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Estudios Políticos
Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433
Estud. Polit. no.43 Medellín July/Dec. 2013
SECCIÓN GENERAL
Dominación y división social: el sentido del republicanismo en el Maquiavelo de Claude Lefort*
Domination and Social Division: The Sense of Republicanism in the Machiavelli of Claude Lefort
Graciela Ferrás1
1 Doctora en Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (UBA) y Docteur en Philosophie, Paris 8. Master en Ciencias Sociales, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso). Licenciada en Ciencias Políticas, UBA. Docente de Teoría Política y Social, Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, UBA. Investigadora del Instituto Gino Germani. Directora del proyecto UBACyT ''La identidad nacional en disputa: tensiones y filiaciones entre la tradición liberal, la tradición democrática y los nacionalismos argentinos durante la primera mitad del siglo XX''. Profesora Titular de Historia del Pensamiento Político Argentino y Latinoamericano, Universidad del Salvador, Carrera de Ciencias Políticas. Correo electrónico: gracielaferras@gmail.com.
Fecha de recepción: febrero de 2013
Fecha de aprobación: agosto de 2013
Cómo citar este artículo: Ferrás, Graciela. (2013). Dominación y división social: el sentido del republicanismo en el Maquiavelo de Claude Lefort. Estudios Políticos, 43, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, (pp. 58–75).
RESUMEN
El artículo reflexiona sobre el sentido del republicanismo en Maquiavelo a partir de la lectura de Claude Lefort, mediante un abordaje hermenéutico que permita establecer un vívido diálogo entre el pensamiento político clásico y el contemporáneo. El objetivo es establecer una genealogía de la teoría política que detenga su mirada en la esencia aporética de lo político. En este caso, en torno a la pregunta: ¿cómo es posible que el conflicto —la lucha irresoluble entre los hombres— sea una fuente de cohesión social?, se cuestionan los cimientos de la constitución del orden político. El artículo descubre que el momento maquiaveliano está signado por la afirmación de que solo a través del conflicto los individuos y los grupos se sitúan dentro de un mundo común; para eso, se reflexiona teóricamente sobre la tesis de Lefort, quien encuentra en el pensador florentino una teoría del conflicto como posibilidad de institución de la sociedad y de la política. Este abordaje permite pensar la política como un campo agonístico y, por tanto, desembarazada de toda enseñanza de la tradición.
Palabras clave: Republicanismo; Maquiavelo; División Social; Lefort, Claude; Dominación.
Abstract
This article reflects on the meaning of the republicanism of Machiavelli from the reading of Claude Lefort, from a hermeneutical approach that permits the establishment of a lively dialogue between classical political and contemporary political thought. The objective is to establish a genealogy of political theory that maintains focus on the aporetic essence of the political. In this case, around the question: how is it possible that conflict —the insoluble struggle between men— is a source of social cohesion? It questions the foundations of the constitution of political order. The article discovers that the Machiavellian moment is signed by the affirmation that only through conflict are individuals and groups placed inside a common world. To this end, we reflect on the theoretical thesis of Lefort, who finds in the Florentine thinker a theory of conflict as a possibility for the establishment of the society and, therefore, politics. This approach allows us to think about politics as an agonistic field and therefore, cleared from all teaching of tradition.
Keywords: Republicanism; Machiavelli; Social Division; Lefort, Claude; Domination.
Introducción
Aún sin haberse adentrado en la obra de Nicolás Maquiavelo, ya se tiene una presunción que lo asocia con el ''maquiavelismo''. Aún en la completa ignorancia del hombre y su obra, su nombre y su representación designan la política ''vil'', ''astuta'', ''criminal''. El maquiavelismo es el índice de una representación colectiva que concierne a la propia experiencia de la política y de la conducta humana en general. Algo que es de cuidado, peligro, aquello de lo cual es mejor mantenerse alejado. Poco importa, en este sentido, que no coincida este concepto popular con la idea de la obra maquiaveliana. En esta imagen de Maquiavelo se encuentran condensadas ciertas creencias relativas a la política, a la perversidad del poder y del hombre en general. El maquiavelismo no solo designa una técnica criminal, sino que evoca un arte, una actividad consagrada a ofrecerse al espectáculo de su propio éxito. Durante más de cuatro siglos esta interpretación conservó y conserva toda su vitalidad.1
En este contexto, dice Claude Lefort que la literatura no ha producido nada comparable al efecto maquiavélico. Este efecto que parece denunciar una relación esencial del hombre con el hombre, una vocación inscripta en la naturaleza de la política, cuyo origen está en la naturaleza misma del poder: la dominación maléfica del hombre sobre el hombre. El maquiavelismo es el nombre de este mal:
El mito del maquiavelismo —escribe Lefort— lleva consigo una acusación a la política: esto es lo que nos importa y lo que permite suponer que mantiene alguna relación con la obra, puesto que esta hace de la política su objeto (Lefort, 2010, p. 16).
No obstante, pensadores de la talla de Baruch Spinoza en el Tratado Político (1996, pp. 173–174) o de Jean Jacques Rousseau en el Contrato Social (1984, p. 209), han encontrado en Maquiavelo un doble lenguaje que contiene una enseñanza secreta que disimularía bajo la intención declarada de servir a los príncipes, la causa republicana.
Por su parte, el llamado idealismo alemán, particularmente Georg W. F. Hegel (2006) y Johann Gottlieb Fichte (2000), también se alimenta de una reflexión sobre Maquiavelo. Hegel, propone en Lecciones sobre la filosofía de la historia que El Príncipe ha establecido los principios en que los Estados debían ser constituidos, dando a entender que ha sido un error que a menudo se haya rechazado este libro ''con horror''. En la perspectiva del idealismo alemán, Maquiavelo aparece como un pensador que ha percibido el vínculo entre política e historia. Contemporáneamente, autores como Carl Schmitt (1998, p. 24) o Antonio Gramsci (1984) han visto con beneplácito la obra de Maquiavelo; este último lo considera el precursor de la filosofía de la praxis. Escribe Louis Althusser (2004) que hay en Maquiavelo una ''teoría de la lucha de clases como origen de las leyes que la limitan'' (p. 92).
Más agudo y sutil ha sido el tono de Maurice Merleau Ponty (1998) en ''Nota sobre Maquiavelo'' al afirmar que este ''colocando el conflicto y la lucha en los orígenes del poder social, no quiso decir que el acuerdo fuera imposible, quiso solo subrayar las condiciones de un poder que no fuera mistificador'' (p. 111).
Un filósofo que ha marcado una huella significativa en la interpretación actual sobre el pensador florentino es Leo Strauss (1963), al encontrar que Maquiavelo desafía la religión y la tradición filosófica en su totalidad. El concepto de divulgación cumple un papel esencial en el argumento de Strauss. No obstante, su lectura, al tiempo que acerca a Maquiavelo a los antiguos, ocluye la interrogación por el origen del poder. Interrogación que orienta el trabajo de la obra maquiaveliana para Claude Lefort y sus lecturas de lo político.
Lefort (2010) encuentra en el pensador florentino una teoría del conflicto como posibilidad de institución de la sociedad y, por tanto, de la política ¿cómo es posible que el conflicto —la lucha irresoluble entre los hombres— sea una fuente de cohesión social? Descubre que el momento maquiaveliano está signado por la afirmación de que solo a través del conflicto los individuos y los grupos se sitúan dentro de un mundo común. La política es definida como un campo agonístico, desembarazada de toda enseñanza de la tradición.2
La división implica, en rigor, una dimensión de totalidad, a partir de la ausencia de cualquier fundamento social que domine el sentido de la sociedad concebida como un todo. La dimensión del antagonismo radical garantiza que nadie puede encarnar el sentido del todo, que cualquier pretensión de este tipo será debatida.
Esta evaluación positiva del conflicto, significativa para la teoría de la invención democrática, Lefort la halla en Maquiavelo, quien le permite romper con el postulado marxista de la naturaleza secundaria del conflicto. Maquiavelo se convierte, desde la mirada de Lefort, en ''el inventor del pensamiento político propiamente dicho'' (Marchart, 2009, p.132). Un precursor filosófico del momento de lo político, que se vuelve históricamente pertinente con la revolución democrática. Contra la visión clásica heredada del pensamiento antiguo, Lefort descubre que:
[...] lejos de ser accidental y contingente, la división social es planteada por Maquiavelo como constitutiva de lo social y de la relación política [...] Para ponerlo en claro, mientras que la política clásica considera que el desacuerdo tiene su fuente en los errores de juicio provocados por el sometimiento de las pasiones a la razón, Maquiavelo descubre la irreductibilidad de la división social (Poltier, 2005, p. 30).
Este antagonismo entre los que ambicionan dominar y los que no desean ser dominados es irreductible, es decir, que precede a las circunstancias o tradiciones sociales en las que los actores están inmersos. Este conflicto ocupa una dimensión ontológica que condiciona las circunstancias ''ónticas'' bajo las cuales se manifiesta la política. Lo que evidencia el desgarramiento del poder instituido, la fragilidad que supone toda cristalización del poder, en tanto imagen de ''unidad'' de la sociedad, de su armonía, de la instauración de un ''orden común'' de las cosas humanas.
1. La ciudad y los humores: la división social
Nicolás Maquiavelo plantea una cuestión que está en el centro de las problemáticas de actualidad política: la división social. Esta cuestión ha sido ocluida por aquellos que han derivado el estado social de un estado de naturaleza. Maquiavelo no se preocupa por el origen de lo social, pues para él, como afirma Lefort (2010), el mundo social está ya dado. Sí se interesa por el problema de la fundación de las ciudades, que es una cuestión diferente. Más allá de los interrogantes que porta este problema, Maquiavelo sobre entiende que los hombres llevan ya una vida colectiva, esto es, que aparecen siempre insertos en una trama social. Esta trama social la dibuja a partir de observar y afirmar que:
[...] en toda ciudad se encuentran dos humores distintos: por un lado, el pueblo desea no ser dominado ni oprimido por los grandes, y, por otro lado, los grandes desean dominar y oprimir al pueblo. De las dos tendencias opuestas, en las ciudades nacen algunos de estos tres efectos: el principado, la libertad o el libertinaje (Maquiavelo, 2003a, p. 96).
De este modo, Maquiavelo abandona la clasificación clásica de regímenes políticos legítimos e ilegítimos, sanos o corruptos. Esta cuestión de la división social hace esencialmente a la política, pero a condición de entender este término en su acepción más amplia, es decir, clásica. Es la cuestión de la forma de las relaciones sociales la que hace a la división de ''los grandes'' y el pueblo. La reflexión sobre el poder, entonces, está en el centro de la división social. El modo de división del poder y de la sociedad civil es lo que determina las condiciones generales de diversos tipos de sociedades. Para Maquiavelo, existen distintas sociedades políticas o estados que se diferencian en función de la manera como se articula el deseo de
''los grandes'', el deseo del pueblo y el poder:
Todos los estados, todos los gobiernos [tutti e' dominii] que han tenido y que tienen imperio sobre los hombres, han sido o son repúblicas o principados (Maquiavelo, 2003a, p. 63).
Como señala Lefort (2010), poco importa la pregunta por el origen de lo social como por su finalidad. Solo cuenta el modo como se resuelve la lucha de clases o, mejor dicho, el conflicto entre estos dos humores: o bien se genera un poder que se eleva por encima de la sociedad y la subordina enteramente a su autoridad: el principado; o se regula de manera tal, que nadie está sometido a nadie: la libertad, la república; o bien es impotente para reabsorberse en el seno de un orden estable y el conflicto permanece en su forma más descarnada: la anarquía o libertinaje. En este último esquema, se puede aventurar a afirmar que no hay política.
Maquiavelo (2003a, [cap. V] pp. 77–78) ofrece una primera aproximación a la república y sostiene que estas son los regímenes más sólidos, los más resistentes a las empresas de un agresor porque sus ciudadanos están comprometidos con su libertad:
[...] en las repúblicas hay más vida, más odio, más deseo de venganza: la memoria de la antigua libertad no las abandona ni les puede dar descanso y por lo tanto el camino más seguro es destruirlas o residir en ellas (p.78).
Hasta este punto Maquiavelo (2003a) habla poco de las relaciones del príncipe con sus súbditos, pero en el capítulo IX (pp. 96–99) se revela que el concepto de pueblo encubre una oposición. Irreductible y constitutiva de lo político, pues que ''los grandes'' sean grandes y el pueblo sea pueblo, no es por fortuna, costumbres o función, sino que unos desean mandar y otros no ser mandados. La existencia de la ciudad se revela en el choque de estos dos apetitos ''insaciables'', descubrirlo es preparase para entender de otra manera que el príncipe debe buscar su fundamento en sus súbditos; terreno movedizo del suelo en el que se enraiza su autoridad.
Como señala Lefort (2010), ''a diferencia de Karl Marx, Maquiavelo entiende la división social como constitutiva de la sociedad política y por tanto, insuperable'' (p. 568). El antagonismo entre las clases se despliega en otro lugar, distinto de un determinismo económico o natural, se manifiesta en el ámbito de los deseos y los humores. Esta lectura es fundamental para establecer una clara diferencia con la formula política clásica que visualiza el mundo social como una relación de poder en la que uno, algunos o muchos mandan y todos los demás obedecen. Desde la óptica de Maquiavelo el antagonismo social se despliega en función del mando y de la resistencia al mando. Y este conflicto es tan inherente a la ciudad —mundo social— como constitutivo de lo político. Sin este antagonismo la política no tendría razón de ser. Ahora bien, la oposición entre el deseo de ''los grandes'' y el del pueblo, implica desigualdad. No hay relación simétrica entre ambos deseos:
El principado es promovido por el pueblo o por los grandes según sea la una o la otra parte que encuentra la ocasión propicia. Cuando los grandes ven que no pueden resistir al pueblo empiezan a darle poder a uno de ellos y lo convierten en príncipe, a fin de desahogar sus inclinaciones bajo su protección [sotto la sua ombra]. El pueblo, entonces, al ver que no puede resistir a los grandes, concede su apoyo a unos de sus propios miembros y lo hace príncipe para que lo defienda con su autoridad (Maquiavelo, 2003a, p. 96).
El Estado, lejos de ser consecuencia del deseo del pueblo, aparece como un muro de contención ante ''los grandes''; así, estos apelan al príncipe para poder, ''a su sombra'', satisfacer su apetito, su deseo de oprimir, mientras que para el pueblo se trata de obtener protección. Maquiavelo (2003a) afirma que ''el fin del pueblo es más honrado que el de los grandes'' (p. 97). ''Los grandes'' solo le reconocen su poder al príncipe por miedo al pueblo, pero no están dispuestos a obedecer. A sus ojos, el príncipe no está por encima de ellos, es un igual. Sin lugar a dudas, el vínculo del príncipe con ''los grandes'' se convierte necesariamente en una relación personal, aunque en su origen aquel sea puesto en una posición de independencia. Escribe Lefort (1978):
El deseo de los Grandes apunta hacia el objeto: el otro, y él se encarna en los signos que le aseguran su posición: riqueza, rango, prestigio. El deseo del pueblo puede desearlos ampliamente, pero en tanto que pueblo, no podría apoderarse de los emblemas del dominante, sin perder su posición (p. 130).
Si el príncipe se apoya en el pueblo, ninguna resistencia le será opuesta porque la necesidad del pueblo es fácil de conservar, solo quiere no ser oprimido por los ''grandes''. No obstante, el príncipe oprime a su vez, pero esta violencia es distinta de la de ''los grandes'', pues en ellos el pueblo encuentra a su adversario natural. El príncipe no tiene parte en esta relación, protege materialmente a sus súbditos y sustituye la opresión general por un mal menor.
En este pasaje al acto se puede sugerir que con su apoyo, el pueblo da su consentimiento al príncipe para establecer su dominio. Pero lejos se encuentra esta apreciación del lenguaje del contrato social. El deseo del pueblo coincide con el del príncipe, este pone freno a la violencia de los grandes, da seguridad a sus súbditos. El reverso de esta situación, es que el príncipe se encuentra ''solo'', es decir, aislado de ''los grandes'': no–poder y poder absoluto se unen.
Sin embargo, pese a las apariencias, no se trata de un contrato porque el pueblo encuentra su beneficio al prestarle su apoyo al príncipe, pero no sabe lo que hace. En el fondo, se prepara para una opresión de nuevo género y, mientras imagina el bien, obtiene el mal menor. De este modo, ese compromiso para obedecer no es tal, o se rompe, porque su deseo de no ser oprimido es insaciable. Y si este deseo se transformara en un compromiso de obediencia, perdería su condición de tal, es decir, de pueblo. ''Los grandes'' y el pueblo solo existen en su enfrentamiento: en la medición de sus fuerzas adquieren existencia. El príncipe, por su parte, escapa a esta relación a medias, lo que revela la constante inestabilidad del poder.
Si se lee con atención, Maquiavelo informa la idea de que los hombres jamás están satisfechos con su condición y que un príncipe antiguo no deja completamente de perjudicar a sus súbditos, aun cuando estos están acostumbrados a su poder. El deseo de conquistar es tan natural como el de los dominados de cambiar de dominación, el de los estados débiles de sustraerse a la tutela de un estado fuerte, etc. La discordia civil —los humores entre ''los grandes'' y el pueblo— es lo que sostiene el orden político, ya sea el príncipe, ya sea la república. Esto es, al mismo tiempo, lo que continuamente amenaza el orden y constituye, por ende, tanto su vida como su muerte. Siguiendo la lectura de Lefort (2010), la producción de la unidad de lo social mediante la anulación de la división siempre es en el ámbito de lo simbólico. Esa unidad real de la sociedad es solo una ilusión.
En suma, Maquiavelo (2003a, [cap. IX] pp. 96–99) pone en evidencia la división social constitutiva de la ciudad. Habla de ''los grandes'' y del pueblo, y de sus respectivos deseos: mandar y oprimir para ''los grandes'', y no ser mandado ni oprimido para el pueblo. Este vocabulario es político y frecuentemente se cree reportar el deseo de dominación a un trato de la naturaleza humana. No obstante, Lefort (2010) propone analizar los móviles que el pensador florentino atribuye a la conducta de los hombres, los objetivos que él menciona: poder, honor, riqueza. La riqueza es un objeto de deseo de primer orden. Escribe Maquiavelo (2003a): ''[...] los hombres olvidan antes la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio'' (p. 126), en un pasaje de estratégica importancia, en el capítulo XVII de El Príncipe en relación a la pregunta de si es mejor ser temido que amado por los súbditos. Aclara Lefort (2010) que a Maquiavelo no le importa la naturaleza humana, sino la división de un deseo que no se forma más que en el estado social o, más precisamente, en el estado político: oprimir y no ser oprimido. Deseo que se reduce al apetito de poder. Lo esencial es esta división, en la que se constituyen dos clases antagónicas; y lo esencial es, entonces, que estas dos clases no ocupan una posición simétrica. El deseo de ''los grandes'' tiene como objeto el otro; él se encarna en los signos que le aseguran su posición: riqueza, rango, prestigio. El deseo del pueblo es, por el contrario, —rigurosamente hablando—, sin objeto; es la operación de la negatividad.
El pueblo —prosigue Lefort— no podría dominar sin perder su posición, su condición de ''pueblo''. La imagen que gobierna, determina y administra el deseo de ''los grandes'' es la de tener y la que muestra el deseo del pueblo es la de ser. Por esta razón, no hay simetría posible entre ambos deseos. La negación de la dominación, de la opresión, engendra la representación de una identidad sin diferencia. En tal división, la determinación económica está dada con la determinación política.
''Los grandes'' por un lado y el pueblo por otro, están comprometidos en una lucha irresoluble por causa de sus humores opuestos. El conflicto precede a cualquiera de las razones fácticas de los conflictos de una sociedad. Donde quiera que haya sociedad, habrá antagonismo en el ámbito ontológico —el ser de lo social—, al margen de su estructura óntica; al mismo tiempo, una sociedad para existir tiene que encontrar una dimensión simbólica reguladora para no destruirse a sí misma. Por lo tanto, la política y lo político en lugar de distinguirse u oponerse, se encuentran, se confunden.3
2. La república romana y el sentido del republicanismo
Maquiavelo entiende el modo de los Estados según el modo de articulación de la división social entre ''los grandes'' y el pueblo. Así analiza dos modos fundamentales: principados y repúblicas. A fin de descifrar el sentido original de la república, Maquiavelo dirige su mirada hacia la historia de Roma.
Contrariamente a la enseñanza de los antiguos y del humanismo cívico, para Maquiavelo la república no puede asegurar la armonía de la sociedad, pues la sociedad está siempre divida —y no puede más que estarlo—, entre dominantes y dominados. Todo consiste en saber la suerte que se hace correr a la división; o bien es proyectada en la naturaleza (despotismo o monarquía, ambas tienen como fundamento una desigualdad natural); o bien la división es reconocida de manera tácita como meramente social, y entonces se ejerce sobre el fondo de la igualdad como en las repúblicas libres o con el príncipe. El ejemplo de Roma rompe con la representación corriente del poder. La ciudad dividida aparece como garante de la libertad. Poder y ley están expuestos a los efectos de los deseos del pueblo, de ahí que Maquiavelo (2003b) descubra en el conflicto el fundamento de la libertad política:
Creo que los que condenan los tumultos entre los nobles y la plebe atacan lo que fue la causa principal de la libertad en Roma, se fijan más en los ruidos y gritos que nacían de esos tumultos que en los buenos efectos que produjeron y consideran que en toda república hay dos espíritus contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo, y todas las leyes que se hacen en pro de la libertad nacen de la desunión entre ambos (pp. 41–42).
En esto consiste la virtud del modelo romano, en el conflicto que le era inherente, por más paradójico que pareciera. El conflicto entre la plebe y el Senado, lejos de ser un factor de disolución social es, para Maquiavelo (2003b), la garantía de la libertad y el motor de la cohesión. La desunión, el conflicto, no solo no es factor de crisis de gobernabilidad, sino que es la condición de posibilidad de engendrar un orden; un orden, claro está, que no suprime este antagonismo. En este sentido, la esencia de la virtud republicana radica en que la libertad nace de la desunión, en ser un modo de la división social.
De esta ''verdad'' no se debe concluir que la discordia es buena en sí. Toda sociedad política supone una cierta concordia. Pero es al precio de instituciones que enmascaran la división de estos deseos, que prohíben al pueblo de satisfacer su ''humor'': ''[de] la concordia deviene el signo de una sociedad mutilada'' (Lefort, 1992, p. 167). Por lo tanto, un régimen que se revela estable por largo tiempo, eficazmente regulado por las leyes, es aquel que no permite a la sociedad desarrollar todo aquello que esta contiene en potencia: la lucha civil, la anarquía.En el primer libro de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio presenta la oposición entre principado y república en términos de igualdad–desigualdad:
Conviene, pues, fundar una república donde existe o se ha instituido una gran igualdad, y en cambio, establecer un principado donde la desigualdad sea grande, pues de otro modo se hará algo desproporcionado y poco duradero (Maquiavelo, 2003b, p. 172).
Según Lefort (1978) esta igualdad se manifiesta en el plano simbólico, en la relación de los hombres con la ley:
De una manera general, la igualdad no se permite concebir en el registro de la realidad empírica. Sobre este registro no podemos leer sino señales de desigualdad. Es, diríamos, usando un lenguaje que evidentemente no era el de Maquiavelo, una información simbólica, en virtud de la cual se ha instaurado una experiencia singular de lo social, o para hablar con mayor rigor, la experiencia social como tal, o bien, lo que equivale a lo mismo, la de la sociedad política (p. 131).
Lo distintivo de una ciudad libre es que el hombre no depende del hombre, él obedece a la ley. La república es el régimen en el que es reconocida la igualdad de los ciudadanos ante la ley, una igualdad de principio. En los hechos los hombres son desiguales: ''los grandes'' quieren dominar, el pueblo defenderse. Sobre el fondo de la desigualdad, las leyes positivas son expuestas a los efectos de la división social. Maquiavelo no sostiene que la ley como tal es producto de los hombres; a decir verdad, no le interesa el origen de la ley, sino poner en evidencia el lugar de la libertad y la ley.
Habría una oposición fundamental entre dos formas de gobierno: el gobierno de uno solo y el de la república. Si se mantuviera la idea teleológica, esta sería completamente nueva a los antiguos: el fin no es el bien, sino la defensa de la libertad. La libertad implica la negación de la tiranía: pero también implica la negación de toda instancia que se arrogue el saber que es el bien común, es decir, la negación de la filosofía en tanto que ella pretende fijar las normas de la organización social (Lefort, 1992, p. 171).
En el V capítulo de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio Maquiavelo (2003b) se interroga sobre ''¿quién resguardara más la libertad?'', si ¿el pueblo o ''los grandes''? y ''¿quiénes tienen mayores motivos para causar tumultos, o quiénes quieren conquistar y quiénes mantener?'' (p. 43) El pensador florentino examina lo que puede llamarse, según Lefort (1992), la tesis aristocrática, conservadora y la tesis democrática, liberal. Al término de una hábil dialéctica, desecha la primera y funda la legitimidad de la segunda sobre bases enteramente nuevas. ¿Qué aprendemos, en efecto? Se pregunta Lefort; para contestar que el debate así formulado adquiere nuevo sentido. No solo la creencia de perder lleva a la violencia tanto como el deseo de adquirir; pero, por otro lado, el deseo de conservar no es más que una ficción. La saturación del deseo no existe, la sed de poseer es insaciable (1992, p. 135):
Quién es más ambicioso, el que quiere mantener o el que quiere conquistar, pues fácilmente ambos apetitos pueden ser causa de grandísimos tumultos. Éstos, sin embargo, son causados la mayoría de las veces por los que poseen, pues el miedo de perder genera en ellos las mismas ansias que agitan a los que desean adquirir, porque a los hombres no les parece que poseen con seguridad lo que tienen si no adquieren algo más (Maquiavelo, 2003b, p. 46).
Por su parte, el deseo del pueblo es más compatible con la defensa de la libertad:
Creo que se debe poner como guardianes de una cosa a los que tienen menos deseos de usurparla. Y sin duda, observando los propósitos de los nobles y de los plebeyos, veremos en aquellos un gran deseo de dominar, y en éstos tan sólo el deseo de no ser dominados, y por consiguiente mayor voluntad de vivir libres, teniendo menos poder que los grandes para usurpar la libertad (Maquiavelo, 2003–b, p. 44).
Al mismo tiempo que la conducta del pueblo es motivada por la envidia y el odio —lo que disimula o esconde la tesis democrática tradicional—. Sin embargo, aquello que hace a la especificidad del deseo, que le es propio, es el no ser oprimido. Tal aparece la negatividad de ese deseo que Maquiavelo ensambla con la libertad de la ciudad, con la ley.
Señala Maquiavelo (2003b) que la grandeza de Roma no es producto de una sabia legislación, sino que ella se edifica en favor de los acontecimientos. Por tanto, Roma demuestra que la bondad de una constitución no reside necesariamente en los principios, su formación y el tiempo no es necesariamente factor de corrupción. La grandeza de Roma está en los conflictos entre el Senado y la plebe, su virtud es la discordia, la desunión; contra la tesis tradicional que encuentra en la sabiduría de las leyes, la eficacia de contener los deseos de la multitud. En este caso, la idea de la ley se disocia de la medida, no resulta necesariamente de la intervención de una instancia racional; más bien la ley se revela ligada a la desmesura del deseo de libertad, un exceso:
Los deseos de los pueblos libres raras veces son dañosos a la libertad, porque nace, o de sentirse oprimidos, o de sospechar que pueden llegar a estarlo [...] Por eso se debe criticar con mayor moderación al gobierno romano, considerando que tantos buenos efectos no se derivaron sino de óptimas causas (Maquiavelo, 2003b, p. 43).
En los últimos capítulos del primer libro de los Discursos, al término de una larga discusión sobre la naturaleza de la multitud, Maquiavelo (2003b) no deja de atacar a Tito Livio y con él a todos los otros historiadores para afirmar que la multitud es más sabia y más constante que un príncipe:
Yo no sé si me estoy metiendo en un campo duro y tan lleno de dificultades que me obligara a abandonarlo con vergüenza o defenderlo con dificultad, al ponerme de parte de aquella a la que todos los escritores acusan [...] concluyo, pues, contra la opinión común, que dice que los pueblos, cuando son soberanos, son variables, mutables e ingratos, afirmando que no se encuentran en ellos estos defectos en mayor medida que en los príncipes individuales [...] el gobierno del pueblo es mejor que el de los príncipes [...] [si] se reflexiona sobre un príncipe obligado por las leyes y un pueblo encadenado por ellas, se verá más virtud en el pueblo que en el príncipe (pp. 176–180).
Ahora puede presentar claramente y completar esa indicación que se había librado sobre la división del deseo como división social, a partir de la interpretación lefortiana. En un sentido, ni el deseo de ''los grandes'', ni el del pueblo pueden satisfacerse. Sobre el signo de la positividad o sobre el signo de la negatividad, el deseo no para, no se satisface, toda vez que las posiciones antagónicas son diferentes. ''Los grandes'' quieren siempre tener ventajas; más poseen, más grandes son, más poder tienen; el pueblo, en cambio, en su deseo de no ser dominado, oprimido, hace la prueba de una imposibilidad radical que lo envía a esta metáfora de ser social: la ley y el Estado, en tanto que instituido en su espacio.
En la república romana ningún hombre está sujeto a otro hombre, sino a la ley como institución de la igualdad política entre los hombres: el fundamento de la república, el régimen de la libertad. Afirma Esteban Molina (2000) que ''Maquiavelo nos enseña que la libertad o es libertad política o no es libertad'' (p. 75). En sintonía, escribe Sergio Ortiz (2007):
[Maquiavelo] pone de manifiesto la función del conflicto como factor de cambio histórico. La historia no es sólo degradación o conservación de una esencia originaria sino la posibilidad de creación política. La grandeza de Roma, según Maquiavelo, descansa en su habilidad para interponer entre nobles y plebeyos la institución de la Ley. Entre ambos deseos no mediaba un Príncipe absoluto, como en el principado, sino el derecho: ''pero esa mediación no significa el aislamiento de las clases en su ser, sino la inauguración de una nueva relación, de un nuevo vínculo: el político'' (p. 20).
La lectura singular de Maquiavelo sobre la historia romana, imagina una ciudad que, más que replegarse sobre ella misma, acoge el conflicto. La libertad está ligada al deseo del pueblo en tanto que rechazo a la dominación, rompiendo con la lógica de la apropiación. El secreto para Lefort (2010) radica en la idea de división social como fundamento del poder, idea que lo inscribe en la experiencia democrática contemporánea. No en la definición de la democracia como gobierno del pueblo, sino en una idea radical de democracia, como experiencia de una sociedad inaprensible, ingobernable, en la que el pueblo es llamado a ser soberano en la imposibilidad de constituirse como cuerpo soberano. Se trata de un esquema dinámico en el cual la autoridad jamás es petrificada. El poder no le pertenece a nadie de una vez y para siempre, y el ejercicio del mismo solo es posible sobre las divisiones de la sociedad. Como interpreta Lefort (2010), ''el poder se ancla siempre en un vacío social, y siempre se mantiene en movimiento; en ese movimiento por el cual únicamente la sociedad se mantiene unida'' (p. 250).
Reflexiones finales: Maquiavelo en la obra de Claude Lefort
Maquiavelo basa la legitimidad política en otros principios, en una nueva ontología de lo social, anclada en la división social. No solo recusa la distinción entre Estado justo e injusto, entre esencia y accidentes. El autor de El príncipe no razona en los términos de la filosofía clásica que dirime las relaciones de poder a partir de relaciones entre principios. La legitimidad está en la necesidad de su ejercicio derivada del antagonismo de los deseos de oprimir y no ser oprimido, de ''los grandes'' y el pueblo respectivamente. El poder consiste en regular la lucha en la que se inscribe. En palabras de Lefort, Maquiavelo opone la verita effecttuale de las cosas a su imaginación tal como explicita en El Príncipe:
Y porque sé que muchos han escrito sobre el tema, al escribir también yo temo ser considerado presuntuoso, ya que en el tratamiento de la materia me apartare ante todo de los criterios de los otros escritores. Pero mi intención es escribir algo útil para quien lea, y entonces me ha parecido más conveniente seguir la verdad real [verita effecttuale] de la cosa y no su representación imaginaria (Maquiavelo, 2003a, p. 119).
Con esta cita se separa de la tradición explícitamente. La verdad real del poder, no reside en lo útil ni en el éxito, ni en el buen gobierno, sino que enuncia el sentido de la relación social. Esa relación que no es otra cosa que la división social, los dos humores entre ''los grandes'' y el pueblo que habitan la ciudad. Ese antagonismo irreductible indica el conflicto inherente a toda forma de gobierno, de todo poder instituido. Maquiavelo, según Lefort (2010, p. 199), instala la idea de un vacío, en el lugar donde el pensamiento se aseguraba la presencia de un orden divino o natural. El reverso de este antagonismo constitutivo y constituyente de lo social es la necesidad de encontrar una salida simbólica, reguladora del poder, a los efectos de no destruir la sociedad. En suma, se sostiene que, lejos de establecer una relación de oposición, la política y lo político mantienen una relación de complementariedad.
La teoría lefortiana de la democracia radical halla sus fuentes en el ''momento maquiaveliano''. Mirada ''agonística'' de la política en la que el diálogo o concordia surge como manifestación del desacuerdo y la desunión social. La revolución democrática emerge una vez destruido el cuerpo del rey, momento en el que el símbolo del poder ya no radica más en algo tangible, pierde corporeidad, queda diseminado, difuso en la sociedad, lo que en cierto modo devela más que nunca, la división social como fundamento del poder. Lefort (1983) afirma:
El poder aparece como un lugar vacío, y aquellos que lo ejercen como simples mortales no lo ocupan sino temporalmente y no sabrían instalarse en él sino por la fuerza o por la astucia; [...]: la unidad no podrá, en lo sucesivo, hacer desaparecer la división social. La democracia inaugura la experiencia de una sociedad inaprensible, ingobernable, en la que el pueblo será llamado soberano, es cierto, pero dónde no dejará de preguntarse sobre su identidad, en donde ésta permanecerá latente (pp. 14–19).
El rasgo principal de la democracia moderna es precisamente que ninguna persona o grupo puede ocupar ni personificar el poder, aunque esta ilusión ''principesca'' pueda sostenerse en una dimensión simbólica, lo cierto es que, a pesar de afirmarse en la soberanía popular, el pueblo no constituye una asamblea que pueda realmente decidir; en este sentido, la democracia no puede reducirse a una forma de gobierno. La noción del lugar del poder como un lugar vacío, teoriza la democracia como una experiencia radical en tanto la imposibilidad de cualquiera de los humores sociales de asirse al poder. Esta imagen de inclusión infinita, aunque no es un concepto fiel al pensamiento de Lefort, se halla en las antípodas del totalitarismo. No obstante, como también reconoce Lefort, en un diálogo entre lo instituyente y lo instituido del poder que contiene las reflexiones de Nicolás Maquiavelo y Etienne de La Boêtie: el deseo de libertad puede ser eclipsado por el deseo de servidumbre,4 como la imposibilidad de institución de ambos puede llevar a la guerra de todos contra todos.
Notas
* Este artículo es producto de una ponencia presentada en el X Congreso Nacional y III Congreso Internacional sobre democracia: ''La democracia como proyecto abierto: nuevo orden mundial y desafíos del siglo XXI'' durante los días 3 al 6 septiembre de 2012, Rosario, Argentina.
1 Más allá de los referentes específicos de la lectura ''maquiavélica'' como Inocent Gentillet (1968), Federico II de Prusia (1995), Benedetto Croce (1952), entre otros, la imagen de Maquiavelo asociada al autor de una doctrina política perversa según la cual ''el fin justifica los medios'' aparece como una inscripción en la opinión general del lector de El Príncipe, que ha persistido por más de cuatro siglos. Si bien esta interpretación es cuestionada desde hace varios años por la filosofía y la teoría política, no deja de ser predominante no solo en el sentido común, sino en algunos trabajos de Ciencia Política que ligan el pensamiento de Maquiavelo con la idea de ''decisionismo'', especialmente los estudios dedicados al populismo latinoamericano (Bosoer, 2000, pp. 115–126). Por otra parte, el ''maquiavelismo'' porta la idea de Maquiavelo como un técnico de la política en su concepción ''amoral'' del poder moderno (Wolin, 1973; Strauss, 1963). Claude Lefort es profundamente crítico de esta interpretación ya que considera que alguien que se ha ocupado del problema de los regímenes corruptos y considera el régimen republicano como el superior (Maquiavelo, 2003a, [cap. V] pp. 77–78), no puede ser considerado un técnico puro, un autor cínico o amoral (Lefort, 2010, pp. 570–571).
2 El campo agonístico que instituye lo político es una idea recuperada en el siglo XX por Hannah Arendt (1997) y Carl Schmitt (1998). Lefort, va más allá y descubre que para Maquiavelo (2003a, [cap. IX] pp. 96–99) existe un conflicto irreductible en el centro de toda forma de gobierno. Con esto, Maquiavelo se convierte, como señala Oliver Marchart (2009), en un precursor filosófico del momento de lo político, que se vuelve históricamente pertinente con la revolución democrática. Maquiavelo marca un camino aún no recorrido. La legitimidad del poder no descansa en la norma, la ley, la creencia o la tradición, sino en la institución de lo social anclada en las relaciones de fuerzas sociales, en este antagonismo constitutivo presente en cada ciudad. Pero este antagonismo —como tal— es irreductible, de modo que la legitimidad de su institucionalización siempre es precaria. Como escribe Lefort (2010): ''A diferencia de Marx, Maquiavelo entiende la división social como constitutiva de la sociedad política y, por tanto, como insuperable'' (p. 568). Por esta razón, su republicanismo no es el de los humanistas cívicos que pretendían asegurar la armonía de la sociedad, retomando la tradición aristotélica.
3 Si bien el conflicto es constitutivo de lo político —como claramente a principios del siglo XX ha demostrado Carl Schmitt— el pensamiento político, desde la búsqueda del buen gobierno hasta el pensamiento político moderno, ha buscado ocluir esta dimensión conflictiva entendiendo la institución de lo social a partir de formas de organización acordes con un postulado de paz perpetua o armonía (Rancière, 1996). Claude Lefort (1991, p. 187) ha contribuido a reflexionar sobre el paso y la relación entre lo instituyente y lo instituido a partir de profundizar la distinción entre lo político y la política, estando lo primero vinculado a lo instituyente y a la dimensión simbólica de lo social; y lo segundo, a la administración de lo instituido. Así, mientras la política se mueve en un plano óntico, el de la lógica instrumental, lo político se relaciona con el plano ontológico (Marchart, 2009). Si bien —a partir de Lefort— es clara la distinción entre el momento de lo instituyente y el de lo instituido, ambos momentos no son independientes: lo político trastoca la política, al tiempo que es su condición de posibilidad. Lo político otorga sentido a las relaciones del espacio social, condiciona la política, a la vez que queda ocluido por esta. Lo político no niega, sino que asume como propia la división social, esto hace posible la política pero también la subvierte, por eso la política necesita ocultar aquello que le da vida. En esto, Lefort es deudor de Maquiavelo, que describe la lógica del poder a partir de los deseos contrapuestos de ''los grandes'' y el pueblo.
4 Escribe Lefort (1990): ''Allí donde la pérdida de los fundamentos del orden político y del orden del mundo es sordamente experimentada, allí donde la institución de lo social hace surgir el sentido de una indeterminación última, el deseo de libertad conlleva la virtualidad de su inversión en deseo de servidumbre'' (p. 193).
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