1. Introducción
En el campo del trabajo social se asume que sus diversas actuaciones profesionales son legitimadas por la población y las instituciones. Esta cualidad viabiliza la realización de aquellos procedimientos relacionados con la actuación profesional que, por ejemplo, concurren al interior de los hogares. Esto también se extiende en otros espacios territoriales y comunitarios donde acude la intervención profesional del trabajo social.
En este contexto, resulta de interés la pregunta por la legitimidad de la intervención social. Se trata de entender por qué profesiones como el trabajo social -así como también otras contenidas en este campo- median, inciden o, llanamente, producen cambios en las trayectorias de vidas de personas, comunidades y territorios. Cabe señalar que estas actuaciones profesionales conllevan transformaciones en las biografías y en el modo en que se ejercen derechos fundamentales, alcanzando incluso la expresión de las autonomías personales y colectivas.
Para la disciplina del trabajo social resulta necesario discutir los alcances teóricos, éticos y políticos de la intervención social. Parte de esto, reside en atender los actuales contextos sociohistóricos que atraviesan nuestro continente. Es indudable que el régimen neoliberal está presente en América Latina con distintos grados de severidad. Se trata de países del sur global que no lograron sacudirse de las secuelas generadas por las autocracias que, desde la década de 1960, fueron claves para solidificar los procesos globales de neoliberalización de lo social. Chile, por ejemplo, ha sido reiteradamente señalado como un caso de radicalización de este tipo de racionalidad gubernamental (Madariaga, 2019). Esto se expresa en este país en la impronta mercado-céntrica de las políticas públicas, la reducción del tamaño del Estado, la privatización de la seguridad social y la ruptura del tejido social. Por esta razón, es necesario volver a pensar sobre la legitimidad de la intervención social en el siglo XXI, en vistas al recrudecimiento de crisis humanitarias y medioambientales, el agravamiento del racismo, las consecuencias de la pandemia de Covid19, entre otras. Consultando en los aportes realizados por Brown (2016), la motivación de esta reflexión se ubica en los bordes más ilustrativos del neoliberalismo. La intervención social opera en políticas que promueven el reemplazo de la cooperación por la competencia y que buscan la constitución de un tipo de sociedad, en la cual, el mercado es el modelo del todo. En este encuadre, se configuran situaciones de tensión ética para el trabajo social contemporáneo.
Este artículo abordará la legitimidad de la intervención social en los escenarios inciertos observados en Chile bajo neoliberalismo, pero asumiendo como telón de fondo el actual panorama sociopolítico latinoamericano. Se trata de una necesaria revisión teórica sobre este asunto, en momentos del desarrollo profesional-disciplinario donde sus límites son más difusos y sus fronteras configuran desafíos por transitar (Iturrieta-Olivares, 2012). Para trabajo social, la intervención social representa un lugar en aquellas intersecciones entre gubernamentalidad y política social (Martínez y Muñoz, 2018). Todo esto hace pertinente la pregunta sobre el tipo de legitimidad que sustenta la intervención social en el actual debate profesional-disciplinario.
2. Metodología
Esta presentación se origina en una revisión bibliográfica para estudiar teóricamente este problema. Para este efecto, se realizó la exploración de bibliografía pertinente con el fin de proponer ideas sobre el modo en que se legitima la intervención social. La búsqueda incluyó libros (impresos y digitales) y artículos indexados en bases de datos Wos-Isi, Scielo, Scopus, Scielo, ERIH Plus, como también de otros índices de referencias que contienen de revistas de corriente principal (10 o más años de ediciones). Se prefieren textos publicados entre 2000 y 2022, pero, dada la relevancia de algunas propuestas, se incluyeron textos más antiguos. Se excluyeron de esta revisión tesis de grado.
El material textual se analizó en búsqueda de términos clave tanto en idioma español e inglés. Se seleccionaron fragmentos de textos que luego fueron categorizados. Esto permitió abordar el significado de la intervención, su relación con el concepto de legitimidad, para finalmente proponer tres posibles respuestas a este asunto.
3. Hallazgos
3.1 La intervención social y su legitimidad.
No podemos soslayar la relevancia de la intervención en la historia del trabajo social. El develamiento de la legitimidad en el trabajo social implica prospecciones genealógicas en el origen histórico de la profesión-disciplina. Al respecto, Montaño (1998) ilustra que en la génesis del trabajo social se expresan esas cuestiones sobre su legitimidad, que quedan delineadas con diferentes énfasis en las opciones endogenista y crítica-histórica que propone el autor. Cruz (2020), por su parte, hace uso de categorías teóricas bourdianas para interpretar como el trabajo social desarrolla un proceso de agregación/apropiación simbólica del proyecto modernizante en la Argentina del siglo XX. Para Del Valle-Cazzaniga 2015), la urgencia de la cuestión social influye en que, para la demanda de legitimación de la profesión, solo se considerarían “los insumos prácticos necesarios para la acción” (p. 5).
La historia permite examinar las implicancias de la intervención en la configuración profesional y disciplinaria del trabajo social. Chile es representativo de esta vinculación, particularmente cuando observamos que el último siglo, profesionales del trabajo social han participado activamente en planes y programas modernizadores. En estas instancias, es posible indagar sobre las formas de la intervención. En estas se establecieron tanto mecanismos de regulación de la población como también, distintos instrumentos para la inhibición de aquello que los sistemas de poder han asociado al desorden, tanto moral como político (Illanes-Oliva, 2006). A propósito de la instauración del Desarrollismo Asistencial chileno (1925-1973), la entrada en la vida cotidianas de estas familias en situación de pobreza ofreció múltiples posibilidades para llevar al Estado a estos entornos y simultáneamente reportar las demandas populares a las agencias gubernamentales (Palma y Torres, 2013), cumpliendo la función de “agente de mediación de primera importancia de la política social” (Illanes-Oliva, 1993, p. 197). Cabe recordar que en 1925, la denominación de visitadoras sociales aludía a que actividad principal era el ingreso presencial de estas iniciadoras profesionales en la profundidad de la pobreza urbana del Chile de aquel entonces. Es interesante que la aplicación de estas técnicas de visitas domiciliarias mantiene su centralidad en la práctica del trabajo social que se ejerce en la actualidad. Esto se visibiliza en la aceptación de la técnica tanto por parte del colectivo profesional como en la población usuario de los servicios sociales. De todos modos, se asume la mayor complejidad de escenarios para la legitimación de estos procedimientos (López-López, 2015; Razeto-Pavez, 2018). Las visitas domiciliarias son parte de los repertorios de diversos campos profesionales ligados a la idea de intervenir en el ámbito social (Glasinovic et al., 2021; Pedreros-Carrasco y Aracena-Álvarez, 2021). Con todo, la legitimidad de la aplicación de estas técnicas parece no estar en cuestionamiento. Además, estas actuaciones enmarcadas en políticas de intervención estatal son valoradas por las familias, tal como lo demuestra Razeto-Pavez (2020).
En estos procesos históricos modernizadores -y también moralizadores- la intervención social produce formas legitimadas de transformación de lo social. La búsqueda de sus fundamentos obliga a establecer deslindes conceptuales. Es necesario diferenciar la intervención social de conceptos aparentemente similares como, por ejemplo, la actuación profesional. Vélez-Restrepo (2011) la entiende como “el conjunto de episodios, prácticas y procesos condicionados por interacciones y mediaciones sociales (internas y externas) que estructuran la especificidad del Trabajo Social, situándola en el contexto de la acción social” (p. 39). Resulta interesante que, en algunos casos, la actuación profesional es erigida como una terminología que supera hipotéticas limitaciones teórico-metodológicas de la intervención social (Vélez-Restrepo, 2003). Sin embargo, esta opción no sólo está insuficientemente extendida en la bibliografía de esta disciplina, sino que también es objeto de críticas sobre su alcance conceptual (Estrada-Ospina, 2012). No obstante, la actuación profesional está imbricada con la intervención social. En algunos casos, autores postulan la integración o la coordinación de ambos conceptos (Díaz-Herráiz, 2003). Sin embargo, esta mirada debería enfatizar la relevancia de la intervención social como un núcleo conceptual robusto. Esto permite una mirada crítica a la utilización del concepto intervención en marcos institucionales preferentemente estatales. A este respecto, Thompson (2020) señala que es necesario observar la concomitancia entre los polos cuidado y control en el marco del ejercicio profesional.
Moreno-Camacho y Molina-Valencia (2018) señalan que la intervención social trata de un contenido de interés para las ciencias sociales, las humanidades y la salud. Particularmente, para trabajo social la intervención configura uno de sus asuntos principales, pues configura preguntas e intereses éticos, cognitivos y prácticos que son compartidos por esta comunidad profesional-disciplinaria. La impronta de conocimiento-transformación-intervención (González-Saibene, 2011) es constitutiva del ethos de sustentación profesional y disciplinaria del trabajo social. Con todo, como señala Arellano-Escudero (2018), es necesario pensar que, respecto de la pregunta por la intervención social, confluyen no sólo tematizaciones de las ciencias sociales, sino también de las artes y las humanidades.
La intervención es reconocida en la amplitud de la trayectoria histórica del trabajo social, no obstante, no está clausurada a este campo disciplinario (Estrada-Ospina, 2012; Saavedra, 2017). González-Álvarez (2007) emerge con la “gradual desaparición de los mecanismos de integración de las sociedades pre-capitalistas” (p. 120). Fantova-Azcoaga (2018) refiriéndose a psicología, pedagogía social y Trabajo Social, señala que “tienen claramente más presencia en los servicios sociales y las que en mayor medida ponen a lo que hacen el nombre de intervención social” (p.84). Es necesario además indicar que la legitimidad de la intervención social está contenida en sus discursos, prácticas y materialidades (Saavedra, 2018). De todas formas, autores como González-Álvarez (2007) y Soydan (2015), entre otros, opinan que la intervención está en el centro del trabajo social, porque el término se refiere a inducir cambios o eliminar factores de riesgo sobre problemas sociales. Esto implica que el abordaje teórico, además de tematizar sobre la eficiencia de la acción, debe procurar comprensión reflexiva sobre los alcances a los que refiere la intervención social. Es en el marco disciplinario de trabajo social donde las preguntas sobre la intervención generan repercusiones conceptuales y prácticas, que se desplazan hacia otros saberes de las ciencias sociales y humanas. Al respecto, la relación entre estos elementos alberga una cuestión paradojal (Saavedra, 2017). Esta consiste en asumir que la intervención es el asunto disciplinario del trabajo social, pero que al mismo tiempo requiere que éste niegue su clausura y exclusividad.
Los significados de la intervención difieren entre quienes la sitúan como una expresión técnica sostenida en el conocimiento científico social (Menéndez-Vega, 2019), respecto de que algunas lecturas que la localizan en los tradicionales planos de la familia y las comunidades (Fraser & Galisky, 2010; Quijano-Mejía y Linares-García, 2022). Otras propuestas contemporáneas profundizan en sus sentidos, desarrollando un marco complejo y teóricamente denso (Montenegro, 2001; Muñoz-Arce, 2014). Una posición interesante es atendida por quienes han relacionado la intervención en el trabajo social con una condición de legitimidad socio-ocupacional. Siguiendo esas perspectivas, la intervención expresa varias consideraciones a propósito de sus representaciones ética-políticas, que transcienden los límites del trabajo social. Por ello, Ortega-Senet (2015) señala que la intervención configura un concepto transdisciplinario.
Existen diversas formas de entender la legitimidad. En ciencias políticas y en derecho público, la legitimidad alude al origen del poder y a la creencia de que la ciudadanía que debe cumplir con las normas (Mazzuca, 2012). Una definición útil para este efecto es provista por Suddaby et al. (2017), para quien la legitimidad alude a una “percepción generalizada o suposición de que las acciones de una entidad son deseables, adecuadas o apropiadas dentro de algún sistema socialmente construido de normas, valores, creencias y definiciones” (p. 451). Esta percepción de confianza también se extiende a la actividad intelectual y práctica desarrollada por las ciencias sociales (Calhoun y Wieviorka, 2013). La legitimidad de la intervención está relacionada con la credibilidad de los criterios aplicables en la evaluación de situaciones, tanto por las instituciones como por la población que recibe las prestaciones sociales estatales. Es interesante, por ejemplo, el estudio de Warner (2021), quien describe una mayor disposición a legitimar la intervención social por parte de la población potencialmente susceptible de ser incluida en programas y servicios sociales. Una investigación desarrollada por Loughran et al. (2010), describe que la legitimidad del rol profesional del trabajo social se relaciona con factores diferenciadores, tales como la formación especializada en un determinado campo de problemas específicos.
La legitimidad también está relacionada con el carácter político de la intervención social. Respecto de este tema, es importante señalar las posibles explicaciones sobre el reconocimiento histórico y sociopolítico de la intervención. Desde este punto de vista, es posible argumentar sobre la legitimación de un conjunto sistemático de dispositivos que tienen la capacidad de producir transformación, ajuste o normalización (Saavedra, 2017). El desarrollo de programas y acciones en instituciones públicas y organismos de la sociedad civil, deberían apelar a narrativas éticas sobre el reconocimiento, tanto hacia los sistemas de poder como respecto de los propios sujetos de la intervención. Concordando con las ideas de Bilbeny (2011), este problema incluye no sólo cómo se ejerce el poder en la intervención, sino también responde a la pregunta sobre la fuente de su validez. Es por ello por lo que se propone explorar algunas potenciales respuestas a la pregunta de la legitimidad de la intervención social. Estas podrían ser objeto de discusión, a partir de opciones centradas en la sujeción a normas, el trasfondo de búsqueda de justicia social o en éticas enunciativas que explican históricamente ideas como la solidaridad.
3.2 Tres posibilidades para legitimar la intervención social
Una primera opción reside en atribuir la legitimidad de la intervención social al mandato contenido en las normas jurídicas, declaraciones de derechos y protocolos técnicos que habilitan actuaciones en el marco de las instituciones que implementan políticas sociales. Esta es la opción más próxima a la corriente sociológica weberiana, entendiendo que la legitimidad reside racionalmente en la validez legal-normativa de la acción. Al respecto, Weber (1981) señala que la legitimidad se refiere a la “probabilidad de encontrar obediencia dentro de un grupo determinado para mandatos específicos” (p. 170). Para este efecto, es necesario contar con un entramado jurídico que delimite reglas de actuación, pero además posea un soporte institucional validado. Zapata-Ávila (2020) advierte que la legitimidad social abarca la adhesión de los mandatos de autoridad por parte de la sociedad. Sobre este último punto, surgen posiciones críticas sobre el sustento de la potestad normativa e institucional (Osorio, 2015), en el marco de sociedades que valoran prácticas deliberativas y democráticas.
Esta opción entiende que el Estado y sus instituciones confieren legitimidad a la intervención, toda vez que la respuesta de los instrumentos y programas se aplican sobre la creencia que asume que “la legitimidad es que la obediencia al orden estatal está justificada” (Mazzuca, 2012, p. 546). Esta posición ha sido explorada en el campo disciplinario. Cesarini (2007) señala que la legitimación del trabajo social proviene de la institucionalización. Al respecto, cabe recordar que parte importante del ejercicio profesional del trabajo social se desarrolla en organismos públicos o coadyuvantes del Estado. Esta sujeción de la intervención a los marcos institucionales ayuda a explicar la legitimidad de sus actuaciones. También aquello se sostiene en la existencia de protocolos y normas técnicas que le atribuyen legitimidad. En este punto, se muestran espacios de poder institucional y normativo en fricción, lo que incluye a la política pública nacional y a las expresiones locales (Ej. Municipios). Además, esto considera que las profesiones psicosociales se disputan el campo laboral relacionado con la intervención. Esto quedó evidenciado en Chile con el caso de las Orientaciones y normas técnicas del Trabajo Social en Salud, que por un breve momento proveyó de certezas normativas a la acción. Con todo, sobre esta argumentación pesa la dependencia de la intervención respecto de la institucionalidad. La burocracia adquiere un rol importante frente a los beneficiarios/usuarios de programas y servicios sociales. Por otro lado, no consideran la idea de constituir institución desde la praxis de lo común (Dardot, 2019), fuera de los márgenes gubernamentales.
La segunda opción para la legitimación de la intervención reside en la idea de la justicia social que inspira el ideario de varias profesiones como el trabajo social. En este sentido, Ruz-Escobar (2020) señala que “la justicia es el paraguas que resguarda el respeto por la dignidad, la solidaridad, los derechos humanos, la democracia, el reconocimiento de las singularidades y la lucha contra las injusticias” (p. 108). La resolución de brechas e iniquidades reafirma la vinculación de la intervención con los fundamentos más profundos e históricos que movilizan la transformación política de la sociedad. Resulta interesante considerar la opinión de Fraser (2008) sobre la justicia social anclada en mecanismos de reconocimiento. Esta posibilidad amplifica el modo ético-transformativo en que se piensa nuevamente la opción por la justicia social en la intervención social. Siguiendo a Hölscher et al. (2020), este foco del Trabajo Social en la filosofía de Fraser (2008) resignifica las prácticas transformadoras “para cambiar la gramática profunda que subyace a la amplitud y profundidad de las formas contemporáneas de injusticia” (p. 251).
En la modernidad, la intervención social se valora frente a la disputa entre distintas posiciones sobre la búsqueda de la justicia social (Murillo-Torrecilla y Hernández-Castilla, 2011). Por ejemplo, en las posiciones utilitaristas, el foco es puesto en el resultado de las acciones. En este sentido, la eticidad de la intervención radicaría en procurar el mayor bienestar para el máximo de individuos posibles. No obstante que este enunciado es benévolo en apariencia, existen aspectos críticos que deben ser advertidos. Por ejemplo, en las éticas utilitaristas se tiende a la despreocupación de los vínculos sociales entre las personas y la sociedad (familias, comunidades), pues sobrevalora la utilidad individual. Es interesante revisar opiniones liberales frente a este tema, como las planteadas por Rawls (2012) respecto de la noción de justicia distributiva, que ayuda a comprender las lógicas de la filosofía en las políticas sociales implementadas bajo el régimen neoliberal.
Respecto a esta misma fundamentación ético-política, los enfoques marxistas contribuyen a estos debates críticos, considerando sus variados aportes sobre la lucha por la justicia y la emancipación. Laclau (2006) alude a la demanda de derechos y bienestar por parte de la población, instancia que legitimaría la intervención. La razonabilidad de la demanda reside en disipar la tensión entre los sujetos y el orden institucional. En este sentido, nos señala Laclau (2006), en las nociones de demanda y de antagonismo anidan los requerimientos para la construcción de nuevas políticas de identidad. En esta misma perspectiva, surgen voces que aportan desde el trabajo social. Monteiro-Mustafá et al. (2018) sitúan a la justicia central como contrapunto del debate profesional respecto del neoliberalismo. Por contrario, Siqueira-Da Silva (2021) critica a la intervención profesional que gestiona las carencias generadas desde la “desigualdad social burguesa” (p. 46).
La tercera posición en este análisis reside en la ética de la enunciación, según la cual, la intervención social se legitima en los discursos que son creaciones deliberadas. La fundamentación ético-política de la intervención social incorpora aspectos enunciativos y perlocutivos. Esta última posición, se sostiene en el carácter discursivo de la intervención social (Saavedra, 2015), por el cual, la intervención no puede ser confundida con una práctica o una actividad de ejecución de proyectos.
Esta cualidad legitimadora estaría contenida en las miradas que comprenden la intervención desde la enunciación. Según Torres-Oviedo et al. (2016), la enunciación ofrece una alternativa ética a la racionalidad moderna, en tanto quienes “interactúan comunicativamente aceptan implícitamente la posibilidad de establecer acuerdos sobre cuestiones de rectitud normativa” (p. 21). En esta proposición de la ética de la comunicación se relaciona con las posibilidades del reconocimiento de otredades que son configurativas de lo social (Levinas, 2000). Este reconocimiento del otro es también parte de la propuesta ética de la liberación (Dussel, 1998). En esta, la resignificación de categorías como la pobreza y la opresión, requieren de una forma distinta de nombrar en lo social. A ese respecto, Dussel (1998) propone una lectura crítica del europeo-centrismo epistemológico, que no implica su negación, sino su debate y redefinición a partir desde enfoques de periferia. Otro aporte sobre esta consideración ética enunciativa relacionada a la tradición oral es propuesta por Rivera-Cusicanqui (1987). Estas consideraciones son relevantes a propósito de la discusión de la legitimidad de la intervención social en los contextos locales de identidades culturales latinoamericanas e indígenas.
Los discursos tienen la capacidad de crear y perturbar lo social, más allá del límite de su textualidad. Siguiendo a Fairclough & Fairclough (2012), los discursos tienen la potencialidad de influir o disuadir, lo que sitúa el asunto de la legitimidad de la intervención en los alcances argumentativos que fundan dichas declaraciones políticas. Por ello, concordando con Matus-Sepúlveda (2003), la intervención social está inscrita en su propia capacidad enunciativa. Muñoz-Arce (2018), por su lado, relaciona la noción de perspectiva con el lugar de la enunciación, en tanto “este lugar de enunciación da forma y justifica las decisiones que guían la intervención social” (p. 32). Respecto de estos discursos constitutivos, existen posibilidades abiertas en la exégesis de las políticas de intervención. A partir de estas, se habilita ética y técnicamente la indagación de las situaciones y la evaluación de los sujetos sobre quienes se ejercen distintas formas de poder. Sin embargo, este razonamiento no es suficiente para explicar el fundamento de legitimidad de la intervención social ejercida sobre la población. Para esto, se requiere acudir a estrategias deconstructivas para elucidar los efectos políticos del reconocimiento y la diferencia, como por ejemplo proponen Ploesser & Micheril (2011). La utilización de enfoques de deconstrucción en este debate es evidenciada por Cortés-Mancilla (2018), quien invita a repensar la intervención social como categoría enunciativa heredada.
En esta discusión, es importante considerar los aportes teóricos de Donzelot (2000, 2007). El supuesto legitimador de la intervención radicaría en que lo social fue creado o inventado -como dice el título de una de las obras más reconocida del autor-, con el fin de contener las incongruencias que irrumpieron en la configuración histórica de las sociedades modernas. Siguiendo con este argumento, lo social es susceptible de fragmentación y disolución. Por ello, es importante considerar las condiciones de cambio de época, tanto de las epistemes como del modo ético en que produce sociedad. Es en este sentido que la mayor amenaza ética para la legitimidad de la intervención social es la implantación del régimen neoliberal a partir del último tercio del siglo XX. En el trabajo social se refleja en una creciente tendencia a la individualización en las actuaciones profesionales (Martínez-Herrero & Charnley, 2021). Al respecto, las posibilidades de situar lo social en el reconocimiento enunciativo de otros, se reduce en “una sociedad individualista y no emancipada” (Brown y Almeyda-Sarmiento, 2021, p. 32).
Carballeda (2002) también aporta en este debate respecto del sentido de la intervención social, que puede resultar interesante para delimitar esta revisión de la legitimidad. Para el autor, la intervención en lo social implica el ensamble de un novedoso discurso sobre la verdad. Este será construido a partir de minuciosas descripciones e informes sobre quienes son sujetos de la intervención. En esto, confluye además la concepción de nuevos tipos virtuosos de sujetos, que modelarán la acción micro-social de las instituciones y las agencias de intervención. La etimología del término intervención resulta interesante para este fin, pues al mismo tiempo puede implicar interposición e intermediación. La resolución del uso de la intervención supone “un espacio, momento o lugar artificialmente construido en tanto acción” (Carballeda, 2002, p. 93). Esta posibilidad de concebir la intervención como una artificialidad se vincula con las propuestas de Donzelot (2007) respecto de la invención de lo social. En efecto, para este último resulta significativo abordar la reflexión sobre la invención de la solidaridad y el modo en que el Estado moderno toma para si la respuesta a la cuestión social. Donzelot (2000) además vincula la capacidad y el poder estatal en la intervención de las familias, en la constitución de sujetos tipo, como, por ejemplo, delimitando la categoría inadaptación.
4. Conclusiones
Respecto de las tres propuestas antes mencionadas, recaen diversas consideraciones éticas y políticas. La propuesta basada en la observancia de las normas jurídicas y de adscripción a la institucionalidad se sostiene en aquellas tradiciones sociológicas sobre la legitimidad de la acción de Estado. En efecto, en esta opción, la intervención social habita principalmente en servicios e instituciones públicas o que reciben financiamiento estatal. Por ello, la expectativa de situar el marco de legitimidad en la gubernamentalidad estatal emerge como una alternativa que se enmarca en perspectivas tradicionales sobre la burocratización de la ayuda. La legitimidad del Estado y de su actuar acude en los encuadres sobre la moderna disposición del poder gubernamental en la vida social. Para Aguilar (2021), la propuesta de legitimación normativa que sostiene la regulación de las relaciones sociales supone dominación por una parte y, por otro lado, la creencia de la legitimidad de la acción estatal. Sin embargo, este encuadre presenta algunos agotamientos para la comprensión ético-política de la intervención. Uno de ellos reside en un problema de hecho, en tanto se aprecia una relativa escasez de normas y protocolos que regulan expresamente las acciones derivadas de políticas de intervención social. La revisión del estado del arte en esta materia permite identificar algunos protocolos técnicos que regulan aspectos metodológicos y procedimentales, que organizan parcialmente el modo en que se implementan programas y políticas sociales. De todos modos, resulta más relevante como las instituciones incrementan las consecuencias de la intervención. Al respecto Donzelot (2000) señala que sobre los sujetos de intervención recae el complejo tutelar. Mediante el poder estatal expresado en profesiones como el trabajo social, se extiende el control de los individuos incluso hasta su vida privada, con especial énfasis en la infancia. Las familias son objeto de la vigilancia y de supervisión desde la burocracia estatal. Si bien esto se condice con la racionalidad fundante de la actividad institucional estatal, no por ello la intervención debe ser exonerada del análisis crítico, considerando la complejidad de algunos de sus sustratos éticos sustanciales (Ej. marco de Derechos Humanos).
La segunda respuesta sitúa la legitimidad de la intervención social en una trayectoria que, para el caso del trabajo social, está sostenida en el compromiso e ideario político que comparten vastos sectores de la profesión. Estos idearios están representados por ideas como la justicia social, el derecho de los pueblos, la lucha contra la opresión, entre otros. La reconceptualización sienta un hito respecto de esta visión legitimadora. Para Bautista-Joaqui y Castillo-Niño (2020) este proceso se funda en principios críticos al capitalismo, que aluden a un tipo de trabajo social que está situado y enfocado “en la apuesta de una construcción ético-política” (p. 50). La búsqueda de la emancipación sostiene la orientación de la profesión-disciplina hacia las transformaciones sociales. En este sentido, es a partir del movimiento reconceptualizador en donde se inculcan parte de los fundamentos de la persistente búsqueda por la justicia social y lucha contra el capitalismo. Por ello, la recepción de los enfoques marxistas ha sido consistente en las últimas décadas, como perseverante respuesta frente al avance de políticas neoliberales. Con todo, como señala Vivero-Arriagada (2020), el neoliberalismo tensiona al trabajo social en términos éticos y políticos. Esto supone un problema para la reflexión disciplinaria, pues implica acoger como hipótesis, que el trabajo social no está ajeno a las posibilidades de colonización neoliberal (Saavedra y Alvarado-Cañuta, 2022)
La tercera opción sitúa el foco de esta discusión en la ética de la enunciación. Recordemos que Habermas (2011) reflexiona sobre la integridad moral de los discursos, de modo que será ética toda comunicación en donde sus interactuantes logren consentir válidamente la participación comunicativa de otros.
La ética de los enunciados supone la existencia de un espacio tanto de validación como también de reconocimiento. En este sentido, dicha posición ética está inscrita en los discursos de la intervención, lo que concuerda con los puntos de vista de Carballeda y de Donzelot. Indistintamente, estos autores nos advierten el carácter elucidario de la intervención en tanto artificialidad. En este sentido, se sostiene que la intervención es una intencionalidad creada a partir de las posibilidades comunicativas que ofrecen los dispositivos discursivos. Esta idea resulta coherente con variados enfoques en ciencias sociales derivados, por ejemplo, de la crítica post-estructural. Una posición ética acorde a la propuesta enunciativa para la intervención social supone no sólo la concientización de la población respecto de las opresiones a las que está sujeta (Healy, 2001), sino también reconocer aquellos saberes que recogen las herencias cognitivas y políticas de profesiones como el trabajo social (Cortés-Mancilla, 2018). De todos modos, esta posición está abierta a diversas controversias, tal como señala Healy (2001). La autora sostiene que en el trabajo social contemporáneo existe una distancia entre la práctica y las perspectivas teóricas críticas.
Finalmente, la presentación de estas reflexiones sobre la legitimidad ética-política de la intervención social debe ser parte de un debate amplio entre distintas miradas académicas y profesionales del trabajo social. Se concluye además que no es posible soslayar el trasfondo neoliberal de las políticas sociales en los propósitos de legitimación de la intervención. Este régimen estructura un marco cultural y epistémico sobre las modalidades de uso y circulación del poder en la sociedad (Han, 2021). Por tanto, el modo en que se concibe la intervención debe suponer el momento histórico neoliberal que sacude a América Latina. Entendiendo la imposibilidad de la clausura exclusiva de la intervención en el campo del trabajo social, el asunto de este debate debe ser extrapolado a la concepción de las agendas públicas orientadas a la transformación de lo social. Esta debe facilitar las conversaciones que identidades, subjetividades y colectivos construyen legitimidad desde la subversión intelectual y práctica, respecto de las hipótesis que están en la base del proyecto hegemónico neoliberal. Tal como lo señala Fantova-Azcoaga (2007), la legitimación a la que aspira la intervención social debería aspirar a transformarse en un asunto de interés público.