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Revista de Ingeniería
Print version ISSN 0121-4993
rev.ing. no.38 Bogotá Jan./June 2013
La agricultura colombiana De cara a los pactos bilaterales de comercio
Colombian Agriculture In the Light of Bilateral Trade Agreements
Carlos Gustavo Cano(1)
(1) Economista. Magíster en Economía. Codirector del Banco de la República. ccanosan@banrep.gov.co
Recibido 3 de julio de 2013, aprobado 15 de julio de 2013.
PALABRAS CLAVES
Agrícola, mercado, tratado de libre comercio.
RESUMEN
El principal obstáculo para una genuina liberalización multilateral del comercio global ha sido la extrema protección de la agricultura de las economías más ricas. Por ello, tras el colapso de la ronda de Doha, la vía que quedó es la de los tratados bilaterales de comercio, que en realidad son pactos mercantiles de alcance limitado. El celebrado con Estados Unidos obedeció al interés de Colombia de convertir en permanentes las concesiones transitoriamente otorgadas a una porción de las exportaciones como contraprestación por la lucha contra las drogas, pero a costa del Sistema Andino de Franjas de Precios, que era el único mecanismo de protección en frontera. En el suscrito con la Unión Europea (UE) el sector ganador fue el de frutas y hortalizas, y el perdedor el lácteo. Sin embargo, ambos tratados podrían perder relevancia una vez se suscriba el tratado entre Estados Unidos y la UE, conocido como el Transatlatic Trade and Investment Partnership (TTIP), por efecto de la desviación de comercio que este provocaría. De otro lado, el agotamiento del ciclo declinante de los precios de los productos agrícolas, y el inicio de su tendencia ascendente en el mediano plazo, podría desbordar los estrechos espacios de dichos pactos bilaterales en lo que respecta al sector. Para responder a estos retos y aprovechar las nuevas oportunidades, Colombia debería concentrarse en la adopción masiva de biotecnología y en la solución del conflicto entre el uso actual y la real vocación agroecológica de sus tierras.
KEY WORDS
Agricultural, market, free trade agreement.
ABSTRACT
The primary obstacle to genuine multilateral global trade liberalization has been the extreme protection of agriculture in the wealthiest economies. Therefore, the route left open following the collapse of the Doha Round is that of bilateral trade agreements, which are essentially commercial pacts of limited scope. The trade agreement with the United States is the result of Colombia‘s priority interest in making permanent the concessions granted temporarily to a portion of its exports in compensation for the fight against illegal drugs. The agreement has been developed at the expense of the Andean Price Band System, which was the only mechanism previously available for border controls. In the agreement signed with the European Union, the winning sector was fruit and vegetables, and the loser milk and dairy products. However, both treaties may lose relevance once the United States and the European Union sign the treaty known as the Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP), given the trade diversion effects it will have. On the other hand, depletion of the downward cycle in prices for agricultural products, and the onset of an upward trend in the medium term, could overwhelm the limited room for maneuver provided by such bilateral pacts. To respond to these challenges and to seize new opportunities, Colombia should focus on the mass adoption of biotechnology and on resolving the conflict between current use of the land and its true agro-ecological vocation.
CON ESTADOS UNIDOS Y LA UNIÓN EUROPEA
El más importante tratado de libre comercio de Colombia en toda su historia ha sido el pactado con Estados Unidos. Su negociación arrancó formalmente el 18 de mayo de 2004 en Cartagena, y fue finalmente aprobado por el congreso norteamericano siete años después -a pesar de que su texto se hallaba definido desde el 27 de febrero de 2006-, en medio de un debate interno que al final estuvo marcado mucho más por connotaciones partidistas de la nación del norte que por los intereses económicos que determinaron su contenido.
Es apenas obvio que el escenario óptimo en materia comercial sería aquel en el que prevalecieran los principios de equidad, reciprocidad y conveniencia nacional, que consagra la Constitución colombiana en materia de las relaciones internacionales. Y que el ámbito más indicado donde se podrían alcanzar semejantes condiciones sería el de las negociaciones multilaterales de comercio, cuya naturaleza y características son las que más y mejores posibilidades de alivio a la pobreza y la desigualdad le brindarían al planeta.
De ahí las enormes expectativas que le generó en particular al mundo en desarrollo y a los mercados emergentes la ronda de Doha, convocada por la Organización Mundial del Comercio (OMC) y reunida por primera vez en esa ciudad en noviembre de 2001, donde se suscribió la llamada Declaración de Doha por parte de los representantes de los entonces 146 países miembros de aquella organización -entre ellos Colombia-, quienes en su artículo 13 anunciaron que:
(...) nos comprometemos a celebrar negociaciones encaminadas a lograr: mejoras sustanciales del acceso a los mercados; reducciones de todas las formas de subvenciones a la exportación, con miras a su remoción progresiva; y reducciones sustanciales de la ayuda interna causante de distorsión del comercio. Convenimos en que el trato especial y diferenciado para los países en desarrollo será parte integrante de todos los elementos de las negociaciones (...) (OMC, 2003 p.3).
A la postre, sus resultados hasta ahora no han sido más que meros cantos a la bandera. En efecto, a pesar de unos tímidos avances en la reducción de algunas formas de subvenciones a las exportaciones, la verdad es que han sido virtualmente nulos los progresos en la liberalización del comercio agrícola, de lejos el sector prioritario para la generalidad de las economías pobres del mundo, pero a su vez el que cuenta con el apoyo al status quo de la protección a ultranza de parte de los grupos de interés político más poderosos en las regiones y los países más avanzados de la tierra -Estados Unidos, Europa, Japón1-, lo cual ha impedido el desmonte de los subsidios y las ayudas internas a sus agricultores.
De ahí que no haya quedado por lo pronto otra salida diferente a la de la celebración de acuerdos bilaterales - mal llamados tratados de ‘libre comercio‘ o TLC, que no son otra cosa que pactos bilaterales de índole mercantil y alcance limitado-, con el objeto de facilitar el crecimiento del comercio, en cada instancia entre los dos países signatarios. Y, lo que en el caso específico de Colombia, se tornó en un argumento de considerable significado, de convertir en permanentes las preferencias transitorias de tiempo atrás otorgadas por Estados Unidos a una porción de la producción exportable dentro de la cual cabe subrayar las flores y el vestuario, entre otros rubros de mínima significancia, como gesto compensatorio por la lucha del primero contra el cultivo, procesamiento y tráfico de drogas de uso ilícito dentro del marco de la Ley Andina de Preferencias Arancelarias y Erradicación de la Droga (ATIPDEA, por su sigla en inglés), cuya vigencia estaba prevista que se extinguiría a finales de 2006.2 La formalización de dichas preferencias sin tener que estar sujetas a la discrecionalidad anual del gobierno norteamericano, constituyó la médula del interés colombiano en suscribirlo.
No es difícil entender la ostensible aprehensión que despertó en el país la discusión del tratado con Estados Unidos. Basta recordar el desastroso balance social, político y económico en el que quedó postrado el campo tras la apertura unilateral de su mercado interno al inicio de la década de los 90. Al finalizar la misma, el área cultivada había caído en un millón de hectáreas, o sea cerca de una cuarta parte de la frontera agrícola; las importaciones de alimentos y materias primas agrícolas, se habían multiplicado por siete veces; los cultivos de uso ilícito se habían sextuplicado, al igual que los frentes armados de las guerrillas y las autodefensas, los cuales derivaban el grueso de su financiamiento de aquellos; el número de desplazados llegó a superar los dos y medio millones; y la miseria rural se había incrementado a nivel social y políticamente insoportables.
En contraste, en lugar de apertura unilateral, lo que esta vez se celebró fue una transacción bilateral, es decir de concesiones mutuas con fundamento en una agenda temática previa y cuidadosamente preparada; el sector privado y las autoridades del orden regional tuvieron la oportunidad de expresar sus conceptos y preferencias; el Congreso de la República adelantó un amplio y participativo número de sesiones formales e informales sobre todos los temas objeto del tratado; y el Ministerio de Agricultura tuvo la libertad de exponer sus puntos de vista en favor de la defensa del trabajo rural.
Para adelantarlas el Ministerio conformó un equipo técnico integrado por un grupo de profesionales altamente calificado, que produjo un documento preparatorio y guía de las negociaciones de los capítulos agrícola y de propiedad intelectual, el cual constituyó un aporte fundamental de esa cartera al arranque del proceso (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2005)3 y dejó trazada la hoja de ruta para subsiguientes negociaciones bilaterales y los elementos para la llamada agenda interna (Cano, 2006).
No obstante, en el tratado con Estados Unidos de los tres pilares de las negociaciones -el libre acceso a los mercados, la eliminación de los subsidios a las exportaciones, y la supresión de las ayudas internas a los agricultores-, solo con respecto a los dos primeros se podía alcanzar acuerdos.4 De ahí el reclamo expresado por parte del Ministerio desde la iniciación de las negociaciones de mantener medidas de protección en frontera equivalentes, a fin de anular o reducir a su mínima expresión la volatilidad y el efecto distorsivo sobre los precios internacionales de las ayudas internas, en tanto éstas subsistieran. El Sistema Andino de Franjas de Precios (SAFP) fue una herramienta que cumplía a cabalidad con este objetivo.5 Nunca fue demandado ni cuestionado en los términos que dictan las normas vigentes en el comercio internacional agropecuario, y, por tanto, gozó de legitimidad ante la OMC. Pero a la postre no se mantuvo, ni fue sustituido por un instrumento equivalente. He ahí la mayor fuente de vulnerabilidad a la que quedó expuesto el sector.
De igual manera, el Ministerio estuvo empeñado en buscar un compromiso de parte de Estados Unidos de eliminar ante la OMC sus ayudas internas antes de la finalización de los distintos períodos de transición pactados en el tratado. Sin embargo, ni su supresión, ni siquiera su reducción, hacían parte de la agenda de las negociaciones bilaterales de la nación norteamericana, limitándose sus discusiones únicamente a los otros dos pilares. Esto es, acceso a mercados y subsidios a las exportaciones.
Finalmente, se propuso una ‘fórmula de salvamento‘ materializada en mecanismos de estabilización de precios iguales, similares o equivalentes al sistema de franjas; derechos antidumping automáticos; derechos compensatorios; aranceles específicos; contingentes arancelarios; cláusulas automáticas de salvaguardia especial; o combinaciones de tales instrumentos, que operara después del lapso aludido en caso de que las importaciones provenientes de Estados Unidos -en especial las de arroz, maíz, soya, fríjol y pollo- continuaren llegando con precios por debajo de sus reales costos de producción, efecto directo de tales ayudas internas, y en volúmenes que amenazaren o pudieren causar grave daño a la producción y el empleo rural nacional (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2004, 2005). Sin embargo, ninguna de tales alternativas se adoptó en ningún otro tratado bilateral previamente culminado por parte de otras naciones latinoamericanas, creando un complicado precedente para todos los tratados posteriores, entre ellos el acordado con Colombia, que concluyó sin ninguna cláusula que previera tal situación.
En consecuencia, tanto el Gobierno como el sector privado deben cuidarse de que la implementación del tratado no exceda lo estrictamente negociado, como sí sucedió por ejemplo en el caso del tratado entre México, Canadá y Estados Unidos, el cual terminó con excesivo grado de apertura de la agricultura mexicana que no había sido acordado en el texto oficial (Espinosa y Pasculli, 2013)
Es de esperar, según lo señala un estudio del Banco de la República (Toro, 2005), que el primer impacto del TLC en el corto plazo se materialice en lo que se conoce como desviación de comercio -cosa muy distinta a la creación de comercio-. O sea aumentos de algunas importaciones de Estados Unidos en sustitución de las de otras economías, los cuales podrían provocar efectos deficitarios con el primero, que a su vez serían compensados mediante efectos superavitarios con los últimos.
Al respecto, dice el documento citado:
( ) el tratado también significará un cambio del patrón de comercio del país, concentrándose aún más en el mercado estadounidense a costa de otras naciones Puesto que la dependencia excesiva del comercio en un solo mercado puede implicar dificultades, como ha sucedido en el caso mexicano, lo más aconsejable es que una vez terminado este acuerdo, el país busque realizar acuerdos similares con otras naciones. Con ello, no solamente se evita la conformación de un patrón dependiente de un solo mercado sino que se elimina el efecto de desviación de comercio con los Estados Unidos ( ) (Toro, 2005, p.61)
Por ejemplo, no sería descartable una reducción de las importaciones de soya boliviana y trigo argentino, y el incremento sustitutivo de las adquisiciones de los mismos bienes originarios de Estados Unidos (Cano, 2006).
Por lo demás, como prioridad de la agenda del TLC con Estados Unidos, Colombia debe fortalecer su institucionalidad sanitaria a través del INVIMA y el ICA, a fin de alcanzar su acreditación ante la Food and Drug Administration (FDA) de la nación del norte, y así garantizar el acceso real y efectivo de los rubros alimenticios más promisorios, tales como la carne de bovino y sus derivados, frutas y hortalizas, y productos de la acuicultura.
En cuanto al tratado con la UE, el primer intento de negociación se inició en enero de 2005 a partir de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), pero fracasó y fue abandonado a mediados de 2007, pues los países miembros de esta de tiempo atrás ya habían desistido de la unión aduanera como una prioridad, hasta que Colombia y Perú acordaron seguir el proceso de manera conjunta. En la agricultura el subsector de frutas y hortalizas, en especial el banano, resultaría el gran ganador, sujeto a la concreción de la admisibilidad sanitaria, factor que a su vez depende del cumplimiento por parte de Colombia de las estrictas normas establecidas en la UE.
Otros rubros promisorios son azúcar, palma de aceite y tabaco. Sin duda el subsector que resultó siendo el principal perdedor fue el de la leche y sus derivados, cuyo mercado en Colombia a su vez representó el mayor atractivo de los europeos para suscribir finalmente el pacto en mayo de 2010 (Espinosa, 2013 A).
No obstante, la indiscutible relevancia de los sendos tratados suscritos por Colombia con Estados Unidos y con la UE, el anuncio hecho el 13 de febrero de 2013 por parte de las autoridades de estas dos potencias planetarias sobre el inicio de sus negociaciones para conformar lo que ya se conoce como el Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP), podría recortar o desvalorizar de manera ostensible los impactos originalmente atribuidos a dichos acuerdos bilaterales, pero, al mismo tiempo, fortalecer la viabilidad política del sistema de comercio multilateral en la medida en que las reglas acordadas por este par de gigantes económicos terminen siendo adoptadas por la comunidad internacional representada en la OMC. Esta perspectiva podría despejarse definitivamente durante la novena reunión ministerial de la OMC que tendrá lugar en diciembre de 2013 en Bali. De concluirse exitosamente, este sería el tratado comercial más significativo de la historia, que cubriría una población 800 millones, el 50 por ciento del producto global, el 30 por ciento del comercio mundial y el 20 por ciento de la inversión extranjera directa (OECD, 2013).
Un estudio reciente acerca de su probable impacto sobre los principales socios comerciales de Estados Unidos muestra una caída en el largo plazo del ingreso real per cápita del 9,5 por ciento de Canadá y del 7,25 por ciento del de México. En el caso de Colombia la reducción sería del 2,6 por ciento. En contraste con un incremento del 13,4 por ciento para Estados Unidos y del 5 por ciento para el conjunto de la UE, de cuyos miembros el más beneficiado sería la Gran Bretaña con un aumento del 10 por ciento (Bertelsmann Stiftung Foundation, 2013).
CON COREA DEL SUR COMO PUERTA DE ENTRADA AL ASIA
Así las cosas, sin renunciar al empeño de persistir en la senda multilateral como la opción óptima para su agricultura, el país ha hecho bien al gestionar tratados con otros mercados de alto poder adquisitivo como son Canadá y Corea del Sur, y posteriormente con Japón. Aunque no ofrezcan, al menos en el muy corto plazo, oportunidades promisorias para la actual oferta agrícola de Colombia debido al mantenimiento de sus esquemas de protección a la suya -concentrados en los granos, las oleaginosas, el azúcar y la leche y sus derivados-, pero con posibilidades ciertas para algunas manufacturas como vestuario; productos químicos y petroquímicos; biocombustibles; carnes; hortalizas frescas y preparadas; frutas y sus pulpas y jugos y demás preparados; recursos marinos, acuicultura y pesca ornamental; plantas medicinales y sus derivados y plantas vivas.
En lo que se refiere en particular a Corea del Sur, su economía representa para Colombia la puerta más efectiva a fin de acceder no sólo a su propio mercado, sino al del Asia emergente, encabezada por China e India, las dos naciones de más alto y persistente crecimiento económico del planeta, que reúne el 38 por ciento de su población, y el más dinámico centro demandante de alimentos y materias primas de origen agropecuario, especialmente de las principales fuentes de proteína animal.
PRECIOS DE LOS ALIMENTOS AL ALZA: LA OPORTUNIDAD
Pero la historia no finaliza aquí. Por el contrario. Lo que ha comenzado es la marcha acelerada hacia un nuevo mundo cuyas realidades, al menos en la agricultura, desbordarán los restringidos espacios de los pactos bilaterales de índole mercantil tal como hoy los conocemos. En efecto, desde antes del término del anterior milenio se ha podido observar el inicio de un punto de inflexión en la evolución secular de los precios de las materias primas de origen agrícola y de los alimentos. Todo apunta a que el ciclo declinante de aquellos, que predominó durante la mayor parte del siglo XX, se agotó. En adelante, al parecer, aunque con pausas y algún grado de volatilidad, enfrentaremos una tendencia hacia su carestía, cuya solución tomará un lapso y un esfuerzo considerables.
Al punto de que buena parte de los bancos centrales del mundo, encargados esencialmente de velar por una inflación baja y estable, y en lo posible predecible, han empezado a experimentar una ansiedad sin precedentes motivada en el hecho de que se trata de un fenómeno -la inflación de alimentos como elemento dominante de la inflación total- ante el cual las herramientas convencionales de la política monetaria -tasas de interés, encajes, controles sobre los agregados monetarios- no pueden arrojar los frutos buscados. Por ende, en caso de ser aplicadas con el objeto combatirla, cuando su verdadero origen yace en factores exógenos y que por tanto se escapan de su órbita, podrían conducir a lamentables yerros, ya que aquellas están diseñadas únicamente para el tratamiento de problemas del lado de la demanda interna, mas no para resolver choques del lado de la oferta.
Lo indicado es identificar primero sus causas reales, y luego las rutas que conduzcan hacia su control o su mitigación. Las cuales, a su vez, constituirán en adelante las más extraordinarias oportunidades para las regiones del planeta que cuenten con el potencial agroecológico suficiente y estén en capacidad de responder con eficiencia y prontitud a las mismas. Sobre el particular, cabe señalar los siguientes factores:
• El notable crecimiento de los más grandes mercados emergentes, comenzando por China e India, que a pesar de la recesión europea y el pobre desempeño que se prevé durante los próximos años para la economía norteamericana, continuarán acusando tasas anuales cercanas al 7,6 y el 6,7 por ciento respectivamente (OECD-FAO, 2013). Como bien se sabe, en la medida en que los pueblos más pobres mejoran sus ingresos, su consumo de alimentos no solo se incrementa, sino que migra con particular rapidez y en magnitudes crecientes de carbohidratos, tubérculos y otros elementos de bajo contenido nutricional especialmente hacia las principales fuentes de proteína animal, como las carnes de bovino, cerdo y pollo; los productos de la acuicultura; los huevos; y la leche y sus derivados, cuyas materias primas en general son los granos y las oleaginosas. Sólo China triplicó en apenas 25 años su consumo per cápita de carnes, al haber pasado de 20 a 60 kilogramos.
• El cambio climático, cuyo impacto sobre el agro del planeta se halla materializado en la reducción de la frontera cultivable debido a la elevación del nivel del mar por el derretimiento de los casquetes polares y el deterioro de las ‘fábricas‘ de agua que son los glaciares (por ejemplo en Perú y Bolivia) y los páramos (principalmente en Colombia); el deterioro de los acuíferos y los suelos reflejado en la caída de los niveles freáticos, la erosión y la desertización; la pérdida de ecosistemas y biodiversidad; y la alteración de patrones climáticos y de lluvias, como los monzones, La Niña y El Niño. A manera de ilustración, en el mundo el crecimiento de la producción agrícola -en especial cereales-, se desplomó entre 2009 y 2011, fundamentalmente por factores climáticos, provocando una fuerte caída en los inventarios, que llegaron a sus niveles más bajos en 25 años: Rusia, Ucrania, Kazakstán, EU, Pakistán, Australia, Tailandia, etc. Como resultado, sus precios han aumentado en promedio 36 por ciento en los últimos tres años.
• El 70 por ciento del agua de la tierra se emplea en la agricultura, 22 por ciento en la industria -particularmente de alimentos y bebidas-, y 8 por ciento en usos domésticos. O sea que su mayor uso se concentra en la producción de comida. Por tanto, el comercio de alimentos equivale a una forma de comercio de agua. Luego las alteraciones en materia de su disponibilidad y oportunidad -por sequías (provocadas por fenómenos como El Niño) o afectaciones del suministro por desbordamiento de los causes e inundaciones (provocadas por fenómenos como La Niña) u otros episodios climáticos-, suelen conducir hacia la carestía de aquellos.
Y esta, a su turno, a inflación.
• La política energética de Estados Unidos en cuanto se refiere a la producción masiva de biotenaol a partir de maíz, sustentada en enormes subsidios, a pesar de sus dudosos réditos en materia ambiental. Dicha política se halla fundamentada en el Energy Independence and Security Act de 2007 y el cuerpo normativo conocido como Renewable Fuel Standard 2 (RFS2), que fijaron mezclas obligatorias de biocombustibles en virtud de las cuales en 2020 los combustibles de origen fósil utilizados en el transporte tendrán que contener, como mínimo, 10 por ciento de fuentes renovables. El principal subsidio consiste en créditos tributarios otorgados a la mezcla de bioetanol o biodiesel con combustibles fósiles de US $0,45 por galón. No obstante, hay que señalar que la protección consistente en un arancel de US $0,54 por galón de bioetanol fue desmontada a partir de 2012 para facilitar las importaciones de bioetanol proveniente de Brasil. Similares esquemas de subsidio y protección se aplican en la Unión Europea, en especial para la producción de biodiesel a partir de oleaginosas, a través del Renewable Energy Directive (RED). Como resultado, en Estados Unidos más del 40 por ciento del área cultivada en maíz se ha desviado hacia la elaboración de bioetanol, y en Europa la mitad de la cultivada en colza se ha dirigido hacia el biodiesel.
Según la OECD y la FAO (2013), no obstante la esperada corrección hacia abajo de los precios de varios productos básicos de origen agropecuario cuya producción en el corto plazo reaccionó favorablemente al agudo choque de oferta de 2007-2009, en la década subsiguiente a la recuperación de la economía global, que ha comenzado a mostrar algunos aunque aún incipientes signos de alivio, volverán a provocarse algunas presiones inflacionarias, en especial por una fuerte demanda de proteína animal -carnes, pescado y leche y sus derivados- y de biocombustibles, cuyos precios corren parejos con los del petróleo, cuya cotización a su turno se estima para el 2022 en USD 145 por barril, con un crecimiento anual promedio a lo largo del período del 2,6 por ciento. De acuerdo a lo proyectado, en ese mismo año la producción de biocombustibles estaría absorbiendo el 29 por ciento de la producción global de caña de azúcar, el 15 por ciento de la de aceites vegetales y el 12 por ciento de la de granos.
De otra parte, en 2022, a pesar de que el crecimiento demográfico del planeta se habrá reducido al 1 por ciento anual, el mundo tendrá una población adicional de 752 millones de personas para alimentar. Se estima que el consumo agregado de alimentos en términos per cápita se expandirá mucho más rápidamente en el Asia, América Latina y Europa Oriental que en el resto del mundo.
En comparación con la última década, los precios promedio reales (ajustados por inflación) de los granos y las oleaginosas durante la próxima estarían entre 1 y 4 por ciento por encima. Los de la carne de bovino, cerdo y pollo 13, 16 y 21 por ciento más altos respectivamente. Los de la leche en polvo entre 8 y 10 por ciento superiores, en tanto que los del pescado 9 por ciento, y los de biodiesel y bioetanol entre 16 y 32 por ciento más altos. En tanto que varios países han vuelto a prohibir o restringir las exportaciones de varios de estos rubros por razones de seguridad alimentaria, como ya había ocurrido entre 2007 y 2008.
Por otro lado, según la International Land Coalition, cerca de 80 millones de hectáreas -la mayoría en África y en menor medida en América Latina- hasta 2010 habían sido objeto de negociación transfronteriza por compra o leasing de parte de empresas estatales o privadas originarias de países como China -el principal adquirente-, Corea del Sur, Arabia Saudita, Gran Bretaña y Suiza, entre otros. Dicha extensión equivale al 5 por ciento del área cultivada en el planeta, y supera el área cultivada combinada de Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia. Sólo 54 fondos de inversión habían invertido USD 7.440 millones en la última década, y se estima que en la próxima esa suma podría triplicarse. En tanto que Brasil ya ha establecido restricciones a la adquisición de tierras por parte de extranjeros.
Se calcula que, a fin de satisfacer la demanda mundial por comida en 2050, la producción tendría que aumentar 60 por ciento. Para lograrlo, partiendo de la tecnología predominante y los mismos rendimientos de hoy, se precisaría agregarles a las 1.500 millones de hectáreas dedicadas actualmente al agro otras 900.000. Sin embargo, se prevé que sólo se podría contar con 70 millones de has. cultivables. El resto tendrá que provenir de grandes saltos en productividad, como ha ocurrido durante el último medio siglo de historia de la humanidad.
LAS TAREAS PENDIENTES: BIOTECNOLOGÍA Y USO DEL SUELO
La mayor parte de nuevas tierras con potencial agrícola se halla en América Latina y África. Sin embargo, su viabilidad dependerá de la disponibilidad de agua; del cambio de uso de los suelos que hoy se hallan ociosos o subutilizados bajo arcaicos sistemas de ganadería extensiva; y de la adopción de biotecnología para obtener variedades resistentes a la sequía y tolerantes a la salinidad y la acidez de los suelos.
En adelante en Colombia, en vez de seguir subvencionando el statu quo y la ineficiencia al vaivén de las presiones de grupos de interés particular, la totalidad de los subsidios y demás apoyos especiales a la agricultura deberían circunscribirse única y exclusivamente a la innovación en materia de biotecnología, al desarrollo de la llamada agricultura controlada y de precisión - incluyendo el riego por goteo-, y a la promoción de formas asociativas de los productores que les permitan a estos integrarse verticalmente con procesos de agregación de valor y comercialización.
Ahora bien, tras la caída durante la última década del siglo anterior en cerca de un millón de hectáreas del área bajo cultivos, el agro recuperó la misma área durante el primer lustro del nuevo milenio. Pero desde 2006 se halla estancada en una extensión similar a la que tenía en 1990. A fin de avanzar en el aprovechamiento de esta sin igual opción de participar de manera importante en la producción de los alimentos que reclama el resto del mundo, el camino complementario tiene que ser la resolución del conflicto entre el uso y la vocación real de los suelos, y de atacar el más formidable obstáculo para la competitividad de la agricultura colombiana: el costo de la tierra.
Sucede que, según el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC), de las 114 millones de hectáreas con que cuenta el territorio continental, el 19 por ciento goza de aptitud agroecológica comprobada para la producción, pero apenas se utiliza para dicho propósito el cuatro por ciento. Lo cual quiere decir que si se corrigieran las discrepancias entre vocación y uso, y si se impulsara la adopción masiva de biotecnología, el área agrícola y agro-silvo-pastoril se podría quintuplicar.
El camino más indicado y expedito tras dicho derrotero, es la utilización del impuesto predial como mecanismo de prevención de la formación de burbujas especulativas de los inmuebles rurales. Cuando acumular tierra no cuesta, su precio se torna intolerable. Por tanto, hay que inducir, mediante ese mecanismo impositivo, la creación de mercados y la reducción de costos de aquellas tierras que, siendo aptas, se hallan ociosas o subutilizadas. El propósito: ampliar la frontera cultivable de manera competitiva, en contraposición a la acumulación de su tenencia para propósitos exclusivamente especulativos o rentísticos.
A fin de lograrlo, resulta indispensable elevar la cota mínima del impuesto predial rural, por ejemplo del cinco por mil al diez por mil, conservando la máxima en diez y seis por mil. Y convertir en propósito nacional su cumplimiento. En 2007 el promedio nacional de la tarifa nominal fue 8,4 por mil, en tanto que la efectiva ascendió a 4,8 por mil. La diferencia se debe a impagos, y a exclusiones y exenciones de orden discrecional por parte de los Concejos Municipales. Esta brecha suele crecer en épocas electorales, principalmente en los municipios de mayor importancia relativa de la economía rural.
Las regiones Atlántica y Pacífica observan el menor esfuerzo fiscal: 81 y 68 por ciento de deudores en mora respectivamente. La Central y la Cafetera, 48 y 51 por ciento.
Y, de otra parte, acelerar la actualización catastral rural. El IGAC tiene establecido que el avalúo catastral urbano esté entre el 75 y el 80 por ciento del comercial. En tanto que para el rural el rango es 40 - 50 por ciento. No obstante, sólo la mitad del rural se halla actualizado, y se estima que la otra mitad se sitúa, a lo sumo, entre el 25 y el 30 por ciento del comercial. Especial consideración merece el caso de la Orinoquia Alta de Colombia, particularmente el Vichada, donde aún no existe catastro, y sus tierras están en proceso de apropiación sin control del Estado en lo ambiental y lo social.
Finalmente, con el objeto de poder aliviar dichas cargas y simultáneamente contribuir a la preservación del recurso hídrico, que representa indiscutiblemente el patrimonio más precioso de Colombia de cara al estrés alimentario del planeta, se deberían sustituir las exenciones y exclusiones sobre los impuestos prediales rurales, por créditos o descuentos tributarios originados única y exclusivamente en inversiones que sus propietarios ejecuten en los siguientes objetivos de desarrollo sostenible:
• La regeneración asistida del bosque natural
• La deforestación evitada
• La conservación de bosques en pie
• La reforestación y la forestación nueva
• La conservación, regeneración y aprovechamiento de la biodiversidad y el conocimiento tradicional
• La restauración y el cuidado de cuencas y páramos
• La conversión de sistemas de ganadería extensiva en explotaciones silvo-pastoriles ambientalmente sostenibles
Tales deben ser los elementos medulares de la denominada agenda interna donde yace la clave para poder ocupar los espacios que con la mayor celeridad se están abriendo en el comercio internacional de alimentos hacia el futuro. Se trata de una tozuda realidad que desbordará el alcance y la vida útil de todos los pactos bilaterales mercantiles.
1 En Estados Unidos esta situación emana en buena parte del sistema electoral de su congreso, según el cual cada estado, independientemente de su población, cuenta con dos senadores, que le otorga a las regiones productoras, que a su vez son las más despobladas, una sobre-representación en el cuerpo legislativo, a pesar de que la agricultura apenas aporta cerca del uno por ciento del PIB. En el caso de la Unión Europea, la Política Agrícola Común (PAC), que conforma la esencia de su extremo proteccionismo, constituye la primera razón de ser de dicha comunidad y la mayor porción del presupuesto comunitario. Y en Japón, tanto la protección y las subvenciones al agro son una expresión de su cultura, su historia y hasta de su religión.
2 Desde entonces los efectos del régimen del APTDEA no han cesado para Colombia en virtud de prórrogas concedidas desde 2007 y acuerdos de retroactividad a partir de su final aprobación por el Congreso de Estados Unidos en el 2011.
3 Encabezados por Luis Jorge Garay como consultor externo, y Andrés Espinosa como negociador, hicieron parte del equipo del Ministerio Sara Pareja, Fernando Barberi, Yesid Castro, Santiago Perry, Manuel Ramírez, Luis Eduardo Quintero y Ricardo Arguello, entre otros.
4 Al aprobarse en el Congreso de Estados Unidos el Trade Promotion Authority, o sea la ley que autoriza al gobierno a negociar tratados de comercio, al mismo tiempo se le prohibió negociar el desmonte de los subsidios directos a los agricultores alegando razones de "seguridad nacional". (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2004).
5 El sistema fue propuesto por primera vez al Gobierno por el autor de este artículo en 1990, cuando presidía la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), inspirado en las denominadas bandas de precios que con anterioridad había adoptado Chile a raíz de la puesta en marcha de la política de apertura comercial de entonces. Dicho sistema quedó oficialmente reglamentado en 1994, y posteriormente fue acogido, igualmente a instancias del autor, por Venezuela, Ecuador y Perú, aunque en éste último caso con algunas variaciones con respecto a la idea original.
REFERENCIAS
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