Introducción
"... las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España,
Iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas,
pala y cubierta de los jugadores
a quien llaman ciertos los peritos en el arte,
añagaza general de mujeres libres,
engaño común de muchos y remedio particular de pocos".
Miguel de Cervantes, El celoso extremeño, 1613.
"Me levanté asustado, me asomé por las ventanas de mi cuarto, y ví que andaba mucha gente de aquí y acullá como alborotada. Pregunté a un criado si aquel movimiento indicaba alguna conmoción popular, o alguna invasión de enemigos exteriores. Y dicho criado me dijo que no tuviera miedo, que aquella bulla era porque aquel día había ejecución, y como eso se veía de tarde en tarde, concurría a la capital de la provincia innumerable gente de otras, y por eso había tanta en las calles, como también porque en tales días se cerraban las puertas de la ciudad y no se dejaba entrar y salir a nadie, ni era permitido abrir ninguna tienda de comercio, ni trabajar en ningún oficio hasta después de concluida la ejecución. Atónito estaba yo escuchando tales preparativos, y esperando ver sin duda cosas para mí extraordinarias". Joaquín Fernández de Lizardi, El periquillo Sarniento, 1816.
A fines del siglo XVIII la Ciudad de México no solamente era la capital del virreinato de la Nueva España sino, tal vez, la más importante de Hispanoamérica. Era la más poblada, con más de 130 000 habitantes1, cuna de una rica elite de comerciantes, mineros y hacendados. Su casco urbano estaba conformado por treinta y dos cuarteles que contenían una variada población, tanto desde el punto de vista étnico, económico y social. Población que tras la conquista fue separada, pero en el momento se encontraba mezclada e interrelacionada. México era el imán que atraía a los funcionarios de la Corona, de la Iglesia católica, a comerciantes e inversionistas, como también a muchos españoles que buscaban un nuevo destino para sus vidas. El caso que analizamos en este artículo enseña, dramáticamente, lo variopintos que podían ser los perfiles de los peninsulares que arribaban a la ciudad.
Desde el punto de vista urbano y arquitectónico la ciudad era un entramado de edificaciones diversas. Sobresalían los grandes caserones, de dos y tres niveles, con innumerables habitaciones, varios patios y cocinas; casas que parecían palacios dado el número de sirvientes indígenas y mestizos2. Eran notables también los edificios públicos, residencia del virrey y asiento de la Audiencia, la Gobernación y el Cabildo. Igualmente, era importante el palacio de minería, de San Ildefonso y la cárcel de la Acordada, realizaciones de los Gobiernos ilustrados. No habría que olvidar que en el último siglo se había construido la Alameda, la cual se convirtió en el lugar de esparcimiento más apetecido por los capitalinos. Especialmente, los domingos las familias, las parejas y los niños se reunían a recorrerla. Sin embargo, México era, además, un fortín de la cristiandad. La exuberancia de su catedral y distintas iglesias, como la cadena de seminarios, conventos y cofradías le daban un tono de solemnidad especial. Indudablemente, la Iglesia católica era una institución poderosa, los cual, sin duda, fue fruto de la intensa religiosidad de sus pobladores, visible en la diversidad de intensas devociones a santos y santas, criollos y foráneos.
En general, México era una ciudad tranquila y segura. No obstante, como toda sociedad de la época, registraba ciertos niveles de delincuencia y criminalidad. Se trataba de pequeños robos domésticos, principalmente y también de riñas y pendencias en las pulquerías, los fines de semana, que provocaban heridos y muertes3. El caso conocido como "Joaquín Dongo" causó especial horror y preocupación en la población, tanto por el número y calidad de los muertos, como por la forma cruel en que se ejecutó4. De igual manera, inquietó a las autoridades, especialmente al virrey Conde de Revillagigedo5 quien, junto al alcalde, se concentró en resolver el caso. La rápida captura de los culpables, el acelerado juicio e inmediata ejecución de los homicidas dieron una inusitada celebridad al virrey. Tales elementos hicieron que distintos autores en los siglos XIX y XX publicaran relatos históricos y literarios sobre ese episodio. En nuestro caso nos basamos en el expediente del proceso publicado por el Archivo General de la Nación, como también, en la literatura existente sobre el tema.
El crimen
Muy temprano en la mañana del sábado 24 de octubre de 1789, vecinos del barrio Tenexpa encontraron abandonado un coche con dos mulas; hecho que causó curiosidad pues incluso uno de los vecinos que creyó saber a quién pertenecía, pidió que lo guardaran en una cochera y se fue entusiasmado con la idea de que podría recibir alguna recompensa. Al llegar a la casa del comerciante Joaquín Dongo6, en la calle de Cordobanes, aquella persona tocó repetidamente en la puerta sin recibir respuesta. Ante la situación prefirió dar a conocer el hecho a un oficial que pasaba y junto a él se dirigieron a la puerta de la cochera, que se encontraba levemente cerrada. Con un ligero empujón la abrieron y observaron charcos de sangre. Entonces el oficial, al intuir lo peor, prefirió cerrar la puerta y dirigirse presuroso a informar al alcalde. A las 7:45 a.m. el juez Agustín Emparán, el alcalde Ramón Lazcano y otros oficiales ingresaron a la vivienda, en la que encontraron once cadáveres: seis en la primera planta y cinco en la segunda. Al igual que el cuerpo de Joaquín Dongo, todos presentaban heridas mortales en la cabeza7.
Según se supo después, Felipe Aldama, Baltasar Dávila y Antonio Blanco, todos españoles, pretendieron robar inicialmente la residencia del reconocido empresario catalán Francisco Javier Ascoytia. Plan que se vino abajo cuando este realizó un viaje intempestivo a una mina de su propiedad. Entonces se enfocaron en hurtar la casa de don Joaquín Dongo, de quien sabían también guardaba abultado caudal. Durante varias noches se apostaron a observar sus movimientos y descubrieron la regularidad de su rutina: salía poco después de las 7 p.m. a una tertulia y regresaba a su casa pasadas las 10 p.m. Una mañana Felipe Aldama lo visitó con el supuesto propósito de preguntar sobre el precio de las habas, pero el verdadero objetivo era conocer el interior de la vivienda y saber cuántas y qué tipo de personas la habitaban. Fue en esos días en los que los ladrones adquirieron varios machetes y cuchillos, cuyo filo probaron en un tronco de madera que había en la casa de Dávila.
El viernes 23 de octubre, pasadas las 8 p.m. tocaron la puerta y haciéndose pasar por juez, Aldama exigió que les permitieran entrar. Una vez dentro, mandó amarrar a los dos porteros, uno anciano y otro joven, y a un indio mensajero con el ardid de que eran sospechosos de robo: "Vengan acá pícaros, que es de los dos mil pesos que han robado a su amo", les gritó. Luego los condujeron a la covacha y los mataron. Después ingresaron a una habitación donde se encontraba enfermo Nicolás Lanuza, cuñado de Joaquín Dongo y allí mismo le dieron muerte. Posteriormente subieron a la segunda planta, donde encontraron a la lavandera, la cocinera, la aseadora y la recamarera, con las que usaron la misma táctica. Después de acusarlas de robo y amarrarlas, las condujeron a distintas habitaciones en las cuales las asesinaron. Hecho esto se dedicaron a buscar el dinero y los objetos de valor, para lo cual tuvieron que destruir y romper varias puertas y cerraduras. Apenas advirtieron que el carruaje del señor Dongo se aproximaba, los criminales se apostaron detrás de la puerta de la cochera. Cuando el acaudalado se aprestaba a descender, Aldama se le presentó diciéndole que estaban interrogando al personal sobre un robo que le habían hecho. Dongo empezó a subir las escaleras hacia el segundo piso y en cuanto dio muestras de sospecha sobre la situación, los hombres le asestaron varias heridas mortales. Enseguida procedieron contra el cochero y un muchacho que hacía de paje y mandadero.
El botín que reunieron ascendía a 21 630 pesos, más algunas alhajas, entre ellas el reloj, las hebillas, charretera y el rosario, todos de oro, que portaba Joaquín Dongo8. Apresurados los ladrones metieron el dinero en unas bolsas de cuero y con dificultad las subieron al coche y partieron del lugar. Al pasar por varios puentes tiraron los machetes y se dirigieron a la casa de Dávila, donde guardaron el dinero bajo unos tablones, aunque antes tomaron de a 150 pesos para gastos de cada uno. Después de esto, Aldama y Blanco partieron hacia sus casas, cubiertos por la oscuridad de la noche9.
La descripción de los cuerpos y la escena del crimen -hecha por los "maestros de cirugía" José Miguel de Vera y Manuel José Revillas, a pedido del juez Agustín de Emparán- son estremecedoras. La relación la hicieron según fueron encontrando los cuerpos en su camino. Del cochero dijeron que tenía "tres heridas en la cabeza, tan graves, que la tenía abierta", otra en el codo del brazo derecho con fractura y otra en el pecho. Don Joaquín Dongo "estaba boca arriba, con la cabeza arrimada a una pilastra, con dos heridas gravísimas en la cabeza, roto el hueso coronal y el parietal atravesados: otra en la frente, otra en el pescuezo al lado derecho; otra en el codo del mismo lado; otra en la mano derecha, y tres dedos enteramente separados de ella"10. Junto a su patrón se hallaba el paje "con dos heridas gravísimas en la cabeza al lado derecho, dividido el cráneo". En un cuarto cercano estaba el cuerpo del portero con "tres heridas en la cabeza al lado derecho y otra en la cara". El otro era el indio, igualmente con varias heridas en la cabeza. En la covacha encontraron un mozo de nombre Juan Francisco con varias heridas en el cuello y la cara destrozada. El lugar donde encontraron estos cuerpos estaba "regado de mucha sangre".
En la habitación del entresuelo encontraron a don Nicolás Lanuza, tendido en la cama "con una herida en una mano y la cabeza completamente dividida"11. En la planta superior hallaron tendidas en el piso a Ignacia, la cocinera; Clara, la recamarera; la lavandera y la mujer de la limpieza, todas con varias heridas penetrantes en la cabeza. Los peritos dictaminaron que todos estaban muertos y que las armas con que fueron asesinados tenían tanto peso y estaban tan afiladas que "el pelo lo tienen cortado con tanta igualdad, que ni a propósito se podría cortar mejor con las tijeras"12. Con cierto tono de ironía y horror, el historiador Carlos-María Bustamante agregó en su relato de 1835 que en la alacena, adjunta a la cocina, había sido encontrado muerto el loro de la cocinera. De él se decía que "hablaba muchas cosas con toda perfección". Seguramente también lo mataron para que no los delatara13.
Es comprensible que la noticia de lo ocurrido se extendiera por toda la ciudad y causara ansiedad y temor en la población. Aunque algunos definieron el sentimiento que vivió la población como de terror14. Por lo pronto, los cadáveres de los criados fueron trasladados a la cárcel de la real corte y los de Joaquín Dongo y Nicolás Lanuza al convento de Santo Domingo, donde fueron enterrados al día siguiente15.
Una gota de sangre
Puede resultar sorprendente que fuera una gota de sangre el principal indicio que tuvieron las autoridades para descubrir a los autores del múltiple crimen. El mismo día 24 de octubre de 1798 el juez Emparán citó a distintos vecinos de Dongo para interrogarlos sobre lo que pudieran haber visto o escuchado la noche anterior y le dieran pistas para orientar la investigación. Una de las personas citadas fue doña María Josefa Fernández, quien administraba la tertulia a la que asistía el señor Dongo. Sus palabras no revelaron más que su asistencia entusiasta y su arribo y partida a la misma hora de siempre. Inmediatamente se dictaron medidas que mandaban buscar sospechosos en las entradas y salidas de la ciudad, en los hostales y pensiones, en garitas y lugares de juego. El juez también pidió que se interrogara a los cirujanos si habían curado algún herido. También al gremio de los amoladores, de los que se tomó declaración a cerca de diez. Todos negaron haber afilado machetes en días recientes16. En suma, el juez tomó una serie de medidas que buscaban motivar a los vecinos a informar toda sospecha, como también a cerrar el paso a la huida de los criminales. Estas requisitorias fueron enviadas también a todas las provincias de la Nueva España.
Todos los oficiales, acompañados de grupos de soldados, recorrieron las calles principales y catearon las pulquerías, los mesones y las casas de vecindad. Inspeccionaron e interrogaron a los vecinos de los barrios considerados peligrosos, como La Lagunilla y el Callejón del Beso. Pocas veces la ciudad había visto tal despliegue de militares en una investigación judicial. De la mañana a la noche las autoridades hablaron con los vecinos, los tenderos, los cocheros, los serenos y todos los que pudieran dar alguna información de interés. Incluso, inspeccionaron los distintos hospitales de la ciudad para indagar si había algún enfermo o herido que hubiera ingresado recientemente y fuera sospechoso. Sin embargo, todos los informes que se reportaban eran negativos y ya empezaban a causar desazón y pesimismo.
No obstante, el día 26 de octubre, en horas de la tarde, se presentó ante el juez don Jerónimo Covarrubias, empleado de la Renta de Pólvora, para hacer una declaración sumamente importante. Según manifestó, de manera reservada que,
... La tarde del sábado 24, saliendo de comer de la casa del señor Eusebio Ventura de Beleña, lo llamó un tal Lejerazu, y poniéndose a platicar con él sobre el suceso, advirtió que a corta distancia estaba el relojero de la calle San Francisco, cuyo nombre ignora, conversando con otro hombre que no conoce, el cual tenía en la cinta de la coleta una gota de sangre fresca del tamaño de una lentejuela grande, y estaba perturbado, por lo que le sospechaba delincuente. Que las señas del sujeto son las siguientes: cuerpo regular, blanco, cerrado de barba, pelo propio y con algunas canas, sombrero blanco, capa azul, medias blancas, calzón y casaca de paño de mezclilla, zapatos y hebilla chatre, el pelo doblado y enrollado en cinta, nariz regular aguileña, ojos pardos.17
Inmediatamente el juez mandó buscar al relojero de San Francisco, quien resultó ser don Ramón Blasio. Este, sin ninguna dificultad, identificó al sujeto de la gota de sangre en la cinta como Felipe Aldama, residente en la Alcaicería, el cual era persona sin oficio y que había sido procesado por un homicidio. También añadió que, según le había, manifestado, pronto partiría de la ciudad rumbo a tierra caliente. Con esta declaración, el juez Emparán mandó conformar un nutrido grupo de soldados para localizar a Aldama y llevarlo a su despacho.
Un día después, Felipe Aldama rindió declaración ante el juez. Se definió como español, noble, originario de la provincia de Álava en el señorío de Vizcaya, sin oficio, pues se encontraba resolviendo la acusación de homicidio que se le hacía en la Cárcel de la Acordada. A la pregunta sobre dónde se encontraba la noche del 23 de octubre, respondió que acompañaba a Antonio Blanco a buscar a una tía. Cuando lo indagaron cómo se mantenía, dijo que con los dineros que le habían prestado varias personas. A la pregunta sobre la gota de sangre en su cinta, explicó que probablemente le había caído en las peleas de gallos, a las que asistía con frecuencia. Aldama quedó detenido preventivamente y los oficiales buscaron a Blanco. El cual también se definió como español, de la provincia de Guipuzcoa. Aceptó conocer a Aldama, pero negó haber estado con este la noche del crimen. Luego los enfrentaron en un careo en que los hicieron contradecir y el juez decidió mantenerlos en prisión. En las declaraciones tomadas a otros vecinos en esos días, alguien afirmó haber visto a Aldama en compañía de Baltasar Dávila varias veces. Una vez capturado, este aceptó conocer a Aldama, pero afirmó que desconocía totalmente quiénes serían los autores del crimen de Joaquín Dongo y sus sirvientes. Cuando las autoridades requisaron su vivienda encontraron las talegas con el dinero y las alhajas robadas.
Aldama, Blanco y Dávila: los peninsulares del siglo XVIII en el Nuevo Mundo
Como tantos otros españoles, Aldama, Blanco y Dávila viajaron a la Nueva España motivados por encontrar una mejor vida. Aldama, como ya dijimos, era vizcaíno y había arribado hacía diez años. Al momento tenía 32 años y era el mayor de los tres. Blanco tenía 23 años, era soltero y había estado en prisión acusado de un robo. Tenía "pelo y cejas castaño claro, ojos melados, nariz regular, piel blanca, frente grande con entradas y algunos hoyos de viruelas"18. Estaba desde hacía seis años en México, a donde llegó en busca de un tío y unos hermanos. Aceptó que trabajaba como sirviente en casas de comercio. Dávila, por su parte, era canario, casado con Juana Martínez, ostentaba el grado de subteniente de la Milicia y había llegado al país hacía unos pocos años. También había estado en prisión acusado por la viuda de un primo suyo de haberse apropiado de dinero y mercaderías.
Aldama, Blanco y Dávila, aunque se reclamaban nobles, hidalgos y de condición distinguida, pasaban muchas estrecheces19. No solo carecían de patrimonio, sino que tenían innumerables deudas. Especialmente Aldama quien era un consumado apostador en las peleas de gallos. Era conocido por los que asistían a la gallera como un gran aficionado. De todas maneras, llama la atención que los tres tenían un pasado con la justicia por robos. Incluso Blanco, en forma muy astuta, tras el crimen de Dongo, se internó en la cárcel de la Acordada, de donde había huido semanas antes. Es muy probable que los tres se hubieran conocido en la cárcel, cuando estaban presos acusados de robo.
El presente caso corrobora la idea de que las principales zonas de migración española en la segunda mitad del siglo XVIII a Hispanoamérica eran las provincias del norte y las Canarias. Así mismo, nos permite apreciar que la población peninsular en Nueva España no pertenecía homogéneamente a los estratos superiores. Muchos de ellos pertenecían a los estratos medios y cumplían oficios que no se consideraban nobles. Pero también, como vemos en el caso de Aldama, Blanco y Dávila, había quienes vivían en la marginalidad y el delito. Teresa Lozano, quien estudió con detalle el problema de la criminalidad en la ciudad de México subraya la existencia de una importante población desocupada y sin oficios, muchos dedicados al juego20. Además, discute que en la época, aunque se insistía en señalar a los mestizos como los principales autores de los delitos, lo cierto es que los indígenas, pero también los peninsulares eran quienes más los cometían21.
Confesiones
En lo que debemos entender como un ardid para desviar la atención del juez Emparán, Felipe Aldama y Baltasar Dávila estando en prisión pidieron audiencia para hacer confesión reservada. El 2 de noviembre, Aldama confesó -bajo juramento- que en 1785, en la villa de Cuautla había cometido homicidio en la persona de Julián Ramírez. Y agregó que lo hacía para descargo de su conciencia. En el mismo día Baltasar Dávila confesó que en Campeche -apremiado por distintas deudas- había dado muerte a un hombre de nombre Antonio para robarle setecientos pesos. Incluso detalló que con su sable le propinó dos heridas en la cabeza. Estas declaraciones las hacían mientras negaban tener ni saber algo en relación con el crimen del señor Dongo y su familia. Sin embargo, tal parece, el juez no prestó importancia a estas revelaciones y continuó con sus indagaciones.
En cuanto fueron descubiertos ocultos los bienes robados en casa de Dávila, poco faltó para que confesaran el crimen negado. Descubiertas las pruebas, incluidos los machetes y cuchillos, además del reloj de oro y charreteras, Aldama, Blanco y Dávila reconocieron la autoría del múltiple crimen. No obstante, Blanco afirmó haber sido llevado contra su parecer, no haber matado, sino haber servido de vigilante. Igual trató de argumentar Dávila, quien dijo que él no había participado directamente en la matanza, pero sí en el robo. Después aceptó que había sido de común acuerdo y que él no había seducido a Aldama ni a Blanco para que hicieran el robo.
De acuerdo con la confesión de Aldama, la idea de realizar un robo la concibió él con Dávila. A Blanco lo invitaron después. Los delincuentes reconocieron que durante un mes estuvieron planeándolo e inicialmente lo intentaron en la casa del comerciante Francisco Javier Ascoytia. Lugar conocido, pues allí había trabajado Blanco. Sin embargo, este proyecto se descartó porque Ascoytia salió de viaje a su hacienda. De hecho, fue Blanco quien después aportó el dinero para comprar las armas y, de acuerdo con su declaración, todos habían participado en la ejecución de las muertes. Tal parece que la intención de matar a todos los que estaban en la casa -seguramente para no dejar testigos- era algo que tenían decidido de antemano. Así lo deja saber Dávila, cuando quería declararse inocente de los asesinatos. Como si acreditara a Aldama y Blanco tal determinación. Así, la muerte de Dongo y los diez dependientes no fue algo fortuito ni sin premeditación. La crueldad con la que actuaron estaba fundada en el éxito del robo y en que nadie los reconocería después. Nos llama la atención que los estudiosos del caso no se hayan preguntado si los acusados fueron sometidos a tortura o a "tormentos", como se decía en la época. La tortura era practicada habitualmente en la justicia penal. Aunque, tanto en Europa como en México distintos juristas la condenaban. Parte de un proceso de humanización y de racionalización de la justicia, la tortura mereció los mayores libelos condenatorios22.
No deja de inquietar al estudioso de este caso que ni Aldama, ni Blanco mostraron mayor arrepentimiento ni pidieron perdón por el crimen cometido23. Aldama lo justificó "... por la miseria y fragilidad de su naturaleza"24. Blanco, convencido de que lo absolverían por su minoría de edad, manifestó "... que conocía la gravedad y atrocidad de sus delitos, que cometió por sugestiones de sus cómplices"25. Dávila, por el contrario, se mostró culpable y arrepentido. Cuando le preguntaron por qué lo hizo, respondió ". porque la fragilidad humana, su pobreza y graves necesidades que ha padecido, le condujeron a semejante desgracia sin prevenir que ante Dios no hay nada oculto y lo ejecutó con bastante pena y dolor, de que pide a Dios y a la justicia perdón, y que se le mire y trate con la misericordia que acostumbra"26.
Seguramente, con las palabras "misericordia" y "compasión", los acusados se referían a los frecuentes indultos generales que decretaba la monarquía con ocasión del nacimiento de un primogénito o alguna otra ocasión especial. La Iglesia católica también solicitaba perdones para criminales los Viernes Santos. Sin embargo, ni el virrey Revillagigedo, ni el juez Emparán, prestaron atención a sus clamores. El número de fallecidos y la crueldad mostrada en el crimen les impedía considerar siquiera la conmutación de la pena. Algo que hacían e hicieron en muchos otros casos. Lo que sí hicieron en este fue abreviar la pena de muerte, cambiando la horca por el garrote27.
Sin duda, en el caso Dongo tuvo un gran significado que los culpables y ejecutados fueran tres españoles. Un hecho que se le reconoció al virrey Revillagigedo fue no haber actuado con lenidad en el caso, especialmente por ser un recién posesionado en el cargo. Recordemos que esta era una época de grandes perturbaciones sociales, que en Francia estaba ocurriendo una revolución y que en Perú y Nueva Granada habían sucedido grandes sublevaciones. Así que ajusticiar tres peninsulares podía dar un mal ejemplo. De hecho, Revillagigedo hubiera podido esquivar su responsabilidad haciendo una consulta a la Corona28. Sin embargo y convencido de la gravedad de los crímenes cometidos decidió firmar la pena de muerte.
Sentencia y ejecución
A las 11 a.m. del 7 de noviembre de 1789, quince días después del robo y asesinato en la casa del señor Joaquín Dongo, Felipe Aldama, Joaquín Blanco y Baltasar Dávila fueron ejecutados frente al Palacio Real. Dos días antes, los jueces habían dictado sentencia condenatoria. Según mandaba la sentencia:
... Salgan de la Real Cárcel vestidos con ropa talar29 y gorra negra, en mulas enlutadas, por las calles acostumbradas y en esta forma sean conducidos al patíbulo donde sufrirán la pena capital de garrote y después se les cortarán las tres manos derechas que se fijarán con escarpias, una de ellas en la accesoria de la calle del Águila, donde guardaron el robo, en la parte superior de la pared, y las otras dos, sobre las puertas de la casa de Dongo, de donde ninguna persona sea osada quitarlas, pena de la vida; que se deshagan en el tablado las armas y el bastón por mano del verdugo...".30
Igualmente la sentencia mandaba confiscar los bienes de los reos e instruía para que los bienes recuperados le fueran entregados a la Archicofradía del Santo Sacramento, heredera de Joaquín Dongo.
La velocidad con que se aprehendió a los culpables, se los procesó y castigó fue algo extraordinario. Corrientemente los juicios a culpables por delitos graves tardaban meses, e incluso años. Pero no cabe duda que la gravedad del crimen cometido y la calidad de los fallecidos conmovieron a la sociedad mexicana, por lo que el virrey Revillagigedo entendió que tenía que actuar con extrema celeridad y dureza. Odette-María Rojas, quien ha estudiado con gran detalle los aspectos jurídicos de este caso, considera que a pesar de lo rápido con que se dictó sentencia se cumplieron todos los pasos de un juicio de la época. Es decir, que las autoridades no se saltaron pasos del proceso, ni procedieron a torturar a los detenidos para obtener declaraciones o confesiones31. Algo que, como ya dijimos, no ha logrado confirmarse.
Aunque en la época se vivían aires de cambio en materia de justicia criminal32, la sentencia contra Aldama, Blanco y Dávila se acogió a los patrones de castigo de Antiguo Régimen. Es decir, que la pena capital fuera ejemplarizante, en plaza pública, con cercenamiento y exposición de las manos. De alguna manera se trataba de privar de la vida a quienes la habían quitado a tantas personas indefensas. Pero también se pretendía que fuera una demostración de autoridad y de ejemplo persuasivo para quienes en adelante pretendieran cometer dichos crímenes33. Es lo que explica el rigor y la solemnidad con que se conducía a los sentenciados al cadalso. Recordemos que el desfile marchaba a son de trompeta, un pregonero que nombraba en voz alta los crímenes y los inculpados vestidos con una bata y gorro negro.
Probablemente debido a que ni Aldama, ni Blanco ni Dávila tenían familiares en México, hubo ausencia absoluta de pedidos de clemencia y misericordia al virrey34. Algo que ocurría en estos casos. Los tres, no obstante, pidieron que se tuviera en cuenta su condición de peninsulares, incluso de hidalgo, en el caso de Dávila -condición que no demostró-. Tal vez por ello, fueron condenados a morir con la pena del garrote y no en la horca. La cual se consideraba entonces más infamante e inhumana. El garrote -una forma de estrangula-miento que producía la rotura del cuello-, se estimaba, producía una muerte más rápida y con menor dolor. Mientras que en la horca la persona podía permanecer moribunda, retorciéndose durante veinte o treinta minutos35.
La ejecución fue un auténtico teatro de demostración del poder virreinal. El amplio tablado que se construyó, todo cubierto de bayetas negras, le imprimió especial solemnidad. El traslado de los acusados vestidos de negro, montados en bestias también vestidas de negro como símbolo de infamia. La aplicación del garrote y el desmembramiento de sus manos derechas fueron manifestaciones públicas de la autoridad. El virrey y todo el establecimiento querían dar prueba de su poder, al enviar un mensaje claro a la ciudad y al virreinato del poder regio36. Era, por supuesto, un mecanismo restaurativo del orden. Una forma de infundir miedo, temor en la plebe. Un mes después, la Cofradía de Nuestra Señora de Guadalupe que administraba la casa del señor Dongo presentó una queja solicitando que se retiraran las jaulas que contenían las manos debido al mal olor y espectáculo que daban. El historiador Miguel-Ángel Vásquez-Meléndez plantea que bajo el Gobierno de Revillagigedo la horca y la saeta se hicieron cotidianas. Tanto que los comerciantes alquilaron los balcones de la azotea del Parián -mercado de la Ciudad de México- para disfrutar con total comodidad de los ajusticiamientos decretados por el virrey37.
Cabe considerar que la pena aplicada a los acusados no incluyó el "encubamiento". Esta se trataba de una antigua sentencia aplicada a los crímenes más atroces, en los que la persona era metida en una bolsa de cuero con un mono, un gallo, una serpiente y un perro. Una vez dentro, la bolsa era introducida en el mar. En tiempos más recientes, se introducía el cuerpo en una bolsa que llevaba pintados los animales38. Si bien, las ideas humanitarias sobre el castigo de los delincuentes emergían con fortaleza, todavía tardaría mucho en ser abolido el sufrimiento en las sentencias judiciales.
Conclusiones
Es muy probable que Aldama y Dávila al referirse a la "fragilidad humana" como la causa de su crimen estuvieran aludiendo a la codicia. La codicia hacía parte de los siete pecados capitales y era entendida como un crimen contra Dios. Por el dinero y el afán de riqueza no solo se olvidaba la piedad, sino que se llegaba a cometer graves crímenes. En la iconografía religiosa se muestra que la codicia era castigada con el infierno y merecía los más duros tormentos39.
Otro elemento que está presente en el juicio es el horror y la incomprensión de la crueldad. A los tres les preguntaron cómo habían hecho un crimen tan atroz, tan falto de religiosidad y conmiseración. Especialmente les asombraba que los ladrones hubieran matado mujeres, jóvenes y ancianos indefensos. No fue algo que el juez contemplara siquiera como producto de la demencia o de una posesión demoníaca. Sencillamente, calificó el crimen del señor Dongo y sus sirvientes como un delito gravísimo que no merecía sino la pena capital.
En el siglo XIX fue Manuel Payno quien reparó en que desde la conquista no ocurría en México un crimen "tan atroz, ni desproporcionado"40. Crimen cometido por tres españoles, contra la casa de un español acaudalado y de prestigio. Además de alterar la tranquilidad y sosiego de las elites, este crimen puso en cuestión el orden. Especialmente hizo evidente el fenómeno social de la innumerable población flotante que deambulaba la ciudad. Esta población no tenía trabajo ni residencia fija y muchas veces estaba dedicada al juego y la bebida. A ese grupo pertenecían Aldama, Blanco y Dávila, quienes deambularon por varias provincias, cometieron robos y homicidios previos y en la ciudad, al menos Aldama, era un reconocido tahúr.
El caso Dongo se hizo memorable por la rapidez con que se capturó y castigó a los culpables. Algo que solo puede explicarse por la conjunción de varios factores: las medidas decretadas por el virrey Revillagigedo, recién llegado a la ciudad; la diligencia demostrada por el juez Emparán; la división en cuarteles de la ciudad, que permitían un mayor control de la población, y finalmente, la información ofrecida por los vecinos. Aunque también, el caso se hizo famoso por que los inculpados eran tres peninsulares, a quienes las autoridades no dudaron en aplicar la pena capital.