Introducción
El triunfo presidencial de Mauricio Macri (del Partido Propuesta Republicana [PRO], socio principal de la coalición Cambiemos)1 en Argentina (en 2015) y Jair Bolsonaro (del Partido Social Liberal [PSL]2) en Brasil (en 2018) pone el acento sobre los nuevos partidos de derecha y los estilos de sus liderazgos, en especial en países donde las condiciones para el desarrollo de partidos de derecha nacionales fueron en general adversas (Gibson 1996; Hawkins, Kitschelt y Llamazares 2010; Middlebrook 2000). Además, mientras Macri ha expresado un estilo de liderazgo moderado (Vommaro 2020), el de Bolsonaro es radical (ultraconservador y reaccionario) (Alenda 2020, 30). ¿Qué explicaría entonces que el PRO y el PSL hayan alcanzado la presidencia de la nación en países donde los partidos de derecha nacionales no han sido tradicionalmente competitivos? Asimismo, ¿qué podría explicar que sus líderes tengan estilos tan diferentes?
Para responder estas preguntas se contrastan, primero, las principales condiciones identificadas por los especialistas que contribuyeron al éxito o fracaso de los partidos de derecha en América Latina durante el siglo XX; segundo, los factores externos de mediano (coyunturales) y largo alcance (estructurales) e internos (propios de los partidos) más relevantes que favorecieron el nacimiento y triunfo del PRO y el desarrollo y éxito del PSL en el nivel nacional, además de la moderación o radicalización de sus liderazgos. Finalmente, en las conclusiones se retoman los principales hallazgos de los especialistas y se proponen interrogantes a futuro.
1. Partidos de derecha en América Latina: condiciones de emergencia
En general, la ciencia política ha prestado escasa atención al estudio de los partidos políticos de derecha en América Latina. Ello puede vincularse, por un lado, con el rol de las élites conservadoras y su disposición e incentivos para viabilizar sus intereses a través de partidos. Al respecto, la preeminencia de élites de carácter oligárquico y antidemocrático durante el siglo XIX; la exitosa representación de sus intereses por medio de vehículos no electorales, en particular, mediante alianzas y coaliciones con gobiernos cívico-militares durante el siglo XX; el cuestionamiento experimentado tras la tercera ola de democratización en relación con sus vínculos con las dictaduras, y la dificultad para construir partidos nacionales fuertes con capacidad de movilizar amplios sectores de la población debilitaron el interés por estos partidos (Alenda 2020; Gibson 1996; Luna y Rovira Kaltwasser 2014; Middlebrook 2000; Morresi 2014). Por otro lado, el “giro a la izquierda en América Latina” a inicios del nuevo siglo contribuyó a focalizar el análisis en esos partidos pasando por alto, en general, que este desplazamiento no fue lineal. Se obvió muchas veces la permanencia de los gobiernos de derecha (como en Colombia, México o El Salvador), además del éxito electoral (como en Chile) y no electoral -los llamados “golpes de palacio” en Paraguay y Honduras- de los partidos de derecha.3
En los últimos años, se han desarrollado una serie de trabajos centrados en los partidos de derecha latinoamericanos (Alenda 2020; Cannon 2016; Gibson 1996; Luna y Rovira Kaltwasser 2014; Middlebrook 2000; Morresi 2014). Estos coinciden en que existen divergencias en las trayectorias partidarias de la región y una gran variación en torno a sus perfiles ideológicos, las características sociales y económicas de sus electores y sus programas o agendas de gobierno. A su vez, concuerdan en que los partidos de derecha nacionales fuertes4 son fundamentales para la estabilidad y consolidación de las democracias (Gibson 1996; Levitsky et al. 2016; Middlebrook 2000). Muestran que aquellos países donde existieron partidos políticos conservadores nacionales fuertes que sobrevivieron a los periodos de democratización de inicios de siglo XX tendieron a experimentar etapas democráticas más largas -como los casos de Chile, Costa Rica, Colombia y Uruguay (Middlebrook 2000, 4)- (Gibson 1996; Middlebrook 2000). Igualmente, donde han emergido partidos políticos nacionales de derecha fuertes durante los procesos de consolidación de los Estados nación (siglo XIX) y se ha dado el advenimiento de las democracias de masas (siglo XX), tras la tercera ola de democratización, han mantenido partidos de derecha nacionales exitosos y electoralmente competitivos (como Chile y Colombia) (Middlebrook 2000, 4). En concreto, el autor sostiene que los partidos de derecha nacionales han sido exitosos allí donde desarrollaron una amplia base organizativa y consiguieron articular interpelaciones ideológicas o programáticas capaces de movilizar un amplio apoyo electoral, y además de grupos empresariales y terratenientes; en especial, porque las élites religiosas y militares conservadoras tuvieron el potencial de hacer avanzar sus preferencias a través de medios electorales (2). Por el contrario, en países donde históricamente no emergieron partidos nacionales fuertes durante los siglos XIX y XX, tras la democratización las fuerzas de derecha han fracasado en construir partidos exitosos en el nivel nacional (es el caso de Argentina, Perú, Brasil y, en distinta medida, El Salvador) (4-5). En este sentido, sostiene que las identidades sociopolíticas y los roles que los partidos de derecha desempeñaron en cada país están moldeados principalmente por los contextos históricos y las circunstancias nacionales (2).
Entre los factores externos que señalan los especialistas para explicar el nacimiento de partidos de derecha fuertes durante el siglo XIX e inicios del siglo XX, uno de los principales es la intensidad del conflicto Estado-Iglesia (Hawkins, Kitschelt y Llamazares 2010; Middlebrook 2000), en especial, bajo condiciones electoralmente competitivas y relativamente estables, de manera que las élites tengan los incentivos necesarios -y suficientes expectativas de continuidad del régimen- para invertir en la formación de partidos (Hawkins, Kitschelt y Llamazares 2010, 250-253). Así lo muestran la fortaleza de los partidos nacionales de derecha de Chile, Colombia, México y Ecuador, en los que la intensidad del conflicto Estado-Iglesia durante el siglo XIX fue alta (Hawkins, Kitschelt y Llamazares 2010, 245). En contraposición, en Argentina, Brasil y Costa Rica este conflicto fue medio y no lograron articular partidos fuertes en el nivel nacional (Alenda 2020; Hawkins, Kitschelt y Llamazares 2010, 245; Middlebrook 2000). Igualmente, Bolivia, Perú y República Dominicana cuentan con partidos nacionales extremadamente débiles en sintonía con la baja intensidad de dicho conflicto (Hawkins, Kitschelt y Llamazares 2010, 245; Middlebrook 2000). Asimismo, Loxton (2016) sostiene que, luego de la tercera ola de democratización, los partidos de derecha que lograron ser exitosos fueron aquellos que se formaron y organizaron durante los regímenes autoritarios militares a partir de mediados del siglo XX. El argumento es que los partidos de derecha sucesores de las dictaduras de esta centuria heredaron de sus predecesores cuatro factores de desarrollo y supervivencia centrales: nombre partidario,5 organización territorial,6 cohesión interna,7 redes clientelares8 y fuentes de financiamiento9 -como la Unión Demócrata Independiente (UDI) en Chile y el Partido Alianza Republicana (Arena) salvadoreño-.
Respecto de los factores internos, Gibson (1996) sostiene que lo que posibilitó o constriñó la formación de partidos conservadores (o de derecha) nacionales en América Latina se vincula con la dinámica del núcleo partidario10 y de su líder11 con el Estado durante los gobiernos oligárquicos (siglo XIX e inicios del siglo XX) (27-28); en específico, allí donde existieron clivajes (o conflictos) sociales dentro del núcleo partidario -en el caso de la derecha, su núcleo pertenece a las clases altas conservadoras- que se cristalizaron en patrones partidarios regionales fragmentados y liderazgos incapaces de conducir (durante los siglos XIX y XX), impidieron el desarrollo de redes partidarias nacionales, interregionales, competitivas. Asimismo, en contextos institucionales informales, en donde las clases conservadoras tuvieron oportunidades de acceder al Estado de modo directo o influir sobre la política gubernamental a través del patronazgo o canales corporativos, invirtieron pocos esfuerzos en construir partidos políticos fuertes y apoyar políticas partidarias (Gibson 1996, 27-28).
En cuanto a la fortaleza de los partidos de derecha nacionales en Argentina, el estudio de Gibson (1996), centrado en este país, constituye uno de los principales referentes en la materia. Muestra que los dilemas que enfrentan los partidos conservadores -o de derecha- argentinos para construir organizaciones fuertes en el nivel nacional deben ser rastreados en el periodo oligárquico -fines de siglo XIX-, antes del advenimiento de la política de masas -periodo de democratización a inicios del siglo XX-. En concreto, los clivajes sociales en los estratos altos regionales se cristalizaron en un patrón de organización partidaria regionalmente fragmentado que impidió el desarrollo de redes nacionales e interregionales competitivas. Este evento constituye la principal causa histórica de la fragmentación de los partidos conservadores en diferentes líneas políticas provinciales hasta la actualidad, en particular si se considera la poca capacidad e incentivos de los liderazgos partidarios para cooperar con otras regiones y articular intereses entre las distintas arenas políticas (electorales, profesionales, legislativa, entre otras), además del contexto institucional mayormente informal que predomina tanto en el nivel provincial como en el nacional (Gibson 1996, 27-28). Siguiendo a Gibson (1996), la emergencia del peronismo (en referencia al Partido Justicialista [PJ]) en 1946 cristalizó la dinámica bipartidista del sistema político argentino nacional, lo que obstaculizó aún más la capacidad de las organizaciones de derecha para construir partidos interregionales fuertes por fuera de la tradicional Unión Cívica Radical (UCR) y el PJ. De hecho, ambos explotaron el potencial de las divisiones de clases regionales para forjar coaliciones multiclasistas de distinta orientación política en sus armados nacionales. Igualmente, tras la reapertura de la democracia, dichos partidos continuaron integrándose en la UCR y el PJ.12
En esta dirección, Ostiguy (1997, 2017) sostiene que la particularidad de la competencia política argentina -tras la emergencia del peronismo (1944)- reside en el modo en que los partidos se apropian de los componentes identitarios socioculturales (por ejemplo, los modos más o menos formales de vestir o hablar) y político-culturales (por ejemplo, el mayor o menor acatamiento de los procedimientos institucionales), sintetizados en el eje de conflicto antipopulismo-populismo respectivamente.13 El argumento es que dichos componentes se han politizado a tal punto que constituyen el eje de diferenciación más importante de la política argentina (Ostiguy 1997), en especial porque, mientras que las orientaciones ideológicas de los partidos varían a lo largo del tiempo, sus posiciones en torno al eje antipopulismo-populismo se mantienen relativamente estables.
Respecto de Brasil, Mainwaring, Meneguello y Power (2000) sugieren que los partidos de derecha nacionales desempeñaron un rol importante durante el siglo XIX y mediados del siglo XX,14 sobre todo, a través del uso de redes informales en los niveles subnacionales y del conjunto de políticas implementadas por los gobiernos autoritarios que restringieron la competencia partidaria, lo que dio ventajas comparativas a la derecha. No obstante, los estudios coinciden en que no lograron construir partidos políticos nacionales estables y exitosos en el nivel nacional (Mainwaring 1996; Mainwaring, Power y Bizzarro 2018; Middlebrook 2000; Power y Rodrigues-Silveira 2019). A su vez, el éxito electoral ha mermado en los niveles locales, que constituyeron sus principales pilares de integración, en particular a partir del año 2006, durante los gobiernos de Lula da Silva (Power y Rodrigues-Silveira 2019). Igualmente, no han sido ajenos a la tradicional debilidad de los partidos políticos brasileños que son, conjuntamente con su sistema de partidos, predominantemente débiles.15 En concreto, sus aspectos generales más distintivos son su fragilidad, su naturaleza efímera, sus débiles raíces en la sociedad y la amplia autonomía de que gozan los políticos en relación con sus propias organizaciones. Igualmente, sus etiquetas partidarias han variado a lo largo del tiempo, más allá de que sus integrantes y organización interna hayan persistido hasta cierto punto (Mainwaring 1996; Mainwaring, Meneguello y Power 2000; Mainwaring, Power y Bizzarro 2018; Middlebrook 2000; Power y Rodrigues-Silveira 2019), lo que se refleja en la progresiva fragmentación y personalización de las fuerzas de derecha16 (Bolognesi et al. 2020; Power y Rodrigues-Silveira 2019). Ello ha dificultado, además, la construcción de partidos nacionales conservadores capaces de disputar la presidencia de la nación. La estrategia general ha sido formar alianzas electorales y coaliciones de gobierno, además de participar, a través de mecanismos formales e informales, dentro de los gobiernos oficialistas independientemente de su signo político (Bolognesi et al. 2020; Mainwaring, Meneguello y Power 2000; Power y Rodrigues-Silveira 2019).
En resumen, los especialistas concuerdan en que tanto en Argentina como en Brasil la debilidad del conflicto Estado-Iglesia durante la constitución de los Estados nación (Hawkins, Kitschelt y Llamazares 2010; Middlebrook 2000), la intensidad de las fracturas sociales de clase regionales en los periodos oligárquicos (siglo XIX) (Gibson 1996), la asociación de las derechas con las dictaduras militares tras la reapertura de las democracias (Power y Rodrigues-Silveira 2019; Vommaro y Morresi 2015, 2016), su progresiva fragmentación en los niveles subnacionales (Power y Rodrigues-Silveira 2019; Vommaro y Morresi 2015, 2016), los contextos institucionales mayormente informales y su incorporación a los gobiernos oficialistas y partidos mayoritarios nacionales (Gibson 1996; Mainwaring 1996; Mainwaring, Power y Bizzarro 2018; Middlebrook 2000; Power y Rodrigues-Silveira 2019; Vommaro y Morresi 2015, 2016) debilitaron los incentivos de las élites para generar alianzas intrarregionales y construir partidos electoralmente competitivos en el nivel nacional.
2. ¿Qué cambia en el nuevo siglo? El triunfo del PRO y el PSL
A partir de la confrontación de los hallazgos de los estudios especializados, se puede identificar una serie de factores externos (de mediano y largo plazo) e internos que contribuyeron al nacimiento y triunfo del PRO/Cambiemos argentino y del PSL brasileño y a sus respectivos estilos de liderazgo.
En relación con el PRO, los trabajos señalan que la intensa crisis económica, social y política que se desató en Argentina en 2001 constituyó una estructura de oportunidad fundamental para su emergencia en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) y su posterior proyección nacional (Vommaro 2017, 2019, 2020; Vommaro y Morresi 2015, 2016). Las extensas movilizaciones que tuvieron lugar expresaron el descontento popular, tanto respecto de las condiciones sociales y económicas como del desempeño de los partidos, la dirigencia y el sistema político. Este reclamo visibilizó una crisis de representación política más amplia que se venía gestando ya desde la década de 1990 y que afectó de modo diferente los distintos partidos y niveles de gobierno. Causó mayor impacto sobre la familia de partidos nacionales no peronistas -algunas organizaciones desaparecieron y otras, como la UCR, se fraccionaron en distintos partidos- que sobre los peronistas (Torre 2003). Igualmente, en los niveles locales el distrito más afectado fue la CABA, donde el debilitamiento del peronismo porteño antecedió a la crisis general (Vommaro y Morresi 2016). En este contexto, una serie de factores externos al PRO fueron aprovechados como oportunidades para su desarrollo.
En primer lugar, en sus inicios en el año 2001,17 el PRO orientó sus esfuerzos a participar de las elecciones en CABA a disputarse en el año 2002. La principal ciudad del país le dio al partido mayores posibilidades de acceder a una serie de recursos (humanos, económicos, tecnológicos) y vínculos (programáticos, clientelares y simbólicos) fundamentales -repentinamente disponibles tras la crisis de 2001-. En esta situación, varios activistas, expertos y cuadros de la UCR y el PJ, además de líderes de partidos liberal-conservadores sin chances de renovar sus lugares o escalar posiciones en sus debilitados partidos, fueron atraídos por el discurso de Macri y sus buenos pronósticos electorales (Vommaro y Morresi 2015, 387).
Asimismo, los estudios centrados en el desarrollo nacional del PRO agregan que se vinculó con el desempeño del gobierno oficialista nacional -el Frente Para la Victoria (FpV) del PJ- a partir del conflicto con el sector agropecuario en el año 2008,18 en particular, porque durante esos años se conformaron los marcos de sentido que dieron lugar a la identidad kirchnerista y antikirchnerista sobre la que se basaría el PRO y, posteriormente, Cambiemos. La intensidad y extensión de dicho conflicto permitió al partido aumentar su visibilidad (al confrontar al oficialismo nacional) y explotar la sensación de “pánico moral” -por los altos niveles de conflictividad- y de “peligro de chavización de la política” argentina -en referencia al conflictivo clima político venezolano- debida a las medidas económicas implementadas por el FpV (los controles cambiarios) a partir de ese año (Vommaro 2017, 2019, 2020).
En segundo lugar, el impacto de la crisis del año 2001 terminó por debilitar el tradicional eje de conflicto peronismo-antiperonismo en la CABA, lo que generó las condiciones propicias para la presentación de un nuevo partido por fuera de las estructuras partidarias e ideológicas tradicionales (Vommaro y Morresi 2015, 2016). En este escenario, los orígenes organizativos del partido -instituido alrededor de las fundaciones Creer y Crecer y Compromiso para el Cambio- le permitieron presentarse como una propuesta “de lo nuevo” y rechazar la tradicional división izquierda-derecha. En su lugar, propuso la división entre “‘gestión PRO’ (nueva, cercana, eficaz, honesta), de un lado, y la ‘política’ (vieja, lejana, ineficiente y corrupta) del otro” (Vommaro y Morresi 2016, 41).
Así, la creación y desarrollo del PRO han sido también producto de la capacidad de su organización y su líder para aprovechar las coyunturas políticas -la crisis de 2001 y el conflicto agropecuario de 2008-. Lo anterior conduce al análisis de los factores internos (composición interna, discurso político y estilo de liderazgo) que contribuyeron al nacimiento, desarrollo y éxito del PRO en las distintas arenas.
En cuanto a la composición interna del PRO, Vommaro y Morresi (2015, 2016) señalan que puede ser mejor comprendida a la luz de las relaciones que el partido mantiene con su entorno que, siguiendo a Sawicki (2011), conceptualizan como medio partidario (Sawicki 2011, citado en Vommaro y Morresi 2015, 379); es decir, el entramado social que nutre al partido de cuadros, militantes y discursos y que permite definir sus límites en relación con los espacios sociales y profesionales de los que se nutre. Dicho medio está integrado por cinco facciones principales. La primera es la facción de derecha (partidos federalistas, liberales y conservadores, exdirigentes de la Unión del Centro Democrático (UCD) y líderes del liberalismo de Buenos Aires); esta le permitió al partido tejer sus primeras alianzas políticas fuera de la CABA con partidos conservadores provinciales. La segunda es la facción radical (grupos y dirigentes provenientes de la UCR) que le aporta parte de las redes políticas territoriales. La tercera es la facción peronista (mayormente exmiembros del PJ porteño) que lo dota de vínculos con el electorado de las zonas más populares. La cuarta es la facción de los empresarios (dirigentes corporativos con experiencia en puestos técnicos y financieros) que le aporta el carácter gestor, eficiente y técnico al partido. La quinta es la facción de las ONG (jóvenes profesionales vinculados a fundaciones, think tanks y organizaciones no gubernamentales de investigación y promoción de políticas públicas y sociales) que tienen importantes roles y posiciones dentro del gobierno (Vommaro y Morresi 2015, 394-398). Lo interesante de esta última facción es que expresa el tono de la ideología del PRO en general, es decir, una combinación de valores que se acercan a posiciones conservadoras en el plano ético y cultural (como el tema del aborto) y sociopolítico (por ejemplo, la reducción del poder de los sindicatos), pero menos conservadoras en cuanto al papel del Estado en materia económica (por ejemplo, el 77 % de sus dirigentes acuerdan con la frase “el Estado debe intervenir para reducir las desigualdades socioeconómicas”, mientras el 58 % concuerda en que “el mercado es el mejor y más eficaz mecanismo para asignar recursos”) (Morresi 2016, 182-183). Esto sugiere que el partido oscila entre el pragmatismo y posiciones doctrinarias liberal-conservadoras que le permiten articular la heterogeneidad de las facciones internas y presentarse como por fuera de las ideologías tradicionales, dirección que siguió impulsando tras su proyección nacional y la formación de Cambiemos (Vommaro 2019, 2020).
En lo que respecta al discurso del PRO -y en vínculo con la heterogeneidad de su medio partidario e ideología- desde su origen refuerza la idea de ser el partido de lo nuevo. Se apoya en temas transversales dominantes en el debate público (como la transparencia y el diálogo) y además en valores “posmateriales” (espiritualidad, medio ambiente). Asimismo, a partir de su proyección nacional (en 2008) refuerza su identidad antikirchnerista, lo que se incorporó a la campaña presidencial de 2015, de aspecto republicano en lo político (centrada principalmente en la transparencia y la pluralidad/diversidad) y liberal en lo económico (con la idea de “normalizar la economía” a partir de la eliminación de los controles cambiarios e impuestos a las exportaciones implementados por el FpV y la atracción de inversiones), aunque sustentado en “argumentos de eficiencia y gestión antes que ideológicos” (Vommaro 2019, 25). Con ello buscó interpelar al electorado “independiente” (sin identidad partidaria estable) y recurrir al voto “bronca” o “castigo” (en especial, el antikirchnerista).
Igualmente, en sintonía con la heterogeneidad de su medio partidario e ideología, Vommaro y Morresi (2015, 2016) muestran -tras aplicar la teoría de Ostiguy (1997, 2017) - que en la CABA el PRO se diferencia de los otros partidos más en torno a su identidad cultural que a su ideología. Lo mismo se evidencia si se aplica la teoría de Ostiguy (2017) para visualizar la posición del PRO/Cambiemos en el ámbito nacional (figura 1). Retomando a Ostiguy (2017), el campo político argentino constituye un espacio bidimensional atravesado por dos dimensiones, la ideológica y la alto-bajo, cada una integrada por dos ejes: socioeconómico y político-cultural, y sociocultural y político-cultural, respectivamente, que forman una rueda de ejes (wheel of axes [Ostiguy 2017] [figura 1]). La dimensión ideológica izquierda-derecha hace alusión a las preferencias socioeconómicas de los partidos y líderes sobre asuntos redistributivos y político-culturales; izquierda se vincula con posturas socioeconómicas redistributivas a favor de la igualdad y político-culturales contra la autoridad, las jerarquías sociales y los valores tradicionales; y derecha, con posiciones a favor de la defensa de los derechos de propiedad y político-culturales, de la autoridad, el orden y los valores sociales tradicionales (Ostiguy 2017, 84-86). En segundo término, la dimensión alto-bajo alude al eje antipopulismo-populismo -o republicanismo-populismo (Vommaro y Morresi 2015, 2016)-, respectivamente. En este caso, el eje político-cultural se relaciona con las formas del liderazgo y la toma de decisiones: el polo alto de la dimensión alto-bajo refiere a modos político-culturales más procedimentales y formalistas; y el polo bajo, a modos menos institucionalistas y más provocadores y personalistas. A su vez, el eje sociocultural se vincula con las maneras de interpelación: el polo alto refiere a formas más “educadas” y estilos de apelación más cosmopolitas o universales; y el polo bajo, a formas “desinhibidas/chabacanas” y estilos de apelación más localistas, cercanos y directos (Ostiguy 2017, 78-83). Esta dimensión es justamente la que, dadas la vaguedad y volatilidad ideológica de los partidos argentinos en general, los diferencia entre sí.
Nota: Si bien los partidos tienden hacia el centro de la dimensión ideológica izquierda-derecha, se los ubica genéricamente ocupando la totalidad de los cuadrantes. Fuente: elaboración propia a partir de Ostiguy (2017).
En este espacio (figura 1), el PRO y su líder se posicionarían en el cuadrante superior derecho, que ilustra el cruce entre el polo alto de la dimensión alto-bajo y el polo de centro hacia la derecha de la dimensión ideológica; esto es, cercano al polo alto de la dimensión alto-bajo, gracias al estilo partidario y a un tipo de liderazgo político-cultural más formal y procedimental, que se articula con modos de interpelación socioculturales más cosmopolitas y “educados” -aunque podría agregarse que el PRO instauró cierta dosis de novedad al incorporar elementos más informales al polo alto, como ser un estilo más cercano y casual.-Igualmente, ocupa el espacio que va desde el centro hacia la derecha de la dimensión ideológica en materia socioeconómica. Dicha posición se hace visible en el discurso de la “normalización económica” y la “pluralidad”, en especial, tras su proyección nacional.19 Esto se cristaliza en un estilo y una forma de interpelación del partido y del líder más moderados, con menor énfasis en el orden público y el conservadurismo social, a diferencia de Bolsonaro. Se contrapone, además, al FpV, ubicado cerca del polo bajo de la dimensión alto-bajo -por priorizar expresiones populares y formas más transgresoras y personalistas- y hacia el centro-izquierda de la dimensión ideológica -por sus posiciones más estatistas en materia redistributiva-, diferenciándose además del estilo confrontativo de Cristina Fernández. En este sentido, construye su identidad fundamentalmente en oposición al kirchnerismo, pero no necesariamente al peronismo (cuyas distintas facciones se desplazan a través de la dimensión ideológica izquierda-derecha y, en menor grado, en la dimensión sociocultural alto-bajo, por tener un estilo y formas más bien populares).
En síntesis, la crisis de 2001 constituyó una estructura de oportunidad en la que una serie de factores externos (crisis de representación, disponibilidad de recursos y vínculos políticos, descongelamiento del conflicto peronismo-antiperonismo en la CABA, conflicto agropecuario de 2008) contribuyeron al nacimiento, desarrollo y éxito del PRO. En especial, aumentaron los incentivos y recursos de la élite para construir un partido nuevo, además, de sus chances para disputar el poder en el nivel local y de ser competitivo en el nivel nacional. A su vez, los factores internos (medio partidario, discurso, estilo de liderazgo) le aportaron los conocimientos y vínculos necesarios para su desarrollo organizativo. Igualmente, la heterogeneidad de las facciones internas y su presentación como un partido de “lo nuevo” ayudaron a la formación de un discurso partidario “posmaterial”20 y de un estilo de liderazgo moderado (antipopulista/republicano), a través de los que intentaron articular una identidad política más allá de la izquierda-derecha y del peronismo-antiperonismo, pero claramente antikirchnerista. Todo ello favoreció la ampliación su base electoral.
En cuanto a Brasil, los estudios en torno al triunfo del PSL21 liderado por Jair Bolsonaro son aún más incipientes. Además, el pobre desempeño electoral y los bajísimos chances de acceder al poder nacional hasta 201822 limitaron el interés por este partido. Los especialistas coinciden en que su rápido ascenso está vinculado con la popularidad y fuerte personalidad de su líder, el exmilitar y legislador Jair Bolsonaro23 (Bolognesi et al. 2020; Hunter y Power 2019; Power y Rodrigues-Silveira 2019; Santos y Tanscheit 2019). A partir de los análisis disponibles, se pueden identificar algunas condiciones estructurales (legados sociales y políticos), además de factores externos de mediano y largo alcance e internos, que contribuyeron a su desarrollo y éxito electoral.
En cuanto a los legados sociales estructurales, los trabajos sostienen que la sociedad brasileña está constituida sobre un “esqueleto jerárquico” que se manifiesta en hábitos arraigados de conservación del orden tradicional y del status quo. En concreto, Brasil ha sido el último país de América Latina en abolir la esclavitud; presenta índices casi inamovibles de desigualdad socioeconómica y violencia social; y, a pesar de los avances que han experimentado las mujeres y diferentes minorías (raciales y sexuales, por ejemplo), no gozan aún del efectivo ejercicio de sus derechos (Alves Soares 2018; Mitchell-Walthour 2019; Dos Santos y Wylie 2019). Desde esta perspectiva, las políticas de inclusión desarrolladas durante los gobiernos del PT fueron percibidas como un desafío al orden social conservador establecido.
A su vez, los legados políticos estructurales cristalizan la matriz conservadora de la sociedad brasileña. El sistema político expresa tensiones sociohistóricas, asociadas a su pasado esclavista y autoritario, que se manifiestan en especial en la resiliencia de los militares en el ámbito político, en concreto, a través de la permanencia de las prerrogativas de las Fuerzas Armadas tras la reapertura democrática (1985), además de su progresiva politización y participación en el ámbito interno (Alves Soares 2018; Diamint 2018). En cuanto a sus prerrogativas,24 la transición controlada por los militares hacia la democracia solidificó los parámetros que el sistema político consideraba aceptables para la continuidad de las relaciones jerárquicas. En este sentido, evitaron el juicio político a personas individuales y desligaron de responsabilidad jurídica a las instituciones militares, lo que obstruyó “el derecho a la memoria” y permitió una “visión edulcorada” del periodo dictatorial (Alves Soares 2018, 50). En relación con la participación de las Fuerzas Armadas en el ámbito interno, su papel excede la defensa de la soberanía nacional. Tras 1985, ha restablecido un sentimiento de “misión protectora de la nación”, es decir, de guardianes del orden (incluso por sobre la ley) y los valores que la “mentalidad militar” definió como estructurantes e inmodificables (Alves Soares 2018, 58). En la actualidad, esta misión cobró la forma de una “lucha contra el marxismo cultural” -en referencia al PT-, el feminismo y las minorías sexuales que se fortalecieron durante los gobiernos del PT, lo que ha propiciado además la politización de las Fuerzas Armadas, porque mientras asumen nuevas funciones en el ámbito interno, los militares adquieren más vinculación con el poder político y una relación aventajada con la población civil (Diamint 2018). Sobre la base de estos legados sociopolíticos estructurales, se gestó en Brasil una crisis multidimensional (Hunter y Power 2009) que fue aprovechada por el PSL y su líder a favor de su desarrollo.
En 2013, bajo la presidencia de Dilma Rousseff (PT), comenzó una serie de protestas callejeras que se constituyeron en una crisis política de largo alcance. Las movilizaciones sociales manifestaron tanto el descontento con la situación económica, las decisiones del gobierno de turno y la política en general, como cierta “crispación silenciada” en relación con el deterioro de los privilegios de las clases medias y altas y respecto del orden social y la moral tradicional. La crisis tomó mayor magnitud en 2015 tras el escándalo de corrupción -conocido como Lava Jato25- que involucró a líderes del PT, políticos de otros partidos, firmas constructoras y hasta a la petrolera Petrobras. En este contexto de fuertes cuestionamientos, Dilma Rousseff fue acusada de cometer un “crimen de responsabilidad” para cubrir programas de responsabilidad del gobierno,26 y posteriormente sentenciada a juicio político y destituida de su cargo en 2016. La estructura de oportunidad (Vommaro y Morresi 2015, 2016) estaba abierta: ese año Jair Bolsonaro se afilió al Partido Social Cristiano (PSC), se bautizó en las costas del río Jordán con una misa evangélica y aprovechó su banca legislativa para emitir discursos fuertemente polémicos que captaron rápidamente la atención pública. En la votación del juicio político a Dilma Rousseff remató: “en memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante,27 el terror de Rousseff, voto sí”28 (Bolsonaro 2016). En septiembre de 2018, tras asumir el liderazgo del PSL, los chances de ganar la presidencia para Bolsonaro se precipitaron cuando su principal rival, Lula da Silva, fue encarcelado acusado de participar en el Lava Jato. En las elecciones presidenciales de octubre de ese año, la fórmula Bolsonaro (PSL) - Mourão (Partido Renovador Laborista Brasileño [PRTB]) obtuvo el 46,03 % (más de 15 puntos de diferencia respecto del segundo partido, el PT) y un 55,13 % en la segunda vuelta (noviembre de 2018).
En este contexto, el líder del PSL supo explotar tanto el clima de descontento popular y el sentimiento de indignación vinculado con los escándalos de corrupción (factores coyunturales) como los conflictos externos de mayor profundidad (cuestionamiento a los partidos, crisis de representación, sentimiento generalizado de frustración) y vehiculizarlos en un “movimiento antiprogresista”. Esto conduce al análisis de los factores internos que contribuyeron al éxito de Bolsonaro y su partido, en especial, los referidos a su composición interna, discurso político y estilo de liderazgo.
Respecto de la composición interna y el medio partidario del PSL, está integrado por -y en alianza más o menos formal con- sectores terratenientes, exmilitares y fundamentalmente organizaciones y representantes de las iglesias evangélicas29 (Oro y Tadvald 2019). En síntesis, la organización descentralizada y menos burocrática del evangelismo -en comparación con el catolicismo- contribuyó a su expansión territorial, en particular, tras el paulatino movimiento del PT y las organizaciones de izquierda desde las zonas más periféricas (también relegadas de las instituciones contenedoras del Estado) hacia los centros urbanos, además del progresivo alejamiento de la Iglesia católica (desde 1980).30 En este contexto, el evangelismo se presenta como una de las estrategias de supervivencia utilizadas por las clases populares. Estas iglesias constituyen redes de apoyo mutuo que permiten un mayor acceso a recursos materiales sin sustituir las redes sociales preexistentes. Asimismo, la propuesta redentora y la existencia de un plan divino le otorga al creyente cierto sentimiento de poder personal y contribuye a que enfrente las penurias cotidianas. En este sentido, la asociación del líder y el partido con las iglesias evangélicas los dotó de las redes necesarias para llegar en especial a los sectores populares. De hecho, algunos trabajos sostienen que el protagonismo de las organizaciones evangélicas durante la campaña electoral fue decisivo para la orientación del voto positivo a Bolsonaro (Kourliandsky 2019; Oro y Tadvald 2019; Oulalou 2019), pues el líder obtuvo el apoyo explícito de grandes líderes de las iglesias pentecostales y neopentecostales siendo aún candidato. Dicho apoyo estuvo articulado sobre todo a la retórica del “miedo al colapso del orden y las amenazas contra la familia tradicional” (Oulalou 2019, 73), repetido por distintos pastores y retransmitido por los canales de televisión, radio, sitios web y redes sociales pertenecientes a estas organizaciones. Igualmente, los análisis vinculados con la composición social del voto indican que en la segunda vuelta Bolsonaro ganó la presidencia al candidato del PT, Fernando Haddad, con una diferencia de 10,76 millones de votos. Según Oulalou (2019), la desagregación de la composición del voto por religión mostraría que lo que marcó realmente la diferencia fueron los evangélicos con una brecha de 11 millones de votos para Bolsonaro (Diniz Alves, citado en Oulalou 2019, 69). En esta dirección, Kourliandsky (2019) sostiene que Bolsonaro se propone gobernar como representante de una “extrema derecha nacional-evangélica” que contiene elementos añadidos clásicos, como “autoritarismo, sectarismo, occidentalismo, anticomunismo y liberalismo económico”, que se articulan en un “andamiaje pentecostal” (146). Sin embargo, Semán (2019) cuestiona la relación directa entre evangelismo y orientación del voto. Por un lado, argumenta que la identidad religiosa no genera automáticamente una identidad política. Asimismo, la estructura descentralizada de las iglesias evangélicas y su propia dinámica competitiva, además de las múltiples posibilidades de fraccionamiento, hacen que algunos emprendimientos políticos que apelan a la identidad religiosa tengan un efecto muy distante al buscado. Lo anterior, por cuanto estos intentos pueden ser interpretados como tentativas de control indebido de esfuerzos de unas denominaciones pentecostales sobre otras. Igualmente, afirma que los evangélicos votan de manera análoga a los católicos o creyentes que adhieren a otras religiones en sus respectivos estratos sociales. Por otro lado, el evangelismo es una corriente religiosa compleja y mayormente flexible que ha apoyado -en virtud de sus intereses en cada momento histórico- distintos proyectos políticos vinculados tanto con posiciones de izquierda como de centro y de derecha31 (Bolognesi et al. 2020; Power y Rodrigues-Silveira 2019; Semán 2019). Todo ello no implica ignorar que distintos aspectos de la identidad evangélica o de su repertorio de acción simbólica hayan fortalecido a Bolsonaro, pero esto debe ser entendido considerando el contexto político y social del país y en relación con ciertas tendencias mundiales (Semán 2019). En este sentido, Semán (2019) sostiene que el pentecostalismo influye de manera mucho más sólida a través de la transformación cultural -que contribuye además a dinamizar cambios sociales y culturales preexistentes que afectan el comportamiento político- que mediante el direccionamiento del voto de los creyentes (44).
En relación con el discurso, el tono emotivo del evangelismo (prácticas mágico-religiosas, la insistencia en la comunicación directa, personal y permanente con la divinidad y su intervención milagrosa) lo emparenta con las formas populares y tradicionales de la religiosidad latinoamericana (Oro y Tadvald 2019), lo que contribuye a su expansión y a la integración del PSL y de su líder en los sectores populares. Asimismo, Bolsonaro supo canalizar el antipetismo de las clases altas y medias, y de gran parte de los sectores populares, a partir del común sentimiento de protesta y frustración que movilizó a vastos sectores sociales a partir de 2013. Igualmente, canalizó el rechazo general al sistema político y los partidos al posicionarse como una persona ajena a ese ámbito -un outsider- y como un restaurador del orden social perdido, en respuesta a las políticas sociales de inclusión social y el fortalecimiento de los movimientos feministas y las minorías sexuales (Hunter y Power 2019). En esta dirección, Stefanoni (2018) señala que el discurso de Bolsonaro giró en torno a cuatro ejes principales: “la lucha anticorrupción, la política de exterminio contra la delincuencia, un anticomunismo propio de la guerra fría y una cruzada contra la denominada ‘ideología de género’” (4).
En cuanto al discurso, cobra utilidad extender la teoría de Ostiguy (2017), desarrollada originalmente para comprender el espacio argentino (Ostiguy 1997), al caso aún no explorado de Brasil. Retomando la teoría de Ostiguy (2017), Bolsonaro -y el PSL- podría ser posicionado en el cuadrante inferior derecho (figura 1), que expresa el cruce entre las posiciones de centro a derecha de la dimensión ideológica (es decir, en contra de la redistribución en materia socioeconómica y a favor del orden público y el conservadurismo social en el ámbito político-cultural) y en el nivel bajo de la dimensión alto-bajo (por su estilo provocador, personalista y menos formal). Entonces, Bolsonaro seubica en una suerte de derecha conservadora popular, si se considera además que, siguiendo a Ostiguy (2017), el discurso popular está integrado por tres componentes principales -a los que les corresponden los más diversos sentidos-, que son también fuente de “indignación moral”: 1) “resentimiento hacia una minoría que se contrapone al ‘pueblo’” (en este caso, representada en la ideología de género); 2) “fuerzas globales hostiles” (reflejadas en el discurso “anticomunista” de Bolsonaro, referido principalmente a las políticas de inclusión social del PT); y 3) un “gobierno alineado con las minorías” (que se reflejó en el discurso y la identidad antipetista de Bolsonaro) (76). Así, se diferenció del PT que puede ser ubicado en el cuadrante inferior izquierdo, que expresa el cruce entre posiciones de izquierda en materia socioeconómica y un estilo más popular en el eje sociocultural alto-bajo -aunque existen diferencias entre los estilos de liderazgo de Lula da Silva y Dilma Rousseff, además de ser menos extremos que Bolsonaro-. De esta manera, Bolsonaro canalizó a través de un discurso de talante mesiánico, cristiano32 -en particular, pentecostal- y antipetista el descontento general respecto de la política, lo que contribuyó a fortalecer la interpelación policlasista del voto.
En síntesis, los legados sociales y políticos generaron un terreno fértil para la emergencia de un líder de estilo radicalizado, mientras que la crisis multidimensional a partir de 2013 constituyó una estructura de oportunidad atravesada por una serie de factores externos (crisis de representación, crítica al sistema político, sentimiento de odio, frustración y amenaza a los valores y al orden tradicional) que el líder del PSL, Jair Bolsonaro, supo explotar. Igualmente, el medio partidario le facilitó las redes territoriales necesarias para llegar al electorado popular, además de contribuir a la formación de un discurso mesiánico, personalista y conservador. A su vez, su presentación como outsider de la política le permitió posicionarse con la “solidez moral” suficiente para encabezar la lucha contra la corrupción y la “amenaza comunista”, así como el restablecimiento del orden y la moral social, y construir una identidad antipetista. Todo ello se sintetizó en una derecha popular radical.
Conclusiones
El artículo reseñó los principales estudios sobre los partidos de derecha en América Latina, haciendo énfasis en el caso del PRO y el PSL. Dichos análisis coinciden en que tanto en Argentina como en Brasil las condiciones presentes durante los XIX y XX han sido adversas para la emergencia de partidos de derecha exitosos en el nivel nacional. Respecto de la bibliografía especializada en el PRO y el PSL, además de sus liderazgos se identificaron los factores externos de mediano (coyunturales) y largo alcance (estructurales) e internos más relevantes que favorecieron el nacimiento, desarrollo y triunfo en el nivel nacional, así como la moderación o radicalización de sus líderes. Se mostró que en ambos casos tuvo lugar un conflicto extraordinario que sentó una estructura de oportunidad que los partidos y sus dirigentes supieron aprovechar. La crisis argentina de 2001 y la brasileña de 2013 manifestaron no solo el descontento popular en torno al desempeño de los gobiernos oficialistas, sino la desconfianza con relación al sistema político y la élite política en general (vinculada con acusaciones de corrupción). En este contexto, Mauricio Macri (PRO) y Jair Bolsonaro (PSL) se presentaron como outsiders de la política. Coincidieron en un discurso “moralista” anclado en la lucha contra la corrupción y ciertos temas transversales (como la seguridad). Asimismo, construyeron su identidad en el nivel nacional diferenciándose de los oficialismos de turno (kirchnerismo y petismo). Así, lejos de constituir una identidad programática clara, los dos partidos intentaron captar al electorado “independiente” y el voto “bronca” a partir de componentes sociales y políticos culturales vinculados a la dimensión alto-bajo (Ostiguy 2017), lo que les permitió -sumado a los aportes de sus medios partidarios- ampliar su base electoral.
En cuanto a sus liderazgos, los análisis en torno a la radicalización de Bolsonaro explican que los legados sociales y políticos estructurales generaron las condiciones propicias para la pregnancia de un discurso y un estilo de corte conservador, nacionalista y reaccionario. Igualmente, parte de los especialistas sostienen que la posición nacional conservadora del líder se fundamenta en la influencia que tienen los sectores conservadores, en especial las organizaciones evangélicas, sobre el partido. Respecto del estilo más moderado y republicano de Mauricio Macri, la literatura lo asocia con su posición cercana al antipopulismo y su oposición al kirchnerismo. Sin embargo, ello no explica por sí solo por qué el liderazgo de Macri no adquirió tintes reaccionarios.
En este escenario, el supuesto que emerge del análisis del PRO y el PSL es que el desarrollo y triunfo electoral de ambos partidos serían explicados más por condiciones coyunturales, y por la capacidad de los partidos y sus líderes para aprovechar los recursos y vínculos disponibles, que estructurales. Mientras que los límites de la moderación o radicalización de sus respectivos liderazgos podrían adjudicarse en mayor medida a los legados históricos sociopolíticos (estructurales).
Dicha afirmación abre una serie de interrogantes y líneas de investigación. Por un lado, es necesario analizar el peso que tiene el legado histórico sociopolítico en Argentina. Por ejemplo, en qué medida las trayectorias sociohistóricas influyeron sobre la estructuración (más o menos jerárquica) de la sociedad. Asimismo, el lugar que ocupan las Fuerzas Armadas en el sistema político, en especial en un país cuya transición hacia la democracia y el rol que desempeñaron los militares fueron muy distintos a los de Brasil. Igualmente, habría que analizar en qué medida el origen y la composición de los movimientos sociales críticos de la política pudieron influir sobre la moderación del líder. En Argentina, estas movilizaciones emergieron bajo la influencia de los movimientos en torno de los derechos humanos (que cobraron protagonismo tras la última dictadura militar). Según Torre (2003, 11), su crítica a una versión extrema de la arbitrariedad estatal proveyó los materiales para la construcción simbólica de una crítica más general a toda forma de ejercicio discrecional de los poderes, a los que se dirige el PRO.
Por otro lado, en cuanto al peso de los factores internos, sería interesante analizar y comparar el grado en que la articulación de los valores cristianos con los partidos influyó sobre la posición política del PRO y el PSL y sus estilos de liderazgo. Podría ser que en Argentina la integración temprana del cristianismo (asociada además con el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo) al PJ haya constituido un vehículo de representación institucional (medianamente estructurado) a la moral religiosa y, en ese sentido, también impuesto ciertos límites, en contraposición a la integración del evangelismo a los partidos brasileños que ha variado según la época y cuya organización partidaria puede resultar, en circunstancias críticas, más dependiente.
Será tarea de futuras investigaciones avanzar sobre los interrogantes y supuestos planteados. La importancia de estos asuntos recae en la influencia que tienen los partidos políticos sobre la calidad de las democracias. Más aún si se considera que la democracia no es solo un conjunto de procedimientos sino también de instituciones y actores en cuya interacción aportan u obstruyen la realización de sus pilares valorativos; esto es, el efectivo ejercicio y cumplimiento de la igualdad y la libertad democrática.