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Suma Psicológica
Print version ISSN 0121-4381
Suma Psicol. vol.19 no.2 Bogotá July/Dec. 2012
PATRONES DE PERSONALIDAD DISFUNCIONALES EN NIÑOS Y ADOLESCENTES: UNA REVISIÓN FUNCIONAL - CONTEXTUAL
DYSFUNCTIONAL PERSONALITY PATTERNS IN CHILDREN AND ADOLESCENTS: A FUNCTIONAL - CONTEXTUAL REVIEW
Dyanne Ruiz Castañeda
e Inmaculada Gómez-Becerra
Universidad de Almería, España
Este estudio fue realizado por la primera autora como parte de su trabajo de investigación en el Programa Oficial de Postgrado "Doctorado en Análisis Funcional en Contextos Clínicos y de la Salud" (con mención de calidad por el Ministerio de Educación y Ciencia) de la Universidad de Almería (España), bajo la supervisión de la Dra. Inmaculada Gómez-Becerra.
La correspondencia sobre este artículo puede ser enviada a Inmaculada Gómez-Becerra, correo electrónico: igomez@ual.es, o Dyanne Ruiz Castañeda, correo electrónico: dyanneruiz@hotmail.com.
Recibido: noviembre 9 de 2012 Aceptado: diciembre 9 de 2012
Resumen
Este trabajo pretende resaltar la importancia del estudio de los patrones de personalidad disfuncionales desde sus inicios al final de la infancia y principios de la adolescencia. Se revisará la evidencia empírica sobre los factores de riesgo de futuros estilos disfuncionales de personalidad en la etapa adulta y la posibilidad de que existan estos desórdenes como tal desde etapas muy tempranas. Se expondrá la visión de los trastornos de personalidad desde los manuales diagnósticos actuales, así como algunas particularidades del próximo DSM-V. Así mismo, se presenta un análisis del origen y desarrollo de dichos patrones disfuncionales de personalidad infanto-juveniles desde una visión funcional-contextual que incluirá el papel del lenguaje o la regulación verbal y del yo. Por último, se darán algunas perspectivas a tener en cuenta de cara a futuras investigaciones.
Palabras clave: personalidad, desórdenes de personalidad, infancia, adolescencia, regulación verbal.
Abstract
This paper aims to highlight the importance of the study of the dysfunctional patterns of personality from the beginning to the end of childhood and early adolescence. It will review the empirical evidence on the risk factors of future dysfunctional styles of personality in adulthood and the possibility of these disorders as such from very early stages. It will present the vision of personality disorders from current diagnostic manuals and some peculiarities of the future DSM-V. It also, presents an analysis of the origin and development of these dysfunctional patterns of infant-juvenile personality from a functional-contextual view including the role of language or the verbal regulation and the self. Finally, there are some perspectives to be considered for future research.
Key words: Personality, personality disorder, infants, adolescence, verbal regulation.
El estudio de la personalidad desde la infancia y adolescencia ha sido tratado siempre con la precaución de no patologizar el comportamiento de los más jóvenes y no causar estigmas en ellos. Sin embargo, esta visión ha hecho que el estudio de comportamientos poco adaptativos, que podrían enmarcarse dentro del estilo de personalidad temprano disfuncional, no se haya convertido en un tema de interés, reflejando así una falta de evidencia empírica que nos permita intervenir a nivel preventivo en patrones de personalidad de riesgo. Esto cobra aún más relevancia si se tiene en cuenta la importancia que sugeriría poder tratar los patrones y estilos de la personalidad disfuncionales desde sus inicios, a fin de que no lleguen a tener una cronicidad mayor que generaría un costo muy alto en la calidad de vida de los niños y adolescentes.
De hecho, está clara la influencia de las experiencias traumáticas infantiles sobre los trastornos de la personalidad en la vida adulta, pero son escasas las evidencias empíricas respecto a la posibilidad de que desde la infancia se desarrollen patrones que definen una personalidad patológica; es decir, que el trastorno de personalidad (en adelante TP) se pueda definir como tal desde principio de la adolescencia.
En este punto, antes de conocer algunos factores de riesgo, cabe aclarar el concepto de trastornos de la personalidad (TP). Concretamente, desde una visión tradicional como la del DSM IV-TR (López-Ibor & Valdés, 2002), se definen los TP como un patrón permanente de experiencia interna y de comportamiento que se aparta acusadamente de las expectativas de la cultura del sujeto. Este patrón se manifiesta en dos (o más) de las áreas siguientes: (a) cognición (e.g., formas de percibir e interpretarse a uno mismo, a los demás y a los acontecimientos), (b) afectividad (e.g., la gama, intensidad, labilidad y adecuación de la respuesta emocional), (c) actividad interpersonal y (d) control de los impulsos. Este patrón persistente es inflexible y se extiende a una amplia gama de situaciones personales y sociales, provocando malestar clínicamente significativo o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad del individuo. Además, el patrón es estable y de larga duración, y su inicio se remonta al menos a la adolescencia o al principio de la edad adulta.
A la luz de lo indicado, este trabajo pretende resaltar la importancia del estudio de los TP desde sus inicios más tempranos, planteando cuestiones básicas como: ¿realmente se ha encontrado evidencia empírica que apoye la aparición de trastornos de la personalidad desde la pre-adolescencia? ¿Estos comportamientos deben ser tomados como factores de riesgo o en sí mismos son la consecuencia de dichos factores? Además, se expondrá la cuestión actual de los TP en etapas tempranas desde la visión de los manuales diagnósticos, así como también se realizará una descripción desde la perspectiva funcional-contextual de cómo los procesos de regulación verbal y el "Yo" influyen en el desarrollo de la personalidad. Finalmente, se mencionarán perspectivas futuras de análisis de los patrones de personalidad disfuncionales en edades tempranas que consideramos claves para estudios posteriores.
Trastornos de Personalidad subclínicos o a edades tempranas: factores de riesgo o de protección
La importancia acerca de los factores de riesgo en la infancia que influyen en la posible aparición de los TP en la edad adulta, radica en que éstos intervienen de manera adversa en el correcto desarrollo de la personalidad, al alterar la trayectoria de los procesos de socialización normativa durante la infancia y la adolescencia (Johnson, Cohen, & Smailes, 2001). Así, adversidades sufridas en la infancia, como pautas de crianza poco adaptativas, el abuso y la negligencia, pueden tener efectos negativos en el desarrollo de la personalidad. Por otro lado, experiencias positivas durante la infancia y la adolescencia, tales como apoyo y calidez parental, pueden promover el desarrollo de rasgos adaptativos como confianza, altruismo y optimismo, debido a los procesos de aprendizaje social y al desarrollo de un estilo de apego seguro durante la infancia (Sroufe, Carlson, & Levy, 1999).
A continuación, se realizará una revisión sobre la posibilidad de determinar si ciertas experiencias en la infancia pueden convertirse, o no, en factores de riesgo para el desarrollo de una personalidad disfuncional y futuros TP. Para este apartado se tomará como base la síntesis presentada por Johnson, Bromley y Mc Geoch (2007), además se presentarán investigaciones recientes sobre este tema.
Malos tratos (abusos y negligencia) como factores de riesgo de patrones disfuncionales de personalidad
Los estudios prospectivos longitudinales y las investigaciones que han obtenido evidencia de maltrato infantil a partir de registros oficiales han apoyado la hipótesis de que el abuso y la negligencia en la infancia pueden contribuir a aumentar el riesgo de desarrollar un TP (Johnson et al., 2001; Oldham, Skodol, & Bender, 2007). Algunas de las evidencias empíricas respecto a estos factores se pueden ver en la Tabla 1.
Oldham et al. (2007) presentaron hallazgos que muestran cómo ciertos tipos específicos o combinaciones de abuso emocional, físico y/o sexual, o de negligencia emocional, física y/o de supervisión en la infancia se pueden asociar con la aparición de determinados rasgos de TP. Así mismo, apoyan las siguientes hipótesis acerca de las asociaciones entre tipos específicos de maltrato en la infancia con TP:
- Los jóvenes que experimentan abuso físico y uno o más tipos de negligencia en la infancia pueden tener un riesgo especialmente elevado de trastorno antisocial y de trastorno pasivo-agresivo de la personalidad.
- Los jóvenes que experimentan negligencia emocional y/o uno o más tipos de negligencia en la infancia, pueden tener un riesgo especialmente elevado de trastorno narcisista de la personalidad, trastorno de la personalidad por evitación y por dependencia.
- Los jóvenes que experimentan abuso sexual, emocional y físico, y uno o más tipos de negligencia en la infancia pueden tener un riesgo especialmente elevado de trastorno límite de la personalidad, así como un riesgo elevado de baja autoestima y otros rasgos asociados con trastorno de la personalidad depresivo.
- Los jóvenes que experimentan abuso sexual pueden tener un riesgo elevado de trastorno histriónico de la personalidad.
- El abuso emocional en la infancia puede contribuir al desarrollo del trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad y, en combinación con la negligencia emocional o de supervisión, puede contribuir al desarrollo del trastorno paranoide de la personalidad.
- Los jóvenes que en la infancia experimentaron cualquier abuso emocional y uno o más de otros tipos de maltrato (abuso físico y/o negligencia física, por ejemplo) pueden tener un riesgo especialmente elevado del trastorno esquizoide y esquizotípico de la personalidad.
Tal como se ha expuesto, el abuso y la negligencia juegan un papel muy importante en el desarrollo de los síntomas de los TP. Así mismo, una serie de estudios (Oldham et al., 2007) han indicado que la crianza problemática (por ejemplo, la conducta de crianza que, aún siendo problemática, no es lo suficientemente grave para ser clasificada como "abuso" o "negligencia") está probablemente asociada al desarrollo de rasgos de personalidad desadaptativos e incluso trastornos de la personalidad. Las investigaciones (Baker, Capron, & Azorlosa, 1996; Johnson, Quigley, & Sherman, 1997) han indicado que una falta de afecto de los padres durante la infancia, una pobre comunicación y expresividad familiar, y la conducta de crianza controladora y severa se asocian con un aumento de los rasgos de TP entre adolescentes no pacientes y pacientes psiquiátricos adultos.
En esta misma línea, Cohen, Crawford, Jo-hnson, y Kasen (2005) realizaron un estudio empírico en el cual encontraron entre los factores generales de riesgo, que las relaciones de crianza y las relaciones padre-hijo (incluyendo una baja cercanía a la madre y/o al padre, ejercer autoridad por medio del castigo, control maternal a través de la culpa y haber sido el resultado de un embarazo no deseado) fueron predictores de síntomas posteriores de TP. Características infantiles, incluyendo problemas de comportamiento, aislamiento social y mala salud a los 6 años de edad aproximadamente, también predijeron síntomas de TP en adultos jóvenes, incluso después de evaluaciones realizadas 16 años después. En la adolescencia, la baja competencia social, introversión, baja autoestima, no ser atractivo y la alta emocionalidad, predijeron elevados síntomas de TP. Los predictores más fuertes a largo plazo, antes de un TP, fueron desorden disruptivo y síntomas depresivos; estos hallazgos se observaron de manera paralela en cada uno de los tres Grupos del Eje II. Otros predictores incluyeron bajo Coeficiente Intelectual, pobres logros, haber fracasado académicamente o ser expulsado del colegio, haber repetido por lo menos un grado y no tener una meta a la cual dirigirse (Bernstein, Cohen, Sokodal, Bezirganian, & Brook, 1996).
En resumen, los datos indicados corroboran como principales factores de riesgo de los patrones de personalidad disfuncionales, que incluso generan vulnerabilidad a los TP, los siguientes: el abuso físico, sexual y emocional, la negligencia de los padres junto con la crianza problemática y el haber tenido algún problema grave de comportamiento durante la infancia.
Hasta aquí se ha observado la relación que existe entre los malos tratos en la infancia con el desarrollo de los posibles TP en la etapa adulta. Sin embargo, varios autores consideran que desde etapas muy tempranas de la adolescencia o incluso desde la infancia, ya se pueden determinar patrones de comportamiento problemático o síntomas que pueden llevar a pensar en una posible patología de la personalidad (Chanen & Mccutcheon, 2008; Morey, 2010; Shiner, 2009; Westen, Shedler, Durret, Glass, & Martens, 2003).
¿Existen los trastornos de personalidad a edades tempranas? Características (sub) clínicas y comorbilidad con desórdenes del Eje I
Tal como exponen Chanen y Mccutcheon (2008), el diagnóstico de Trastorno de Personalidad en adolescentes ha creado mucha controversia. Los clínicos parecen reticentes a usar este término debido a las preocupaciones acerca de hacer un diagnóstico mientras que la personalidad está en desarrollo y, por tanto, es cambiante; además del estigma asociado con los TP, junto con la creencia de que estos fenómenos se explican mejor mediante los diagnósticos del Eje I de los manuales diagnósticos. Sin embargo, dichos autores también resaltan el substancial cuerpo de evidencias empíricas que se ha acumulado a lo largo de la década pasada y que indican que la patología de la personalidad es una forma importante de psicopatología en adolescentes.
En palabras de Silk (2008), el mayor problema en el diagnóstico de los desórdenes de personalidad en adolescentes no es si el diagnóstico es válido o no, sino que el diagnóstico no se quede "pegado" a través del tiempo; es decir, que aunque la persona siga teniendo con el tiempo una sintomatología residual que pueda impactar significativamente en su funcionamiento diario, a largo plazo no cumpla el conjunto de criterios para ese diagnóstico en particular. Por tal motivo, es importante que los pacientes sean evaluados repetidamente, con respecto a si cumplen o no, los criterios para el diagnóstico.
Autores como Millon, en su entrevista concedida para el diario The National Psychologist (Gill, 2005), han puesto de manifesto la preocupación de encontrar cada vez con mayor frecuencia niños en edades preadolescentes (entre los 7, 8 y 9 años de edad) que reportan fuertes sentimientos de inadecuación y de no ser amados; estos sentimientos pueden ser tan intensos que a veces los llevarían a contemplar la última opción: el suicidio. El autor los describe como niños que parecen estar enfadados con el mundo, que no se sienten amados por sus padres ni aceptados por su grupo de iguales y a los que es común oírles decir frases como: "me quiero escapar de todo esto, nadie me ama, la vida no es digna de ser vivida"; y aunque estos niños van y vienen de un síntoma a otro, Millon sostiene que ya se puede ver el comienzo de una personalidad alterada.
Uno de los estudios que mayores aportaciones ha tenido en este tema es el de Cohen et al. (2005), denominado "The children in the Community", empezó como un seguimiento a un estudio de 1975, en Estados Unidos ,de una amplia muestra aleatoria de niños entre las edades de 1 a 10 años y continuó con evaluaciones posteriores a los 14, 16, 22 y 33 años de edad.
Concretamente, Cohen et al. (2005) encontraron que todos los trastornos de personalidad medidos en su estudio, son más altos en la adolescencia temprana y son seguidos por un descenso lineal de los 9 a los 27 años de edad; aunque ésta fue la tendencia, cerca del 21% de la población mostró un incremento en la media de los síntomas de los TP. Algunos de estos descensos pueden ser atribuidos a la disminución -normal en el desarrollo- de la impulsividad, búsqueda de atención y dependencia; el declive también se debe al incremento en la competencia social y a las metas relacionadas con el autocontrol.
En esta misma línea, Lenzenweger (2006) realizó un estudio longitudinal, con un periodo de cuatro años de seguimiento, sobre los TP. El investigador encontró un declive bastante modesto de los TP y una prevalencia del 11% en población no clínica.
Así mismo, hay evidencia clínicamente significativa de que los TP emergen antes de la adolescencia y son observables a niveles sintomáticos, biológicos y genéticos (De Clercq & Fruyt, 2007). Por otra parte, estudios con población psiquiátrica adulta y adolescente (Becker et al., 1999) muestran que entre el 24 y 60% de los pacientes tienen al menos un TP. En cuanto a la prevalencia de los TP en población clínica hospitalizada, fuctúa entre el 6.4 y 11.6% si el diagnóstico ha sido hecho por un clínico usando los criterios del DSM IV, y entre un 34 y 60% si se usan instrumentos estandarizados (Lana, Fernández, Sánchez, & Bonet, 2008).
De igual forma, Magallon-Neri et al. (2012), basándose en los resultados de su estudio, destacan el impacto de los TP en el ámbito clínico y reafirman la importancia de diagnosticar este tipo de desórdenes cuando las manifestaciones clínicas aparecen en pacientes jóvenes. Skodol et al. (2007) sostienen que la detección temprana y precisa de los TP es importante para implementar un tratamiento que pueda fomentar las fortalezas y competencias personales y desarrollar habilidades interpersonales, lo que podría beneficiar a los pacientes jóvenes diagnosticados con TP.
A la luz de la evidencia empírica señalada, especialmente desde los datos del estudio de Cohen et al. (2005), se puede abstraer algunas características de los TP, respecto a la estabilidad y trayectoria de síntomas, comorbilidad con desórdenes del Eje I y resultados prospectivos, pero diferenciándolas según el grupo al que pertenecen.
En el Grupo A, que recoge los trastornos de personalidad paranoide, esquizoide y esquizotípico, la estabilidad y el curso de sus síntomas presentan un declive entre la adolescencia y la etapa adulta. En cuanto a la comorbilidad de los TP de este grupo, cabe indicar promedios elevados de otros desórdenes del Eje I, siendo más elevados los desórdenes disruptivos (35%), seguidos de ansiosos (25%) y, por último, depresivos (20%), se encontró también que los desórdenes de ansiedad adolescentes cuadruplican el riesgo de TP paranoide en la etapa adulta. En general en este grupo, se presenta una comorbilidad equilibrada con dichos trastornos, sin grandes diferencias entre ellos. Por último, siguiendo los resultados retrospectivos en el Grupo A, se constata una mayor demora funcional en la transición de la adolescencia a la edad adulta, además presentan una baja trayectoria en educación y logros.
Las características de la trayectoria de los TP en el Grupo B, que recoge los trastornos límite, histriónico y narcisista, muestran que para los síntomas narcisistas se da una notable estabilidad entre los 14 y 16 años. Respecto a la comorbilidad, el Grupo B es el que más desórdenes presenta de los tres grupos, de manera que muestra la mayor comorbilidad con desórdenes disruptivo (47%) y depresivos (28%), y la comorbilidad de segundo orden (38%) con desórdenes de ansiedad. Respecto a los resultados longitudinales o retrospectivos, en el Grupo B se encontró que estos adolescentes fueron asociados con elevaciones en conflictos de pareja a lo largo de un periodo de 10 años (de los 17 a los 27 años de edad). Así mismo, los síntomas límite, histriónico y narcisista predijeron comportamientos violentos y criminales en la etapa adulta y fueron asociados con el incremento del riesgo de abuso de sustancias en el final de la adolescencia y la etapa adulta inicial.
Finalmente, en cuanto al Grupo C, que recoge los TP dependientes, evitativos y obsesivo-compulsivo, se muestra un declive en la media de los síntomas entre la adolescencia y la etapa adulta. Sin embargo, aquellos que prevalecen perduran de manera más estable durante el resto de la etapa adulta generando mayor deterioro psicosocial y bajo funcionamiento general. En cuanto a la comorbilidad, el Grupo C destaca respecto a los otros grupos de TP en el desorden de ansiedad comórbida (51%), pero es el más bajo en cuanto al comportamiento disruptivo (34%), y se encuentra a mitad de comorbilidad en los desórdenes depresivos (23%) respecto al Grupo B y A. Por último, en cuanto a los resultados retrospectivos, el Grupo C no predijo desórdenes ansiosos en la etapa adulta; pese que en el momento inicial fueron muy cómorbidos, la poca estabilidad hace que los niveles de ansiedad decrementen. Sin embargo, los síntomas dependientes en adolescentes predijeron la ideación o intentos de suicidio en la adultez, así como conflictos en sus relaciones de pareja.
En conclusión, los hallazgos dejan claro que la constelación de síntomas de los TP identificados en la etapa adulta tienen sus orígenes en la infancia. Estos hallazgos pueden ser confiables si se evalúa, en combinación, los informes de juventud (relatos de los participantes acerca de sus años de infancia y adolescencia) y de sus padres. Los síntomas elevados, incluso en la adolescencia temprana, tienen implicaciones en un pronóstico negativo de los 10 a 20 años de edad. En muchos casos, los desórdenes del Eje II pueden explicar el deterioro a largo plazo asociado con desórdenes del Eje I, que a menudo ocurren con un TP. Sin embargo, existen diferencias respecto a la estabilidad, curso de los síntomas, predicciones futuras y comorbilidad, dependiendo de que el TP pertenezca al Grupo A, B o C.
Desde los postulados teóricos y la evidencia empírica señalada, se puede establecer la existencia de patrones de personalidad disfuncionales desde edades tempranas, tales como: comportamientos paranoides y esquizoides, comportamientos que indicarían un posible trastorno límite, conductas características del narcisismo y diversas formas de comportamientos de evitación y dependencia, además de problemas emocionales. Se hace, entonces, necesaria su detección temprana y la implantación de programas preventivos.
¿Qué indican los manuales diagnósticos clínicos al respecto? Perspectivas desde el DSM-V
Los hallazgos acumulativos hasta aquí descritos dejan claro que los TP son problemas significativos en la salud mental y que, bien como factores de riesgo o incluso como características subclínicas, desde edades tempranas pueden existir patrones de personalidad disfuncionales. Por todo ello, es de gran importancia conocer la postura actual de los manuales diagnósticos frente a este tema y las perspectivas que tendrá el próximo DSM-V.
En los actuales manuales diagnósticos, en cuanto a los criterios para diagnosticar los TP, se hace referencia a la infancia o adolescencia como algo general y orientativo, por ejemplo, en el caso del CIE 10 en el ítem G4 especifican que hay una "desviación estable y de larga duración, con inicio al final de la infancia o en la adolescencia". En el caso del DSM IV-TR, en el ítem D especifican que "el patrón es estable y de larga duración, y su inicio se remonta al menos a la adolescencia o al principio de la edad adulta". En el DSM V, prácticamente igual que en su versión anterior, se menciona que el inicio de dichos trastornos debe "remontarse al menos a la adolescencia" (ver Tabla 2). Con base en lo anterior, se abren varias preguntas:
¿Los criterios para evaluar a los niños y adolescentes serían los mismos que para evaluar a los adultos?
Si los manuales diagnósticos están de acuerdo en que es al final de la infancia y/o principio de la adolescencia cuando empiezan a surgir estos trastornos, ¿por qué no se han integrado de manera más realista y útil en los criterios diagnósticos las características infantiles de dichos trastornos con el fin de generar datos que ayuden a su correcto diagnóstico y tratamiento?
Y, por último, ¿valdría la pena generar unos criterios diagnósticos propios de los TP para esta etapa, con el fin de realizar métodos de evaluación eficaces que permitan identificar dichos casos desde sus primeros inicios y trabajar en su prevención?
Por otra parte, son varios los puntos que han generado debates intensos en la creación del DSM-V, entre ellos está el hecho de que en los actuales sistemas de clasificación siempre se ha resaltado la inflexibilidad como una característica propia de los TP. Sin embargo, tal como proponen Esbec y Echeburúa (2011), algunos TP no son tan inflexibles ni tienen tan mal pronóstico como se pensaba. Igualmente, hay trastornos que cambian con el transcurso del tiempo; por ejemplo, la prevalencia del trastorno antisocial y otros del Grupo B puede variar y los patrones de personalidad impulsiva pueden disminuir con la edad. Por el contrario, aumenta sensiblemente el diagnóstico de trastornos de los Grupos A y C, probablemente como consecuencia del aislamiento social.
De igual manera, una de las discusiones tradicionales que se han generado con los sistemas de diagnóstico a la hora de estudiar la personalidad es la disyuntiva de seguir un modelo dimensional o categorial. De manera resumida, las críticas a los modelos categoriales son: (a) escaso ajuste entre pacientes y prototipos, (b) solapamiento de los criterios propuestos entre diversas categorías y trastornos del Eje I, (c) baja fabilidad temporal y entre evaluadores, (d) pobre validez diagnóstica, y (e) poca utilidad para el tratamiento (Esbec & Echeburúa, 2011).
Una de las principales ventajas de seguir modelos dimensionales es que se entiende la "normalidad" y la "patología" como conceptos relativos, como puntos representativos dentro de un continuo, no como categorías nominales discretas (Millon, 2002).
Desde este tipo de modelos dimensionales, se puede establecer un análisis alternativo de los TP. Por ejemplo, la personalidad normal y la patológica comparten los mismos principios y mecanismos de desarrollo, puesto que ambas son esencialmente las mismas en cuanto a los rasgos básicos que las componen. La diferencia fundamental es que las personalidades "normales" son más flexibles cuando se deben adaptar a su entorno, mientras que las personalidades con trastornos muestran conductas mucho más rígidas y disfuncionales, son poco adaptativas (Cardenal, Sánchez, & Ortiz-Tallo, 2007).
Otra de las ventajas de los modelos dimensionales es la posibilidad de incluir los casos atípicos,
además incorporan más información no sólo de la presencia de una característica, sino también de la combinación de distintas características y del grado en que se están manifestando. Así mismo, los modelos dimensionales pueden proporcionar puntos de corte distintos en función de las decisiones clínicas que se deban tomar, lo cual permite obtener un modelo de gravedad del trastorno, no sólo si está presente o ausente; ésta es una de las ventajas más importantes en la medida que la gravedad ha demostrado ser un factor de pronóstico significativo (Widiger & Frances, 2002).A modo de conclusión, siguiendo a Esbec y Echeburúa (2011) -quienes se basan en el borrador publicado1 en la página de la APA-, se pueden destacar las siguientes bases consensuadas para el futuro DSM V en cuanto al estudio de la personalidad:
- Tienden a predominar los modelos penta-factoriales de la personalidad sustentados en estudios genéticos, neuropsicológicos y de análisis factorial. Los más consensuados se refieren a las dimensiones: (a) afectiva (ansiedad, neuroticismo, afecto negativo o desregulación), (b) cognitiva (esquizotipia, apertura), (c) exploratoria (extraversión versus inhibición o introversión), (d) impulsiva (versus compulsiva o responsabilidad) y (e) disocial (agresividad o antagonismo versus amabilidad).
- Los TP son considerados como exageraciones de los rasgos normales de la personalidad y están condicionados genéticamente (genotipos), pero siempre en interacción con factores psicosociales y contextuales.
- Es más fiable la valoración dimensional de la personalidad que la categorial, pero no se descarta un modelo mixto que combine las tradiciones médico-psiquiátrica y psicológica.
- Es necesario valorar el grado de prototipicidad de las categorías diagnósticas y la severidad de los TP.
- Se requiere una valoración por parte del clínico sobre la estructura de la personalidad, la capacidad adaptativa y los aspectos interpersonales en base a una descripción de disposiciones y conductas.
- Los fundamentos conceptuales de la distinción entre el Eje I y el Eje II son débiles y los límites entre ambos frecuentemente son difusos.
A la luz de lo revisado, es importante resaltar lo que esto va a determinar en el estudio de la personalidad y sus trastornos a nivel de la infancia y adolescencia. A tal punto es así, que se sugiere modificar la definición misma del Trastorno de la Personalidad. Concretamente, la revisión realizada en el borrador del DSM-V, propone modificar el "patrón dominante de pensar, sentir y comportarse" (DSM-IV) por el de "fracaso en la adaptación" desde dos puntos de vista: defecto o deterioro en la identidad propia y/o fracaso en las relaciones interpersonales. De este modo, los TP representan la incapacidad de desarrollar un sentido de identidad propia (con déficits en el autoconcepto y en el autocontrol) y de establecer unas relaciones interpersonales adaptativas en el contexto de las normas culturales del individuo y de las expectativas creadas, con alteraciones específicas en el ámbito de la empatía, de la intimidad y de la cooperación interpersonal. Esta incapacidad es estable en el tiempo y de origen temprano (Esbec & Eche-burúa, 2011).
Las aproximaciones dimensionales de la patología de la personalidad en niños, se encuentran en sus estados tempranos de desarrollo. Uno de los más prometedores avances en este área es el DIPSI (Dimensional Personality Sympton Item Pool), que es una fuerte herramienta psicométrica de evaluación que permite medir una estructura de cuatro factores de alto orden de rasgos maladaptativos, que son en gran medida análogos al modelo de cuatro factores para adultos: inestabilidad emocional, introversión, compulsividad y desagradabilidad (Tackett, Balsis, Oltmanns, & Krueger, 2009). Tackett et al. también han sugerido que considerar los TP como formas particularmente inmutables de psicopatología resistentes al cambio a través del tiempo es una interpretación extrema. A tal punto es así, que los TP comúnmente muestran un patrón dinámico de cambio a través del tiempo. Esta noción de trayectorias dinámicas enfatiza la importancia de identificar los periodos críticos de desarrollo de los TP para mejorar el entendimiento del curso de la patología y los potenciales periodos de vida cuando la prevención puede ser más fructífera.
Las delimitaciones históricas de los TP a menudo han incluido la suposición de que las características de los mismos están arraigadas en etapas muy tempranas de la vida (Paris, 2003). Una cuestión importante para la dirección de la perspectiva de los TP en un lapso de vida, es la noción de los cambios normativos a través del desarrollo. Por ejemplo, el estrés y los traumas durante los periodos críticos de desarrollo en las etapas tempranas de la vida, pueden tener efectos indirectos en el desarrollo de los TP a través de anomalías resultantes en la estructura y función cerebral (Raine, 2006).
Una importante tarea que es particularmente destacada en el desarrollo adolescente es la consolidación de la identidad. El éxito en esta tarea es relevante para el desarrollo del Grupo B de los TP, los cuales a menudo son asociados con difusión o fragmentación de la identidad (Bateman & Fonagy, 2008). La preadolescencia ha sido propuesta como un momento ideal para medir la emergencia de rasgos narcisistas, como la típica sobreestimación de las autocompeten-cias que tienden a extinguirse alrededor de los 10 años. Este también se ha sugerido como un periodo crítico de intervención potencial en el que la visión de sí mismo podría ser más maleable que en la adolescencia posterior (Tackett et al., 2009).
Igualmente, el cambio natural en las relaciones sociales en la adolescencia temprana trae potenciales estresores durante este periodo. Las habilidades de comunicación social se someten a una mayor maduración durante la infancia, la cual ha sido identificada como un periodo crítico para el desarrollo de las deficiencias en la comunicación en los TP esquizotípicos (Caplan, 1994).
De otro lado, se ha argumentado que los casos de aparición temprana y severa de trastorno de conducta exigen una mayor necesidad de diagnóstico adecuado y que los casos con una aparición precoz pueden ser más probables de cumplir los criterios de Trastorno Antisocial de la Personalidad (Paris, 2008). Algunos investigadores han pedido que los desórdenes de conducta estables en la infancia sean clasificados como un TP (Cohen et al., 2005). Sin embargo, también hay que tener en cuenta que ciertos periodos de desarrollo tales como la adolescencia, suelen traer un sinfín de factores estresantes. Las características de los TP durante esos tiempos pueden no reflejar una disfunción de personalidad, sino simplemente el contexto estresante de la adolescencia (Miller, Muehlenkamp, & Jacobson, 2008).
Sin embargo, una preocupación que se plantean los investigadores con respecto al diagnóstico temprano de los TP, es la potencial estigmatización o los efectos iatrogénicos. La cuestión acerca del diagnóstico trae consigo la necesidad de demostrar la utilidad de tal categorización y de un tratamiento efectivo, ya que es posible que los niveles diagnósticos puedan no aplicarse igualmente a través del tiempo (Mulder, 2008). Una aproximación dimensional podría ayudar a aminorar los efectos de la estigmatización temprana, al permitir la identificación de los niños con riesgo potencial de problemas posteriores sin necesariamente etiquetarlos como personalidad desordenada (Tyrer, 2005).
La inclusión en la próxima versión del DSM de características dimensionales que se acercan más a la realidad clínica, tiene su justificación en la evaluación y diagnóstico de los TP. No obstante, para algunos autores dicha inclusión no sólo no facilita el diagnóstico de los TP, sino que añade nuevas dificultades. Así, el énfasis en los rasgos y el abandono de las descripciones conductuales de los criterios de los TP, señalan, nos devuelve a las épocas de elucubraciones y narraciones abstractas (Caballo, Salazar, & Irurtria, 2011). En resumen, dichos autores plantean que si al empleo de términos difusos en la nueva formulación de los TP, hay que añadir la evaluación de los mismos, considerando cinco niveles de gravedad del funcionamiento de la personalidad, seis áreas de rasgos de orden superior, 37 facetas de orden inferior y siete aspectos de la definición del TP, el panorama que se presenta para entender mejor y llegar a consolidar el campo de los TP es bastante desalentador.
Por último se quiere resaltar una cuestión que requiere especial atención, pero que sólo se deja mencionada, ya que está siendo objetivo de otro trabajo en curso; se trata de los métodos de evaluación de los problemas de personalidad en la infancia y adolescencia. Una de las preguntas que surgen al analizar este tema es ¿hasta qué punto se podría esperar que los mismos sujetos que manifestan los problemas de personalidad más extremos a una edad dada, se encuentren entre aquellos que también lo harán a otra edad? Dos variables que tienen un peso importante para responder a esta pregunta son el temperamento y la estabilidad. El temperamento podría influir en este punto, ya que refleja diferencias biológicas básicas en las características de la infancia, tales como el nivel de actividad, el retraimiento por temor, la capacidad de calmarse, la capacidad de respuesta ante los estímulos y la intensidad afectiva (Oldham et al., 2007). En cuanto a la estabilidad, no se tienen datos concluyentes en preadolescentes; las correlaciones que miden la estabilidad son moderadas y se desconoce si aumentan entre la adolescencia y el inicio de la edad adulta (Crawford, Cohen, & Brook, 2001; Johnson et al., 2000). Por otra parte, se debe resaltar la influencia que tienen los factores de maduración, ya que parecen confundir la evaluación de los TP en los adolescentes y pueden oscurecer la presencia de un TP en los adultos que han superado algunas manifestaciones más precoces del trastorno (Oldham et al., 2007).
Desde un punto de vista más particular, es importante tener claro el marco conceptual desde el que se medirá la personalidad, ya que se esperaría que se generen técnicas de evaluación distintas si la teoría en la que se basan las mediciones es distinta; sin embargo, en la práctica no siempre es así. En la evaluación de la personalidad tradicional, por ejemplo, se aboga por la evaluación de constructos de personalidad para averiguar las causas de las conductas alteradas. Desde este punto de vista, la conducta tiene un valor de "síntoma" que reflejaría subyacentes. Así, la valoración de la psicopatología se ha realizado a partir de una serie de técnicas indirectas de evaluación en las que se englobarían las técnicas proyectivas, test, técnicas subjetivas, etc. (Molina, 2001). Aunque este apartado no da lugar a una revisión de los instrumentos aplicados para evaluar los patrones de personalidad disfuncional, si cabe indicar que la mayoría apenas están siendo validados con población hispano-hablante y que sus características psicométricas son débiles.
A modo de conclusión, desde el punto de vista de los autores de este documento y a la luz de todo lo indicado, para responder a las preguntas que se plantearon al inicio de este apartado, se podría señalar que los criterios diagnósticos aún no han integrado las características infantiles de los TP para su evaluación y tratamiento, debido a la visión que se tiene de la personalidad. Esto sucede porque se considera a los patrones disfuncionales de la personalidad como un trastorno aparte y no como el eje funcional en el que se mueve el individuo desde la infancia y que puede presentar unas tendencias u otras que pueden ser susceptibles al cambio. Al ver los problemas de la personalidad como formas particularmente inmutables de psicopatología, se teme cometer errores en un periodo sensible al cambio (como lo es la infancia y adolescencia) que puedan llevar a una estigmatización temprana.
Por otra parte, no queda claro si los mismos criterios que se utilizan para evaluar a los adultos se deben usar para evaluar también a los niños y adolescentes. Tal como se encuentra planteado ahora en los manuales diagnósticos, todo parece indicar que se deberían seguir los mismos criterios. De hecho, en algunos apartados del DSM IV aparecen características de estos trastornos en niños (aunque lo hacen de manera orientativa e indicando precaución); así mismo, en dichos manuales, se resalta la importancia que tiene identificar los primeros estados de desarrollo del trastorno para su evaluación y tratamiento en la etapa adulta. Sin embargo, dado el desacuerdo entre diagnósticos y el solapamiento de los mismos, está claro que hay una gran dificultad en este área que podría apuntar a que el periodo de la infancia y adolescencia requeriría unos criterios de evaluación propios, que permitan hacer una correcta prevención, evaluación y tratamiento que eviten la cronicidad.
Patrones de Personalidad Disfuncionales desde una teoría integradora y evolutiva
A la luz de lo anteriormente expuesto, queda clara la necesidad de nuevas investigaciones en el estudio de la personalidad que puedan, de una manera coherente, responder a las diversas cuestiones planteadas. Llama la atención la gran importancia de la historia de aprendizaje de los individuos y el impacto de esas primeras experiencias infantiles en el desarrollo de la personalidad. De igual forma, desde el principio de la infancia las conductas autoreferidas están presentes en sus repertorios de comportamiento, lo que lleva a pensar en la necesidad de estudiar el papel del lenguaje en el desarrollo de la personalidad. Sin embargo, todo esto hay que estudiarlo en contexto, dando gran importancia a la cultura en el proceso de desarrollo, ya que prácticamente ésta influye en todos los aspectos del funcionamiento humano. Un tópico importante y que requiere mayor investigación es el hecho de que haya un ente que englobe los cambios en la personalidad, para no caer en el error de crear constructos que en algún momento sirven para un grupo de personas y no para otro, o que en algún momento son una generalidad y en otro una particularidad de la población. Por ejemplo, el constructo introversión-extroversión suele ser usado como un método para diferenciar a un grupo de personas de otro, pero no siempre es útil, ya que existen personas que pueden estar en un término medio o actuar de manera diferente cuando están motivadas o implicadas en una tarea, situación o contexto determinado. Ante una situación así, se hace necesario aplicar otro constructo diferente para encajar a ese tipo de personas. Esto indicaría que no se están creando principios básicos que puedan explicar de manera satisfactoria el comportamiento, sino que se crean términos que en cierta medida pueden ser circulares y poco prácticos. En respuesta a lo anterior, el concepto del yo permite dar una organización y unidad a las diversas maneras de funcionamiento de la persona bajo diferentes condiciones, especialmente cuando es analizado de una manera funcional (esto es, producto de la historia de contingencias y en función de las condiciones de control y consecuentes) y contextualizada.
Por tales motivos, a continuación se plantea una alternativa teórica integradora que permite generar principios psicológicos que guiarán a la investigación empírica, para comprender la forma en que interactúan las diferentes variables humanas y ambientales en la formación de la personalidad. La alternativa teórica tiene como fundamento la llamada Teoría de los Marcos Relacionales; en términos originales, Relational Frame Theory (RFT; Hayes, Barnes-Holmes, & Roche, 2001).
La Teoría de los Marcos Relacionales (TMR en adelante) tiene un marco flosófico basado en el Contextualismo Funcional, desde el cual el análisis psicológico se conceptúa considerando al organismo como un todo siempre en acción, en el cual priman las funciones que controlan el comportamiento (Dougher & Hayes, 2000). Dicha teoría propone que los eventos privados (como contenidos y esquemas cognitivos) se conforman en la historia individual, y que las relaciones entre eventos privados y acciones del organismo (la regulación verbal del comportamiento) responden a relaciones arbitrarias potenciadas socialmente y no a relaciones mecánicas. La TMR contempla el efecto de las contingencias, pero su foco de análisis es el lenguaje y la cognición concebidos como aprendizaje relacional. Los porqués de este funcionamiento que atrapa a la persona se ubican en las características que compartimos los seres humanos con repertorio verbal/relacional y en las reglas de la cultura en la que dichos repertorios se desarrollan (Luciano & Valdivia, 2006).
En el siguiente apartado, se pretende aclarar por medio de la TMR el papel que tiene la regulación verbal en el estudio de la personalidad, la cual explica por qué algunos sujetos son más sensibles a seguir las reglas o fórmulas verbales que a guiar su comportamiento por las consecuencias directas de sus hechos, o viceversa. También se quiere describir cómo se van cronificando ciertos comportamientos disfuncionales a través de la historia de vida y cómo el concepto del "yo" se convierte en un proceso indispensable para explicar el constructo de la personalidad.
Desarrollo del "yo": el papel de la cultura y su desarrollo desde los primeros años
Luciano, Gómez y Valdivia (2002) proponen que según las diferentes teorías conductuales, la explicación de la personalidad estaría en la comprensión de la historia de vida del individuo, lo que inexcusablemente implica la aportación de la flogenia y del sistema sociocultural e histórico de cada persona. Los autores mencionan que un punto en común de dichas teorías es el hecho de negar que la personalidad sea el producto de un esquema de funcionamiento previo a las interacciones sociales y que sea una variable causal que explique el comportamiento. Afrman que, al contrario, su origen y la forma de alterarla deben de ser explicados.
Efectivamente, no podemos hablar de personalidad sin enmarcarla en un momento histórico-cultural específico, al punto que de acuerdo a los cambios históricos de la humanidad, se ha transformado el concepto de sí mismo en los seres humanos. Según Martín (2006, 2009), a partir del último cuarto del siglo XX y hasta nuestros días se puede hablar del posmodernismo, un periodo de gran rapidez e intensidad en los cambios sociales. Este periodo se caracteriza por: ahistoricidad, subjetivismo, individualismo, la eclosión de las tecnologías a alto nivel, consumismo (que trae consigo un efecto psicológico global para la persona, afectando no sólo a su forma de vida sino también a sus valores, miedos, objetivos y relaciones sociales), el multiculturalismo, el victimismo, el infantilismo (entendidas como grandes patologías de la modernidad) y una profunda modificación de las relaciones, en las que la flexibilidad, la superficialidad y el riesgo serían sus señas de identidad.
En este sentido, entre las características del sujeto moderno, se encontraría la intensa dependencia de afecto y cariño que les haría elevar la susceptibilidad y el temor a ser herido. En palabras de Horney (1937, citado por Martin, 2006): no parece que sea la búsqueda de conocimiento, sino la búsqueda de afecto el método de la cultura actual para asegurarse de la angustia. Asimismo, el afán de poder, fama y posesión se utilizarían como repertorios de una clase más amplia: el control o afanzamiento de nuestra posición en y respecto a la sociedad, para dar al sujeto una sensación de mayor seguridad. La necesidad de control llevaría aparejada una enorme impaciencia, irritabilidad, miedo al fracaso, baja tolerancia a la frustración y la incapacidad para construir relaciones recíprocas.
Una vez comprendemos que el Yo responde a un contexto socio-histórico en particular, es necesario preguntarse: ¿cómo y a partir de qué etapa se crea el Yo? Según Pérez (1996), el yo va a ser la continuidad trascendente en el tiempo y el espacio que define psicológicamente al individuo. Al ser así, el yo psicológico consiste en una continuidad que toma conciencia de sí misma, en la forma de una reflexividad que repara en el sentido de su propia trayectoria.
A continuación, se expone la propuesta teórica de Kohlenberg y Tsai (2001) que explica la experiencia del Yo y que está basada en su amplia trayectoria clínica. Dichos autores han establecido tres etapas de desarrollo (durante el desarrollo normal, no patológico del niño) relevantes en la emergencia del Yo, también denominadas por otros autores (Barnes-Holmes, Hayes, & Dymond, 2001) como dimensiones del Yo. Con base en los autores mencionados, se hará un breve resumen de cómo se da dicho proceso. Durante la primera etapa (o dimensión del Yo como contenido verbal), el niño aprende numerosas unidades grandes como "yo tengo muñeca", "yo veo a mamá". Hay que tener en cuenta que la forma de estas unidades en la vida real podrían ser "veo mamá" o "nene helado" y que solamente se usa "yo" como una forma genérica de autoreferencia. Estas unidades grandes se aprenden como un todo, es decir, como unidades funcionales o tactos, en terminología de Skinner (1957). Esta etapa se da durante los dos primeros años de vida. Aunque los estímulos o eventos privados no desempeñan un papel importante en esta etapa, serán fundamentales en etapas posteriores.
En la segunda etapa (o dimensión de Yo como un proceso), después de aprender determinado número de unidades funcionales mayores que incluyen "yo veo" (por ejemplo, "yo veo una cabra", "yo veo a papá"), emerge la unidad funcional más pequeña "yo veo". "Yo veo" emerge como unidad porque es el elemento común de cada una de las respuestas del tipo "yo veo X". Así, los estímulos privados que acompañan a los estímulos públicos (de los que se vale la comunidad para enseñar el autoconocimiento) sirven al hablante como control privado.
Por último, en la tercera etapa (o dimensión de Yo como contexto), emerge en el niño la unidad más pequeña "yo". "Yo" es el elemento común de cada una de las situaciones "yo X", en las que "X" varía. Esta etapa constituiría propiamente la emergencia del Yo como unidad funcional que sintetiza el control dado por los estímulos privados. Aquí se hace necesario retomar la perspectiva que tiene componentes tanto públicos como privados e incluye las características físicas de la localización del niño en el espacio en relación a los otros. El Yo llega a ser entonces el fondo común sobre el que figuran las distintas y continuas conductas de la persona.
Finalmente, como resultado de la adquisición del lenguaje durante la niñez cada persona termina con un control más o menos privado del "Yo". Sin embargo, las variaciones en estas condiciones socio-ambientales podrían dar como resultado un mayor o menor control por una estimulación privada; estas variaciones en las fuentes de control de estímulos también ofrecen una explicación de aquellos problemas clínicos conocidos como "problemas del Yo" (Kohlenberg & Tsai, 2001). Estos autores proponen la existencia de un continuo en la severidad de problemas del Yo, que se basa en el grado de control privado de la unidad funcional "Yo".
Cabe aclarar que a la par que se va dando el proceso de formación del Yo, surge también el proceso para conformar las preferencias tempranas y los valores o los reforzadores del niño. En dicho proceso, los estímulos nuevos pueden adquirir funciones reforzantes, aversivas, discriminativas y motivacionales, bien de manera directa (a través de contingencias) o por mecanismos relacionales o verbales.
En la formación de preferencias condicionadas tempranas, está claro que se sigue una secuencia lógica en la cual los reforzadores o preferencias primarias por asociación directa o verbal a otros estímulos (algunos de ellos siendo estímulos ya condicionados) hacen que esos estímulos neutros cambien de reforzadores a aversivos y se altere la prioridad de unos sobre otros. Dichas preferencias iniciales, pueden ser alteradas cuando aún no están muy establecidas o aún no forman parte de procesos verbales que resulten menos sensibles al cambio. Cuando éstas perduran hasta la pre-adolescencia y adolescencia, suele ser más complicado cambiar los gustos y formas de conseguirlos.
Así, bajo ciertas condiciones, se pueden favorecer comportamientos poco adaptativos para los niños, que de no orientarse de la manera adecuada, podrían generar comportamientos crónicos en su vida futura. Un ejemplo de esto sería la rigidez vs. flexibilidad: ambientes rígidos, con rutinas y hábitos excesivamente estrictos que permitan escasa variabilidad de respuesta, hacen probable que las personas tengan preferencias o gustos escasos y poco variados. Por el contrario, ambientes con criterios más flexibles, pero no absolutamente permisivos, y con rutinas más variables, permiten al niño la exploración y adaptación a situaciones diversas, que a su vez harán probable que sus preferencias se multipliquen (Luciano et al., 2002).
Se ha resaltado el hecho de que los seres humanos, desde la infancia, nos vemos inmersos en un ambiente socio-verbal en donde las palabras y otros estímulos adquieren funciones simbólicas. Así, el niño se encuentra pronto inmerso en otro proceso que se da durante su socialización y al que se le denomina Regulación Verbal (Hayes, Brownstein, Zettle, Rosenfarb, & Korn, 1986). Es este proceso el que le permitirá al niño, mientras crece, consolidar, o no, repertorios eficaces de autocontrol, lo cual confluirá en la formación de los denominados estilos personales o patrones de personalidad. Dicho proceso está compuesto por tres tipos básicos de regulación verbal: Pliance, Tracking y Augmenting. (Barnes-Holmes et al., 2001; Hayes, Gifford, & Hayes, 1998).
El Pliance ocurre en función de una historia de consecuencias mediadas socialmente; en definitiva mediadas por otros, al principio generalmente por los padres y luego por él mismo. Se da por la correspondencia entre la regla (ply) y la conducta que la sigue, pero sin que exista contacto con las contingencias directas del hacer; es decir, implicaría una historia de reforzamiento por el seguimiento de reglas per se, como clase de respuestas. Este tipo de regulación verbal debe ir reduciéndose paulatinamente en el niño a medida que crece, para dar paso a otro tipo de regulación más vivencial. De no ser así, podría cronificarse y el niño sería mínimamente sensible a los cambios naturales de la conducta.
Por el contrario, el término Tracking hace referencia al seguimiento de reglas sobre la base de una historia de correspondencia entre la regla (track) y las contingencias naturales (o rastreo de huellas naturales). Por tanto, esta clase de respuestas se conforma en función de una historia con múltiples circunstancias, en las que actuar de acuerdo a lo que se dice (lo especificado en la fórmula verbal, ya sea propia o ajena) ha sido reforzado por las consecuencias directas o naturales de dicha acción. Por tanto, genera un repertorio flexible y en buena parte independiente de las consecuencias mediadas por otros.
La deseable flexibilidad en el seguimiento de reglas pliance y tracking dependerá principalmente de los valores de los adultos que educan al niño, por lo que el resultado en forma de equilibrio puede variar mucho (Wilson & Luciano, 2002).
En cualquier caso, ambos tipos de comportamiento gobernados por reglas quedarán incompletos si las contingencias que los mantienen no se relacionan verbalmente con los efectos a largo plazo. Por tal motivo, pasamos al tercer tipo de regulación, que sería el comportamiento tipo Augmenting: regulación bajo el control de funciones transformadas de estímulo (Barnes-Holmes et al., 2001; Hayes, Gifford, & Hayes, 1998). Por ejemplo, si la conducta de estudiar se incrementa después de situar al estudio en un marco temporal y de condicionalidad con aspectos valorados como podría ser: "mi título académico -universitario- me permitirá en el futuro ser independiente o ejercer una profesión que me guste y ayude a los demás" y "el título académico equivale en este momento de la historia a estudiar a diario y preparar cada una de las asignaturas", decimos que esa conducta es un augmenting, que ocurre porque estudiar ha adquirido funciones reforzantes vía verbal. En este punto, y teniendo en cuenta la importancia de la cultura, el yo y la regulación verbal en el proceso de la consolidación de la "personalidad", se definirá personalidad según la propuesta de Martin (2006):
Esta se entendería como el repertorio de clases de respuesta seleccionadas por las contingencias relevantes en las que el lenguaje, gracias a su naturaleza simbólica, permitiría regular la conducta -y por tanto la comunidad socio-verbal sería el contexto que daría cuenta de quien uno es- (p. 104).
El autor resalta que esta definición enfatiza a "la cultura como la variable raíz para explicar la emergencia del yo (Pérez, 2004) o la personalidad (Luciano, 2002)" (p. 104).
Cabe destacar que desde el análisis funcional, no se cuenta con un modelo específico para el estudio de los desórdenes de la personalidad, como si ocurre, por ejemplo, en corrientes de un corte más evolucionista como la propuesta por Millon (Millon, 2002; Millon & Davis, 1999). Además, tal y como mencionan Luciano et al. (2002), los modelos conductuales tampoco han informado sobre qué historias puntuales son responsables de los tipos de personalidad o de los rasgos aislados de un modo u otro, o dicho en otros términos, de los grupos de respuestas que definen un "rasgo". Sin embargo, con base en lo que se ha expuesto a lo largo de este apartado, es posible determinar cómo se llegan a crear cierto tipo de estilos y/o tendencias de comportamiento patológicas desde la infancia y cómo se van cronificando con el tiempo.
Para terminar, es conveniente resaltar que los trastornos de personalidad se podrían definir por la situación del sujeto en y con el contexto social; es decir, por cómo éstos se relacionan con dicho contexto: por su miedo a perder a otras personas (dependientes), sumisión por temor al rechazo (evitativos), necesidad de atención y gratificación (histriónicos), ser objetos de su poder (antisociales), necesidad de afecto y reacciones intensas a la pérdida imaginada (límites), temor a la dependencia (narcisistas), temor a ser heridos (paranoides), claudicación ante las demandas sociales (depresivos), alejamiento afectivo de los otros (esquizoides), acatamiento extremo de normas (obsesivo-compulsivos), crítica a otros (negativistas), entre otros (Martin, 2006). En palabras de Martin (2006), la adolescencia como período crítico sería probablemente el lugar común de los trastornos psicológicos más graves, dado que es el momento clave de la formación de la persona que pugna entre el (re)conocimiento y la sensibilidad a la crítica, en medio de conflictivos roles sociales que debe resolver y en un ambiente posmoderno que inserta valores inalcanzables que pueden crear personas inseguras y hostiles.
Conclusiones
Como se ha indicado, existe una amplia evidencia sobre la posibilidad de detectar patrones de personalidad disfuncionales desde las primeras etapas de la adolescencia o finales de la infancia. Sin embargo, es imperante la necesidad de realizar investigaciones al respecto, pero con la precaucion de tener en cuenta varios puntos sobre los que todavía hay bastante confusión en la literatura existente. Algunos de ellos son:
- Valorar la necesidad de crear nuevos criterios de evaluación dentro de los manuales diagnósticos para este tipo de trastornos precoces, y no basarse en los criterios para adultos.
- Crear una forma diferente de evaluación que no se base sólo en test o entrevistas, sino que evalúe los estilos de personalidad de una manera más experiencial o directa.
- Analizar la posibilidad de crear un modelo de evaluación y análisis desde la teoría funcional-contextual que permita, por una parte, evaluar los patrones disfuncionales de personalidad desde sus inicios más tempranos y, por otra, crear el tipo de instrumentos de evaluación antes mencionados para este tipo de trastornos, teniendo en cuenta la regulación verbal, el "Yo" y variables consideradas como importantes en la literatura de la personalidad, tales como la flexibilidad vs. rigidez, impulsividad, (in)estabilidad emocional, ansiedad, entre otras.
Por último, consideramos necesario trabajar en la prevención de los trastornos de la personalidad, ante lo cual es notable que la infancia y principios de la adolescencia son los momentos idóneos para hacerlo.
Notas
1El lector interesado se puede dirigir al siguiente hipervínculo para ver las actualizaciones más recientes: http://www.dsm5.org/ProposedRevision/Pages/PersonalityDisorders.aspx.
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