Introducción
El triunfo de Hugo Chávez en las elecciones presidenciales en Venezuela a finales de 1998 marcó el punto inicial del ascenso de gobiernos de izquierda y centroizquierda en América Latina. Si bien las circunstancias nacionales y los alcances político-económicos de los gobiernos “progresistas” fueron diversos, lo que tenían en común era una postura crítica frente al modelo neoliberal -introducido en la región desde la década de los 70- y un distanciamiento de los Estados Unidos como potencia hegemónica regional. El fortalecimiento de la izquierda fue el resultado de luchas políticas y movilizaciones sociales, adelantadas y organizadas por las clases subalternas. Las protestas se dirigieron ante todo contra las políticas neoliberales de privatización, desregulación y liberalización prescritas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, en respuesta a la crisis de la deuda a principios de la década de los 80 (Ellner 2014; Szalkowics y Solana 2017).
El ciclo progresista alcanzó su punto más alto en 2014, cuando los gobiernos con una orientación “post-neoliberal” estaban en el poder en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Cuba, Ecuador, El Salvador, Nicaragua, Uruguay y Venezuela. Sin embargo, la gran mayoría de las medidas neoliberales implementadas durante las décadas de los 80 y 90 en materia de comercio, finanzas e impuestos no fueron revertidas. Solamente en una minoría de países, como Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, la tendencia hacia las privatizaciones fue parada y reemplazada por políticas de nacionalización (Brand 2016; Webber 2017). Mientras tanto, en Chile, Colombia, México y Perú la derecha y la ultraderecha mantuvieron su poder en defensa del orden establecido y del proyecto neoliberal. En 2012 estos cuatro países, que mantienen unas estrechas relaciones políticas y económicas -y en el caso de Colombia también militares- con los Estados Unidos, fundaron la Alianza del Pacífico, una organización intergubernamental que apunta a la expansión y profundización del proyecto neoliberal en América Latina (Estrada, 2014; Serrano y Rojas, 2013).
La amenaza que los gobiernos progresistas han representado para las oligarquías en América Latina provocó la movilización de sus recursos económicos y sociales para influenciar las elecciones, con el fin de recuperar el poder estatal y revertir las políticas implementadas por estos gobiernos. Sin embargo, las oligarquías latinoamericanas no solamente han utilizado estrategias institucionales de fortalecimiento de partidos políticos de derecha. También se han apoyado en movimientos electorales no partidistas, que impulsaron campañas mediáticas, protestas callejeras y acciones de desestabilización económica. A esto se agregan estrategias no electorales como golpes militares y legislativos, el paramilitarismo, el lobby con empresas, medios de comunicación, organizaciones religiosas y otros grupos de la sociedad civil (Cannon, 2016; Longa y Solana, 2017).
En los últimos tres años las fuerzas políticas de derecha han logrado recuperar terreno político en varios países anteriormente gobernados por la izquierda. Los acontecimientos más destacables de esta tendencia son los triunfos electorales de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales en Argentina y de la Mesa de Unidad Democrática (MUD) en Venezuela en las elecciones parlamentarias en 2015, el golpe parlamentario contra la presidenta Dilma Rousseff en Brasil en 2016, el auge de la ultraderecha en Colombia y Brasil en 2018, tras las victorias electorales de Iván Duque y Jair Bolsonaro, un ex-militar con tendencias abiertamente fascistas. La única excepción de esta tendencia fue el triunfo del candidato de centro-izquierda, Andrés Manuel López Obrador, en las elecciones presidenciales en México a mediados del mismo año. Sin embargo, los intentos de la derecha de derrocar los gobiernos progresistas tienen una trayectoria más larga y no se han limitado a los escenarios electorales. Es indispensable mencionar aquí los golpes fallidos contra Hugo Chávez en 2002, Evo Morales en 2008 y Rafael Correa en 2010, la expulsión legislativa de Manuel Zelaya en 2009 y de Fernando Lugo en 2012 (Cepeda y Tascón, 2015).
El objetivo de este artículo es analizar el papel que ha jugado Colombia en el resurgimiento de la derecha en Latinoamérica en los últimos años, como país que históricamente ha sido gobernado por partidos oligárquicos y el principal aliado de los Estados Unidos. En la primera parte se presenta un marco teórico que se basa principalmente en los conceptos Estado capitalista y estatalidad periférica. En la segunda se analizan el origen, las partes constitutivas, los objetivos y el modus operandi del bloque de poder contrainsurgente en Colombia. En la tercera se examina el papel de este bloque en el resurgimiento de la derecha en la región, enfocándose en tres aspectos claves: la relación entre Colombia y los Estados Unidos, la presencia del país andino en los escenarios multilaterales y la postura de los gobiernos colombianos frente a la Revolución Bolivariana en Venezuela. Finalmente, en las conclusiones se resumen los puntos más relevantes de la argumentación.
1. Marco teórico y conceptual
a) El Estado capitalista
Desde una perspectiva histórico-materialista, el Estado capitalista no es un simple instrumento de las clases dominantes ni un sujeto neutral con una racionalidad propia que actúa a favor del “bien común”. Por el contrario, el Estado burgués es una relación social de poder, más exactamente la “condensación material de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase” (Poulantzas 1979, 154). A la vez, es la forma política concreta de la relación capitalista, en el sentido de que radica en, y, al mismo tiempo, juega un papel constitutivo para las relaciones sociales de producción capitalista. Sin embargo, dado que las clases dominantes y sus fracciones no siempre comparten los mismos intereses, las políticas estatales no pueden ser derivadas directamente de la lógica de la acumulación de capital. Más bien, los conflictos sociales se articulan políticamente afuera y dentro de las instituciones y aparatos estatales.
El Estado debe entenderse como un campo de luchas, dentro del cual los diferentes grupos sociales (clases y fracciones de clase) compiten por la realización de sus intereses particulares y la transformación de estos en políticas vinculantes para toda la sociedad en perspectiva de construir hegemonía (Jessop, 1991). El Estado tiene una materialidad propia y una selectividad estratégica inscritas en su estructura, en el sentido de que dispone de un conjunto complejo de mecanismos institucionales y prácticas para obstruir unos intereses y facilitar otros, siendo concreción histórica y resultado de la pugna entre clases y facciones de clase por el posicionamiento de sus estrategias y proyectos políticos (Jessop 2008; Poulantzas 1970). El papel del Estado con respecto a las clases dominantes, en particular a la burguesía, es el de organizarla en un bloque en el poder, que está conformado principalmente por las diferentes fracciones de la clase capitalista. Este bloque también puede incluir otras clases dominantes, como los grandes terratenientes en los países dominados y dependientes de la periferia (Poulantzas, 1979).
El bloque en el poder generalmente está encabezado por una clase o fracción hegemónica, que organiza el consenso dentro del bloque y asume el liderazgo de la incorporación hegemónica de las clases subalternas. No obstante, producto de las contradicciones internas, que existen dentro de este bloque en determinados momentos y circunstancias, varía la predominancia de una de las fracciones en el liderazgo hegemónico. Esto puede evidenciarse en la conducción del Estado que, aun manteniendo una separación formal de poderes, no deja de estar circunscrito a la primacía del poder ejecutivo y con ello a la priorización de los intereses de la fracción hegemónica (Poulantzas, 1970). Sin embargo, esto no significa desconocer que “el grado de complementariedad o de conflicto entre las ramas, las instituciones y las políticas que conforman el aparato estatal, estarán determinados todos por el balance concreto de la lucha de clases y las condiciones de acumulación de capital” (Rojas 1981, 171)
b) Estatalidad periférica
Si bien el sistema capitalista apunta a la creación de un mercado mundial integrado y unificado, a partir del siglo XVII el Estado nacional centralizado y territorialmente delimitado surge como forma política dominante dentro del sistema internacional. Esta fragmentación política, junto con el carácter del capitalismo de generar un desarrollo desigual y combinado en términos espacio-temporales, explican la existencia de unas condiciones políticas y económicas diferenciadas entre los países capitalistas que llevan al surgimiento de unas relaciones de dominación y subordinación dentro del mercado mundial y el sistema internacional (Gerstenberger 2007; Hirsch 2005). Debido a que la constitución de un Estado siempre se materializa en un contexto histórico determinado, los países dominantes no son ajenos a la construcción y consolidación de una estatalidad periférica y dependiente, sino que, por el contrario, juegan un rol de fundamental importancia en este mismo proceso.
Este desequilibrio de poder se manifiesta también en la integración subordinada y dependiente dentro de la división social de trabajo a nivel internacional de los países periféricos y en la implementación de estrategias de control político y militar por parte de los países céntricos. En la periferia siguen predominando formas personales de dominación, que se reflejan en el hecho de que las clases dominantes tiendan a utilizar el Estado como un instrumento oligárquico para la apropiación privada de recursos (Zelik, 2015). El Estado periférico tiene poca autonomía relativa frente a las clases sociales dominantes y también la separación entre el Estado y la sociedad civil, que caracteriza el Estado capitalista, está menos marcada que en los países industrializados. Por la falta de concesiones materiales a las clases subalternas, el Estado periférico tiene una capacidad limitada para construir un consenso hegemónico, lo cual lleva al predominio de la coerción y la violencia en la implementación de estrategias de acumulación, formas autoritarias de estatalidad y la prevalencia de prácticas clientelistas y corruptas (Becker 2008). En comparación con los países dominantes, en la periferia el capital extranjero transnacional forma parte del bloque en el poder y asume una posición central dentro del mismo, debido al control de los sectores estratégicos (minero-energético, financiero e infraestructura) de las economías dependientes.
2. Estado oligárquico, contrainsurgencia y neoliberalismo autoritario en Colombia
a) El Estado oligárquico fuerte en Colombia
La formación histórica del Estado en Colombia ha sido marcada por el predominio político de la oligarquía, la presencia e influencia de los países capitalistas dominantes -principalmente de los Estados Unidos- y la exclusión y marginalización de las clases subalternas (Palacios y Safford, 2002). El poder político de la oligarquía colombiana radica en, y a la vez facilita, la reproducción de una estructura económica caracterizada por unos altos niveles de concentración de los medios de producción y por la integración subordinada y dependiente -como país exportador de recursos naturales y productos agrícolas- dentro de la división internacional del trabajo en el mercado mundial. La desigualdad social, junto con las diferencias étnicas que históricamente han reforzado la dominación de clases, han facilitado la captura y el uso instrumentalista del Estado colombiano por parte de la oligarquía (Hylton 2017; Richani 2013).
La configuración del Estado en Colombia ha sido limitada no solamente por la estructura económica desfavorable heredada de la época colonial y la dependencia a nivel internacional, sino también por la especificidad topográfica del país andino y el uso de las guerras civiles por parte de la oligarquía para fines económicos y la construcción de redes clientelistas (Zelik, 2015). Desde la independencia hasta la década de los 90, la oligarquía colombiana se agrupaba políticamente en dos partidos de masas, el Partido Liberal y el Partido Conservador. La Constitución de 1991 abrió el sistema político para la participación de otras fuerzas sociales y, al mismo tiempo, la oligarquía se volvió menos dependiente de los partidos tradicionales. Esto se hace evidente a inicios del siglo XXI con el surgimiento de nuevas alianzas y coaliciones de derecha, basadas más en el liderazgo caudillista, como demostró el caso del expresidente Álvaro Uribe. Los partidos de izquierda han jugado un papel marginal en la historia política del país, debido a la exclusión política, la persecución y la represión estatal y paramilitar, la fracturación interna y la cooptación burocrática y clientelista de la clase trabajadora por parte de los partidos tradicionales (Archila 2009; Bergquist 2017).
Con respecto a las clases subalternas, el Estado colombiano no ha logrado integrar las reivindicaciones sociales y políticas de las mayorías y articularlas con los proyectos e intereses de las clases dominantes. La incapacidad histórica de construir un consenso hegemónico estable en el interior del bloque de poder y la falta de voluntad de hacer concesiones materiales a las clases subalternas, ha conllevado altos niveles de conflictividad social, la formación de un aparato estatal autoritario y la implementación de estrategias de control político y social. El Estado colombiano no es un Estado “fallido” o “débil” (Goldstone 2008; McLean 2002), sino que debería ser concebido como un Estado oligárquico fuerte; es decir, como un Estado “excluyente, extremadamente violento” vis à vis a las clases subalternas y “al servicio de intereses oligárquicos particulares” (Zelik 2015, 168). En la década de los 60, la falta de hegemonía y la intensificación del conflicto social y político llevaron a una confrontación armada entre el Estado oligárquico colombiano -apoyado militarmente por los Estados Unidos- y las insurgencias guerrilleras, y a la implementación de una estrategia de guerra contrainsurgente.
b) El bloque de poder contrainsurgente
Después de la segunda guerra mundial, el reordenamiento del capital a nivel internacional se llevó a cabo en un contexto de alta conflictividad, debido a las luchas anticoloniales y antiimperialistas en África, Asia y América Latina (Hobsbawm, 1995). Este escenario provocó la formulación y la implementación de una estrategia de guerra contrainsurgente, agenciada y promovida desde el gobierno estadounidense para acoplar las nuevas dinámicas de carácter insurgente y antisistémica de los sectores subalternos (Zelik, 2015). La estrategia contrainsurgente global se evidenció en las prácticas y proyectos de apoyo y la injerencia de los Estados Unidos y su alianza con el bloque en el poder en los diferentes países.
En América Latina la contrainsurgencia como estrategia preventiva contra cualquier intento de transformación política y social tuvo un impacto político y militar fuerte a partir de la década de los 60 (Noche y Niebla 2004; Equipo Nizkor 2001). La base ideológica para la “Doctrina de Seguridad Nacional”, promovida por los Estados Unidos, era la idea de que en la lucha contra la insurgencia el Estado y todos los espacios de la sociedad civil se convirtieran en terreno militar. El concepto insurgencia incluyó a todos los individuos, grupos y organizaciones sociales que potencialmente representaron una amenaza para el orden establecido: sindicatos, partidos políticos de izquierda, movimientos sociales, organizaciones guerrilleras, periodistas, maestros, artistas, docentes universitarios críticos, etc. En Colombia el Estado oligárquico impulsó una guerra contrainsurgente con el apoyo de los Estados Unidos a principios de la década de los 60, antes de la aparición de las guerrillas (Uribe 2013; Stokes 2005). Los crecientes niveles de conflictividad social y política, y el propósito de conservar el orden político y económico condujeron a:
[la] articulación del bloque en el poder (o unidad política entre clases dominantes y un aparato estatal característicamente centralista) y coaliciones políticamente dominantes, (...) en torno al sofocamiento de todas las formas de oposición -armada y civil- que afecten la dominación y las condiciones de dominación, y de cualquier reclamación que afecte actual o potencialmente la tasa de ganancia (Franco 2009, 220).
Si bien el bloque de poder contrainsurgente en Colombia surgió durante la década de los 60, solamente logró consolidarse en las últimas tres décadas. Durante este tiempo se ha realineado y reorganizado en función de las disputas intra-oligárquicas y de acuerdo a las coyunturas políticas. Actualmente el bloque de poder contrainsurgente incluye el capital monopolista (Grupo Empresarial Antioqueño, el Grupo Santo Domingo, la Organización Sarmiento Angulo y la Organización Ardila Lülle)(1), las asociaciones gremiales e intergremiales, partidos políticos de derecha, medios de comunicación en propiedad del capital monopolista, los Estados Unidos como potencia regional, empresas transnacionales, así como las instituciones y aparatos del Estado colombiano, grupos paramilitares, terratenientes y narcotraficantes (Franco, 2009).
Es importante anotar que el bloque de poder contrainsurgente no es monolítico, sino que se encuentra marcado por las contradicciones latentes entre las clases dominantes y sus fracciones. La disputa interna ha sido permanente en la historia política de Colombia y no siempre ha concordado con la realidad de aquellos planteamientos que buscan asociar de manera simplista, ahistórica y absoluta al Partido Conservador con sectores rurales agrícolas-ganaderos y al Partido Liberal con la burguesía industrial, comercial y financiera (Echeverri, 1986). Sin embargo, esto no significa que desaparezca la línea de confrontación principal con las clases subalternas y el objetivo común del bloque de preservar el orden existente. En esta lucha contrainsurgente los aparatos represivos del Estado oligárquico y también los grupos paramilitares han jugado un papel fundamental, siendo la condensación material de la correlación de fuerzas sociales y la expresión de la selectividad estratégica inscrita estructuralmente en el marco institucional estatal.
Si bien las Fuerzas Armadas desde el segundo decenio del siglo XX han asumido el liderazgo en la lucha contra las organizaciones sociales y los grupos guerrilleros en defensa de los intereses de la oligarquía y del capital extranjero transnacional, lo que más ha marcado la estrategia contrainsurgente en Colombia desde los años 60 es la formación de grupos paramilitares para promover una guerra irregular, ilegal y clandestina contra los sectores subversivos de la población civil. El paramilitarismo en Colombia ha sido una “estrategia informal de represión implementada por el Estado y por los grupos político-económicos de poder”, que apunta a “la transformación autoritaria de la sociedad y del Estado” (Zelik 2015, 152; 178). Los grupos paramilitares tienen un carácter clasista por el hecho de que están promovidos directa o indirectamente por las clases y fracciones de clase dominantes y, al mismo tiempo, se identifican con los intereses del bloque de poder. Sin embargo, el paramilitarismo no es simplemente un instrumento de clase o una función del Estado colombiano, sino que tiene una autonomía relativa, en el sentido de que sus objetivos económicos propios trascienden la agenda contrainsurgente (Hristov, 2009).
La política de guerra contrainsurgente y paramilitar implementada por los diferentes gobiernos colombianos durante las últimas seis décadas ha beneficiado principalmente a los terratenientes, ganaderos, narcotraficantes, agroindustriales y también al capital industrial y financiero en las ciudades y las empresas multinacionales -en muchos casos de origen estadounidense- que operan en los sectores extractivos y de seguridad (Richani 2013; Romero 2006). El proyecto paramilitar ha tenido una importante incidencia en relación con la tierra en Colombia. Su actuar ha acelerado la concentración de la propiedad de la tierra, facilitado su valorización mediante el desplazamiento forzoso de millones de campesinos y abierto las puertas a la expansión de la agroindustria y proyectos extractivistas en zonas periféricas. Las acciones paramilitares no solamente han aportado significativamente a la reestructuración del modelo económico y redefinido la posición de terratenientes, narcotraficantes y agroindustriales dentro del bloque de poder contrainsurgente, sino también contribuido de manera fundamental al establecimiento de un orden autoritario político y social (Hylton, 2017).
Paralelamente, pero con mayor intensidad durante la década de los 90 y a principios de este siglo, la lucha paramilitar se dirigió contra partidos políticos de izquierda, movimientos populares, bases sociales de las insurgencias y las guerrillas. En esta lucha contrainsurgente, la violencia extrema (masacres, torturas y asesinatos) y el miedo fueron los principios operativos del paramilitarismo (Franco y Restrepo, 2007). La brutalidad tuvo como objetivo reducir la necesidad de usar la violencia estatal y paramilitar a futuro, asegurar el disciplinamiento político de la población mediante la extensión temporal del castigo y la represión, y crear violentamente un consenso hegemónico pasivo. El lanzamiento del Plan Colombia(2) en el año 2000, que resultó en un fortalecimiento contundente de las Fuerzas Armadas, y la imagen negativa creada por las masacres paramilitares (Lindsay-Poland, 2018) frente a la comunidad internacional pusieron en cuestión la descentralización e informalización de la violencia y llevaron a la re-institucionalización y la desmovilización parcial del paramilitarismo durante los gobiernos autoritarios y neoliberales de Álvaro Uribe (2002-2010) (Cepeda y Tascón 2015; Maher y Thomson 2011).
c) Reestructuración neoliberal autoritaria
En comparación con otros países de la región, el declive de los partidos tradicionales en Colombia en la década de los 90 no terminó en una crisis de representación. Más bien, el país fue testigo de una “transformación controlada del sistema político” (Zelik 2015, 151), que se llevó a cabo a paso paralelo con la reestructuración neoliberal de la economía colombiana. En esta transformación dos aspectos tuvieron un gran impacto en las dinámicas políticas y en el desarrollo capitalista que han marcado el país en los últimos años: 1) la Constitución de 1991, que mejoró las condiciones formales para la participación política y creó las bases legales para las reformas neoliberales en Colombia; y 2) el surgimiento del uribismo como expresión política de una nueva coalición de extrema derecha a principios de este siglo, que logró cooptar a grandes sectores de las clases subalternas mediante una estrategia populista, religiosa y nacionalista. El uribismo impulsó una reorganización del bloque de poder contrainsurgente, favoreciendo una mayor inserción política de los “caciques” regionales vinculados con grupos paramilitares y, a la vez, profundizó la reestructuración neoliberal del país (Thomson, 2011).
La campaña electoral de Uribe en 2002 se basó en una coalición electoral no partidista que trascendió las maquinarias políticas institucionalizadas, representando el nexo narco-latifundista-paramilitar. Tras su victoria electoral, el gobierno de Uribe empezó a fortalecer las instituciones estatales represivas, a consolidar los poderes políticos a nivel regional y a incorporar sectores paramilitares al marco institucional del Estado. Con el apoyo del Plan Colombia, la política de “seguridad democrática”(3) resultó en un aumento significativo de las fuerzas militares, policiales y servicios de inteligencia en el marco de la lucha contrainsurgente y la “guerra contra el terrorismo” a nivel global (Rochlin, 2011). El gobierno de Uribe recibió el apoyo militar estadounidense más grande en toda la historia de América Latina, con el argumento que este era indispensable para garantizar la recuperación del monopolio estatal del uso de la fuerza. Los fondos fueron utilizados principalmente para la compra de equipamientos militares estadounidenses con el fin de ampliar el estado de excepción autoritario. Las políticas de “mano dura” de Uribe no solamente se dirigieron contra las insurgencias guerrilleras, sino también contra cualquier otro tipo de disidencia y oposición al modelo neoliberal y al Estado oligárquico fuerte.
En lo económico, el gobierno de Uribe profundizó la reestructuración neoliberal del país mediante la implementación de políticas de liberalización, privatización e internacionalización y la promoción de la inversión extranjera directa, principalmente en el sector minero-energético (Estrada 2006; Uribe 2013). Las políticas neoliberales y la confrontación armada en el campo contribuyeron significativamente al desplazamiento de millones de campesinos, que se convirtieron en mano de obra barata para los proyectos agroindustriales y el narcotráfico o se incorporaron a las masas desempleadas en los centros urbanos. Lo particular del neoliberalismo en Colombia, que surgió como régimen de acumulación dominante a partir de la década de los 70, es que se desarrolló a la par con la emergencia de grupos mafiosos y narcotraficantes que mediante la compra de tierras y la inversión en otros sectores de la economía promovieron el fortalecimiento de la clase capitalista. Al mismo tiempo, estos sectores fueron de gran relevancia para la construcción y la consolidación de la estrategia paramilitar-contrainsurgente en la década del 90 y comienzos del siglo XXI, tanto por sus vínculos históricos con el aparato estatal represivo como por ser integrantes de la alianza política liderada por Uribe (Hristov, 2009).
La reestructuración neoliberal y autoritaria, y la continuación de la estrategia contrainsurgente bajo el gobierno Uribe no hubiera sido posible sin la colaboración activa de los grandes medios de comunicación en Colombia. Históricamente, este sector se ha caracterizado por una alta concentración de propiedad y un sesgo editorial a favor de los intereses oligárquicos y la reproducción del imperante modelo de acumulación. En Colombia existe una íntima relación entre la oligarquía y los centros de producción ideológica, pues capitales monopolistas como el Grupo Santo Domingo (Caracol), la Organización Sarmiento Angulo (El Tiempo) y la Organización Grupo Ardila Lülle (RCN) son los dueños de los grandes medios de información en el país. Por lo tanto, no sorprende que estos medios oligárquicos en muchos casos apoyen directamente las estrategias y proyectos políticos e intereses corporativos de las clases dominantes. Prácticamente durante toda la trayectoria del conflicto armado, los grandes grupos editoriales han minimizado los crímenes cometidos por agentes estatales y paramilitares, con el fin de crear la imagen de un Estado moralmente superior (Franco 2009; véase también García 2016). A este bloque ideológico se incorporan también tanques de pensamiento como Fundesarrollo, el Instituto de Ciencia Política- que tiene una estrecha relación con la Heritage Foundation y el Center of International Private Enterprise en los Estados Unidos- la Fundación Konrad Adenauer y el Instituto Primero Colombia, encabezado por Uribe (Cannon, 2016).
Con el triunfo electoral de Juan Manuel Santos en las elecciones presidenciales de 2010, la derecha colombiana empezó a fraccionarse. Durante sus dos periodos de gobierno (2010-2018), Santos representó los intereses de la oligarquía y el capital transnacional y, al mismo tiempo, abrió un camino real hacia una negociación con las insurgencias, haciendo unas mínimas concesiones a cambio de su desmovilización, con el fin de crear mejores condiciones para la inserción del país en los mercados globales. Mientras tanto, Uribe abanderó una postura guerrerista, que se oponía a ciertos puntos de la negociación, que iban en contra de los intereses de sectores terratenientes, ganaderos, y agroindustriales vinculados con el narco-paramilitarismo. Esta disputa explica también por qué la clase terrateniente y sus aliados, que históricamente se han inclinado hacia el conservadurismo y la ultraderecha, fueron relativamente debilitados, marginados y excluidos de la administración política durante el gobierno Santos. Sin embargo, aunque durante ese período Uribe lideró la extrema derecha, mientras Santos representó una derecha más moderada con respecto a las estrategias políticas perseguidas en la lucha de clases, ambos estaban de acuerdo en que el modelo neoliberal y extractivista en Colombia debería ser profundizado y expandido territorialmente, y mantenido el carácter autoritario y contrainsurgente del Estado oligárquico (Richani 2018; Rodríguez 2014).
d) El proceso de paz y la reorganización del bloque de poder contrainsurgente
El tema que más ha dividido a Santos y a Uribe y también al bloque de poder contrainsurgente en los últimos años ha sido el proceso de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), iniciado públicamente en octubre de 2012 y finalizado en 2016 con la ratificación del acuerdo de paz. Si bien las negociaciones en La Habana excluyeron el tema de la propiedad latifundista en el campo, los grandes terratenientes y sus aliados políticos dentro del Partido Centro Democrático, fundado en 2013 por Álvaro Uribe, vieron con preocupación los pasos dados por el gobierno de Santos en la mesa de negociaciones, especialmente en el tema de la restitución de tierras despojadas (“¿Quién tiene la tierra?”, 2013).
Si bien el acuerdo de paz posibilita una apertura democrática para los sectores de izquierda, no pone en duda las instituciones del Estado oligárquico ni el modelo neoliberal-extractivista, que ha caracterizado a la economía colombiana durante las últimas tres décadas. Más bien, el acuerdo de paz con las FARC-EP permite expandir el imperante régimen de acumulación a aquellas regiones del país donde la guerrilla ejercía un control político y militar, garantizar la seguridad jurídica para la inversión extranjera y nacional, y aumentar la oferta exportadora del país (Large y Tauss, 2015). Siendo así, la política de paz del gobierno de Santos respondió a la creciente necesidad estructural de acelerar la incorporación de Colombia a las cadenas globales de valorización y a la vez reflejó el liderazgo hegemónico asumido por el capital monopolista colombiano orientado hacia los mercados internacionales y el capital extranjero transnacional dentro del bloque de poder contrainsurgente.
A pesar del hito histórico que representa el acuerdo de paz, la decisión del gobierno de Santos de someterlo a un plebiscito en octubre de 2016 fortaleció a la oposición política del proceso de paz, encabezada por el expresidente Uribe. La campaña del “No” preparó el terreno para el retorno de la extrema derecha en las elecciones presidenciales de 2018, lo cual posibilitó una nueva reorganización del bloque de poder contrainsurgente. La victoria electoral del candidato uribista, Iván Duque, dio continuidad a la dominación política y al control del aparato estatal por parte de este mismo bloque. No obstante, el resultado solo fue posible a partir del apoyo brindado por el conjunto de las clases y fracciones de clases dominantes, los medios oligárquicos de comunicación y varios gremios (“Gremios le dieron su respaldo”, 2018). Estos sectores desarrollaron una campaña basada en miedo y temor, creando un falso imaginario alrededor de la supuesta entrega del país a la guerrilla y la amenaza “castro-chavista”. Con la elección de Duque, Colombia fue testigo del retorno político de la facción de ultraderecha a la presidencia - vinculada con el crimen organizado y el paramilitarismo- que, contrario al gobierno anterior, aboga parcialmente por el diálogo y prioriza la confrontación y la represión para mitigar las consecuencias sociales de las políticas neoliberales y contener a los sectores subalternos.
Sin embargo, la inesperada votación lograda por el ex-alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, como candidato ajeno al bloque de poder contrainsurgente y expresión del conjunto de los sectores contrahegemónicos, fue histórica y permite avizorar la posibilidad del reagrupamiento de las clases y sectores subalternos para las próximas elecciones regionales y las presidenciales en 2022 (“Petro, el político”, 2018). Este escenario indudablemente tendría un impacto fuerte en el contexto regional, especialmente en relación con la elección de López Obrador en México. Sin embargo, un eventual debilitamiento de la derecha y del bloque de poder contrainsurgente en estos cuatro años dependerá sobre todo del desarrollo de la movilización política contra el nuevo gobierno, impulsado por los movimientos sociales en las ciudades y por las comunidades en resistencia y en defensa de sus territorios en el campo. Durante el primer año de la presidencia de Duque, diferentes sectores sociales (estudiantes, profesores, indígenas y campesinos) manifestaron su inconformidad con las políticas del gobierno y convocaron un paro nacional para finales de abril de 2019.
Con la elección de Duque la extrema derecha ha asumido nuevamente el liderazgo político dentro del bloque de poder contrainsurgente, logrando el posicionamiento de su candidato como opción preferible para las clases dominantes y sus fracciones, y para el capital transnacional extranjero. Sin embargo, esto no significa que la ultraderecha haya logrado construir hegemonía dentro de dicho bloque. Por el contrario, varias de sus propuestas legislativas como la reforma tributaria o las objeciones a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP)(4) han sido rechazadas en el Congreso, por parte de aquellas facciones políticas que apoyaron la elección de Duque. El gobierno de Duque cerró la puerta para una solución negociada del conflicto con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y ha dilatado y obstaculizado la implementación de los acuerdos de La Habana con las, entonces, FARC-EP. Bajo la nueva administración se percibe que la clase terrateniente y sus aliados están ganando influencia nuevamente. El personal nombrado en entidades como la Agencia de Desarrollo Rural y la Unidad de Restitución de Tierras ha recibido críticas por su poco conocimiento en el campo de trabajo y su proveniencia de gremios agroindustriales (“Palma de aceite” 2018; “Presidente Duque defiende” 2018). Esta tendencia se refleja también en el nombramiento controvertido del nuevo director del Centro Nacional de Memoria Histórica (“Pese a la polémica” 2019).
Además, la política del nuevo gobierno está acompañada por el interés de desacreditar y criminalizar la protesta y la movilización social (“Guillermo Botero propone” 2018; “Grupos armados financian” 2018) en un contexto marcado por el aumento de amenazas y los asesinatos selectivos de líderes sociales a dos años de la firma del acuerdo de paz (“Agresiones contra líderes” 2018). En otras áreas políticas se percibe un retroceso en el campo de los derechos civiles, soluciones democráticas a los conflictos y en legislación de tinte liberal, hacia unas políticas más represivas. Entre ellos cabe mencionar el decreto presidencial sobre la penalización de la dosis mínima, la propuesta de la cadena perpetua (“Duque pide a conservadores” 2018) y el proyecto de ley que busca modificar la consulta previa (“Así es el proyecto de ley” 2018). Además, la propuesta del Centro Democrático de unificar las diferentes cortes, establecidas en la Constitución de 1991, demuestra que el proyecto político de la extrema derecha colombiana apunta a una transformación autoritaria de los aparatos e instituciones del Estado oligárquico (“Cómo Duque se bajó” 2018). Estas iniciativas tienen un alto nivel de coincidencia con las posturas expresadas por el actual presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, y van en sintonía con el resurgimiento de la derecha a nivel regional.
3. El papel de Colombia en el resurgimiento de la derecha en América Latina
a) Colombia como aliado estratégico de los Estados Unidos
Las relaciones bilaterales entre Colombia y los Estados Unidos se establecieron durante el siglo XIX en el marco del proceso de independencia, cuando el país andino pasó de una subordinación como colonia española a la subordinación como Estado nacional bajo el liderazgo hegemónico estadounidense (Regalado, 2006). Esta relación económica, política y militar se profundizó en la época de posguerra tras la configuración de un orden bipolar a nivel mundial en el contexto del macartismo en los Estados Unidos y la lucha contrainsurgente en Colombia (Díaz Arenas, 1989). En las décadas del 50 y 60 Colombia se consolidó como principal aliado de la potencia norteamericana en la región y como Estado satélite en el marco internacional de la Guerra Fría.
Las relaciones entre los dos países se intensificaron aún más a partir de la década de los 90, cuando Colombia se convirtió en el principal receptor latinoamericano de la asistencia militar estadounidense (Petras, 2001). El Plan Colombia fortaleció especialmente las Fuerzas Armadas colombianas en su lucha contrainsurgente y facilitó la recuperación territorial y el control militar de los recursos naturales, considerados estratégicos para los Estados Unidos. En las últimas dos décadas, Colombia ha jugado un papel importante en la defensa de los intereses de los Estados Unidos en la región, como bastión contrainsurgente y neoliberal, frente a la emergencia de movimientos sociales en lucha contra el neoliberalismo y los triunfos electorales de los gobiernos progresistas (Jiménez, 2015).
En 2009 Colombia y los Estados Unidos firmaron un acuerdo militar que dio continuidad y, al mismo tiempo, amplió la presencia de tropas estadounidenses en el país. El acuerdo no solamente se basa en la cooperación militar, en asuntos de logística, operatividad, entrenamiento e instrucción, sino que menciona la posibilidad de realizar actividades conjuntas para enfrentar amenazas comunes (Vega, 2012). Además, permite el uso de siete bases militares en el territorio colombiano por parte de militares, contratistas y otros funcionarios estadounidenses, facilitando el control aéreo de toda la región bajo el mando del Comando Sur. El acuerdo está en concordancia con la reactivación de la IV Flota de la Marina estadounidense y da continuidad a la política de apoyo militar y contrainsurgente desarrollada desde la firma del Plan Colombia en 2000.
La alianza entre Colombia y los Estados Unidos puede denominarse una “cooperación dependiente asociada” (Tickner y Morales, 2015), en la medida en que no ha sido una imposición de los Estados Unidos, sino una acción desarrollada con el consentimiento pleno del Estado oligárquico colombiano y de los intereses predominantes dentro del bloque de poder. El fortalecimiento de las Fuerzas Militares colombianas y la experiencia ganada en la lucha contrainsurgente han mejorado el reconocimiento del país andino a nivel mundial y lo han posicionado como uno de los principales países exportadores de seguridad y proveedores de entrenamiento de fuerzas militares y policiales, en estrecha cooperación con el gobierno estadounidense. Este aspecto cobra gran importancia a la luz de los procesos de paz, en vía del redireccionamiento de las capacidades militares hacia el extranjero, lo cual se refleja en el ingreso de Colombia como socio global a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) (“Colombia será el primer” 2018).
En los últimos años, Colombia y los Estados Unidos también han profundizado sus vínculos económicos mediante la firma del Tratado de Libre Comercio en 2012 y la participación de Colombia en la Alianza del Pacífico, promovida por los Estados Unidos tras el fracaso del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en 2006 por decisión de los gobiernos progresistas. Además, el acuerdo de paz firmado con las FARC-EP y apoyado por el gobierno de Barack Obama (“Statement by the President”, 2016) permite la expansión del proyecto neoliberal y extractivista, y la llegada del capital estadounidense a los territorios donde hace algunos años hubiera sido imposible desarrollar megaproyectos minero-energéticos y agroindustriales (Hylton y Tauss, 2016). Este asunto también podría tener relevancia en términos políticos, por el hecho de que en el pasado empresas multinacionales fueron denunciadas, investigadas y sancionadas por la financiación de grupos paramilitares y el desarrollo de la estrategia contrainsurgente en Colombia (“La historia que llevó” 2018; “Los casos de Chiquita” 2007). Bajo la administración de Trump y el gobierno de Duque, las relaciones bilaterales se han enfocado principalmente en la reducción de los cultivos de coca, ante su aumento en los últimos años, y en la intensificación del conflicto con Venezuela, dentro del cual Colombia juega un papel protagónico de manera directa y también en los escenarios multilaterales.
b) Colombia en los escenarios multilaterales
Durante la época de posguerra, los escenarios multilaterales en América Latina estaban marcados por un panamericanismo bajo el liderazgo hegemónico estadounidense. Entre 1948 y 1965 se fundaron diferentes organismos multilaterales como la Organización de los Estados Americanos (OEA), la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), el Mercado Común Centroamericano (MCCA) y la Comunidad del Caribe (CARICOM), que reflejaron el predominio del modelo de acumulación, enfocado en la industrialización por sustitución de importaciones (ISI) y los mercados internos. Con la reestructuración neoliberal a partir de los años 70, el panamericanismo relativamente cerrado fue reemplazado por un regionalismo abierto, que se manifestó en la creación del Mercado Común del Sur (MERCOSUR), la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) durante la década de los 90 (Sanahuja, 2012).
La llegada al poder de gobiernos progresistas a partir de finales de los 90 provocó un reordenamiento político de las relaciones regionales y los escenarios multilaterales, y dio inicio a una etapa demarcada por un regionalismo post-neoliberal. Los gobiernos de Venezuela y Brasil impulsaron iniciativas como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), Petrocaribe, la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), el Banco del Sur y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), que se dirigieron contra la injerencia estadounidense en defensa de la autonomía y la integración regional (Bernal-Meza, 2013). Paralelamente a este proceso y como respuesta al proyecto progresista integrador, países gobernados por la derecha como Chile, Colombia y Perú firmaron tratados bilaterales de libre comercio con los Estados Unidos y la Unión Europea, así como acuerdos multilaterales como la Alianza del Pacífico, que también incluye a México. Según Estrada (2014, 36), esta alianza busca la “integración neoliberal en dirección a una inserción más profunda de la Región en las dinámicas de la acumulación transnacional y de la mundialización capitalista, en consonancia con los intereses estratégicos de Estados Unidos”, en un momento crítico para la continuidad y viabilidad de los diferentes proyectos de los gobiernos progresistas.
El papel de Colombia en la agenda estadounidense y en estos escenarios multilaterales refleja el carácter específico del modelo de acumulación en el país, la orientación de la oligarquía colombiana y del bloque de poder contrainsurgente y la relación histórica con los Estados Unidos como principal aliado en la región. Durante los gobiernos de Santos, Colombia se mantuvo alejada de la conflictividad en los escenarios multilaterales, con el fin de adelantar las negociaciones de paz con las FARC-EP que requerían un ambiente regional favorable y unas relaciones amigables, sobre todo con los países garantes y acompañantes: Venezuela, Cuba, y Chile. El país andino participó, por un lado, en iniciativas como la UNASUR y la CELAC e intensificó, por el otro, la inscripción de su régimen de acumulación extractivista-neoliberal a través de acuerdos comerciales bilaterales (“Maduro anuncia” 2014). Además, en los últimos años Colombia también ha profundizado sus vínculos económicos con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) (“Colombia entra a la OCDE”, 2018).
Con el fin de las negociaciones de paz y la llegada del gobierno de Duque la política regional parece tomar un rumbo más claro hacia la derecha. Durante las primeras semanas del nuevo gobierno, Colombia se adelantó a varios países que habían decidido suspender temporalmente su participación y el apoyo financiero a UNASUR, y anunció su retiro del organismo. Según el presidente colombiano, este paso se dio porque UNASUR “fue creada para ser el instrumento de complacencia, validación y complicidad con el régimen de Venezuela” (“Colombia se retira”, 2018). En el contexto regional, la actual situación en Venezuela parece ser decisiva para la desintegración del proyecto progresista en la región y, al mismo tiempo, junta a sus opositores, mejorando las condiciones políticas para el establecimiento del modelo de integración neoliberal liderado por la derecha. Frente a este escenario, Colombia promovió la creación del Grupo de Lima y, junto con Chile, el Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur) en marzo de 2019. El Grupo de Lima, una instancia multilateral integrada por varios países en Latinoamérica y acompañada por la OEA y la Unión Europea, ha asumido una postura crítica frente a la crisis humanitaria y migratoria en Venezuela (“Cancilleres de 12 países”, 2017) y ha sido la plataforma principal para construir un “cerco diplomático” contra el gobierno de Maduro, bajo el liderazgo informal y fáctico de los Estados Unidos.
Especialmente la OEA como organismo históricamente dominado por los intereses de los Estados Unidos ha intensificado su crítica dirigida a los países progresistas en los últimos meses. Su secretario general, Luis Almagro, uno de los más férreos opositores del gobierno bolivariano, no descartó la posibilidad de una intervención militar en Venezuela durante una reciente visita a Colombia (“Almagro no descarta”, 2018). Debido a la importancia de Venezuela en el liderazgo de los diferentes proyectos multilaterales de integración post-neoliberal, la oposición de Colombia, como país vecino y miembro de la OEA, es fundamental para su fracaso. En este contexto debe entenderse también el nombramiento de Alejandro Ordóñez como embajador ante la OEA, una persona proveniente de un sector eclesial lefebvrista que se ubica en una tradición radicalmente anticomunista del clero colombiano (“Ordóñez se posesionó”, 2018).
c) El papel de Colombia frente a la Revolución Bolivariana en Venezuela
Con el triunfo electoral de Hugo Chávez en 1998 Venezuela se convirtió en el principal impulsor del ciclo progresista en América Latina, liderando el proyecto de integración regional post-neoliberal en oposición a la influencia de los Estados Unidos. El gobierno de Chávez impulsó un proceso constituyente y renacionalizó las industrias de petróleo y gas natural, telecomunicaciones, finanzas, cemento, alimentación, supermercados, vidrio y acero. Además, implementó programas de reforma agraria y social e incentivó la propiedad colectiva y la construcción de un Estado comunal (Cannon, 2013; Valencia 2015). El objetivo de este proceso de transformación socioeconómica y política era la construcción del “Socialismo del siglo XXI”, con el fin de impulsar una nueva economía “sobre la base de un amplio sustento público, social y colectivo de la propiedad sobre los medios de producción” y de establecer unas “relaciones de producción e intercambio complementarias y solidarias” (“Ley del Plan”, 2013).
En comparación con los demás gobiernos progresistas, Venezuela no solamente representa la amenaza más grande para los intereses de los Estados Unidos y las oligarquías en la región por su propósito de construir una alternativa al capitalismo, sino por su protagonismo en el ámbito multilateral y su riqueza petrolera. Venezuela es el país con las reservas petroleras comprobadas más grandes en el mundo y cuenta además con grandes cantidades de gas natural y oro (Hernandez, 2018). A esto se agrega la relevancia simbólica y el impacto político que el fracaso del socialismo en Venezuela, y del ciclo progresista en general, tendría para la izquierda a nivel regional e internacional y para la búsqueda de alternativas postcapitalistas en el futuro.
Desde sus inicios, la Revolución Bolivariana tuvo que enfrentar la oposición del gobierno estadounidense, el capital transnacional y la oligarquía venezolana. Las acciones de “Guerra de cuarta generación” (Lind et ál. 1989) y la estrategia de “golpe suave”, desarrollada por el profesor estadounidense Gene Sharp, promovieron una constante campaña de desestabilización de carácter económico, político, mediático y militar (Sharp, 2002). A Colombia le compete un papel central en esta confrontación multidimensional como fortín del modelo neoliberal, aliado estratégico de los Estados Unidos en la región, y como vecino de Venezuela. El primer periodo de esta campaña estuvo marcado por el intento de golpe de Estado contra Chávez en 2002, que fue apoyado por el gobierno estadounidense y ejecutado por un sector de militares disidentes venezolanos. El gobierno colombiano de Andrés Pastrana fue el único en la región en reconocer al presidente golpista Pedro Carmona, a quien le concedió asilo político tras el retorno de Chávez al gobierno (“Colombia concedió el asilo”, 2002).
Con la llegada a la presidencia de Álvaro Uribe, el bloque de poder contrainsurgente en Colombia intensificó sus acciones de desestabilización dirigidas contra el gobierno venezolano. Especialmente en el ámbito militar comenzaron a generarse incursiones de paramilitares colombianos en el país vecino, financiadas por empresarios, militares y políticos venezolanos, con el fin de debilitar el proceso bolivariano, asesinar al presidente Chávez y fortalecer la oposición contrarrevolucionaria en los estados fronterizos y en la capital Caracas (Britto y Pérez 2012; Cepeda y Tascón 2015; “El fallido plan paramilitar” 2012). Funcionarios del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) en Colombia participaron activamente en acciones de infiltración y años después se hizo pública la existencia de un plan de desestabilización durante el gobierno de Uribe contra Venezuela, que incluyó también la infiltración paramilitar (“Entrevista exclusiva” 2006).
En 2013 la filtración del documento “Plan Estratégico Venezolano”, diseñado por la Fundación Internacionalismo Democrático y la Fundación Centro de Pensamiento Primero Colombia, encabezadas por Uribe y la empresa estadounidense FTI Consulting, evidenció la continuidad de una estrategia de desestabilización. El documento propone aumentar el sabotaje a la infraestructura pública, “incrementar los problemas con el desabastecimiento de productos básicos de la canasta alimenticia, (…) crear situaciones de crisis en las calles que faciliten la intervención norteamericana y fuerzas de la OTAN, con el apoyo del gobierno de Colombia” y promover una insurrección militar contra el gobierno bolivariano (“Conozca el documento” 2013). Este conjunto de acciones de desestabilización ha sido acompañado de una campaña mediática internacional, liderada en Colombia por NTN24, RCN y Caracol, canales de televisión pertenecientes a la Organización Ardila Lülle y al Grupo Santo Domingo. Tras la muerte de Chávez en 2013, el gobierno de Nicolás Maduro tuvo que enfrentar el incremento de protestas y acciones violentas promovidas por la oposición (“guarimbas”) con presencia de paramilitares colombianos (Cepeda y Tascón, 2015). Asimismo, las casas de cambio en la ciudad fronteriza de Cúcuta y el contrabando de Venezuela hacia Colombia profundizaron la guerra económica, contribuyendo al desabastecimiento de productos básicos y al incremento de la inflación (Hernandez, 2018). A esto se ha sumado la intensificación de las sanciones económicas y financieras promovidas por los Estados Unidos a partir de enero de 2019. Lo anterior, sin embargo, no significa desconocer los errores cometidos por los gobiernos de Chávez y Maduro en materia diplomática y de políticas económicas (Gonzalez 2017; Sutherland 2018).
En la actualidad, el papel desestabilizador de Colombia encuentra continuidad y se acentúa con el regreso del uribismo al poder, que en los últimos años ha construido una narrativa mediática que habla de una supuesta amenaza “castro-chavista” para el orden oligárquico colombiano. Narrativa reforzada por la llegada de una alta cantidad de migrantes del país vecino a Colombia. En este contexto marcado por la situación migratoria, el gobierno de Duque ha asumido el liderazgo en el proyecto de crear un cerco diplomático contra Venezuela y -en concordancia con los Estados Unidos- no ha descartado una posible intervención militar (“Este es el primer discurso” 2018). Este discurso belicista ha sido difundido por el nuevo embajador de Colombia en Washington, Francisco Santos, por Alejandro Ordóñez como delegado ante la OEA y por el canciller Carlos Holmes Trujillo, tres importantes defensores del proyecto político y contrainsurgente que representa el uribismo (“Francisco Santos plantea” 2018).
Aunque la continuidad de la estrategia de desestabilización multidimensional es el escenario más posible, frente al resurgimiento de la derecha no puede descartarse una confrontación militar entre Venezuela y Colombia que, apoyada por los Estados Unidos, tendría unas consecuencias imprevisibles y potencialmente desastrosas para la región. Durante los primeros meses de 2019, la autoproclamación del opositor Juan Guaidó como presidente interino y el intento de violar la soberanía territorial de Venezuela bajo el pretexto de ingresar una “ayuda humanitaria” han intensificado la polarización política en el país y aumentado la posibilidad de derrocar al gobierno bolivariano con una alianza entre las fuerzas de ultraderecha de la región y el gobierno de Trump.
Conclusiones
El bloque de poder en Colombia se ha constituido a partir de una alianza histórica entre los sectores oligárquicos colombianos, el capital transnacional y el gobierno de los Estados Unidos, mediante la implementación de una estrategia contrainsurgente. Liderada por la potencia norteamericana en América Latina, en las últimas décadas esta estrategia ha apuntado a la imposición del proyecto neoliberal y extractivista y a la preservación del Estado oligárquico en Colombia. Contrario a la oleada de gobiernos progresistas que impulsaron una ruptura antineoliberal en la región a partir de los años 90, Colombia se ha caracterizado por dar continuidad a la política de alianza con los Estados Unidos y por su alineamiento con los intereses del capital transnacional. Además, debido a su importancia geoestratégica, Colombia ha jugado un importante rol de contención a esta tendencia progresista y de desestabilización de apuestas de integración regional, construidas al margen de la hegemonía estadounidense.
La estrategia contrainsurgente en la región ha logrado cambiar la correlación de fuerzas, llevando al declive y posible cierre del ciclo progresista. La llegada al poder de Donald Trump y la reciente victoria electoral de Iván Duque en Colombia y de Jair Bolsonaro en Brasil han fortalecido la tendencia de ascenso de la derecha de los últimos años en América Latina. Esta nueva realidad facilita la consolidación de los intereses capitalistas transnacionales en los escenarios multilaterales y la expansión del proyecto neoliberal, extractivista y autoritario en Colombia. El cierre del ciclo progresista cuenta aún con un obstáculo debido a la permanencia de los gobiernos de Nicolás Maduro en Venezuela y de Evo Morales en Bolivia. A la luz de esta realidad, la principal presión del bloque de poder contrainsurgente en Colombia y en la región habrá de concentrarse en la ruptura y el debilitamiento de la Revolución Bolivariana.