Introducción
Cada sociedad produce su espacio en los distintos momentos históricos1. Así, las ciudades de la Audiencia de Quito -condicionadas por su propio medio y por el devenir de su historia-generaron socialmente el suyo; espacio en donde se produjo una interacción entre los artesanos y entre estos con el resto de la población. En ese conjunto de localidades se han elegido para este trabajo cuatro ciudades consideradas como representativas. La primera es Quito, capital administrativa, que concentró el desarrollo político económico y social de la Audiencia. En segundo y tercer lugar están Cuenca y Riobamba por el impacto que ejercieron sobre su propio entorno2. Y por último, Guayaquil, como modelo de ciudad costera, que tuvo un gran peso protoindustrial y de centro comunicador del territorio quiteño.
Aunque existen varios estudios sobre los oficios mecánicos en el mundo hispánico, estos no son tan abundantes ni le han dado demasiada importancia a su localización3, hasta el punto de que se hace mención a una "historia en fragmentos"4. En Ecuador se pueden mencionar los trabajos de Fernando Jurado Noboa o de Carmen Fernández-Salvador y Alfredo Costales Samaniego, quienes han aportado muchos detalles sobre los oficios artesanales, pero sin estudiar en profundidad su espacialidad5. Otros investigadores se limitan a considerar determinados oficios, como el de los escultores y carpinteros6 o el de los plateros7. En el caso de Cuenca existe el estudio más amplio de Jesús Paniagua y Deborah L. Truhan o el más limitado de Diego Arteaga8. Para Guayaquil es fundamental la obra de Lawrence A. Clayton sobre las actividades en torno al puerto9.
Como fuentes primarias se han utilizado esencialmente los libros de cabildo, puesto que la espacialidad de los oficios dependió, sobre todo, de las acciones de la autoridad municipal. La documentación notarial tiene el problema de que no suele ser demasiado precisa en el aspecto que nos interesa, pues cuando alude a la localización de un determinado artesano no suele quedar claro si se refiere al lugar donde este ejercía el oficio o en donde llevaba a cabo otros aspectos de su vida. Valgan algunos ejemplos, como el del barbero indio Francisco Toaquisa, quien tenía una pulpería en Santo Domingo, pero no ejercía allí su oficio10; o el del arquitecto José Jaime Ortiz, que tenía propiedades en San Marcos11; o el del Miguel de Santiago, quien residía en Santa Bárbara, pero disponía de múltiples propiedades inmobiliarias, como también sucedía con su hija Juana12.
Por otro lado, el marco temporal de la investigación se refiere a todo el período colonial, puesto que la espacialidad de un oficio no solía alterarse en el corto plazo. Ya fuera por costumbre, por herencia o por otros condicionantes aquellos solían prolongarse en el tiempo, mostrando tendencias muy conservadoras. Adicionalmente, también se relacionó la espacialidad con la etnicidad en lugares donde convivió población india, española13, mestiza, afrodescendiente y de otras mezclas, pues todos estos sectores estuvieron implicados en la generación de ese espacio social en relación con sus oficios y estatus. En este sentido se debe tener en cuenta que muchos hispanos -en función de su promoción social- tendieron a abandonar sus profesiones, las cuales fueron ocupadas por otros grupos étnicos con la consiguiente reubicación del espacio menestral. Sin embargo, con frecuencia se ha exagerado este fenómeno, sobre todo a partir de informaciones escritas en el siglo XVIII, especialmente las de Mario Cicala y Jorge Juan y Antonio de Ulloa, que atribuyeron exclusivamente el ejercicio de los oficios a indios y mestizos14, lo cual no es del todo cierto.
Al respecto se sabe de la presencia no solo de españoles, sino de otros europeos, como portugueses y franceses, que practicaban trabajos mecánicos como la platería15. Lo mismo sucedió con oficios muy especializados para la élite, como el de relojero, del que se conocen dos casos en el siglo XVIII -ambos de europeos- el uno al servicio del marqués de Maenza y el otro con tienda en la actual calle Chile16. El caso de los portugueses ha sido estudiado en Cuenca, donde varios de ellos, durante la unión de las dos Coronas (1580-1640), desempeñaron oficios mecánicos, lo que también sucedía en otros lugares de la Audiencia17 y de la América española, especialmente en Buenos Aires18.
Dentro y fuera de la traza
Para denominar el espacio social de una ciudad americana se utilizaban las expresiones "dentro" y "fuera de la traza", pues de esta manera se distinguía entre los lugares habitados por españoles y por los naturales. Es decir, en teoría, se generaron dos grandes ámbitos de exclusión como elemento fundamental de ocupación del territorio. Los españoles ejercerían los oficios "dentro", en el "espacio civilizado"; mientras que los indios, mestizos, negros libres y otras "razas quebradas19", lo harían "fuera" con trabajos de menor categoría. Se trataba pues de la generación de un espacio dominador y de otro dominado20. De hecho, ese modelo de distribución espacial se trasladó a ámbitos inferiores como el barrio o la calle; de ahí que los mestizos de San Roque alegaran en 1792 que no trabajaban en campos ni en oficios como los de los indios con los que convivían21. Sin embargo, en la medida en que los barrios crecieron hacia el centro y viceversa, los límites iniciales de las ciudades se volvieron cada vez más difusos, generándose zonas intermedias que reflejaban el mestizaje racial y cultural de las urbes coloniales, así como de las actividades laborales; situación representada en Quito por el barrio de Santa Bárbara. Con ello se generó la tendencia a disolver las dos repúblicas en favor de un proyecto jerárquico común22.
Pero los condicionantes raciales no eran los únicos determinantes de la distribución espacial de los oficios, pues intervenían otros componentes como la clientela23, las necesidades básicas o la salubridad, que hacían que determinados trabajos -especialmente los socialmente bien considerados- tuvieran que establecer sus dependencias alejados del centro urbano, como fue el caso de los herradores. Por el contrario, como algunos oficios realizados por los indios -que en principio debían asentarse fuera de la traza- tenían su clientela entre las élites, estos podían ejercerlos dentro de la traza. En Quito, los artesanos españoles tuvieron su asentamiento en el entorno de El Sagrario y Santa Bárbara, pero sin que esto supusiera una exclusividad, puesto que allí también trabajaron muchos zapateros y barberos indios; así, en el padrón de 1768 de Santa Bárbara se mencionaron 19 artesanos indios y 44 europeos24. En el caso de Cuenca, Riobamaba y Guayaquil la iglesia y la plaza mayor fueron el referente espacial para el ejercicio de oficios de mayor consideración o con clientela privilegiada. Todo ello sin olvidar que los indios y mestizos pobres también podían desempeñar sus tareas en las calles25, lo mismo que aquellos que se desplazaban desde otros lugares para vender sus productos en las ciudades, como los otavaleños26. Dentro de la traza en Quito, se debe mencionar la presencia de covachas -estructuras existentes en otras ciudades como Lima27- siendo significativas las de las plazas Mayor y de San Francisco28. Estos espacios permitían a algunos artífices mantener un taller en el centro de la ciudad con gastos inferiores a los de las tiendas29 y con cercanía a una clientela y vecindad socialmente relevantes30. En ellas, incluso se ejercieron oficios de prestigio como el de los plateros -caso de Joaquín Hidalgo en la plaza de San Francisco y de Juan Mogro en la plaza Mayor31- y el del batihoja Manuel Nieto ubicado en la plaza Mayor32. En Guayaquil también se construyeron y se dispusieron para alquilar covachas de madera en la plaza principal33.
En el espacio social "fuera de la traza" se ubicaron con frecuencia los ayllus profesionales34 y las parcialidades, los cuales participaron directamente desde los inicios en la construcción de las urbes, manteniendo algunas prerrogativas, especialmente la exención de la mita. Aquel asociacionismo prehispánico sustituyó al gremial, como se aprecia en los ejemplos que han sido estudiados35. Esa población -situada en espacios de exclusión de los españoles- puso en evidencia la dependencia que las ciudades coloniales tuvieron de la mano de obra nativa, especialmente para la construcción. Tal fue el caso de los carpinteros que se asentaron en Quito, sobre todo en San Roque36 y en San Sebastián. Estos trabajadores procedían de diferentes lugares de la sierra, como las parcialidades de Topo, Mindo y Tusa37, donde ya existía una tradición prehispánica en estos trabajos38. Igualmente, los de las regiones de Ambato y Guambaló, prestaron sus servicios en la capital39. Pero además de esto, en Quito se contaba con el servicio de carpinteros en el valle de los Chillos, en donde se instalaron los artesanos de la parcialidad de Tomavela40. Un panorama parecido ofrecían las demás ciudades. En Cuenca, los ayllus de carpinteros, tejeros y albañiles -procedentes principalmente de Molleturo, Tiquizambe, Sibambe, Pomallacta, Macas y Cañaribamba- se ubicaron en la parroquia de San Sebastián41. Los carpinteros se fueron extendiendo al otro lado del río después de que fracasara su intento por desplazarse al río Yanuncay42. Los tejeros formaron un colectivo que incluyó a 219 personas en el segundo tercio del siglo XVIII43 (ver figura 1). De Riobamba sabemos que existían dos barrios fuera de la traza -San Sebastián y San Blas- pero de ellos se tienen menos noticias por los avatares que ha sufrido la historia de la ciudad44.
Fuente: Jacques Poloni Simard, "Formación, desarrollo y configuración socio-étnica de una ciudad colonial", Anuario de Estudios Americanos n.o 42 (1997): 432.
Especial relevancia en los trabajos de construcción tuvieron los indios mitayos, que anualmente se repartían en los cuatro centros urbanos que analiza esta investigación45. Aquellos eran solicitados tanto para las obras de particulares como de instituciones. A finales del siglo XVI, en Quito se repartían 1300 indios para esas actividades46, ubicándose esencialmente en lugares como Machángara, Machangarilla y Chillogallo, donde se dice que había oficiales de todo tipo47. En Riobamba, los obrajes tenían preferencia para los repartos de mitayos, así como también las haciendas y las obras públicas de Quito; lugares de los que muchas veces no regresaban48.
Al descender el número de mitayos, su lugar lo ocuparon los indios forasteros, que a finales del siglo XVIII en Cuenca y Guayaquil correspondían a más del 70 % de los naturales; en Quito en torno al 50 %; y en Riobamba al 45 %49. Todos tendieron a ubicarse en los barrios indígenas de las ciudades respectivas, en donde ejercían oficios para subsistir y liberarse de la mita50, contribuyendo a generar un espacio más variado de convivencia indígena.
En el caso de Guayaquil no se puede olvidar la existencia de artífices de origen africano51, que se añadieron -no sin problemas- a esa ocupación social del espacio. Si estos eran libres, se localizaron fuera de la traza; mientras que los esclavos -como mandaban las ordenanzas de 1590- vivían en las casas de sus amos, quienes los alquilaban como mano de obra a otros artesanos o en los astilleros52; práctica que fue común en muchos lugares de América, como Cartagena, Caracas, Lima, Santiago de Chile, Buenos Aires y La Habana53. Lo cierto es que en Guayaquil los africanos compensaron la falta de mitayos; situación de la que hubo quejas en 160254 y que se agravó en el siglo XVII, pues en 1662 la ciudad tan solo disponía de unos 350 indígenas55. Es más, avanzado el siglo XVIII se pensó que los afrodescendientes sustituyeran a peones y maestros en los astilleros para frenar sus reivindicaciones56. No es de extrañar, por tanto, que los carpinteros pidieran que se les prohibiera ejercer su oficio o abrir tienda del mismo57. Cabe apuntar que tampoco faltaron esclavos en otras localidades quiteñas y de manera muy especial donde existían obrajes, como en la de San Ildefonso58.
Las localidades aledañas a las ciudades analizadas tuvieron también su papel en el desarrollo de los oficios que abastecían el consumo urbano y, por tanto, contribuían al desarrollo del espacio social de esas urbes, que articulaban la actividad de su territorio. Un caso especial fue el de los lugares con obrajes, representados por los asentamientos de la sierra, desde Otavalo hasta Alausí, incluidas las ciudades. Así, en Riobamba, a finales del siglo XVII se mencionaban 32 obrajes, reducidos a tan solo dos un siglo más tarde59. En Quito hacia 1700 había 74, sin contar los chorrillos y establecimientos domésticos60, calculando que existían en todo el distrito unos 30 000 jornaleros indios61. Estos centros productivos no tenían representación ni en la costa ni en el sur, donde la población india no era tan abundante62, aunque en Cuenca hubo un fallido intento de establecer un obraje en 169063. Allí, se recurrió al sistema de producción doméstica voluntaria o por encargo, de modo que eran muchos los hogares que actuaban como pequeños centros productivos en el medio rural o en los barrios de indios, favoreciendo la libertad laboral64.
Los obrajuelos urbanos o chorrillos se situaron en las zonas marginales. Eran la respuesta al encarecimiento de la ropa de Castilla y se convirtieron en un problema para los obrajes y el fisco real, ya que se trataba de un artesanado ilegal, dedicado a una economía sumergida65. En 1660, el oidor Antonio Díaz de San Miguel ordenó su destrucción en Quito66, pero la orden no se cumplió, por lo que el propio virrey insistió en 1678, aun con la oposición del procurador general, quien consideraba este tipo de obrajes como un bien público67. Hacia 1700 se menciona la existencia de cuatro chorrillos alejados del centro, mientras que en 1804 aparecen 12, la mayor parte referenciados en San Sebastián68, barrio donde se podía contar con agua y con terrenos baratos, favoreciendo también, como en San Roque, el asentamiento de tintoreros en pequeños centros productivos69. Los chorrillos también abundaron en las afueras de Cuenca y Riobamba, especialmente tras la crisis obrajera del siglo XVIII70, que trajo consigo la despoblación de esta segunda ciudad y de Quito71 así como un descontento que estalló en la Rebelión de los Barrios, en 1765, con una gran participación artesanal, especialmente entre los pobladores de San Roque, San Sebastián y San Blas72. El proceso en Cuenca fue inverso, pues su población aumentó y con ello las actividades mecánicas, hasta el punto de llegarse a pedir la fundación de pueblos de indios aledaños a la ciudad para ubicar talleres textiles73, lo que implicó una ampliación del espacio social fuera de una traza, cuyos límites comenzaban a estar muy difusos.
Hubo un oficio, el de los panaderos, que podemos considerarlo como mixto en su desarrollo espacial, ya que sabemos que en lugares como Quito y Guayaquil la elaboración de pan se hacía fuera de la traza, pero la venta era obligada en la plaza Mayor, según las ordenanzas de ambas ciudades74. Esto mismo podía pasar con los artífices de cualquier oficio, aunque no de forma tan generalizada. En todas las ciudades esa representación del "dentro" y "fuera de la traza" tendió a diluirse, aunque no a desaparecer totalmente. De nuevo renació, al menos en teoría, con el proyecto de Bernardo Darquea para Riobamba tras el terremoto de 1797 (ver figura 2)75. La nueva ciudad -de acuerdo con los modelos de herencia clásica- debía asentarse en un lugar ocupado por indios leñateros con una planta radial e inscrita en un gran cuadrado76. La ubicación de los artesanos se establecía en la alameda que rodeaba la población, en la divisoria entre los "civilizados" y los "incivilizados"77. Se generaba así una ciudad aún más discriminadora, en la que el artesanado ocupaba el espacio intermedio entre lo urbano y lo rural; algo parecido a lo planteado teóricamente por Pablo de Olavide78. Sin embargo, la ciudad no llegó a construirse según aquel plano y se recurrió al tradicional trazado de cuadrícula, en un proceso lento, pues solo se pudo obligar a trabajar a los indios sueltos79. En Guayaquil, los trabajadores de astilleros se establecieron junto a sus lugares de trabajo. En primer lugar, estos residieron cerca al cerro de Santa Ana, y después río abajo de la ciudad nueva, aunque hubo resistencia a ese traslado por parte de algunos artífices (ver figura 3)80. Posteriormente, en 1778, se les pretendió mover de aquellos emplazamientos para distribuirlos por la urbe, con el fin de que colaboraran en la extinción de los fuegos urbanos81.
El deterioro y la conservación medioambiental
Los condicionantes medioambientales fueron un factor determinante en la elección de la ubicación de los artesanos, pues la construcción del espacio social implicaba necesidades de abastecimiento de materiales, pero al mismo tiempo demandaba la preservación de los recursos y de la salubridad. En ese sentido, se observa que las ciudades analizadas contaron con agua y variados materiales que facilitaron los asentamientos artesanales, aunque estos ponían en peligro el desarrollo futuro del espacio social. La madera era fundamental para la construcción de una urbe y para el abastecimiento energético. Su abundancia en el entorno del río Daule condicionó la instalación en Guayaquil de los mayores astilleros del Pacífico, con una presencia masiva de carpinteros de ribera, calafates y hacheros82, e incluso de mitayos para el talado de los bosques, cuya producción llegaba por el río. Por su parte, para el caso de Cuenca se aprovechó el río Tomebamba para el transporte y para la ubicación de los carpinteros.
No obstante, la indiscriminada explotación maderera generó la amenaza de deforestación en varias regiones, por lo que se recurrió a castigos y prohibiciones para garantizar la conservación de este recurso. Por ejemplo, En Quito, el 16 de marzo de 1551 se estableció la sanción de 100 latigazos para aquel que talara madera sin permiso. Sin embargo, la madera pronto empezó a escasear en las localidades de los Chillos y los Yumbos83, mientras que en la región Uyumbicho debió reservarse su explotación para la obtención de leña84 e incluso en 1596, a los indios de aquel lugar se les asignaron nuevas tierras para evitar que siguieran dedicándose a esa actividad85. Ante la escasez del material en el siglo XVIII, buena parte de la madera que se producía para la ciudad procedía de Quero y Pelileo, localidades que se habían destacado por sus parcialidades de indios carpinteros86. Algo parecido sucedió en los demás lugares. En Cuenca las masas forestales se vieron amenazadas y se establecieron limitaciones, controles y multas sobre la tala de árboles, porque "vendría muy gran perjuicio a la república" y faltaría la leña. De hecho, por entonces se plantearon ya cuestiones conservacionistas como la obligación de dejar en los árboles la "horca y pendón"87. En Guayaquil el peligro del corte para la exportación estaba afectando su industria naval. Por eso a mediados del siglo XVII trató de prohibirse esta práctica, manteniendo el abastecimiento a los carpinteros y los astilleros88. Asimismo, se intentó proteger el bosque de Bulubulu89, pero fue una política con poco éxito90, pues los permisos de corte dependían del virrey peruano91.
Por otro lado, pocas noticias se tienen sobre los trabajadores madereros que se dedicaban a la elaboración de carbón. Al respecto se sabe que para este trabajo se solían utilizar indios mitayos, quienes llevaban a cabo su actividad en el entorno de explotación forestal y cuyos clientes eran esencialmente los habitantes urbanos, incluyendo artesanos como los plateros, herreros, herradores, paileros, olleros, tejeros, tintoreros y cereros. La falta de ejercitantes libres del oficio hizo que en Guayaquil, tras la guerra de Independencia, solo quedara un carbonero en la ciudad y seis en el entorno92. El espacio social urbano en la Audiencia de Quito siempre tuvo un punto débil en lo referente al medio ambiente. Debilidad de la cual fueron conscientes los cabildantes desde el siglo XVI. Este aspecto se refería a la calidad del abastecimiento de agua, recurso fundamental para conservar la salubridad e higiene del territorio93. Aunque este problema se planteara muy de lleno en el siglo XVIII, la actividad de los cabildos anteriores fue muy llamativa. Parte del problema sobre la calidad del agua tenía que ver con los oficios pues las tenerías, en su tratamiento de los cueros eran altamente contaminantes de ríos y quebradas. Por eso estas actividades fueron reubicadas en las partes bajas de las corrientes. De esta manera en Quito, quedaron fuera de la traza, en la quebrada de Ichimbía94, dando nombre a la calle de las Tenerías (ver figura 4); mientras que en 1708, y no lejos de allí, se dispusieron otras tenerías en la calle de la Torre del Tejar de San Agustín95.
Fuente: reproducido por Antoine François Prévost d’Exiles, Histoire Genérale des Voyages (París: Didot, 1756), modificado con concentraciones y calles artesanales por Jesús Paniagua Pérez.
En Cuenca el cabildo fue más explícito en las restricciones espaciales, pues cuando Gaspar López solicitó en 1563 un lugar para su tenería, se le prohibió verter el agua al río, en donde tampoco podía lavar los cueros, amén de tener que cercar el solar de inmediato96. Los curtidores cuencanos tendieron a concentrarse, por un lado, en el barrio de las ollerías de San Sebastián y en los Depósitos, al noroeste de la ciudad, aprovechando la quebrada de Ullaguangayacu, que desaguaba en el río Tomebamba, por debajo de la ciudad, donde existía otra tenería, en Todos Santos, cerca del matadero (ver figura 1). Poco variaba la situación en Guayaquil, por lo que en el siglo XVII, tras las quejas de los vecinos, los curtidores se establecieron al sur del estero de Villamar (ver figura 3)97. Parece que esas curtimbres fueron un foco de contaminación hasta finales del período colonial, "dando con su agua corrompida y en que pudrieron por muchos días con cal y raíces de mangle los cueros que adoban"98.
Los batanes también fueron lugares de producción contaminantes de las corrientes de agua y del entorno, por lo que se ubicaron con frecuencia en el medio rural o en las afueras de las urbes. El gran batán de Quito se situó en el ejido de Iñaquito; el de Cuenca junto al río Tomebamba, frente a las carpinterías, donde también ejercían su actividad contaminante varios tintoreros, quienes, no obstante, eran famosos en toda la Audiencia (ver figura 1)99. En Riobamba existieron batanes en varios pueblos obrajeros, pero en la ciudad -a finales del siglo XVII- funcionaban principalmente en el barrio de San Francisco, cerca del río Grande de Guacona100. Por último, en Guayaquil, los batanes se dispusieron en un espacio entre las confluencias de los ríos Daule y Babahoyo, frente a la traza de la ciudad.
En el siglo XVIII, el interés por la salubridad se acrecentó con medidas que implicaban higiene y bienestar colectivo. En las ciudades analizadas se dieron disposiciones para que se respetaran las calles y para favorecer el tránsito de carruajes y de personas. En Quito, donde la principal fuente de materias primas estaba al occidente, las carretas con materiales de y para los artesanos destruían las calles101, las cuales con las lluvias se convertían en ríos y lagunas102. Además de esto, el cabildo insistió con frecuencia en la limpieza, con preceptos dirigidos a regular el agua potable que llegaba de la cantera y que pasaba por lugares de artesanos, por lo que se puede suponer que, como el resto de los vecinos, vertían todo tipo de inmundicias a las canalizaciones, utilizadas también como lavaderos103. En Guayaquil, la pureza de agua también fue un problema, de ahí que en sus ordenanzas de 1590 se recomendara que la suciedad se arrojara en el campo o en el río, pero evitando lugares de abastecimiento y de lavado104. Sin embargo, en esta ciudad el mayor peligro medioambiental lo supuso el fuego, por lo cual en 1649 y 1650 se prohibió que las ocho fraguas se ubicaran en lugares de riesgo, pues incluso una de ellas se pretendía instalar en las proximidades del archivo del cabildo105.
El condicionante de las materias primas y la fuerza motriz
Las materias primas y la fuerza motriz necesaria para la ubicación y el desarrollo de determinados oficios eran imprescindibles y su existencia facilitaba el desarrollo del espacio social, aunque su ubicación, por lo general, estuviera fuera de la traza o en poblados aledaños. El caso más evidente es el de los tejares, pues aunque en términos laborales, estaban relacionados con la población indígena y en términos espaciales con el "afuera de la traza", el consumo de esos materiales afectaba a particulares e instituciones. De ahí que muchos tejares fueran propiedad de los consumidores, quienes también especulaban con su alquiler, pues su producción era muy demandada y contribuía a la diferenciación social del espacio con la alusión a las "casas cubiertas de teja". Quito fue la ciudad donde más se desarrolló esta actividad. Sus tejares se ubicaban en varios extremos de la ciudad, con una preferencia por las laderas del volcán Pichincha, donde se explotaban las mejores arcillas, pero los hubo también en San Marcos, San Blas, Tolontag y El Panecillo106. En aquellos lugares estaban, entre otros, el tejar público y el de varias órdenes religiosas107, los cuales eran atendidos por mitayos que se asentaban en el entorno, muchas veces con oposición de sus encomenderos108. Poco varió la situación y los condicionantes en Cuenca, en donde los tejares se asentaban al oeste y noroeste de la ciudad, así como en El Ejido y junto al río Tomebamaba (ver figura 1). Al respecto cabe apuntar que en esta ciudad, a mediados del siglo XVII, los tejares públicos hicieron entrar en crisis a los privados109. Por otro lado, las tejerías de Riobamba se ubicaron -antes del terremoto de 1797- en la falda del cerro Cushca y en el entorno de San Blas110.
De nuevo, un caso aparte lo supone Guayaquil, donde el uso de un sistema constructivo más liviano evitó el uso de tejas y ladrillos, a pesar de las recomendaciones del cabildo111. La mencionada falta endémica de mitayos112 hizo que los tejares fueran a menos, por lo que se encargó la producción a particulares y a las poblaciones de Daule y Sanborondón. El abastecimiento, por tanto, era muy irregular y con frecuencia se recurría a tejas viejas, como las que se compraron a Clemencia de Ávila en 1693113. En 1770, las autoridades calculaban una demanda de tres millones de tejas, cuando los productores solo estaban en condiciones conseguir 200 000 anuales114.
Así las cosas, tras la Independencia ya no residía tejero alguno en la ciudad115. En la proximidad de los tejares desarrollaban su actividad una buena parte de los olleros, necesitados igualmente de agua y de arcillas, por ello los cabildos solían vincular las disposiciones para unos y otros116. Los olleros trabajaban en unidades de producción menores, a veces de explotación familiar, aunque en Quito hubo empresas de mayor importancia, como la de Baltasar de Medina, quien en 1602 se comprometió a elaborar piezas con precios estipulados por el cabildo, lo que no se debió respetar, pues años más tarde se le amenazó con retirarle los mitayos117. Sin embargo, la crisis afectó de manera muy especial a esta actividad, pues en 1776 solo funcionaba una ollería118. Como compensación, en las faldas del volcán Pichincha, se intentó crear una fábrica de loza en Bellavista, para imitar las porcelanas frías europeas, aprovechando las arcillas y el agua de la zona e importando piedra de Sibambe y de Riobamaba. El objetivo era crear una factoría con 3000 trabajadores, que revalorizara la zona y alterara el espacio social119.
En Cuenca los olleros solían funcionar también con pequeños talleres, pero existía una parcialidad rural en Charazol, que se había formado con indios de encomienda de Sígsig, Paute y San Cristóbal120. Al igual que en Quito, también se intentó imitar la porcelana, pero con poco éxito121.
Por su parte, los canteros y caleros se ubicaron cerca de las materias primas, es decir, "fuera de la traza" o en el medio rural, en donde se instalaban hornos de cocción y se solía recurrir a mano de obra mitaya. En Quito, las laderas del volcán Pichincha fueron desde 1550 el lugar ideal para su asentamiento122, aunque ya se había mencionado con anterioridad la utilidad del cerro de la Calera123. Asimismo, se aprovecharon también canteras en Panzaleo124, Cotocollao y Nono, las cuales seguían activas a finales del siglo XVIII125; o la de Tolontag, que los jesuitas compraron a las clarisas126. En Riobamba, se sabe de la existencia de una cantera del convento de Santo Domingo en el barrio de Misquili. Por su parte, Guayaquil se surtía de materia prima en Chongón, donde se levantaron hornos que aún se conservaban a finales del siglo XVIII127. La importancia de la existencia de materiales para la construcción fue manifestada por Gil Ramírez Dávalos al fundar Cuenca, cuando comunicó a las autoridades limeñas que allí existían canteras de cal y yeso "cosas muy necesarias para el edificio y perpetuidad y ennoblecimiento della"128. En ese caso el principal lugar de ubicación fue en las vecinas localidades de Baños y Patamarca129.
Fueron muchos otros los oficios cuya ubicación estuvo condicionada por la existencia de la materia prima. Por ejemplo, los petaqueros de Cuenca se situaron en el entorno de la laguna de Totoracocha, denominada "tierra de indios petaqueros", pues de allí obtenían la paja (ver figura 1)130. Igualmente, en la zona de Guayaquil hubo indios sombrereros en la costa de Manabí, en donde aprovechaban la paja toquilla. En el caso de Quito, la presencia de nieve dio lugar a la ubicación de los neveros en la calle Togrera, a la que llegaba el agua del deshielo del volcán Pichincha131. Los piteros se asentaban en cualquier lugar donde existieran las fibras para su trabajo, el cual fue muy demandado en Guayaquil, y que en Quito tuvo un importante centro de producción en torno al río Guayllabamba132.
En cuanto a la necesidad de fuerza motriz ya se ha mencionado la utilización de los ríos para el traslado de madera. Algo parecido sucedía con los batanes y con los obrajes, oficios en donde además se utilizaban materiales del medio, como las lanas y algodones. Tal dependencia del agua hizo que muchos talleres textiles de Quito se localizaran cerca del rio Machángara, en San Sebastián133. Mientras en el ámbito rural fue frecuente la existencia de batanes y obrajes en grandes haciendas, donde los dueños controlaban el agua134 y con ello el espacio social.
Los molinos, muy vinculados al consumo de los españoles, intentaron monopolizar las corrientes de agua, por lo que los cabildos estuvieron muy atentos a los abusos. En Quito a finales del siglo XVIII existían siete molinos, seis entre el Machángara y la quebrada de Jerusalén, y uno en El Batán135. Es decir, se mantenían donde se habían erigido desde la fundación136. En Cuenca se ubicaban principalmente a lo largo del río Tomebamba, donde el cabildo prohibió su cercamiento137, hasta Todos Santos, en donde funcionó el primer molino de la ciudad (ver figura 1). En Riobamba existió un molino cerca de San Francisco, aunque ya a principios del XVII se mencionó la existencia de cuatro a la entrada del río138.
La dispersión
La calle y el barrio habían funcionado en la Edad Media de Europa y también en muchas ciudades prehispánicas de América como espacios productivos especializados y sociales. Tras la conquista, aquellas concepciones trataron de salvaguardarse, pero en el mundo andino urbano, no siempre tuvo éxito, pues las propias circunstancias geográficas y sociales exigieron adaptaciones profundas. Quito tuvo el mayor número de calles con denominación laboral, aunque ni mucho menos comparable al número de oficios que se ejercieron. Algunas de estas fueron la de Plateros, Herrerías, Carniceros, Tenerías139, Sombrereros y la Cantera140 (ver figura 4). También existió una calle de la Pailería, de la que se desconoce el emplazamiento141. En el caso de Cuenca tan solo se encontró una denominación tardía de la calle de las Tenerías (ver figura 1). En Guayaquil el nombre más próximo a una actividad fue la de calle del Comercio. Por su parte, en el proyecto utópico y no realizado de Riobamba se mencionó "la calle de los artesanos que da la vuelta" (ver figura 2), como un intento de concentración de los artífices en el extrarradio urbano. Aunque vistas en conjunto son escasas las calles con denominación laboral, su existencia al menos permite plantearse la consideración social de determinados oficios, pues fue una práctica que también se encontró en otras ciudades, como Lima142. Así la calle de las platerías respondía en Quito al lugar privilegiado que se daba a estos artífices, como se aprecia en casi todas las ciudades hispanoamericanas. El resto de calles se encontraban alejadas de ese centro urbano, a veces con ubicaciones que implicaban interactividad de los oficios; tal fue el caso de la calle de los Carniceros y la de las Tenerías (ver figura 4).
Sin embargo, como se ha visto, existieron espacios propios de determinados oficios, aunque no lo fueran en exclusividad, sobre todo para aquellos practicados por los indios143. Dichos espacios tuvieron por nombres los de ollerías, carpinterías, molinos, batanes, o astilleros, e incluso en algún caso, como en Cuenca, existió el desconocido "barrio de los tintoreros"144. Fuera de estos casos, lo habitual era el ejercicio de un oficio de forma dispersa, incluso entre los artesanos agremiados, como ocurrió con los plateros de Quito145, o con los indios de Riobamba que se encontraban esparcidos por Guacona y Misquili, y rechazaron su traslado a la nueva ciudad146. Caso especial fue el de los herradores147, porque estaban implicados en la atención veterinaria; actividad fundamental en el desarrollo comercial y económico de cualquier ciudad de la época. Estos artífices -en función de su actividad- tendieron a asentarse en las salidas y entradas de las ciudades, donde sus servicios eran más requeridos. Así en Quito, los herradores se ubicaron hacia el norte, en San Blas y hacia el sur, en el Chorro de Santa Catalina y la loma de Santo Domingo148. En Cuenca estos artesanos se situaron especialmente hacia el sur, en la vía de comunicación con los puertos de Naranjal, Bola y Guayaquil149.
Dentro de la traza de la ciudad de Quito, un oficio con unas características de ubicación especiales fue el de las cererías. Estas no abundaron en otras ciudades y en Cuenca funcionaban como monopolios familiares150. En la capital la cerería era un tipo de taller situado en la traza, cerca de las iglesias, el cual solía pertenecer a un particular que contrataba mano de obra. Su ubicación estuvo relacionada esencialmente con espacios religiosos, de ahí que a principios del siglo XVIII existieran siete cererías en la plaza Mayor151 y otras en las plazuelas de Santa Bárbara, Santo Domingo, San Blas y La Merced. Otro caso especial fue el de los barberos, oficio monopolizado por los indios, y en el que había una dicotomía entre su lugar de residencia y el lugar de trabajo, pues como sus clientes eran fundamentalmente los españoles, era frecuente encontrar barberos indios en Quito desde los extremos rurales hasta Santa Bárbara y la plaza Mayor152; o en Cuenca fuera de la traza. Además se debe tener en cuenta que también hacían trabajo a domicilio, lo cual los eximía de contar con un espacio especializado para su labor. Algo parecido sucedió con sastres y zapateros en lo referente a su dependencia de todo tipo de grupo social.
Después de revisar este panorama, se puede concluir que todos los intentos de concentración del artesanado fracasaron. Con la fundación de Cuenca en 1557 las autoridades pretendieron asignar -sin éxito aparente- locales para la reunión de tiendas en la "calle derecha que viniere de hacia la mar"153. El Gobierno también fracasó al pretender que los artífices indios se asentaran a servir sus oficios en la ciudad154, aunque todavía unos años más tarde se insistió en reunir a los artesanos en las tiendas de propios o, al menos, dentro de la traza155. En Quito, donde los indios ejercieron un cierto autocontrol en este sentido, parece que no hubo intentos serios de concentración, pues el cabildo solía limitar sus exigencias al pago de aranceles y a los exámenes156. Ni siquiera se mencionan los respectivos aspectos espaciales en sus ordenanzas, en la concordia de los batihojas157 o en el reglamento de plateros de 1779158. Curiosamente, las Ordenanzas de Guayaquil fueron las más explícitas, pues pretendieron obligar a que "los oficiales de oficio" tuvieran sus tiendas en la plaza pública y sus inmediaciones159.
Aquella dispersión tuvo varias causas, como evitar los controles y con ello eludir la fiscalidad y la obligación de cumplir con unos determinados precios; evadir las responsabilidades que se exigían por incumplimientos o mal ejercicio del oficio; eludir el pago de alcabalas; o atender a las necesidades de la clientela. En consecuencia, la dispersión laboral en el espacio social parecía inevitable. Ni la existencia de gremios de determinados oficios -en Quito desde el siglo XVI y en las demás ciudades a partir del último cuarto del siglo XVIII- pudo impedirlo, incluso en un gremio tan potente como el de los plateros160. Un caso particular fue el de los carpinteros, herreros y calafates del puerto de Guayaquil, quienes por sus características preindustriales se centraban en el entorno de los astilleros, aunque no en su totalidad (ver figura 3)161. Lo que sí se observó fueron concentraciones indiscriminadas de artesanos. En Quito es especialmente llamativo el entorno de la iglesia de Santa Bárbara, donde se ubicaban desde pintores y plateros hasta damasquineros, plumarios y sombrereros, amén de otros oficios. Igualmente eran espacios de concentración de oficios el entorno de las parroquias de San Roque y San Sebastián, el de la iglesia de Santo Domingo y la actual calle Venezuela, entre la catedral y la calle Loja. Además de lo anterior, la plaza Mayor también reunió una concentración artesanal, donde a lo largo del tiempo se habían asentado herreros, plateros, batihojas, zapateros, cereros y confiteros. Y todo ello sin olvidar el mundo rural de sus márgenes, como también sucedía en el resto de ciudades estudiadas.
Conclusiones
Los espacios para el ejercicio de los oficios urbanos en la Audiencia de Quito se distinguieron esencialmente entre los que quedaban dentro de la traza y los que se hallaban fuera de la misma; clasificación que con frecuencia también estuvo relacionada con criterios étnicos. Ahora bien, los artesanos ubicados "fuera de la traza" tuvieron una mayor concentración, muchas veces porque respondían a asentamientos prehispánicos o de indios, los cuales fueron trasladados a la ciudad para que sus habitantes colaboraran en determinados trabajos, como contratados, como mitayos o como esclavos alquilados por sus amos, en el caso de la costa. Las concentraciones de los artífices también respondieron a la necesidad de situarlos en las inmediaciones de los materiales necesarios para su oficio, especialmente de aquellos que trabajaban con recursos difíciles de transportar o que utilizaban el agua como fuerza motriz. De todos modos, la única concentración laboral nueva, evidente y premeditada -aunque no siempre conseguida- fue la que se produjo en los astilleros de Guayaquil, ya que por ser una práctica de gran escala necesitaba de un gran número de especialistas. En términos generales las mayores concentraciones artesanales estuvieron en determinados pueblos del entorno de las ciudades, desde donde se encargaban de surtir a estas o a su propio medio. Sin embargo, como el ámbito rural no era el objetivo de esta investigación no se ha profundizado en este aspecto, aunque se han hecho algunas referencias inevitables, debido a la conjunción que se generaba entre estos espacios sociales.
Por lo tanto, si algo caracterizó a los oficios en las ciudades quiteñas fue su dispersión espacial, a veces contraviniendo a las autoridades; de modo que, aunque se encuentren algunos ejemplos de toponimia laboral, esto no siempre significa que un oficio había monopolizado la ocupación del espacio, pero sí indica que en algún momento las autoridades intentaron concentrar e identificar a los ejercitantes de un determinado quehacer, sin que ello hubiera dado los resultados esperados. No obstante, las denominaciones espaciales inspiradas en el mundo artesanal que se hallaron en la investigación sirvieron como elemento fundamental para conocer la valoración social atribuida a sus artífices. Ahora bien, en esa dispersión de los artesanos, los trabajos que atentaban contra la salubridad del espacio social eran obligados a desplazar -y concentrar- sus centros laborales a lugares en donde se evitaran problemas de contaminación, especialmente de las aguas. Por su parte, otro tipo de concentraciones artesanales se basaron en la complementariedad de sus oficios, lo que hacía que una actividad atrajera a otras generando un espacio social y laboral interconectado y diverso. Así, los mataderos reunían en su entorno a trabajadores de la piel y carniceros; los curtidos a los zapateros; los carpinteros a torneros, petaqueros y ebanistas; y los batanes a zurradores, tintoreros e hiladores. Por último, la clientela también fue otro factor fundamental en la definición del espacio social asignado al artesanado, pues los artífices de algunos oficios estaban condicionados por su mercado, contraviniendo en muchas ocasiones lo que podría ser la lógica social del momento, como se ha visto, por ejemplo, con barberos, herradores y cereros.
Ahora bien, los espacios urbanos en estas condiciones no pueden definirse -salvo contadas excepciones- por el ejercicio de una determinada actividad, ya que nunca se evitó seriamente la práctica de diferentes oficios en un mismo emplazamiento, por lo que debe hablarse de concentraciones de artífices de variadas actividades; situación que implicaba una sociabilización espacial heterogénea en términos laborales y, por ende, en términos étnicos. En conclusión, el análisis del ejercicio artesanal ofrece una visión renovada de las ciudades coloniales de la Audiencia de Quito, cuyo funcionamiento e imagen poco tuvieron que ver con la vieja herencia medieval hispana; no solo por la fisonomía de las nuevas urbes, sino por las actividades que en ellas se desarrollaban y que les imprimieron un carácter social más caótico y trasversal que el atribuido a las ciudades peninsulares, donde los componentes étnicos tuvieron una escasa importancia.