En el presente artículo se avanza en el análisis de algunos relatos de experiencia de migrantes venezolanos que llegaron a Bogotá en los últimos cuatro años y que continúan residiendo en la capital colombiana1. En primer lugar, se propone un encuadre teórico-metodológico para analizar estas narrativas, concibiendo la ciudad a la vez como espacio semiótico y contexto multiescalar de recepción. Desde esa perspectiva, se rastrea la incursión de los migrantes en Bogotá -en cuanto semiósfera urbana- y se identifican las tácticas (De Certeau, 2000) que implementan en las espacialidades de la ciudad, particularmente en el centro urbano, a partir de las posibilidades y las restricciones que, como extranjeros, encuentran para garantizar la (re)producción de su vida cotidiana incluso en el contexto de la pandemia del covid-19. Posteriormente, se aborda la discusión sobre la otredad y la ciudadanía oscilante de los migrantes, y para ello se incorpora la reflexión sobre la colonialidad que estaría presente en las interacciones sociales. Así, se apunta a indagar en los relatos de quienes experimentan la migración para identificar las tensiones culturales que se configuran en el proceso de semiosis cultural (Lotman, 1996) y que estarían transformando los significados de (y en relación con) la extranjería en el espacio urbano.
El relato de experiencia de los migrantes desde un enfoque semiótico de la cultura: hacia un encuadre teórico-metodológico
"Yo nunca me imaginé que iba a salir de mi país [...] una vez que salí jubilada tomé la decisión de venirme también a Colombia sin pensar qué venía a hacer acá, dejando todo en Venezuela, mi casa, porque allá tengo casa propia, toda mi familia. No es fácil desprenderse y tomar la decisión de venirse a otro país a arrancar desde cero", me dijo Marlén2 cuando conversamos el pasado 21 de agosto del 2020 en una larga llamada por WhatsApp. Ella es jubilada de una entidad estatal, en la que trabajó por 25 años, y llegó a Bogotá a mediados del 2017.
Venezuela, como resultado de la crisis económica, política y social que vive, se convirtió en una sociedad expulsora de migrantes internacionales. Esto, a su vez, se ha traducido en una inminente crisis humanitaria que ha puesto en riesgo la vida y la supervivencia de estas personas que se vieron forzadas a migrar hacia otros países en busca de alternativas para solventar sus necesidades esenciales (Freitez, 2019). Cerca de 4,1 millones se ha desplazado a otros países de América Latina y el Caribe. Colombia -que comparte con Venezuela 2.219 km de frontera y es el principal receptor de esta población- cerró el 2020 con 1.729.537 migrantes venezolanos, de los cuales el 44% se encuentra en condición regular, mientras que el 56% restante, cerca de un millón de personas, se encuentra en condición irregular (Migración Colombia, 2021).
Al finalizar ese mismo año, en Bogotá se concentraban 337.594 inmigrantes venezolanos, el 19,5% del total del flujo migratorio que ha llegado a Colombia (Migración Colombia, 2021). Este incremento demográfico de casi el 5% supone, para una ciudad de 7,6 millones de habitantes, cambios sociales y culturales inminentes que demandan una aproximación conceptual y metodológica que posibilite comprender las nuevas interacciones que tienen lugar con el fenómeno migratorio y la consecuente configuración de Bogotá como contexto multiescalar de recepción. Si bien la ciudad ha sido un polo central de las migraciones internas en Colombia (Osorio, 2007), la incursión de la población venezolana -masificada desde el 2017- ha conmocionado a los residentes locales, que no habían tenido antes una experiencia similar de interacción con inmigrantes extranjeros.
Tanto para los establecidos como para los recién llegados es un encuentro extraño y tensionante (Elías, 2012), y dada esa particularidad de la extranjería, desde ambos lados de la experiencia surgen narrativas que repercuten en la producción de la vida cotidiana en las espacialidades de la ciudad. Ahora bien, las prácticas cotidianas son de tipo táctico, surgen para aprovechar las posibilidades y eludir las restricciones, por ende, resultan fragmentarias y contingentes (De Certeau, 2000). Así, las tácticas aluden a las "maneras de hacer" que implementan los migrantes para desenvolverse en la nueva semiósfera.
En este artículo se concibe, entonces, la ciudad como un espacio semiótico en el que emergen, circulan y entran en tensión las representaciones narrativas de esta interacción social, es decir, un espacio que no solo posibilita la existencia y el funcionamiento de los lenguajes y los códigos, sino la circulación de los textos culturales, que pueden tener también la forma de narrativas.
Si se entienden las narrativas como modos de representación que emergen de la articulación entre nuestra experiencia del mundo y el esfuerzo que hacemos por describirla, podría decirse que narrativizamos la realidad en la medida en que le damos la forma de un relato (White, 1992). En este caso, retomamos los relatos de experiencia migratoria de algunos integrantes de tres familias venezolanas de la ciudad de Mérida, al Noroeste de Venezuela, que viven actualmente en Bogotá. La narratividad se refiere, desde una perspectiva semiótica de la cultura, a la estructuración de significado que suponen los acontecimientos y, en consecuencia, alude también a las oscilaciones de sentido.
La vida urbana está llena de restricciones y limitaciones, en términos de tiempos, desplazamientos y acceso al espacio que se relacionan tanto con las estructuras de organización espacial de la ciudad como con la asimetría propia de la división social-sexual del trabajo (Soto-Villagrán, 2018). En estas dinámicas espaciales multiescalares se insertan las experiencias de hombres y mujeres migrantes en la ciudad, a lo cual hay que agregar la interseccionalidad de sus posicionamientos (raza, etnia, clase, edad y sexualidad) y las limitaciones-restricciones y posibilidades que supone su no pertenencia (formal) a la comunidad nacional-urbana: su extranjería.
El relato de experiencia de los migrantes da cuenta de estas percepciones y adquiere un carácter textual en el que se imbrican la identidad cultural-nacional y el espacio-tiempo de la vida social urbana. Estos relatos cotidianos permiten transitar entre los lugares y las prácticas del espacio centrales para la vida cotidiana (De Certeau, 2000). Así, las narrativas emergentes vinculan la experiencia migratoria en temporalidades y apropiaciones del espacio específicas que pueden ser analizadas como procesos de significación. Este ensamblaje permite operacionalizar el análisis cultural y comprender las posibilidades-bifurcaciones de la vida cotidiana y la otredad con la incursión de los migrantes venezolanos en esta semiósfera urbana.
Bogotá como contexto multiescalar de recepción: los migrantes en la semiósfera urbana
La Bogotá del siglo XXI ha fungido como epicentro de la agenda neoliberal en Colombia. Al mismo tiempo, se han llevado a cabo -facilitados por su autonomía fiscal y su capacidad económica- procesos de renovación y desarrollo urbano que han viabilizado mayor inversión en infraestructura y política social. Por lo tanto, aunque han persistido los mismos problemas de desigualdad social que se presentan a escala nacional, la ciudad ha tenido siempre mejores indicadores sociales que el resto del país. No obstante, la desigualdad se expresa en la marcada segmentación espacial y segregación socioeconómica, comúnmente representada al contrastar la riqueza del Norte y la pobreza del Sur y las demás periferias urbanas. Justamente, es en esos espacios de la ciudad marginal donde, desde finales de los años noventa y hasta el presente, se ha ubicado la población en situación de desplazamiento forzado -por cuenta del conflicto armado en Colombia3-, expandiendo la frontera urbano-rural y desempeñando un papel crucial en los procesos de urbanización y construcción de la Bogotá no planeada (Salcedo, 2015). La migración venezolana se intersecta, en buena medida, siguiendo estos patrones de movilidad interna en busca de oportunidades económicas y sociales, de acuerdo tanto con su capital social y cultural como con las posibilidades y restricciones que encuentra en la ciudad.
En el marco de las intersecciones urbanas entre lo local, lo nacional, lo global y lo transnacional (Besserer, 2016), que se relacionan con el proceso de metropolización de Bogotá en las últimas tres décadas, es posible explorar su configuración como contexto de recepción de la migración venezolana. De ahí la necesidad de articular en el análisis de la migración venezolana la dimensión estructural de los procesos de globalización, así como la mirada sobre los sujetos, sus prácticas y sus desplazamientos y emplazamientos, enmarcados como procesos multiescalares (Çaglar y Glick-Schiller, 2018). De esta manera, se ponen en evidencia las múltiples relaciones que establecen quienes migran, tanto con sus lugares de asentamiento como con otras localidades del mundo y, a la vez, se identifican los puntos en común entre la población no migrante y los migrantes.
La ciudad, concebida como una esfera semiótica con capacidad de autoorganización, autodescripción y autorregulación (Lotman, 1996), está en un intercambio constante con otras semiósferas, ya sean locales, transnacionales o globales y, al mismo tiempo, se encuentra en un proceso permanente de autotransformación que deriva en un continuo crecimiento de signos y textos culturales. Mientras la cultura contiene diversos lenguajes y códigos que forman agrupaciones de espacios semióticos con sus respectivas fronteras, la semiósfera es el espacio en el que estos lenguajes están inmersos, y en el que solo pueden funcionar mediante la interacción con esta (Lotman, 1996). La frontera semiótica, en cuanto tercer espacio, tiene connotaciones metafóricas y literales -igual que la propia semiósfera-, y no es simplemente un límite que establece dualismos, se trata de una multiplicidad de fronteras que crean espacios de intersección (Noth, 2014). De ahí la importancia que tiene la noción de frontera en la constitución de la identidad de una semiósfera, en relación con otras esferas de la alteridad cultural.
Las tensiones culturales, entre las fuerzas opuestas del centro y la periferia -entre estatismo y dinamismo-producen un desplazamiento que suscita la inestabilidad de la semiósfera, en la medida en que la región fronteriza, en contraste con el centro (los núcleos culturales), es el área que acelera los procesos semióticos (Noth, 2014).
La cultura tiene, entonces, una estructura semiótica que implica una tensión constante entre términos en oposición que viabilizan un espectro de posibilidades de significación y, vista desde esta perspectiva, consiste en "estructuras de significación socialmente establecidas", en virtud de las cuales las personas despliegan su acción e interactúan con otras (Geertz, 2003, p. 26).
Los migrantes se insertan en las espacialidades de la ciudad y se hacen especialmente visibles en los espacios públicos, pues allí pueden incorporarse a las dinámicas de la economía informal y obtener recursos. Así, empiezan a descifrar la ciudad, identifican las posibilidades y sortean las restricciones que surgen en la interacción con los locales, quienes saben cómo funcionan las cosas allí. Marlén, quien se presenta en su relato como madre soltera y cabeza de hogar, relata que la difícil situación de su país obligó a que su hija menor, primero, y luego el resto de su familia, se trasladara a Colombia porque era lo más cerca a Venezuela: "Para mí no fue muy fácil [...] yo nunca me había visto como una vendedora informal en la calle. Venía de trabajar en una oficina, de recibir un salario quincenal, y aquí pues me tocó salir con una tablita, acomodar mis balacas y salir a ofrecerlas a la calle" (Marlén, 57 años).
El inmigrante, en cuanto forastero, no comparte el pasado del grupo al que llega, tan solo le es accesible la construcción de presente y de futuro, es un sujeto "sin historia" en cuanto que es un "recién llegado" (Schütz, 2012). Movilizado por las experiencias vividas entra a participar de la "trama en curso", se relaciona con otros actores y su lejanía se convierte en proximidad, intenta un proceso de traducción cultural en el que se reformulan los términos de su pauta cultural, de la semiósfera propia, para aplicarlos al nuevo nivel de experiencia ambiental: la semiósfera del contexto receptor. El inmigrante funge como intérprete-traductor que debe tener ciertas competencias para decidir entre las interpretaciones posibles de los códigos, y este proceso está impregnado tanto de oscilaciones de sentido como de giros emocionales que se relacionan también con las condiciones que motivaron la partida de la sociedad de origen.
Así, se enfrenta a la necesidad de entender los códigos de la cultura de recepción, adquirir las habilidades necesarias que le permitan desenvolverse en la nueva semiósfera y producir textos culturales. Al mismo tiempo, intenta conservar y emplear los códigos de la cultura de origen, lo que en buena medida depende de las condiciones del contexto de acogida, que pueden favorecer o no la memoria cultural (Ricaurte, 2011). David, un joven venezolano que también llegó en 2017 a Bogotá, sostiene:
La situación política siempre entre Colombia y Venezuela ha sido un poco tensa... al gobierno de Venezuela le dio por... en un momento de impulso y locura empezó a sacar migrantes colombianos y cerró la frontera4, se veían muchas imágenes de colombianos cruzando por trochas de Venezuela a Colombia con sus pertenencias en la espalda [...] Cuando yo vengo acá (a Bogotá) tenía fresca esa imagen, llego acá la verdad con miedo porque pensé que iba a haber cierto resentimiento por esas acciones, me preocupé mucho. Descansamos ese día que llegué y al siguiente fue ya salir a conseguir un trabajo y la verdad sí estaba bastante asustado porque estaba en un país diferente al mío, ya era un extranjero, y muchas cosas, muchas cosas cambiaban. (David, 26 años)
Y es que la incursión en la ciudad, además de la materialidad, involucra sentimientos, anhelos, recuerdos, deseos y temores de los sujetos como ejes de la experiencia espacial individual y colectiva. El espacio existe, también, a través de estas percepciones y tiene un carácter simbólico que, en este caso, intersecta la identidad nacional y el espacio urbano.
Incursionar en Bogotá: extranjería, clasificación e informalidad
La población venezolana se ha asentado en buena parte del espacio urbano, poniendo en evidencia una tendencia a la integración territorial, es decir, no se han producido sectores tipo gueto en los que se concentran los migrantes sin mezclarse con los locales (Proyecto Migración Venezuela, 2020), sino que siguen la pauta de distribución poblacional de los diferentes niveles (estratos) socioeconómicos que suscriben los lugareños, con aglomeraciones significativas en el Suroccidente de la ciudad (localidades de Bosa y Kennedy) y el Noroccidente (localidades de Suba y Engativá). Estas zonas resaltan por su alta densidad poblacional, lo que se relaciona con el aumento de la informalidad y la demanda de servicios sociales. Una de las zonas atípicas donde se han instalado los migrantes es el centro de la ciudad. Cerca del 60% de los migrantes se concentra en las espacialidades de los estratos bajos -en los que se encuentra el 50% de los residentes locales-, alrededor del 30% en el estrato medio, y en menor medida -cerca del 7%- en los estratos altos, siguiendo los patrones de distribución socioespacial de los pobladores locales.
El extranjero, de acuerdo con la ya clásica conceptualización simmeliana, se traslada desde algún punto en el espacio para detenerse y hacer presencia en determinado "círculo espacial", cuya delimitación es análoga a las fronteras urbanas o las del territorio nacional. La no pertenencia a esta semiósfera determina su incursión y posicionamiento en la ciudad, lo cual se evidencia en sus cualidades, ajenas a este espacio, extrañas. Las personas son extranjeras en la medida en que son definidas como tal por otras personas. Así, se articulan la extranjería y la narrativización de la otredad desde la extrañeza -entendida como expresión paradójica de la cercanía de lo lejano- que tiene lugar cuando se produce el encuentro con los otros en las espacialidades urbanas (Simmel, 2012).
La pertenencia puede tener varias acepciones: ser miembro, ser residente, estar correctamente ubicado o clasificado, encajar en un ambiente específico. La pertenencia, además, tiene dimensiones multinivel, esto es, se manifiesta en múltiples capas, a la vez que se asocia con experiencias del pasado y el presente, de la memoria y el futuro conectados con un lugar. De esta manera, se despliegan las prácticas cotidianas de pertenencia que construyen este sentimiento, y que varían entre hombres y mujeres en relación con la división de los roles de género que deben asumir los migrantes cuando incursionan en la ciudad (Fenster, 2004):
[...] decidí venirme a Bogotá, migrar de mi país porque, como sabemos, no estamos pasando por una situación nada buena. Está muy duro para comprar comida, para adquirir cualquier producto de aseo... la escasez. Ha sido muy duro dejar uno su país, es una decisión muy fuerte. primero se viene mi pareja y luego [...] me vine con mi bebé de tres meses y medio. Cuando llegué fue un poquito duro porque ya uno acostumbrado a su país, a su comida, a sus costumbres de allá, son cosas que son duras pero poco a poco. es como cuestión de acostumbrarse a una nueva etapa, a una nueva página. (Lesly, 22 años)
El flujo migratorio venezolano pone en evidencia cómo se producen reclasificaciones entre los sistemas de desigualdad y exclusión que operan en el capitalismo neoliberal (De Sousa Santos, 2010). Los migrantes son expulsados (desintegrados) del sistema de desigualdad de su país y, debido a su identidad nacional, son reclasificados de acuerdo con el sistema de exclusión de cada sociedad receptora. En este caso, ocurre a escala transnacional, en la medida en que la desintegración socioeconómica sucede en la sociedad de origen -por la materialidad de la crisis venezolana-, mientras que la reclasificación en el sistema de exclusión tiene lugar en los diferentes destinos a los que llegan los migrantes, y opera mediante la estereotipación fundamentada en marcadores de identificación vinculados a la extranjería.
Este fenómeno migratorio no solo ha implicado un aumento demográfico inusual, al superar el promedio anual registrado en la última década, sino que ha empezado a tener un impacto en el reajuste de los indicadores sociales. Por ejemplo, la pobreza multidimensional, que se redujo en el resto del país entre el 2018 y el 2019, casi se duplicó en Bogotá al pasar del 4,1% al 7,1% en el mismo periodo, mientras la tasa de desempleo pasó del 8,7% en el 2015 al 10,5% en el 2019. Así mismo, las barreras de acceso a la salud se incrementaron del 1,2% en el 2018 al 10,3% en el 2019, y en este mismo año el trabajo informal llegó al 54%. Mientras que en el 2016 el 1,9% de los hogares pobres de Bogotá contaba con un inmigrante extranjero, esta proporción fue del 8,9% en el 2019 (Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), 2020a); todo esto sin contar las repercusiones de la pandemia del covid-19.
La mayor expresión económica de la segregación en Bogotá es la informalidad, particularmente visible en el mercado laboral en prácticas como el "autoempleo", en las que resaltan las ventas ambulantes en el espacio público, que abundan entre la diversidad de actividades económicas informales. Cerca del 60% de la población migrante venezolana se ubica en espacios de empleabilidad de la economía informal y apenas el 20% cuenta con un empleo formal (Personería de Bogotá, Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), 2020):
Tuve una experiencia en un restaurán (sic) acá en Bogotá, pero el trato que recibí fue. fue mucha la humillación. Además, trabajé todo un día y cuando en la tarde fui a recibir la paga, pues me dieron fue 25.000 pesos (7 USD), mientras que yo vendiendo ahí (en la calle) me empezó a ir bien [...] no volví más a ese restaurán (sic) y seguí mi trabajo en la calle, expuesta a muchas cosas. para nadie es un secreto que allá en la séptima se maneja mucho lo que es el consumo de la droga, los indigentes, expuesta a que te roben, expuesta a la contaminación, porque yo por lo menos pasaba nueve, diez de la mañana, hasta las siete de la noche que regresaba a mi casa, vendía bien pero me exponía a mucho peligro. (Marlén, 57 años)
Al no tener que demostrar un estatus migratorio regular, los espacios-tiempos de la economía informal se vuelven una opción práctica para los migrantes, a pesar de que conllevan mayores riesgos y posibles situaciones de vulnerabilidad. En esa vía, además, ocurren una serie de desplazamientos intraurbanos que se van trazando en el proceso de descifrar la ciudad, con el fin de ubicar nuevos posicionamientos, acceder a servicios sociales y recursos, y configurar las materialidades y espacialidades de su nueva vida cotidiana.
La vida cotidiana y las espacialidades de los migrantes en el centro de Bogotá
El espacio es un producto social, esto es, resulta de las relaciones sociales (de la acción social), a la vez que es parte integral de estas (Lefebvre, 2013). En esa vía, el espacio es un lugar que se ha hecho significativo, es un lugar práctico (De Certeau, 2000). Las actividades cotidianas en la ciudad son parte de un proceso de apropiación y territorialización. Los espacios urbanos son construidos activamente por las prácticas espaciales de grupos diferentes. Dentro de las articulaciones de la vida urbana cotidiana emerge un terreno cambiante de espacialización donde operan formas continuas de negociación tácita con otros habitantes urbanos (Beebeejaun, 2016).
Los migrantes desarrollan un despliegue táctico de sus prácticas en la ciudad. Estas operaciones se articulan a los detalles de la vida diaria, precisamente para materializar el derecho a la cotidianidad. Abordar la vida cotidiana implica orientar la mirada sobre las prácticas o "maneras de hacer" cotidianas que, en todo caso, son relacionales y remiten a modos de operación o esquemas de acción, a las reinvenciones contingentes y las trayectorias novedosas de los sujetos, pues estos no se limitan al consumo pasivo, por el contrario, a partir del espacio organizado-regulado y dentro de las posibilidades que identifican en la economía cultural dominante, transforman e inventan, generan nuevas textualidades según sus propios intereses y necesidades (De Certeau, 2000).
En Bogotá y los municipios aledaños se han identificado aglomeraciones significativas y zonas atípicas en las que se han instalado los migrantes (Proyecto Migración Venezuela, 2020). Dentro de estas últimas se destaca el centro de la ciudad, pues allí encuentran distintas posibilidades de acceso y generación de recursos, esto es, de (re)producción de su vida cotidiana.
El centro de Bogotá está conformado por las localidades de La Candelaria -que corresponde al Centro Histórico- y Santafé y parte de la localidad de Los Mártires. Esta zona, además de su importante vocación patrimonial, turística, comercial e institucional, también integra a sectores y barrios populares. Así mismo, hay zonas donde sobresale el deterioro urbanístico y la conflictividad social; en la localidad de Santafé se encuentra la principal zona de tolerancia de la ciudad, e incluso el centro es asociado comúnmente con la inseguridad y la criminalidad. Por su parte, el Centro Histórico es emblemático porque allí confluyen las textualidades de la historia colonial, las transiciones poscoloniales y la modernización de la ciudad. En este sector se instauró el modelo de la ciudad colonial en el siglo XVI, que se estructuraba en calles rectas y continuas, formando manzanas cuadradas o rectangulares alrededor de una plaza mayor en la que se ubicaban los referentes de poder.
En la actualidad, en el centro se encuentran muchas otras entidades públicas que confluyen con el mayor número de universidades de la ciudad y con una amplia oferta turística y de servicios expresada en restaurantes, hoteles, hostales, centros culturales y comerciales, museos, cafés, bares, entre otras, lo cual intensifica las dinámicas sociales y económicas de la zona. Al centro acuden a diario alrededor de un millón y medio de personas, entre turistas, trabajadores (formales e informales), servidores públicos, estudiantes y residentes. Gracias a esto, las espacialidades de la vida cotidiana en este sector tienen dinámicas distintas, que resultan de ese mosaico social y cultural en el que se practica un uso compartido de los lugares en las interacciones sociales (Lulle, 2019).
En las representaciones del centro y de la ciudad que elaboran tanto migrantes como locales, se ponen en evidencia matices, valoraciones y cualidades de estos espacios desde su experiencia cotidiana, que varían en relación con la interseccionalidad del género, la clase, la raza, el curso de vida y las competencias interpretativas frente a los textos y códigos de esta semiósfera.
El despliegue de lo cotidiano y las tácticas de los migrantes
Si la racionalidad de las sociedades del capitalismo neoliberal constituye el nivel estratégico, las prácticas de la vida cotidiana son de tipo táctico, no tienen un lugar definido, son fragmentarias y contingentes, sortean las restricciones y se alimentan de las posibilidades. Las tácticas aluden, precisamente, a las maneras de hacer que crean los migrantes para sobrevivir en la nueva semiósfera urbana. Las espacialidades de la vida cotidiana se producen, en primer lugar, en la vivienda, y desde esta escala del hogar se extienden hacia los lugares que se frecuentan en las actividades diarias, ya sea el trabajo, el estudio, el consumo, el entretenimiento, las diligencias, e incluso la afectividad y las prácticas religiosas; se trata de espacialidades multiescalares que intersectan, entre otros, la casa, el barrio, la localidad y la metrópolis (Lulle, 2019).
En plazoletas, parques y calles del centro de Bogotá, los migrantes venezolanos incluso han establecido lugares de encuentro y reunión espontánea. Algunos se han radicado en los barrios populares de esta zona, otros se hospedan en los numerosos hostales y residencias "paga diario" porque tienen más posibilidades de conseguir recursos y, a la vez, ahorran tiempo y dinero en desplazamientos. Una gran cantidad llega a diario hasta allí para "rebuscársela" en el espacio público, ya sea vendiendo algo, como artistas callejeros o practicando la mendicidad, y no pocas veces tienen que disputarse estos espacios con los locales:
Vivir en el centro de la ciudad da muchos beneficios que en otras zonas de Bogotá, siendo tan grande, no están. En el centro de la ciudad hay mucho -y principalmente nosotros que estábamos ahí al lado de La Candelaria- hay mucho campo laboral [...] ya estando acá no necesitaba pagar un Transmilenio para trasladarme a un sitio a buscar empleo, teníamos más tiempo y eso representaba un beneficio, esa zona como tal era mucho más segura también. (David, 26 años)
La vivienda es el lugar central de la vida cotidiana, y es el primer desafío que enfrentan los migrantes, pues no es nada sencillo conseguir dónde vivir en un lugar al que, de entrada, no se pertenece. En el caso de David, la dueña de la casa, en el barrio Belén, no estaba segura de arrendarles por ser venezolanos, pero finalmente accedió gracias a que su jefe -en la cafetería del centro donde trabajaba- intercedió. Incluso con la migración se incrementaron los precios de los arriendos en los estratos 1 y 2, que de acuerdo con la estratificación de la ciudad corresponde a los sectores más pobres, donde un solo apartamento llega a ser habitado por diez o más migrantes (El Tiempo, 2019). La experiencia de los venezolanos en Bogotá supone, en la mayoría de los casos, múltiples tipos y cambios de vivienda, bien sea por los costos, o bien por la inestabilidad en la generación de ingresos.
Por ejemplo, cuando Lesly llegó a Bogotá, empezó a trabajar en una pastelería. Me cuenta que fue una experiencia "muy bonita" porque aprendió a manejar máquinas de café y a "socializar con el público". En ese momento vivía en el barrio Las Cruces, aunque lo define como un sector "fuerte", en términos de seguridad, afirma que en ningún momento le pasó nada. Luego, cuando logró que su hija ingresara al jardín, trabajó en un restaurante-pescadería en el barrio El Restrepo, al Sur de la ciudad, pero el trato que recibió no fue el mejor: "A veces no importa el horario en que usted trabaje, usted trabaja doce horas, pero si recibe un trato bien, usted se agrada en su trabajo. Son cosas que a medida que van pasando uno tiene que aprender para poder continuar" (Lesly, 22 años). Después, se mudó al barrio Belén, allí trabajó atendiendo un puesto de jugo de naranja y luego una venta de arepas. Recientemente, se le presentó una mejor oportunidad laboral, tenía un salario fijo y cumplía un horario de ocho de la mañana a cinco de la tarde, estaban viviendo en el barrio Girardot y todo parecía estar mejorando, hasta que con la pandemia del covid-19 ella y su esposo no pudieron seguir trabajando, así que la única alternativa fue irse a Los Mártires, donde el tío de su esposo los recibió provisionalmente porque no podían pagar el arriendo.
Los estilos de acción que despliegan los sujetos ocurren dentro de un campo que los regula en el nivel estratégico, e incorporan, a la vez, formas que obedecen a otras reglas, muchas veces inventadas para aprovechar las posibilidades que se encuentran y movilizan en la informalidad. Esto se observa, de un lado, en el control del espacio público en la ciudad -expresado en la continua vigilancia y sanción policial- y, del otro, en las tácticas que deben implementar quienes incursionan allí para eludir estas medidas restrictivas y buscar el sustento diario:
A mí me levantaron tres comparendos hace un año porque estaba en los espacios públicos y eso el Código de Policía no lo permite. Sí, la persecución. una mañana, apenas llegué a parchar, me llegó una femenina, policía, y me dijo "usted tiene que recoger eso de aquí porque si no se lo voy a decomisar, aquí las cámaras están grabando, yo a usted le dije que se fuera de aquí", yo le dije, "pero es que yo estoy llegando", entonces era la palabra de ella contra la mía y pensé, "no, yo no voy a caer en discusiones aquí con una policía porque yo voy a perder", entonces se me vino más fuerte y yo le dije "no, tranquila" y agarré, enrollé mi mercancía, la guardé y me retiré de ahí. me dijo "se va de aquí porque no la quiero ver". Cuando veía que venía la policía, como ya estaba advertida y ya me habían hecho comparendo, entonces yo lo que hacía era calladita, recogía. A veces hay abusos, porque eso no hay que dejarlo a un lado, pero ellos también cumplen con su trabajo, y si uno no sale tampoco a ayudarse entonces cómo hace, o sea es contradictorio, y el Código de Policía como que a veces no mide eso, porque si la ley de un país, la Constitución de un país dice que entre los derechos está el derecho al trabajo, entonces el Código de Policía está en contra del derecho al trabajo. (Marlén, 57 años)
Estos movimientos tácticos, como replegarse hacia otro sitio mientras pasa la policía para luego volver, hacen parte de esos atajos que deben buscar los migrantes para garantizar la reproducción de su vida cotidiana. Siguiendo una lógica propia, fijada también en su relato, se mueven entre los pequeños espacios que el nivel estratégico-estructural les permite. Tomando fragmentos de los vastos conjuntos de la producción social, van componiendo sus propias historias.
La pandemia del covid-19: entre el confinamiento de la vida cotidiana y la vocación santuario de Bogotá
Las medidas de emergencia que adoptaron los gobiernos locales ante la declaratoria de pandemia mundial se expresaron en cierres fronterizos, cese de operaciones aéreas e incluso de transporte terrestre, y confinamiento social obligatorio. Al momento de registrar estos relatos, en Bogotá se cumplía una estricta cuarentena por sectores que, a través de medidas como el "pico y cédula" o el "pico y género"5, regulaba la movilidad de las personas y restringía su afluencia en el espacio urbano.
El confinamiento de la vida cotidiana por medio del aislamiento preventivo obligatorio supuso bastantes dificultades para muchos sectores sociales que viven "el día a día" de la economía informal, haciéndolos más propensos a sufrir los embates de la pandemia. En el caso de los venezolanos, su presencia en sectores altamente impactados es mayor que la de los colombianos (Graham y Guerrero, 2020).
David completaba casi tres años en Bogotá cuando tuvo la oportunidad de hacerse administrador de un pequeño café en el Centro Histórico, las cosas para él y su familia iban bastante bien. Los dueños del café, una pareja de colombianos radicados en España, le dieron la opción de tomarlo en arriendo con algunas facilidades y en condiciones que podía cumplir. Estaba motivado porque el conocimiento del café era una de las cosas que más le había abierto posibilidades en Colombia, especialmente en esta zona turística, por lo cual decidió asumir el reto y sacar adelante este nuevo proyecto:
Eso fue en febrero, y fue todo excelente ese mes, me sirvió para bajar muchas deudas, dejar otras muy, muy cortas, pero ya cuando empieza el mes de marzo empezó esa sombra del coronavirus a acechar y total que el último día que abrí fue el 14 de marzo de este año, y ya tengo seis meses parado. Esta situación ha sido complicada... ahorros, se los llevó. El principal ingreso que tenía que era el café está totalmente detenido [...] Es muy triste la verdad, siempre es un poco desalentadora esta situación del Covid que me retrocedió al inicio de mi aventura acá al exterior y a Colombia, Bogotá concretamente, porque es como haber construido tantas cosas, haber hecho los cimientos de muchos planes, de muchas ideas, y todo se desmoronó por esta situación. (David, 26 años)
Las medidas frente a la pandemia del covid-19 han conllevado una crisis social y económica sin precedentes en la ciudad, con aumento del desempleo e intensificación de la precariedad de la situación de los venezolanos. Ante este fenómeno migratorio, Colombia ha mantenido una serie de prácticas y políticas para la protección de los derechos de los migrantes que podrían denominarse "santuario"6, expresadas en una política de fronteras abiertas para los venezolanos y una flexibilidad en la definición del estatus migratorio que ha facilitado procesos de documentación y el otorgamiento de permisos de trabajo y residencia a más de 700.000 personas. Los inmigrantes venezolanos que tienen documentación, según el tipo, pueden acceder al mercado laboral, a servicios educativos, de salud, entre otros. Incluso aquellos en situación "irregular", aunque enfrentan mayores barreras para acceder a los derechos ciudadanos más básicos y son más susceptibles a de todo tipo de explotación -en algunos casos ganan alrededor del 30% menos que los locales por hacer el mismo trabajo (Graham y Guerrero, 2020)- no son deportados ni perseguidos por su estatus migratorio.
Los efectos de la cuarentena en la ciudad y en el país apenas empiezan a calcularse y parecen indicar una inminente recesión económica. Durante el trimestre abril-junio del 2020 la tasa de desempleo en Bogotá llegó al 23,6% (DANE, 2020b), y se ha acelerado la precarización social y económica de la población venezolana, que básicamente venía viviendo al día y se enfrentó a una sin salida por el confinamiento (Graham y Guerrero, 2020). Se calcula que en el 2020, el 2,3% de los migrantes retornaron a Venezuela (Migración Colombia, 2021), lo que ha supuesto una inmensa dificultad dados los cierres de fronteras, los controles de los que son objeto y la precaria situación de su país:
Decir voy a regresar a Venezuela es incluso también muy doloroso porque está muy fuerte... si uno lleva comida, dinero, mercancía, su ropa, de aquí para allá, entrando a Venezuela le quitan todo automáticamente. Y el trato es muy, muy mal, lo tratan a uno de falso, de hipócrita por haber uno salido del país de uno y no haber luchado en la situación que está. (Lesly, 22 años)
Al finalizar agosto del 2020, el Gobierno distrital decretó las medidas de la "Nueva Realidad para Bogotá", que se estableció como un periodo transitorio para la reactivación de los sectores económicos, disponiendo, entre otros lineamientos, la distribución espacial-temporal de las actividades laborales, comerciales y de servicios, así como la aplicación de franjas y horarios de funcionamiento que se ajustarían de acuerdo con el cupo epidemiológico máximo que puede soportar la ciudad. En abril del 2021 la ciudad enfrentaba aún el tercer pico de la pandemia, con alerta roja hospitalaria y cuarentenas intermitentes. Sin embargo, los relatos de los migrantes dejan ver que aguardan la esperanza de que las cosas irán mejor como extranjeros en Bogotá que como retornados en su país.
En marzo del 2021 el Gobierno colombiano adoptó el Estatuto Temporal de Protección de Migrantes Venezolanos en Colombia (Decreto Presidencial 216 del 2021), el cual parte del reconocimiento de las graves afectaciones sobre los derechos humanos de los migrantes. Este mecanismo contempla básicamente dos acciones para la regularización: el Registro Único de Migrantes Venezolanos y la expedición del Permiso por Protección Temporal. Así, se constituye una especie de hito luego de la implementación de permisos especiales de permanencia -que se expedían por periodos de dos años con la posibilidad de ser renovados- y del Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos, medidas excepcionales que posibilitaron la regularización de cerca del 44% de los migrantes que en la actualidad se encuentran en Colombia. Esta suerte de políticas santuario emanadas desde el nivel nacional, de una u otra manera tendrán repercusiones en la vida cotidiana de los migrantes, en la medida en que trazan una senda formal de integración social y económica.
La otredad y la ciudadanía oscilante de los migrantes: entre solidaridad y xenofobia
La cuestión de "el otro" es un asunto relativamente nuevo para la historia de la cultura y está relacionado tanto con el encuentro entre culturas diferentes como con la pregunta sobre la identidad cultural (Burke, 2005). Así, cuando los grupos se enfrentan a otras culturas pueden ignorar la distancia cultural y establecer un relaciona-miento por analogía (el otro como reflejo del yo), o bien pueden inventar (consciente o inconscientemente) a "los otros" como una cultura totalmente opuesta a la suya, como su antítesis. El estereotipo, por ejemplo, es a menudo una exageración de algún rasgo o elemento de la realidad en detrimento de otros que son omitidos, pues apunta a efectuar una simplificación efectiva -que puede ser relativamente violenta-, desdibujando los matices. La mayoría de los estereotipos sobre los otros son despectivos y hostiles, se elaboran como desviación, monstruosidad y exotismo, en contraste con las cualidades propias del grupo, cuyos miembros elaboran una imagen distorsionada de los otros, los extraños-lejanos.
Para situar la discusión sobre la diferencia, en relación con la pregunta por la representación de los otros, de aquellas personas y lugares que son significativamente diferentes del nosotros,Hall (2010) plantea que asistimos al "espectáculo del otro". En ese sentido, su aproximación teórica acerca de la construcción de la diferencia le permite identificar tanto la fascinación secreta por la otredad como la construcción de las representaciones de la diferencia en la cultura popular y el origen de los estereotipos culturales, así como las "prácticas de representación estereotipantes". La estereotipación establece una conexión entre representación, diferencia y poder que se evidencia, también, en los procesos de narrativización. Un claro ejemplo es el despliegue narrativo que los medios de comunicación hacen de las representaciones de los extranjeros venezolanos, convirtiendo en hechos noticiosos la participación de estos en actos delictivos, visibilizando las deportaciones y narrativizando a los inmigrantes como un asunto de seguridad. Así mismo, palabras como "invasores", "ilegales", "socialistas", "venecos", "hambrientos" o "ladrones" se emplean en las conversaciones de los locales para aludir a los migrantes (García-Durán y Cuevas, 2020). El lenguaje discriminatorio para representar a los extranjeros venezolanos es cada vez más común, al señalarlos, incluso, como la causa que explicaría por qué la ciudad "se ha venido dañando" (Personería de Bogotá/Acnur, 2020):
En la séptima, pues imagínate, ahí circula cualquier tipo y calidad de personas, hay mucha xenofobia contra los venezolanos... hay muchos con mucho celo y piensan que uno les está robando el espacio a ellos y entonces lo quieren apartar a uno. Cuando querían soltar sus rencores hacia el venezolano yo nunca me enfrentaba a decir no, sí, a defendernos, para no caer en ese tema, porque es que a mí no me gustan tampoco ni las discusiones ni nada de eso. Gracias a Dios con las personas que he compartido pues he conseguido más bien... me han ayudado. Por ese lado he conseguido al colombiano que me ha visto con los nietos y ven también cómo uno vive apretado, y se les ha hecho fácil, "mira, yo te quiero ayudar, yo tengo aquí unos pañales que le pueden servir a tus nietos", ese tipo de ayuda yo la he recibido mucho [...] me he ganado mucho el cariño también y el aprecio de los colombianos, yo creo que eso depende también de la forma de ser uno. (Marlén, 57 años)
Mientras más fuerte o arraigado se encuentre el estereotipo, más difícil será la posibilidad de que la cultura de recepción cambie sus esquemas de percepción y que, en este caso, el inmigrante pueda proyectar una imagen más correspondiente con la realidad de sí mismo y su cultura de origen. No obstante, si bien en la sociedad de acogida hay experiencias de xenofobia, también, como lo narra Marlén, las hay de solidaridad, pues las interacciones son cambiantes, no permanecen estáticas. De hecho, el significado de los otros no se fija de forma permanente, siempre está abierto a su redefinición, se construye mediante las prácticas significantes que resultan de las convenciones sociales, lingüísticas y culturales, las cuales cambian (son negociadas) con el paso del tiempo.
¿Colonialidad de la otredad?
La xenofobia incorpora imágenes distorsionadas de los extranjeros, que son alterizados exagerando sus gestos, sus atuendos o sus rasgos como imágenes de la diferencia (Burke, 2005), de manera que las fronteras simbólicas devienen cruciales para establecer el cierre cultural que define qué puede estar dentro y qué debe ser expulsado o estigmatizado por considerarse anormal (extraño) (Hall, 2010). En Bogotá los venezolanos no hacen parte de la nación, son "otros", su identidad nacional los inferioriza frente a quienes "realmente", se supone, tendrían derecho a permanecer en el territorio:
Llegando acá a Bogotá, por la décima, iba a comprar un televisor y entré a una tienda... el señor se dio cuenta que éramos venezolanos por el acento, y entonces yo le digo -ya era un señor mayor-, "¿señor, cuánto cuesta ese televisor?" Y me dice, "no, no hay", y yo le digo, "¿cómo que no hay, si hay una cantidad de televisores?", me dice, "no, para ustedes no hay nada", y claro, yo me sentí muy mal, fue algo que nunca en la vida había sentido. (Lesly, 22 años)
En contraste, los migrantes también despliegan su narrativa y rechazan estas acusaciones, reclamando sus derechos ciudadanos y apelando a un principio de igualdad. De hecho, en Bogotá los inmigrantes buscan obtener la regularización migratoria y el acceso a la ciudadanía, ese es el principal motivo de consulta que refieren en la Personería de Bogotá (70%) (Personería de Bogotá, Acnur, 2020). Así, se resisten a tal inferiorización cuando aducen que "no hay diferencia entre colombianos y venezolanos", recurriendo al principio universal contenido en su clasificación abstracta como ciudadanos extranjeros para reclamar una ciudadanía en la práctica.
Este conflicto entre establecidos y marginados (extraños) es la representación de un fenómeno humano de carácter universal y constante, que evidencia las formas en que los miembros de grupos que disponen de poder se consideran a sí mismos mejores seres humanos, superiores, posicionándose con fuerza sobre los otros grupos (Elías, 2012). Desde esa perspectiva, a partir del concepto de colonialidad del poder (Quijano, 2014), entendido como un "patrón de poder mundial" que orienta la dinámica estructural del capitalismo colonial-moderno y que se fundamenta, entre otros elementos, en la racialización de las poblaciones y su consecuente clasificación social a partir de la idea -fundamentada en la racionalidad eurocéntrica- de la superioridad de los colonizadores y la inferioridad de los colonizados (los otros), podría afirmarse que persiste, también, una herencia colonial en las formas en que nos relacionamos con los extranjeros.
Históricamente nos han enseñado a clasificar racialmente a los otros, de acuerdo con la diferenciación corporal que resulta de identificaciones aleatorias vinculadas con la apariencia física, la nacionalidad, la performatividad, la identidad de clase o el género. De esta manera, se activaría entonces un dispositivo de colonialidad de la otredad que no solo restringe las posibilidades del reconocimiento sino del diálogo intercultural. En esa vía, siguiendo una perspectiva genealógica, Santiago Castro-Gómez (2019) plantea justamente que dicha colonialidad también opera en el nivel microsociológico, en el de la subjetividad. Así, se podría entender cómo la microfísica del poder se despliega en la configuración del sentido común de una sociedad, en la cual la correlación de fuerzas es consentida/resistida por los dominados.
Entonces, más que jerarquías de poder en términos de clase, raza, género y sexualidad, se trataría de estructuras heterárquicas de poder en las que la colonialidad del poder se articula de múltiples modos. En ese sentido, resulta pertinente incorporar esta perspectiva con el fin de analizar, en su especificidad técnica y política, la colonialidad del poder en cuanto "conjunto de tecnologías capaces de generar determinados tipos de subjetividad" (Castro-Gómez, 2019, p. 102). A su vez, esto implica ampliar el debate acerca de la relación entre universalidad y particularidad que subyace a la discusión sobre la ciudadanía para incorporarlo en el análisis de los procesos de integración de los migrantes venezolanos, teniendo en cuenta que compartimos con el vecino país una historia de colonialidad, independencia y modernidad.
De esta manera, se despliegan dispositivos de clasificación mediante la intervención activa de los sujetos, quienes interpretan la diferencia cultural y la interacción para condicionar su aceptación o justificar su rechazo. En la medida en que los inmigrantes van incursionando en la ciudad, narrativizan su experiencia en la nueva semiósfera y, a la vez, los locales los construyen narrativamente a ellos. De ahí la pertinencia de analizar las tensiones culturales entre los diferentes significados que se configuran en ese amplio espectro de posibilidades que tiene lugar con esta interacción.
Reflexiones finales
La tensión propia de las relaciones sociales produce significados culturales. Es precisamente en ese sentido que se encuadra la tensión cultural que se produce en el encuentro con el otro y el consecuente desconcierto que supone -aunque se hable la misma lengua- la incomprensión de sus signos, pues estos corresponden a otra semiósfera con estructuras de significación, códigos y lenguajes particulares. La semiótica de la cultura permite explicar los procesos migratorios como procesos de intercambio entre sistemas semióticos distintos. El inmigrante debe traducir esos textos y códigos que inesperadamente ingresan a su mundo, y para poderlos integrar a su imaginario debe comprenderlos y aprender sus reglas, pues es un proceso indispensable para su supervivencia. Existen, en esa vía, múltiples semiósferas en intercambio recíproco que permiten analizar las dinámicas del cambio cultural a partir de las tensiones culturales que se identifican.
Estas tensiones por los significados en torno a la extranjería y la otredad que emergen del encuentro entre la población de Bogotá y los migrantes venezolanos se relacionan también con las condiciones de vulnerabilidad -cada vez más extremas- en las que se encuentran estos extranjeros en la ciudad, y con las dinámicas de exclusión social, desigualdad y segregación espacial que resultan de la experiencia del capitalismo neoliberal en Bogotá. La desigualdad de las relaciones sociales, que opera mediante la diferenciación espacial, articula la relación entre producción y reproducción de la vida cotidiana. En cuanto método de representación, la narrativa se constituye como un camino teórico-metodológico que se vincula con la dinámica del cambio social y cultural a través del espacio-tiempo, es decir, la transformación es inherente a la narrativa, se encuentra en las vidas de quienes narran, en el relato mismo, en las representaciones mediáticas, en los documentos institucionales, e incluso en la propia interpretación que hace el investigador (Squire et al., 2008). La construcción narrativa de la vida cotidiana en el espacio urbano da origen a formas diferenciadas de otredad y clasificación de los "extraños", pues de acuerdo con las categorías que se establecen, se despliegan tanto las posibilidades como las restricciones en la ciudad en cuanto contexto de recepción, como lo evidencian los relatos de experiencia de quienes migraron a Bogotá.
Desde esta perspectiva, la vida cotidiana de los migrantes en una ciudad como Bogotá, se reproduce a partir de múltiples posibilidades tácticas (y simultaneidades) que despliegan al incursionar en esta particular geometría de poder que se expresa en el espacio urbano, en cuanto compleja red de relaciones de dominación y subordinación, pero también de solidaridad y cooperación. Entonces, las experiencias cotidianas requieren mayor escrutinio para el análisis cultural de los derechos urbanos de los migrantes, pues la vida cotidiana puede entenderse como mediadora de derechos, a la vez que sustenta la producción práctica de nuevas es-pacialidades urbanas.