1. ORIGEN DEL CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS
El populismo punitivo, a pesar de ser un concepto relativamente reciente a nivel teórico y académico, ha sido un fenómeno estudiado extensamente durante las últimas décadas, no solo en la criminología anglosajona, en la que se originó (Bottoms, 1995), sino también en los estudios de política criminal y derecho penal hispanohablante. En consecuencia, el tema ha cobrado tanta importancia en los últimos años que ha salido de la esfera de la academia y ha entrado en la semántica de los medios de comunicación (Albán, 2020; El espectador, 2019; El espectador, 2020; Gajardo, 2019; Ojeda, 2020; Reyes, 14 de julio de 2019).
Sin embargo, antes de abordar específicamente este fenómeno, es menester definir el populismo en general, conforme a los distintos intentos construidos por la ciencia política y la sociología. Esta aproximación inicial es importante, pues nos permitirá adentrarnos en el debate "democracia vs. Populismo" y examinar especialmente el rol de los medios de comunicación en la expansión de este fenómeno.
El "populismo" como concepto
En el ámbito científico, distintos teóricos han aceptado lo difusa que puede ser la construcción del concepto de "populismo", lo que genera dificultades en su uso para describir un fenómeno político diferenciado (Bueno, 2013; García, 2010; Ipar, 2019; Retamozo, 2017; Riveros, 2018).
Algunas primeras conceptualizaciones intentaron ligar el fenómeno a teorías marxistas, en la que se definía como una forma de ejercer el poder político, incorporando a las masas industriales, no como una verdadera clase obrera emancipada y consciente de sus propios intereses, sino como un colectivo manipulado por el Estado (representante de las clases dominantes), preocupado por intereses individualistas y no por demandas de clase (Ipar, 2019). Sin embargo, el concepto continuó su desarrollo durante el siglo XX y la mayoría de los teóricos poco a poco se distanciaron de estas construcciones, redefiniendo el populismo para incluir líderes políticos de izquierda o de derecha (Savarino, 2006), caracterizados por criticar la democracia representativa y el pluralismo político, y por utilizar una retórica maniquea, que exalta la voluntad unitaria de un pueblo en contra de sus enemigos (Gratius y Rivero, 2018).
A partir de estas consideraciones, teóricos recientes han extraído algunos rasgos generales para definir fenómenos populistas: 1) la apelación ideológica al "pueblo" como soberano legítimo del poder político; 2) la contraposición de este pueblo a unos enemigos que actualmente tienen el poder (élites) y 3) el deseo de restaurar el poder que el pueblo ha perdido con la política tradicional (Salmorán, 2017).
El primer rasgo, la construcción simbólica del "pueblo", no implica simplemente la denominación de un grupo determinado de personas con un elemento político, económico o social en común (Riveros, 2018). Al contrario, el vocablo "pueblo" depende del uso que la misma política le dé a nivel discursivo, y puede referirse a distintas partes de la población: el pueblo como la ciudadanía completa, el pueblo como los más desfavorecidos económicamente, el pueblo como nación o etnia, etc. (Salmorán, 2017). Esta ambigüedad es aprovechada para construir el pueblo de manera indeterminada, como un sujeto colectivo que reúne a personas que han quedado excluidas de la política tradicional (Retamozo, 2017).
Así, el "pueblo" no tiene necesariamente una ideología política concreta, es decir, no todos sus miembros tienen los mismos intereses en común. En cambio, su identidad se construye a partir de la insatisfacción de sus demandas (Ipar, 2019). En otras palabras, el "pueblo" termina siendo conformado por personas cuyos intereses no han sido escuchados por la política.
El segundo rasgo, el antagonismo entre el "pueblo" y sus "enemigos", también debe matizarse, pues de la misma forma en que el "pueblo" es un concepto ambiguo y amplio, los posibles "enemigos" de este pueblo también tienen una identidad fluida (Salmorán, 2017). El enemigo es utilizado, entonces, como el otro lado de la dicotomía política, como un "otro" que le da identidad al pueblo por contraposición: la hostilidad hacia algo que no es uno mismo (Valdivieso, 2016). Esta versatilidad, por lo tanto, moraliza el discurso político, es decir, divide a la sociedad en buenos y malos, convirtiéndose estos últimos en un problema que debe ser resuelto por medio de su criminalización, expulsión, derrocamiento, etc. (Salmorán, 2017). En consecuencia, el "pueblo" no solo se construye a partir de las demandas insatisfechas por el proceso democrático, sino que también discursivamente se identifica como parte de un bando que lucha contra el "otro", culpable de todos los problemas de la sociedad (Bueno, 2013).
El ultimo rasgo, por su parte, destaca la relación entre el líder carismático1 y su pueblo. A nivel discursivo, los líderes atribuyen la falta de satisfacción de las demandas populistas a la ineficiencia de las instituciones democráticas, señaladas de obstaculizar la "voluntad" del pueblo (Salmorán, 2017). En consecuencia, se clama por una relación más directa con el "pueblo", una relación sin intermediarios (la clase política tradicional o las instituciones democráticas representativas), para resolver estas demandas insatisfechas. Lo anterior implica un acercamiento del político con la gente, con las clases excluidas, algo que los partidos políticos en crisis muchas veces no pueden lograr (Ulloa, 2013). Sin embargo, esta relación sin intermediarios nunca llega a empoderar al pueblo, sino a nuevos movimientos políticos (cuya organización termina siendo muy similar a la de los partidos criticados) o al líder carismático personalmente (Urbinati, 2019b).
Con estos tres rasgos, nos adentraremos en la discusión alrededor de la relación entre populismo y democracia que, como se examinará, aún es debatida en la teoría política.
Populismo Vs. Democracia
La tensión entre el populismo y la democracia ha sido ampliamente estudiada por la ciencia politica y aún no ha encontrado una respuesta definitiva. Algunos observan una contradicción directa entre los discursos populistas y la democracia, pues la apelación al "pueblo", la lucha contra un enemigo y la consolidación del poder en un líder carismático trae como costo el debilitamiento de las instituciones que tradicionalmente han sido catalogadas como democráticas (por ejemplo, los partidos políticos) (Ortiz, 2009; Salmorán, 2017). Sin embargo, otros consideran que el populismo expande la democracia para incorporar a ciertos sectores excluidos (Ulloa, 2013), pues presuntamente permite el acercamiento a las demandas de una población que no se siente representada por los partidos políticos tradicionales, ignorando que aquellos discursos populistas también terminan excluyendo a otros "que son vistos como parte de la oligarquía o son invisibilizados" (De la Torre, 2019, p. 59).
Este debate puede aclararse mejor si se analiza a la luz de dos concepciones opuestas de democracia. Por una parte, está la postura que concibe una versión liberal (o parlamentaria) de democracia. Por otra parte, están los teóricos que abogan por una "democracia sin adjetivos" (Castaño, 2018, p. 2) como una forma de criticar fuertemente el liberalismo de la primera.
La primera concepción, la democracia liberal, reconoce que esta forma de gobierno requiere algo más que el simple gobierno de una mayoría, representante de la soberanía popular. Así, esta idea de democracia también conlleva instituciones que salvaguarden derechos fundamentales (Castaño, 2018), que protejan a las minorías en contra de una posible tiranía de la mayoría (Squella, 1984), que fortalezcan el rol de los partidos políticos (Squella, 1984) y consoliden el Estado de derecho (Córdoba, 2008).
En consecuencia, bajo esta perspectiva, la democracia corre peligro con los discursos populistas. En primer lugar, la concepción del "pueblo" como colectivo anula la construcción del individuo como sujeto político, con un derecho fundamental a participar y a tener pensamientos e intereses propios (Salmorán, 2017). Asimismo, la dicotomía entre "pueblo" y "enemigo" menoscaba la posibilidad del pluralismo y la diferencia pacífica de opiniones (Salmorán, 2017), aspectos fundamentales para cualquier democracia (Dahl, 1978; Bobbio, 1986). Finalmente, el constante cuestiona-miento a las instituciones liberales y al establishment debilita las instancias de representación, cuya función es canalizar las distintas posiciones del debate político y someterlas a constante contradicción (Salmorán, 2017).
La segunda concepción de democracia, en contraste, rechaza el parlamentarismo y critica fuertemente la democracia liberal, pues considera al voto secreto como una tergiversación de la "verdadera" voluntad política, manifestada preponderantemente en la aclamación pública (Dreier, 1999). En consecuencia, esta concepción es reduccionista, en el sentido en que implica solamente la toma de decisiones colectivas por medio de un gobierno mayoritario, caracterizado por la "identificación del gobernante con los gobernados" (Schmitt, 1926, p. 20), es decir, la homogenización del pueblo para formar la unidad del Estado (Dreier, 1999).
Por lo tanto, el populismo es compatible con (e incluso deseable en) una democracia "sin calificativos", como una alternativa a la crisis de las instituciones liberales (el Parlamento y los partidos políticos) (Castaño, 2018, p. 5). En primer lugar, el discurso populista homogeniza a una gran parte de la población (sin importar sus diversas demandas insatisfechas) y la convierte en un solo colectivo llamado "pueblo". En segundo lugar, el discurso populista utiliza la dicotomía amigo-enemigo de Schmitt (Delgado, 2011) para dar una identidad a ese "pueblo" y unirlo en contra de un "otro" (compuesto por ciudadanos del mismo Estado), culpable de los problemas de la sociedad. Por último, la relación no mediada entre el pueblo y el líder carismático destaca el rechazo al parlamentarismo y la exaltación de formas "más directas" de ejercer la voluntad popular, tales como la aclamación y el plebiscito.
En consecuencia, los juicios valorativos sobre el debate "populismo y democracia" necesariamente están permeados por las visiones y significados atribuidos al concepto de democracia. Si se tiene un concepto no reduccionista de democracia, el cual implica una visión constitucional pluralista, se verá con malos ojos los discursos populistas, pues intentarán homogenizar a la población, antagonizar a quienes no estén de acuerdo y menoscabar las instituciones representativas. En contraste, con una visión sesgada y falaz de la democracia, que no acepte la diferencia de opiniones ni reconozca el rol de los partidos políticos, se estará más abierto a líderes populistas y sus discursos sobre expandir la política más allá de las élites, a pesar de que estos discursos solo sean técnicas de esas mismas élites para manipular a las masas (Urbinati, 2019a).
Populismo y medios de comunicación
Al analizar el papel que cumplen los medios de comunicación en una democracia frente a los proyectos populistas, también encontramos una relación ambigua. En primer lugar, los medios, en este contexto, tienen el poder de estructurar "la voluntad colectiva y, por lo tanto, adquieren importancia en motorizar o frenar las pretensiones contra hegemónicas de los recientes proyectos populistas" (Kitzberger, 2018, p. 19). En el caso concreto de los líderes carismáticos, por ejemplo, los medios audiovisuales (televisión, redes sociales) pueden cultivar y mostrar dicho carisma en toda su amplitud, a diferencia de la prensa (Fraiman, 2009). En ese sentido, los medios tendrían el rol de manipular y servir como propaganda al servicio de los discursos populistas, generando repercusiones negativas en la democracia y menoscabando la formación de una opinión pública crítica de este tipo de discursos (Fraiman, 2009).
Sin embargo, los medios de comunicación también pueden actuar como watchdogs, antagonizando constantemente a los políticos de turno y generando una discusión alrededor de su figura como líder (Kitzberger, 2018). Por lo tanto, para disolver esta ambigüedad en el rol de los medios de comunicación, debemos aterrizar a su relación específicamente con populismo punitivo, lo cual se examinará en la sección correspondiente. Allí se expondrá cómo la atención mediática que se le da al crimen genera una sensación de inseguridad en la población, que se traduce en demandas populistas (penas más duras y más criminalización).
En conclusión, existe un carácter ambiguo en el concepto de populismo, no solo por las dificultades de definirlo desde el punto de vista teórico, sino también por su relación ambivalente con la democracia, que bajo una perspectiva se ve fortalecida por los movimientos populistas, mientras bajo otra esta peligra, y con los medios de comunicación, que en algunos casos actúan como propaganda de Estado y en otros como verdaderos vigilantes del poder.
Habiendo examinado este fenómeno a la luz de la teoría política, a continuación se observará cómo estos discursos se manifiestan para promover reformas irracionales desde el punto de vista de la política criminal. Para esto, primero se describirá brevemente la evolución teórica del concepto de populismo penal. Después se analizará su relación con los fines de la pena y los principios tradicionales del derecho penal liberal. Posteriormente, se tratará el papel de los medios de comunicación, puntualmente en relación con estas reformas penales. Enseguida, se examinarán los posibles límites institucionales a estas reformas, específicamente en Colombia. Por último, se expondrán las críticas que se le han hecho al concepto.
2. POPULISMO PUNITIVO Y POLÍTICA CRIMINAL
La literatura académica generalmente define el "populismo penal" o "populismo punitivo" como un fenómeno de expansión irracional del derecho penal (Sarmiento et al., 2019). Esta expansión está basada en tres presunciones que se desarrollarán a lo largo del texto: "que mayores penas pueden reducir el delito; que las penas ayudan a reforzar el consenso moral existente en la sociedad; y que hay unas ganancias electorales producto de este uso" (Larrauri, 2007, p. 10; Muñoz, 2009, p. 32; Sarmiento et al., 2019, p. 1050; Torres, 2010, p. 21).
Esta aproximación general al concepto permite vislumbrar que se trata de una politización del derecho penal. Es otras palabras, los legisladores populistas, en vez de diseñar una política criminal considerando principalmente los fines de la pena, íntimamente relacionados con la legitimidad del derecho penal (Abi-Ackel, 2017), persiguen de manera preponderante fines políticos externos, por ejemplo, la generación de consensos entre la población que apoya sus decisiones populistas (Muñoz, 2009), dejando de lado cualquier racionalidad subyacente.
Por una parte, es importante ver cómo este concepto destaca el aspecto comunicativo de la norma jurídica, es decir, la función de las normas de preparar a la sociedad frente a un futuro incierto que la puede decepcionar (Luhmann, 2005), comunicando la vigencia de ciertas expectativas normativas. Como se explicará más adelante, los miedos e incertidumbres de la población frente a la comisión de futuros delitos es aprovechada por los políticos populistas para expedir nuevas normas penales, las cuales comunican que el sistema penal existente no es eficiente y que se necesita de la intervención de la política para reformarlo. Con este mensaje, los políticos populistas obtienen la aprobación del pueblo, traducida en triunfos electorales.
Para examinar cómo estas reformas populistas impactan negativamente la política criminal, en primer lugar, se observará cómo este fenómeno se relaciona con los fines de prevención general y con el "derecho penal simbólico". En segundo lugar, se explicará cómo este tipo de reformas afectan el fin de prevención especial positiva. Posteriormente, se observará cómo desarrollos teóricos posteriores enriquecen el concepto de populismo penal, para explicar otros fenómenos que corrientemente no se considerarían como tal, por ejemplo, las omisiones legislativas.
Prevención general y "derecho penal simbólico"
Primero, se debe destacar que el concepto de populismo penal insinúa la persecución de fines de prevención general negativo con la imposición de penas, es decir, el objetivo de "intimidar a los individuos que se pudieran inclinar por el camino del delito" (Córdoba y Ruiz, 2001, p. 58). Esto es claro cuando analizamos la primera presunción planteada: los legisladores asumen que a mayores penas, menor delincuencia (Sarmiento et al., 2019). En otras palabras, quien diseña la reforma populista cree que el endurecimiento de las penas llevará a que posibles delincuentes se abstengan de cometer delitos, pues la pena logra disuadirlos de su crimen.
Igualmente, la segunda presunción, que el legislador populista utilice la pena como medio para reforzar el consenso moral de la sociedad, evoca el fin de prevención general positiva (Sarmiento et al., 2019), consistente en "la afirmación y el aseguramiento de las normas básicas, de los valores fundamentales que estas protegen" (Durán, 2016, p. 279, cursivas agregadas por los autores).
Si bien ambas modalidades de la prevención general han sido criticadas y reformuladas por distintos autores (Córdoba y Ruiz, 2001; Jakobs, 1998; Kant, 2005), este fin está presente en muchos ordenamientos penales, entre estos el colombiano (República de Colombia, 2000, art. 4). En consecuencia, no habría nada que objetársele, desde el punto de vista dogmático-penal, al legislador que diseña su reforma populista conforme a las primeras dos presunciones.
El problema, entonces, se encuentra en la tercera presunción: el legislador expide la reforma penal para obtener ganancias electorales. Esta función "latente" (Durán, 2016, p. 281), detrás de estas reformas, alude a una relación con el "derecho penal simbólico" (Abi-Ackel, 2017, pp. 227-228), especialmente cuando esta ganancia electoral prevalece sobre la prevención general. En otras palabras, el reproche, desde el punto de vista dogmático, se dirige a los legisladores que realicen un "cálculo" (Green, 2014, pp. 75-76) al tomar una decisión de política criminal en que prevalezcan objetivos extrapenales como la reelección o una mayor legitimidad estatal.
Concretamente, por ejemplo, el legislador populista, al decidir si expande el derecho penal, deja de atender estadísticas sobre qué tanto la pena está intimidando a la población, y comienza a enfocarse en si la reforma causa en la población una "impresión tranquilizadora de un legislador atento y decidido" (Arrieta, 2018, p. 41). Lo anterior impacta negativamente el sistema penal, pues se promueven "políticas que son atractivas electoralmente, pero injustas, ineficientes o contrarias a una lectura verdadera de la opinión pública" (Roberts et al., 2003, p. 5).
Las anteriores consideraciones nos llevan a una precisión muy importante: la sola existencia de funciones latentes (en este caso, la ganancia electoral) no deslegitima una reforma penal concreta. En otras palabras, no se critica la función simbólica del derecho penal per se, pues los efectos expresivos (suscitar ciertos sentimientos en los individuos) e integradores (generar representaciones valorativas en la población) también pueden ser legítimos (Díez, 2003) si aportan al cumplimiento de fines justificados para imponer una pena, es decir, si "constituyen el núcleo de la prevención intimidatoria, individual y colectiva" (p. 152).
En cambio, la crítica subyacente de los conceptos de "populismo penal" y de "derecho penal simbólico" consiste en que "las funciones latentes predominen sobre las manifiestas" (Hassemer, 1991, p. 24), es decir, que el legislador engañe a la población, en el sentido en que la reforma no esté dirigida a proteger bienes jurídicos [una función instrumental que transforma la realidad social (Díez, 2003)], sino que solo se dirija a apaciguar a la población (Durán, 2016).
Podemos ver claramente, en consecuencia, que estos dos conceptos están íntimamente relacionados y apuntan, si no al mismo fenómeno, al menos a fenómenos que se solapan constantemente. No es casualidad que algunos autores (Hassemer, 1991; Díez, 2003) utilicen como ejemplo de "derecho penal simbólico" leyes que busquen tranquilizar el miedo de la población o que busquen demostrar una acción rápida por parte del legislador [ejemplos de populismo penal para otros autores (Antón-Mellón y Antón-Carbonell, 2017; Arrieta, 2018)].
Prevención especial y hacinamiento carcelario
Las reformas penales populistas, además de traducirse en un "derecho penal simbólico", pueden afectar otros fines legítimos de la pena, como la resocialización del delincuente o la llamada "prevención especial positiva" (Trujillo, 2018, p. 139). Este fin, en general, implica "la reincorporación del delincuente a la comunidad" (Londoño, 1984, p. 154). Es decir, a diferencia de la prevención general, no se persigue que la población se intimide con la imposición de penas y se evite la comisión de los delitos, sino que el delincuente corrija su conducta y los factores que lo llevaron a cometerlos (Londoño, 1984). Así, el condenado, después de cumplir su pena, puede reinsertarse en la sociedad y no volverá a delinquir (Hernández, 2017).
El problema con estas reformas radica en que la expansión irracional del derecho penal implica no solo establecer mayores penas, sino también nuevos tipos penales y eliminar garantías penales (por ejemplo, negociaciones antes del juicio, la prescripción de la acción penal, beneficios carcelarios). Esto aumenta la presión sobre el sistema carcelario, pues potencialmente son más personas procesadas y condenadas a más años en prisión (Trujillo, 2018). Lo anterior claramente genera el riesgo de que se produzca hacinamiento carcelario o que, en países donde ya existe, como Colombia (Hernández, 2017; Maya et al., 2015), esta situación empeore.
Este hacinamiento, a su vez, repercute en la capacidad del Estado de proveer herramientas a los condenados para que cumplan con su proceso de resocialización (Hernández, 2017), lo que puede llevar a la reincidencia, generando el efecto contrario al fin inicialmente propuesto (Hernández, 2017). Por tanto, estas reformas llevan a largo plazo no solo a desatender fines de la pena, sino también generan efectos contrarios a una prevención especial y desencadenan "constantes violaciones a los derechos humanos de los presos" (Reyes, 2019a, p. 75).
En consecuencia, el cálculo político populista genera disrupciones en la política criminal. Lo anterior debido a que los valores fundamentales y postulados jurídicos consagrados en la Constitución (Zúñiga, 2018), y concretados en un modelo de Estado, dejan de orientar al ejercicio del ius puniendi y, en cambio, este poder de cumplir objetivos políticos que contrarían la lógica de la política criminal democrática, expresión del Estado de derecho (Ochoa, 2002).
Si bien estas formulaciones iniciales nos proveen de herramientas para examinar ciertos efectos negativos en términos de dogmática penal, algunos desarrollos teóricos posteriores articulan una mejor conceptualización del impacto que tienen estas reformas populistas, más allá de la legitimidad que se pierde por desatender o contrariar los fines de la pena.
Desarrollos teóricos posteriores
Algunos autores han expandido las formulaciones anteriormente planteadas para abarcar nuevos fenómenos que al comienzo no se consideraron dentro de la rúbrica de "populismo penal". En primer lugar, al analizar el papel de los medios masivos, se han identificado dos tipos de populismo penal "mediático": uno conservador y uno disruptivo, dependiendo del tipo de delincuencia que se considere más urgente (De Almeida, 2020a). El primero, por una parte, pone el énfasis en los delitos contra la vida, el patrimonio y la libertad sexual, haciendo uso de los estereotipos de los delincuentes y la distinción clara entre estos y las "personas decentes" (De Almeida, 2020a, p. 204). En contraste, el disruptivo concentra su atención en los crímenes de cuello blanco, como una forma de combatir la impunidad de la que se privilegian los que están en el poder (De Almeida, 2020a), acercando el concepto a formulaciones del populismo en la teoría política, cuyos discursos catalogan a las "élites" como el enemigo del pueblo.
La anterior clasificación resulta importante, pues normalmente los autores se refieren al populismo punitivo como producto de políticas neoliberales y conservadoras (Antón-Mellón y Antón-Carbonell, 2017; Larrauri, 2007; Muñoz, 2009; Sarmiento et al., 2019; Uribe, 2012). En consecuencia, se podría pensar que este tipo de reformas serían solo impulsadas desde una ideología política de derecha. No obstante, esta clasificación rompe con la línea de pensamiento anterior, para plantear que también desde la izquierda política pueden darse estas reformas penales populistas, las cuales se enfocarían más en la criminalidad de las clases dominantes.
Otra clasificación en relación con las políticas penales populistas las divide en dos: las transparentes y las encubiertas (Green, 2014). Las primeras se refieren a políticas que son más fácilmente identificables como de populismo punitivo, es decir, reformas que los políticos hacen para parecer más duros con el crimen. Estas utilizan herramientas retóricas para justificarse, y en la mayoría de los casos no tienen ningún fondo "retributivo o consecuencialista que encaje con el ladrido punitivo" (Green, 2014, p. 78), esto es, no tienen una finalidad legítima de fondo. El segundo tipo de políticas, las encubiertas, se refieren a una omisión por parte del legislador: en vez de reformar los aspectos de política criminal injustos e ineficientes, estos se mantienen por una "aceptación inercial, voluntaria" (Green, 2014, p. 79).
Así, la clasificación también amplía lo que otros teóricos han considerado típicamente como populismo punitivo (acciones de reforma), pues introduce las omisiones. Así, el acto de reformar disposiciones penales injustas también podría tener costos políticos altos, a diferencia de la simple inacción (Green, 2014), lo que llevaría a los legisladores a ignorar el asunto. En consecuencia, esta inacción también instrumentaliza el derecho penal para finalidades ilegítimas desde el punto de vista dogmático. Un ejemplo de esto es la falta de una protección penal adecuada de la hacienda pública en Colombia, tema poco atractivo en la agenda política de muchos gobiernos, que no recibe mucha atención e impulso legislativo.
A partir de estas consideraciones evolutivas, destacamos una definición que plantea unas características más articuladas del populismo punitivo (Abi-Ackel, 2017, pp. 224-225):
a) [pensar] que todos los males de la inseguridad pueden ser resueltos con leyes más duras; b) el análisis técnico en la producción normativa deja de ser fundamentada para dar lugar a la total improvisación; c) flexibilización y relativización de los derechos y garantías fundamentales; [...] e) utiliza el miedo como discurso para mantener el terror al delito como pauta social; f) inobservancia de los principios limitadores del Derecho penal; g) sumisión al clamor creado de los medios de comunicación. (Se omiten las citas)Esta definición destaca tres elementos nuevos en los que se enfocará este artículo a continuación. En primer lugar, las reformas populistas también desconocen los principios limitadores del derecho penal, específicamente el principio de proporcionalidad de las penas, íntimamente ligado con la dignidad humana, y el principio de mínima intervención. Por otra parte, esta expansión irracional del derecho penal también afecta las garantías procesales del acusado. Por último, los medios de comunicación exacerban estas demandas irracionales.
Populismo punitivo vs. Principios y garnatías penales
Es importante destacar que las medidas populistas someten al derecho penal a la opinión pública y al poder político, generando "una cierta pérdida de autonomía" (Torres, 2010, p. 29). Lo anterior se da porque las mismas estructuras del derecho penal (incluida la dogmática y los estudios criminológicos) dejan de ser las que guían la política criminal en una dirección racional, y son reemplazadas por el clamor popular y las ansias de ganancia electoral. En términos prácticos, esto se traduce, por una parte, en una afectación grave de algunos principios limitadores del ius puniendi: la proporcionalidad y la mínima intervención. Por otra parte, la actitud punitiva de los políticos repercute negativamente en los derechos y beneficios del procesado durante su enjuiciamiento o durante la ejecución de su castigo.
Proporcionalidad de la pena
El populismo punitivo afecta un principio limitador fundamental del derecho penal: la proporcionalidad en las penas. Este principio implica "el adecuado equilibrio entre la reacción penal y sus presupuestos" (Fuentes, 2008, p. 19), es decir, limita el poder del Estado en contra de un castigo que desborde la lesión que se ha causado en los bienes jurídicos protegidos.
Asimismo, teniendo en cuenta que la naturaleza misma del derecho penal implica hacer daño a alguien que ha cometido un delito, la proporcionalidad ayuda a compatibilizar el ejercicio del ius puniendi con la garantía de la dignidad humana, para evitar que los castigos sean excesivos y crueles (Sotomayor y Tamayo, 2017)
Este principio también se relaciona directamente con el fin de la pena: la medida del castigo depende necesariamente del fin que se persiga (Fuentes, 2008). Por ejemplo, si se quiere comunicar que algunos bienes jurídicos son más valiosos que otros, a los primeros se les debería aplicar una pena mayor, para disuadir mejor a posibles criminales de la comisión del delito. De esta manera, el legislador está obligado a tener en cuenta "la gravedad de la conducta, el bien jurídico a proteger y la consecuencia jurídica con la que se va a castigar" (Sanz, 2004, p. 395).
Es fácil atisbar, después de esta sucinta formulación, por qué el populismo punitivo puede llegar a afectar este principio: la reforma penal populista es una actuación irracional hacia el endurecimiento de las penas (Larrauri, 2007; Muñoz, 2009; Sarmiento et al., 2019), perdiendo de vista su finalidad y, con esta, un posible cálculo racional sobre su proporcionalidad.
Asimismo, el legislador deja de atender los estudios de expertos (como criminólogos, sociólogos, juristas) para el diseño de su reforma populista (Muñoz, 2009; Sarmiento et al., 2019), lo que resulta especialmente lesivo de la proporcionalidad, pues estos datos estadísticos le permiten al legislador conocer qué tanto las penas estarían cumpliendo con su finalidad de prevención, y posteriormente evaluar si un incremento produjese este efecto legítimo. Sin este tipo de evaluación, solo permanece una finalidad latente: una ganancia electoral.
Además, otra forma de desconocer subrepticiamente este principio consiste en convertir una conducta ya penalizada por un tipo existente en un nuevo tipo penal autónomo, normalmente con un castigo más severo (Sarmiento et al., 2019). Esta estrategia populista vislumbra claramente la instrumentalización solo simbólica del derecho penal, pues en este tipo de reformas no existe cambio alguno sustancial en la política criminal, lo que hay es un triunfo comunicativo que genera la percepción de que se está combatiendo el crimen.
Por último, el desconocimiento de este principio puede llevar al establecimiento de la prisión perpetua para delitos que enardecen a la opinión pública (por ejemplo, delitos sexuales), como es el caso de conductas cuyo sujeto pasivo son menores de edad (DeutscheWelle, 2020). Aquí también se ve la relación íntima entre este principio y el fin de la pena, pues con estas reformas populistas se desconoce, de manera absoluta, el objetivo de resocializar al delincuente (Trujillo, 2018).
Mínima intervención, subsidiariedad y fragmentariedad
Como se ha visto, la creación de nuevos delitos también puede ser populista (Castillo, 2016; Sarmiento et al., 2019), pues en estos casos también se "vende" al derecho penal como una solución a un problema social que podría tratarse con otro tipo de herramientas no punitivas. Así, estas medidas populistas terminan afectando otro principio limitador: el de mínima intervención o de necesidad, el cual implica que el derecho penal solo debe utilizarse "cuando los demás sectores del ordenamiento jurídico fracasan" (Goicochea y Córdova, 2019, p. 49).
El fundamento de este principio es que el derecho penal contiene las sanciones más graves. En consecuencia, el legislador debe ser cuidadoso en su utilización, pues las repercusiones de la imposición de una pena siempre serán mayores a las de cualquier otra consecuencia jurídica. Así, solo las afectaciones más graves a los bienes jurídicos tutelados deben merecer un reproche de esta magnitud (Caro, 1994).
Se debe decir, además, que este principio está relacionado íntimamente con el de subsidiariedad, que implica que el derecho penal debe ser el último recurso del Estado para proteger los bienes jurídicos (Villavicencio, 2003), y con el de fragmentariedad, que prescribe que el Estado no tiene legitimidad para castigar todas las conductas que vulneren bienes jurídicos, sino solo las que tengan una especial gravedad (Villavicencio, 2003).
A pesar de la existencia de estos principios limitadores, los políticos constantemente están tentados a violarlos, pues ven en el derecho penal una solución fácil y económica a problemas sociales altamente complejos (Marques, 2017). En consecuencia, al notar que la opinión pública está reclamando que se actúe, el político responde de forma populista con una nueva reforma.
De esta manera, sin atender a datos estadísticos que permitan ver la verdadera afectación del bien jurídico que se intenta proteger, o sin considerar recomendaciones de expertos sobre posibles soluciones alternativas a la problemática, el político populista se muestra como alguien "en sintonía con los reclamos sociales" (Castillo, 2016, p. 24) e impulsa la incorporación de nuevos tipos penales, expandiendo irracionalmente el derecho penal y afectando gravemente estos tres principios, para lograr objetivos políticos extrapenales. El resultado de esto es la introducción de incoherencias en el sistema penal, lo que termina repercutiendo negativamente en su funcionamiento y en los derechos del procesado o de las víctimas.
Garantías penales del procesado
El populismo punitivo, materializando el discurso del populismo en general, también estigmatiza al delincuente, catalogándolo como un enemigo que merece todo el peso de la ley (Cigüela, 2020; Martínez, 2008). Esto no solo se manifiesta en mayor punibilidad y nuevos tipos, sino también en el desconocimiento de garantías o beneficios procesales, a veces incluso constitucionales (Martínez, 2008; Torres, 2010; Castillo, 2016). La razón detrás de este tipo de reformas es que los políticos ven una oportunidad de explotar un sentimiento concreto de la opinión pública: que las garantías procesales son las "verdaderas responsables de la falta de eficacia del sistema de justicia penal" (Jornadas Juzgados de Pueblo, 2006, p. 11).
Sin embargo, esta es una visión sesgada de las garantías penales, pues aquellas se establecen para someter el ius puniendi a la ley, por medio de derechos y beneficios concretos a favor del procesado (Gutiérrez, 2017), que el juez debe aplicar sin importar el sujeto pasivo o el delito, pues se relacionan íntimamente con la dignidad humana (Páez, 2019). Con el discurso populista, este aspecto se desconoce, abriendo la posibilidad para los abusos del poder punitivo, justificando reformas que generan más consenso en la población que clama por justicia.
La eliminación de este tipo de garantías se manifiesta de diversas formas. Por una parte, algunas políticas penales populistas llevan a la expedición de leyes que excluyen la prescripción de la acción penal para ciertos delitos, especialmente los que causan gran escándalo en la opinión pública, como los delitos sexuales (Sáenz, 2019) y los delitos en contra de la administración pública (Trujillo, 2018). El principio que desconoce el legislador en este caso es la seguridad jurídica, no solo del procesado, sino también del mismo Estado (Martínez, 2011). Esto es porque la prescripción garantiza que eventualmente, a pesar de la inacción del Estado, se tenga certeza de que no se va a perseguir indefinidamente a la persona que ha cometido un delito.
Asimismo, las leyes que evitan la prescripción penal incluso parecen ir en contra de los mismos fines populistas, pues una justificación que fundamenta la prescripción es que el mismo paso del tiempo genera "tranquilidad social" en la población que ya ha olvidado los hechos delictivos. De hecho, la aplicación tardía de la pena "generaría en la población más perturbación que el delito mismo" (La Rosa, 2008, p. 74). En consecuencia, si bien cuando se expida una ley populista de este tipo el político habrá recibido alguna ganancia electoral y posibles alabanzas de la opinión pública, a largo plazo, si se asume que la ley tiene alguna eficacia, terminaría destruyendo la tranquilidad social que se pretendía obtener con la ley y con la pena.
Estas reformas populistas, por otra parte, apuntan a reducir los beneficios carcelarios; por ejemplo, la suspensión en la ejecución de la pena (Zamora, 2013), la libertad condicional (Milla, 2012) y la prisión domiciliaria (República de Colombia, 2014, art. 68A). Estas se impulsan normalmente por medio de una ley que expresamente excluye ciertos delitos (República de Colombia, 2014, art. 68A; Torres, 2010) o por medio del incremento de las penas, lo que automáticamente excluye la posibilidad de acceder a ciertos beneficios procesales (Milla, 2012), pues estos beneficios se establecen normalmente para delitos con penas más bajas.
En resumen, con estas reformas se desconoce la razón de ser de estos beneficios: la humanización del derecho penal (Ministerio de Justicia y del Derecho, 2014). Esta humanización significa la imposición y ejecución de la pena de una forma racional, coherente, de tal manera que cumpla con los fines establecidos por la ley y, a su vez, sea necesaria y útil. De tal modo, estas reformas populistas eliminan alternativas a la prisión, las cuales también podrían cumplir los fines legítimos, e incluso ser "más favorable[s] para garantizar la dignidad del condenado" (Ministerio de Justicia y del Derecho, 2014, p. 5).
En consecuencia, con la expansión irracional de la cárcel, el legislador populista no tiene como objetivo cumplir los fines de la pena, sino apaciguar a la población que se siente insegura porque el delincuente no está privado efectivamente de su libertad. Es importante destacar que esta inseguridad de la población muchas veces es construida por los medios de comunicación que impulsan sus propios fines en detrimento de una verdadera opinión pública informada. Por tanto, resulta adecuado ahora pasar a tratar la relación entre populismo y medios.
Relación con los medios de comunicación
Los estudios sobre rol de los medios de comunicación en la consecución de reformas penales de este tipo han sido vastos. En primer lugar, los medios logran "purificar una oleada de populismo penal para transformarla en una verdad absoluta que se presenta sin oposición" (Beade, 2010, p. 62). Es decir, estos, al enfocarse excesivamente en reportar noticias relacionadas con altos índices de criminalidad, generan "miedo, preocupación o inseguridad" (De Almeida, 2020a, p. 212) en la población. Dichos sentimientos llevan a que la población piense que el sistema judicial no está funcionando y, en consecuencia, los políticos responden con un endurecimiento de las penas, para "ofrecer [una] 'imagen de firmeza' frente a la sociedad" (Sarmiento et. al, 2019, p. 1054).
Así, los medios de comunicación terminan siendo "empresarios morales" (De Almeida, 2020a), encargados de provocar una respuesta legislativa, que no solo incide en la criminalización primaria [entendida como el establecimiento de normas penales (Rodríguez y Cabalé, 2018; Zaffaroni et al., 2002)] sino también en la secundaria, exigiendo a los jueces una forma específica de interpretar las normas penales (De Almeida, 2020a; Fuentes, 2005).
En resumen, los medios masivos, al descalificar las leyes penales y tildarlas de ineficaces, construyen una verdad consistente en "miedo e inseguridad que, a su vez, conducirán a la fragilización de los vínculos sociales y a demandas de respuestas estatales más duras" (De Almeida, 2020b, p. 233). Estas construcciones presuponen un cambio en la opinión pública en relación con el delincuente, que, como se indicó, pasó de ser un individuo que debía ser ayudado, a alguien desviado y peligroso (De Almeida, 2020b). De esta manera, los medios terminan instrumentalizando el miedo para construir nuevos enemigos (los delincuentes) (Muñoz, 2009), lo cual es aprovechado por políticos populistas para promover reformas irracionales.
Con una concepción similar de los medios masivos, un estudio realizado en España (Varona, 2011) identificó dos técnicas que estos utilizan para incidir en la política criminal. Por una parte, está el "agenda-setting", que implica la selección de un tema por parte de los medios de comunicación para convertirlo "en asunto de interés nacional" (Varona, 2011, p. 3). En relación con la política criminal, esta técnica consiste en decidir poner como tema principal de noticias un tipo de delito concreto, generando así un debate público que presiona al sistema político a reaccionar (Varona, 2011). Con investigaciones empíricas (referidas al caso español) demuestra que la preocupación social por la delincuencia sube conforme los medios de comunicación deciden dar atención mediática a cierto tipo de delitos.
Sin embargo, el estudio también muestra que esta correlación puede ser muy simplista, destacando que existen otros factores que contribuyen a esta "agenda-setting", por ejemplo, cuando se menciona la delincuencia en alocuciones políticas públicas (Varona, 2011). Asimismo, cuestiona la verdadera presión que puedan ejercer los grupos poblacionales después de sentirse inseguros por las noticias que presentan los medios, y concluye que poco tuvo que ver la ciudadanía en el impulso de reformas penales en España en 2002 y que, de hecho, estas reformas se debieron a un pulso entre partidos políticos (Varona, 2011).
La otra técnica que se identifica es elframing (Varona, 2011, p. 22), la cual implica que los medios encuadran el tema de tal forma que le indican a la población cómo debe interpretar la información que recibe. De esta manera, el framing permitiría desarrollar una serie de mitos asociados con la delincuencia y con el sistema penal (por ejemplo, que las garantías son obstáculo para la persecución eficaz), los cuales terminan impactando el diseño de una reforma penal (Varona, 2011). Es en esta técnica en la que se ve el verdadero poder de los medios: no es tanto que puedan inventarse cifras ni poner temas que no están siendo relevantes para la sociedad, sino que estos son "vendidos" de una forma que genera más escándalo.
En resumen, los medios, en relación con el populismo punitivo, no solo son el puente de comunicación entre la población y los políticos para reclamos de endurecimiento de las penas, sino que también pueden ayudar a construir narrativas que lleven a la población a pensar que el sistema es ineficiente, de tal forma que moldeen la opinión pública hacia penas más severas.
Al haber examinado el impacto negativo que estas reformas generan en la política criminal, y la influencia que tienen los medios de comunicación sobre la población en general y sobre los políticos, queda por ver cómo contrarrestar estas iniciativas populistas por medios jurídicos.
Límites jurídicos al populismo punitivo en colombia
La expansión irracional del derecho penal se produce típicamente por vía de reformas legislativas a los diferentes tipos penales, a la cuantía de la pena o a los términos de prescripción. Por lo tanto, posibles limitaciones a estas reformas deben abordarse desde la perspectiva de los límites al poder legislativo en una democracia liberal que, como se ha indicado, no solo implica un poder de las mayorías, sino también instituciones que protejan el Estado de derecho y los derechos fundamentales. En consecuencia, examinaremos cómo las disposiciones constitucionales podrían contrarrestar reformas populistas. Para efectos ilustrativos, tomaremos el caso de Colombia y el llamado "bloque de constitucionalidad" como parte del texto superior. Asimismo, analizaremos el caso especial en el que el legislador intenta aprobar sus medidas punitivistas por medio de reformas constitucionales y cómo la teoría de la "sustitución de la constitución" puede frenar este tipo de maniobras.
Control constitucional de leyes y "bloque de constitucionalidad"
Primero, se debe indicar que la Constitución colombiana establece el principio de supremacía (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 3), el cual implica que todas las normas constitucionales son jerárquicamente superiores a todos los demás tipos de normas jurídicas. Esta supremacía no solo comporta el hecho de que todas las normas de ordenamiento colombiano deben ser compatibles desde el punto de vista formal (procedimental), sino que también deben ajustarse con los contenidos materiales (axiológicos) de la Constitución, entre ellos los derechos fundamentales (Cote-Barco, 2008).
Dicha compatibilidad, concretamente de las disposiciones legales frente a las constitucionales, puede ser exigida judicialmente por medio de la acción pública de inconstitucionalidad, que permite a cualquier ciudadano poner de presente a la Corte Constitucional la posible contradicción entre una ley (o una parte de una ley) y algún mandato constitucional (Corte Constitucional de Colombia, 2004). De esta manera, la Constitución dota de eficacia los límites que ella misma impone al legislador, instituyendo a la Corte Constitucional como su guardiana (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 241(1)).
En consecuencia, uno de los límites a las reformas populistas podría hacerse efectivo por este medio, en el caso en que esta viole los contenidos de la norma superior. Como se ha indicado, las reformas populistas normalmente versan sobre aspectos relacionados con la pena (tipo de pena o cuantía) y con las garantías procesales (imprescriptibilidad y beneficios carcelarios). Por lo tanto, resulta adecuado observar, por una parte, qué tipo de limitaciones establece el texto constitucional en relación con estos aspectos y, por otra parte, observar la doctrina de los "límites implícitos" al ius puniendi, establecida por la jurisprudencia de la Corte Constitucional.
Límites explícitos
En primer lugar, las limitaciones expresas en relación con los tipos de pena incluyen la prohibición de la pena de muerte (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 11), las torturas, tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 12), la esclavitud y la servidumbre (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 17), las penas de destierro, prisión perpetua y la confiscación (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 34). Así, cualquier reforma populista que quiera establecer alguna de estas penas podrá ser expulsada del ordenamiento después de una decisión de la Corte Constitucional declarando su inexequibilidad.
En relación con las garantías procesales, primero, la Carta Política establece el derecho al debido proceso (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 29), que incluye el principio de legalidad (nadie puede ser penado por un acto que no estaba establecido anteriormente como punible); el principio de favorabilidad (se debe aplicar preferentemente una ley más permisiva o favorable, incluso si es posterior, frente a una más restrictiva o desfavorable); la presunción de inocencia; el derecho a la defensa; el principio de non bis in idem (no ser juzgado dos veces por el mismo hecho) y el derecho a tener un proceso público sin dilaciones injustificadas. Asimismo, existen garantías procesales que exigen la intervención de un juez en caso en que haya detención preventiva (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 28) o captura en flagrancia (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 32). De igual forma, existe la garantía de separación de los órganos de acusación y de juzgamiento, exigible incluso en estados de excepción (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 252). Por último, existe la prohibición de admitir una prueba que haya sido obtenida con violación de estas garantías (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 29).
Igualmente, se debe destacar que nuestra Constitución establece que los tratados y convenios internacionales ratificados por Colombia, que reconocen derechos humanos y prohíben su limitación en estados de excepción, prevalecen en el orden interno (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 93). De esta disposición, la Corte ha establecido la doctrina del bloque de constitucionalidad, que implica que este tipo de tratados pueden ser utilizados (como si fueran parte del texto constitucional) como parámetro de constitucionalidad de las leyes (Corte Constitucional de Colombia, 2003b). Así, cualquier derecho humano no incluido explícitamente en la Constitución, no derogable en estados de excepción, es también un límite a las reformas expansivas e irracionales del derecho penal por parte del legislador.
Por consiguiente, estas limitaciones, en conjunto con la acción pública de constitucionalidad, podrían servir como verdadera protección en contra de reformas populistas que intenten violar derechos fundamentales (como garantías procesales) para conseguir réditos electorales.
Es importante, por último, destacar la segunda parte del artículo 93 de la Constitución (Asamblea Nacional Constituyente, 1991), que establece que todos estos derechos y deberes consagrados en el texto constitucional "se interpretarán de conformidad con los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Colombia". Es decir, frente a disposiciones constitucionales, todas las interpretaciones que hagan los funcionarios públicos deben ser acordes con los tratados sobre derechos humanos incorporados al ordenamiento jurídico (Sotomayor y Tamayo, 2018).
En consecuencia, el derecho internacional de los derechos humanos ratificado por Colombia, y las interpretaciones que hagan instancias judiciales internacionales (por ejemplo, la Corte IDH (Quinche, 2009)), deberán complementar hermenéuticamente los artículos mencionados. Lo anterior implica que en caso de haber una reforma populista que no viole el simple texto de la constitución, pero sí contraríe un instrumento internacional que lo interprete, podría declararse inconstitucional (o por lo menos condicionar su constitucionalidad a una interpretación conforme (Corte Constitucional de Colombia, 2000b)).
Límites implícitos
Por otra parte, la Corte Constitucional (2011), como autoridad judicial encargada de interpretar la Constitución, ha establecido que, si bien el legislador tiene una amplia libertad para establecer la cuantía de las penas y establecer nuevos tipos, esta discusión en relación con la política criminal no puede ser completamente contingente y arbitraria. Es decir, para diseñar la política criminal en un Estado democrático (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 1) debe haber un debate amplio, y no simplemente "una inflación de normas penales promulgadas apresuradamente" (Corte Constitucional de Colombia, 1999). Parecería entonces que, para la Corte, las reformas abiertamente populistas serían contrarias a la Constitución. Sin embargo, el desarrollo de esta doctrina simplemente ha llevado a la Corte a afirmar que existen límites implícitos (en contraste con los explícitos, referidos al texto constitucional) a este ius puniendi: la proporcionalidad y la razonabilidad (Corte Constitucional de Colombia, 2017).
Estos límites implícitos, de acuerdo con la Corte Constitucional (2010), no son reglas concretas que establezcan qué tipos de delitos deberían tener sanciones más severas, ni qué tipo de penas serían adecuadas para ciertas conductas punibles, pues eso, como se ha indicado, corresponde al debate democrático legislativo. En cambio, implican un mandato al legislador de valorar la gravedad de la conducta, el bien jurídico afectado, su importancia, el grado de culpabilidad, y la actitud procesal del imputado (Corte Constitucional de Colombia, 2000a, 2017). De igual forma, estos límites implícitos exigen al legislador una técnica concreta para establecer las penas: estas no pueden ser consagradas con una cuantía específica, sino por medio de un rango de mínimos y máximos, que permitan al juez cierto grado de discrecionalidad al momento de evaluar el caso concreto (Corte Constitucional de Colombia, 2017).
Por lo tanto, a diferencia de los límites explícitos establecidos en el texto constitucional al legislador penal, estos límites implícitos permiten más margen de maniobra para que el legislador establezca reformas penales populistas, pues, argumentando que se atendieron a los criterios establecidos por la Corte, y estableciendo un rango para las penas, el legislador podría fácilmente instrumentalizar el derecho penal para fines políticos; por ejemplo, estableciendo la imprescriptibilidad de ciertos delitos, sin realmente atender a estudios científicos de criminología, ni a los principios de política criminal establecidos por la doctrina.
En resumen, los límites explícitos al legislador penal pueden ser una herramienta poderosa en contra de reformas populistas que afecten gravemente derechos fundamentales, salvaguardando el Estado de derecho. No se puede decir lo mismo de los límites implícitos, pues, si bien la Corte parece propender por criticar el populismo punitivo, no termina por establecer criterios adicionales que puedan realmente contrarrestarlo.
Reformas constitucionales populistas y la "sustitución de la Constitución"
Si bien, como se ha indicado, la mayoría de las reformas populistas se dan por vía legislativa y, por tanto, los políticos están sometidos a límites constitucionales (y convencionales) en el sentido ya explicado, también los políticos pueden promover reformas constitucionales (por vía parlamentaria, es decir, por medio del poder constituyente derivado [Asamblea Nacional Constituyente, art. 374)] de carácter populista, en materia penal. Por esta razón, resulta relevante examinar los posibles límites en este nivel jerárquico para el caso de Colombia.
Lo primero que debe aclararse es que, a diferencia de otras constituciones [como la alemana (Durango, 2015)], la Constitución política de Colombia no tiene cláusulas de intangibilidad. Esto significa que no existen disposiciones concretas que no puedan ser susceptibles de reforma por parte del constituyente derivado (Corte Constitucional de Colombia, 2006), mientras se cumplan con los requisitos establecidos por la Constitución, siendo estos más exigentes (en términos de mayorías y procedimiento) que el de las leyes ordinarias (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, arts. 375, 377 y 379). Esta idea es reforzada por las mismas disposiciones constitucionales, que establecen en su artículo 379 (Asamblea Nacional Constituyente, 1991) que dichos proyectos de reforma "solo podrán ser declarados inconstitucionales cuando se violen los requisitos establecidos" en todo el título relativo a la cuestión de reformas constitucionales. Asimismo, el artículo relativo a las funciones de la Corte Constitucional establece que esta puede revisar los actos reformatorios de la Constitución "solo por vicios de procedimiento en su formación" (Asamblea Nacional Constituyente, 1991, art. 241).
Con este contexto normativo podría pensarse que no existe ningún límite a un político populista que logre cumplir con los requisitos procedimentales para una reforma constitucional en relación con las garantías y con las prohibiciones establecidas en materia penal. Sin embargo, la jurisprudencia de la Corte ha desarrollado una doctrina que establece límites a la reforma constitucional, más allá del simple procedimiento: la llamada "teoría de la sustitución de la Constitución" (Corte Constitucional de Colombia, 2005).
Esta teoría parte de la distinción entre el constituyente primario (típicamente expresado por medio de una Asamblea Nacional Constituyente) y el constituyente secundario o derivado (por ejemplo, el Congreso de la República). Esta distinción, para la Corte, tiene efectos a nivel de competencia, es decir, el poder derivado no puede hacer todo lo que el primario sí puede hacer, pues estaría usurpando su competencia (Corte Constitucional de Colombia, 2005). De esta forma, la Corte tiene el deber de salvaguardar esta distinción (que, al tratarse de un tema de competencia, es un vicio formal y no sustancial) (Corte Constitucional de Colombia, 2012).
En cuanto al procedimiento del test, según la Corte, este juicio implica verificar si la reforma introduce un nuevo elemento esencial a la Constitución que reemplace las disposiciones originales del constituyente, y si estos dos principios -original y reformado- son completamente incompatibles (Guzmán et al., 2015). Se debe decir, empero, que la misma Corte ha aceptado que este test no es una doctrina completamente acabada, ni que ya se hayan identificado todos los supuestos de hecho que permitan determinar que se está violando la competencia del constituyente primario (Corte Constitucional de Colombia, 2012). En consecuencia, cada nuevo caso concreto va desarrollando la doctrina de una manera inductiva.
No es objeto de este artículo entrar en controversias teóricas sobre este test, pues este se ha consolidado como mayoritario en la Corte, a pesar de las dificultades que plantea identificar cuáles son esos principios definitorios de la Constitución (González, 2015). Sin embargo, para efectos de nuestra investigación, esta teoría funge como límite a dicho constituyente derivado y, por tanto, potencialmente podría servir para evitar reformas penales populistas, en el caso en que la Corte, con su método inductivo, considere que estas sustituyen la constitución.2
Por último, es importante considerar un caso especial derivado de esta teoría: el llamado "test de efectividad de la reforma" (Guzmán et al., 2015, p. 114). En primer lugar, se debe decir que este parece estar ligado más directamente a las reformas populistas específicamente. Según la Corte, las reformas constitucionales también son inconstitucionales si no modifican sustancialmente los mandatos establecidos en el texto (Guzmán et al., 2015; Corte Constitucional de Colombia, 2003a). En efecto, si las normas constitucionales reformadas son las mismas que las anteriores, no se considera que ha habido una reforma constitucional valida y, por tanto, dicha reforma es inconstitucional, pues se considera que "se ha encubierto, con el ropaje de la reforma constitucional, una decisión política singular de tipo plebiscitario" (Corte Constitucional de Colombia, 2003a). Esta limitación al constituyente derivado, por lo tanto, busca evitar que se instrumentali-ce la reforma constitucional, para dar la impresión a la población de que la política está actuando (cuando en realidad no está haciendo nada, pues no ha cambiado el contenido normativo de la Constitución) o, en los términos de la doctrina del populismo penal, para una simple "ganancia electoral" (Larrauri, 2007, p. 10). En consecuencia, se puede observar con claridad cómo este tipo de test directamente funciona como límite a las posibles reformas populistas que el legislador quiera promover por vía constitucional.
En conclusión, como se ha explicado, el populismo es un fenómeno extremadamente ambiguo, no solo en relación con sus formulaciones conceptuales desde la sociología y la teoría política, sino también cuando se analiza su relación con la democracia. En contraste, el concepto más especializado de populismo penal sí tiene una relación antagónica con la dogmática penal, pues la instrumentalización de la política criminal para fines electorales (por encima de los fines propios del ius puniendi) vulnera los principios del derecho penal, las garantías procesales y potenciales beneficios a favor del imputado y, con estos, la misma dignidad humana. Por esta razón se han planteado en este escrito posibles límites jurídicos a esta expansión irracional del derecho penal por parte del legislador: los límites constitucionales (que incluyen al bloque de constitucionali-dad), materializados por medio del control judicial de la Corte Constitucional.
FORMULACIONES ALTERNATIVAS
Si bien el concepto de populismo punitivo, conforme a las anteriores características, ha tenido éxito en la doctrina, no ha sido completamente aceptado. Pratt y Miao (2017), por ejemplo, consideran incompleta esta corriente mayoritaria, pues solo se refiere a la manipulación por parte de políticos a las masas y sus posiciones punitivas para sacar alguna ventaja política. Así, su concepto de populismo punitivo se concentra en los movimientos sociales que están por fuera del diseño de políticas criminales y que hablan en nombre de quienes han sido olvidados por el gobierno (Pratt y Miao, 2017), formulación más cercana a los rasgos que se han indicado del populismo en general. Los autores observan que, según la opinión de estos grupos, el establishment ha protegido en exceso los derechos individuales de los criminales (Pratt y Miao, 2017), en vez de proteger a los ciudadanos que cumplen con la ley.
En consecuencia, para estos autores, el fenómeno del populismo penal no está referido a una función latente de la pena de conseguir ventajas políticas por encima de los fines más tradicionales y manifiestos. En cambio, es un fenómeno social que genera tensiones entre la gente del común y los políticos de turno. No se refieren a la política tradicional, sino a los movimientos alternativos (a veces de protesta), que canalizan un sentimiento concreto de algunos sectores de la población: que no se está siendo lo suficientemente duros con el crimen. La creciente popularidad de estos movimientos alternativos, junto con la desconfianza en los gobiernos tradicionales por esta percepción de inacción, ha llevado a que estos empiecen a obtener escaños parlamentarios. De esta manera, se ve una aplicación más directa del concepto de "pueblo", excluido porque sus demandas democráticas no son escuchadas. El éxito de estos nuevos partidos genera que los partidos tradicionales, al necesitar de los primeros para formar mayorías, terminen accediendo a estas demandas, convirtiéndolas en ley (Pratt y Miao, 2017).
Estos autores, por tanto, atribuyen el surgimiento del populismo penal a cinco causas principales: 1) la falta de deferencia de la población hacia las instituciones gubernamentales; 2) la falta de confianza en los políticos y los procesos democráticos; 3) la consolidación de la "sociedad del riesgo"; 4) el creciente papel de los medios y 5) la importancia que en los últimos años se les ha dado a las víctimas de los delitos (Pratt y Miao, 2017). De tal modo, identifican el problema del populismo penal como parte de un problema social más grande, una política populista general, que para ellos implica una suerte de "fin de la razón". Otra aproximación crítica es planteada por Uribe (2012), quien propone un concepto de populismo punitivo más restringido que el que sostiene la mayoría, solo aplicable a las sociedades que cumplan con los siguientes requisitos: 1) un derecho penal expresivo autoritario; 2) la utilización del derecho penal por parte de los políticos para efectos electorales sin importar la efectividad, o el daño social, de la norma; 3) la existencia de una sensibilidad social causada por un modelo político neoconservador y económico neoliberal (cuyos medidores son la desigualdad económica y la inestabilidad laboral) y 4) la existencia de una clara diferencia entre la mayoría y los grupos marginales que hace que la mayoría se identifique para combatir a un enemigo (Uribe, 2012, p. 81). En consecuencia, Uribe también intenta ligar este fenómeno directamente al concepto de populismo en la ciencia política.
Conforme a estos planteamientos, el autor afirma que en Colombia no existe un populismo penal, sino un "populismo hobbesiano" (p. 97), referido a la existencia de una especie de derecho penal autoritario y una tendencia a votar por políticos que prometan acabar a toda costa con el conflicto, en vez de una participación democrática activa "en la creación de proyectos de leyes que agudicen el derecho penal" (p. 97).
Sin embargo, desde la postura mayoritaria se ha respondido a estos planteamientos. Sarmiento et al. (2019) consideran que este populismo hobbesiano, si bien es aplicable a Colombia, no es excluyente de la existencia de un populismo punitivo, de acuerdo con los planteamientos ya descritos a lo largo de este artículo. Estos autores afirman, en cambio, que el populismo hobbesiano "se relaciona con otras tendencias de expansión irracional del derecho penal, como... la justicia penal de excepción" (p. 1053). Por lo tanto, estos autores defienden la aplicación del concepto de populismo punitivo en Latinoamérica, pues afirman que también en estos países también se han implementado políticas neoconservadoras y neoliberales, asociadas con una mayor punitividad.
En consecuencia, si bien la doctrina mayoritaria ha estudiado el populismo penal desde la perspectiva de la criminología y la dogmática penal, lo que dificulta en muchas ocasiones relacionarlo con el concepto de la ciencia política del populismo en general, autores críticos de esta concepción intentan reformular el concepto como una derivación directa de este populismo de la ciencia política, enriqueciendo el debate desde otras aristas académicas.
CRÍTICAS
Otros doctrinantes han rechazado completamente el concepto de "populismo punitivo", considerando que le hace falta "una caracterización precisa" (Tamayo, 2006, p. 24), y cuestionando su aplicación general y al contexto colombiano (Tamayo, 2006).
Dzur (2010), por otra parte, específicamente critica a los autores que ven negativamente el hecho de que la gente esté participando constantemente en el diseño de políticas criminales y que plantean como solución al problema más participación de expertos en política criminal, y menos participación de la población lego.
En consecuencia, Dzur (2010, p. 371) acepta que, si bien el populismo puede llevar a consecuencias negativas, tales como las descritas por los autores que defienden el concepto, también observa la otra cara de la moneda: un populismo "grueso" en el que este clamor popular pueda construir una mejor sociedad y virar hacia una forma de justicia "restaurativa". Afirma que en realidad el problema no es que la población opine sobre política criminal, sino que las formas democráticas de participación no sean adecuadas e incluyentes. En consecuencia, este autor toma la relación positiva entre populismo y democracia, resaltando una expansión en la participación de sectores de la población que estaban excluidos gracias a fallas en las instituciones tradicionales, y la aplica directamente al fenómeno penal.
Por último, Mathews (2009, p. 27) llega a una conclusión muy radical en relación con el populismo punitivo: en vez de haber un fenómeno nuevo de utilización de emociones de la población para dirigir reformas penales (algo que para él siempre ha existido en una sociedad democrática), lo que hay es un exceso de atención por parte de criminólogos y académicos al fenómeno, algo que demuestra "cambios en las sensibilidades sociales y una creciente ambivalencia hacia el uso de las sanciones punitivas".
CONCLUSIONES TEÓRICAS PRELIMINARES
Antes de adentrarnos en nuestro caso de estudio, a partir de este recorrido histórico y teórico, podemos concluir lo siguiente:
= Si bien el populismo, observado desde la sociología y la ciencia política, no ha estado libre de dificultades conceptuales, existen ciertos rasgos destacables: 1) la construcción semántica de un "pueblo" excluido de la política tradicional; 2) la contraposición de este pueblo con unos enemigos que deben ser eliminados; 3) la crítica de las instituciones democráticas liberales y el surgimiento de la figura de un líder carismático que se acerca de una forma más directa a su pueblo.
= La relación entre democracia y populismo es ambivalente y está permeada por la visión y significado que se le atribuya a la primera. La democracia liberal, la cual intenta proteger el pluralismo, los derechos fundamentales y el Estado de derecho, verá con malos ojos el populismo. En contraste, la visión reduccionista de la democracia "sin adjetivos" enfatizará los beneficios de un el acercamiento sin intermediarios entre el líder y el pueblo excluido, criticando las instituciones liberales y el pluralismo.
= Las corrientes mayoritarias que han estudiado el populismo penal no han partido de estas formulaciones de la ciencia política, sino de estudios criminológicos, lo que ha llevado a otros desarrollos que relacionan el fenómeno más directamente con el "derecho penal simbólico" y la inobservancia de los fines tradicionales de la pena.
= Las reformas penales populistas desconocen los principios de proporcionalidad, subsidiariedad y de mínima intervención, además de algunas garantías procesales, pues no atienden a estudios dogmáticos y criminológicos que guían al ius puniendi hacia su propia limitación, sino que están dirigidas a obtener ganancias electorales.
= El papel de los medios en los gobiernos populistas es ambiguo, sirviendo en algunos casos como propaganda del líder carismático para exaltar su figura, mientras en otros actúan como verdaderos críticos y vigilantes con el poder. En contraste, los medios exacerban la inseguridad y angustia de la población en relación con el delito, por medio de la presentación estratégica de ciertas noticias sobre delincuencia que escandalizan a la opinión pública. Esto cataliza un sentimiento a favor de reformas penales populistas.
= Existen ciertos límites a las reformas legislativas populistas en materia penal. En el caso colombiano, por una parte, el control judicial de la Corte Constitucional a las reformas legislativas hace efectivo los límites constitucionales a la política criminal. Por otra parte, la doctrina de la sustitución de la Constitución tiene el potencial para frenar reformas constitucionales populistas, aun sin cláusulas de intangibilidad.
= Algunas formulaciones minoritarias han intentado reconceptualizar el populismo penal desde las formulaciones de la ciencia política sobre populismo en general, lo que ha llevado a ampliar el debate académico y a estrechar lazos entre distintas disciplinas. Además, algunos teóricos han rechazado por completo el uso académico del concepto o al menos la connotación negativa atribuida por la mayoría de los teóricos.
CADENA PERPETUA EN COLOMBIA
Antecedentes en Colombia
En las diferentes constituciones de Colombia, exceptuando su prohibición expresa en la Constitución de 1991, la figura de la cadena perpetua ha estado ausente. Esta prohibición contenida en su artículo 34, se fundamenta en necesidades históricas. Durante la época de la creación de la Asamblea Nacional Constituyente se vivió una era de grave violencia en el país, en la que los gobiernos de turno, mediante la declaratoria de estados de excepción, buscaban imponer penas perpetuas a quienes atentaran contra la seguridad y el bienestar de la ciudadanía.
En este contexto, se expidió el Decreto 2490 de 1988, el único antecedente de creación de la prisión perpetua en el ordenamiento jurídico colombiano. En el mismo, en virtud del ejercicio de poderes excepcionales derivados de la declaratoria del estado de sitio, se contemplaba la pena perpetua para aquellas personas pertenecientes a un grupo armado no autorizado que incurrieran en homicidio o cuando cometieran actos criminales con fines terroristas.
Este Decreto fue sometido a control por parte de la Corte Suprema de Justicia (1988), en fallo del 27 de marzo, el cual declaró inconstitucionales los artículos 1.° y 2.° de la precitada norma por encontrar que no se adecuaban a los fines del Estado de derecho y a la Constitución Política de 1886, la cual regía para dicha época. De dicho fallo queremos resaltar:
En este sentido no sólo el texto constitucional sino reiterados fallos de la Corte han consagrado los objetivos humanitarios que se proyectan en la concepción de la pena [...], que son ajenos a la institución de la pena perpetua. En este sentido, toda la tradición humanística del Estado de Derecho, que no sólo proclamó los derechos políticos y civiles sino la eminente dignidad de la persona humana ha tenido una larga y fecunda evolución en el Derecho Político y el Derecho Penal de Colombia, dentro de la cual no encaja el recurso a la pena perpetua, ni siquiera como solución de emergencia institucional.
La Corte indicó que la consagración de la cadena perpetua en Colombia para la época atentaba contra la Constitución Política de 1886, a pesar de la ausencia de una prohibición expresa.
Reforma constitucional y prisión perpetua en Colombia
El 20 de julio del 2019 se radicó en el Congreso un proyecto de acto legislativo por medio del cual se buscaba modificar el artículo 34, que consagraba la prohibición expresa mencionada (República de Colombia, 2019). En su lugar, esta prohibición se sustituye por la pena de prisión perpetua, para los delitos que afectan la vida o la integridad, libertad y formación sexual de los menores. En la exposición de motivos del proyecto se presentaron diferentes argumentos, pero ninguno que sustentara la eficacia de la prisión perpetua para disminuir la ocurrencia de los delitos mencionados en contra de los menores. Los argumentos expuestos fueron: 1) las principales víctimas de los delitos contra la libertad, integridad y formación sexual son los menores de edad; 2) los menores, conforme a tratados internacionales y la Constitución, tienen un interés prevalente; 3) países como Perú y Argentina también contemplan en sus ordenamientos la pena de prisión perpetua; 4) la dignidad humana, como principio rector de un Estado de derecho, se debe predicar de la víctima antes que del procesado; 5) al ser revisable la pena propuesta, no es contraria a la dignidad humana.
La exposición de motivos de la reforma aprobada por el Senado, el 18 de junio de 2020, destaca la necesidad de implementar esta pena, argumentando que este tipo de delitos debe disminuir o desaparecer. Pese a esto, no contiene evidencia alguna que sustente la eficacia de la implementación de cadenas perpetuas o incremento punitivo como mecanismo que impida su consumación. Se trata, en cambio, de simples afirmaciones sin sustento probatorio o científico aunados a algunos argumentos que sí son verdaderos, como el interés prevalente del menor o que otros países cuentan con esta pena perpetua en sus códigos.
En su momento, el Consejo Superior de Política Criminal del Ministerio de Justicia (2016) argumentó que el aumento de penas en Colombia no ha disminuido la ocurrencia de los delitos cuyas penas han aumentado, específicamente para casos de crímenes en contra de la integridad sexual de menores. Asimismo, expertos en materia penal se dirigieron a los congresistas para explicar que la reforma propuesta era, además de claramente inconstitucional, inviable en términos económicos (El País, 2020). Sin embargo, el proyecto fue aprobado por el Congreso, la Constitución se modificó y la cadena perpetua hoy se encuentra permitida en nuestra Constitución. No obstante, aún falta que la Corte Constitucional revise la constitucionalidad de esta y que el Congreso regule su aplicación.
Si la evidencia académica, científica y estadística demuestra que el aumento de penas no funciona para disuadir al delincuente, y si los expertos están, casi de manera unánime, en contra de la medida por ser inútil e inconstitucional, ¿por qué el Congreso de Colombia decidió modificar la Constitución para introducir la prisión perpetua?
La respuesta que dan los penalistas colombianos al unísono es populismo punitivo (El País, 2020). El cambio de la Constitución no obedece a una lógica de técnica legislativa adecuada, ni a un interés de los congresistas en defender a los menores, o a su protección prevalente que se deriva del artículo 44 de la Carta Política (Asamblea Nacional Constituyente, 1991). Se trata de una forma de calmar los temores y angustias populares, ante la falta de intervención del Estado en aplicación real de la ley vigente, menor impunidad y la implementación de medidas preventivas en la base del tejido social.
En el caso tomado como ejemplo son evidentes los rasgos descritos en este artículo como características del populismo, específicamente de populismo punitivo. Es una situación en la que "el pueblo" ha identificado enemigos que deben ser eliminados o neutralizados, en este caso, mediante la aplicación de una prisión perpetua. Así, el líder carismático comunica a la sociedad, mediante un simbolismo, que sus miedos han sido atendidos, sin que en el fondo se brinde solución real al problema de delincuencia sexual en menores.
En Colombia, y para el caso estudiado, los medios de comunicación han tenido un papel importante. Conscientes de ello o no, han contribuido en exacerbar miedos, ansiedad y angustia en la población. Es importante resaltar que con esta consideración no queremos decir que el problema no exista, sino simplemente queremos resaltar el rol de los medios al centrar su comunicación en un tema específico, con lo cual hace más visible el problema y la sensación de temor social.
Otra característica del populismo punitivo que encontramos en la prisión perpetua aprobada en Colombia es el pasar límites estructurales de un Estado de derecho. La cadena perpetua, atenta contra la dignidad humana, contra el principio de la humanidad de las penas, fundamento de prohibición de sanciones como la pena de muerte y cadena perpetua o de prácticas como la tortura o los tratos crueles para lograr confesiones u obtención de pruebas. También desconoce los principios de proporcionalidad, subsidiariedad y de mínima intervención, es evidente que desconoce la racionalidad y límites al ius puniendi.
Pese a la situación descrita, somos optimistas al confiar en la función que cumple la Corte Constitucional, como límite y control a las reformas legislativas populistas en materia penal.