Si yo gritaba, desencadenaría la existencia, ¿la existencia de qué? La existencia del mundo. Clarice Lispector (2001)
De pie sobre la caja de la culebra, la reina, subida por ángeles o demonios, va tras el sortilegio. [...]
Fío en que mantenga su cetro de locura, la pólvora capaz de volar la suficiente imagen del mundo.
Ida Vitale (2015).
Una historia está pendiente de ser contada, una historia de voces plurales, caleidoscópica. Esa es la historia de las colectivas de mujeres organizadas que en los últimos años han producido un cisma en el interior de la educación superior en México, en especial en la universidad pública. Sigue pendiente narrar la experiencia de esta proeza política, que, al tiempo que da aliento a los movimientos sociales, abre caminos de articulación política y de entendimiento del mundo. Estas movilizaciones producen grietas, de las que brotan preguntas que no solo corresponde a ellas responder, sino al conjunto de las personas involucradas en su denuncia principal: la violencia machista en las instituciones de educación pública, en particular la universitaria.
Este texto no hará una reconstrucción del proceso de las colectivas de mujeres, esto sería un abuso y una prolongación de lo que denuncian: el dominio de los saberes masculinos. Esa historia en construcción -y de la que ya hay esbozos- corresponde a las protagonistas: son ellas las que definen qué enunciar, cómo enunciarlo y para qué enunciarlo1. Solo de lograrse la superación del horizonte patriarcal los hombres podríamos participar de esa reconstrucción2. Mientras eso no suceda los varones debemos aprender a guardar silencio, a escuchar, a aceptar explicaciones de mujeres, a leer narrativas abigarradas y llenas de experiencias, a reconocer otros saberes críticos.
Este texto analiza el envés de esa historia, mira las reacciones masculinas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)3. Es un esfuerzo por atender el reclamo de las mujeres: los varones universitarios tenemos que preguntarnos por nuestra participación en la reproducción de una institución de privilegios, que asegura la injusticia, la impunidad y la reiteración de la violencia. El trabajo reconstruye y clasifica las múltiples respuestas masculina ante los reclamos de violencia; esboza interpretaciones de las acciones conservadoras, las prácticas autoritarias de la institución y la producción deliberada de silencios.
Punto de partida: la memoria como justicia
Este texto deriva de dos proyectos de investigación, uno de los cuales se titula "Espacios de confianza en la unam"4, cuyo objetivo es presentar una alternativa a las políticas dominantes de seguridad, al resaltar el uso colectivo de los espacios, su apropiación y resignificación como base para construir interacciones de resguardo entre personas diferentes (The Roestone Collective, 2014). Se contrapone la confianza -un proceso interno de la relación entre personas que usan y habitan los espacios- a la seguridad -una relación externa a las personas, diseñada y ejecutada por saberes especializados- para pensar otras formas de vínculos y cuidados en el espacio universitario.
La otra investigación, "Las luchas de las mujeres y su resignificación de lo político en la crisis y rearticulación neoliberal del México contemporáneo", analiza la politización de las mujeres en el marco de la guerra social en México5. Se estudia la configuración de los proyectos de mujeres que encaran los efectos de la violencia política y económica; el objetivo es demostrar el papel de las luchas de las mujeres en las transformaciones de los horizontes de inteligibilidad política a partir de nuevos tipos de organización, nuevos tipos de análisis, nuevas relaciones entre medios y fines (Gil, 2018). La lucha de las mujeres es la fuerza social más viva en el país -paradójicamente, resultado de la pelea por memoria y justicia ante el avance de la muerte-. Estas politizaciones permiten pensar y actuar otro tipo de justicia, que cuestiona el proceder instrumental de las instituciones liberales. Anteponen el papel político de la memoria y las experiencias de dolor como vías para la justicia.
Parte de estas prácticas -de carácter anónimo, afectivo, implicado- son las colectivas de mujeres organizadas en las universidades (en especial las públicas, particularmente la UNAM). Ellas construyen un camino de lucha que desde el universo académico impugna el orden machista que organiza la sociedad en su conjunto. Hay vasos comunicantes entre las movilizaciones de mujeres organizadas en las universidades y otros movimientos de mujeres, como el de las madres rastreadoras o las bordadoras por la paz. También son una expresión de una época convulsa a escala mundial, en la que las mujeres remueven las estructuras de poder. Estas revueltas construyen análisis críticos de la violencia, de la impunidad e injusticia institucional que la alimenta; elaboran otras formas de acción política alejadas de las estructuras verticales y de vanguardia (Millán, 2018).
Las colectivas universitarias son producto de una generación de mujeres indignadas que logró convertir su dolor en rabia para crear mecanismos de organización política6. Construyen una nueva clave política, en la cual las mujeres son el centro; un centro anónimo que construye un camino para superar el miedo, el dolor y el coraje que todos los días tienen que enfrentar millones de mujeres, en México, América Latina y el mundo. Son, en ese sentido, una movilización de fuerzas universales que se alimenta de los ejercicios de otros países.
Interesa el caso de la UNAM por el efecto que tienen las movilizaciones en una institución con un machismo acendrado, que se refleja en el reparto de los espacios de poder y los beneficios7. Si bien en los últimos años crecen los grupos de académicas feministas y se abren espacios de crítica al patriarcado institucional, la estructura machista de la universidad no se había cismado; fueron las movilizaciones de las estudiantes organizadas las que obligaron a un discusión generalizada y procesos radicales de cambio.
La manera de reconstruir las reacciones masculinas recupera el análisis situado como mecanismo para generar interpretaciones a partir de la experiencia (Harding, 2010; Smith, 2012)8. Asimismo, se incorporan algunas críticas feministas al ejercicio del poder, para elaborar caracterizaciones y tipologías de las respuestas masculinas.
Los mecanismos de defensa de los varones en la universidad
El avance de la violencia machista en la universidad es proporcional al avance de la violencia cruel en México en los últimos años, lo que no significa que sea su reflejo o su consecuencia necesaria9. La violencia machista en la UNAM tiene una larga trayectoria (Barreto, 2017); no hay que olvidar que es una de las más viejas instituciones modernas y que una de sus funciones es validar el orden de poder: masculino, colonial y clasista10. La violencia social y política de los últimos años cataliza las violencias en su interior, pero no la crea; aunque permite que se beneficie de las lógicas de impunidad y silencio que se generalizan en el país.
Los reclamos de las mujeres ante la violencia masculina en la universidad son de larga data, pero de poca atención pública (Mingo y Moreno, 2015). Se visibilizaron hasta que maduraron las respuestas colectivas: cuando crecieron, se configuraron de manera grupal, bajo presupuestos políticos articulados y con estrategias de acción no convencionales. Es difícil establecer una fecha de inicio de las movilizaciones de mujeres organizadas en la UNAM. Sus antecedentes son los reclamos colectivos por la desaparición, el secuestro o el asesinato de estudiantes. Un quiebre es la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa en el 2014. Desde el 2015 los reclamos de las mujeres organizadas y las colectivas abrieron la caja de pandora de una de las violencias estructurales de la universidad: la violencia machista. Su crítica fue radical: el país no vivía una violencia genérica que afectaba a todas las personas por igual, señalaron que esta tenía una clara marca de género y que los procesos que la hacen posible son mucho más complejos que el abuso sobre los cuerpos. Develaron así las redes de acciones cómplices en las que se inscriben las violencias hacia el mundo femenino11.
Ante fuerza creciente de las movilizaciones el lado impugnado respondió. Estas reacciones se pueden clasificar en nueve tipos, que reciclan y reorganizan formas de respuesta masculina, de muy larga duración, a las demandas de mujeres. No son acciones puras, ni secuenciales, muchas de ellas se ejecutan simultánea y combinadamente.
La primera reacción, la más común y a la mano, fue la indiferencia y la devaluación. Hacer como si nada sucediera, recurrir a la constante invisibilización de las demandas, como suele hacerse ante la politicidad de las mujeres (en este caso doblemente cuestionable, porque además de mujeres son jóvenes). La indolencia era tal, que en octubre del 2013 la Comisión Nacional de Derechos Humanos emitió una recomendación a la UNAM por no atender durante más de seis meses el reclamo por acoso sexual de una estudiante12. Para ello afloraron las viejas retóricas: histéricas, locas, exageradas, mentirosas, ingenuas (Cumes, 2012; Solnit, 2015). En el mejor de los casos se asumió que eran hechos aislados, que nada tenían que ver con el funcionamiento interno de la UNAM. El patetismo de esto fue la respuesta ante el asesinato de Lesvy Berlín Osorio, ocurrido el 3 de mayo del 2017. El rector de la UNAM, Enrique Graue, afirmó: "los acontecimientos que sucedieron son muy desafortunados, pero no fue un problema de seguridad interna, sucedieron en la universidad pero no por actos violentos internos, entre universitarios"13. El asesinato de Lesvy es uno de los crímenes más polémicos en las instalaciones universitarias, la investigación estuvo plagada de irregularidades y de errática colaboración de las instancias universitarias14.
Una segunda respuesta, que refuncionalizó y perfeccionó el mecanismo de impugnación ante una demanda de mujeres, fue ponerlas en duda y construirles un tortuoso mecanismo para demostrar sus dichos (Davis, 2004). Si ya la UNAM es un universo kafkiano para aceptar las demandas estudiantiles, en el caso de las denuncias de mujeres es más complejo. Los distintos órganos colegiados de las facultades e institutos dificultan los procesos de denuncia. Se reprodujo una lógica propia del sistema de justicia: cansar a la persona demandante hasta desistir (Davis, 2016). Y en caso de aceptar la denuncia se les exigía a las mujeres un conjunto de pruebas para demostrar que era verdad: se les requería una narrativa verosímil, es decir, que se adaptara al orden de verdad masculino (Spivak, 2010) y a la idea de bondad absoluta del personal universitario, en especial el académico15. Hasta el 2016, cuando se publicó el Protocolo para la atención de casos de violencia de género, la universidad no tenía definido ningún procedimiento de atención. Este instrumento se modificó a finales del 2018 por la ambigüedad de su funcionamiento16.
Paralelamente, se recurrió a un tercer procedimiento: convertir a las personas afectadas en responsables, algo hicieron mal para sufrir la violencia masculina -que se seguía presentando como un hecho aislado-. Era fácil apelar al mecanismo de inversión de responsabilidades, está ahí para justificar y explicar por qué las mujeres sufren violencia (Paterman, 2019). La narrativa intentaba ser perfecta: hechos aislados que eran provocados, involuntaria o voluntariamente, por las mujeres afectadas. La institución se protegía y defendía su honorabilidad -recurriendo a viejos procedimientos patriarcales (Loraux, 1989). De nuevo el caso de Lesvy Berlín Osorio, en el que la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México afirmó que se alcoholizaba, se drogaba y vivía en concubinato. En reacción se creó #SiMeMatan y el Facebook "Yo Te Creo Compañera", en el que las mujeres hacían frente a la revictimización17.
El aumento de los testimonios dificultaba la narrativa institucional, a lo que se sumaron esporádicos procesos administrativos para sancionar a algunos agresores. Desde el 2017 se inició la práctica de colocar tenderos en las facultades para hacer públicas las denuncias de violencia de género (actualizando la intervención creada por Mónica Mayer en 1978); a lo que se sumó el #MeToo en el 2018 para denunciar en Twitter a los académicos y estudiantes. Entonces, se aceleró el funcionamiento de un cuarto artilugio: la exculpación. Ya no era posible negar los hechos; pero se construía una narrativa de expiación -algo propio de los monopolios del ejercicio de poder (Butler, 2001)-. Se usaron retóricas de embellecimiento y ennoblecimiento de los agresores: se resaltó la calidad de su trabajo académico -la importancia que este tenía para el desarrollo del país- o la ingenuidad de sus actos18. En el caso de las acusaciones que se dirigían contra varones de izquierda, se destacaba el papel que estos hombres desempeñaban en beneficio del mundo. Otro intento de narrativa impecable: nadie es perfecto, un error no es suficiente para quebrar el aura19.
La rabia se intentó frenar con una quinta reacción: la desviación. Se reconocía la legitimidad de la lucha y sus demandas, pero se intentaba descalificarlas mediante la crítica de sus medios. Se elaboró la narrativa -paternal y policial- de las exigencias correctas opuesta a las malas exigencias (Federici, 2018). Si las colectivas manifestaban su rabia en el espacio universitario o el espacio público se les descalificaba -e implícitamente a sus reclamos-. El líder del sindicato de trabajadores Agustín Rodríguez Fuentes, una de las partes acusadas de encubrir los abusos, afirmó en una entrevista: "que si realmente fueran estudiantes se quitarían las capuchas y se sentarían a dialogar: 'un estudiante no usa capucha, y la lucha es de cara y de frente. Porque se defienden las ideas con el corazón y no con una máscara'". Incluso se les acusó de no ser estudiantes, sino grupos pagados para generar desestabilización20. Se empezó a denominar a las estudiantes como "feministas embozadas", "mujeres que cometen actos vandálicos", "representantes de intereses externos", "feminazis". Nada por fuera de las instituciones, se alegaba; nada por fuera de la presunción de inocencia. En el caso de las denuncias de personas vinculadas con las izquierdas, se recurrió a la contracrítica, al acusar a las denunciantes de hacer un trabajo que favorecía a los grupos conservadores.
Los edificios y los monumentos no tienen la culpa, fueron consignas de descalificación recurrente. Esta lógica se reprodujo en sectores de izquierda. El 24 de abril del 2016 durante la marcha "Nos queremos vivas", un grupo de mujeres escribió en el antimonumento por la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Isidro Burgos la frase: "nosotras no somos Ayotzinapa". Las reacciones no distaron del discurso civilista. Lo que no se discutió fue el mensaje de fondo: el país no se movilizaba masivamente ante los efectos de la violencia sobre las mujeres como sí lo hacía por la desaparición de 43 estudiantes varones. Quedó una pregunta en el aire: ¿si hubieran sido mujeres las desaparecidas, la respuesta social sería la misma?
La sexta estrategia es la separación y la estigmatización. Se optó por construir una frontera para evitar el estigma, mediante un mecanismo de disociación: no son todos los hombres, hay un bando no contaminado (en espera de no ser denunciado). Esta fue una práctica que se vivió en los pasillos de las facultades y de los institutos, en las charlas informales y en los órganos colegiados. El objetivo era construir una frontera entre quienes sí participaron y quienes no lo hicieron. A primera vista parecería una división en el interior de lo que Rita Segato llama la "cofradía masculina". Era lo contrario, era un mecanismo para conservar la fratria; no reconocerse como acusado y deslindarse de quienes sí lo estaban, permitía limpiar la hermandad masculina y encubrir todas las redes de acciones cotidianas que hacían posibles los abusos (Segato, 2010 y 2018). La estigmatización de los agresores permitía asegurar el estatus de masculinidad.
La exigencia de justicia no se reducía a castigos singulares; las colectivas piden cambios radicales en la estructura. Para ello empezaron a tomar instalaciones como forma de presión, primero de manera intermitente y, finalmente, de forma indefinida. Los primeros paros empezaron a finales del 2017; en el 2018 extendieron su duración y en el 2019 se volvieron paros indefinidos. En febrero del 2020 eran quince planteles tomados, las facultades de: Filosofía y Letras; Ciencias Políticas y Sociales; Economía; Psicología; Artes y Diseño; Veterinaria y Zootecnia; Arquitectura; los planteles Azcapotzalco, sur y oriente del Colegio de Ciencias y Humanidades (escuela de bachillerato), y las preparatorias 3, 5, 6, 8 y 9. La Facultad de Filosofía paró cinco meses, la Facultad de Economía seis meses. Fue la pandemia de Covid-19 la que forzó la entrega paulatina de las tomas.
Ante la fuerza de las colectivas creció el uso de un séptimo dispositivo: la amenaza. Se expandía un escenario de hostigamiento de múltiples niveles. Por un lado, se promovía por distintas vías el enfrentamiento para que grupos de estudiantes intentaran recuperar las instalaciones tomadas y para exigir el desarrollo "normal" de las actividades académicas21. En noviembre del 2019 se enfrentaron estudiantes de la Facultad de Ingeniería con una marcha de mujeres, lanzándoles piedras y botellas22. Por otro lado, se amenazó con implementar sanciones administrativas por las movilizaciones23. La advertencia pública de mayor importancia fue la de señalarlas como las responsables de que miles de personas perdieran sus estudios. Se construía el escenario para una nueva cacería de brujas.
Antes de la pandemia se consolidó un octavo mecanismo: la institucionalización. Una salida masculina por excelencia: diseñar y administrar el conflicto mediante operaciones abstractas, revestidas de saber especializado que funciona con independencia de las personas (Rivera-Cusicanqui, 2010 y 2015). No es casual que los órganos directivos de la institución estén ocupados en su mayoría por varones24. La universidad promueve aceleradamente instituciones, comisiones, instrumentos administrativos, reformas a la legislación universitaria. En febrero del 2020 se creó la Coordinación de Igualdad de Género. La multiplicación de tareas y espacios sirve para amurallar el problema de fondo. La materia laboral y el contrato colectivo de trabajo con los académicos y los trabajadores administrativos permanecen intactos, por lo que una de las demandas centrales de las movilizaciones queda incumplida: la remoción de su cargo de la persona que ejerce violencia contra las mujeres. La polémica sobre el funcionamiento de estos mecanismos llevó al controvertido Eduardo López Betancourt, presidente del Tribunal Universitario, a declarar que "la autoridad universitaria es la primera que pone una serie de obstáculos para que no se denuncie. No generalizo ni digo nombres, pero hay directores de escuelas y facultades que hacen arreglos con los maestros para interferir en las denuncias"25.
Durante la pausa generada por la pandemia de Covid-19 se construye sigilosamente un noveno dispositivo: el olvido y el archivamiento. La suspensión de las actividades cotidianas y la entrega de las instalaciones sirven para imponer el olvido; las mujeres se volvieron "víctimas de la violencia", de una acción sin sujetos; las víctimas no narran, lo hacen las instituciones por ellas (Fallarás, 2019). La reorganización de la vida (eufemísticamente llamada "nueva normalidad") y el tránsito hacia una universidad de actividades híbridas (virtuales y presenciales) sirven para crear un silencio en torno a las demandas de las mujeres organizadas. Durante el confinamiento se realizan actividades para reflexionar sobre la violencia de género como si fuera un tema en vías de superación26. Estos espacios excluyen a las jóvenes movilizadas, no son parte de la agenda de eventos ni de sus contenidos. Sus reclamos empiezan a presentarse como un pasado que permite la transición hacia una nueva universidad. Se intenta dar vuelta de página para afirmar la posición institucional al instrumentalizar las exigencias.
Las reacciones masculinas refuncionalizan y hacen más eficientes los procedimientos para minorizar, descalificar y negar las peticiones políticas de las mujeres. Lo nuevo en este contexto es su funcionamiento combinado y generalizado, lo que da cuenta de una reacción en coro de los cuestionados privilegios masculinos. Se abren preguntas sobre la participación directa o indirecta de los varones en la construcción de contextos de violencia; sobre las responsabilidades colectivas en un mundo machista; sobre el solapamiento de la cultura de la crueldad; sobre los privilegios académicos; sobre el papel de la crítica en la universidad.
Qué encubrimos los varones
La universidad pública es un universo complejo, cuya característica central es la de ser una realidad que se desdobla en pliegues, zonas grises en las que se disuelven las fronteras entre el proyecto académico, los proyectos políticos, los intereses particulares y las acciones entre sujetos. Algunas veces -cada vez menos- estas zonas grises sirven para producir espacios creativos, en los que se implican distintos actores y distintos proyectos para criticar la realidad anquilosada del mundo. En otros casos -cada vez más recurrentes-, las zonas grises sirven para construir umbrales en los que se mezclan actividades ilícitas y crueles, en las que se diluyen los criterios éticos para el ejercicio del poder en todas sus dimensiones, lo que privilegia intereses singulares de carácter destructivo27.
La multiplicación de umbrales en la UNAM se da en un contexto de expansión voraz del capitalismo académico, que sirve para la creación de nuevos tipos de privilegios y para la división de castas en el interior del personal universitario. El neoliberalismo también se incubó en la universidad y modificó radicalmente sus objetivos y sus medios, dividiendo en jerarquías sus actividades, lo que genera condiciones materiales desiguales en función de la producción. Como la mayoría de las desigualdades del capitalismo no están exentas de criterios sexistas, clasistas y racistas (Gil, 2018; Da-vis, 2010; Federici, 2018). El capitalismo académico instaló un escenario de lucha entre colegas para acceder a los recursos, para ganar espacios y consolidarlos. Está de más decir que esto reproduce una lógica masculina de competencia, autosuficiencia y superioridad en la que se justifican todos los procedimientos que permitan lograr el éxito.
Defender el contexto de competencias crueles en la vida universitaria es para los varones una denegación de las demandas contra la violencia machista, al tiempo que es un mecanismo de defensa para no asumir que nuestra carrera académica es resultado de lastimar de manera directa e indirecta a muchas mujeres -la mayoría de ellas sin nombre y sin rostro en nuestras biografías académicas-. Entregarse de lleno a la lógica del capitalismo académico y a las dinámicas destructivas de los umbrales del espacio universitario es un mecanismo para seguir evadiendo nuestras responsabilidades éticas (como la necesidad de ofrecer disculpas y pedir perdón) y nuestros compromisos políticos (como evitar que los varones de cualquier edad sigan reproduciendo en la universidad la crueldad machista), a lo que se suma la legitimación de las políticas de invisibilización y las políticas del silencio cómplice.
Aquello que ponen en la intemperie las colectivas de mujeres organizadas es una verdad: una verdad inconveniente, en tres sentidos. Es una verdad que no es pertinente para la estructura interna de poder, no porque la desnude, sino porque exige a las personas que interactúan con ella que dejen de simular la vestimenta de honorabilidad y respeto. El llamado más radical de las colectivas no es a las autoridades, es a quienes diariamente seguimos el juego de civilidad universitaria sin cuestionar sus lógicas de poder, en este caso el patriarcal. Como el caso del rey que pasea desnudo y que se cree vestido porque los súbditos le siguen el juego, el problema no es solo el patriarca sino la gente que no se atreve a señalar su penosa situación porque se beneficia de ella.
Por otro lado, es una verdad inconveniente en tanto que problema. Es una verdad problemática, no porque esté mal planteada o porque se dirija a las personas equivocadas; es problemática porque es una verdad en movimiento, algo que no se puede resolver instrumentalmente, ni con sanciones singulares, por ejemplares que pretendan ser. El problema de esta verdad somos todos los varones de la universidad que en más de una forma hemos tolerado, alimentado y alentado las prácticas machistas -ante la incapacidad de salir de la trampa de validar nuestra masculinidad mediante el abuso de las mujeres-. Es una verdad que plantea un problema por resolver más allá de las medidas institucionales, más allá de las autoridades; en un más acá de los hombres. El problema no es definir qué tienen que hacer las mujeres para no ser violentadas (eso lo saben ellas mejor que nadie), el problema es qué vamos a hacer los varones para no ser una amenaza para las mujeres.
Finalmente, es inconveniente porque produce un daño, pero no a la institución universitaria. Es un daño a la incuestionable estructura patriarcal. Las colectivas generan grietas en los muros de la organización machista de la universidad. Por eso su verdad se mira como un perjuicio, como actos que vulneran la dinámica académica y su aura. El daño atraviesa a todos los varones y la pregunta es si nos atreveremos a mirarlo o haremos todo lo posible por tapar las grietas en espera de que no se ensanchen y tiren la torre de marfil.