido que nos permiten relacionarnos con ella en tanto experiencia (cf. Acosta, 2019d).
Los estudios literarios sobre trauma, junto con las herramientas de memoria histórica que han sido desarrolladas por el CNMH en conversaciones con comunidades afectadas, me proporcionaron un terreno adecuado para dar forma al tipo de preguntas suscitado por todo este contexto.16 Entendí que lo que nos desafía desde el trauma, desde el tipo tan particular de experiencia (y estructura de la experiencia) que se abre con su ocurrencia, es lo que Cathy Caruth describe como un encuentro paradójico entre una ausencia y un exceso de memoria (2014, p. 157). Una de las grandes dificultades que resulta de la escucha de testimonios traumáticos, explica Caruth, es que en la mayoría de las ocasiones lo que escuchamos no es, estrictamente hablando, una “memoria” sino la marca dejada atrás por su ausencia “inolvidable”. El evento en estricto sentido no ha sido aún experimentado y en consecuencia no puede ser recordado; no está disponible, ni siquiera para quien lo sobrevive, o al menos no de la forma usual en la que entendemos esta disponibilidad, que da acceso también a la posibilidad de su comunicabilidad. Habita un espacio y un tiempo distintos a aquellos a los que usualmente recurrimos para procesar lo que nos sucede, no puede ser localizado ni elaborado aún como memoria (la irrupción que ha ocasionado, dice Freud, ha sido tan violenta que no puede ser rastreada [1976, pp. 24-26]), y “vive” de alguna manera en la obsesiva latencia que lo hace regresar solo como presente (lo que Freud describe como la “compulsión de la repetición” [1976, p. 32]).
Traducido a una pregunta filosófica, el trauma nos confronta con una experiencia que rompe con los marcos epistemológicos y estéticos habituales al poner en duda de forma radical el mismísimo concepto de “experiencia” y las estructuras espaciotemporales que la sustentan. El trauma introduce la necesidad de un análisis y crítica de una violencia que se aloja más tenazmente en la psique en tanto borra los rastros de su irrupción; borradura que, paradójicamente, constituye su único rastro (i)rastreable. Esta borradura solo ayuda a asegurar la permanencia del trauma y convierte sus efectos indelebles en algo aún más ilocalizable. Así, por “trauma” no me refiero a un diagnóstico que patologiza al sobreviviente, predeterminando un rol casi pasivo en su propio proceso de curación. Me refiero más bien a un tipo muy singular de experiencia, o mejor, a una estructura singular de la experiencia, y a la forma de violencia que la causa, cuyos efectos devastadores, colonizan las subjetividades, identidades, cuerpos, y lenguajes que se encuentran atravesados por ella.17 Pero, también, una experiencia cuya verdad encuentra caminos insospechados para ser vocalizada, y cuya audibilidad se rehúsa a ser silenciada, a pesar de la oposición con la que se encuentra a ser escuchada, creída, reconocida en su particular modo de significar. En palabras de Caruth, el trauma es así una experiencia que “mientras desafía toda comprensión, exige no obstante ser comprendida” (1996, p. 5).
Profundizando más en las consecuencias de esta forma paradójica de “experiencia”, al atender a los modos en los que ella logra comunicarse, tendríamos que decir que cualquier intento de escucha de testimonios en estos contextos también puede ser descrito como un encuentro paradójico entre una ausencia y un exceso de sentido. El trauma acarrea lo que Nelly Richard describe de forma acertada como una “catástrofe del sentido” (2007, p. 13). Según Richard, existen ciertos tipos de violencia que causan el “colapso de los órdenes categoriales tradicionales” (2007, p. 13), a la vez que introducen violencias inéditas y sin precedentes cuyo exceso no ha sido aún -y quizás no esté del todo destinado a serinteligible. No solo estas realidades son “horriblemente originales” (cf. Arendt, 1974, p. 537), sino que su originalidad está prevista para permanecer impensada, oculta, pues solamente así las violencias traumáticas y las estructuras que las sostienen pueden conservar toda la fuerza de su operatividad. Esto lo logran, sobre todo, por medio de una estrategia perniciosa que consiste en despojar a estas realidades sin precedentes de su audibilidad en un régimen de lo perceptible y lo inteligible que la violencia pretende controlar y determinar de antemano. De esta forma, las violencias traumáticas pueden ser entendidas, como sugería más arriba, como violencias colonizadoras, pues buscan saturar cada espacio de producción de sentido y despojar a todo lo que queda sometido a ellas de cualquier posibilidad de participar en esta producción a menos de que sea mediante una operación de sustracción.18
Es por esto que una perspectiva filosófica de la pregunta por la escucha de testimonios traumáticos lleva a la necesidad de un análisis crítico de los criterios y condiciones de posibilidad de su audibilidad; una revisión, si se quiere, de las mismísimas estructuras que determinan la (i)legibilidad de la experiencia y la hacen reconocible, recordable, rememorable, indexable. Siguiendo a Wynter, la tarea no solo debería ser darle una voz a lo que ha sido borrado y obliterado, hecho inaudible, tachado y suprimido del archivo; más allá de ello “deberíamos preguntar ¿cuál es la función sistemática de su silenciamiento [...]? ¿para qué modo de habla es la ausencia de habla [...] una función imperativa?” (1990, p. 365). Esta forma de aproximación al problema, y el tipo de crítica que implica, encuentra así estrechas conexiones con una perspectiva descolonial, que apunta no solo a denunciar un tipo muy particular de violencia (junto con los mecanismos de representación controlados por ella), sino a explorar las posibilidades latentes en la resistencia creativa que surge en estos contextos y que busca (¡y logra!) irrumpir en el régimen de lo audible, subvirtiéndolo e interrumpiéndolo de modos inesperados.19
Para llevar a cabo esta tarea con el rigor y minuciosidad que ella demanda, mi proyecto se ha movido, por un lado, de una comprensión psicoanalítica y quizás más figurativa del trauma, hacia una con un mayor énfasis en sus dimensiones históricas, lo que implica abordar la cuestión de la producción -y, más puntualmente, la destruccióndel sentido como una cuestión estructural y política, en lugar de pensarla únicamente como una psíquica y epistemológica.20 Se trata por ello, insisto, de (re)interpretar la violencia traumática como una violencia colonizadora, en tanto no es solo un asalto a la vida sino a las condiciones de producción de sentido que hacen la vida legible. Dentro de este contexto, por el otro, mi proyecto de las gramáticas de lo inaudito busca desentrañar estas complejas intersecciones y presentar la relevancia de una escucha radical como una estrategia esencial subversiva e imaginativa frente a la violencia traumática en su modulación colonial y colonizadora. Por “radical” aquí me refiero a una forma de escucha capaz de producir, en su misma instauración en la práctica, las condiciones que la hacen posible; a saber, un acto de escucha capaz de crear e imaginar las gramáticas que puedan hacer audible lo que de otra manera permanece inaudito. Al significar, una gramática de lo inaudito es también capaz de denunciar que algo ha sido borrado, encubierto, y silenciado. Con ello, interrumpe a la vez las operaciones que buscan continuar dichas borraduras haciéndolas inaudibles, que es el modo mediante el cual la violencia asegura su función colonizadora al presentar sus efectos como ilegibles ante una escucha colonizada. Lo que yo llamo gramáticas de lo inaudito aboga así por una repartición del sentido y de lo sensible capaz de hacer audibles (y, hasta cierto punto, legibles política y estratégicamente) esas vidas designadas como imposibles, o que, en el mejor de los casos, se encuentran constantemente bajo la amenaza de ser reducidas a su ilegibilidad. Se trata de una búsqueda que responde a la exigencia por encontrar, promover e incluso institucionalizar, como insistiría Wynter, las gramáticas que hagan aparecer dichas vidas como creíbles.
La forma que adquiere la crítica desde una perspectiva y función descolonial me ha permitido destacar con más énfasis un aspecto esencial de la estética entendida como tarea política; en concreto, su poder para inaugurar posibilidades insospechadas a través de la capacidad inventiva que viene con la resistencia. Esto significa, primero, que la tarea no es solo escuchar lo que está borrado, silenciado, obliterado por la violencia, sino también escuchar lo que calla detrás de estas borraduras -es decir, las violencias epistémicas y estéticas que han reducido la borradura psíquica e histórica a su inaudibilidad e ilegibilidad. Así, en segundo lugar, la demanda es por encontrar formas de hacer audibles las acciones políticas y los actos creativos de resistencia que buscan interrumpir ambos niveles y formas de silenciamiento.21
Desde esta perspectiva, tanto escuchar como hacerse oír están, al mismo tiempo, respondiendo a la tarea de producir un mundo que no fue pero debería haber sido. Se trata de un acto subversivo, en el que la invención no se opone a la historia sino que la actualiza, haciendo posible la resistencia a formas estructurales e institucionales de olvido.22 El primer paso hacia ello es la demanda est-ética que reclama la memoria de lo que no debería haber sucedido.23 Las gramáticas de lo inaudito, por lo tanto, deben ser concebidas como la articulación de estructuras de sentido capaces de garantizar el acceso a esta faceta ética tanto de la historia como de la memoria. Esto es, por un lado, la resistencia que la memoria debe ejercer a la admisión de la violencia y sus formas radicales de destrucción; la resistencia -quizás incluso en un registro psicoanalíticoa admitir el mundo tal como es. Y, por el otro, la tarea estético-política que conlleva imaginar y producir un otro mundo para el presente; una tarea para el pensamiento, para la acción, y por mor de un pasado que aún no termina.
Mi trabajo ahora se dirige hacia esto. Si mi libro Gramáticas de lo inaudito culmina resaltando la necesidad de articular estas gramáticas de la escucha radical, que no solo crean las condiciones de posibilidad para la audibilidad, sino que, al hacerlo, también subvierten, reorganizan, e imaginan otra historia (“la memoria de otra realidad”, en palabras de Gwendolen Pare [cf. Colmenares y Vergara, 2020, p. 235]), el siguiente paso es abordar estas gramáticas en sus creativos actos de resistencia. A partir de allí, me gustaría prestarle mayor atención a lo que he descrito más arriba como la repartición y desorganización (subversión) de lo sensible, en concreto siguiendo una intuición que aún está abierta en mi proyecto actual; esto es, que la atención a lo audible no debe comprenderse como una pretensión de reemplazar con otro sentido la centralidad privilegiada de la visión en la historia de la filosofía. Me gustaría más bien tomar aquí la dirección de lo que he llamado “aural” en mi más reciente trabajo, que involucra una relación en y con los sentidos en términos de vibraciones y resonancia,24 permitiendo una comprensión completamente diferente de lo sensible, y la subversión de cualquier jerarquía que, al priorizar un sentido sobre los demás y, por lo tanto, una estructura o régimen de lo sensible sobre otras, limita nuestra interpretación de la experiencia, y de aquello que es percibido, legitimado, registrado e indexado como experiencia.
Este recorrido desde la estética como crítica a través de las gramáticas de lo inaudito, me ha conducido así hacia lo que de manera provisional llamo “estéticas de la resistencia”, en donde tanto la noción de “resistencia” como la de “estética” deben ser (re)leídas a través de un lente descolonial, y ser comprendidas y empleadas como estrategias descoloniales. Si la escucha del trauma de otres me ha permitido encontrar un camino hacia mis propias historias sin contar (cf. Acosta, 2021d), y si mi proyecto de las gramáticas de lo inaudito me ha dado la posibilidad de nombrar las circunstancias que han marcado mi pasado y mi presente en la filosofía, espero que el encuentro con una perspectiva descolonial acabe provocando una revisión honesta del camino que me ha traído hasta aquí y me exija modos de incorporación radicalmente diferentes. Como afirma Rivera Cusicanqui, la descolonización debe empezar por casa y con una misma (cf. 2018). Así, no es tanto que “lo personal” se vuelva filosófico, sino que la filosofía es desde ya siempre una actividad encarnada que comienza -y nunca terminacon la de(con)strucción de una misma junto con otres... siempre con otres.