En el libro se analizan los cambios en la gestión de las crisis de deuda externa desde los ochenta del siglo XX. La tesis central es que, a diferencia de lo que ocurría hasta los treinta, los Estados deudores se esfuerzan por sostener los pagos de la deuda externa en épocas de crisis, al costo de un ajuste interno más profundo y una mayor inestabilidad social y política. El autor propone retomar la práctica del default unilateral para reforzar el poder de negociación de los deudores y, con ello, desplazar hacia los acreedores una mayor parte del costo de la crisis.
DEUDA EXTERNA Y DEFAULT
Para la literatura económica convencional existe una paradoja en la mera existencia de un mercado internacional de deuda pública. La ausencia de un marco normativo para las deudas soberanas (la falta de herramientas legales para hacer valer los derechos de los acreedores sobre un deudor soberano) debería elevar el riesgo de impago en las coyunturas de crisis (cuando no es posible la refinanciación) hasta el punto de suprimir toda oferta voluntaria de crédito.
Un deudor soberano que enfrenta vencimientos por montos superiores al nuevo endeudamiento deberá generar recursos reales para transferir a sus acreedores mediante la aplicación de políticas económicas restrictivas e impopulares que causan o agudizan las crisis económicas, sociales y políticas. En este contexto, ¿qué fuerzas mantienen a los Estados en esta trayectoria potencialmente explosiva, en lugar de cesar unilateralmente los pagos de deuda pública hasta que se restablezcan las condiciones de financiamiento? Evidentemente, los acreedores confían en que la disciplina prevalecerá pese a las penurias del deudor, pero ¿en qué se basa esta confianza?
Roos acepta el argumento convencional de que la disciplina en los pagos en tiempos de crisis se explica por el interés de los deudores en evitar los potenciales costos de una cesación de pagos para el sector privado y para el Estado. Pero critica la interpretación de las acciones del Estado deudor como resultado de un balance meramente económico. "Las élites acaudaladas, en particular los tenedores de deuda pública y sectores de negocios dependientes del crédito" (p. 40) apoyan la continuidad de los pagos y se movilizan para impedir el default. En contraste, la resistencia "desde abajo" a las medidas de austeridad pone en tensión la política de sostener los pagos a cualquier costo.
La deuda soberana y su repago en tiempos de crisis, de acuerdo con Roos, activan procesos de redistribución del ingreso y, por lo tanto, constituyen un problema de naturaleza social y política. La decisión de pagar o defaultear en tiempos de crisis surge de factores económicos, pero también de las luchas sociales internas e internacionales.
Roos propone una tipología política de los episodios históricos de cesación de pagos. El default unilateral ha adoptado dos formas: la suspensión temporaria (moratoria) y el repudio total. Mientras que los casos de repudio han sido escasos, las moratorias fueron muy frecuentes. El default negociado o multilateral, por su parte, se presenta en dos subtipos: la reprogramación de plazos y la restructuración (que incluye alguna forma acordada de reducción del monto de deuda).
El default multilateral surge por iniciativa de los propios acreedores y resuelve la crisis en su favor. En contraste, para Roos, el default unilateral es un acto de soberanía del deudor porque descarga parte del costo de la crisis sobre el acreedor. Tomando como ejemplo la crisis de la década de los treinta, el autor señala que los países que interrumpieron los pagos se recuperaron antes y renegociaron luego su deuda en términos más favorables que los que continuaron pagando en base a políticas de contracción interna. Esta es una pieza estratégica del argumento de Roos; la moratoria unilateral es la única forma de "no pago" que prioriza los intereses del deudor.
Roos se pregunta ¿Por qué desde los ochenta (en ausencia de intervención militar o política directa), los Estados deudores se esfuerzan tanto en sostener los pagos de deuda externa? ¿Por qué hacerlo al costo de un drástico deterioro de sus economías, sociedades y sistemas políticos? ¿Por qué la "resolución" de las crisis de pagos ha tendido a adoptar la forma de acuerdos multilaterales por iniciativa de los acreedores, en lugar de las típicas moratorias unilaterales tan frecuentes hasta la década de los treinta?
La respuesta a estos interrogantes reside, según Roos, en el aumento del poder estructural del sistema financiero desde los setenta, esto es, su creciente capacidad para interrumpir el acceso al crédito de corto plazo a Estados, empresas y hogares de las naciones díscolas. Con la presión de esta amenaza, los gobiernos de los Estados deudores se esfuerzan por sostener los pagos en contextos de crisis financiera. La gestión de la crisis internacional se volvió mucho más favorable a los acreedores privados y, como contrapartida, es mayor la carga del ajuste que recae sobre los deudores.
La base del poder del sistema financiero es la dependencia estructural del Estado, respecto del financiamiento privado para reproducirse a sí mismo y desarrollar sus funciones. La contrapartida es una limitación de la capacidad de acción estatal para ignorar los intereses de ese sector. La sola amenaza de interrupción de la refinanciación de la deuda pública es capaz de ejercer un efecto disciplinador y su concreción puede tener graves consecuencias sobre el personal político del aparato estatal. En el capitalismo, destaca Roos, el financiero no es un sector más; es un eje clave de la acumulación de capital y ocupa el punto más alto de la pirámide de poder.
Los Estados deudores pueden decretar la cesación de pagos unilateral en tiempos de crisis para actuar contra esta fuerza y en esto reside su propio poder. Por eso, de acuerdo con Roos, la relación deudor/acreedor es de dependencia recíproca, aunque desigual y está marcada por un conflicto permanente que se agudiza en los momentos de crisis.
El marco explicativo de Roos se enmarca en la literatura sobre la financiarización de la economía mundial desde los setenta, que destaca el reforzamiento del poder del sector financiero, en particular, de los grandes bancos de los países avanzados. Esta corriente enfatiza dos dimensiones del poder estructural de las finanzas: el fuerte aumento de la movilidad del capital y la creciente centralidad del crédito internacional en el funcionamiento de la economía. La movilidad del capital (la capacidad del capital financiero para privar a una nación de refinanciación, nuevos créditos e inversiones, para vender masivamente sus títulos de deuda, etc.) disminuye la autonomía de la acción estatal respecto de los intereses del sistema financiero. La soberanía estatal queda reducida a una mera formalidad; su capacidad para regular, controlar, establecer impuestos al capital se ve drásticamente recortada. La globalización de las finanzas confiere a los acreedores un poder sobre los deudores igual de efectivo que el uso de la fuerza militar, sin sus costos y complicaciones.
Tres procesos han reforzado el poder estructural del sector financiero desde los años setenta. El primero es el aumento de la concentración y centralización que experimentó dicho sector y que resultó en la formación de bancos de gran magnitud. Con ello, los oferentes han reforzado su capacidad para actuar coordinadamente y amenazar con la interrupción total del crédito a deudores que declaren una cesación unilateral de pagos.
El segundo es la creciente importancia de la intervención oficial en las crisis financieras, aportando liquidez y crédito cuando se cortan los circuitos privados de financiamiento. Este fenómeno es consecuencia del anterior proceso; la acumulación de montos elevados de deuda con problemas de pago en el balance de un reducido número de grandes empresas financieras transforma una cesación de pagos en una crisis sistémica en los países acreedores.
De ahí la aparición de un "prestamista de última instancia", con capacidad para conceder financiamiento de emergencia a los deudores (evitando con ello la desvalorización de los activos de los acreedores o acotando su magnitud) y así imponer políticas económicas y sociales orientadas a la generación de excedentes fiscales para el pago de la deuda pública. El FMI, un organismo dirigido por las naciones exportadoras de capital, ha asumido este doble papel desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
El tercero es la creciente dependencia del Estado respecto del crédito privado, lo que ha disminuido aún más su autonomía respecto del sector financiero internacional y ha reconfigurado las relaciones de poder dentro de los países deudores en favor de los sectores con mayor capacidad para captar el crédito externo ("empresas financieras, élites financieras y funcionarios públicos del área financiera", p. 64). Consecuentemente, se ha debilitado el poder de los sectores favorables con una respuesta política más confrontativa a las crisis de deuda y una distribución más equitativa de los costos del ajuste.
Como resultado de estos tres procesos se ha instalado la noción de que el default es inconcebible como respuesta a una crisis de financiamiento y que los pagos de deuda pública deben sostenerse a cualquier costo. La amenaza de la asfixia crediticia con la consiguiente implosión económica, social y política opera como un eficaz disciplinador que condiciona a gobiernos de todo tipo, incluyendo a los de "izquierda"1.
Así, en el contexto del "neoliberalismo", el Estado a secas se convierte en un "Estado deudor", una entidad cuyo funcionamiento ya no se financia tanto con impuestos sino con una deuda sujeta a una permanente refinanciación. Un Estado que, en un contexto de crisis, solo apelará al default en casos extremos en que las políticas requeridas para sostener los pagos amenazan con desatar una rebelión popular.
PLANTEAMIENTO DE ROOS
Roos propone un marco general para comprender el poder estructural del sector financiero en las crisis de deuda soberana. Por un lado, identifica los tres "mecanismos de ejecución" (enforcement) a través de los cuales este sector condiciona y disciplina a los deudores para asegurarse el repago de los préstamos. Por el otro, examina las condiciones que favorecen o impiden el funcionamiento de estos mecanismos.
El primer mecanismo de ejecución es la disciplina de mercado impuesta por los acreedores internacionales mediante su capacidad para restringir el crédito y nuevas inversiones en caso de impago de la deuda. Este poder se ejerce, en caso necesario, a través de las decisiones de comprar/vender, invertir/desinvertir, prestar/no prestar; fuga de capitales, ventas masivas de bonos por parte de inversores extranjeros, limitaciones al crédito comercial, etc. La perspectiva de estos eventos incrementa los costos esperados de un default, tornándolo poco atractivo para las "élites domésticas" (p. 71). El temor a una depresión potencialmente explosiva para el capital privado y para el propio personal estatal es una de las principales razones por las que los Estados deudores tratan de evitar el default en tiempos de crisis.
La efectividad del mercado de capitales como mecanismo de disciplinamiento depende de dos condiciones. La primera es la capacidad de los acreedores privados para cartelizarse. La segunda es el grado de dependencia del deudor respecto a créditos adicionales, esto es, de su acceso a fuentes alternativas de financiamiento y de su grado de autosuficiencia en términos financieros y comerciales. El default resulta más atractivo para el Estado deudor, según Roos, si dispone de superávit fiscal y comercial, reservas abundantes, etc.
Con todo, el efecto disciplinador del mercado solo afecta a la voluntad del deudor de continuar los pagos en un contexto de crisis. Para evitar el default, los financistas deben, al mismo tiempo, sostener su capacidad de pago mediante refinanciaciones. Dado que la respuesta individual de los bancos o inversores ante un deudor en problemas apunta en la dirección contraria (negar nuevos créditos, desprenderse de la deuda emitida por el deudor, etc.), la misión de mantenerlo a flote es necesariamente el fruto de una delicada coordinación cartelizada de los financistas. Se inicia así el incierto proceso de "asistir" al Estado deudor para sostener a sus acreedores.
Sin embargo, con frecuencia, el endeudamiento externo ha alcanzado niveles tan elevados que la posibilidad de una interrupción de los pagos persiste en el horizonte, el cartel de acreedores pierde cohesión y el operativo de refinanciación fracasa. Entonces, según Roos, se vuelve imprescindible la intervención oficial.
El segundo mecanismo de ejecución corresponde a los préstamos de organismos internacionales y Estados acreedores, condicionados explícitamente a la aplicación de políticas orientadas a liberar recursos fiscales o externos para el servicio de la deuda externa.
La amenaza de interrupción del financiamiento en caso de default pende sobre el Estado deudor no menos claramente con este segundo mecanismo que con el primero. Y, a diferencia del mecanismo de mercado, que tiende a quebrarse si los inversores individuales entran en pánico, el papel disciplinario del crédito oficial no se ve limitado por el carácter potencialmente ruinoso de los préstamos concedidos. Hasta la Segunda Guerra Mundial, este papel lo cumplían los grandes bancos prestamistas y los Estados acreedores. En la posguerra fue asumido por el FMI y otros organismos internacionales.
Al igual que el mecanismo de mercado, este segundo mecanismo puede fracasar si los deudores disponen de fuentes alternativas de financiamiento y recursos internos. En cuyo caso estarán más inclinados a rechazar la aplicación de medidas antipopulares de austeridad, recuperar la soberanía y desplazar al menos parte del costo del ajuste hacia los acreedores externos. En este contexto, en suma, resulta más probable la moratoria unilateral de la deuda.
Finalmente, el tercer mecanismo de ejecución surge de la internalización de los intereses de los acreedores en el aparato estatal de los propios países deudores. La creciente dependencia del Estado respecto del crédito privado desplaza las relaciones de poder en favor de los acreedores internacionales. Pero, además, la capacidad de las élites financieras y políticas locales para mantener o atraer crédito externo refuerza su peso y el de sus voceros en las áreas estatales de negociación y decisión sobre asuntos de deuda. Con ello, se desarrolla una voz favorable a los intereses de los acreedores situada en las propias filas del gobierno y el Estado deudor.
La contrapartida es el debilitamiento de los actores políticos caracterizados por Roos como "aún comprometidos con la población trabajadora y que rechazan las políticas de austeridad y reformas estructurales exigidas por los acreedores" (p. 80). "En tiempos de restricción fiscal, los gobiernos de izquierda son en general empujados hacia el centro, mientras que los radicales opositores a la austeridad son marginados o presionados para lograr su realineamiento" (p. 80). Así, emerge una coalición poderosa entre acreedores externos y élites domésticas que se opone fuertemente a la suspensión de los pagos. Esta tendencia a la mimetización del deudor con sus acreedores tiene, a su turno, efectos disolventes no solo sobre la distribución de la carga del ajuste sino sobre la sensibilidad (responsiveness) democrática del gobierno.
La internalización de los intereses de los acreedores en el seno de los Estados deudores adopta formas diversas. Una de las más evidentes es la idea de que la política financiera y fiscal no se rige por consideraciones políticas sino "técnicas" y que no hay nada "político" en el cumplimiento del Estado con el pago regular de su deuda externa en tiempos de crisis económica y social. Esta tendencia conduce necesariamente a una degradación del sistema político del gobierno basado en decretos del ejecutivo, la marginación del Congreso, el secretismo en torno de los compromisos financieros del Estado, etc.
Por otro lado, la eficacia del tercer mecanismo de ejecución está condicionada por los siguientes factores: el grado de dependencia del gobierno respecto del crédito externo, la capacidad de la élite doméstica para atraer crédito externo, retener el control de la política económica y hacer frente a la oposición popular.
En resumen, para que un país sea capaz de declarar una cesación unilateral de pagos y de resistir la ulterior asfixia del crédito externo a la que se verá expuesto, los tres mecanismos de ejecución deben fallar.
Vale la pena remarcarlo. Según Roos, el problema de las crisis de deuda de las últimas décadas reside en el desplazamiento del poder de negociación en favor de los acreedores que, al elevar el costo del default unilateral, ha debilitado la capacidad de las naciones deudores para maniobrar en tiempos de crisis.
El autor propone que los Estados deudores en crisis declaren default unilateral (luego de una política orientada a preparar a la economía para un período de escasez de crédito) y condicionen el restablecimiento de los pagos a la concreción de una restructuración que vuelva "sustentable" la deuda. La moratoria actuaría como un mecanismo de disciplinamiento del deudor sobre el acreedor; con sus préstamos en mora, los acreedores estarán más dispuestos a una reprogramación que incluya reducciones del monto adeudado. Roos estima que la sequía de créditos con que los acreedores sancionarán al deudor en default será, en el peor de los casos, de corta duración y que, en ocasiones, este mal trago es preferible a la austeridad permanente, privatizaciones en masa, etc., cuyos costos podrían ser irreversibles.
El autor reconoce, sin embargo, que la solución de fondo, el final definitivo de los ciclos de deuda y crisis solo puede provenir de una movilización popular de alcance internacional. El programa político de esta rebelión democrática sería terminar con la dependencia de la sociedad respecto del crédito internacional, es decir, luchar "contra la deuda y los bancos" y "los privilegios de la élite financiera" (p. 310). El objetivo es, en definitiva, lograr "un alivio de la deuda", "poner a las finanzas bajo control democrático para que empiece a cumplir con su función pública de asignación de crédito sin someter a los deudores a la lógica de la rentabilidad del prestamista" (p. 310). Este proceso tiene el potencial para "alterar el orden neoliberal en los países acreedores y en los deudores" (p. 310).
COMENTARIOS
El aporte del libro de Roos debe ser valorado a la luz de las líneas de investigación académica con las que está emparentado. El análisis de la cesación de pagos como resultado del grado de eficacia de los tres mecanismos de ejecución es el núcleo del libro. La tesis sobre los cambios en la forma de resolución de las crisis de deuda, en contraste, fue planteada con anterioridad por Pfister y Suter (1987). El libro de Roos se sitúa en una corriente de estudios sobre los ciclos de endeudamiento y crisis, inaugurada por aquel ensayo y, posteriormente, desarrollada por Suter (1992), Taimoon (1993) y Pérez (2002), entre otros. Vamos a concentrarnos en dos líneas de crítica.
La primera, en consonancia con el argumento sobre la financiarización del capitalismo, Roos afirma que hubo un cambio en la dinámica de las crisis de endeudamiento desde los ochenta como resultado combinado del aumento del poder del sector financiero global y de la mayor dependencia de los estados y economías periféricas respecto del crédito. Su crítica está dirigida al "neoliberalismo", entendido como la política que expresa este cambio en el nexo entre el crédito y el resto de la sociedad.
Esta hipótesis lleva al autor a plantear un contraste entre las crisis de este período y las que tuvieron lugar hasta la depresión de los años treinta en términos del grado de autonomía con que actuaron los deudores, de la equidad con que se distribuyó la carga de la crisis y, de un modo más difuso, sobre la gravedad de la crisis económica resultante. De aquí se deriva la idea de que el default unilateral transitorio es una política superior desde el punto de vista de los sectores populares de los países deudores.
Sin embargo, Roos no presenta una fundamentación para este argumento, que contradice algunas nociones firmemente asentadas. En primer lugar, el crédito internacional a los países periféricos es cargado con elevadas sobretasas que, en principio, compensan a los acreedores por la eventual suspensión de pagos, reprogramaciones, quitas de capital, etc. Es un hecho que las naciones periféricas se han endeudado a tasas muy superiores a las tasas libres de riesgo, aun descontando estos eventos (Meyer et al., 2019). El default no garantiza un reparto más equitativo del costo de la crisis, excepto en el caso inusual de que implique una reducción de la deuda equivalente a las sobretasas pagadas antes de la quiebra.
Por otra parte, Roos idealiza las experiencias de default, lo que es insostenible a la luz de los estudios históricos sobre la deuda externa y sus crisis (Marichal, 2018; Vitale, 1986). Es claro que los Estados periféricos que caían en cesación de pagos hasta los años treinta aplicaban políticas fiscales y de ingresos tan poco cuidadosas del nivel de vida de los trabajadores y jubilados como las que se han venido implementando en las últimas cuatro décadas. La deuda pública externa ha sido siempre la prioridad fiscal en tiempos de crisis y el default, cuando ocurrió, fue acompañado de devaluaciones monetarias y políticas de ajuste que buscaban suplir el papel del crédito externo como fuente de financiamiento público y de divisas.
Al focalizar el análisis sobre las crisis de deuda, Roos suprime la unidad conceptual entre las dos fases que integran los ciclos de endeudamiento; la de acumulación de deuda y la de colapso. ¿Es posible estudiar la dinámica de las crisis de deuda haciendo abstracción del fenómeno del endeudamiento en sí, su papel en el proceso de acumulación de capital? ¿Qué clase social se beneficia del endeudamiento externo? Más aún, si el crédito opera, en el capitalismo, como una palanca de la acumulación. ¿Por qué todos los ciclos de endeudamiento sistemáticamente desembocan en crisis?
Estas preguntas reconducen el análisis desde la crítica de Roos al "neoliberalismo" a la crítica del capitalismo como forma de organización social. Por un lado, no es posible discurrir sobre las formas de gestión de las crisis de deuda sin analizar la naturaleza del endeudamiento en las naciones capitalistas dependientes. ¿Qué clase de solución puede proporcionar el default si la deuda externa en cuestión no tiene correlato con las necesidades de la producción (capitalista) real y es, con frecuencia, fruto de operaciones especulativas del capital privado?
Por otro lado, como surge de los textos ya citados y de la literatura sobre el imperialismo, las oleadas de exportación de capital desde el centro a la periferia constituyen un mecanismo de circulación de excedentes, inherente al modo de producción capitalista desde los años veinte del siglo XIX. Los colapsos económicos en que han desembocado todas estas oleadas resultan de la naturaleza desestabilizadora de este mecanismo fundamental, del empleo improductivo de los recursos exportados, de los condicionamientos que estas exportaciones imponen a la acumulación de capital en las economías importadoras, de las rentas extraordinarias reconocidas al crédito y la inversión extranjeras, etc. La crítica al "neoliberalismo" excluye el debate sobre estas importantes cuestiones a la hora de establecer un programa de acción para hacer frente a las crisis del capitalismo desde el punto de vista de los intereses populares.