Introduction
Desde finales del siglo XIX se desarrolló en Colombia un comercio de medicamentos profuso y libre, casi todos importados y de composición desconocida. Los consumidores los conseguían por muchas vías, no solo en las farmacias y casi siempre sin prescripción médica. La consulta con algún profesional médico era costosa y los médicos diplomados escaseaban, de ahí que a menudo la gente recurriera a otras ofertas del mercado terapéutico, entre ellas, las de los farmaceutas, pero también las de toda una cohorte mestiza de sanadores populares. A medida que avanzaba el siglo XX, el estamento médico-sanitario intervenía cada vez más en todos los aspectos de la circulación de medicamentos: producción, prescripción, venta, publicidad y transmisión del saber farmacéutico.
Este artículo muestra el proceso de regulación del mercado de medicamentos que emergió en Colombia en la primera mitad del siglo XX en un contexto cargado de tensiones entre la medicina universitaria y la farmacia, dos ofertas con notorias diferencias y desfases, pero que atravesaban sendos procesos de profesionalización. La farmacia, en búsqueda de autonomía, al ser un comercio que comprometía la salud de la población, fue considerada y tratada como subalterna de la profesión médica. Esta última, al tomar parte activa como autoridad sanitaria, buscó subordinar todos los oficios relacionados con los cuidados en salud y con la terapéutica, entre ellos el de la farmacia y, en esa búsqueda, cuestionó la ética del mercado de medicamentos y se apropió de la definición de sus reglas.
Los medicamentos han sido objetivados como una mercancía distinta a las demás y han sido el foco de una vigilancia asidua por parte de las autoridades médicas y del Estado1. Sin embargo, las investigaciones históricas muestran que hasta la segunda década del siglo XX no hubo en Colombia un control sistemático de ese mercado. El análisis de los medicamentos como herramienta para regular los productos permitidos en el mercado no ha existido siempre y constituye una innovación científica y técnica que se introdujo en el mundo occidental a comienzos del siglo XX2. De hecho, en esa época, las recién establecidas autoridades locales de salud se enfrentaban a comerciantes de medicamentos que intentaban hacer valer sus derechos al libre mercado y a la libertad de empresa por encima de los controles sanitarios.
En este sentido, este artículo plantea que, en ese proceso de hacer entrar a los medicamentos en los objetos susceptibles de vigilancia sanitaria, la medicina universitaria, legitimada por el Estado mediante autoridades de salud encarnadas por médicos profesionales, fue la que disenó y puso en acción las medidas para regular el circuito de los medicamentos en todos sus frentes: producción, validación, venta, almacenamiento y prescripción. Esto quiere decir que el control sanitario de los medicamentos emergió en un contexto de alta competencia por el monopolio del mercado terapéutico.
El concepto de "mercado terapéutico" (medical marketplace)3 ha permitido a los historiadores definir los diferentes oferentes de cuidados y su clientela, en un momento de la modernidad en que las instituciones oficiales controlaban muy poco el ejercicio de la medicina. Lo han utilizado sobre todo investigadores enfocados en el estudio de momentos históricos en que el mercantilismo, aunado a la incapacidad de las instituciones para controlar los diversos oficios médicos, deja ver más un mercado de cuidados abierto hacia los posibles compradores que una economía de la salud. En ese contexto, los médicos constituyen uno de los sectores económicos insertos en un mercado que se puede comprender como el conjunto de prestaciones de cuidados disponibles en un espacio determinado.
Este concepto también ha sido determinante en la distinción de Laurence Brockliss y Colin Jones entre medical community, para referirse a la medicina oficial y medical penumbra, para referirse a las artes de curar poco o nada reconocidas4. Lo que se ha querido mostrar con los usos de este concepto es la gran oferta de cuidados terapéuticos existente en el momento anterior a la formación de un monopolio de cuidados que sería dominado por la medicina universitaria de pretensiones científicas. En esa penumbra médica se sitúan los oferentes de cuidados no reconocidos, no solo por falta de legitimidad científica, por la dudosa calidad de su formación o por su distancia respecto de la medicina universitaria, sino también por sus estrategias para ofrecer cuidados y siquiera convencer a los consumidores de pagarlos.
En el mercado terapéutico existente en Colombia a finales del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, farmaceutas, herbolarios, parteras, cirujanos y oferentes de medicinas ligadas a saberes populares y tradicionales indígenas y campesinos dispensaban cuidados de forma itinerante y ofrecían tratamientos y medicinas. Entre ellos estaban los vendedores de píldoras, jarabes y panaceas de marca que compraban a importadores y se desplazaban a las zonas rurales para abastecer a los pobladores, quienes preferían casi siempre a un colorido vendedor itinerante, con maneras más próximas de la cultura popular, que a un médico que se presentara como portavoz de saberes exógenos y cuyos servicios resultaban muy costosos para la mayor parte de la población5.
Para avanzar en el análisis, en este artículo hemos sintetizado hallazgos de investigaciones anteriores sobre tópicos de la historia de la salud y de la medicina presentados en tesis doctorales y en artículos. En algunas de esas contribuciones habíamos explorado aspectos de las regulaciones y de la historia de las profesiones médicas y farmacéuticas, pero no habíamos abordado abiertamente la pregunta sobre el papel de la profesión médica en la regulación de la farmacia en Colombia y en las tensiones que emergieron de la competencia por dominar el mercado terapéutico.
Esta pregunta tampoco había sido acometida por la historiografía colombiana de la medicina, la cual se podría clasificar según focos de interés. Un primer grupo se ha concentrado en los hitos de la institucionalización de la medicina y la farmacia, sin abordar las tensiones que ocurren entre unos y otros grupos profesionales en el momento en el que el Estado y la medicina se unieron en la labor de regulación del mercado terapéutico6. Un segundo grupo los constituyen contribuciones dedicadas al estudio de la historia de la enfermedad, donde ha sido relevante el estudio del papel de los médicos, los poderes públicos y de la población general en el trámite y la prevención de epidemias y endemias sin ocuparse mucho de las tensiones entre las diversas ofertas de cuidados7. Otro grupo lo conforman trabajos en historia de los medicamentos y de la industria farmacéutica, más recientes y más cercanos al problema que estudiamos en el presente artículo. Aunque aquellos solo tocan tangencialmente las relaciones entre medicina y farmacia, sí aportan líneas de tiempo de los acontecimientos en que se han comprometido los empresarios y muestran el papel de estos en la introducción de innovaciones farmacéuticas, así como algunos de los problemas políticos y económicos de esas innovaciones8.
Sin embargo, también hemos debido volver incesantemente a las fuentes de archivo, casi todas colombianas. Los documentos provienen en gran parte de instituciones de salud municipal, departamental y nacional que trabajaron en la regulación del mercado de medicamentos en Colombia durante el periodo abordado. Otra parte se compone de publicidades y artículos de revistas médicas y farmacéuticas en las cuales se debatían los problemas locales e internacionales de los medicamentos. También fueron consultados documentos sobre el funcionamiento de la Escuela de Farmacia de la Universidad Nacional de Colombia en sus primeros años.
Abordaremos este problema a partir de tres ejes analíticos: primero, la normalización de la farmacia a partir de la intervención de la medicina universitaria; segundo, la regulación del mercado de medicamentos como uno de los frentes de acción de la higiene pública; y, tercero, la lucha de los médicos diplomados contra el comercio de medicamentos de eficacia dudosa, como aspecto de la lucha contra el charlatanismo.
Médicos y farmaceutas: entre profesión y oficio
En Colombia, a partir de la reforma sanitaria de 19149, una parte del cuerpo médico, ya organizada como autoridades sanitarias en diferentes ciudades y en los puertos, se interesó en la farmacia como un campo de intervención de la higiene pública. Dicho campo no se limitó a expresar opiniones en artículos de revistas científicas o en la prensa comercial, sino que operó como un proceso de normalización a través de la reglamentación (resoluciones, decretos, leyes), pero también por medio de innovaciones científico-técnicas como el análisis químico de sustancias, con miras a estandarizar y controlar la composición química de los medicamentos.
La intervención médico-sanitaria del mercado de medicamentos apuntó a regular la producción, venta, calidad e incluso la publicidad. La emergencia de esta política y sus aplicaciones coincidió con la creación de una infraestructura de producción industrial de medicamentos y otra de análisis por laboratorio. En ambas hubo liderazgo e influencia de médicos notables, en parte debido a la ausencia de estudios formales de farmacia.
Así, durante las primeras décadas del siglo XX, la farmacia, vieja práctica, enfrentó las suspicacias de los médicos universitarios sobre el conjunto de los oficios dispensadores de cuidados en salud. La farmacia era sobre todo un oficio comercial y artesanal ejercido en botica. Sin embargo, al estar tan íntimamente relacionada con la salud, fue uno de los primeros blancos de la higiene estatal, desde la cual los médicos adelantaron campanas de control para lograr su subordinación a la medicina y para erigirse en adalides de la ética en el mercado terapéutico.
La política sanitaria colombiana incluyó desde muy temprano el control y la regulación de los medicamentos y fueron principalmente los médicos, y no tanto los farmacéuticos, quienes orientaron los procedimientos de control legal. Aunque la regulación de la farmacia formó parte de la reforma de 1914, se volvió más estricta con la creación de la Comisión de Especialidades Farmacéuticas (CEF) (Ley 11 de 1920). En los años de 1930 las propuestas del médico higienista Jorge Bejarano buscaron endurecer el control legal de las llamadas "medicinas de patente"10. En la década de 1960, como ministro de Salud, el médico José Félix Patino propuso una lista de "drogas básicas" que deberían estar disponibles en todo el país bajo denominación genérica. Este último movimiento de normalización de los productos farmacéuticos en beneficio de la salud pública fue coordinado principalmente por los decanos de las facultades de medicina, por médicos jefes de los hospitales, y apoyado por los industriales, pero con una participación modesta por parte de las asociaciones de farmacéuticos y de las escuelas de farmacia11.
Se trataba de la aparición temprana de un conjunto de iniciativas de regulación de los medicamentos, algunas de las cuales fueron apoyadas por los poderes públicos que lograron construir una mayor capacidad para retirar del mercado los productos considerados peligrosos o inútiles. Asimismo, esta lucha se expresó en una serie de discursos que buscaban consolidar la medicina y la farmacia universitarias frente al charlatanismo y los vendedores ilegales de medicamentos.
Para comprender la historia del control y la regulación de los medicamentos en Colombia es necesario presentar la manera como se situaron los farmaceutas frente al estamento médico durante el cambio del siglo XIX al XX. En ese sentido, hay que hacer un desvío por el ambiguo estatuto de la medicina universitaria de esa época. Desde el punto de vista epistemológico, su saber, en vías de consolidación, era casi todo importado. Su estatuto social y político se enfrentaba a lo que otros historiadores han llamado "el liberalismo a ultranza", es decir, a una gran tolerancia respecto al ejercicio de oficios y profesiones. Antes de 1905, casi nunca se exigía diploma a los practicantes de artes de curar y esta situación comenzó a generar, sobre todo a partir de la década de 1880, cuando ya se graduaban algunos médicos en las facultades de Bogotá y Medellín, un clima de vacilaciones e incertidumbres entre los médicos diplomados frente a la posibilidad y a la necesidad de reglamentar el ejercicio del arte médico, para contrarrestar la competencia de charlatanes y aficionados12.
Aunque ya existieran facultades especializadas, durante todo el siglo XIX el aprendizaje de la medicina fue libresco, autodidacta, memorístico y con escasas ocasiones de socializar el saber. Existieron posibilidades de colectivizar la ensenanza, pero fueron esporádicas y discontinuas, pues los cursos eran interrumpidos por las constantes guerras; además, los profesores de medicina trabajaban ad honorem y los horarios y el tiempo de dedicación docente dependían de su libre arbitrio. Era notoria la precariedad de medios como el hospital, los laboratorios y los cursos colectivos. Adoptar el hospital como lugar por excelencia de la ensenanza médica fue muy difícil. Aun si los médicos colombianos graduados en Europa conocían esta dinámica, propia del modelo clínico francés y de las versiones europeas de la anatomo-clínica, se les dificultaba convertir el hospital en lugar de ensenanza-aprendizaje, sobre todo debido a las constantes guerras civiles que convertían estos establecimientos de caridad en hospitales militares o en cuarteles, aunque la experiencia bélica hiciera progresar la cirugía13.
Por otro lado, el laboratorio como lugar de experimentación y aprendizaje fue de uso esporádico y su aparición muy tardía en el siglo XIX. Se instalaron laboratorios basados en los modelos de Claude Bernard y Louis Pasteur, pero no como montajes institucionales sino como iniciativas particulares de algunos médicos, profesores de las facultades, que los gestionaban con recursos propios en sus residencias particulares. Aunque los ofrecían a los estudiantes de medicina, su funcionamiento fue irregular y contribuyeron mínimamente a la socialización del saber14.
Se puede suponer que la clase de anatomía patológica fue la otra oportunidad de socializar el saber médico, pero esta tuvo las mismas características de contingencia, discontinuidad y precariedad del hospital y del laboratorio. Finalmente, otra situación concomitante fue el peso de la tradición de la ensenanza, es decir, la transmisión del saber de maestro a discípulo o la práctica social del aprendiz, que se verificaba en la trastienda de una botica, en la casa de un médico o incluso en la de un curandero. Esta práctica consistía en aprender el oficio o encontrar la vocación al lado de un hombre práctico. La formación parisina de varios médicos graduados y la institución del aprendiz se traslaparon durante este periodo y apenas comenzaron a ser refractarias una a la otra a finales del siglo XIX.
La documentación del periodo estudiado, sobre todo las revistas de las sociedades científico-médicas, muestra que, en las principales ciudades de Colombia, existía lo que en la época se llamaba el "cuerpo médico de la ciudad" como conjunto de profesionales de la medicina que se habían organizado en alguna sociedad o academia. Estas se convirtieron en órganos consultores de los gobernantes en asuntos de higiene pública. Algunos de los académicos se preguntaron en diversas publicaciones por la utilidad de invertir recursos y esfuerzos en formar y diplomar profesionales que luego entrarían a competir con un sinnúmero de oferentes de servicios y productos de salud en un mercado terapéutico sin regulación y sin protección legal para los titulados.
En cuanto al estatuto de los boticarios, su oficio estaba mucho más ligado a la institución del aprendiz que el de los médicos. El cambio hacia una formalización de los estudios fue muy lento y, en el siglo XIX, no era posible seguir estudios especializados de farmacia. Sin embargo, en Medellín y Bogotá, los farmaceutas tomaron la iniciativa de asociarse a finales del siglo XIX y uno de sus objetivos como gremio era el de profesionalizar la farmacia. A mediados de 1895, el boticario Juan B. Herrera de la ciudad de Medellín tomó la iniciativa de fundar una asociación de farmaceutas y una revista especializada en farmacia, cuyo primer número apareció el 1 de junio de 1895. De circulación gratuita, bimensual, con 1100 ejemplares impresos, la Revista de Farmacia se trazó como objetivo tratar en sus páginas todo lo referente al oficio de farmaceuta y a la estrecha cooperación que este debía establecer con los médicos15. Con el ánimo de defender su propio gremio y asociar a sus colegas, Juan B. Herrera comenzó a publicar notas editoriales sobre las profesiones de médico y de farmaceuta. En ese momento se practicaba en Colombia una farmacia preponderantemente oficinal, necesitada de materias primas importadas. Los farmaceutas enfrentaban el problema del alza de precios de las importaciones, pero también les inquietaba la ausencia de una organización gremial. Los primeros esfuerzos por formarla se evidenciaron en la creación, en 1895, de la Unión Farmacêutica Antioquena (UFA)16 y de la Sociedad Central de Farmaceutas de Cundinamarca (SCFC), en 189617. El interés por asociarse no se limitó a la defensa del oficio, pues la UFA se trazó los objetivos de establecer la ensenanza mutua de la farmacia entre colegas, avanzar en la profesionalización de boticarios "de experiencia" y formar un prestigioso cuerpo colegiado18. En la década de 1910, la SCFC persistió en su empeno por regular el ejercicio de la profesión y por superar el modelo formativo tradicional maestro-aprendiz. Para luchar contra la avalancha de charlatanes y comerciantes inescrupulosos y contra las irregularidades en la preparación y venta de medicamentos, el gremio bogotano invocaba ante el Gobierno nacional la necesidad de reglas para garantizar la probidad, la pericia y la calidad del oficio de farmaceuta.
En 1914 hubo cambio de Gobierno en Colombia: ganó las elecciones y se posesionó como presidente el abogado conservador José Vicente Concha, quien tenía gran experiencia en la política interior y exterior de Colombia. Con su gobierno, llegaron vientos de reformas en muchos ámbitos y se esperaban consensos entre los dos partidos tradicionales. Por otra parte, Concha y su equipo conocían bien las exigencias de países como Inglaterra, Francia y Estados Unidos en materia sanitaria, especialmente, en higiene de los puertos, lo que impulsó una reforma sanitaria (Ley 84 de 1914) que pretendía poner a funcionar, en todo el territorio, las inoperantes juntas de higiene creadas en 1886 y presentar ante el mundo a una Colombia moderna en materia de salud, control de la mortalidad infantil y control de las epidemias. Sin embargo, el mismo gobierno era consciente de que esto no podía lograrse sin el apoyo de la medicina universitaria, por eso procedió a reformar también el ejercicio legal de la medicina y de las profesiones de asistencia. Aunque existía la normativa de 1905, las reiteradas quejas de los médicos graduados respecto al charlatanismo, a través de las revistas médicas y de su presencia como senadores de la república, movieron a los poderes públicos a endurecer el control del ejercicio de la medicina, la partería, la farmacia, la odontología y la homeopatía (Ley 83 de 1914).
Estas dos leyes reorganizaron la salud en Colombia a través de la activación de comisiones sanitarias municipales que dependían de las direcciones departamentales de higiene. Estas últimas a menudo se dotaron de laboratorios químicos y bacteriológicos y de un cuerpo de policía sanitaria para garantizar sus operaciones. Entre las reformas hubo algunas que se enfocaron en controlar la producción y tráfico de especialidades farmacéuticas y, por ende, en tratar de normalizar a los boticarios. Así, a partir de 1914, en aplicación de la nueva ley sobre profesiones de asistencia, se comenzó a exigir a cada farmaceuta un certificado de idoneidad firmado por dos médicos graduados, una constancia de haber practicado la farmacia en un "establecimiento de notoria seriedad, por lo menos durante dos años"19. Se trataba, en apariencia, de un control estricto sobre el ejercicio de la farmacia, pero las dificultades para aplicar esa ley dieron lugar a un tráfico ilícito de licencias, a su falsificación y a la aparición de nuevos farmaceutas de dudosa idoneidad20.
Al comenzar la década de 1920, Colombia vivía en un incipiente capitalismo con una economía precaria, con poca inversión extranjera, una muy pobre infraestructura de comunicaciones y unas exportaciones limitadas casi exclusivamente al café. A través de los discursos médicos crecía la alarma ante la enorme prevalencia de la pobreza generalizada, de las enfermedades infecciosas, de las parasitosis endémicas y de la enorme mortalidad infantil, todos indicativos de atraso y pobreza. Se acusaba a los pobres de ignorancia, intemperancia y dejadez: generalizar y redoblar las medidas de higiene y las campanas sanitarias se concebía como una de las cartas de salvación. En la década de 1920, el control sanitario estatal se volvió más estricto y uno de sus objetivos fue el mercado de medicamentos que incluía lógicamente a las boticas, los farmaceutas y las sustancias derivadas de la coca, la amapola y el cannabis. Aplicar rigurosamente la ley equivalía a cerrar las farmacias regentadas por personal no titulado ni licenciado y esto implicaba afectar duramente el suministro de medicamentos en lugares apartados donde ya eran escasos.
En 1925, se estableció por ley un plazo de tres años para que quienes se desempenaban como farmaceutas legalizaran su situación. Cumplido ese plazo, solamente se permitiría ejercer a los detentores de un "título de idoneidad expedido por una Facultad oficial de Medicina" y a quienes presentaran "certificados jurados expedidos por tres médicos" como constancia de su competencia. La misma ley suprimió el requisito de los dos años de experiencia en una farmacia y estableció la creación de estudios formales de farmacia en las facultades de medicina21. De ahí se derivaron resoluciones aprobadas por la Dirección Nacional de Higiene (DNH) que inquietaron al gremio de farmaceutas, pues temían perder derechos adquiridos y verse obligados a presentar un examen de conocimientos para obtener una nueva licencia. Sin embargo, la ley se aplicó con poco rigor y numerosos farmaceutas sin diploma, pero con viejas licencias, siguieron ejerciendo22. Esto quizás se explica por la ausencia en Colombia de estudios formales de farmacia y la consecuente escasez de farmacéuticos diplomados; los pocos que ejercían, se habían graduado en países extranjeros. De ahí que al menos hasta mediados de la década de 1940, la farmacia universitaria debía convivir con los farmaceutas "tolerados"23.
Para resolver el problema de la escasez de farmacéuticos diplomados, la principal iniciativa surgió en las facultades de medicina. En la década de 1920, en su afán por regular la farmacia y normalizar el oficio, algunas facultades de medicina ofrecieron cursos de medicina y farmacología. Los farmaceutas que seguían a cabalidad estos cursos recibían una licencia para ejercer. Se trataba de un inicio de escuelas para farmaceutas bajo la tutela de la ensenanza médica, lo que posteriormente significó serios problemas de autonomía financiera para los programas universitarios de Farmacia. En el intento por abrir las "Escuelas de Farmacia" ocurría que, tras el anuncio de apertura de cursos, eran muy pocos los matriculados. Algunos desertaban por falta de recursos para estudiar en una ciudad capital. Además, era escaso el personal docente para las asignaturas. Así, los llamados de la medicina oficial para profesionalizar la farmacia no pasaron de producir documentos y buenas intenciones. La mayoría de las farmacias seguían siendo atendidas por no diplomados, a quienes se llamaba "farmaceutas licenciados"24.
La Universidad Nacional de Colombia impulsó entonces la profesionalización de la farmacia a través de la Facultad de Medicina que quedó autorizada por la Ley 11 de 1927 (septiembre 13) para preparar los farmacéuticos del país. La Escuela de Farmacia de la Universidad Nacional de Colombia comenzó labores en 1929, cuando la Facultad de Medicina publicó anuncios de prensa para motivar la inscripción de los nuevos alumnos. La convocatoria atrajo a muchos farmaceutas de oficio y, en general, los aspirantes eran personas de extracción más humilde que la de los candidatos a medicina. Un plan de estudios más breve suponía un menor compromiso en recursos. Algunos de los estudiantes de provincia enfrentaban dificultades para realizar estudios en Bogotá. Los más afortunados trabajaban en las farmacias de la ciudad, pero esto podía limitar su asistencia a clases y su tiempo para preparar correctamente los exámenes25.
Entre los primeros farmaceutas del interior del país hubo becarios de las administraciones departamentales26. Al comienzo, el desarrollo del programa fue lento: en 1935 la Escuela solo había graduado 8 farmaceutas. El despegue ocurrió poco después: en 1937, se graduaron 37 y al año siguiente, 26, para un total de 73 farmacéuticos titulados en 1939 y un total de 539 estudiantes matriculados entre 1929 y 193927. Esos egresados comenzaron a vincularse tanto a las farmacias como a las numerosas empresas farmacéuticas locales e internacionales.
La historia de la formalización de la ensenanza de la farmacia en Colombia pone en evidencia las dificultades para garantizar a la población el desempeno de profesionales en este sector tan sensible de la circulación de medicamentos, como es el del despacho de prescripciones hechas por los médicos. Mientras se normalizaban los estudios universitarios de farmacia, la profesión médica la tomó bajo su tutela a través de dispositivos de control que no siempre fueron exitosos. Era muy difícil normalizar la farmacia si antes no se ponía en marcha una estrategia de depuración del mercado de medicamentos.
Regular la circulation de los medicamentos desde la higiene pública
Aunque durante el siglo XIX se realizaron controles locales a las boticas no hubo una legislación nacional eficiente y a lo largo y ancho de la geografía escaseaba el personal sanitario. Además, no se contaba con laboratorios químicos adecuados para examinar la composición de los medicamentos en circulación. En la primera mitad del siglo XX, el control sanitario oficial incluyó entre sus objetivos la regulación de la circulación de medicamentos, cuya falta de contención fue señalada como una amenaza para la salud pública. Para las autoridades sanitarias los problemas del mercado terapéutico en expansión no se limitaban al ejercicio ilegal de la farmacia. También enfrentaron otros conflictos, como el de la proliferación de la venta itinerante de medicamentos y la automedicación28.
Los comerciantes solicitaban permisos para vender sus productos no solo en las farmacias y droguerías, sino en las tiendas mixtas y en las calles. Otros más audaces desarrollaron ingeniosas estrategias publicitarias: folletos, hojas sueltas, almanaques, anuncios de prensa, testimonios de pacientes, avisos en bares y bocina en los mercados y plazas públicas. Los archivos referencian las actividades de vendedores itinerantes que a menudo recibían autorizaciones para vender un producto en particular, pero las utilizaban para vender todo tipo de remedios y realizar otras imposturas. En los departamentos donde las autoridades de salud eran más estrictas se intentó corregir estos problemas, pero siempre llegaban nuevos vendedores y con ellos nuevas formas de burlar la ley29.
A partir de 1926 se evidencia una mayor capacidad de regulación del Estado colombiano, gracias en parte a la Ley 11 de 1920 que proporcionó un marco jurídico más claro y definió una entidad encargada: la Comisión de Especialidades Farmacéuticas (CEF)30. Esta comenzó actividades como consecuencia de dos acontecimientos: por un lado, la presencia de vendedores de medicamentos de composición dudosa que causaba problemas en la capital de la república y, por otro, la nacionalización del primer laboratorio de productos biológicos (el Samper Martínez) que proporcionó al Estado la infraestructura necesaria para analizar los medicamentos31.
Además, en 1919, la International Health Division de la Fundación Rockefeller llegó a Colombia por petición del Ministerio de Agricultura para apoyar la campana contra la anquilostomiasis. Esa confluencia entre medicina universitaria, filantropía internacional y salud pública se materializó en el hecho de que la Fundación Rockefeller cooperó decididamente con el Gobierno colombiano y, en 1925, lo impulsó a comprar un laboratorio de productos biológicos para producir vacunas y sueros. Así nació el Laboratorio Nacional de Higiene Samper Martínez32, sostenido en parte por el Gobierno y en parte por la Fundación, que pagó durante tres años el sueldo del director y el de un asistente y apoyó con asesorías las actividades de investigación y de intervención en salud entre 1919 y 194833.
Las campanas contra la anquilostomiasis, la fiebre amarilla y la malaria permitieron consolidar esas relaciones que llevaron a la Fundación Rockefeller a apoyar con becas a médicos y otros expertos colombianos que viajaron a formarse a Estados Unidos y luego fueron empleados por el Samper Martínez y sus laboratorios satélites. Esta fructífera relación no estuvo exenta de las tensiones producidas por la asimetría de poder entre los funcionarios americanos y los colombianos34. Sin embargo, la importancia de estos acontecimientos radica en que el Samper Martínez no solo se convirtió en la entidad orientadora de gran parte de las medidas sanitarias de Colombia, sino que albergó por años el laboratorio de análisis de medicamentos de la Comisión de Especialidades Farmacéuticas (CEF).
Durante la década de 1930, la CEF se volvió más activa y constante en la regulación de los medicamentos. Esto permitió que en Colombia se realizaran análisis de alimentos y medicamentos previos a su comercialización, así como de productos que ya estaban circulando. El mercado farmacéutico legal tenía una importancia considerable: en 1936, las 17 ciudades más importantes del país contaban con 535 farmacias y droguerías35. En 1940, el número de productos autorizados llegaba a 4544, entre medicamentos nacionales y extranjeros producidos por 904 empresas farmacéuticas, 440 de ellas de origen nacional. Sin embargo, solamente un 13,7 % de esos productos se vendía con prescripción médica. Los consumidores preferían la venta libre para evitar el pago de la consulta médica. Además, el poco número de médicos en los pueblos y aldeas llevaba a que los farmaceutas continuaran prescribiendo y a que los irregulares continuaran ofreciendo sus remedios36.
Una de las formas de control puestas en marcha por los médicos-funcionarios de salud consistió en una campana general para expulsar, por lo menos de los centros urbanos, las prácticas ilegales de la medicina y de la farmacia, conocidas como "charlatanismo". Si la salud de los individuos no podía dejarse en manos de cualquiera, la preparación y el comercio de medicamentos debían contar también con las restricciones propias de una mercancía distinta a las demás. La visita periódica a las farmacias se convirtió en la principal estrategia para regular el mercado de medicamentos y la profesión farmacéutica37. Esta apuntaba a la vez a controlar el ejercicio legal de la farmacia, las condiciones de higiene y la adecuada manipulación y almacenamiento de las sustancias en el establecimiento así como una aguda vigilancia a la circulación de estupefacientes denominados en aquella época como "drogas heroicas" (morfina, heroína y cocaína, principalmente).
Las inspecciones de farmacia eran efectuadas por médicos oficiales o, en su defecto, por autoridades de higiene de cada localidad, quienes debían verificar el estado de los medicamentos elaborados en las farmacias, contar y anotar las existencias de estupefacientes y barbitúricos, controlar el número de jeringuillas, y verificar que las sustancias tóxicas estuvieran debidamente marcadas. Las inspecciones fueron tomando un carácter sistemático y revelaron las dificultades para regular ciertas prácticas cuando la competencia profesional era aún imprecisa. Un informe del médico Carlos Bustamante, Inspector de farmacias de Medellín, da cuenta de la amplitud del problema:
En la Farmacia Moderna fueron encontradas 5 fórmulas de un Sr. J. B. Montoya Mejía por una cantidad global de 54 grs. de cocaína y de las cuales una de ella tiene 28 grs. Como según entiendo dicho senor no está autorizado para formular, hube de decomisar dichas fórmulas, las cuales entregué al Sr. Inspector de Sanidad para los efectos que esta oficina tiene a su cargo. Se me ha dicho que la droga formulada por dicho Senor ha sido repartida en las farmacias Francesa y Central de Guayaquil, pero dichos senores no me han avisado recibo de ellas. Parece pues que esta cocaína se está vendiendo clandestinamente en estos establecimientos, y las que no pude controlar porque ha salido con fórmula de un establecimiento.
El Doctor Alberto Jaramillo Arango, dio una fórmula la cual acompaño por 28 grs. de cocaína. En dicha fórmula dice ser para uso dental en Titiribí; pero por ser la dosis muy alta y segundo, porque se me ha dicho que esta droga se está vendiendo clandestinamente en la Farmacia París la envío para los efectos de la Inspección de Sanidad.38
Estas actividades permitieron que, de contragolpe, también la profesión médica fuera vigilada. Uno de los renglones de la inspección era observar el estado del libro copiador de drogas heroicas y anotar si sus ventas estaban soportadas con la prescripción de un médico graduado. Las autoridades sanitarias podían identificar a los usurpadores de médicos que usaban fórmulas falsas, pero también a médicos que prescribían cantidades excesivas de esos fármacos. Controlaron la indicación "despáchese indefinidamente" que algunos médicos anotaban en sus prescripciones de drogas heroicas39 y sancionaron a farmaceutas que las vendían clandestinamente40.
A partir de 1930, las droguerías y laboratorios farmacéuticos debían solicitar autorización a la autoridad sanitaria para importar y vender cada gramo de sustancias estupefacientes. La regulación del mercado de fármacos comenzó en gran medida gracias a la preocupación oficial por el aumento del consumo abusivo de estupefacientes, que no era un asunto local, sino de orden nacional e internacional.
En las décadas siguientes, el Gobierno centralizó la compra de narcóticos a través del Instituto Nacional de Higiene Samper Martínez y, a partir de 1939, a través del Fondo Nacional de Estupefacientes. Si bien la inspección de farmacias fue un dispositivo eficaz para consolidar el proceso de normalización de la profesión de farmacéutico y delimitar fronteras entre esta y la medicina, el tráfico de estupefacientes siguió planteando problemas en las localidades, pero también llevó a Colombia a integrarse tempranamente a las campanas y a la cooperación internacional contra ese tráfico ilegal.
La regulación de los medicamentos se efectuaba entonces en varios niveles. Por un lado, el nivel profesional, que comenzaba con la formación, pero implicaba también la ética en el ejercicio de la profesión, lo que movilizó la actuación de las autoridades de salud pública. Por otro lado, esa regulación se ocupó de las relaciones entre industria, mercados y regímenes de publicidad. Los médicos no siempre estaban seguros de la correspondencia entre la composición de un medicamento previamente elaborado y la información que los llevaba a prescribirlo. Por esto, a lo largo de la década de 1930, se vio emerger una nueva preocupación de los médicos, quienes en sus publicaciones especializadas rechazaban un tipo de medicamentos que, aunque exitoso comercialmente, debido a la brecha entre sus promesas publicitarias y la realidad de su composición, portaba la sospecha propia de las prácticas de los charlatanes: el "medicamento de patente". Este problema llegó a Colombia sobre todo por la vía de las traducciones de artículos publicados en revistas médicas y farmacéuticas estadounidenses.
El Estado contra las medicinas de patente
En Estados Unidos, la lucha contra los "medicamentos de patente" arrancó a comienzos del siglo XX, cuando los médicos interesados en regular su profesión denunciaron, a través de la Asociación Médica Americana (AMA), a esos medicamentos y a sus fabricantes por utilizar argumentos falsos en las publicidades (ingredientes inútiles, testimonios ficticios de médicos, indicaciones terapéuticas erróneas). Frente a una gran libertad en la circulación de los medicamentos, la medicina universitaria encontró en la búsqueda de regulación y en la denuncia de imposturas una de las vías de legitimación de la profesión médica. La AMA desplegó una campana que permitió restringir la información sobre las propiedades y usos de los medicamentos para que no fuera entregada directamente a los consumidores. El objetivo era canalizar completamente la circulación de los medicamentos a través de la prescripción y el consejo médicos41. A partir de ahí, surgieron voces de expertos reclamando la generalización de una terapéutica racional, es decir, independiente de la información publicitaria y más rigurosa con respecto a los reales efectos de los medicamentos. De ahí que en las revistas colombianas los médicos más informados publicaran traducciones de los comunicados y disposiciones del Consejo de Farmacia y Química de la AMA, creado en 1905. Como lo señala Austin Smith, aunque este Consejo no era autoridad federal expedía conceptos técnicos sobre el valor y el uso correcto de los medicamentos en circulación en EE. UU. Para el Consejo, el potencial terapéutico de los nuevos productos farmacéuticos debía ser verificado con la práctica médica y no con simples argumentos informales y testimonios. Entre las publicaciones más reconocidas de este organismo estaban el National Formulary y la publicación anual New and Non official Remedies. Para que los medicamentos fueran publicados allí los fabricantes debían presentar la descripción exacta de su composición y la información relativa a los ensayos necesarios para identificar sus elementos. Además, estos medicamentos no debían ser objeto de publicidad directa o indirecta al público, salvo si se trataba de vitaminas, laxantes o productos de primeros auxilios. La información sobre la procedencia y las fuentes de la materia prima no debía prestarse a confusión: los asertos terapéuticos no debían ser exagerados; la etiqueta debía enumerar las sustancias activas; el nombre bajo el cual se vendía el producto no debía ser enganoso ni sugerir enfermedades o indicaciones terapéuticas, y debían suministrarse los números de patente y la marca si existían42.
Este desvío por la historia de la regulación norteamericana de la circulación de los medicamentos es necesario porque los debates del país del norte tuvieron fuerte influencia en Colombia en el mismo periodo. Son visibles, por ejemplo, en las publicaciones médicas y farmacéuticas del momento. Además, el crecimiento de ese comercio preocupaba a las autoridades médicas colombianas, que buscaron ampliar la obligación de la prescripción y monopolizar esa práctica. De ahí que, en 1936, el director nacional de higiene, Jorge Bejarano, propusiera un proyecto de ley para controlar las llamadas "medicinas de patente" y las actividades de los vendedores irregulares de medicamentos43.
La crítica y las sospechas iniciales en contra de las medicinas de patente se extendieron en las décadas de 1930 y 1940 a todo medicamento de marca. La confusión entre medicinas de patente y medicamentos de marca provocó que algunos médicos se volvieran renuentes a la prescripción de estos últimos. Se hablaba de "la manía especifiquera", del "gran negocio de las medicinas de patente" o del "terror de los productos patentados"44. Algunos invocaban la necesidad de volver a los medicamentos magistrales. En 1942, el doctor. J. A. Calvo publicó la traducción de un informe de la AMA que resumía diversas denuncias. Por ejemplo, el Idozán, un ferruginoso vendido a alto precio en Colombia y el vino Cardui, cuya composición no correspondía a la fórmula declarada a las autoridades. Ambos carecían de estándares de fabricación y en sus publicidades hacían falsas promesas terapéuticas. El mismo informe denunciaba productos muy populares en Colombia, algunos presentes en el mercado desde el siglo XIX, como el Compuesto Vegetal de Ms Pinkham, el Laxativo Bromoquinina, el Mentolatum, el Hierro Nuxado, la Zarzaparrilla Bristol, el Linimento de Sloan, etcétera45. La Ozomulsión tenía este historial:
Este producto es uno de los varios "nostrums" o enganifas manufacturados por la Slocum Company de New York City. Desde hace más de treinta años M. Samuel Hopkins Adams, en la Revista Collier's de enero de 1906, denunció tal factoría y el hombre que la manejaba en esa época.
Ozomulsión ha sido prohibida en los EEUU, pues en los avisos asegura que previene la tuberculosis o consunción. El análisis hecho por varios químicos oficiales muestra que el producto es una emulsión de aceite de hígado de bacalao, glicerina y adición de compuestos de fósforo, calcio y sodio. Como los prospectos de Ozomulsión decían que tal producto era "Oxonizado" eléctricamente (Slocum French Method) y los exámenes demostraron lo contrario, la Slocum Co., fue denunciada y condenada a pagar fuerte multa.46
Otra crítica recurrente atacó la publicidad de medicamentos panaceas. El médico Laurentino Muñoz transcribió las indicaciones del "Amargo sulfuroso", medicamento en cuya publicidad se utilizaba una enciclopedia de dolencias:
[...] Se recomienda para la pérdida de apetito, la sensación de cansancio, la dispepsia, el estrenimiento habitual, la ictericia, las náuseas y la debilidad del estómago, la bilis, los diviesos, las almorranas, la disentería, los dolores de cabeza, la solitaria, y otras clases de lombrices; los vahídos, la gota, la nerviosidad, los desfallecimientos, la debi-lidad de la mujer, la escrófula y los humores escrofulosos, la fluxión, el romadizo, el reumatismo, la neuralgia, las úlceras, los tumores, la fiebre palúdica, los granos en la cara y el cuerpo, las enfermedades del hígado, las enfermedades cutáneas, los dolores en el costado, en la espalda y en los hombros, y la debilidad general.47
Muñoz se preguntaba si un producto podía servir para algo cuando estaba indicado para todo48. Frente al evidente crecimiento del mercado de medicamentos en todo el mundo, se hacía necesario mejorar las prácticas de regulación y evitar que prevalecieran intereses económicos particulares frente a la salud de la población. La discusión ética sobre el papel de los médicos y las autoridades de salud cobraba actualidad.
Era común que las firmas farmacéuticas usaran testimonios de médicos en sus publici-dades, pero se estableció que muchos de ellos eran falsos. El gremio médico norteamericano reaccionó y llevó a los tribunales a muchas de esas empresas. Jorge Bejarano criticaba que los pacientes gastaran su dinero en medicamentos de eficacia desconocida en lugar de invertirlos en una alimentación adecuada o en la consulta al médico. Mencionaba también otro caso denunciado por la AMA: la antiflogistina, un medicamento fabricado por la Denver Chemical Manufacturing Company, anunciado con falsas recomendaciones. El cirujano de la Companía de Luz Eléctrica y del Ferrocarril Eléctrico de Nueva Orleans decía que "la antiflogistina es lo mejor que ha usado en quemaduras, especialmente en las producidas por chispas y por frote". El médico de la New York Edison Company testificó de manera similar: "[...] La aplicación de antiflogistina da un rápido alivio en las quemaduras". Al contactar al doctor John Woodman, médico de esta última empresa, explicó que nunca había testificado ni autorizado a la Denver Chemical para realizar ese tipo de afirmaciones con las cuales ni siquiera estaba de acuerdo49.
Como respuesta a esta situación, en 1936, los médicos recién asociados en la Federación Médica Colombiana y en el Colegio Médico de Cundinamarca emprendieron una campana contra las medicinas de patente, pero también contra las especialidades farmacéuticas y sobre todo contra sus estrategias publicitarias casi siempre enganosas:
El Colegio Médico de Cundinamarca se abstendrá de prescribir o formular aquellos preparados a los que, con desmedido criterio comercial, se les hace por los interesados una espectacular propaganda por la prensa, por el cine o por la radio. El Colegio estima que la presentación de toda especialidad farmacéutica y el encarecimiento de sus cualidades, debe hacerse exclusivamente ante los médicos en forma particular o por conducto de las revistas científicas, por ser ellos los únicos que legalmente están autorizados para recetarlos.50
A pesar de las tensiones entre los diferentes actores del mercado terapéutico durante la primera mitad del siglo XX, Colombia puso en marcha un sistema de regulación del mercado de medicamentos que, según expertos extranjeros, tuvo un éxito considerable. Ese sistema incluyó el análisis de la calidad de los productos y la capacidad de poner algunos fuera del mercado. También coadyuvó en los procesos de profesionalización de la medicina y la farmacia. Por eso, en 1948, la misión del Unitariam Service Committee, que buscaba evaluar el estado de la ensenanza y de la práctica médicas en el país, elogió los avances alcanzados en el control de la circulación de medicamentos y los comparó con los de Estados Unidos. La misión la lideraron el doctor George H. Humphreys y el profesor de Farmacología de la Universidad de Cornell, doctor McKeen Cattell. Este último señaló:
[...] Un proceso de considerable importancia para la terapéutica en Colombia es el establecimiento de nuevas medidas para el control de drogas, siendo el propósito asegurar la disponibilidad de preparaciones éticas esenciales de potencia standard y eliminar los similares no esenciales, especialmente las mezclas de propiedad ineficaz. [...] Los procedimientos de control que se han establecido aquí, son por lo menos en teoría, más avanzados que en los EEUU. Antes de que cualquier manufacturero o importador pueda vender sus productos en Colombia, debe hacerlos aprobar por los laboratorios del Estado bajo control del Ministerio de Higiene. Los reglamentos estipulan que toda preparación que se someta para ser aprobada requiere el control no solamente desde el punto de vista principal de su utilidad, sino también de su composición, potencia clínica y esterilidad bacteriológica. Se acaba de terminar un amplio edificio con excelentes laboratorios y equipo. El Dr. Montes tiene a su cargo el control farmacológico y es responsable por los conceptos al Ministerio de Higiene.51
Los medicamentos de patente se convirtieron en objeto de crítica porque la medicina misma entraba en un proceso de racionalización de la terapéutica. Esto incluía conocer y dar a conocer con más precisión la composición y efectos de los medicamentos, pero también una vigilancia ética a las estrategias publicitarias52. La medicina vigilaba con más cuidado los oficios relacionados con la salud colectiva porque esta última se había vuelto un asunto que vas más allá de la agenda de la higiene pública (cuidado de la salubridad general de la población), y se extendía a todos los oficios del cuidado y a los mercados implicados que tardaban en regularse.
Conclusiones
De la lucha contra los sanadores itinerantes, en los años 1920 y 1930, las autoridades médico-sanitarias colombianas extendieron su campo de acción a la denuncia de los medicamentos de dudosa eficacia y seguridad. Para procurar seguridad sanitaria al mercado, los médicos colombianos se apropiaron del debate sobre los medicamentos de patente que comenzó en Estados Unidos el cual también les sirvió como una de las bases con las que buscaron afianzar su legitimidad como profesión rectora de la salud en Colombia.
Los esfuerzos por normalizar y monopolizar la terapéutica expresados en leyes, instituciones de control, laboratorios químicos y publicaciones especializadas pueden interpretarse como estrategias de regulación de los medicamentos y estas, a su vez, como uno de los pilares de la medicalización de la sociedad en Colombia en la primera mitad del siglo XX.
Ese ejercicio fue decisivo también en el proceso de consolidación de la medicina universitaria como principal oferente y guardián del mercado terapéutico. Este proceso desplazó muchas ofertas terapéuticas dudosas hacia la ilegalidad, pero no condujo a su total desaparición. En el momento del afianzamiento de las profesiones médicas y farmacéuticas en Colombia, la denuncia frente a los demás oferentes de cuidados se convirtió en el gesto que permitió trazar el perímetro sobre el cual la medicina universitaria se legitimó como la principal oferta terapéutica. Por su parte, la farmacia también encontró en la universidad la posibilidad de legitimar e independizar un oficio casi siempre subordinado a la medicina. Sin embargo, la farmacia siguió siendo considerada, tanto por sus practicantes como por las autoridades de regulación, como demasiado cercana al comercio y, por ende, sujeta a la vigilancia oficial.
El hecho de que las actividades de control de los medicamentos se desarrollaran de forma cotidiana y con cierta eficacia durante la primera mitad del siglo XX fue una de las condiciones favorables a la instalación de una industria farmacéutica internacional en el país, sobre todo a partir de 1953.