INTRODUCCIÓN
La definición del poder político ha sido considerada, entre otros, a la luz de su especial relación con el uso de la fuerza y/o la violencia organizada. Dicha relación, sin embargo, adquiere una especial connotación respecto del Estado moderno, pues este se entiende como monopolizador de la violencia. No se trata solo de que aquel use la fuerza o la violencia para hacerse obedecer, sino que además dice o pretende monopolizarla.
La referencia al Estado como una organización caracterizada por la exclusividad del ejercicio de la violencia es sin embargo confusa. Por un lado, se tiende a hablar de armas, fuerza, violencia, coerción y coacción en una suerte de sinonimia. Por otra parte, la idea de monopolio alude a que el Estado es el único que puede detentar armas de forma legítima al mismo tiempo que solo él puede ejercer la violencia de formajustificada. No sería abusivo decir que estos dos son los entendimientos de cierto sentido común no alejados de abordajes académicos.
La consideración del Estado como único poseedor de armas y actor de violencia organizada con pretensión de legitimidad, es con facilidad cuestionable si tenemos en cuenta, por un lado, la existencia de la legítima defensa y por otro, la legitimación social de ciertas expresiones de violencia. En cuanto a lo primero, los individuos tienen la posibilidad de usar la coerción física o armada en la defensa de su vida o bienes, y si bien esta legitimación proviene de la legalidad misma que proponen los Estados, su sola existencia no permite plantear que el monopolio de la violencia hace referencia a que el Estado es el único que la puede ejercer. Esto tampoco es válido respecto del uso de las armas, las cuales en determinadas sociedades pueden ser detentadas, según ciertas cláusulas, por actores de la sociedad, como sería el caso paradigmático de los Estados Unidos.
Ahora bien, hoy siguen aceptándose en diversas sociedades expresiones de violencia que siendo ilegales se justifican. Estarían dentro de ellas, la agresión con “fines educativos” de padres sobre hijos; la coerción de profesores sobre estudiantes, tanto en su dimensión física como psicológica y la violencia de hombres contra mujeres -en lo que se conoce genéricamente como violencia intrafamiliar-; también podemos encontrar aquí los que defienden la violencia popular contra la violencia de clase del Estado; o la violencia para defender los intereses de la familia o del grupo o las distintas formas de “justicia privada” en auge.
En relación con este último aspecto, según el proyecto de Opinión Pública de América Latina, en países como República Dominicana, Perú, Honduras y El Salvador entre un 35 % y un 45 % de la población, asume como legítima la “justicia” privada. Por su parte, según el estudio Corpovisio- narios-Bid, son los hombres jóvenes los más proclives a usar la violencia de forma directa, sea para defender sus propiedades o hacer respetar su honor o el de su familia (Ortega, 2015).
Si bien hoy por hoy los Estados en algunos contextos buscan ilegalizar y perseguir dichas violencias, estas siguen resistiéndose y aceptándose en la sociedad, de forma tal que aún en medio de su ilegalidad, su pervivencia confirma que el Estado no es el único legitimado al menos socialmente para ejercer la violencia1.
Por lo demás, hay terrenos de la agresión o la violencia que gozan del beneplácito social y legal, por ejemplo en el deporte, sobre todo aquel que conlleva algún contacto o empleo de la fuerza (fútbol, boxeo, rugby, etc.). Podríamos decir que también aquí se legitima legalmente y se acepta socialmente un nivel de agresión y/o violencia que cuestionaría la simple idea de que el monopolio y uso de la violencia pertenecen solo al Estado.
Dado lo anterior, el presente artículo de reflexión tiene por objeto analizar cómo se entiende el concepto de monopolio de la violencia y de qué forma determinadas dinámicas ligadas a los procesos de globalización desafían dicho monopolio. En tal sentido, las preguntas guía de este trabajo son, cómo precisar el ambiguo concepto de monopolización de la violencia en cuanto pretensión y cómo se afectan ciertas dinámicas de la globalización.
La tesis que sostenemos es que en el marco de un debate inacabado sobre si el Estado monopoliza la fuerza o la violencia, la institucionalidad estatal busca poseer las grandes armas convencionales, establecer el acceso social a cierto tipo de objetos convencionales de ataque y criminalizar el abuso de la fuerza física o armada por parte de la sociedad. Con todo, dicho monopolio es una pretensión siempre en construcción que hoy se ve fuertemente amenazada por el revivir de las estructuras mercenarias -en esta ocasión transnacionalizadas- y por la posibilidad de imprimir armas.
El texto se organiza en tres partes. La primera ubicará la discusión sobre las diferencias y complementariedades entre las nociones de violencia, fuerza y coerción. La segunda abordará la discusión sobre el objeto del monopolio en cuestión y cómo se desdobla, sosteniendo su carácter de pretensión. Finalmente se expondrán aquellas dinámicas que permiten identificar los desafíos que ciertos procesos de globalización plantean para esta categoría central del Estado moderno.
Este texto es una deliberación teórica que se apoya en la ciencia política, el derecho, la sociología y la filosofía política. Busca recoger las lecturas y reflexiones del curso universitario Teorías del Estado, en tal sentido, incorpora preguntas, debates y planteamientos de estudiantes y colegas que han acompañado al autor en este proceso.
EL ESTADO Y LAS ARMAS: ¿VIOLENCIA, FUERZA O COERCIÓN?
A la hora de referenciar el monopolio objeto de esta reflexión, se ha planteado que tiene que ver con la coerción, la fuerza o la violencia, de forma tal que en algunos casos estas son palabras sinónimas. Con todo, desde algunos enfoques se defiende la diferenciación entre fuerza y violencia (Crettiez, 2010; Papacchini, 1999). En esta primera parte, abordaremos las correspondencias y tensiones entre las nociones de fuerza, violencia y coerción según diversas teorías.
El Estado como organización de fuerza y/o violencia
Una primera aproximación es la que considera homologables los anteriores términos y asume que se caracterizan por la posibilidad de obtener obediencia a partir del uso de las armas o la acción física organizada y en contra de la voluntad de alguien. Weber (1998) usó indistintamente las expresiones violencia, fuerza y coacción a la hora de definir al Estado, que es “aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el ‘territorio’ es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima” (Weber, 1998, p. 82). En otro texto el autor dirá:
Quien se vale de la violencia para cualquier fin, y esto es lo que hacen todos los políticos, está expuesto a sus consecuencias específicas. Esto es especialmente válido para el cruzado, religioso o revolucionario. El que quiere imponer por la fuerza la justicia absoluta en el mundo necesita seguidores, un “aparato” humano (Weber, 2002, p. 98).
También sostendría:
Porque lo específico de la actualidad es que a las demás asociaciones o personas individuales solo se les concede el derecho de la coacción física en la medida en que el Estado lo permite: este se considera, pues, como fuente única del “derecho” de coacción (Weber, 2002, p. 105).
Así pues, fuerza, violencia y coacción son vocablos equivalentes que no admiten contraste ni diferenciación. El Estado, por tanto, puede entenderse como una organización que monopoliza la fuerza, la violencia y/o la coacción.
La fuerza del Estado
Una segunda corriente manifiesta la necesidad de diferenciar fuerza de violencia. Así, el Estado es una organización de fuerza o coerción en el entendido de que estas, al contrario de la violencia, están sujetas a constricciones, límites y al final de cuentas, a una legitimidad legal.
Los actores del Estado incluso suelen evitar el empleo de la palabra violencia y prefieren remplazarla por fuerza o coerción que son políticamente más neutras. Se responde a la violencia de los manifestantes o de los ladronzuelos con la fuerza del Estado. La violencia es salvaje mientras la fuerza del Estado es contenida (Crettiez, 2010, p. 73)2.
Esta separación entre fuerza y violencia tiene parcialmente su fundamento y alcance. Respecto de la fuerza del Estado se esperan y reclaman límites tales como, su ejercicio en cuanto último recurso, su proporcionalidad y su orientación según intereses colectivos -en efecto, el abuso de la fuerza puede denunciarse y demandarse jurídicamente-; frente a los actos de violencia estos serían desproporcionados, guiados por intereses privados y utilizados como mecanismo primario y sistemático para obtener obediencia.
La fuerza está en el Estado, la violencia fuera de él. La fuerza del Estado dice existir para combatir la violencia desde lo social y esto lo legitima. Ahora bien, esta separación es al final interdependiente, pues es desde la fuerza que se construye la noción de violencia, la cual en sentido genérico es “el uso de fuerza física, o su amenaza, sobre otra persona que no consiente esta fuerza, que sufre por causa de ella y le teme” (Lemaitre, 2011, p. 14)3.
En particular, el derecho penal y las élites de Estado, vía diversas intervenciones públicas, etiquetan ciertas acciones provenientes de actores de la sociedad (paros de transporte, huelgas, disturbios, etc.) como acciones de los violentos, como delitos criminalmente perseguibles y en determinados casos como ejercicio puro de terrorismo, es decir, de violencia irracional. En este sentido, lo violento es parcialmente una construcción estatal.
La construcción de la fuerza se hace a contracara de una violencia considerada como irracional y colocada como el límite de lo totalmente indeseable. La violencia se estima ilegítima, inaceptable y debe ser perseguida en última instancia con la fuerza. A la violencia irracional se responde con la fuerza estatal:
Sin embargo, es posible decir que son el poder y el derecho los marcos a partir de los cuales se lee la violencia en la configuración de la sociedad moderna. El derecho será el marco de comprensión y legitimación de unas violencias sobre otras, de las relaciones y de los límites posibles. En términos sociológicos, cultura y sociedad se entrelazan de forma tal en la que son las relaciones sociales las que se expresan en el orden simbólico, en la ley y la violencia expresa un conflicto que es social y que intenta ser cancelado y clausurado en términos simbólicos. La cuestión de la legitimidad será uno de los principales asuntos a partir de los cuales se aborda este (Morales, 2011, p. 3).
La deslegitimación de la violencia es tal que a la hora de cuestionar ciertas prácticas sociales como la exclusión y la explotación, ya no solo desde el Estado sino desde ciertos sectores de la sociedad, estas terminan denotándose como violencia estructural (Galtung, 1996)4. De hecho, el alcance de esta consideración llega incluso hasta solicitar al Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, el reconocimiento del derecho a la paz, distinguiendo entre aquella positiva de una negativa. La primera es la
(...) ausencia de violencia estructural derivada de las desigualdades económico-sociales en el mundo y en nuestras sociedades: y ausencia de violencia cultural originada tanto en la violencia de género, como en la violencia intrafamiliar, en la escuela o en el puesto de trabajo (Nueva Tribuna, 6 de junio de 2015).
En síntesis, la fuerza del Estado está organizada, admite límites y asume responsabilidades internas e internacionales, mientras la violencia es caótica, no tiene constricciones y formalmente no responde por sus consecuencias. La primera está para enfrentar la segunda. Sin embargo, esta tesis tiene sus detractores, entre estos, Walter Benjamin, algunos autores marxistas y quienes sustentan que cuando el Estado no respeta los límites de su fuerza, se convierte en un actor de violencia. 4
La violencia del Estado
Según la doctrina marxista el Estado moderno es ante todo una organización de represión de clase. Esto se explica fundamentalmente por el carácter derivado del Estado de las relaciones económicas de producción, las cuales son claramente de exclusión y generadoras de la explotación asociada al capitalismo. En este contexto, el Estado tiene como principal papel ser un órgano que usa la violencia para mantener la dominación de un sector de la sociedad sobre otros y del sistema de producción.
El marxismo asume que los Estados modernos son capitalistas en la medida en que son organizaciones armadas que de forma permanente garantizan los términos de la acumulación. La invocación desde este enfoque teórico a la extinción del Estado, se entiende rigurosamente como la eliminación de un órgano central basado en la violencia organizada y no la inexistencia de cualquier forma de organización o poder social (Althusser, 1988; Poulantzas, 1979).
Como bien recoge Negri (2004), para buena parte del marxismo la idea de un Estado que se apoya en la violencia legítima, no puede considerarse más allá de una referencia superficial o epifenoménica:
¿Se debe concebir al Estado como fuerza física consensual? No. Este concepto es irrisorio. La relación que el Estado, como detentador del monopolio de la fuerza física legítima, pretende establecer, en su base tiene como criterio de validación, una relación asimétrica e históricamente determinada (Negri, 2004, p. 27).
Por su parte, la tesis de Benjamin (1998) se puede segmentar en dos ideas. La primera, el poder y el derecho han tendido crearse a través de la violencia5. Es así como la
(...) creación de derecho es creación de poder, y en tal medida un acto de inmediata manifestación de violencia (...) Pero es reprobable toda violencia mítica, que funda el derecho y que se puede llamar dominante. Y reprobable es también la violencia que conserva el derecho, la violencia administrada, que la sirve (Benjamin, 1998, p. 14).
Este planteamiento tiene por lo demás una larga escuela tras de sí. Para Tilly, la coerción y el capital pueden entenderse como los factores desencadenantes de la conformación de los primeros Estados modernos y no es gratuito que tanto Maquiavelo como Hobbes sustenten el funcionamiento de estos últimos en las armas y en la espada (Ruiz, 2013). Como bien recoge Kley (2012) parafraseando a San Agustín, “el Estado se distingue de una pandilla de ladrones, de todas formas, gradualmente y no por principio” o en otros términos, inicialmente muchos Estados han surgido de tremendos y sistemáticos actos violentos6.
La segunda idea de la tesis de Benjamin (1998), sostiene que la calificación de actos violentos como algo diferente y separado de lo estatal, según describimos anteriormente, no es algo neutral sino que en realidad es la manera en que el Estado defiende su propia violencia:
Y si es lícito extraer de la violencia bélica, como violencia originaria y prototípica, conclusiones aplicables a toda violencia con fines naturales, existe por lo tanto implícito en toda violencia un carácter de creación jurídica. Luego deberemos volver a considerar el alcance de esta noción. Ello explica la mencionada tendencia del derecho moderno a vedar toda violencia, incluso aquella dirigida hacia fines naturales, por lo menos a la persona aislada como sujeto jurídico. En el gran delincuente esta violencia se le aparece como la amenaza de fundar un nuevo derecho, frente a la cual (y aunque sea impotente) el pueblo se estremece aún hoy, en los casos de importancia, como en los tiempos míticos. Pero el Estado teme a esta violencia en su carácter de creadora de derecho, así como debe reconocerla como creadora de derecho allí donde fuerzas externas lo obligan a conceder el derecho de guerrear o de hacer huelga (Benjamin, 1998)7-
Para Benjamin (1998) la diferenciación entre fuerza y violencia es fundamentalmente construida desde el Estado, a fin de criminalizar a los reales o potenciales cuestionadores de su propia violencia. Como parte de eso el Estado asume la tarea de constituir parcialmente como terroristas, delincuentes, etc. a aquellos que ejercen violencia por fuera de él, con el propósito no solo de perseguirlos sino también de perpetuar su propia violencia, la cual presenta formalmente como fuerza.
Ahora bien, la separación entre fuerza y violencia se hace más que nebulosa cuando los Estados son incapaces de respetar los límites que convierten lo violento en coercitivo. En otros términos, luego del 11 de septiembre, muchos Estados democráticos relajaron los límites legales que constreñían su acción coercitiva y la convertían en fuerza, de tal manera que la idea de un Estado de excepción se ha hecho permanente.
Varias investigaciones y lamentables y reiterados casos muestran cómo la policía mantiene su tratamiento sesgado y por fuera de todo límite contra ciertas poblaciones, minorías y generalmente, contra los pobres o ciertos estereotipos. Como producto del creciente alejamiento de la fuerza del Estado de sus propios lindes, varios estudios comparados arrojan resultados sorprendentes frente a la manera como se perciben los actores armados del Estado. Al respecto, una encuesta coordinada desde Amnistía Internacional arroja:
Si las autoridades de mi país, me pusieran bajo custodia [es decir, me detuvieran], tengo confianza en que estaría a salvo. Lo que esta pregunta explora es si el ciudadano cree o no que vive en un Estado de derecho. Porque, en concreto, de esto se trata: de que cuando a mí me detengan, tenga o no confianza -fundada en la experiencia propia y ajena, claro- en que se me va a tratar de acuerdo a las normas establecidas, imparcialmente y sin riesgos. El conjunto de los encuestados en los 21 países se dividió casi por mitades: 48% consideraron que estarían “a salvo” y, en consecuencia, no temían ser objeto de torturas y otros abusos. Pero 44% tomaron distancia de la afirmación propuesta, expresando así el miedo o la sospecha a ser maltratados por el sistema de su país (Pásara, 2014) 8.
Así pues, el Estado es sobre todo una organización de violencia, esto es, un aparato de represión de clase; en varios casos ha sido creado mediante acciones violentas; se sostiene en separar la fuerza y la violencia para ocultar y defender su carácter agresivo y finalmente los límites que dicen separar la violencia de la fuerza no siempre son respetados, deviniendo al Estado en una organización violenta 9.
Como conclusión de este primer acápite, según ciertos enfoques no existe ninguna diferencia entre violencia, fuerza y coerción y estos términos se pueden usar indistintamente. Por su parte, especialmente desde el mundo del derecho, se ha separado fuerza de violencia, haciendo de la primera el terreno del Estado y de la segunda el ámbito del crimen generalmente presente en la sociedad. Algunos críticos aducen que esta distinción es en realidad falaz e ideológica al ocultar el carácter represivo del Estado, de su origen y de su funcionamiento.
¿ MONOPOLIO DE QUÉ?
Si bien históricamente buena parte de las organizaciones políticas ha empleado recursos coercitivos de diversa índole, el Estado en su versión actual asume y defiende ser un monopolizador de la fuerza o de la violencia10, tal monopolización se asocia de manera simplista a dos contenidos11. El Estado es y puede ser el único detentador de las armas y del ejercicio de la violencia legítima, por ende hablamos de un monopolio de aquellas, lo cual con frecuencia desconoce que en muchos Estados se permite legalmente que la población también las posea y en muy contados casos el Estado ha conseguido controlar efectivamente las armas ilegales en poder de la ciudadanía12:
En casi todo el mundo, el Estado no es el principal propietario de armas, sino que son los civiles. En muchos casos, no son las armas detentadas por el Estado las que tienen la probabilidad más alta de ser usadas. Aunque la investigación acerca de los peligros relativos de las armas pequeñas civiles y militares todavía requiere una evolución sistemática, las armas en manos de civiles son cada vez más prominentes en los fenómenos globales relacionados con armas pequeñas.
Con menos del 5% de la población mundial, en los Estados Unidos residen entre el 35 y el 50% del total de las armas en manos de civiles en el mundo. Otras sociedades principales propietarias de armas tienden a ser grandes, como China e India; ricas, como Alemania, Francia, Italia, España, Inglaterra y Gales; o a tener historias recientes de intenso conflicto armado, como Angola y Colombia, en las que la tenencia de armas por parte de civiles se encuentra entre las más grandes del mundo (Small Arms Survey, 2007, p. 2).
Surge entonces la pregunta sobre a qué refiere finalmente este monopolio tan típico del Estado moderno. La respuesta weberiana aunque acertada precisa de algunas aclaraciones. En tal sentido, se acepta con Weber (1998) que una de las características centrales de esta exclusividad es la de admitir que el Estado es la única fuente del derecho a la violencia:
Porque lo específico de la actualidad es que a las demás asociaciones o personas individuales solo se les concede el derecho de la coacción física en la medida en que el Estado lo permite: este se considera, pues, como fuente única del “derecho” de coacción (Weber, 1998, p. 1).
A continuación se argumentará que el monopolio de la fuerza o la violencia, entendido en principio como una atribución jurídica, consiste en la pretensión parcialmente cumplida de que el Estado sea el único que detenta ciertas armas, permite el acceso a otras y castiga judicialmente el abuso de la fuerza física o armada.
La detentación de ciertas armas
El acceso y uso de las armas no son similares entre los Estados13. Al menos las armas nucleares no solamente no son fáciles de adquirir por muchos de estos, sino que tienen vetada su construcción gracias a normas internacionales que hicieron viable que algunos Estados mantuvieran su oligopolio. Igual podríamos decir de armas como las de hidrógeno o de la nueva generación de armamento tecnológicamente robotizado. En un plano muy simple, aun potencias como China no tienen la capacidad propia de elaborar cierto tipo de armamento al margen de la tecnología de Occidente14.
Situación diferente es la que ocurre respecto de las armas convencionales de mediano y bajo alcance (pistolas, escopetas, rifles, fusiles, etc.), donde dependiendo de la legislación estatal se establece si integrantes de la sociedad pueden o no acceder a estas y en qué condiciones15.
La regulación del acceso a las armas
Una segunda connotación del mencionado monopolio, hace referencia a que el Estado pretende y hasta cierto punto logra ser el único que establece de forma más o menos eficaz los términos jurídicos en que se puede acceder a las armas convencionales de cierto nivel y características. Por medio de su legislación y de sus burocracias, los Estados determinan cómo se puede acceder y mantener armas vía permisos, licencias, salvoconductos, etc.
Encontramos así, que en el ámbito constitucional, Estados Unidos y México, entre otros, tienen una previsión que permite el derecho a poseer armas, salvo aquellas reservadas a las fuerzas del Estado. Por su parte, España, Argentina, El Salvador, Colombia, Costa Rica, Panamá y Chile, admiten el acceso a cierto tipos de armas.
En el otro extremo de regulaciones que dificultan al máximo el acceso a las armas estarían Palaos y Japón. El primero consigna en su Constitución que “Ninguna persona, excepto el personal de las fuerzas armadas y funcionarios encargados de hacer cumplir la ley y que actúan en carácter oficial tendrán el derecho de poseer armas de fuego o municiones”. Japón fijó desde 1958 que “ninguna persona poseerá un arma o armas de fuego, o espada o espadas”. En este país, aún los policías en activo, no pueden detentar armas por fuera de su horario de trabajo.
La criminalización de abuso de la fuerza física o armada
El Estado también pretende criminalizar el abuso de la fuerza física o armada por parte de los ciudadanos. Por medio de la conversión en violencia delincuencial de ciertos comportamientos, el Estado busca perseguir y sancionar a aquellos que usan su fuerza física o armada para atacar a otros. Es así como se fundamenta la construcción de los llamados por el derecho penal “bienes jurídicos”, como la vida, la integridad personal, el orden constitucional, etc. y en torno de su defensa se establecen delitos en última instancia perseguibles con la fuerza o violencia estatal. La situación es tal, que el mismo porte de armas al margen de la acción del Estado, según la correspondiente legislación, se puede considerar un delito16.
Por esta vía el Estado puede quitar la vida a alguien a nombre de un abstracto orden público. Salvo la legítima defensa, reconocida en los términos de la legislación del Estado, el ejercicio de la violencia se legitima en manos estatales en la medida en que criminaliza, ilegaliza y deslegitima el abuso de la fuerza física y/o armada de los particulares.
El monopolio de la violencia como pretensión inacabada
Desde una perspectivajurídica, que no escapa a la aproximación weberiana clásica, se asume que los Estados per se monopolizan la violencia legítima. En otros términos, por declarar jurídicamente algo como una atribución estatal, esta parece quedar imbuida de un carácter de monopolización y legitimación de la violencia, lo cual aparece por tanto como incontrovertible y casi que natural. Al hablar del monopolio de la violencia o la fuerza -que en últimas alude a atributos jurídicos respecto de la tenencia, acceso y criminalización de las armas y de cierto tipo de comportamientos agresivos- se concluye llanamente que la monopolización existe, que es real, que ocurre y que se realiza plenamente.
Sin ser generalistas se puede sostener que fácticamente casi ningún Estado ha conseguido en realidad monopolizar la violencia, al menos en los términos arriba descritos.
Prácticamente en todos los países del mundo persisten organizaciones informales que compiten con el Estado respecto del uso de la violencia, lo que es particularmente notable en las naciones en desarrollo. El Estado, según Migdal, no solo suele carecer del monopolio de la violencia, sino también del monopolio de la autoridad: diversas organizaciones de la sociedad cuentan con gran autoridad y capacidad política, reconocidas por la población (Mondragón, 29 de marzo de 2012).
En síntesis, no es fácil identificar un Estado que haya logrado controlar efectivamente el acceso a las armas por parte de la sociedad. Este intento de monopolio sigue siendo una pretensión en construcción e inacabada y que afronta retos de trataremos en la última parte de este trabajo.
Algo similar podría decirse de la capacidad real de los Estados de perseguir la detentación ilegal de armas y el uso delictivo de la violencia por parte de actores dentro de la sociedad. Con todo y diferencias, los aparatos de justicia penal del Estado cargan con sendas cuotas de impunidad a la hora de castigar a quienes ejercen violencia ilegal. No todos los delitos son investigados y castigados, a tal punto que varios Estados admiten el principio de oportunidad en el procedimiento penal. En Estados Unidos por ejemplo, solo son perseguibles aquellos delitos prioritarios e importantes y no cualquier tipo de conducta por ilegal que esta sea. Si pudiéramos hablar de un monopolio de la violencia efectivo y en sentido estricto, no habría tráfico de armas y tampoco delincuencia en un gran número de Estados.
De acuerdo con el Índice Global de Impunidad producido por la Universidad de las Américas de Puebla con fundamento en diversas metodologías y bases de datos de múltiples organizaciones, y combinando la participación de instituciones públicas y privadas, se estableció que la impunidad se da en distintos sistemas penales y en diferentes intensidades (véase tabla 1).
Como puede colegirse de la tabla 1, ningún Estado se acerca a un nivel de eficacia penal cercano al 90 % y en los casos más altos la impunidad está sobre el 75 %, siendo los mejores referentes aquellos que la ubican en un promedio cercano al 50 %. En resumen, la ausencia de impunidad es un bien público aún inalcanzado, aunque en grados muy diferenciales entre unos y otros Estados.
Se puede afirmar algo similar en cuanto a su legitimidad. Por la vía de la excepcionalidad jurídica, muchos Estados han desconocido, históricamente, la legalidad que dice limitar la fuerza a fin de defender su existencia. En ciertos casos y con extremos diversos, han roto su legalidad impunemente abusando de su propia fuerza. Adicionalmente y como se indicó, según el contexto, determinados colectivos sociales justifican en mayor o menor medida la violencia según si sirve a múltiples propósitos.
Por tanto, no es cierto que la violencia del Estado sea per se legítima, busca sí legitimarse pero en tal empeño no siempre respeta la legalidad que procura justificarla o entra en contradicción con legitimidades sociales que la cuestionan y tienden a desobedecerla.
Ahora bien, ubicar el carácter de pretensión del monopolio de la violencia legítima como algo estructuralmente no cumplido, no puede ignorar la variedad de situaciones que existen en torno de esta pretensión. Es claro que algunos Estados han alcanzado altos niveles en dicho objetivo y generalmente se han identificado como Estados fuertes, consolidados y con un poder coercitivo e infraestructural en términos de Mann. A su lado, sin embargo, se encuentra un amplio número de Estados que por lo demás son la mayoría y que siguen buscando contar con las dimensiones básicas de tal monopolio, con resultados muy disímiles. Al menos mirado desde América Latina, el Estado no ha logrado controlar el acceso a las armas ni tampoco castigar a quienes abusan de su fuerza física. En algunos casos, por el contrario, se han convertido en protectores de quienes usan las armas ilegales y abusan de la fuerza. En la literatura especializada al respecto estos Estados se identifican como débiles y/o fracasados según sea el caso (Flórez, 2011; Moncada, 2007).
La consideración de pretensión inacabada, en construcción y/o desmantelamiento se hace aún más clara si constatamos que ciertas dinámicas ligadas con el proceso de globalización, hacen más difícil el alcance efectivo del mismo, aspecto que abordaremos en la última parte de este trabajo17.
DESAFÍOS DE LAS GLOBALIZACIONES
El clásico monopolio de la fuerza, como pretensión de muchos Estados declarados como modernos, parece hacerse más difícil en razón de ciertas dinámicas que pueden asociarse a los procesos de globalización. Es decir, con aspectos relacionables con transformaciones transversales que han permitido romper con las nociones clásicas de espacio y tiempo modernas. Para ciertos efectos, hoy el espacio se ha comprimido en unidades cada vez más amplias, que permiten un accionar transnacional en tiempo real (Held y McGrew, 2003; Ianni, 1996). En este escenario, hay dos fenómenos críticos, el resurgimiento de los mercenarios -esta vez a escala global- y la posibilidad de imprimir armas18.
Crecimiento y alcance de los actores mercenarios transnacionales
Ya Maquiavelo en El príncipe, defiende las experiencias exitosas de aquellos que lograron construir órdenes políticos a través de armas propias (ejércitos permanentes pagados) con relación a los mercenarios. En otros términos, el Estado moderno surgiría como una forma de superación de una lógica de la guerra basada en la compra de apoyo militar que se vendía al mejor postor. Esta dinámica que buscó consolidarse, según sea el caso, desde el siglo XV en adelante, se ha visto trastocada por el resurgimiento de fuerzas mercenarias, esta vez concebidas como empresas transnacionales.
En efecto, la pretensión irresuelta del monopolio de la fuerza, ha estado acompañada del creciente papel de las fuerzas mercenarias hoy por hoy de carácter global19. Varios Estados no solo asumen la privatización de ciertos servicios de seguridad sino que aceptan el papel de mercenarios en su territorio, los cuales son contratados en el marco de conflictos civiles, defensa de las élites o lisamente para defender recursos naturales con fines de exportación.
Entre este tipo de empresas se pueden encontrar Defense System y Sandline International de Gran Bretaña, Executive Outcomes de Sudáfrica e Israel Military Industry. Su accionar ha cubierto varios países africanos (Zambia, Ghana, Argelia, Papúa Nueva Guinea, Namibia, Uganda y Burundi), Irak, Afganistán, antigua Yugoeslavia y Colombia. Cuentan con fuerzas especiales que por lo general están bien equipadas en el ámbito aéreo (helicópteros, aviones de transporte, drones, etc.), marítimo (algunos tipos de submarinos) y demás armas de asalto y defensa.
Sus roles son, entre otros, defender recursos naturales de exportación (Irak y Colombia); participar a favor del gobierno en conflictos armados (Sierra Leona y Nueva Guinea); defender la seguridad del presidente (Burundi) y luchar contra la piratería internacional (Somalia). Además adiestran unidades armadas del Estado nación (Thomas, 1984).
Uno de los grandes problemas de estas fuerzas mercenarias es su sujeción a la legalidad nacional e internacional. Respecto de la primera, es formalmente posible pensar que están sujetas al derecho del Estado nación según el principio de jurisdicción que por lo común los caracteriza. Con todo, como ocurre en Colombia, contratistas de este tipo están cubiertos por acuerdos de inmunidad que les dan entre otros beneficios, la no aplicación de lajurisdicción nacional casi para todos los efectos20.
Por su parte, el derecho internacional no ha logrado generar normas que regulen transnacio- nalmente el alcance y consecuencias de su accionar, existiendo tan solo algún instrumento de soft law, conocido como Documento de Montreux, mediante el cual se busca promover el respeto del derecho internacional humanitario y del derecho internacional de los derechos humanos en todos los conflictos armados donde intervengan empresas militares y de seguridad privadas (Coleman, 2003; Gaston, 2008; Iglesias, 2011).
En suma, construir ejércitos y órganos de policía como parte del monopolio de la fuerza es hoy mucho más costoso que antaño, dado que las armas son tecnológicamente cualificadas y los actores paraestatales organizados acceden a ellas vía su tráfico y compra relativamente fácil. El creciente papel de estas organizaciones en Estados con algún nivel de conflicto y en un marco legal opaco respecto de su ejercicio, conlleva reconocer nuevamente el carácter de pretensión irresuelta del monopolio objeto de este artículo.
En la actualidad, algunos Estados optan por estructuras transnacionales que los pueden remplazar o complementar. Por su parte, estas últimas viven de promover conflictos que permitan su existencia. Lo anterior dificulta la generación del hoy por hoy más complejo monopolio legítimo de la fuerza.
La impresión de armas
Un nuevo frente que podría afectar fuertemente el mencionado monopolio en lo que tiene que ver con el acceso a las armas, es la posibilidad de su impresión 3D. En este contexto,
En Estados Unidos, un usuario que se hace llamar Haveblue ha sido capaz de imprimir un arma de fuego, usando como material de impresión una simple barra de plástico. El proceso para fabricar la AR-15 resultó bastamente sencillo puesto que únicamente precisó descargar desde una página web los planos del arma en ficheros formateados en SolidWorks, introducir unas modificaciones para adaptar el diseño, originalmente previsto para metal, a las propiedades físicas del plástico, adquirir por 30 dólares una barra de composición plástica especial para la impresora, introducir este plástico en la impresora 3D como quien abastece la impresora con tinta o tóner, ejecutar el programa informático que contenía el diseño tridimensional del arma previamente modificado, conectar el PC a la impresora e imprimir. Lo curioso del asunto, además de la posibilidad de crear desde casa una réplica exacta de un arma descargando el diseño de la misma como quien descarga una película, es que esta réplica tenga la capacidad de efectuar hasta 200 disparos de proyectiles reales (Abanlex, 13 de agosto de 2013).
Si bien este es un proceso aún en desarrollo, algunas legislaciones estatales procuran regularlo. Por ejemplo Filadelfia prohibió las armas impresas mediante su legislación, estableciendo la restricción total del uso de impresoras tridimensionales, dejando claro que su uso para la creación de armas de fuego o cualquier parte de estas, está prohibida a menos de que se posea una licencia para manufacturar armas de fuego.
Estas dos dinámicas antes descritas, más el accionar de actores armados ilegales en muchos Estados y lo costoso de crear y sostener aparatos armados estatales, dejan claro que la idea de un monopolio de la violencia ha existido más como una pretensión que como una característica acabada. Los Estados han buscado monopolizar la fuerza o la violencia, según como se le miré, pero solo lo han conseguido de manera parcial, diferencial y siempre inestable.
CONCLUSIONES
El presente artículo de reflexión intentó clarificar el alcance de la noción del monopolio de la violencia-fuerza estatal e identificar algunos de los desafíos asociables a ciertos procesos de globa- lización.
En este marco temático, se sostuvo que existe un debate irresuelto sobre el objeto de este monopolio, el cual para algunos hace referencia a la violencia, la fuerza o la coerción, vistas indistintamente; para otros el Estado es una organización de fuerza mas no de violencia, mientras que para perspectivas críticas basadas en aportes ligados al marxismo y a la obra de Benjamin, el Estado es una organización de violencia, aunque no siempre lo admita.
Se propuso aquí que monopolizar la violencia o la fuerza (quién detenta ciertas armas, quién puede acceder a ellas y qué consecuencias conlleva su uso abusivo) es una pretensión inacabada de los Estados. El mayor alcance de esta pretensión ha sido la detentación de las grandes armas convencionales, la cual es desigual entre los Estados. Esta pretensión inacabada, parece estar hoy afectada por el impacto de las empresas de mercenarios transnacionales y por la posibilidad de imprimir armas en 3D.