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Historia y Sociedad
Print version ISSN 0121-8417
Hist. Soc. no.28 Medellín Jan./June 2015
https://doi.org/10.15446/hys.n28.48013
http://dx.doi.org/10.15446/hys.n28.48013
ARTÍCULO DE REFLEXIÓN
De reina a madre: La maternidad como construcción discursiva en la pintura neogranadina del siglo XVII
From queen to mother: Motherhood as discursive construction in the seventeenth century neogranadine painting
Juan Pablo Cruz Medina**
** Historiador de la Pontificia Universidad Javeriana, Magíster en Historia de la Universidad de los Andes, Curador del Museo Colonial y del Museo Santa Clara, Bogotá-Colombia. Correo electónico: cruzmedjp@gmail.com
Artículo recibido el 27 de febrero de 2014 y aprobado el 29 de julio de 2014
Resumen
Este artículo analiza la maternidad como una construcción discursiva, ligando dicha construcción con el discurso visual neogranadino propio del siglo XVII. La imagen de ''La Virgen con el niño'', enmarcada en el contexto postridentino, se situó como lugar de emergencia de un discurso que modelaba la conducta de las mujeres, adjudicándoles unos roles específicos en relación a sus hijos. La madre tierna, cariñosa, protectora de sus hijos, surge en el discurso visual como verdad narrativa que debía ser adoptada como conducta cotidiana por parte de los sujetos.
Palabras clave: Maternidad, pintura colonial, iglesia, siglo XVII, discurso, Nueva Granada.
Abstract
This article examines motherhood as a discursive construction, linking this construction with the neogranadine visual discourse of the seventeenth century. The image of ''The Virgin with the Child'', within the post Tridentine context, stood as a place of origin of a discourse modeling the women behavior, giving specific roles in relation with their children. The tender, loving and protective mother with their children emerges in the visual discourse as a narrative truth that should be adopted by subjects in everyday behavior.
Keywords: Motherhood, colonial painting, church, XVII century, speech, New Granada.
Actualmente es casi incuestionable que el vinculo existente entre una madre y su hijo, el ''vínculo maternal'', es algo legado por la genética, un sentimiento que surge con el nacimiento del primer hijo o que toda mujer porta de suyo. Sin embargo, una lectura más profunda del problema de la maternidad nos revela que esta no es más que una construcción cultural propia de un tiempo determinado. Como bien ha demostrado André Burgiere en su ya clásica Historia de la Familia, la maternidad y la infancia como procesos individuales y sociales solo comienzan a aparecer en Europa a finales del siglo XVI. Antes de esto, simplemente, no existen.1 En la Edad Media, por ejemplo, las mujeres, luego de parir, entregaban su hijo a una nodriza que se encargaba de alimentarlo y cuidarlo hasta que el pequeño pudiera valerse por sí solo. Si sobrevivía, era entregado a su padre o a los mayores con el fin de que iniciara su vida adulta. La madre únicamente era el receptáculo de la semilla portada por el varón, y por ello, tras dar a luz, entregaba al niño, que era criado y educado por otros.2
Pero a finales del siglo XVI, en medio de la transformación que sufre la estructura familiar, que pasa de ser extendida a nuclear, se forja un nuevo tipo de relaciones entre los padres y sus hijos. Las familias que anteriormente se hallaban constituidas por padres, hijos, abuelos, tíos, etc., comienzan a reducirse convirtiéndose en familias nucleares constituidas únicamente por padres e hijos. El cambio, movido por la aparición de patrones que se presentan como atisbos de cierta individualidad, determinará el surgimiento de un nuevo tipo de relación: la relación entre la madre y su hijo. La nueva estructura relacional, configurada inicialmente a finales del siglo XVI y consolidada a lo largo del XVII, será heredada por los territorios españoles americanos en medio del proceso colonial.
En el caso de la Nueva Granada, las autoridades coloniales, inmersas en todos los cambios sociales y culturales que se daban en Europa, encaminaron sus esfuerzos hacia la configuración de una estructura social cuyo centro fuera la familia. La iglesia, utilizando herramientas como el sermón, la literatura moral y las imágenes, se situó como una de las mayores difusoras del modelo social pretendido por España en sus colonias. La relación maternal fue entonces uno de los temas más trabajados por los discursos eclesiásticos. Es aquí donde llaman la atención las numerosas representaciones pictóricas centradas en el tema de ''la virgen con el niño'' que se encuentran en la Nueva Granada. Si bien es cierto que esta iconografía se desarrolló desde el siglo XIII y encontró su esplendor en los lienzos de Rafael y Leonardo, propios del siglo XV, es también notorio que en medio de la ''explotación tridentina de la imagen''3 cobró un nuevo sentido.
El discurso visual imperante en el siglo XVII transformó entonces la imagen de la virgen reina en la de la virgen madre, acentuando los niveles de proxemia y el sentimiento maternal en las representaciones de la virgen con el niño. La producción visual neogranadina del XVII, como heredera de este esquema iconográfico, buscó transmitir a los fieles un modelo maternal cuyo patrón se hallaba establecido a partir de la relación entre la virgen María y el niño Jesús. Pero ¿qué tipo de relación maternal es la que se pretende construir en la Nueva Granada a partir del discurso que portan las representaciones de la virgen y el niño propias del siglo XVII? Esta será la cuestión que guiará el presente artículo. La hipótesis que busco desarrollar se centra en demostrar el papel que tuvieron las representaciones pictóricas neogranadinas en la consolidación tanto de la mujer como madre, como del sentimiento maternal en estos territorios. Las ideas establecidas en las pinturas de la Virgen con el niño realizadas en la Nueva Granada en el siglo XVII, aunadas a las desarrolladas en sermones y obras morales, terminaron configurando un ideal de ''lo maternal'' que se impuso como arquetipo a la sociedad. La imagen de mujer entregada al cuidado de sus hijos, se articulará al surgimiento de la niñez como una etapa de la vida. Ambos procesos amarrados dentro de las pinturas de la virgen con el niño servirán como base para la construcción de una nueva sociedad en la cual emergen la madre y el niño como individuos, en un colectivo en el que se hacen visibles los primeros atisbos de modernidad.
Para demostrar esto analizaré ''discursivamente''4 una muestra de cinco imágenes, tomadas de un conjunto de veinticinco pinturas centradas en el tema iconográ fico de la ''Virgen con el Niño''5. Las obras que utilizaré para este análisis, todas ubicadas temporalmente en del siglo XVII, son de procedencia Santafereña y se hallan actualmente depositadas en la colección del Museo Colonial y el Museo Santa Clara de Bogotá. Cabe aclarar aquí que si bien las pinturas pertenecen al ámbito Santafereño su iconografía sigue el mismo modelo que se utilizará no solo en la Nueva Granada, sino en los diferentes territorios que integraron la América Española. Salvo las diferencias técnicas o estilísticas, las pinturas aquí utilizadas como ejemplo siguen el patrón de representación utilizado en la pintura propia de las actuales Tunja, Cali o Popayán.6 Conjuntos visuales que se ciñeron a la normativa eclesiástica relacionada con el control de la imagen, siguiendo patrones establecidos que ya se utilizaban en la pintura del Siglo de Oro español.
El análisis propuesto permitirá, dentro de un marco historiográfico más amplio, evidenciar parte de la estructura discursiva que articuló el siglo XVII neogranadino, así como el pensamiento que operó sobre estas tierras. Corriente ideológica emanada de una ''Monarquía Católica Hispana''7 que encontró en la imagen el mejor recurso para unificar su imperio en torno a una política teológica. La producción pictórica del XVII se presenta como fuente privilegiada para demostrar nuevos matices del contexto social y político del territorio neogranadino, evaluado aquí bajo el lente del fenómeno de la ''maternidad'' como discurso.
1. La Virgen: De reina a Madre
En los albores del siglo XVII la Nueva Granada contaba con una amplia ocupación territorial por parte de los españoles, centrada principalmente en la cordillera de los Andes. La ocupación se hacía manifiesta no solo en la fundación de ciudades o las constantes campañas en contra de los indios rebeldes, sino también en el establecimiento de un aparato burocrático cuyo mando reposaba sobre el Presidente de la Real Audiencia, entidad ubicada en Santafé de Bogotá desde 15648. Aun con estos avances en materia gubernamental, el proceso de evangelización, piedra angular de la conquista, no arrojaba resultados. El desorden en materia religiosa era evidente, y se agravaba por las constantes quejas de amancebamientos, borracheras, bailes e idolatría en los cuales se veían envueltos frailes y sacerdotes.9
El problema llevó a la iglesia a tomar medidas y en 1606, gracias a la intervención del Arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero, se llevó a cabo un sínodo cuya intención principal fue la organización doctrinal del reino.10 En dicho sínodo se ratificaron las decisiones tomadas en los concilios Limenses y Mexicanos11 en los cuales se subrayó el valor de la imagen como mecanismo evangelizador, siguiendo así lo ordenado en el Concilio de Trento.12 El discurso visual propio del siglo XVII neogranadino se encaminó entonces, siguiendo los lineamientos conciliares y sinodales, hacia la formulación de modelos que sirvieran como ejemplo de vida para los fieles.
Al observar la producción visual neogranadina propia del siglo XVII dentro de este marco, se hace evidente que las múltiples representaciones de la Virgen con el Niño conducen al espectador hacia la recreación de un modelo: el sentimiento maternal. Las pinturas evocan visualmente la unión de la madre con su hijo, quien tiernamente se acoje a su pecho como buscando protección y calor. La idea, claro está, era la de mover el sentimiento de los fieles, tocar sus fibras más sensibles a partir de la imagen, para que así ellos modificaran su conducta.13
Si se analiza una imagen como La Virgen con el Niño, obra del siglo XVII atribuida al santafereño Gregorio Vásquez (imagen 1) se hace evidente el tipo de relación que quiere presentarse a través de la imagen. La virgen abraza al niño apretándolo contra su pecho y sosteniéndolo sobre sus piernas. Mientras tanto, el pequeño oculta su brazo derecho bajo la manta de la madre, acercando su rostro al de ella. La proximidad corporal desplegada en la composición de la pintura evidencia un discurso relacional claro entre la madre y su hijo, construcción que solo comenzó a ser fórmula iconográfica a partir del siglo XVII, cuando la familia inició su transformación pasando de extendida a nuclear.
La transformación del concepto familiar, legada a los territorios indianos,14 se encontró de frente en tierras neogranadinas con una serie de problemas ligados a la relación entre las madres y sus hijos. En la Nueva Granada –como bien ha señalado Guiomar Dueñas– desde el siglo XVII problemas como la muerte o el abandono de niños, la violencia familiar, el incesto o el uxoricidio, se convirtieron en grandes preocupaciones para el estado colonial, lo que demandó acciones por parte de la Corona (prisión, vigilancia, control) y de la iglesia.15 En el caso de esta última el accionar se enfocó en la promoción de modelos tendientes a la modificación de este tipo de conductas. La imagen maternal buscaba entonces mitigar, dentro del contexto neogranadino, el constante abandono de niños, así como la violencia existente en el interior de las familias. La imagen cercana, cariñosa y maternal expuesta en las pinturas de la virgen con el niño fueron herramienta fundamental en relación a estos males, imponiendo a María como modelo de Madre a la sociedad.
Sin embargo, curiosamente la imagen de María no siempre fue la de una madre asociada a su hijo. De hecho, en la génesis misma del surgimiento de la imagen mariana esta no presentaba relación alguna con Jesús. Las primeras representaciones de la Virgen se hacen en el contexto del occidente medieval hacia el siglo XII, cuando se da una explosión social del culto en torno a María.16 Aunque en el cristianismo oriental la virgen tuvo una devoción más temprana, en el ala occidental no fue así. Quizá uno de los tenues albores de este culto se puede hallar en el siglo VII, cuando aparecen obras como De Virginitate Perpetua Sanctae Mariae (escrita por San Idelfonso), en la que se evidencia un primer esfuerzo por inculcar el culto mariano en relación al carácter virginal de María.17
El culto mariano, no obstante, solo florecerá alrededor de los siglos XII y XIII, en un contexto que coincidió –no muy gratuitamente- con las Cruzadas y la Reforma Cisterciense. Y decimos no muy gratuitamente porque –siguiendo a Juan Atienza– este surgimiento del culto a la Virgen se da en medio de la necesidad de acercar la ''enredada teología al pueblo por medio de una imagen que se representara como una nueva majestad de la Iglesia'', más aún cuando esta se impondría como protectora de la Cruzada, generando así, de paso, la aceptación de esta última por parte de la sociedad.18 Esto dará paso a la configuración de un corpus visual en torno a María, la cual se presentará, en sus orígenes, desde un carácter meramente mayestático, es decir, como símbolo de la majestad de la Virgen en sí misma, sin relación alguna con su hijo.19
Para llegar a la configuración de este tipo de representaciones, la iglesia tuvo que superar un amplio debate centrado en el carácter pecaminoso y diabólico de la mujer. Imponer una majestad femenina dentro del panteón católico demandó la eliminación de esta barrera, forzando una transformación del pecado femenino en virtud. De hecho, el impulso al culto mariano iba de la mano con una misión pastoral: reconducir la tradición apócrifa ligada a la Virgen y la concepción del niño por vía auricular20 como modelo para las mujeres.21 Junto a esto, no se hallaba ningún discurso relacionado con la vocación maternal de la Virgen, pues para ello se haría necesaria la consolidación de un contexto en el cual la niñez cobrara importancia.
Así, entonces, las primeras representaciones de la Virgen, ya sean las inscritas en las biblias medievales o las Madonnas renacentistas, se presentarán como símbolo de majestad de la iglesia y ejemplo de virginidad para las mujeres. Pero con el paso del tiempo la imagen mariana comenzará a adquirir un nuevo carácter, el de figura maternal. El surgimiento del culto a la virgen como madre y protectora se dará muy tenuemente hacia el siglo XIII, aunado a la permanencia del referente materno proveniente de los antiguos cultos a las deidades femeninas.
En la antigüedad, en las sociedades agricultoras de la media luna fértil, existía ya el culto a la madre tierra y al padre sol, que la fertilizaba a través de su poder. Posteriormente, en Babilonia, surgirían deidades mucho más desarrolladas como Ishtar, protectora, señora de la guerra y diosa del amor. En Sumeria estaba Nammu, abuela del pueblo sumerio, mientras en Egipto Isis era representada como la ''gran maga'', ''Diosa Madre'' o ''diosa de la fertilidad, la maternidad y el nacimiento''.22
Todos estos cultos, supervivientes en las mentalidades a través de los siglos, fueron vertidos sobre la figura mariana, transformando a la Virgen en la nueva madre y protectora de la sociedad. Pero si bien María era vista como figura maternal, dicha concepción no derivaba de su relación con Jesús. De hecho, en los evangelios no hay ningún protagonismo de esta como madre de Jesús. En el Evangelio de Mateo, María aparece muy pocas veces y la relación con su hijo posee un tinte muy nebuloso, que impide certezas en relación a la misma.23 Los Evangelios de Marcos y Juan siguen la misma tendencia y solo Lucas saca de las sombras a la madre de Jesús para darle un lugar de privilegio en su escrito. En este evangelio se destaca ampliamente la imagen de María en relación a su hijo, tanto así que la tradición le ha adjudicado al evangelista no solo el texto bíblico sino también la autoría del Magnificat, plegaria mariana por excelencia.24
Este silencio bíblico en relación a la Virgen como madre de Jesús puede derivar –a nuestra forma de ver– de las necesidades mismas del Concilio de Nicea25, donde se decidió la inclusión y exclusión de textos dentro de lo que sería el canon bíblico. A pesar de que muchos evangelios de los que quedaron por fuera del canon narran una relación mucho más cercana y maternal entre la virgen y su hijo, ligar a María con Jesús le restaba a este divinidad. Tengamos en cuenta que Nicea lo que postula tajantemente es el carácter divino de Jesús, y es esto lo que se quiere dejar ver en el evangelio.26 Una relación madre-hijo no cabía dentro de lo que se quería en la época, pero sí será determinante para lo que se pretenderá posteriormente.
Entre los siglos XVI y XVII, con el surgimiento de un nuevo discurso en relación a la familia, se evidenciará la necesidad de configurar un modelo maternal que, ligado al nacimiento de la idea de ''infancia'', pueda articularse a un arquetipo de relación madre-hijo. Para lograr esto la iglesia tuvo que echar mano de los textos apócrifos antes desechados, reconstruyendo a partir de ellos el ideal materno. La Virgen como representación daba lugar ahora a un doble discurso: por un lado se situaba como modelo de virginidad para las mujeres y, por otro, cobraba importancia como ejemplo maternal dentro de la estructura familiar.
Esta será la idea transportada por los peninsulares a sus posesiones de ultramar tras la conquista. La Nueva Granada, un territorio que para el siglo XVII se hallaba dominado por problemas como el abandono o la muerte de niños, demandaba la implantación de un discurso que pusiera freno a estas dificultades. La imagen mariana, transformada ya en figura maternal, se convertía así en el contexto neogranadino en herramienta fundamental para transmitir las ideas eclesiásticas en torno a la relación madre-hijo.
La Mayestática medieval o la renacentista Madonna cobra un nuevo sentido con el surgimiento de la idea de familia nuclear. Su llegada al contexto neogranadino del XVII se dará en medio de la inauguración de un nuevo revestimiento: la virgen madre, que como imagen debía comunicar a los fieles un discurso maternal que, transformado en hábitus27, tendría la capacidad de articular una sociedad sustentada a partir de las relaciones fraternas entre los sujetos.
2. La Virgen, modelo maternal en el discurso visual neogranadino
Si trazamos una línea sobre el conjunto de pinturas pertenecientes al corpus de la Sagrada Familia28 producido en la Nueva Granada, se hace evidente en este la permanente alusión al vínculo entre la madre y el hijo. Exceptuando las representaciones de los desposorios y las obras que se centran en el niño y San José, la relación madre-hijo es siempre protagonista. Esto derivaba de la necesidad que tenía la iglesia de forjar en el reino una sociedad sustentada en valores como la piedad y la confraternidad. Ambos debían evidenciarse en la relación existente entre las madres y sus hijos, más aún cuando problemas como el abandono o el aborto de niños eran comunes en el contexto social del XVII neogranadino. Por esta razón, a través del conjunto visual de la virgen con el niño se comunicó a los fieles un discurso tendiente hacia la construcción de una relación madre-hijo dominada por el cariño, la protección y el respeto a Dios y su iglesia.
El modelo se hallaba ligado al hecho de configurar en las ciudades un ''cuerpo social cristiano ideal''29 en el cual todos tenían culpa del pecado y, para aplicar a la gracia divina, debían sacrificarse con su abstinencia, su ascesis y su penitencia.30 La relación madre-hijo debía entonces dibujarse desde el marco de la confraternidad y el sacrificio, modelo que a la vez servía a la imagen de la sociedad como un cuerpo en el que nada debía fallar a favor de su buen funcionamiento.
Las representaciones de ''La virgen con el niño'' cumplían en esta medida con la función de comunicar a las neogranadinas el modelo a seguir no solo como madres, sino también como mujeres. Como heredera del mundo europeo, la cultura implantada en la Nueva Granada bebió del ideario eclesiástico propio del viejo mundo. La mujer, en este sentido, fue observada como un sujeto peligroso, que debía ser controlado y vigilado dada su fuerte inclinación al pecado. Esta idea se articulaba a la palabra evangélica, que subrayaba la sumisión de la mujer frente al hombre.31 En el caso de la Nueva Granada, la imagen de la mujer fue igual a la del mundo europeo: se relacionaba siempre con el pecado y la hechicería.32 Por esta razón, la literatura moral y la producción visual neogranadina buscaron transmitir un modelo de mujer ligado principalmente a la virginidad, la obediencia y la labor materna, aspecto que se repite en las diferentes representaciones relacionadas con el tema de la Sagrada Familia.
En ciudades como Santafé, de un total de 142 pinturas pertenecientes al corpus de la Sagrada Familia, 25 pertenecen al conjunto de Virgen con el Niño. Es decir, por lo menos el 20% de la producción de sagradas familias en Santafé se centraba exclusivamente en la relación madre-hijo, esto sin contar que dicha relación se hacía presente –como ya se mencionó– en casi todas las representaciones.33 Si tomamos este 20% como conjunto, observamos que es común a todas estas pinturas el hecho de esbozar una relación muy cercana entre la madre y el niño. En todas se evidencia la cercanía de ambos personajes, en medio de un halo de ternura que –como ya señalamos– no era para nada común en la imagen mariana propia de la Edad Media o el Renacimiento.
Como conjunto, lo que pretende transmitir la imagen de La Virgen y el Niño es un modelo relacional en el cual la mujer apropia el rol de madre tierna, cariñosa y cercana a su hijo, lo que brindaba a la población femenina los ideales del apoyo y el cuidado propios de lo que, según la iglesia, debía ser la madre cristiana. Tomemos un par de ejemplos para evidenciar esto: un primer ejemplo puede ser la Virgen con el Niño, obra atribuida a Baltasar Vargas de Figueroa, pintura del siglo XVII, que utiliza el modelo a replicarse en casi todas estas representaciones (imagen 2). Al igual que en la pintura analizada anteriormente, la Virgen se enmarca dentro una estructura discursiva centrada en la maternidad. El niño sostenido por los brazos de María se recuesta sobre su hombro izquierdo aproximando su rostro al de ella como símbolo de unión entre los dos. Llama la atención el vestuario humilde de ambas figuras, aspecto que resalta el carácter de ''abandono de lo mundano'' que debe prevalecer en toda familia.
La protección de los hijos y el rechazo a la vanidad son entonces dos de los supuestos que articulan el discurso de esta imagen. La mujer cristiana no solo debía velar por el cuidado de sus hijos, sino que a la vez debía mantenerse apartada de la ''vanidad'' propia del mundo. En el siglo XVII uno de los aspectos que más trabajó la iglesia, no solo desde la imagen sino también desde la escritura moral, fue el del ''desengaño''. El ''Barroco''34 como cultura propia del siglo XVII se estableció a partir de la separación tajante frente a lo real; en esta medida, la realidad es un engaño frente al cual todo cristiano debe luchar para alcanzar el cielo.35 El vestido, los lujos en el hogar y todo símbolo de vanidad debía ser rechazado por todo sujeto en pos de su salvación.36 Así lo hace evidente el santafereño Juan Bautista del Toro, uno de los grandes moralistas de finales del XVII y principios del siglo XVIII, quien refiriéndose a la vanidad del mundo señala: ''El mundo es un aparente engaño, que compone una vista mentida [...]: una desventurada cárcel de los miserables hijos de Adán. Es un traydor inconstante, que a cada momento muda de condición''37.
Por ello, como señala el mismo del Toro, ''si quieres amar a Dios, es necesario que no ames la gloria de este siglo''38. Este pensamiento es el que se ve ratificado a partir de la pintura antes analizada. El vestuario dispuesto en la escena determina un rechazo a las vanidades mundanas, rechazo que las madres debían poseer inculcándolo de paso a sus hijos. La imagen modela entonces a una mujer humilde apartada de los lujos, aspecto iconográfico que resalta al comparar la vestimenta de la Virgen con el niño, atribuida a Figueroa, con otras como La virgen del Rosario, atribuida al mismo pintor (imagen 3). En esta, como se puede observar, el discurso cambia totalmente en tanto que se pretende exaltar la majestad de la Virgen del Rosario, dejando de lado el carácter de humildad y abandono del mundo que se hace presente en la otra representación.
Esta diferencia entre una y otra imagen radica en la escogencia del discurso que se quiere expresar. Mientras la última es una exaltación de una advocación de la Virgen (imagen 3), la primera se encamina a destacar la relación maternal entre la María y Jesús en un halo de humildad. Esta distinción corría por cuenta del pintor al que se le pedía la obra, quien era finalmente el encargado de disponer los argumentos para que esta lograra su objetivo final: persuadir a las mujeres induciendo en ellas la vocación maternal. Siguiendo el encargo de la iglesia o capilla que solicitaba la obra, el pintor, tomando como modelo una estampa europea, desarrollaba sobre la tela ciertas variaciones frente a la misma. Cambiaba el vestuario, añadía figuras, modificaba la posición de las manos, etc., todo esto con la finalidad de dar forma a un argumento determinado.39 En el caso de la Virgen con el niño el pintor decide imponer un vestuario a las figuras con el que se resaltan virtudes como la humildad y el abandono a lo mundano, discurso que no es necesario explicitar en otro tipo de representaciones. En esta solo procede a evidenciar un ejemplo a partir del cual se promovía el afecto maternal como principio de la familia cristiana.
La maternidad en el discurso visual neogranadino se definió entonces a partir de un precepto: el cuidado y la protección tanto de los hijos como del hogar. De esta disposición arquetípica se desprendían afectos como el cariño, la entrega, la unión y la educación cristiana de los pequeños, quienes en últimas debían –al menos esa era la intención– llegar a la adultez como virtuosos cristianos sometidos a los designios de la religión y el estado colonial. El papel de la mujer en el ''cuerpo social'' era claro: someterse al marido y quedarse en el hogar cuidando de sus hijos. Un reflejo de este modelo se hace claramente evidente en la pintura atribuida a Gregorio Vásquez denominada Hogar de Nazareth (imagen 4).
La obra, pintada en el siglo XVII, da cuenta de la cotidianidad del hogar de la Sagrada Familia ya asentada en Nazareth. En primer plano aparece la Virgen sentada frente a una hornilla cuyo fuego calienta una olla. A su lado, un poco más atrás, un ángel que observa el fuego porta en sus brazos la leña que ha de alimentarlo. Al lado derecho se observa al niño barriendo, sobre el cual recae la mirada de su madre, mientras un ángel arrodillado cerca a él recoge un leño más. En un segundo plano, en la esquina superior derecha de la pintura se observa a José, quien trabaja fuera de la casa.
En la imagen confluyen las dos características básicas determinadas en la retórica clásica y asumidas por el Concilio de Trento en relación a la imagen: Enseñar verdades dogmáticas y persuadir por medio de ejemplos a los fieles. La verdad dogmática es en este caso la historia de la familia de Jesús, cuya madre fue la virgen María y cuyo padre putativo fue José. El ejemplo, por su parte, se estructura retóricamente a partir de la distribución de los sujetos presentes en la escena en relación a la acción que realizan. José, el padre, se encuentra trabajando afuera de la casa, mientras que María, la madre, vigila al niño que le ayuda con los oficios domésticos. La escena, por simple que parezca, determina modelos corporales y de interrelación que definen el rol que debe cumplir cada sujeto dentro de una familia. La maternidad, como constructo discursivo, se resume aquí en la vigilancia de los hijos y el cuidado del hogar.
La esposa debe estar en la casa cuidando de los hijos, teniendo todo limpio y preparando los alimentos para que el marido pueda cenar cuando llegue de trabajar. Esta sentencia, quizá no muy lejana para nosotros, tiene sus raíces en un mundo que si bien dista mucho del nuestro, ha dejado, sin lugar a dudas, su huella. Lo que refleja la pintura del Hogar de Nazareth es el modelo de una maternidad articulada, por un lado, a partir del sometimiento de la mujer frente al varón y, por otro, en relación al cuidado de los hijos y la casa. Todo esto, claro está, establecido siempre bajo la tutela de Dios y su iglesia, que en el caso de la pintura se halla representado por los dos ángeles que con su leña ayudan a alimentar ''el hogar''. Esta denominación –hogar– es la palabra-símbolo que en últimas sirve de núcleo a la escena, pues como representación es aquello que se encuentra al cuidado de la Virgen y los ángeles enviados por Dios.40
La protección como característica de la madre, que se evidencia en pinturas como Hogar de Nazareth, se hace también presente en temas como la Huida a Egipto, el cual se articula a partir de un eje central: la madre que protege al niño en medio de la oscuridad que cobija a la familia de Nazaret en su silente trasegar hacia Egipto. El tema de la huida, forjado a partir de la historia bíblica que narra la salida oculta de la familia nazarena cuando es avisada de que Herodes ha decidido asesinar a los niños de la región,41 servirá a la iglesia para comunicar tanto la unión de la familia, como el carácter protector de la madre en relación a su hijo.
Observemos, por ejemplo, la Huida a Egipto atribuida al santafereño Gregorio Vásquez, obra del siglo XVII (imagen 5). En esta la madre cobija al hijo y lo protege en medio de la oscuridad de la noche. Aquí la imagen nuevamente, más allá de narrar la historia bíblica de la huida de la sagrada familia hacia Egipto frente a la persecución de Herodes, dispone una retórica en la que se presentan diferentes ejemplos de interrelación en el ámbito familiar. Mientras el ángel (aparecido a José para decirle que huyeran) guía a la familia en el camino, José los acompaña a la vez que la madre cubre y protege a su hijo.
La cercana relación madre-hijo nos habla del tipo de madre que pretendía la iglesia dentro de su concepto de familia cristiana. La maternidad debía expresarse en cariño y protección a los hijos, lo cual les aseguraría a estos un futuro configurado también a partir de la regla cristiana. En este sentido, es más que diciente lo expresado por Joseph Gaume en su Historia de la Sociedad Doméstica, un texto publicado a mediados del siglo XIX en el que se argumenta a partir de los preceptos tridentinos propios del siglo XVII. Según Gaume: ''La madre colocada entre el padre y el hijo es en la sociedad doméstica la dulce mediadora de la paz, el ingenioso apóstol de la caridad, que le está concedido comunicar a todos cuantos le rodean la vida cristiana, vida de actividad, solicitud y misericordia para la cual ha sido bien formada''.42
La madre, finalmente, encarna aquí de nuevo el modelo de protectora de sus hijos. Pero más allá de esto, la pintura refleja otro modelo: la mujer guiada por Dios y su marido. Si observamos con detenimiento la pintura veremos que es el ángel de Dios quien encabeza la avanzada, guiando a la familia, mientras José, un poco más atrás, impulsa a la madre y el hijo, actitud evidente en el gesto de su mano derecha. La mujer cristiana, como señala Gabriel Álvarez de Velazco en la Exemplar Vida de Doña Francisca Zorrilla, debía ser consciente del ''natural defecto del sexo mujeril'' y someterse a la ''execucion y conocimiento'' propios del marido para tomar las decisiones importantes. 43 El discurso visual nuevamente se aúna con las obras morales de la época, dando cuenta así de una narrativa que configuraba individuos tanto en sus actitudes como en sus disposiciones corporales. La madre es forjada aquí como representante del cuidado de los hijos y como sujeto dócil y sometido a la decisión del marido.
Pero dicho cuidado de los hijos debía respetar una serie de normas que se unían con el aspecto de la guía divina de la familia. El cuidado y la enseñanza de los pequeños debían enmarcarse en los preceptos de la religión, lo que demandaba que la madre los formara desde pequeños como sujetos cristianos. Esto, tangencialmente formulado en el discurso visual con los dos ángeles (el que guía a la familia y el que los ilumina), era reforzado a partir de la retórica escrita, leída o parafraseada por el predicador en medio de la misa como apoyo de la imagen. En este sentido, nuevamente Gabriel Álvarez de Velazco nos aporta una sentencia contundente, en relación al tipo de formación que debe brindar la madre a sus hijos. Según la narración que Velazco dirige a sus hijos, la madre:
En vuestra crianza fue verdaderamente admirable, venciendo la naturaleza: pues lo que ella os negava por defecto de edad, lo suplió su industria, y particular gracia, de que Dios la avia dotado. Antes casi de saber pedir pan, sabíais rezar, cantar los salmos y decir los pasajes bíblicos, que con este mejor sustento os destetaba.44
Narraciones de este tipo daban voz al discurso visual, convirtiéndolo en una película destinada a la persuasión de los fieles. Con ello las madres neogranadinas, haciendo uso de técnicas como ''la composición del lugar'', debían interiorizar el mensaje haciéndolo suyo, transformando sus conductas a partir del ejemplo en pos de convertirse en madres cristianas, con lo que dejaban de lado las penalidades del in- fierno para acercarse más a la gloria divina.
Vale la pena recordar que, en la concepción propia del siglo XVII, la pintura era considerada como un ''libro abierto''45, un manual de conducta que, leído de la forma correcta, aportaba a los fieles los modelos a seguir en sus vidas. La lectura de la imagen fue considerada entonces como fundamental para la iglesia, tan importante como la introducción misma de las pinturas como mecanismos de persuasión. Los sacerdotes en medio de las celebraciones religiosas guiaban a los fieles en la lectura de las imágenes con el fin de que quedaran grabados en su mente los ejemplos que estas contenían. Mecanismos nemotécnicos como el llamado ''palacio de la memoria'' o la ''composición del lugar'' fueron fundamentales en el proceso comunicativo establecido entre el órgano eclesiástico y sus fieles.
La composición del lugar, elaboración de Ignacio de Loyola enmarcada dentro de sus Ejercicios Espirituales, fue sin duda uno de los métodos más utilizados por la iglesia para acercar las imágenes a la feligresía. Según lo sugerido por el santo español, la lectura de una imagen debía ocupar todos los sentidos y no solo observarse con la vista, logrando así interiorizarla, convertirla en una experiencia sensitiva. Al observar una imagen, el espectador debía entonces introyectarla, sentir sonidos, olores, texturas; introducirse a tal punto en la imagen que esta se convirtiera en una experiencia real. La pintura en relación al espectador que la observa se convierte en ''realidad construida'', realidad alterna que somete lo ''real vivido'' para dar paso a un mundo arquetípico que debe –aunque en la práctica no fuera así– dominar la cotidianidad de los sujetos.46 El ejemplo que plantea San Ignacio en relación a la composición del lugar puede clarificar lo que se pretendía con esta forma de lectura de la imagen.
Según lo dictaminado en los Ejercicios Espirituales, el espectador, al observar una pintura del infierno, debía seguir los siguientes pasos:
El primer punto será ver con la vista de la imaginación los grandes fuegos y las ánimas como cuerpos ígneos. El segundo oír con las orejas llantos, alaridos, voces, blasfemias contra Cristo nuestro Señor y todos sus santos. El tercero oler con el olfato humo, piedra azufre, setina y cosas pútridas. El cuarto gustar con el gusto cosas amargas, así como lágrimas, tristeza y el verme de la conciencia. El quinto tocar con el tacto, es a saber, como los fuegos tocan y abrasan las ánimas.47
Lo que se debía lograr con esto era que el fiel quedara totalmente conmovido por la imagen, a tal punto que modificara su conducta por medio del discernimiento entre lo que era malo y lo que era bueno. Si llevamos esto al caso de las representaciones de la Virgen con el niño, es claro que la relación comunicativa establecida entre la pintura y las madres, mediada por una herramienta como la composición del lugar, debía despertar en estas sensaciones de ternura, abnegación y apego. Si a esto se le suma una literatura moral que, como apoyo a la imagen, está subrayando temas como el pecado, el purgatorio o el infierno como respuestas al desacato del mandato eclesiástico –que es en últimas el mandato divino–, entendemos el poder discursivo de la imagen como constructora no solo de un modelo de relación maternal, sino también de todas sus derivaciones en lo social, lo cultural y –yendo más allá en el análisis– lo corporal. En esta medida, Jaime Borja señala que la ''imagen'' y el ''cuerpo'' como preocupaciones de la Contrareforma tuvieron su lugar de encuentro en la pintura. Esta, según Borja, ''generó un discurso acerca de los modelos, los gestos y las disposiciones que debían regular el orden social. Se trataba de narrar idealmente una concepción de corporeidad, especialmente necesaria en aquellos nuevos territorios como las Indias para moldear los sujetos coloniales''48.
Así, finalmente, una iconografía como la de la Virgen con el niño, en medio de un contexto como el Neogranadino, dominado por el abandono y el maltrato, será el catalizador para configurar un nuevo sentimiento, el de la maternidad. Construcción narrativa expresada en textos morales e imágenes que al ser llevada a la sociedad se convierte en un constructo cultural que, al interiorizarse, se transforma en acción mecánica natural, eso que Pierre Bourdieu denominaría hábitus. Así, entonces, temores y discurso se trenzan en la imagen de la virgen para consolidarla como ejemplo de madre tierna, cariñosa, protectora y sometida a Dios y a su marido. La apropiación de este ideal por parte de las mujeres debía llevar a la configuración de una sociedad sometida a Dios en todos sus escenarios y en la que problemas como el aborto o el abandono de la niñez fueran totalmente anulados.
Conclusiones
A lo largo del presente artículo he querido poner de manifiesto algunos elementos que permiten demostrar la relación existente en el siglo XVII entre la imagen y la construcción de sentimientos, específicamente el sentimiento maternal. La relación planteada entre discurso visual y sentimientos va de la mano con dos aspectos fundamentales: uno, el de la construcción discursiva de la realidad y, dos, el de la configuración de modelos de comportamiento cuyo enfoque tiende a la individualización de los sujetos. Observemos detenidamente ambos aspectos.
La iglesia postridentina, amparada en los decretos conciliares que promovían la utilización de la imagen como mecanismo para motivar la piedad en los fieles, utilizó el discurso visual como herramienta para llevar a los sujetos aquellos modelos que definían la ''vida cristiana''. A partir de ello la pretensión era la de configurar una sociedad católica, regulada en su accionar y sometida a los designios tanto de la iglesia como de aquellos que representaban al monarca. La corporeidad, los sentimientos y las maneras de relacionarse con el otro intentaron reglarse a partir de un entramado discursivo transmitido en lo visual y lo escrito, fenómenos convertidos en oralidad por los sacerdotes.
Todo esto dio forma a una realidad discursiva y muchas veces paralela a la que podría constatarse documentalmente. La maternidad, como realidad discursiva, estaba dotada de afectos tales como el cariño, la vigilancia y la protección. La otra realidad, la de lo que podríamos llamar la maternidad como práctica, era casi inexistente. Amancebamiento, aborto, abandono de los niños, entre otras prácticas, conformaban una realidad vivida muy lejana a la norma.49 El discurso visual se sitúa entonces como constructor no solo de modelos, sino también de realidades. La madre, siguiendo el modelo de la imagen de ''la Virgen con el niño'', debía ser –al menos según el discurso– una mujer devota, lejana a las vanidades del mundo, sumisa frente al marido y empeñada en la protección y la vigilancia de sus hijos. Este vínculo maternal, inexistente en la Edad Media, se construye como realidad a partir del discurso, convirtiéndose con el tiempo en un actitud mecánica tan interiorizada que hoy es tomada como innata en la mujer, como ''real''.
Cabe señalar que la construcción discursiva de esta ''realidad'' actuaba de la mano con otras realidades discursivas quizá mucho más aterradoras. El demonio, el infierno, o todos los padecimientos ultraterrenos descritos como castigo en sermones, pinturas y obras morales, se sumaban a los modelos de vida, ganando protagonismo como castigo para aquellos que no los siguieran. En esta medida el discurso visual de la Virgen con el Niño no solo daba vida a una ''realidad discursiva'', sino que a su vez configuraba sujetos con características específicas, a tal punto que a partir de ellos emergieron lentamente principios de individualidad.50
En medio del proceso de transformación de la familia, que pasa de extendida a nuclear, la madre comienza a adquirir una serie de características que establecen discursivamente el vínculo maternal con su hijo. El rol de madre evidenciado en las pinturas, brinda a las mujeres la posibilidad de ejercer unas acciones que hacen surgir su sentido individual, aun dentro de una sociedad que, como la del siglo XVII, permanece anclada al modelo corporativista. Los sujetos –como señalara Juan Bautista del Toro a principios del siglo XVIII– son ''un cuerpo místico en Cristo''51, pero aun inmersos dentro de ese cuerpo expresan roles y actitudes propias de su condición. El modelo de madre da cuenta entonces de un proceso de individualización de los sujetos, emergencia del individuo a partir de una retórica que demuestra en su accionar los primeros atisbos de modernidad.
No sabemos y quizá no podremos saber qué tan efectivo fue el discurso maternal en la sociedad neogranadina del siglo XVII. Sabemos, gracias en parte a los juicios criminales que reposan en los archivos, que la relación familiar era caótica. Sin embargo, esto no es indicio conclusivo que indique la nulidad total del discurso. Actualmente, por ejemplo, cuando escuchamos a nuestras madres o parientes señalar que la mujer debe cuidar de sus hijos y de la casa, quizá estamos observando una conducta establecida tiempo atrás y manifestada en pinturas del siglo XVII como el Hogar de Nazareth (véase la imagen 4). Quizá cuando escuchemos a una mujer que diga portar en su ser el ''instinto'' natural de la maternidad, reconozcamos en ella la huella de un pasado ''discursivo'' que hoy es para todos una realidad.
1. Al respecto también puede observarse lo señalado por Phillippe Aries en su texto El niño y la vida familiar en el antiguo régimen; en este trabajo se hace hincapié en la inexistencia, al menos hasta el siglo XVII, de un concepto tanto de infancia como de maternidad. Según Aries ambos hacen su aparición en los albores del siglo XVII, consolidándose a lo largo de esa centuria, para finalmente alcanzar su esplendor a finales del siglo XVIII. Véase: Philippe Aries, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen (Madrid: Taurus, 1987), 33 -77.
2. André Brugière, Historia de la Familia (Madrid: Alianza, 1989), 45.
3. Sin lugar a dudas la imagen fue una de las herramientas más utilizadas por la iglesia para el adoctrinamiento y la búsqueda de la fe, al menos desde el siglo VIII, momento en el que se determina por Concilio que toda imagen religiosa debe venerarse y utilizarse como instrumento de la religión. La norma, impuesta por el segundo Concilio de Nicea (787), fue ratificada concilio tras concilio aun a pesar de las constantes disputas con aquellos que señalaban la veneración de imágenes como muestra clara de idolatría. Ya en el siglo XVI, en medio de la disputa contra los reformadores, la iglesia decidió no solo ratificar el uso y la veneración de las imágenes, sino también repotenciarlo, señalando que las imágenes de santos y otras figuras religiosas servían de ejemplo para mover la piedad de los fieles. En el Concilio de Trento (1545-1563) quedó entonces de manifiesto que la pintura de santos, vírgenes, la vida de Jesús y otras figuras religiosas debían venerarse y servir de modelo en tanto que la imagen era una motivadora de la piedad. Al respecto véase: Jaime Humberto Borja, Pintura y cultura barroca en la Nueva Granada. Los discursos sobre el cuerpo (Bogotá: Alcaldía Mayor, Fundación Gilberto Alzate Avendaño, 2012), 27-42. En relación al Concilio de Nicea y otros Concilios, puede consultarse: Norman Tanner, Los Concilios de la Iglesia: breve historia (Madrid: Biblioteca de autores cristianos, 2003).
4. Cuando hago referencia a un análisis discursivo me aparto de la materialidad de la pintura para centrarme en el análisis del entramado simbólico que construye el discurso inscrito en ella. Un análisis de este tipo demanda el alejamiento frente a una ''epistemología tradicional'' –como la ha denominado el historiador mexicano Alfonso Mendiola en su texto Retórica, comunicación y realidad–, que se pregunta solo por el qué sin cuestionar el para quién o el de quién. Es decir, que evaluaré las imágenes de la ''Virgen con el niño'' relacionándolas siempre con sus observadores cercanos, aquellos que por medio del discurso inscrito en ella pretendían (así no se llevara a la práctica) crear una realidad en la que lo ''ideal'' era una relación cariñosa entre la madre y su hijo. El discurso como constructor de realidad será entonces el mecanismo de análisis de las pinturas aquí utilizadas. Al respecto de las distinciones existentes entre la llamada ''epistemología tradicional'' y la ''epistemología constructivista'', véase: Alfonso Mendiola, Retórica, comunicación y realidad (México: UIA, 2003), 56 -57.
5. Las cinco imágenes escogidas se eligieron por representar el modelo iconográfico básico que se replicará no solo en la imagen de la Virgen con el Niño, sino también en las diferentes advocaciones de María centradas en la imagen de la Virgen con el pequeño Jesús en los brazos. De igual forma ocurre en de las representaciones de la ''Huida a Egipto'' y el ''Hogar de Nazareth'', las cuales se replican –con algunas pequeñas variables– en la producción visual neogranadina. En esta medida la muestra escogida da cuenta del conjunto de Vírgenes con el Niño producidas en el XVII neogranadino, omitiendo las pequeñas variables derivadas de advocaciones o usos particulares, que aun así respetan el modelo original.
6. Al hacer un recorrido por las colecciones de pintura colonial que se encuentran en ciudades como Tunja, Cali, Popayán o Santa Fe de Antioquia, es evidente que se replican los modelos propios de la iconografía producida en la Santa Fe de Bogotá colonial. Al respecto puede observarse lo señalado en: Carmen Cecilia Muñoz, et al., Historia, memoria y patrimonio mueble en Santiago de Cali, 2 vols. (Cali: Universidad del Valle, 2012); Santiago Sebastián, Álbum de arte colonial de Santiago de Cali (Cali: Editorial el Mundo, 1964), para el caso de Cali; Aurelio Caicedo, Herencia Colonial. Vol III: Popayán (Bogotá: Banco Cafetero, 1973), para el caso de Popayán; y para un contexto general, el texto de Martha Fajardo de Rueda, El arte colonial neogranadino a la luz de su estudio iconográfico e iconológico (Bogotá: Convenio Andrés Bello, 1999).
7. El concepto de la Monarquía Católica en relación a la imagen ha sido trabajado por Fernando Rodriguez de la Flor, quien sostiene que desde finales del siglo XVI y a todo lo largo del XVII se configuró un ''Mundo Simbólico Hispano'', cuya pretensión máxima era la de reunificar el mundo bajo una ''utopía teocrática'': visión Católica del globo en la cual las sociedades seguían los mandatos de la iglesia y el monarca, viviendo a partir de los modelos de vida emanados del pensamiento cristiano. Al respecto véase: Fernando Rodríguez de la Flor, Mundo Simbólico. Poética, política y teúrgia en el Barroco hispano (Madrid: Akal, 2012), 8 -10.
8. En relación al establecimiento de la presidencia de la Real Audiencia en el Nuevo Reino puede observarse: Mario Peña Aguilera, ''La presidencia colonial en el Nuevo Reino. Atribuciones y funcionamiento de la institución''. Credencial Historia n.° 32 (1992): 4-6.
9. En relación a este tema puede observarse lo señalado por Mercedes López Rodriguez, quien evidencia los múltiples problemas que tuvo el proceso evangelizador neogranadino en la segunda mitad del siglo XVI. Véase: Mercedes López, ''Las primeras experiencias cristianas en el Nuevo Reino de Granada: Iglesia indiana y cristianismo indígena'', en Historia del Cristianismo en Colombia, ed. Ana María Bidegain (Bogotá: Taurus, 2004), 23-42.
10. Al respecto del sínodo puede observarse lo señalado en: Mario Germán Romero, Fray Juan de los Barrios y la evangelización del Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Academia Colombiana de Historia, 1960), 349; Paulo Suess (ed.), La conquista espiritual de la América Española (Quito: Abya-Yala, 1992), 477-483; y Rodrigo Santofimio Ortíz, ''Don Bartolomé Lobo Guerrero, tercer arzobispo del Nuevo Reino de Granada (1599-1609) y el proceso de Cristianización en la alta colonia'', Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura Vol: 38 n.° 1 (2011): 17-49.
11. Los tres primeros concilios limenses (1556-1562), celebrados en paralelo al Concilio de Trento (1545- 1563), sirvieron para recoger e introducir en el contexto americano las directrices impulsadas por la iglesia en Europa. Caso similar ocurre con el primer concilio provincial mexicano celebrado en 1555 por orden del arzobispo Alonso de Montufar. En ambos casos se dispusieron lineamientos para la evangelización y la reglamentación de la iglesia en América. Véase: Janeth Rodríguez, Las imágenes expurgadas. Censura del arte religioso en el periodo colonial (León: Universidad de León, 2008), 30-32.
12. Con esto se daba cumplimiento a la Real Cédula emitida por Felipe II en 1564, en la que se ordenaba la difusión y el acato obligatorio de los decretos del Concilio de Trento en los territorios del imperio español. Cabe señalarse aquí que el Concilio en su sesión XXV había decretado que los obispos y sacerdotes enseñaran ''que por medio de las historias representadas en la pintura se instruye y confirma al pueblo recordándole los artículos de la fe y los saludables ejemplos de los santos y los milagros que Dios ha obrado por ellos''. Véase: Ignacio López de Ayala (ed.), El Sacrosanto y ecuménico Concilio de Trento, 1ª ed., 1564 (Barcelona: Imprenta de Ramón Martín, 1847), XLII; y Janeth Rodriguez, Las imágenes expurgadas, 30.
13. Cabe señalar aquí que la imagen a partir del concilio de Trento (1563) cobra un protagonismo nunca antes visto dentro de la estructura eclesiástica. En tanto que Trento ''proporcionó una fuerza inusitada a la piedad'', la imagen se convirtió en la herramienta más utilizada para ''inspirar amor a Dios y devoción a las cosas santas''. Partiendo de esto la imagen se concibió como un ''libro abierto'' que se articulaba a partir de las tres funciones de la retórica clásica: enseñar, deleitar y conmover. El discurso visual proyectado en una pintura o una escultura debía entonces enseñar las verdades dogmáticas, deleitar a partir de su ornato, y conmover al espectador, de tal forma que este modificara su conducta. Es decir que imágenes como las de la virgen con el niño buscaban transmitir un discurso que conmoviera a los espectadores para que las mujeres modificaran su conducta e interiorizaran el modelo maternal, construyendo así una nueva relación de acercamiento con los hijos. Al respecto puede verse lo señalado en: Jaime Humberto Borja, Pintura y cultura barroca, 27-53.
14. Sobre la transformación de la familia extendida en familia nuclear en el caso neogranadino, cabe señalar lo anotado por Pablo Rodríguez, quien sostiene que los porcentajes de ocupación de viviendas en el periodo colonial cambian entre el siglo XVII y el XVIII. Para principios del XVIII la ocupación multifamiliar disminuye, dando paso a familias nucleares constituidas por padres e hijos. Sin embargo, en ciudades como Tunja, Cartagena, Cali y Medellín pervive un minimo porcentaje de viviendas ocupadas por diez, quince o más personas. Véase: Pablo Rodríguez, Sentimientos y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada. Siglo XVIII (Bogotá: Ariel, 1997), 43-55.
15. Guiomar Dueñas, ''Adulterios, Amancebamientos, Divorcios y Abandono: La Fluidez de la Vida Familiar Santafereña: 1750-1810'', Anuario colombiano de historia social y cultura n.° 23 (1996): 35.
16. Georges Duby y Michelle Perrot (Dir.), Historia de las Mujeres. Vol 2. La Edad Media (Madrid: Taurus, 2003), 52-53.
17. La obra de San Ildefonso de Toledo (¿607?-667), aunque no se sitúa como la primera mención de la Virgen dentro de la literatura cristiana medieval, sí es la primera que la toma como centro de la narración. Recopilando la tradición existente sobre la Virgen María en los escritos de San Agustín, San Jerónimo, San Ambrosio y San Gregorio Magno, Idelfonso da a la virgen el lugar principal dentro de su obra, protagónico que la madre de Jesús no posee ni en los evangelios canónicos. Véase: Juan Atienza, Nuestra señora de Lucifer: Los misterios del culto a la Madre de Dios (Barcelona: Martínez Roca, 1992), 21; y Juana Ballesteros, El tratado ''De virginitate sanctae Mariae'' de San Ildefonso de Toledo (Toledo: Seminario Conciliar, 1985), 35-36.
18. Juan Atienza, Nuestra señora de Lucifer, 22-23.
19. Manuel Núñez, Casa, Calle, Convento. Iconografía de la mujer bajomedieval (Santiago de Compostela: Universidad de Santiago, 1997), 31.
20. Recordemos que siguiendo la narración bíblica, la concepción de Jesús no se da por medio de una relación sexual, sino a través de una Anunciación, es decir, a través de la palabra escuchada por María. Esto le daba su condición de Virgen entre las vírgenes. Véase: Biblia de Jerusalén, Lucas, Cap: 1, Vers. 26-31. La anunciación fue entonces el primer referente que elevó a la Virgen como majestad de la iglesia, esto a partir de decretos como el establecido en el X Concilio de Toledo (Celebrado en el 656) a partir del cual se establecía la glorificación de la Virgen y la Anunciación. Desde siglo XII este tipo de reglamentaciones cobran un nuevo valor en medio del énfasis que pone la iglesia sobre la Virgen como reina y protectora. Véase: Juana Ballesteros, El tratado ''De virginitate, 35.
21. Manuel Núñez, Casa, Calle, Convento, 45.
22. Muchos autores han dado cuenta de la fuerte relación existente entre los cultos femeninos propios de la llamada ''Media Luna Fertil'' –espacio geográfico ubicado entre los ríos Tigris y Eufrates, al norte de la península arábiga, desde el golfo pérsico hasta el valle del Nilo en Egipto– y el culto a la virgen María propio del cristianismo occidental. La relación cobra mucho más sentido cuando se extiende a las formas de representación: la diosa Isis, por ejemplo, como diosa de la maternidad, fue representada en el Antiguo Egipto brindando su seno a Horus, su hijo, imagen que bien podríamos equiparar a las múltiples representaciones de la Virgen María cuando da de lactar a Jesús. Al respecto véase: Juan Atienza, Nuestra señora de Lucifer, 52-57; y Anne Baring y Jules Cashford, El Mito de la Diosa (Madrid: Siruela, 2005), 265-320.
23. En la segunda parte del evangelio María aparece como la madre de Jesús, pero muy nebulosamente: ''quién es mi madre y quienes son mis hermanos? (Mt XII, 46)''; ''no es este el hijo del carpintero? Y no se llama su Madre María y sus hermanos Santiago y José y Simón y Judas? (XIII, 54)''; finalmente, en el momento de la crucifixión aparecen narradas varias marías: la magdalena, maría madre de Santiago y una tercera ''Madre de los Zebedeos''. Teniendo en cuenta que Santiago el Mayor era uno de los Zebedeos (llamado también Alfeo o el menor) esta maría sería también la madre de Jesús, sin embargo, no se plantea de esta forma. Véase: Juan Atienza, Nuestra señora de Lucifer, 110.
24. Juan Atienza, Nuestra señora de Lucifer, 111-112.
25. El concilio de Nicea fue celebrado en el año 325 como respuesta a la convocatoria realizada por Constantino el grande tras la victoria que unificaba de nuevo el Imperio Romano. En el concilio básicamente se estableció como dogma la naturaleza divina de Jesús y se escogieron los textos que habrían de componer el canon bíblico. Este sería reformulado y ratificado en el sínodo de Roma llevado a cabo en el año 382. Véase: Hubert Jedin, Manual de Historia de la Iglesia (Barcelona: Herder, 1966), 107-110.
26. Hubert Jedin, Manual de Historia de la Iglesia, 109.
27. Retomo aquí el concepto acuñado por Pierre Bourdieu en sus obras La Distinción y Cosas Dichas. Según este sociólogo francés, el hábitus es un sistema de disposiciones adquiridas a través del entorno cultural, las cuales con el tiempo se convierten en reacciones mecánicas para los individuos. En este sentido, la relación maternal repetida como discurso día tras día en la iglesia por medio de imágenes, sermones y la lectura de obras morales, se convirtió paulatinamente en una actitud interiorizada, mecánica, un hábitus. Véase: Pierre Bourdieu, Cosas Dichas (Buenos Aires: Gedisa, 1988); también Pierre Bordieu, La Distinción (Bogotá: Taurus, 2011).
28. El corpus visual de la sagrada familia recorre todos los temas relacionados con la familia de Jesús. En esta medida, en dicho conjunto podemos distinguir varios tipos iconográficos: Desposorios de la Virgen y San José, cuyo discurso se centra en el matrimonio; la adoración de los pastores, la huida y el regreso de Egipto y la sagrada familia extendida, tendientes a impulsar la construcción de una relación familiar; la circuncisión del niño o el Niño de la espina, dirigidas a brindar un modelo de niñez, y finalmente las representaciones de San José con el Niño y la Virgen con el niño. Como conjunto iconográfico, la sagrada familia –siguiendo a Jaime Borja– se sitúa como el tema más representado dentro de la pintura colonial, lo que da cuenta de la importancia discursiva que tuvo la familia –y en medio de ella, el tema de la maternidad– en la estructura establecida por la Corona española en la Nueva Granada. Véase: Jaime Humberto Borja, ''De la pintura y las vidas ejemplares coloniales, o de cómo se enseñó la intimidad'', en Historia de la vida privada en Colombia, Tomo I. Las Fronteras difusas del siglo XVI a 1880, eds. Jaime Humberto Borja y Pablo Rodríguez (Bogotá: Taurus, 2011), 169-194.
29. El hombre medieval, en medio de una total ausencia de conciencia individual, concibió la sociedad como una proyección del cuerpo humano. Esta estructura ''corporativa'' se hallaba dividida en tres secciones que a su vez emulaban tres partes del cuerpo: los que oran y gobiernan (cabeza), los que luchan (brazos) y los que laboran (piernas). Esta configuración simbólica se fue haciendo mucho más compleja con el paso del tiempo y se fueron asignando diferentes funciones a los grupos que integraban el llamado cuerpo social. En el periodo bajomedieval, la influencia latente de la iglesia hizo del ''cuerpo social'' una representación del cuerpo sangrante de Cristo. Como parte de este nuevo ''cuerpo místico'' los sujetos debían someter su corporeidad en pos de la salvación, tanto de la propia alma como de la sociedad entera. Igual que en el cuerpo humano, si algo fallaba en el cuerpo social, toda la estructura social se desmoronaba. Este modelo -como señaló Michel de Certeau- ocupó la conciencia social hasta la mitad del siglo XVII, brindándole así un ''orden jerárquico'' ligado a un ''cuerpo místico'' en el que la teología y el discurso religioso ocupaban un papel central. Véase: Marialba Pastor, Cuerpos Sociales, Cuerpos Sacrificiales (México: FCE, 2004), 11-12; y Michel de Certeau, La Fábula Mística (México: UIA, 2010), 103.
30. Marialba Pastor, Cuerpos sociales, cuerpos sacrificiales, 39.
31. Un ejemplo de esto se puede hallar en la carta de Pablo a Timoteo. En la epístola el evangelista sostiene: ''La mujer oiga la instrucción en silencio, con toda sumisión. No permito que la mujer enseñe ni que domine al hombre. Que se mantenga en silencio porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar''. ''Primera epístola a Timoteo'', Cap. 2, Vers. 11-13, en Biblia de Jerusalén.
32. En este sentido, es diciente un fragmento derivado de la pluma del cronista Juan Rodríguez Freyle, quien en El Carnero sostiene: ''¡Oh Mujeresfi Armas del diablo, las malas, digo, que en las buenas no toca a mi pluma, sino es para alabarlas; y pues si dan en crueles, Dios nos libre, que por vengarse echan todo el resto, sin reparar ni en la honra ni en la vida, ni tampoco se acuerdan de Dios, de quien no pueden huir para ser juzgadas, sino que todo lo atropellan para salirse con la suya''. Juan Rodriguez Freyle, El Carnero, citado en: Jaime Borja, Rostros y rastros del demonio en la Nueva Granada. Indios, negros, judíos, mujeres y otras huestes de Satanás (Bogotá: Ariel, 1998), 272.
33. Esta relación porcentual es evidenciable no solo en los templos y las colecciones que hoy se conservan en los museos, sino también en algunos de los inventarios relacionados con mortuorias del siglo XVII. Un buen ejemplo de esto son los inventarios de pintura relacionados con el testamento del escribano Juan Flórez de Ocáriz, quien poseía una vivienda en Santafé y una estancia en Tunjuelo. En ambos inventarios se relacionan, entre otros, cuadros de la virgen con el niño, La huida a Egipto, dos de Nuestra Señora, san Joseph y el Niño, uno de Jesús y María y otro de Jesús, María, Joseph y Ana. Esto, además de varias advocaciones como la virgen del Rosario, la Concepción y Nuestra Señora de Chiquinquirá. Lo que se observa es que la imaginería relacionada con la Virgen y el Niño tenía una amplia difusión, no solo dentro del ámbito de los templos, sino también en los oratorios y colecciones privadas. Para observar la transcripción de los inventarios y la testamentaria de Juan Flórez véase: Monika Therrien y Lina Jaramillo Pacheco, Mi casa no es tu casa. Procesos de diferenciación en la construcción de Santafé, siglos XVI y XVII (Bogotá: Alcaldía Mayor-IDCT, 2004), 200-205.
334. José Antonio Maravall en su texto ''La cultura del Barroco'' sostiene que el término ''Barroco'' como periodo histórico no solo se debe aplicar al concepto estilístico de un conjunto pictórico, escultórico o arquitectónico del siglo XVII, sino que también es extensible a las dinámicas culturales propias de esa época. Para el caso americano, y en especial para el de la Nueva Granada, se ha señalado ampliamente la inexistencia de una pintura o una arquitectura eminentemente Barroca. Esta tesis, expresada por autores como Santiago Sebastián, ha sido rebatida en cierto sentido por investigaciones más recientes. Jaime Borja en su texto Pintura y Cultura Barroca en la Nueva Granada, afirma, siguiendo la línea de Maravall, que el Barroco no pude ser tomado como una simple ''experiencia estética'', puesto que es un fenómeno que se refleja en la corporeidad, la gestualidad y hasta en las formas de distinción frente a fenómenos como la vida o la muerte. Defino entonces Barroco siguiendo la línea de Maravall y Jaime Borja, es decir, como fenómeno cultural que no se restringe al aspecto estético o estilístico. Véase: José Antonio Maravall, La Cultura del Barroco (Barcelona: Ariel, 1980); Santiago Sebastián, Contrareforma y Barroco (Madrid: Alianza, 1985); Jaime Borja, Pintura y Cultura Barroca.
35. El desengaño como pilar del mundo contrareformista se estableció discursivamente como la única forma de alcanzar el cielo. Según la definición moral, el mundo o ''lo real'' eran apropiados por medio de los sentidos, mecanismos humanos que generaban una distorsión de la realidad. El oxímoron de la falsa verdad producida por la apropiación sensorial del mundo, solo podía ser evadido por medio de una ''representación teatral'' del mismo. La imagen religiosa, en este sentido, se sitúa como una ventana a lo ''real verdadero'', como artilugio de desengaño que sirve a los fieles como modelo para vivir eso ''verdaderamente real''. En relación al tema del desengaño puede verse el texto de Fernando Rodríguez de la Flor, Barroco. Representación e Ideología en el Mundo Hispánico (Madrid: Cátedra, 2002), caps. 2 y 3; y para el caso neogranadino, Jaime Borja, Pintura y Cultura Barroca, 179-231.
36. Este tema del desengaño frente a la realidad mundana se sitúa como uno de los lugares comunes de la prosa neogranadina del siglo XVII, replicado no solo por los moralistas sino también por quienes escribían sermones, aspecto que demuestra su influencia en el discurso eclesiástico en el Nuevo Reino. Como ejemplo de esto vale la pena mencionar la prosa de dos neogranadinos que publicaron textos en la España del XVII. El primero de ellos es Pedro Mercado, quien en su texto titulado El Cristiano Virtuoso, publicado en Madrid en 1673, argumentaba que todo buen cristiano debía ejercitarse ''con actos de menosprecio del mundo''. Lógica similar expone Antonio Ossorio de las Peñas, quien refiriéndose en uno de sus sermones al abandono de los placeres terrenos sostiene: ''A la podre, al asco, a los gusanos decidle vosotros sois mi padre y mi madre y toda mi generación''. Véase: Pedro de Mercado, El Cristiano Virtuoso (Madrid: Imprenta de Joseph Fernández de Buendía, 1673), 1; Antonio Ossorio de las Peñas, Sermones de las Maravillas de Dios en sus Santos (Madrid: Imprenta de Domingo García y Morrás, 1649), 108.
37. Juan Bautista del Toro, El Secular Religioso (Madrid: Imprenta de Francisco del Hierro, 1721), 19.
38. Juan Bautista del Toro, El Secular Religioso, 41.
39. A ese proceso de selección de argumentos se le denomina desde la retórica Inventio. Es indudable que la pintura colonial, tanto en la Nueva Granada como en los demás territorios de Indias, fue elaborada a partir de grabados (estampas) provenientes de Europa, los cuales se tomaban como modelo para la construcción de las representaciones. Sin embargo, esto no hace del pintor un simple copista, puesto que este intervenía la imagen generando cambios frente a las estampas. Aun con las reglamentaciones existentes frente las pinturas, diseñadas especialmente para que el pintor no cometiera errores que pervirtieran el dogma, este tenía la posibilidad de modificar argumentos no solo para introducir ciertas características al discurso, sino también para acercar la imagen imagen europea al contexto americano. Espacios, materialidad y vestuario, entre otros, cambiaban frente al grabado y se desarrollaban así temas y espacios cercanos a la cotidianidad neogranadina. Véase: Jaime Borja, Pintura y Cultura Barroca, 49-50.
40. En el Mundo Antiguo, según la cultura propia de griegos y romanos, toda casa poseía un lugar en el cual se mantenía una llama encendida, la cual simbolizaba la vida misma de todos aquellos que habitaban esa vivienda. Como señaló Fustel de Coulanges en su clásica obra La Ciudad Antigua, el fuego que existía en toda casa debía mantenerse vivo a como diera lugar y solo se apagaba cuando el último de los habitantes moría. Esta hoguera denominada ''hogar'' se convirtió con el paso de los siglos en metáfora de vivienda, a tal punto que cuando hablamos de ''hogar'' y ''casa'' suponemos que hablamos prácticamente de lo mismo, pues el hogar es en definitiva lo que da sentido a la vivienda, siguiendo la lógica de griegos y romanos. En el caso de la pintura denominada Hogar de Nazareth la hoguera en la que cocina la virgen tiene esa doble connotación: es el fuego de la hornilla, pero a su vez es el ''hogar'' que da sentido a la vivienda y a la familia. En esta medida la virgen -la madre, la mujer- está pendiente del hogar, que a su vez es alimentado por los ángeles, simbólicamente representantes de Dios y su poder. Sobre el término hogar, véase: Fustel de Coulanges, La Ciudad Antigua (Bogotá: Ediciones Universales, s.f.), 18-26.
41. Esta historia es tomada del Evangelio de Mateo (Cap. 2, vers. 13-15) en el que se narra: ''Después que ellos se retiraron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: levántate, toma consigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga porque Herodes va a buscar al niño para matarle''. Este breve relato, que recuerda la huida de Hadad, el adversario de Salomón, mencionada en el Antiguo Testamento (Reyes 1, cap. 11 vers. 17-18), es ampliada por algunos evangelios apócrifos como el Evangelio del pseudo Mateo, donde se explicita la forma en que se dio el viaje: la Virgen con el niño sobre un jumento en compañía de José y dos ángeles enviados por Dios para que guiaran a la familia en su camino. Véase: Evangelios Apócrifos (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1956), 232; Biblia de Jerusalém (Bilbao: Desclee de Brouwer, 1976).
42. Joseph Gaume, Historia de la Sociedad doméstica en todos los pueblos antiguos y modernos. O sea de la influencia del cristianismo en la Familia (Madrid: Imprenta de José Félix Palacios, s.f.), 244.
43. Gabriel Álvarez de Velazco, De la Exemplar vida y muerte dichosa de doña Francisca Zorrilla (Madrid: Imprenta del Colegio de Santo Tomás, 1622), 25.
44. Gabriel Álvarez de Velazco, De la Exemplar vida y muerte, 193.
45. La definición de la pintura como ''Libro abierto'' fue planteada por Vicente Carducho, uno de los grandes tratadistas del siglo de oro español. La expresión emitida en sus Diálogos de la pintura tiene relación con el carácter discursivo de la imagen. Esta, dentro del horizonte cultural del siglo XVII, no era más que una narración visual dotada de mensajes y sentidos, aspecto que subraya Carducho en su definición. Véase: Vicente Carducho, Diálogos de la Pintura. Su defensa, origen, esencia, definición, modos y diferencias, 1a ed. 1633 (Madrid: Turner, 1979), 350.
46. El tema de la construcción de la ''realidad'' o lo real como construcción discursiva fue un problema ampliamente trabajado por Michel de Certeau, quien argumentaba que la realidad es una construcción anclada a unos valores y unos entramados simbólicos propios de cada tiempo. Esto ha sido llevado al caso de la pintura especialmente por Fernando Rodríguez de la Flor, quien sugiere que la iglesia en el siglo XVII construyó un paradigma de lo real a partir del fortalecimiento de la cultura visual. Con esto la iglesia construye una ''imago'', visión paralela contenida en la imagen, que define una separación de la realidad. Véase: Michel de Certeau, La Escritura de la Historia (México: UIA, 2006), 51-60; Fernando Rodríguez de la Flor, Imago. La cultura visual y figurativa del Barroco (Madrid: Abada, 2009), 30-32.
47. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1992), 175.
48. Jaime Humberto Borja, Pintura y cultura barroca, 23.
49. Pablo Rodríguez ha evidenciado la existencia en la sociedad colonial de múltiples problemas, casi siempre asociados a la figura femenina: madresolterismo, amancebamiento y hechicería, esta última relacionada principalmente con métodos abortivos y pócimas de amor. La realidad que se observa a través de los documentos demuestra el incumplimiento de la norma, aunque no niega que existiera como discurso y se mantuviera como parte de la regla social. Véase: Pablo Rodríguez, ''Amor y Magia amorosa. Los conjuros de amor en la Nueva Granada'', en En busca de lo Cotidiano. Honor, sexo, fiesta y sociedad s. XVII-XVIII, ed. Pablo Rodríguez (Bogotá: Universidad Nacional, 2002), 151-152.
50. El surgimiento de la individualidad como problema historiográfico ha suscitado un largo debate, centrado principalmente en la formación del individualismo. En medio del debate, algunos historiadores han sugerido que hacia el siglo XVI se comienza a dar un cambio en la estructura social, que se aísla del modelo corporativo medieval para adquirir la conciencia individual. Autores como Aaron Gurevich para el caso europeo, o Jaime Borja para el Neogranadino, han demostrado que fenómenos como la Reforma, el ascenso del capitalismo mercantil, los descubrimientos geográficos y la elaboración por parte de la iglesia de un lenguaje destinado a mover la interioridad de los sujetos, fueron determinantes para el paulatino ascenso del individualismo dentro de las sociedades que, aun en los siglos XVI y XVII se hallaban ligadas al pensamiento colectivo propio del contexto bajomedieval. Véase: Jaime Borja, Pintura y cultura barroca en la Nueva Granada, 293-294; y Aarón Gurevich, Los orígenes del individualismo europeo (Barcelona: Crítica, 1997), 9-23.
51. Juan Bautista del Toro, El secular religioso, 5.
Bibliografía
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