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Cuadernos de Economía

Print version ISSN 0121-4772On-line version ISSN 2248-4337

Cuad. Econ. vol.30 no.54 Bogotá Jan./June 2011

 

HACIA UN CAMBIO RADICAL EN LA LÓGICA DEL DESARROLLO

This is no time to engage in the luxury of cooling off or to take the tranquilizing

drug of gradualism.

Martin Luther King Jr.

Freddy Cante*

Verónica Ramírez Montenegro**

*Ph.D. en Ciencias Económicas, actualmente se desempeña como profesor asociado e investigador de las Facultades de Ciencia Política y Gobierno y de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario, y del Centro de Estudios Políticos e Internacionales (CEPI). Integrante del Observatorio de Redes y Acción Colectiva (ORAC), de la misma universidad. E-mail:fredy.cante@urosario.edu.co. Dirección de correspondencia: Edificio Santafé, carrera 6 A No. 14-13, piso 2 (Bogotá, Colombia).

**Politóloga. Joven Investigadora del Centro de Estudios Políticos e Internacionales (CEPI) e integrante del Observatorio de Redes y Acción Colectiva (ORAC). E-mail: veronica.ramirez@urosario.edu.co. Dirección de correspondencia: Edificio Santafé, carrera 6 A No. 14-13, piso 2 (Bogotá, Colombia).

Este artículo fue recibido el 21 de mayo de 2010, la versión ajustada fue recibida el 27 de octubre de 2010 y su publicación aprobada el 10 de diciembre de 2010.


Resumen

Los resultados benéficos y nocivos del desarrollo económico se expanden cada vez más en lo global y se prolongan en el tiempo. Los denominados optimistas ortodoxos, no renuncian a la lógica del desarrollo capitalista e insisten en paliativos baratos para tratar de contrarrestar algunos de los efectos más visibles de los daños globales y, literalmente, intentar curar unos pocos heridos y lisiados por las catástrofes del modelo imperante. La perspectiva de un cambio radical en la lógica del desarrollo consiste en poner fin a la obsesión por la riqueza desmesurada y a las motivaciones depredadoras de la sociedad de mercado y de consumo.

Palabras clave: egoísmo, ética, moralidad económica, moral, economía social, valores sociales, economía heterodoxa, desarrollo. JEL: B59, F41, F59, O23.

Abstract

Beneficial and harmful outcomes of economic development are increasingly expanding over space and time. The optimists here called Orthodox don't give up the logic of capitalist development. They insist on using palliative flights to counter some of the most visible effects of global damage, and literally, try to cure a few actors wounded and crippled by the catastrophes of the prevailing model (Section 2.) A radical change in the logic of development is to end the excessive obsession with wealth and the predatory motivations of the market and consumption society (Section 3). The conclusion spells out a tentative solution by the exploration of nontraditional motivations.

Key words: egoism, ethics, moral economics, morality, social economics, social values, heterodox economics, development. JEL: B59, F41, F59, O23.

Résumé

Les résultats bénéfiques et néfastes du développement économique s'épandent géographiquement de plus en plus dans le monde et se poursuivent dans le temps. Les dénommés orthodoxes optimistes n'abandonnent pas la logique du développement capitaliste et insistent sur l'utilisation de palliatifs pas chers pour tenter de faire face à certains des effets les plus visibles des dommages de la globalisation et, littéralement, tentent de guérir quelque peu les blessés et les handicapés des catastrophes économiques du modèle dominant. La perspective d'un changement radical dans la logique du développement consiste à mettre fin à l'obsession excessive pour la richesse et aux motivations prédatrices de la société de marché et des produits de consommation.

Mots clés : égoïsme, éthique, morale économique, morale, économie sociale, valeurs sociaux, économie hétérodoxe, développement. JEL : B59, F41, F59, O23.


Filósofos e investigadores sociales de la talla de J. Rawls, A. Sen, P. van Parijs y J. Tobin han defendido metas fundamentales como la justicia y la libertad dentro de la lógica del capitalismo. Se han mantenido fieles a la filosofía que subyace en criterios de bienestar como el óptimo de Pareto, en el cual se supone que los resultados de las transacciones mercantiles sólo producen ganadores y no es aconsejable permitir una redistribución o reforma radical, puesto que tal cosa equivaldría a mejorar la situación de unos a costa de perjudicar a otros. Ellos se niegan a la subversiva alteración del status quo de los mejor situados y más prósperos.

John Rawls (1995) abogó por una estructura social que garantizara más ayuda para los peor situados, a cambio de no perjudicar la vertiginosa carrera en pos de una mayor acumulación por parte de los más opulentos. P. Van Parijs (1996) se basa en los planteamientos de Rawls, para erigir su ambiciosa política de bienestar social, consistente en una propuesta de ingreso mínimo básico universal e incondicional. En ambas perspectivas la ayuda para los más pobres consiste en migajas que provienen de la tributación que pagan los más prósperos, lo cual no altera la enorme rentabilidad de sus empresas.

A. Sen (2000, 2009), se mantiene obsesionado con una idea de libertad minimalista, funcional a la lógica del capitalismo y, por tanto, compatible con el desarrollo económico imperante. Su lucha es por la abolición de la pobreza, no por la extinción de la riqueza ni menos aún por la cesación del capitalismo, en consecuencia, busca que los más pobres gocen de libertades económicas para acceder al poder de la sociedad adquisitiva: empleo, derechos de propiedad y minimalistas derechos de movilidad, expresión y participación que caracterizan a las modernas democracias capitalistas.

La Tasa Tobin (Tobin, 1978; Waltzer, 1993, o impuesto sobre las transacciones financieras tiene como objetivo desestimular los rápidos movimientos de capital a través de los países, la inversión indirecta (o capital golondrina) y la especulación, que resultan perversos para los mercados de los países pobres. Además se propone invertir el capital recolectado vía impuestos, en herramientas de cooperación con los países que reciben los mayores perjuicios de la economía de mercado.

Las mencionadas propuestas tienen un común denominador: no afectan al “sistema real” perse, sino que intentan aliviar algunas de sus cargas a través de la redistribución de los bienes, que se presumiría entonces en principio injusta. La idea de justicia y distribución de bienes (y males), se encuentra también inscrita en las discusiones sobre el desarrollo; como se verá a continuación, la mayoría de propuestas para el desarrollo comparten esa misma característica: tratar de actuar sobre los resultados y no tocar las causas.

Los comienzos de siglo y de milenio estuvieron marcados por acentuados males globales como la pobreza masiva de naciones inviables, el sobrecalentamiento global, la fragilidad e incertidumbre en materia de seguridad (no sólo militar sino también alimentaria y ambiental), y la crisis financiera internacional. Semejante malestar global pone en cuestión no sólo la senda hacia el desarrollo de los eufemísticamente bautizados países subdesarrollados, sino la viabilidad misma de los países desarrollados.

Las contundentes palabras de Martin Luther King Jr., tomadas de su discurso ‘Tengo un sueño’, aunque originalmente usadas para exigir una rápida solución a la discriminación racial en Estados Unidos hace medio siglo, son aplicables a las crisis actuales, las cuales continúan siendo atendidas con la lógica económica tradicional, por supuesto, sin arrojar resultados muy diferentes.

Bajo el concepto de ortodoxia económica se encuentran cobijados aquellos planteamientos alineados con el enfoque económico dominante. Existe un relativo consenso con respecto a que es el pensamiento neoclásico el que detenta esa posición. En consonancia con ello, los preceptos básicos de la ortodoxia son, el individualismo metodológico, la escasez, el egoísmo, la racionalidad, la competencia, la eficiencia y el equilibrio (incluyendo el óptimo de Pareto). Estos elementos a la vez constituyen el marco en el que se entienden las transacciones del mercado. Además se caracterizan por priorizar (y validar casi que exclusivamente) el uso de modelos matemáticos y estadísticos para comprobar hipótesis, y por relacionar bienestar con acumulación de bienes y servicios (Strober, 2003).

Las posturas ortodoxas han sido objeto de constantes críticas, entre ellas, la falta de coincidencia con la realidad social –al pretender generar modelos abstractos con condiciones estáticas–; y el fomento de la sobre-explotación de recursos al concentrarse en la eficiencia de la producción, bajo la “triada: capitalismo, industrialización y consumismo” (Baurnol, 1988; Bushan, 1992; Kannappan, 1995; Nadeau, 2003; Santiago y Cante, 2009).

En ese orden de ideas, se sugiere denominar "ortodoxos optimistas" a quienes se rehúsan a cambiar la lógica del desarrollo económico capitalista, hacen cínicos llamados a la tranquilidad e invitan a tomar la droga de paliativos. En otras palabras, consideramos que una de las características de la ortodoxia, es la incapacidad de percatarse de que las crisis económicas actuales son provocadas por la misma lógica con que se formulan las pretendidas soluciones. Esto aplica tanto para libertarianos (defensores a ultranza del mercado y enemigos a intervenciones estatales que busquen alguna redistribución del ingreso o de la riqueza), como para bienestaristas (en tanto pretenden corregir las consecuencias del libre mercado sin atacar la causa misma).

Aunque en este artículo se presenta una lectura crítica de dos publicitados textos de Sachs también se ofrecen elementos sustantivos para objetar a otros optimistas ortodoxos. La postura heterodoxa del documento, es pesimista con respecto a la lógica de desarrollo capitalista imperante, pero francamente optimista sobre la perspectiva de un cambio radical.

Desde el enfoque heterodoxo se conoce que no existen soluciones simples y tecnológicas ante mayúsculos problemas sociales (bienes posicionales) y de escasez natural (la finitud de los recursos y energías naturales del planeta). Se sugiere que hoy es urgente el llamado a frenar no sólo la explosión demográfica y que es imperativo poner freno a las desmedidas ansias de consumidores e inversionistas que, en su carrera demencial hacia la opulencia, originan males que se expanden a escala planetaria y se prolongan hasta afectar a futuras generaciones.

No hay almuerzo gratis es la prédica de los economistas, justamente para hacer énfasis en que la felicidad, los beneficios y los goces son costosos, y algunas veces tan caros que resultan inalcanzables. La heterodoxia puede ser interpretada como un refinado análisis coste beneficio: aunque no muchos se percaten de ello, resultará ampliamente costoso perpetuar el sistema vigente enfocado en las ganancias individuales y de pequeños grupos. Inclusive puede terminar en tragedia (Hardin, 1968).

En este trabajo se comparte la perspectiva de Mishan (1969) quien argumentó que el desarrollo económico no sólo genera bienes y servicios, sino también males públicos (contaminación, congestión, desperdicio, y frustración), por lo que sugirió poner freno al crecimiento per se, en particular en las economías desarrolladas. Cuatro décadas antes de que la opinión pública mundial comenzara a alarmarse por el sobrecalentamiento global y otros perjuicios del crecimiento, Mishan propuso que al menos los países más desarrollados deberían crecer menos y abandonar la obsesión por el confort y la ostentación.

Igualmente, el documento se inspiró parcialmente en Holmes y Sunstein (1999), quienes han mostrado que no es factible alcanzar la obtención universal de los derechos humanos, por cuanto estos son deseables mas no completamente realizables; al ser las libertades costosas y causar conflictos, apenas una porción discreta de tales derechos puede obtenerse. Una lectura refinada de su planteamiento permitiría entender que el incremento en la cobertura y la calidad de los derechos, depende de una mayor solidaridad e inclusión social, y de un aumento en el cumplimiento de los deberes, entre los que ahora debería considerarse la moderación y la frugalidad.

Imposible pasar por alto el seminal ensayo de Sabato (1970), en el cual este literato (renegado de la ciencia), muestra que el gran perjuicio de nuestra época radica en la abstracción (por ejemplo, en el tributo a modelos matemáticos y a estadísticas e indicadores como aquellos del crecimiento económico) y en el culto a la tecnología.

En lo que sigue del artículo se expone brevemente la visión de uno de los exponentes de la ortodoxia optimista. Posteriormente. se hace una exposición de nuestra perspectiva, en la que se mencionan las grandes limitaciones naturales y sociales al crecimiento económico, al igual que algunas importantes restricciones a la acción colectiva global. Finalmente, se sugieren algunas pautas claves para la construcción de una alternativa distinta de desarrollo.

SACHS: UN PUBLICITADO E INFLUYENTE EXPONENTE DE LA ORTODOXIA OPTIMISTA

Uno de los más influyentes representantes de la denominada ortodoxia optimista es Jeffrey Sachs, profesor de desarrollo sostenible, director del Earth Institute de la Universidad de Columbia y asesor especial de las Naciones Unidas (desde donde ha liderado la puesta en marcha de los Objetivos del Milenio). Su optimismo llega al punto de defender la lógica de la convergencia (supone poner fin a la abismal brecha entre desarrollo y subdesarrollo). También ha impulsado al menos dos políticas clave del Consenso de Washington (protección de los derechos de propiedad y apertura económica), puesto que estas habrían demostrado ser promotoras de mayor crecimiento económico en naciones subdesarrolladas.

En sus recientes textos Economía para un Planeta Abarrotado (2008) y El fin de la pobreza (2006), además de ofrecer un rico panorama estadístico y una crónica de su experiencia en trabajo de campo, el profesor Sachs ha pretendido ofrecer soluciones factibles y sospechosamente baratas a problemáticas planetarias como la sostenibilidad medioambiental, el crecimiento demográfico, la prosperidad económica y la cooperación global necesaria para resolver tales problemas.

Pese a ser una de las autoridades mundiales más destacadas en materia de desarrollo económico, el profesor Jeffrey Sachs, subestima las mencionadas problemáticas globales. En Economía para un Planeta Abarrotado lanza un mensaje contradictorio con dos noticias, una mala y otra buena. La mala nueva es que el mundo padece graves problemas como el sobrecalentamiento global, la explosión demográfica, la persistente pobreza absoluta en algunas regiones, y a esto se suma la incapacidad para actuar globalmente con el fin de defender la denominada riqueza común de la “gran familia humana”. La crisis financiera mundial ocurrió después de escrito su libro sobre el abarrotamiento planetario. Los peligros de antiguas y nuevas amenazas nucleares fueron asuntos marginales en el texto.

La noticia sospechosamente buena de Sachs es que remediar tantos males es costoso, pero muy barato: es posible seguir empleando el 97% de la renta mundial en alimentar el típicamente egoísta y competitivo capitalismo, y en dejar intactos los enormes poderes destructivos de las potencias militares; tan sólo basta el ínfimo 3% restante para dar unas limosnas y hacer unas buenas obras para remediar graves males globales. Su planteamiento central es que el desarrollo económico está abierto para todo el mundo y sólo basta resolver unos males menores (Sachs, 2008).

Sólo la convergencia de los Estados y el sector privado lograrían contrarrestar las fallas del mercado que son las causantes de las mencionadas problemáticas. En términos abstractos, los fracasos del mercado se deben a la competencia imperfecta (información incompleta y asimétrica, concentración de la riqueza y del poder) y a las externalidades (efectos o flujos positivos y negativos no internalizados en el sistema de precios). Sachs subraya, justamente, que una tentativa de coordinación internacional para la cooperación equivale al más dificultoso obstáculo para alcanzar el desarrollo sostenible: lograr la cooperación suficiente para solucionar los tres problemas globales necesitaría de una respuesta del mismo tipo, esto es, una estrategia de cooperación mundial.

Supone Sachs que hoy el mundo se enfrenta a un reto similar al del Plan Marshall que permitió reconstruir Europa luego de la Segunda Guerra Mundial y, además, contrarrestar la temible amenaza de expansión del comunismo. Hace énfasis en que en la actualidad la ayuda para el desarrollo podría evitar brotes de inconformidad y amenazas terroristas que afectarían la seguridad de los países desarrollados.

Por lo demás, tal “ayuda” no sería un gasto o una transacción unilateral (regalo), sino más bien tendería a constituirse como una inversión en nuevos mercados y seguridad para los países donantes (Sachs, 2008).

En general, el propósito de Sachs es demostrar que el factor determinante para la superación de los obstáculos para el desarrollo es la financiación, que al no resultar tan costosa, podría ser asumida por los países más ricos del mundo. También hace énfasis en que el modelo de desarrollo se debería encausar hacia lo “sostenible”, a través del uso de tecnologías “limpias”, que minimicen la contaminación y el uso de combustibles no renovables como el petróleo y el gas natural (Sachs, 2008).

Sobre el reto específico de la sostenibilidad medioambiental Sachs destaca que se vive en el “antropoceno”1, era en que el hombre se convierte en el principal transformador del entorno natural, al imponerse sobre los procesos físicos de la Tierra para asegurar sus niveles de consumo. A pesar de ello, el hombre justifica su alteración y sobre-explotación de los recursos, con el respaldo de la aparición continua de tecnologías que aseguran la disponibilidad de recursos para el consumo. Al referirse al calentamiento global, Sachs señala que sus causas son antropógenas y argumenta que la emisión de CO2 es el elemento principal. Como fuentes de energía alternativas a más mediano plazo aboga por el uso de energías abundantes como la solar y la eólica, defiende la controvertida y riesgosa energía nuclear, y sugiere usar biocombustibles producidos a partir de hierbas no comestibles. Recomienda el cese de la deforestación y sugiere incentivos económicos para que los mayores deforestadores (los países en vías de desarrollo) detengan la destrucción de selvas y bosques. Propone cesar el uso de combustibles fósiles y sugiere prácticas para la gestión del carbono (como el incierto secuestro de gases de efecto invernadero en sus fuentes de emisión y su riesgoso almacenamiento). Así mismo, hace un tímido llamado para promover la reducción de emisiones de carbono de automóviles. Subraya los incentivos económicos que tendrían este tipo de prácticas, y enfatiza en que la adopción de tales técnicas no implica reducción alguna de las altas tasas de rentabilidad de los negocios.

Al igual que otros autores preocupados por el calentamiento global, Sachs reconoce la existencia de un umbral de las partes por millón (ppm) de CO2 soportadas por la atmósfera, que una vez superado, desembocaría en efectos irreversibles como la fusión de los glaciares y el decrecimiento de la producción de cultivos. También admite que aunque se disminuyan o congelen actualmente las emisiones, la temperatura de la Tierra seguirá aumentando, en tanto que el efecto del calentamiento en los océanos aún no ha sido asimilado.

En materia de cooperación el autor considera fundamental integrar en los escenarios de negociación a los países en vías de desarrollo en la medida que, suponiendo unos exitosos procesos de convergencia y desarrollo, ellos podrían crecer a tasas más elevadas que las del mundo desarrollado y, en pocas décadas, igualar sus rentas. Augura que en un futuro cercano serían tales países los principales emisores de CO2 (no en términos per cápita). Por eso propone su asociación con los países desarrollados (industrializados y responsables de las mayores emisiones en términos per cápita) para comprometerse diplomáticamente con la financiación de los planes de mitigación, adaptación (a los cambios producidos por el calentamiento global ya irreversibles), y por supuesto, de investigación y desarrollo.

De hecho, Sachs estima que evitar la duplicación de las ppm de CO2 de la era preindustrial costaría menos del 1% de la renta mundial anual (Sachs, 2008). Tan bajo sacrificio daría razón para asumir que el escenario de concertación no se encuentra tan lejano. No obstante, el optimismo se desvanece si se tiene en cuenta –como no lo ha hecho Sachs–, que no se ha avanzado suficientemente en materia de concientización pública, ni en el desarrollo de tecnologías alternativas y de marcos internacionales para la acción colectiva global.

De otra parte, Sachs se preocupa por la disponibilidad de agua que sigue reduciéndose debido a la sobre-explotación de las fuentes hídricas y su posterior contaminación. Esta escasez se vería intensificada por los efectos del calentamiento global, lo cual desencadenaría la multiplicación y profundización de conflictos entre grupos poblacionales por la tenencia y administración equitativa del recurso. Así, este problema, junto con la protección de la biodiversidad merecerían marcos para la cooperación global, fundamentados en compromisos serios, que no se olviden tan fácilmente como los ya contraídos.

Sachs acierta en que el acelerado crecimiento demográfico no está desconectado de las dinámicas medioambientales, pues si por un lado el crecimiento poblacional dificulta el crecimiento económico en los países más pobres (donde la tasa demográfica aumenta más aceleradamente), por el otro, un número de personas más elevado implica menores recursos disponibles y, en consecuencia, mayor afectación sobre los ecosistemas. Sin embargo, Sachs recuerda que hay escépticos frente al tema todavía convencidos de la posibilidad de reproducción intensa en la medida en que exista tecnología encargada de apoyar la provisión de recursos suficientes. Estos “economistas optimistas demográficos”, se oponen a otros que reconocen la dependencia directa de los ecosistemas, que además de no dar abasto a la cantidad de seres humanos que habitan la Tierra, se destruyen continuamente.

Ahora bien, hay una “tercera vía” de la cual pareciera que Sachs es simpatizante: la de los defensores de la transición demográfica, quienes apelan por el equilibrio entre ambos puntos al estimular la creación de políticas públicas que incentiven la reducción voluntaria de la natalidad. La transición demográfica es entendida como la teoría del proceso de estabilidad poblacional, según la cual todas las sociedades inician su desarrollo con altos grados de mortalidad infantil, que deben verse acompañados por altas tasas de fertilidad para la permanencia de la agrupación social. A medida que pasa el tiempo y el grupo social posee mejores condiciones de vida, la mortalidad infantil disminuye sin que lo hagan las tasas de fertilidad, por esta razón el aumento poblacional se acelera. Así, se llamará periodo de transición a aquella etapa en que la tasa de fertilidad empieza a disminuir hasta que inclusive resulta ser menor a la tasa de mortalidad infantil.

Precisamente, afirma Sachs que desde hace 200 años hay una transición demográfica y estima que para mediados de siglo se alcanzará el punto de equilibrio (con 9.100 millones de personas en el mundo). Sin embargo, insiste en que tal proceso debe acelerarse, pues aunque la estabilidad se acerque, los efectos del crecimiento poblacional no cesarán tan rápidamente. Esto lo explica la denominada inercia demográfica; en otras palabras, la perpetuación del crecimiento de la población a causa del gran número de mujeres en edad de reproducción, a pesar de que la tasa de fertilidad se haya equilibrado.

Sachs es reiterativo al señalar que existe un círculo vicioso entre amplio crecimiento demográfico y pobreza, y que es precisamente en los países más pobres en donde se encuentran las tasas de fertilidad más altas (siendo alarmante el caso del continente africano). En escenarios como estos será menor la inversión que puedan hacer los padres sobre sus hijos, así como también el capital que logren acumular los Estados, puesto que deben destinar sus recursos a la ampliación de las instituciones necesarias para la creciente población. En El Fin de la Pobreza, Sachs examinó los matices de tal problemática y afirmó que una de las preguntas más frecuentes en sus conferencias versaba sobre la situación africana y el desastre que podría originarse con el suministro de ayuda económica, que si bien salvaría a niños ahora, en el futuro aumentaría ostensiblemente la cantidad de adultos enfrentados a la pobreza extrema, dado el crecimiento demográfico expansivo de la región (Sachs, 2008).

La respuesta al interrogante Malthusiano sigue siendo la misma: una vez disminuyen los niveles de pobreza, también lo harán las tasas de fertilidad; los padres no sentirán la necesidad de tener más hijos para ocuparlos en las labores cotidianas de sustento agrícola, ni para asegurar su vejez. La solución está, reitera, en la pronta ayuda para el desarrollo que permite enfrentar cada uno de los problemas globales identificados. Al parecer Sachs reconoce que no es la filantropía la motivación más probable para que se materialice su propuesta de coordinación global, de ahí que se esfuerce en plantear los peligros en materia de seguridad, que acarrea para el primer mundo, el crecimiento poblacional de países pobres. Según él, la creciente población joven de estos países sin mayores recursos, sería el caldo de cultivo perfecto de potenciales terroristas, y por tanto de conflictos nacionales, regionales y transnacionales.

Teniendo en cuenta que los principales determinantes de las tasas de fertilidad son de tipo cultural, la cooperación tendría que realizarse en este mismo escenario; cooperación que se había promovido desde 1950 con resultados positivos, pero que para lamento del autor, se ha visto disminuida.

En cuanto al siguiente problema, las trampas de pobreza, Sachs apuesta por una solución general: compartir con economías de subsistencia estancadas los avances científicos “no excluyentes” de otras economías desarrolladas. Destaca que Condorcet, desde los tiempos de la revolución francesa, ya vaticinaba el avance continuo de la ciencia y la tecnología, que a su vez debía utilizarse para impulsar “el progreso social y la mejora humana” (Sachs, 2008).

Así las cosas, al augurar que importantes conocimientos y tecnologías (de la salud, la informática, la agricultura, entre otras) se van a difundir masivamente y van a ser accesibles a costos muy bajos, el autor parece suponer inocentemente que la ciencia y la tecnología son más propensas a convertirse en bienes públicos (con ínfimos niveles de exclusión y de rivalidad), que a ser objeto de codiciosa privatización, esto es, de rentables patentes para unas poderosas firmas transnacionales.

Un optimismo similar le lleva a suponer que la escalera del desarrollo económico no está cerrada para las regiones más pobres del mundo. De acuerdo con la exposición del autor, pueden identificarse cuatro estadios de desarrollo económico:

1. La economía agrícola de subsistencia (la más proclive a estancarse en una trampa de pobreza por la ausencia de ahorro e inversión).

2. La economía comercial.

3. La economía de mercado emergente.

4. La economía basada en la tecnología.

Su propuesta es entonces, dirigir ayuda temporal a las economías de subsistencia para que avancen hacia los estadios del desarrollo autosostenido. Este proceso debería estar acompañado además, por el papel activo tanto del sector privado (inversión), como del Estado al financiar bienes públicos y fomentar la investigación del primero. Sin embargo, advierte la reducción de la ayuda internacional para el desarrollo, que paradójicamente, está acompañada por el reconocimiento de los beneficios de la ayuda para el desarrollo, a nivel interno, por lo menos en el caso estadounidense. A pesar de ello recomienda la canalización de la ayuda a través de programas prácticos y de alto impacto como el proyecto Aldeas del Milenio, que además de exitoso no resulta tan costoso, a causa de la convergencia de actores cooperantes (donantes extranjeros, ONG’s, los Estados y las comunidades recipientes). De nuevo, el único problema para expandir programas como este es la insuficiencia de recursos. De hecho, afirma que tal difusión podría ser una realidad con sólo la mitad de lo prometido en 2005 por el G-8 (Sachs, 2008).

Con la misma lógica anterior de exponer beneficios para quien contribuye, Sachs recuerda que entre los incentivos para cooperar globalmente contra la pobreza extrema, se encuentra la seguridad regional y transfronteriza. En esa medida demuestra la profundidad de su análisis al reconocer el origen estructural de conflictos como el de Darfur y manifiesta que es imprescindible atacar tales causas, lo que aclara cuan limitadas son las soluciones como las fuerzas de paz y las sanciones económicas.

Paralelamente, destaca otro factor que incide en la decisión de cooperar: quienes hacen parte de la cooperación internacional deciden hacerlo siempre y cuando puedan identificarse con la población que recibirá la ayuda, es decir, si los grupos sociales son homogéneos. Concluye Sachs: “No sólo se trata de una lucha contra la pobreza, sino también contra la intolerancia y el racismo” (Sachs, 2008, 352-353).

En cuanto a la pobreza extrema, Sachs abarca el debate que se mantiene entre los partidarios del Estado de Bienestar y los de las libres fuerzas del mercado. Toma partido al mostrar que Estados de Bienestar actuales (y que mantienen su sistema desde hace más de 50 años), como los países nórdicos, tienen menores índices de pobreza que los países que optan por el libre mercado (como Estados Unidos). Deduce que la desigualdad no es un precio que se tenga que pagar por mantener una economía competitiva.

Posteriormente, Sachs se refiere a la cooperación global requerida para emprender el conjunto de soluciones planteadas en su libro. Asume que los países más ricos podrán cooperar unilateralmente aunque sean explotados por los jugadores más insignificantes (aquellos con una porción tan chica del pastel que prefieren ser colinchados a cooperar). Al reconocer la importancia de un líder poderoso para el éxito de la acción colectiva (cooperación), el autor se refiere exclusivamente al papel estadounidense, asegurando que este país no ha comprendido sus deberes como líder mundial. El problema radica, afirma Sachs, en no entender que los verdaderos problemas que afronta no pueden resolverse militarmente, razón por la cual las inversiones en este aspecto deberían dirigirse a la ayuda para el desarrollo (recuérdese que ya ha argumentado anteriormente que las causas de la violencia son la pobreza y alto crecimiento poblacional, con alto porcentaje de jóvenes en una región).

También, hace un llamado a la comunidad internacional para recordar los Objetivos del Milenio, que reitera, deben alcanzarse con el esfuerzo de diferentes sectores: el gubernamental, el privado y el no lucrativo; cada uno con funciones específicas alrededor de la cooperación para el desarrollo sostenible a través del suministro de tecnologías y apoyo a la investigación.

Así mismo, esta cooperación necesitaría de más fondos financieros como respaldo institucional. Después de profundizar en las labores que deberían desempeñar cada uno de estos sectores Sachs destaca la importancia de la investigación universitaria con vocación global; expone los beneficios de las instancias locales de gobierno, más cercanas a las problemáticas de las comunidades; y enfatiza en la necesidad de comprender las visiones de mundo disímiles a las propias, sólo así, asegura el autor, podrá hacerse frente a los grandes problemas de la humanidad.

En el Cuadro 1 se reconstruye una de las tablas presentadas en Economía para un Planeta Abarrotado con algunas modificaciones, estas son básicamente dos signos de interrogación, los cuales permiten expresar nuestras enormes dudas sobre la factibilidad de la estrategia global de cooperación propuesta por Sachs, puesto que, sintomáticamente, este autor no se atreve a dimensionar los costos del sacrificio de los países más desarrollados para permitir alguna convergencia, y tampoco estima los costes de transacción para lograr acuerdos y acciones colectivas globales).

2

Adviértase que Sachs ha querido ignorar costes sustantivos en cuanto a una estrategia de cooperación global y esto podría elevar considerablemente el precio de su propuesta.

BARRERAS DEL DESARROLLO CAPITALISTA

Existen cuatro limitaciones insalvables en la dinámica de desarrollo capitalista, las cuales se mencionan a continuación:

1. La finitud de los recursos naturales.

2. La imposibilidad de democratizar toda la riqueza natural y artificial.

3. Los muy restringidos alcances de la acción colectiva.

4. La impotencia congénita del capitalismo para generar paz.

Tales límites son un nada deleznable indicativo de que urge buscar otra lógica de desarrollo. A continuación se abordará cada uno de ellos.

Un planeta que cada vez queda más pequeño

Estrategias de desarrollo ambientalmente sostenible fieles a la lógica del desarrollo capitalista resultan inútiles. La solución no radica en el viraje hacia unas tecnologías limpias, pues aunque estas son deseables no resultan suficientes para afrontar la magnitud del problema. La raíz del malestar ambiental no está en las máquinas y tecnologías que emiten gases y otras sustancias dañinas, se halla más bien en un conjunto de motivaciones humanas que resultan perjudiciales.

Hace más de cuatro décadas el biólogo G. Hardin (1968), mostró que un recurso de acceso abierto o bien libre (un terreno de pastura) podría congestionarse, agotarse y finalmente desaparecer debido al descontrolado incremento en el número de vacas que fuesen llevadas a pastar por sus avaros dueños. Debido a que cada avaricioso pastor individual lleva más animales a consumir un pastizal finito, el conjunto de pastores (y de animales) conduce al agotamiento y finalmente a la desaparición del bien (tragedia de los recursos comunes). Tanto Hardin (1968) como T. Schelling (1978), mostraron que el planeta tierra es un gigantesco recurso de acceso abierto que debido a la explosión demográfica y a la desenfrenada codicia resulta propenso a esta dramática tragedia. Cante (2008) sugiere que las diversas formas de apropiación privada y colectiva no son más que efímeras ocupaciones de discretas porciones de un flujo permanente de energía y vida, del cual cada uno de nosotros es un ocupante o usuario que pese a lo contingente puede dejar su huella de perjuicio.

Hoy diversos economistas (entre ellos Sachs, y es uno de sus aciertos) destacan que la atmósfera y los mares constituyen recursos comunes o de acceso abierto, en razón de las bajas barreras a la entrada (poca exclusión) y debido a los inclementes niveles de explotación y contaminación. Cada día existe nueva evidencia empírica sobre especies animales y vegetales que se han extinguido y fuentes de agua que han desaparecido o se están agotando, los cuales son formidables ejemplos de la tragedia de los comunes. En cuanto al agua, por ejemplo, el documento técnico que publicó el IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change) en 2008, advertía que los recursos de agua dulce son altamente vulnerables ante el cambio climático y que resultarían “gravemente afectados” por el mismo (Bates, 2008).

El planteamiento del presente documento, se nutre del realista pesimismo heterodoxo de autores como G. Hardin, para quienes los males globales e intertemporales3 de la sobre-explotación y contaminación excesivas son inherentes al colosal crecimiento poblacional y económico, y las soluciones más adecuadas no son las de orden tecnológico sino las de carácter moral.

Los hacedores de soluciones tecnológicas buscan minimizar la contaminación y aún la sobre-explotación de recursos mediante máquinas más limpias y ahorradoras de energía, sin cuestionar la codicia y los apetitos desenfrenados de consumidores e inversionistas. El mismo Sachs destaca que los agentes privados no tendrían que ver disminuidas sus ganancias al inmiscuirse actividades de ayuda económica; de hecho aclara que podrían ver la ayuda como un mecanismo para ampliar sus mercados (Sachs, 2008).

La lógica de la acción colectiva (Olson, 1965) para proveer bienes públicos puros (con ínfimas barreras a la entrada e insignificantes niveles de rivalidad) muestra implícitamente que los recursos naturales y artificiales presentan rendimientos constantes o incluso crecientes. Justamente tal pureza de estos bienes (su disponibilidad continuada y las ínfimas barreras a la entrada) haría fácil la tendencia a no cooperar (a usar el bien sin pagar por usufructuarlo).

La virtud del trabajo de Buchanan (1965) estriba en mostrar que los bienes públicos puros pertenecen al mundo de la ficción, y que en realidad existen bienes públicos impuros (con baja exclusión, pero crecientes niveles de congestión y escasez, en la medida en que se incrementa el número de usuarios) y bienes club (artificialmente creados para imponer altas barreras a la entrada y así producir menores niveles de rivalidad a su interior).

En la perspectiva que emerge a partir de los trabajos de Schelling (1978), Arce y Sandler (2003), Cante (2010), se ha insistido en la existencia de colinchados opulentos. Estos se caracterizan por ser codiciosos consumidores e inversionistas, quienes a través de sus desenfrenadas ansias de apetito (capricho) y lucro contribuyen a la generación de elevados niveles de sobre-explotación y de sobrecontaminación que afectan, en el mediano y largo plazo, negativamente a ese gigantesco recurso común o de acceso abierto que es el planeta tierra. Los bienes públicos impuros y club apenas son segmentos transitorios de un permanente flujo global e intertemporal, sujeto a rendimientos decrecientes y propensos a la tragedia, en la medida en que se incrementen las tendencias actuales de sobrecontaminación y de sobre-explotación.

Las fallas de los ortodoxos optimistas como Sachs radican en no reconocer que la problemática ambiental global representa un problema de recursos comunes a escala planetaria (con bajos niveles de exclusión, pero sujetos a crecientes niveles de congestión y rivalidad). Desde el enfoque que se propone en este trabajo, se muestra que una característica central de los recursos comunes es la ineluctable tendencia a los rendimientos decrecientes. Esto significa que los aumentos poblacionales (explosión demográfica), sumados a los niveles de lujo y desperdicio inherentes al mayor crecimiento económico, conducen a situaciones de congestión (rivalidad y aún guerra) e, incluso, a la tragedia (desaparición de recursos gracias a la sobre-explotación y a la inclemente contaminación).

Esto significa que los flujos benéficos y los nocivos de la naturaleza alterada por la acción humana trascienden no sólo las microfronteras de la propiedad privada, sino las fronteras más extensas de ciudades y naciones, y se prolongan en el largo plazo, afectando a futuras generaciones. Hardin se preocupó casi exclusivamente por el desmesurado incremento poblacional, en este documento se llama también la atención sobre los crecientes y gigantescos niveles de crecimiento del consumo y de la inversión, en especial de los habitantes más acomodados y prósperos del planeta, que le transfieran males globales e intergeneracionales a otra gente.

Mientras el pecado de los colinchados olsonianos es la inactividad (el uso parasitario de un bien público puro), la falta de los colinchados opulentos es justamente la actividad económica. Esto significa que la cooperación para evitar problemas de tragedia de recursos comunes exige poner fin a las actividades de consumo e inversión que causan agotamiento del bien común por exceso de explotación y de contaminación. En forma breve, la preservación de la vida en el planeta exige la moderación, la austeridad (cese del consumismo y de la inversión, de los caprichos consumistas y de la codicia inversionista), y la mesura en la reproducción de la prole.

La premio Nobel de Economía Elinor Ostrom también destaca el dilema de los comunes presente en las actuales problemáticas medioambientales. Reconoce, al igual que otros estudiosos de la acción colectiva, que pensar racionalmente en términos individuales no lleva al mejor de los escenarios (ni siquiera para quienes piensan bajo esta lógica costo-beneficio pues, una vez agotado el recurso, desaparecería su fuente de ganancia) (Ostrom, 2000). Adicionalmente, las iniciativas de cooperación para gestionar y asegurar la permanencia de los bienes explotados, son más bien pocas cuando ello implica costos individuales (disminución de las ganancias inmediatas) y beneficios públicos (Keohane y Ostrom, 1995).

Por ello destaca que para enfrentar el dilema es necesario un cambio de paradigma que propicie la cooperación desde un nivel micro: consistiría en desarrollar acciones cotidianas austeras con respecto a la contaminación y a la explotación de los recursos; caminar más o utilizar transportes como la bicicleta, por ejemplo. La clave se encontraría en resaltar los beneficios particulares que obtiene quien se atreve a cooperar, para así evitar el dilema del idiota (¿por qué incurrir en gastos para beneficiar a otros?); en este caso, podría hablarse de la mejora en las condiciones de salud. De esta manera, considera, empezarían a tomarse medidas prácticas y al alcance de muchos, en lugar de continuar a la espera de los acuerdos necesarios y suficientes por parte de los grandes responsables del problema4.

Así pues, aunque Ostrom toma partido por la austeridad, resulta más bien escéptica frente a qué tanto podrían serlo las grandes empresas y algunos Estados, más interesados en la acumulación de capital y la senda tradicional del desarrollo a través de la industrialización.

El problema de los recursos comunes no se resuelve con mayor tecnología pues se afronta una restricción sustantiva: la dimensión del planeta Tierra no permite un irrestricto crecimiento poblacional ni menos aún las desenfrenadas ansias de consumo y codicia de cada habitante opulento, tal y como lo espera la lógica misma del capitalismo. Infortunadamente el optimismo ortodoxo es la cómoda medicina que quieren tomar los hombres de negocios y los desaforados consumidores, quienes muy difícilmente estarían dispuestos a renunciar a sus sagradas libertades económicas, a sus gustos caros y a sus exorbitantes ganancias.

Científicos dedicados a la problemática medioambiental como James Lovelock (2007), aseguran que el planeta atraviesa un estado crítico y por ello claman por medidas igual de extremas como el cese inmediato del uso de combustibles fósiles y califican de inútil la alternativa del desarrollo sostenible. Incluso muestran la inviabilidad del uso de sistemas como la captura y secuestro de carbono (CSC), que optimistas como Sachs proponen como parte de la gran solución ecológica. Además, Lovelock señala la imposibilidad con que cuenta el planeta para sostener una civilización en que todas las personas aspiran alcanzar los niveles de vida ostentosos del exclusivo primer mundo, por lo que subraya la necesidad de terminar con la obsesión por el progreso occidental capitalista (Lovelock, 2007).

Sin aparataje de observación caro y sofisticado, un detective simplemente hizo buen uso del sentido común y descubrió la carta robada (del famoso relato de Edgar Allan Poe). Con la imbatible arma del buen sentido, el economista J. Mishan (1969), mostró que cualquier niño comprende los efectos de rebosamiento y, en consecuencia, no sirve más chocolate del que pueda caber en una taza; tristemente muchos destacados economistas no aplican este elemental principio para entender los límites naturales del planeta. El recipiente planetario que sirve de hábitat no resulta expandible, por lo que son cada vez más nocivos los efectos de rebosamiento poblacional y económico (contaminación y sobre-explotación excesivas de recursos naturales) y la creciente escasez debida a la explotación de un stock determinado de energías fósiles. Por tal razón, sugirió el freno al crecimiento económico en las naciones más desarrolladas. Cuatro décadas después de publicado su texto, se podría ir más allá: lo más sensato equivaldría al crecimiento negativo, a la deconstrucción o destrucción de tanta basura y redundancia. El mundo sería más viable si desde los grandes gigantes (Estados Unidos, la Unión Europea, China, India, Japón, etcétera), hasta los pigmeos, empezaran a experimentar incrementos negativos en el PIB, y esto fuese originado en la renuncia radical a los patrones tradicionales de codicia y lucro que gobiernan a consumidores e inversionistas.

Muchos los llamados, pocos los escogidos

Para los optimistas ortodoxos como Sachs, la senda del crecimiento y de la riqueza está abierta para todo el mundo, los graves problemas requieren insignificantes inversiones y no hay que preocuparse por las perjudiciales motivaciones de la sociedad adquisitiva como la codicia y la envidia (motores del consumo ostentoso y la emulación pecuniaria que tanto atormentaron a visionarios como Veblen).

Sachs ha sugerido soluciones para erradicar la pobreza absoluta, pero no la pobreza relativa que, por cierto, es inherente al capitalismo. Un título más honesto para su famoso texto podría ser “el fin de la pobreza absoluta”.

La pobreza absoluta se refiere a un problema objetivo de privación que pueden estimar médicos, nutricionistas, arquitectos y pedagogos: los pobres y miserables no pueden acceder a un empleo o a unos bienes básicos para saciar el hambre, la sed, conseguir abrigo y hábitat, evitar la enfermedad y sobrevivir, educarse y divertirse. La pobreza relativa es más un problema de frustración y persistente insatisfacción que es de orden subjetivo: los pobres relativos han saciado necesidades básicas, pero buscan saciar deseos y caprichos superficiales y vanos, son prisioneros de las modas y enfermizos imitadores de los patrones de consumo conspicuo (y desaforado) y de emulación pecuniaria que ostentan las minorías más opulentas y despilfarradoras de la sociedad (Currie, 1988, 1993).

Desde una perspectiva más realista y heterodoxa es posible afirmar que la sociedad de consumo y la insomne carrera hacia el progreso funcionan gracias a la envidia, a la frustración y a otras pasiones y preferencias mezquinas que se transforman en un incentivo productivo para que quienes se sienten más pobres (en un sentido relativo) se esfuercen por imitar y pretender igualar a los más opulentos.

El mundo no es viable si aquellos que son salvados del hambre y la pobreza absoluta emprenden la demencial carrera hacia la experimentación de niveles de riqueza y poder infinitos. Aunque el sueño capitalista prometa riqueza para toda la gente, esta es apenas para unos pocos. Un juego competitivo sin ganadores resulta una contradicción, una competencia perfecta (con información simétrica y transparente, e igual racionalidad para los competidores) resulta un sueño inalcanzable y aún absurdo en la teoría misma. Un capitalismo sin ganadores y sin incentivos para el enriquecimiento insomne y pretendidamente irrestricto de los mejores y más voraces competidores no sería capitalismo ni sería atractivo para competidor alguno.

Esto significa que para un pesimista heterodoxo el capitalismo podría ofrecer alguna solución al problema de la pobreza absoluta, más no al de la pobreza relativa. El capitalismo funciona bajo una estructura piramidal: siempre existirá una cúspide exclusiva y excluyente que provoque en los agentes de la base un alto sentido de competencia y posterior frustración.

Pese a los innegables avances del mercado capitalista en cuanto a la difusión de la riqueza, del progreso material, de la información y del conocimiento, y de la movilidad social de las capas más bajas de la sociedad, la estructura social que hace viable a la voraz competencia sigue siendo profundamente vertical y desigual. El motor que dinamiza a la economía capitalista se ubica en la cúspide de la pirámide social y está constituido por el conjunto de los bienes y servicios posicionales. La riqueza posicional es profundamente oligárquica y no se puede democratizar puesto que la democratización y la masificación tienden a vulgarizar y a devaluar.

La consecuencia de las riquezas posicionales se traduce en una especie de juego de suma cero: las exorbitantes ganancias y privilegios de un puñado de ganadores se convierten en una pérdida para el resto de la sociedad. Son desmesuradamente elevados los niveles de exclusión y rivalidad de los bienes y servicios posicionales, entre estos se destacan: la educación; los cargos más importantes en el sector público y privado; la arquitectura y el hábitat confortable y exclusivo; el sexo con especímenes de belleza y costo desmesurado; los viajes y las prendas de vestir de mayor precio y sofisticación, etcétera. El sex-appeal de la riqueza posicional radica, justamente, en que sean muchos los llamados y muy pocos los escogidos. Los bienes y servicios posicionales resultan sólo alcanzables por unas pocas personas (Hirsch, 1978; Hirschman, 1982, 1992).

De manera asombrosamente inocente, Sachs supone que existirá una convergencia y que dentro de unas pocas décadas los países en vías de desarrollo podrían crecer más aceleradamente que los países desarrollados, a tal punto de acercarse a sus elevados niveles de renta (Sachs, 2008). No obstante, como él mismo lo afirma en el noveno capítulo de su libro, los dos siglos anteriores muestran la contundencia de la historia: hasta el momento los más opulentos han crecido en más de 20 puntos porcentuales, en tanto que los más pobres apenas alcanzan tres puntos de incremento porcentual.

Mientras gran parte de los teóricos y hacedores de políticas públicas insistan en poner fin a la pobreza absoluta y en convertir a los pobres absolutos en pobres relativos, su labor será tan inútil y ridícula como la aberrante e infructuosa rutina que sufre el condenado Sísifo. Por cierto, en este ensayo (Camus, 1981) se evidencia que los esclavos viven felices (experimentan bienestar) en su rutina; la tragedia y el absurdo sólo emergen cuando constatan lo inútil de su labor. Hoy urge mostrar la dimensión de lo trágico y la absurdidad del desarrollo anclado en la lógica del capitalismo.

Un reto sustantivo, bajo una perspectiva realista y heterodoxa, radica en intervenir no en la base de la pirámide social, sino más bien en su cúspide. La prioridad actual, por tanto, sería la de poner un freno a la producción y acumulación de bienes posicionales, es decir, la de luchar contra la riqueza desmesurada y oligárquica y, por esa vía, finiquitar la absurda competencia de quienes se sienten pobres en términos relativos.

Acertadamente, siguiendo la senda visionaria de autores como Malthus, el profesor Sachs advierte que se debe propender por una estabilización de la población mundial, con un tope máximo de 8.000 millones de habitantes. Indudablemente una disminución de la población puede equivaler a una reducción importante en los niveles de explotación y contaminación. No obstante, omite en su trabajo cualquier referencia a pasiones oscuras del capitalismo como la codicia, la gula, la adicción, la propensión al juego y la especulación, que se incrementan al crecer los niveles de ingreso y de riqueza de las personas.

Apenas si en algunos párrafos advierte sobre los peligros del uso excesivo del automóvil en Estados Unidos y en China, y las onerosas dietas de carne. Pero si lo que se quiere es la sostenibilidad ambiental y un digno bienestar, entonces no sólo se debería trabajar en temas de control de la natalidad, sino, además en procesos políticos y pedagógicos encaminados a reducir ostensiblemente la carga ambiental de cada consumidor y productor. Claro, semejante tarea es inadmisible para un mundo que persiste en inventar fáciles soluciones técnicas (como sofisticados contenedores para secuestrar y almacenar gases de efecto invernadero), y padece de valores tan frágiles y decadentes, y de una debilidad de la voluntad, que no puede poner freno a explosivas pasiones negativas.

Esa utopía llamada acción colectiva global

Sachs reconoce que las tentativas de una cooperación mundial para afrontar tales problemas globales constituyen la parte más difícil de la tarea, no obstante, deja sin examinar la literatura relevante sobre temas de acción colectiva global (por ejemplo, Sandler, 2004). Ignora, también, la magnitud de los costos de organización (información, reunión, formación y adoctrinamiento político, toma de decisiones, asignación de tareas, entre otros) y de transacción (diseño e implementación de incentivos y control para garantizar el cumplimiento de compromisos y la cooperación), y la factibilidad misma de las negociaciones y los consensos. De hecho, autoras como Ostrom, que se dedican a estudiar procesos de gestión de recursos comunes más bien de poca extensión tienen en cuenta este tipo de variables (denominadas focales o intervinientes) (Keohane y Ostrom, 1995).

Por otra parte, aunque él mismo anota que es más fácil lograr la cooperación en sociedades homogéneas e integradas, y por ello hace un llamado a la tolerancia, pareciera ignorar que el escenario internacional podría parecerse a una jungla hobbesiana, puesto que proliferan odios raciales, hondas diferencias culturales e ideológicas, y severos problemas de desigualdad al interior de los países y entre estos.

La noción de destino común estilada por Sachs es acertada, pues al menos reconoce la expansión de males públicos cada vez más globales que afectan a todos los habitantes del planeta. Pero apenas lanza tímidas sugerencias en materia de coordinación global que se estrellan con una dura realidad: el mundo no es una aldea global y está muy lejos de ser una comunidad, es un conjunto de sociedades que padecen la inequidad y frecuentemente la polarización y fragmentación al interior de sí y en sus relaciones exteriores.

Hay una distancia abrumadora que separa "nuestros" intereses locales de los de gente distante en la geografía o muy lejana en el tiempo (futuras generaciones); lo que lleva de nuevo al dilema del idiota, ¿cuántas personas estarían dispuestas a cooperar disminuyendo tasas de explotación, consumo y contaminación –que ofrecen placer y comodidad–, cuando quienes se benefician son otros, apartados en tiempo y/o espacio? Posturas más críticas se encuentran en Olson (1965), Cornes y Sandler (1996), Sandler (2004) y Schelling (1996).

Podría decirse que en una línea de pensamiento heterodoxo se encuentra el sociólogo alemán Ulrich Beck (2004, 2007). De acuerdo con él, son precisamente estos males públicos cada vez más amplios en cobertura –secuelas de las victorias de la modernidad–, los que revelan a los actores del sistema internacional la necesidad de actuar conjuntamente. A este proceso lo denomina “cosmopolitización forzosa”. Y aunque esto podría llevar a pensar que el autor es sumamente optimista frente a la acción colectiva global y a la facilidad de aunar esfuerzos para enfrentar los riesgos, tal cosa no puede afirmarse tan gratuitamente5.

Si bien Beck (2007) considera que la concientización, sobre la globalidad de los riesgos ecológicos (males públicos), y sobre la imposibilidad para responder a ellos nacionalmente, incentiva la generación de un “global global”, es también realista, mucho más que Sachs, al reconocer la gran probabilidad de fracaso.

Uno de los elementos explicativos del fracaso tendría que ver con que los costos y beneficios de un acuerdo, se encuentran distribuidos de manera desigual (Beck, 2007), tanto geográfica como temporalmente. En el caso concreto del cambio climático la desigualdad geográfica se hace evidente en la medida en que son las empresas ubicadas en los países industrializados las que deben abstenerse en mayor grado de sus actividades altamente contaminantes.

Extrañamente, no son estos países los que se ven más afectados en las primeras etapas del calentamiento global, sino algunos países africanos y del Medio Oriente, que ven disminuido su acceso a los recursos naturales como el agua potable, y los ambientes apropiados para cultivar. Es incluso más paradójico que estos últimos países tampoco acordarían fácilmente reducir sus emisiones, como lo espera Sachs, pues se saben no culpables de la catástrofe climática y todavía están a la espera de la llegada del desarrollo a sus territorios a través de la industrialización.

En otras palabras, se encuentran esperando el proceso de convergencia que es vaticinado por el mismo autor. ¿Caería entonces en contradicción?

La distribución desigual de costos y beneficios en términos temporales es simple: Mientras que se debe actuar frente a los peligros ahora, los beneficios serán disfrutados en el largo plazo por personas diferentes a las que incurren hoy en costos (no sólo en inversiones, sino también de oportunidad). Este cálculo se convierte en un obstáculo más para la acción colectiva.

Debe resaltarse que llegar a este punto implica un paso anterior sin duda problemático: esto es, que algunos países se reconozcan formalmente como productores y exportadores de males públicos; es decir, que asuman por iniciativa propia responsabilidades que son difíciles de imputar dada la cantidad de agentes que también contribuyen a la catástrofe. De acuerdo con esto, Beck tiene claro algo que Sachs no: no es fácil lograr que en un mundo caracterizado por la competencia, algunos de sus más destacados competidores acepten ser los generadores de las externalidades negativas que producen sus ganancias y padecen otros, sobre todo si no existe un solo productor de externalidades identificable.

Esto lleva a otra idea clara en la teoría de la Sociedad del riesgo mundial. Son los expertos quienes definen qué es realmente un riesgo y qué no (Beck, 2007). Tal vez esto recuerde de inmediato al lector la existencia de posiciones científicas contrapuestas con respecto al cambio climático: para algunos es producto del hombre y debe actuarse rápidamente para evitar la llegada al punto de no retorno; para otros es parte de la evolución natural del planeta. Sin profundizar mucho en esta discusión, lo que emerge con claridad es que aun se encuentran argumentos que refuerzan la pasividad de algunos actores ante el problema, y que por supuesto amplían, desde su perspectiva, los costos de actuar frente a algo que no es responsabilidad de nadie (o de muchos, y por tanto, de nadie).

No es posible actuar colectivamente si no se perciben o no se pueden percibir los perjuicios globales que acarrea la modernidad occidental, que por supuesto incluye el modelo capitalista de acumulación. Por ello Beck aspira a la superación de la mirada nacional, que sólo se preocupa por los beneficios del Estado-nación, para adoptar una “mirada cosmopolita” (Beck, 2004).

Hay que reconocer que a partir de este punto pueden encontrarse fácilmente varias coincidencias entre Beck y Sachs: ambos resaltan la importancia de la cooperación transnacional; advierten sobre diferentes consecuencias que acarrea el no alcanzarla; hacen llamados relativamente comparables con respecto a la lucha contra la discriminación, o en términos de Beck, lo ánimos de acentuar las diferencias bajo la lógica de “lo uno o lo otro”.

Sin embargo, de nuevo es Beck el que va más allá. Su teoría de la Sociedad del riesgo mundial parte de un descubrimiento fundamental: los riesgos que acechan actualmente a la sociedad, son secuelas de decisiones que se tomaron conscientemente en aras de la modernidad para garantizar el progreso al que se aspiraba; es decir, son productos de la misma modernidad que ahora no sabe cómo afrontarlos.

En este orden de ideas, es fácil advertir un cuestionamiento de Beck con respecto a un sistema establecido: la modernidad. Es precisamente esto, las secuelas inherentes, esta vez al sistema capitalista, las que no advierte Sachs en las amplias desigualdades entre los países del mundo industrializado y el subdesarrollado, por el que alza gritos de ayuda. Esa falta de advertencia le impide al mismo tiempo cuestionar la lógica capitalista y sus efectos sobre la generación y la perpetuación de la pobreza.

Ahora bien, ya se ha señalado cómo Sachs establece algunos escenarios de pobreza extrema y acelerado crecimiento demográfico, como caldo de cultivo de amenazas para los intereses de países desarrollados. Destaca principalmente la amenaza del terrorismo. Tal situación, así planteada, debería estimular la reactivación o el aumento de la ayuda por parte de países que deseen mantener su seguridad, es decir, sus intereses nacionales. Empero, no parece ser una estrategia que funcione en todos los casos, razón por la cual el intento de Sachs de resaltar los posibles beneficios directos de ayudar, se ve un poco frustrado.

Si bien cita el caso del genocidio en Darfur y reconoce sus causas estructurales, es aún inocente pensar que un problema de seguridad de este tipo –sin mayores alcances transnacionales (o por lo menos sin una percepción de este tipo)–, se pueda convertir en un incentivo suficiente para la cooperación internacional necesaria. De hecho para mediados de 2006, cuando se hizo público el déficit de financiación de la Misión de la Unión Africana en Darfur, quedó claro que los países ricos no identifican fácilmente como potenciales terroristas internacionales a las partes de un conflicto inmerso en condiciones de pobreza extrema; al parecer no piensan que estos últimos tengan la oportunidad de convertirse en futuras Al Qaeda.

Paralelamente, se encuentran casos como el de la piratería somalí que se ajustan perfectamente a su argumentación. Empero, llama la atención la forma en que los países más poderosos, ahora sí afectados directamente en materia de seguridad, se han manifestado frente al tema. Lastimosamente se mantiene la misma lógica egoísta, puesto que sus operaciones conjuntas (de tipo militar) están dirigidas hacia los piratas (para proveerse una seguridad negativa), no hacia Somalia (en términos de cooperación, que impulsaría a su vez la construcción de una seguridad positiva). Es decir, sigue sin reconocerse la responsabilidad del sistema per se, sobre la situación de los no desarrollados.

La rentabilidad económica de la destrucción y de la guerra

Incluso ortodoxos optimistas como G. Sachs (2008) se han mostrado preocupados por el exceso de intervención armamentista de Estados Unidos y otros países desarrollados, en relación con los precarios fondos para ayudas humanitarias. Otros autores como Mourau (2007), han examinado algunos matices del gasto público y en defensa de Estados Unidos.

Existe una amplia tradición que defiende la existencia de una relación directa entre los flujos de intercambio económico y la ausencia o disminución de conflictos directos entre aquellos que intercambian. A pesar de las muchas referencias en este sentido, a grandes rasgos, la lógica podría resumirse en, “no se declara la guerra con quien se negocia”. Así, un escenario internacional con actores interdependientes económicamente, sería un contexto internacional más pacífico.

Como bien lo afirma Hirschman (1992):

Keynes defendió el capitalismo con argumentos que se habían pronunciado en el siglo XIII: “Las proclividades humanas peligrosas pueden ser encauzadas en canales relativamente inofensivos mediante la existencia de la oportunidad de actividades lucrativas y la riqueza privada, las cuales, si no pueden ser satisfechas de esta manera, pueden encontrar una salida en la crueldad, la persecución temeraria del poder personal y autoridad y otras formas de engrandecimiento propio. Es mejor que un hombre tiranice su cuenta bancaria que a sus conciudadanos; y mientras que la primera modalidad es a veces denunciada por no ser sino un medio para la segunda, a veces es al menos una alternativa” (Keynes, 1976, 329).

Keynes reconoce que la lógica del mercado, tal y como se conoce, es puesta en marcha por una serie de pasiones humanas peligrosas. Si se reconoce formalmente al egoísmo como una de las características definitorias de los agentes económicos, lo mismo debería suceder con sentimientos como la envidia y la avaricia. Así se estaría a solo un paso de inferir la relación mercantil como una competencia francamente depredadora.

La historia ha mostrado que la pauta de desarrollo capitalista es una forma de hacer la guerra por otros medios, entre los que se destacan los siguientes puntos:

1. Existe un sofisticado manejo del interés que no sólo se limita a la riqueza sino, al poder y a la influencia. Aunque el lego y muchos autores han reducido la noción de interés a los activos líquidos e ilíquidos, éste tiene más que ver con la consolidación del poder de organizadores y managers, y de los intereses de Estado y de los grupos de poder. La esencia del poder es cálculo, control y administración (Galbraith, 1985; Hirschman, 1992; Orwell, 1960).

2. Las relaciones sociales se inscriben en la obsesión por la adquisición y el individualismo posesivo. No sin razón la propiedad ha sido entendida como un derecho para excluir, generar efectos externos y explotar al prójimo (Cante, 2010).

La mayoría de internacionalistas identificarían los mismos puntos en caso de referirse al sistema internacional contemporáneo (definido como el patrón general de relaciones económicas, sociales, geográficas y tecnológicas que configuran los asuntos mundiales). Teniendo en cuenta las situaciones evidenciadas una vez culminada la Guerra Fría, se ha establecido que la distribución de la riqueza hace parte del grupo de variables más influyentes a la hora de determinar las características del sistema internacional.

Los expertos coinciden en que es la capacidad económica el criterio que se ha posicionado como el más importante a la hora de medir el poder6 de un actor (estatal o no estatal) en el escenario internacional. En sistemas internacionales anteriores ese lugar lo había ocupado tradicionalmente la capacidad militar, definida por los medios con que se contaba para ir a la guerra (Del Arenal, 1990). En este orden de ideas, la capacidad y los intereses económicos serían factores explicativos del devenir de conflictos contemporáneos. La riqueza es ahora una de las principales herramientas con que cuenta un actor internacional para lograr el control sobre otros y satisfacer sus intereses.

De acuerdo con Celestino del Arenal, este reciente protagonismo de la capacidad económica entre los factores de poder, no implica necesariamente la desaparición de otros aspectos influyentes. Tal protagonismo resulta útil para entender la dinámica de la guerra por otros medios, que ha venido exponiéndose. De manera conjunta, el peso que todavía tiene la capacidad militar como factor de poder en el sistema internacional (Del Arenal, 1990), ayuda a visibilizar una segunda perspectiva desde la que se hace evidente la articulación de la lógica racional capitalista con el conflicto; ésta tiene que ver con los amplios márgenes de beneficio que trae la carrera armamentista para unos pocos actores: por un lado, rentabilidad económica para los empresarios insertos en la producción de material bélico, y por otro, el posicionamiento en el sistema internacional para aquellos Estados que aumentan su poder intimidatorio.

Aunque el profesor Sachs ha criticado a uno de los más peligrosos presidentes (G.W. Bush), no ha priorizado en su agenda la imperiosa necesidad de un desarme y de un desmonte del imperio del poder destructivo. No obstante, se destaca que hace un interesante contraste entre la gigantesca inversión en armamento con las ínfimas inversiones en ayuda humanitaria.

El crimen y la guerra son la expresión más radical de la competencia mercantil y seguramente las actividades capitalistas más rentables. Dos grandes economistas han mostrado cuan aberrante y absurda puede ser la sociedad capitalista. Kalecki (1984) mostró que no está en el interés de los empresarios el saciar el hambre y las necesidades de la gente más necesitada, sino simplemente expandir ad nausean su tasa de ganancia, a tal punto de fabricar productos con obsolescencia incorporada, exportar basura y financiar la carrera armamentista. Schelling (2005) mostró que los países se arman al punto de tender a la máxima potencia de poder destructivo, que las últimas décadas se han vivido de milagro (aún pesa la amenaza de una nueva activación de alguna bomba atómica), aunque sospechosamente guardó silencio sobre los astronómicos ingresos de la industria militar.

Como puede verse, ambas perspectivas: la perpetuación de las relaciones de dominación y poder a través de mecanismos económicos, y las ganancias económicas de la guerra, se encuentran íntimamente relacionadas. Incluso podría decirse que son manifestaciones de una misma condición: los sentimientos egoístas y las pasiones de dominio y preeminencia que mueven a los individuos en la economía de mercado.

CONCLUSIÓN: BASES PARA OTRA LÓGICA DE DESARROLLO

Autores como J. Sachs han sugerido luchar por metas loables y ambiciosas como la sostenibilidad medioambiental, la reducción del crecimiento demográfico, la prosperidad económica y la cooperación global necesaria para resolver tales problemas. Sin embargo, el enfoque con que lo hace es desafortunado puesto que al no apuntar hacia un cambio en la lógica de desarrollo económico imperante no sólo persigue objetivos incompatibles (por ejemplo preservación del medio ambiente y mayor crecimiento del PIB que se traduzca en más prosperidad), sino que reduce el problema a meros cambios tecnológicos (hacia tecnologías limpias) y dotación de factores (stocks de capital y liquidez donde faltan).

Un cambio radical en la lógica del desarrollo, aunque parezca utópico, es apenas justo y necesario, y contiene metas como las siguientes:

1. Preservación de recursos de uso común locales, subnacionales, nacionales, regionales y globales. En particular el agua, el aire, la tierra cultivable, las especies vegetales y animales, y obras de diversas culturas (lenguas, saberes tradicionales, arte y arquitectura), a partir de los principios de la austeridad y heterogeneidad. Esto equivale a suprimir la codicia y a sugerir unos cálculos intertemporales de inversión y consumo que puedan permitir la vida sana de futuras generaciones y de poblaciones hoy vulnerables.

2. Abolición de la pobreza absoluta, tomando como base de estimación la métrica de capacidades de A. Sen y M. Nunsbaum (1996), la cual permite examinar el nivel de oportunidades factibles (fisiológicas, psicológicas, sociales y ambientales) y, por ende de libertades reales de las personas, y no meramente su disponibilidad de ingreso o stock de capital como en el simplista enfoque de autores como Sachs. Adviértase que la perspectiva de A. Sen permite constatar la enorme pobreza que padece una gran mayoría de la población planetaria, puesto que son pobres no sólo por escasez de recursos materiales (de ingreso y de riqueza) sino, básicamente, porque carecen de libertades reales sustantivas.

3. Abolición de la pobreza relativa, es decir, cesar la producción de bienes y servicios posicionales y los lujos caros que caracterizan el consumo ostentoso y la emulación pecuniaria, que a su vez despiertan en los agentes económicos el deseo de imitar patrones de conducta asociados con la sobre explotación y degradación de recursos. Esto equivale a poner freno al ansia de progreso material entendido como enriquecimiento material excesivo (lamentablemente la mayoría de economistas sensibles al tema han buscado abolir la pobreza sin poner fin a la lógica de la frenética acumulación capitalista).

Los medios para alcanzar los mencionados fines no son por completo separables de las mencionadas metas y apenas resultan compatibles con estas. Se sugieren los siguientes:

  • Investigación, discusión y publicación de trabajos sobre diversos enfoques críticos del modelo de desarrollo capitalista y lógicas de desarrollo alternativas. Este trabajo es apenas un pequeño paso en tal dirección.
  • Generación de un proceso de liberación cognitiva y cambio radical en los valores, con el concurso y experiencia de investigadores, pedagogos, formadores de opinión y otros actores influyentes. Se trata de arduos procesos de formación e información, tendientes a despertar sentido de pertenencia y reciprocidad (Ostrom, 2009), simpatías, sentimientos y compromisos (Gintis et al., 2005), amor cívico y valores solidarios (Hirschman, 1982), y revolución moral que podría incluso combinar elementos del cristianismo con el marxismo (Cohen, 2001).
  • Consolidación y expansión de organizaciones y estrategias tendientes a la preservación de recursos comunes. En el proceso de creación de estas reglas debería hacerse partícipe a grandes sectores de la población, o si se quiere, sectores sociales. Aunque pareciera difícil, Ostrom ha publicado avances con respecto a la integración de múltiples niveles (local, subnacional, nacional, regional) en los procesos de negociación bajo el concepto de “policentrismo” (a manera de sistema de representación), que resultan útiles en este sentido (Ostrom, 2009).En consonancia con la apuesta por la transformación de los valores, la participación de la ciudadanía o inicialmente, en cuanto menos, la constante difusión de información al respecto, ayudaría a salir paulatinamente del dilema de cooperación en los comunes, al despertar sentidos de pertenencia y reciprocidad. Paralelamente Ostrom (2000) y Cárdenas (2009), han encontrado que la participación de las comunidades en la elaboración, ejecuci ón y supervisión de reglas para el suplemento de sus recursos ha contribui- do a la mejora en la gestión de los mismos. Podría hablarse entonces de mecanismos de supervisión de cumplimiento de las reglas, por parte de las comunidades en sus respectivas zonas de alcance. Las limitaciones de las mencionadas perspectivas comunitarias y el descuido en el tema de los recursos globales intergeneracionales son analizados en Cante (2009).
  • Reducción radical de la jornada laboral (hasta máximo seis horas) y promoción de sagrados derechos humanos al ocio y a la pereza.
  • Educación para promover el control demográfico y la dedicación y cuidado más intensos de los bebés. Generación y exploración de relaciones humanas más intensivas en afecto, pero que al mismo tiempo impliquen freno a la explosión demográfica y al exceso de seres humanos que nacen huérfanos de amor.
  • Generación de estilos de vida más frugal (ínfima en gulas, vicios y adicciones), menos dependientes del automóvil, los viajes de turismo y negocios en avión, la telefonía, los electrodomésticos y toda la gama de abigarramiento que proviene de la obsesión por el confort y la moda, entendidos como la mera acumulación de artefactos.
  • Deconstrucción de las urbes, generación de espacios urbanos más verdes y retorno de gran parte de la población, hoy en su mayoría inviablemente urbana, a la vida en el campo. De acuerdo con informes de Naciones Unidas (2007) y Bloom y Khanna (2007) la transición demográfica por la que la población urbana del mundo superó a la rural, se llevó a cabo entre 2007 y 2008. Como agravante se destaca que la mayoría de migrantes terminan asentados en las áreas periféricas y suburbios de las ciudades.

Por tanto, se requiere explorar opciones ecológicas y francamente libertarias como la de H. D. Thoreau (1971) en los bosques deWalden y otras no tan radicales como el fomento de sanas rutinas de caminata y ciclorrutas. Esto pese a que ingeniosos literatos como Pessoa (2008) en su clásico juego de argumentación titulado “el banquero anarquista” han mostrado los dilemas de la acción colectiva y, además, han insinuado que la tentativa de Thoreau fue nada más que un escape individual y estéril, para poner fin a la cruel lógica de las instituciones del capitalismo. Los costes para alcanzar las finalidades propuestas con la exigente lista de medios a implementar son en exceso onerosos para los seres adictos a la tradicional senda de desarrollo económico capitalista, puesto que el abandono radical del modelo por un estilo de vida sana y virtuosa puede ser interpretado como una especie de neo primitivismo o retorno a las cavernas o al medioevo. Sin embargo, de continuar con la tradicional lógica y aplicar recetas meramente tecnológicas, los seres humanos terminarán sobreviviendo en el caudal de los propios excrementos que produce esa máquina desenfrenada y desquiciada llamada capitalismo.

NOTAS AL PIE

1 Término acuñado por Paul Crutzen, premio Nobel de química.

2 Los autores no han realizado modificaciones sobre el contenido expuesto por Sachs. Se añade el comentario ya referenciado y la categoría “Estrategia de cooperación mundial”, a la que no se le han asignado costos, al no ser tomada en cuenta por Sachs.

3 Males intertemporales son aquellos cuyos efectos se perciben no sólo en el momento en que son producidos, sino que se ven extendidos hacia el futuro, afectando inclusive a futuras generaciones; por ello pueden llamarse también intergeneracionales (Cante, 2010).

4 Planteamientos expuestos por Ostrom en la videoconferencia “Enseñanzas de la Escuela de los Comunes para Colombia”, al referirse al cambio climático como problema de acción colectiva. La videoconferencia se llevó a cabo el 13 de abril de 2010 en la Universidad de los Andes.

5 Si bien debe tenerse en cuenta que Beck incluye también en su análisis a las crisis financieras y al terrorismo como riesgos, cabe anotar que la lógica revelada por el autor sobre los tres males públicos (ecológico, financiero y de seguridad), como productos de la modernidad, es muy útil para fortalecer la crítica aquí planteada a Sachs.

6 Recuérdese que poder se entiende, en términos weberianos como la capacidad que tiene un agente de lograr que otro haga algo que sin su intervención no hubiera realizado; en otras definiciones se acerca más a la capacidad de dominar o realizar un ejercicio hegemónico.


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