Introducción
La comprensión histórica de la violencia en Colombia, cuyos orígenes se pueden rastrear incluso en la conquista española, implica necesariamente detenerse en la década de 1980. El país osciló entre las más crueles violaciones de los derechos humanos y la búsqueda de la paz; entre la apatía y la complicidad de muchos sectores institucionales, y la presión internacional para contener la violación de los derechos humanos; entre la crisis institucional y los consensos reformistas; entre la expansión de los grupos armados y la fragmentación del territorio. En ese tránsito entre extremos se configuraron zonas intermedias en las que se gestaron iniciativas colectivas, religiosas y gubernamentales que se orientaron a menguar la crisis.
En esa década se empezaron a visibilizar alarmantes cifras sobre violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos; la población civil se convirtió en blanco de las acciones violentas; se pusieron en práctica e intensificaron modalidades delictivas como la desaparición forzada y la limpieza social; se registraron hechos que marcaron para siempre la vida nacional como la toma del Palacio de Justicia; se cristalizó la unión entre narcotráfico y terrorismo que arrinconó a la ciudadanía y sometió a la institucionalidad; se persiguió sin compasión al diferente y opositor, al punto de liquidar la esperanza que representaban miles de integrantes de la Unión Patriótica, un partido político que optó por lo alternativo; y se establecieron alianzas perversas entre la ilegalidad y la legalidad, justificadas en liberar al orden social de la amenaza comunista.
En esa degradación dada por el tránsito por los extremos, emergieron iniciativas que denunciaron y obligaron a que el mundo girara sus miradas hacia el país; las voces solitarias se encontraron y se organizaron, crearon sus propios espacios, acudieron a instancias internacionales y presionaron reformas legales e institucionales. De esos extremos se ocupa este artículo, cuyo recorrido no se hace cronológicamente sino a partir de los aspectos que evidencian el fortalecimiento de la defensa de los derechos humanos.
De la seguridad nacional a la democracia restringida
De los extremos de la violencia y la degradación surgió una profunda transformación de la defensa de los derechos humanos, que se empezó a configurar justo cuando iniciaba la década. El 27 de febrero de 1980 el M-19 se tomó la Embajada de la República Dominicana en Bogotá, en momentos en que un grupo de diplomáticos asistía a un evento conmemorativo de la independencia de ese país centroamericano. Inicialmente el grupo subversivo demandaba al gobierno, en cabeza de Julio César Turbay Ayala, la liberación de unos 300 presos políticos. Era un tema álgido; de hecho, el país se encontraba bajo el régimen del Estatuto de Seguridad, Decreto Extraordinario 1923 de 1978, expedido por Turbay bajo la excusa de contrarrestar la actividad subversiva, pero que derivó en constreñir cualquier forma de movilización social.
Colombia se encontraba en una inestabilidad social e institucional, ahondada en especial por el crecimiento del movimiento subversivo, capaz de desafiar las estructuras con actos como el robo de las armas del Cantón Norte de Bogotá, a finales de 1978. Además, los ecos del paro cívico nacional, llevado a cabo el 14 de septiembre de 1977, retumbaban ante la inconformidad social y laboral. El gobierno hizo uso de los poderes que otorgaba la legislación extraordinaria para reprimir todo aquello que oliera a contradicción, a costa de la suspensión de las garantías y de la limitación de los derechos individuales.
La expedición del Estatuto de Seguridad se dio al amparo del Estado de Sitio, consagrado por el artículo 121 de la Constitución de 1886, durante el gobierno de Julio César Turbay Ayala. En sus 16 artículos1 se institucionalizaron nuevos delitos relacionados con el control del orden público y el mantenimiento de la seguridad, y se aumentaron las penas hasta por 30 años; a los gobernadores y alcaldes se les reconocieron competencias para prohibir desfiles y reuniones públicas, entre otros asuntos; a los comandantes de estaciones de policía, inspectores de policía y alcaldes se les entregaron facultades jurídicas para algunos de los delitos creados por la norma, al igual que a comandantes de brigada, fuerza naval o base aérea; el Estatuto de Seguridad permitió que la justicia penal militar, mediante Consejos de Guerra Verbales, llevara a cabo el juzgamiento de civiles; de igual manera, estableció controles a las transmisiones de los medios de comunicación y abrió la posibilidad de que el Estado recobrara transitoriamente el dominio de frecuencias o canales de radiodifusión explotadas por particulares. Detrás de su fundamentación sobre protección de la vida y la seguridad en el país, se restringieron las libertades, se posibilitó la sospecha frente a la opinión política, se judicializó la protesta social y se limitaron derechos elementales como el de reunión y la circulación.
Lo cierto era que el Cono Sur padecía el rigor de las dictaduras militares y nuestro país replicaba sus prácticas, a la luz de la Doctrina de Seguridad Nacional que fue guía ideológica para los ejércitos del continente; en plena Guerra Fría y en un mundo marcado por la lucha entre el occidente capitalista y el campo socialista, las fronteras ideológicas fortalecieron discursos para proteger al Estado del enemigo interno, concepto aplicable “[…] indistintamente a cualquier persona que fuera señalada como comunista o simplemente como inconforme y que por este solo hecho es considerada como parte del engranaje de la subversión comunista internacional”2.
De este modo, las fuerzas militares asumieron la tarea de salvación y preservación del orden que, según se denunciaba, era aquel que necesitaba el modelo de desarrollo económico de la Escuela de Chicago: para lograr cabal operatividad requería control policivo para contener la protesta ciudadana, producto de la degradación de las condiciones de vida que producía la entrega a las fuerzas del mercado3.
No obstante, la perspectiva militarista que impulsaba la Doctrina de Seguridad empezó a incomodar los intereses expansionistas de los países industrializados al agravar la crisis internacional; en su lugar se promovió en países como Colombia la teoría de la Democracia Restringida, que se contrapuso a los regímenes militares de estilo dictatorial4, aunque apoyó los estados de excepción, la militarización de la administración de la justicia, la censura de los medios de comunicación, entre otras acciones, para mantener las condiciones estructurales de la dependencia.
En el marco de la política de defensa de los derechos humanos del presidente norteamericano Jimmy Carter, esta teoría abogó por la crítica a las violaciones de los mismos aunque no de las estructuras que las originaban:
No se trata de cambiar los regímenes políticos ni las relaciones sociales y económicas que los originan sino de eliminar y controlar ciertos excesos demasiado represivos, repugnantes al humanitarismo burgués occidental. Se busca así modificar los métodos de gobierno, eliminando ciertos excesos en la represión, pero no se busca ampliar la participación popular ni modificar la situación socioeconómica que hace necesaria la represión5.
Se trató entonces de una teoría que “aparentó apoyar una democracia auténtica pero buscando consolidar los propios intereses”6. Una de sus manifestaciones fue el Estatuto de Seguridad. Con esa norma la persecución se generalizó y con ello la denuncia de los atropellos. No obstante, esos extremos llevaron en Colombia a la transformación de los espacios de denuncia; por un lado, la creación de foros sobre el tema y, del otro, la presión para crear escenarios institucionales y realizar reformas legislativas.
Fortalecimiento de escenarios para la defensa de los derechos humanos
En 1979 el jurista y demócrata conservador Alfredo Vásquez Carrizosa, en la Casa del Florero o Museo de la Independencia, en el centro de Bogotá, advirtió sobre las torturas a los capturados del M-19 por el robo de las armas del Cantón Norte, al tiempo que anunciaba encabezar un movimiento de defensa de los derechos humanos, “para el cual no contaba con pasaje de ida y regreso: se trata de un viaje intelectual y humano sin regreso”7.
Ese viaje se concretó con la creación de escenarios para la denuncia, como el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (CPDH), organización plural que albergó a miembros del Partido Comunista, liberales demócratas, conservadores, e incluso a un miembro del Opus Dei, el jurista José Albendea. El Comité también contó con el apoyo de algunos obispos8.
Uno de los primeros destinos de ese viaje fue el I Foro Nacional de Derecho Humanos, realizado del 30 de marzo al 1 de abril de 19799, para el cual el CPDH fue el encargado de adelantar las denuncias públicas y desarrollar iniciativas para presionar la derogatoria del Estatuto de Seguridad y la libertad de los presos políticos, esfuerzo iniciado por Alfredo Vásquez Carrizosa ya que había actuado como mediador en la toma de rehenes de la Embajada de República Dominicana, donde se logró un acuerdo que se tradujo en la libertad de centenares de presos políticos y en la suspensión, aunque no derogación, del Estatuto de Seguridad10.
Ese primer Foro se realizó en medio de reiteradas denuncias “[…] sobre detenciones y allanamientos indiscriminados, con vulneración del derecho de defensa y la aplicación de distintas formas de torturas físicas y psicológicas en las investigaciones a cargo de la Justicia Penal Militar”11, que se evidenciaron en el Informe de la Comisión Investigadora de la Cámara de Representantes, pruebas periciales del Instituto de Medicina Legal y testimonios relativos a su utilización en zonas rurales, urbanas e indígenas. De igual modo, se expusieron atropellos contra campesinos e indígenas, que se reflejaron en la declaración de tortura de un líder indígena12, usurpación de parcelas y viviendas, y robo y despojo por parte de terratenientes y mandos miliares de ganado, víveres y utensilios, entre otras acciones. Se manifestó que la presencia militar en zonas rurales e indígenas buscaba fundamentalmente eliminar el derecho de asociación: “Dentro de estas circunstancias todas las organizaciones, asociaciones, sindicatos, cooperativas, etc., están siendo brutalmente reprimidas, sus principales dirigentes encarcelados y torturados o asesinados”13.
En ese contexto, el Foro denunció el carácter anticonstitucional y antidemocrático del Estatuto de Seguridad y “[…] la aplicación arbitraria del artículo 28 de la Constitución para ordenar aprehensiones y retenciones de orden del Gobierno Nacional”14; los participantes consideraron que el juzgamiento de delitos comunes o políticos por parte de tribunales militares reñía con la concepción del Estado de Derecho15, y el procedimiento de consejos verbales de guerra no era apto para el ejercicio práctico del derecho de defensa en debido proceso, así como la supresión del recurso de apelación de condenas impuestas por comandantes miliares, inspectores, alcaldes o gobernadores.
Con la creación de los foros no solo se evidenciaron avances en la organización de los defensores de derechos humanos y en la sistematización de las denuncias, sino en su capacidad propositiva al estimular reformas legislativas que coadyuvaran a mitigar el deterioro de los derechos humanos. De hecho, durante el II Foro Nacional de Derechos Humanos, realizado en 1980, además de analizar y socializar las denuncias de Amnistía Internacional, se promovió una Ley de amnistía general para los detenidos por causas políticas, que llegó al Congreso de la República mediante la acción de Gilberto Vieira, parlamentario y secretario general del Partido Comunista, y del intelectual de izquierda Gerardo Molina.
El esfuerzo se tradujo en la Ley 37 de 1981, por la cual se declaró una amnistía condicional; la norma establecía en su artículo primero que se concedía “[…] amnistía a los colombianos, autores o partícipes de hechos que constituyan rebelión, sedición o asonada, y delitos conexos con los anteriores, cometidos antes de la vigencia de la presente Ley”16, pero no al “[…] secuestro, la extorsión, el homicidio cometido fuera de combate, el incendio, el envenenamiento de fuentes o depósitos de agua, y, en general, con actos de ferocidad o barbarie”16.
En su artículo 11, la Ley precisaba que se extendía el beneficio de amnistía a quienes se encontraban privados de la libertad, procesados o condenados por los delitos de rebelión, sedición o asonada y delitos conexos con los anteriores, con la excepción contemplada en el artículo 1; sin embargo, planteaba que el gobierno decretaba la iniciación del trámite para otorgar la amnistía “según el buen desarrollo que para la recuperación de la paz haya tenido la presente Ley”16.
Esos dos artículos generaron la mayor resistencia por considerar que dejaban por fuera grande parte de los alzados en armas y de los presos políticos. El primero porque excluía la conexidad teniendo en cuenta que “[…] la rebelión conlleva, para no ser ilusoria, la ejecución de hechos violatorios de otras disposiciones de la ley penal y porque todas las amnistías cobijaron no solo delitos conexos sino comunes”17. El otro artículo, es decir el 11, por plantear una amnistía restrictiva y facultativa del gobierno18. También se criticaba que la Ley condicionaba la amnistía a la entrega de las armas y la manifestación de voluntad de reincorporarse a la vida civil de los insurgentes19.
Cuando Belisario Betancur llegó al poder reintegró la Comisión de Paz20, creada y disuelta durante el gobierno de Turbay Ayala, y le dio vida mediante el Decreto 2711 de 1982. La Comisión estaba integrada por 40 personalidades de diferentes sectores y perspectivas políticas. Las temáticas de las que se ocupaba se relacionaban con opciones de recuperación y desarrollo de las regiones, mejoramiento de la seguridad y justicia, promoción de la eficiencia de gasto público y de la actividad del sector privado para atender necesidades básicas de la población, y, especialmente, de incorporación de áreas y estamentos a la vida política, económica y social del país, dentro del maro del Estado de derecho, para dar cabida a otras realidades y demandas21.
Ante el Congreso de la República, el presidente Betancur le solicitó a la Comisión presentar alternativas de acción al Ejecutivo o a las demás ramas del Poder Público, para que “[…] los agentes subjetivos de la subversión puedan incorporarse a la clara normalidad de su patria que los espera” y a los congresistas la definición de una amnistía22.
De esta forma, y con mensaje de urgencia, se dio trámite al proyecto de amnistía, que acogió la iniciativa del senador Gerardo Molina23 En noviembre de 1982 se expidió la Ley 35 que, a diferencia de la expedida durante el gobierno de Turbay Ayala, estableció una amnistía sin condiciones, al no exigir que los autores de delitos políticos tuvieran que acogerse a ella. Definió como delitos políticos la rebelión, sedición o asonada y los conexos con ellos por “haber sido cometidos para facilitarlos, procurarlos, consumarlos y ocultarlos24”. Acentuó algunas penas previstas en el Código Penal para los detentadores de armas de guerra, y extendió el beneficio de amnistía a quienes eran procesados y estaban condenados; solo se excluyeron a los autores de homicidios si eran cometidos con sevicia o colocando a la víctima en situación de indefensión o inferioridad, o aprovechándose de esa situación25. Gracias a esta Ley recobraron la libertad unos 1.500 detenidos por cuenta del Estatuto de Seguridad. Fue en esa administración que dejó de utilizarse esa legislación.
Presencia en escenarios institucionales
La actuación de los defensores de derechos humanos también se consolidó en espacios institucionales, como la Comisión de Paz, conformada por el presidente Belisario Betancur. Si bien su función primordial se relacionaba con propuestas para fortalecer la democracia y la paz, el espacio se aprovechó para abordar un tema de gran preocupación dadas sus implicaciones: la actuación de grupos paramilitares y la vinculación de algunos integrantes de la Fuerza Pública con esas organizaciones ilegales.
Los comisionados mencionaban la participación del MAS (Muerte a Secuestradores) en desapariciones, asesinatos, amenazas contra sacerdotes, secuestros de sindicalistas, incluso en casos concretos como el ocurrido en Amalfi, Antioquia, “donde pasearon los cadáveres de ocho campesinos colgados de un helicóptero”26. Las denuncias se presentaban ante el Procurador General de la Nación, Carlos Jiménez Gómez, que anunciaba la apertura de las investigaciones y de los equipos especializados dispuestos para tal fin27.
En 1981 el M-19 secuestró a Martha Nieves Ochoa, hija del caballista Fabio Ochoa y hermana de Juan David, Fabio y Jorge Luis, vinculados al narcotráfico. De manera inmediata, los narcotraficantes decidieron crear el MAS y con ello se selló su ingreso al conflicto armado colombiano28; aunque se ha atribuido este hecho a la aparición del paramilitarismo, lo cierto es que su surgimiento se ubicó en las estrategias de lucha contrainsurgente contempladas en la Doctrina de Seguridad Nacional29 y que impulsaron la conformación de grupos armados al margen de la ley que operaron conjuntamente con agentes del Ejército y las elites locales que armaron sus ejércitos privados30.
La vinculación entre integrantes de la fuerza pública y el MAS fue confirmada en 1983 por el Procurador Carlos Jiménez Gómez, luego de investigaciones desarrolladas por equipos especializados en Cimitarra, Arauca, Puerto Boyacá, La Dorada, Puerto Triunfo, Puerto Berrío, Estación Cocorná, Medellín y Cali. De inmediato, la acusación fue rechazada por los militares en retiro que aseguraban que su “único delito ha sido velar por la paz y la seguridad de la patria”31; pese a ello, el Procurador se esforzaba por evidenciar el alcance de un fenómeno que convirtió al país en un escenario de represión, persecución, muerte y dolor.
El MAS no es, a mi juicio, una organización nacional, de ninguna filiación o procedencia, sino el producto difuso de una explosión social, a la cual vierten sus designios una serie muy numerosa de intereses convergentes, canalizados desigualmente por más o menos amplios estamentos sociales; es el mote con que victimarios, víctimas y testigos de nuestra sociedad estupefacta denominan un cierto tipo de delincuencia que se generalizó como respuesta a un cierto tipo de problemática socioeconómica y política. Pero se engaña la opinión nacional cuando piensa que esta mentalidad y tipo de delincuencia siguen limitadas en sus objetivos en la forma que indica su nombre; lo que empezó bajo la divisa de muerte a los secuestradores se abrió luego a todo otro tipo de delito, de represión y de víctima y se convirtió en muerte a todo el mundo, a cualquiera, por todo, por los más diversos motivos32.
Tildar de auxiliador de la guerrilla se convirtió entonces en una práctica generalizada contra todo aquel que osara a blandear la bandera de los derechos humanos.
En esta década el defensor de derechos humanos en Colombia era una persona reconocida por la defensa de los presos políticos, entre los que se encontraban líderes obreros, agrarios y sindicales; dentro de este contexto eran señalados por su afinidad política con la izquierda y por ende fueron etiquetados como guerrilleros. La ONG Human Rights Watch en un informe de los años 80 daba cuenta de que la Procuraduría había registrado más de 240 asesinatos políticos por parte del MAS, entre cuyas víctimas se encontraban funcionarios electos, finqueros y líderes comunitarios33.
Además de defensores de derechos humanos y líderes de izquierda, los paramilitares declararon como objetivo militar a aquellos que fueran catalogados como anormales sociales. Con ello la persecución cambió de táctica: de la tortura hacia la eliminación física, la desaparición forzada y la limpieza social.
Trascendiendo fronteras
A los espacios que visibilizaron las violaciones masivas y sistemáticas se unió la labor de organizaciones de juristas que denunciaron la aplicación de la tortura en establecimientos militares, labor que fue apoyada por misiones internacionales de derechos humanos y que fue determinante para establecer la responsabilidad de muchos agentes del Estado.
Precisamente, el salto que se dio al ámbito internacional es otro aspecto donde se evidencia el fortalecimiento de la defensa de los derechos humanos en los años estudiados. En ese esfuerzo la experiencia de Chile y Argentina fue clave. Las organizaciones defensoras de esos países tenían experiencia en la denuncia ante organismos internacionales como la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y las de Colombia siguieron ese camino como respuesta a los reducidos avances ante las instancias nacionales.
El vínculo entre demanda y denuncia en el marco normativo que ofrecen los tratados internacionales se fue constituyendo en la década de 1980 en un escenario determinante para la actuación independiente o colectiva de abogados especializados34. Acudir al escenario exterior presionó la respuesta de organismos internacionales como contenedores de las graves violaciones: “[…] se difundió en el mundo que en Colombia se violaban los derechos humanos, ese ha sido el triunfo de las ONG, que se conociera internacionalmente, con lo cual las cortes internacionales actuaran”35.
Un antecedente de lo anterior lo constituyó el primer informe que en 1980 Amnistía Internacional36 produjo sobre la situación del país en materia de derechos humanos. Se trató del resultado de una misión que el presidente Turbay Ayala había solicitado.Allí se estableció “[…] la existencia de 35 centros donde, según informes, se practicaba la tortura, incluyendo las Cuevas de Sacromonte y la Escuela de Caballería en Usaquén, región de Cundinamarca, y La Remonta y el Batallón Pichincha en Cali, Valle del Cauca”37. La Misión aseguró recibir denuncias de torturas psicológicas, palizadas, quemaduras, uso de drogas y choques eléctricos. De igual manera, el informe hizo referencia al encarcelamiento y asesinatos en zonas campesinas militarizadas y resguardos indígenas; arresto y hostigamiento a sindicalistas mientras realizaban actividades gremiales; y ausencia de garantías efectivas contra la detención arbitraria. Ante la contribución del estado de sitio a la escalada de violaciones de derechos humanos, Amnistía Internacional solicitó al gobierno de Turbay Ayala la suspensión del mismo, así como la abrogación del Estatuto de Seguridad, “[…] bajo el cual una variada gama de delitos, incluso el mal definido de “perturbación del orden público”, se coloca bajo la jurisdicción militar”37.
Pese a que los defensores de derechos humanos advertían abiertamente sobre el deterioro durante los gobiernos de Belisario Betancur (1982-1986) y Virgilio Barco Vargas (1986-1990), también resaltaban que las instancias intergubernamentales estaban concentradas en las dictaduras del Cono Sur y en los conflictos centroamericanos; se aclaraba, no obstante, que otra era la disposición asumida por organizaciones no gubernamentales internacionales:
Varias de ellas visitaron el país a finales de los 80, entre ellas la Comisión Andina de Juristas y Americas Watch. En febrero de 1989 se realizó en Ginebra, al inicio de las sesiones de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, una importante conferencia sobre Colombia, a la cual asistieron tanto organizaciones no gubernamentales como funcionarios de gobiernos. La hora del apacible anonimato estaba por terminar38.
Pero poco a poco se empezaron a percibir voces de los organismos intergubernamentales. Para la época observada se destaca la actuación que se llevó a cabo ante la Corte Interamericana por el caso de la médica Olga López Roldán, quien fue torturada durante la detención de la que fue objeto al ser sindicada de pertenecer al M-19. Siguieron muchas más que motivaron fuertes pronunciamientos de organismos de derechos humanos del continente y de Europa, y de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas.
Sumado a ello, en la década observada se resalta la visita de órganos que rindieron informes como el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas en 1988 y el Relator sobre Ejecuciones Extrajudiciales, Sumarias o Arbitrarias en 1989.
En el primero se concluyó que en la mayoría de los casos “[…] las pruebas indirectas permiten sospechar -y las informaciones disponibles demuestran- la participación de unidades de las fuerzas armadas o de los servicios de seguridad en las desapariciones forzadas o involuntarias”39, aunque se aclaró que el Grupo de Trabajo no se ocupaba de la responsabilidad de las desapariciones en casos concretos. Además de ello, el informe destacó que pese a que ese Grupo tenía 672 casos de desapariciones, la Procuraduría reportaba 962 durante los últimos cinco años y fuentes no gubernamentales aseguraban que había unas 500 desapariciones seguras y unas mil probables; frente a eso, resultaba difícil obtener datos concretos, en especial por el temor de los familiares para denunciar y los débiles sistemas de comunicación en el sector rural que restringían el acceso a la justicia. De igual modo, se advertía que la impunidad podía acelerar la espiral de violencia y se denunciaba la legislación sobre seguridad emitida durante el gobierno de Barco Vargas, pues al parecer disminuía “la protección jurídica del ciudadano frente a los abusos de la fuerza pública”39 y podía llevar al fenómeno de la desaparición per se. También se abogaba por una revisión de los poderes policiales de las fuerzas armadas en los servicios de seguridad y por la inclusión de la desaparición como delito aparte en el Código Penal, tal y como lo proponía el procurador general. Por último, se criticaban trabas de procedimiento que impedían la interposición del recurso de hábeas corpus en casos de desaparición, así como el funcionamiento de la justicia penal militar en cuanto a denuncias formuladas contra algunos oficiales del ejército por abusos de derechos humanos, toda vez que pocos habían sido declarados culpables y las penas eran leves.
Pese a las denuncias, el informe resaltaba las acciones gubernamentales sobre formación e información con respecto a derechos humanos, la recuperación del sistema de personeros por su labor en la promoción y defensa de los derechos humanos, la capacitación de los miembros de las fuerzas de orden público “para que se atengan en su trabajo a lo dispuesto por la ley”39, y la valerosa actitud de los activistas de derechos humanos en Colombia, para quienes pedían reconocimiento, apoyo y protección.
Entre tanto, el Informe del Relator Especial sobre Ejecuciones Sumarias o Arbitrarias en 1989 resaltaba cómo los grupos paramilitares eran “la fuente principal de violaciones del derecho a la vida en la sociedad colombiana”40, al tiempo que denunciaba la contribución de dichas organizaciones a la impunidad. En referencia a un informe del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), resaltaba que en Puerto Boyacá se valían de la Asociación Colombiana de Ganaderos del Magdalena Medio (ACDEGAM) como fachada para sus actividades ilegales; mencionaba para la época la existencia de 140 grupos paramilitares que actuaban, vinculados con elementos de las fuerzas armadas y de la policía, “[…] en algunos casos los militares o los policías fingen no percatarse de lo que hacen los grupos paramilitares o los apoyan, concediendo salvoconductos a sus integrantes o impidiendo las investigaciones”41.
A partir del documento del DAS, a propósito de la masacre de La Rochela, ocurrida a comienzos de 1989 en Santander, y en donde murieron 15 funcionarios judiciales, el informe destaca el testimonio del Director del Departamento Nacional de Investigaciones, según el cual lo que más le preocupaba era que las investigaciones que dirigía revelaban cada vez más pruebas de indulgencia, tolerancia y apoyo para con los grupos de extrema derecha por parte de miembros de la Policía y del Ejército.
En el Informe se enunciaban esfuerzos gubernamentales para enfrentar al paramilitarismo, tales como la creación de una comisión asesora y de fuerzas especiales, las sanciones para los financiadores de los grupos paramilitares42 y la desvinculación de cuatro oficiales de policía culpables de causar la desaparición de personas y de los delitos de tortura y asesinato, como el “[…] coronel Luis Bohórquez Montoya, Comandante de Puerto Boyacá, destituido por sus relaciones evidentes con los grupos paramilitares de la región, así como el Coronel Diego Hernán Velandia Pastrana, Comandante del Batallón Santander de Ocaña”42.
Sin embargo, el relator pedía empeños más enérgicos del gobierno para enfrentar el paramilitarismo, al igual que fortalecer la administración de justicia, ejecutar programas para mejorar las condiciones económicas y sociales de campesinos y obreros, y propender por el reconocimiento de partidos políticos, sindicatos, educadores y organizaciones no gubernamentales, contra quienes parecía haber “[…] una campaña sistemática por parte de los grupos paramilitares y de extrema derecha para eliminar o desbaratar esas organizaciones”42.
Estas posiciones de los organismos intergubernamentales no fueron casuales; desde mediados de los ochenta los defensores de derechos humanos43 alertaron sobre la intensificación de modalidades delictivas como la desaparición forzada del opositor político44 y las ejecuciones sumarias, al igual que la práctica de exterminio contra poblaciones marginales, conocida popularmente como limpieza social. Sobre esos hechos, el procurador de ese entonces, Carlos Jiménez Gómez, denunció que entre 1984 y 1985 se había registrado un incremento del 129%.
En adelante, las cifras continuaron creciendo, sobre todo las relacionadas con víctimas de la violencia política: de 1980 a 1989, los asesinatos aumentaron 2.510%; los casos de desaparición, 1.543%; y los de tortura, 80%45. La Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz registró en 1988, 7.173 víctimas de asesinato o desaparición forzada; y en 1989, 4.035. Incluso, entre 1986 y 1990 se presentaron 28 casos de falsos positivos, incluidos 12 desaparecidos del Palacio de Justicia46.
Jesuitas y defensa de los derechos humanos
El fortalecimiento de la defensa de los derechos humanos en el periodo observado también fue posible gracias a la vinculación de algunos sectores de la Iglesia católica, que dieron un giro justamente en esa época aciaga: de bajo perfil, explicado por su identificación con el régimen bipartidista y por su incapacidad de afrontar creativamente los retos que surgen de los cambios del país47, a una oposición a las estructuras estatales que atentaban contra la dignidad humana.
Ese cambio, no obstante, fue gradual. Se empezó a gestar en las décadas de 1960 y 1970 cuando soplaron en el continente los vientos de la justicia social y la sociedad civil se organizó en torno a ese discurso, pese a los sistemas represivos existentes. El mundo católico asistía a cierto derrumbamiento de los muros que distanciaban a la Iglesia con la realidad gracias al Concilio Vaticano II y luego, en 1968, a la Conferencia del CELAM en Medellín que marcó para el episcopado latinoamericano una ruptura con la indiferencia frente a las injusticias sociales. Esas disposiciones se constituyeron en la fuente de la Teología de la Liberación, definida por el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez y el presbítero brasilero Rubem Alves como discurso cristiano que optaba por el pobre y que potenciaba procesos de liberación social.
En relación con las transformaciones de la Iglesia colombiana con la defensa de los derechos humanos, los estudiosos del tema definen tres etapas entre los años de 1940 a 199048. La primera marcada por un compromiso con el Partido Conservador y resistencia a concepciones liberales y tendencias socialistas; en la reforma constitucional de 1957, conocida como la reforma plebiscitaria y ampliamente criticada por restringir la democracia, se reconoció a la Iglesia católica como elemento esencial de orden social. La segunda, por el apoyo al Frente Nacional49. Y la tercera, por un mayor compromiso y autonomía de la jerarquía, reflejados en el hecho de que muchos miembros de la Iglesia se vincularon a la lucha por la paz y la defensa de los derechos humanos: “[…] las décadas del sesenta y setenta muestran a Camilo Torres, al Grupo Golconda y a los Sacerdotes por el Socialismo en franco enfrentamiento con las directrices de la Iglesia”.
A comienzos de 1970 la Compañía de Jesús dispuso crear en Latinoamérica centros de estudios sociales, como el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP). Eso coincide con la evolución que experimentaron las organizaciones no gubernamentales (ONG)50 en el país ya que si entre comienzos del siglo XX hasta 1960 casi la mitad de estas organizaciones eran de carácter asistencialista, entre 1961 y 1980 casi el 26% se orientó a la prestación de servicios y ejecución de planes de desarrollo y de fortalecimiento de tejido social, y tendían a adoptar una actitud contestataria hacia el Estado.
La década de los 70, periodo de crisis políticas y económicas, con alto grado de dominación política autoritaria, sirve de escenario para la aparición creciente de nuevas ONG cuyos recursos humanos y financieros provienen de la Iglesia Católica, las universidades y los partidos políticos de oposición. Estas ONG asumen en la mayoría de los casos un papel de “resistencia y denuncia” volviéndose contra el Estado e identificándose ellas mismas como “Sociedad civil”51.
En un principio, el CINEP se enfocó en el tema de justicia social pero con el paso de los años dirigió su mirada hacia los derechos humanos ante la persecución de líderes sociales señalados de comunistas, especialmente durante la administración de Turbay Ayala. Ello sucedió pese a que se reconoció una solidaridad tácita de altos jerarcas de la Iglesia con ese gobierno, no obstante las permanentes denuncias de los excesos de las fuerzas armadas en la aplicación de medidas para combatir la subversión y, de paso, la protesta popular.
En los 80 el CINEP se sentía aislado realmente; dentro de la Iglesia nos acusaron de comunismo, que era el Partido Comunista el que defendía los derechos humanos, que el CINEP estaba colaborando con los comunistas, los derechos humanos era una reivindicación comunista; el Cardenal de Bogotá Aníbal Muñoz Duque quiso cerrar al CINEP pero no pudo porque en Roma nos defendieron otras personas y entidades, además la Compañía de Jesús se podía defender. Pero si hubiera sido por el Cardenal de Bogotá esto se hubiera cerrado35.
En una posición similar, la Iglesia se mostró reacia a las propuestas de paz que se dieron durante el gobierno de Belisario Betancur pues se consideraba, aunque no de forma explícita, que las negociaciones de paz eran una claudicación del Estado frente a la subversión; de hecho, la Conferencia Episcopal se negó a dialogar con la Comisión de Paz. Claro está que no fue una posición unánime; sobresalieron fuertes distanciamientos como el del obispo de Florencia, Monseñor Jorge Luis Serna Alzate8.
CINEP fue el centro de discusión de todos los defensores de derechos humanos, las reuniones en las que fueron apareciendo organizaciones comenzaron aquí a raíz de la persecución que estaba haciendo el Estado, en concreto los servicios de seguridad del Ejército que estaban investigando al CINEP porque nos habían involucrado en el asesinato del ex ministro Rafael Pardo Vuelvas. Entonces, se tuvieron reuniones con defensores, con el doctor Vásquez Carrizosa, con la prensa […] todos se reunían aquí, era como el núcleo seguro donde se podían hablar esas cosas desde todos los puntos de vista35.
Pero después de la resistencia llegó el giro. En 1986 la Conferencia Episcopal creó la Comisión por la Vida, la Justicia y la Paz; la Pastoral Social del Episcopado Colombiano se unió con el CINEP para realizar actividades por la defensa de los derechos humanos, como la Semana por la Paz; en el gobierno de Barco se consultó su disponibilidad para el diálogo con grupos subversivos y se dio un ofrecimiento de mediación. En los años siguientes cambió el discurso frente a la valoración de los movimientos sociales y las protestas sociales, actuó como mediadora en acercamiento a grupos guerrilleros, propició investigaciones sobre desplazamiento forzado, impulsó la Asamblea Permanente por la Paz, entre muchas otras acciones.
De todas maneras, se debe observar que el conflicto armado tocó las puertas de la Iglesia. En 1989 fue asesinado el obispo de Arauca, monseñor Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, atribuido al ELN por su cercanía con el Ejército; a comienzos del siglo nuevo, la cifra de asesinados en el marco del conflicto llegaba a 43 sacerdotes, dos religiosos y dos misioneros, además de 4 obispos secuestrados, 9 sacerdotes y un misionero. Pero indudablemente, el contacto con el sufrimiento de las víctimas del conflicto armado permitió nuevas lecturas, que también fueron influenciadas por la visita de Juan Pablo II en 1986 y el pronunciamiento de Pax Christi en 1989 sobre violación de derechos humanos. De ese compromiso por la defensa de los derechos humanos se exaltan el programa en el Magdalena Medio, las actividades de las Diócesis de Barranca, Socorro, San Gil y Quibdó, y la creación de la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz, en 19888.
También se resalta el trabajo del CINEP que se concentró en documentar las violaciones de los derechos humanos. En un principio se observaba el tema como un problema de naturaleza social, asociado a los abusos de poder; luego se fue ajustando a la teoría y a la jurisprudencia de los derechos humanos. El propósito fue construir memoria histórica y documentar casos que se pudieran judicializar por parte de abogados especialistas52.
Opción política contra la represión
De manera simultánea al fortalecimiento que experimentó la defensa de los derechos humanos en la década de 1980, también se debe observar cómo algunos sectores hicieron de esta una herramienta para hacer oposición al régimen excluyente y represivo mediante la participación política.
Ello se empezó a gestar en los primeros años de 1980, cuando el paramilitarismo se encontraba en su primera fase desarrollo, pero la situación del país estaba marcada por la expansión de los grupos guerrilleros, “de la zonas periféricas del sur, donde nació, hacia las regiones más centrales y el Caribe”53; frente a ello el gobierno de Belisario Betancur buscó una salida negociada al conflicto. En 1984 se iniciaron los acercamientos con las FARC-EP, el M-19, la Autodefensa Obrera (ADO) y el Ejército Popular de Liberación (EPL), y en abril de ese año se firmaron con las FARC los acuerdos de la Uribe y se declaró el cese al fuego54. Esto se dio en medio de la intención de unidad de grupos guerrilleros en la Coordinadora Nacional Guerrillera de la cual hicieron parte el M-19, el Quintín Lame y el Frente Ricardo Franco, disidente de las FARC. Posteriormente, en agosto, se firmaron acuerdos de cese el fuego con M-19, el EPL y la ADO. Sin embargo, ante el incumplimiento de los pactos que alegaban las dos partes, en 1985 se suspendió el proceso.
De ese acuerdo surgió la Unión Patriótica UP; “[…] su objetivo era la construcción de un proyecto político capaz de canalizar las manifestaciones de protesta social de diversos sectores de lucha por las reformas políticas, económicas y sociales a través de la vía electoral que coincidía con la novísima elección popular de alcaldes y gobernadores”55. Un factor que se considera decisivo en la crisis de los ochenta estuvo asociado al débil sistema político, heredero de los vicios del Frente Nacional (1958-1974). Este pacto privilegió la exclusión y la intolerancia, no solo política sino social “[…] en la medida en que toda demanda popular fue visualizada como desestabilizante, producto de agentes subversivos y fuerzas foráneas enemigas del país”56. A esto se sumó la pérdida de legitimidad del sistema bipartidista debido al afianzamiento de prácticas clientelistas y corruptas, y las dificultades que ocasionaba el modelo centralista que profundizó la Reforma del 68.
La crisis institucional se extendió lentamente después del Frente Nacional y encontró en la década de 1980 su máxima expresión. La nación reclamaba cambios y las protestas y las movilizaciones sociales no se hicieron esperar. De un lado las campesinas, con las marchas del nororiente; de otro, las cívicas, orientadas por la instalación de servicios públicos y cambios estructurales del aparato estatal: del 58 al 66, se realizaron 16 paros cívicos. Del 71 al 81, 138 paros cívicos (13 por año). Del 82 al 89, 218 paros (30 por año). Durante la administración de Betancur se llevaron a cabo 97 paros; durante los tres primeros años de Barco, 121 paros57.
Además, las manifestaciones relacionadas con la reivindicación de derecho a la vida aumentaban, un 6,5% durante la administración de Betancur y en un 18% en la de Barco Vargas57, al igual que las denuncias contra el poder que tenían los militares en la vida institucional, en especial por su actuación en la toma del Palacio de Justicia, en noviembre de 1985, que generó la investigación y la sanción de algunos de los mandos participantes en la retoma por la desaparición de algunos de los sobrevivientes del holocausto58.
En medio de ese panorama, en 1986 la UP realizó su primera participación electoral y obtuvo una alta votación: cinco senadores, nueve representantes a la Cámara, catorce diputados, 351 concejales y 23 alcaldes. Pero la respuesta a semejante victoria fue el plan Baile rojo, que consistió en asesinar a cada uno de los elegidos de la UP. El baño de sangre comenzó con el representante a la Cámara Leonardo Posada Pedraza, en Barrancabermeja; luego con el senador Pedro Nel Jiménez Obando, en Villavicencio. Entre 1985 y 1986 se registraron 230 homicidios. En el 87, 100. En el 88, 300. En el 89 se dio el desplazamiento de militantes a nivel interno y países fronterizos (Venezuela y Ecuador), Europa y Estados Unidos. En 1993, se contabilizaron 2.200 homicidios, de los cuales se documentaron 1.163 y 123 casos correspondieron a desaparición forzosa59. Ante la persecución, Braulio Herrera e Iván Márquez decidieron regresar a las filas guerrilleras. “Hasta 1993 a la Unión Patriótica le habían asesinado dos candidatos a la Presidencia de la República, siete congresistas, trece diputados y once alcaldes, 69 concejales y alrededor de 1.300 dirigentes y militantes de base, verificados hasta ese momento en los archivos de la UP en Bogotá”60.
El genocidio contra la UP se dio al mismo tiempo que el paramilitarismo se expandía por el territorio colombiano, así como la vinculación de integrantes de las Fuerzas Armadas: “El informe del entonces Procurador General de la Nación Carlos Jiménez Gómez y la revelación de los nombres de 163 personas vinculadas a la investigación sobre el MAS, entre ellas 59 miembros en servicio activo de las Fuerzas Armadas, evidenciaron un deterioro de los principios que rigen nuestro Estado de derecho”61.
La acción de los grupos paramilitares se focalizó en los departamentos de Antioquia, Meta, Bogotá y regiones como el Magdalena Medio y la Costa Atlántica. Destacados líderes fueron asesinados como el antioqueño Jesús Abad Gómez, vicepresidente nacional del Comité Permanente de los Derechos Humanos. Sin embargo, al finalizar la década, otro actor se volvió objeto de su persecución: las comunidades, especialmente campesinas, afro e indígenas, cuyas tierras aseguraban ingresos y control territorial; fue así como los paramilitares pasaron a ser los principales incentivadores del desplazamiento forzado en Colombia.
Conclusión
Quien asuma el reto de comprender la compleja realidad colombiana está obligado necesariamente a detenerse en la década de 1980. Fueron los años en los que la violencia alcanzó la máxima expresión; se intensificó la lucha popular, pero también se reprimió; se persiguió sin compasión al opositor; se estigmatizó y asesinó a quien abogó por la dignidad humana; se inició el exterminio de una opción política diferente a la hegemónica; se arrodilló a una nación ante el terror.
Pero también fueron los años en los que de los extremos gobernados por la violencia aberrante, la indiferencia y la pasividad, el péndulo osciló hacia el fortalecimiento de actores, escenarios, mecanismos de denuncia que lograron que los ojos del mundo, enfrascados en otras barbaries, se voltearan y lograran contener los excesos del poder. Fueron los años en los que la defensa por el derecho a la vida se convirtió en una prioridad, hecho que, sin duda, contribuyó a abrir puertas para que en los tiempos siguientes se dieran duras batallas para garantizar derechos de sectores excluidos, como grupos étnicos y mujeres. En ello incidió notablemente el desarrollo de la normatividad internacional con la expedición en 1979 de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, Convención internacional sobre los derechos del niños, en 1989, y el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) para pueblos indígenas y grupos étnicos, también en 1989. Fue la década en la que también se transitó hacia la movilización y la concreción de cambios institucionales que años después se tradujeron en las reformas constitucionales e institucionales con las que se le apuesta a vislumbrar los derechos humanos como camino hacia la consolidación de realidades más justas, incluyentes y respetuosas de la libertad, la igualdad y el bienestar integral.