1. Introducción
Todas ellas […] tienen […] una misma forma de gobierno […]. Cada uno es señor de sí y vive como le da la gana, sin conocer en otro ningún legítimo derecho para que le mande cosa alguna. Y esto es lo que principalmente retarda su conversión, porque es menester ganar a cada uno de por sí […] lo cual no sucedería si tuvieran algún régulo u otro superior a quien estuviesen sujetos […]. Es verdad que tienen todos sus caciques, y ordinariamente es el más valiente o el mejor hablador de cada nación: pero sacando el caso de haber de hacer guerra a sus vecinos o a los españoles, es un título desnudo de toda autoridad para mandar […]. El cacique más respetado y de mayor representación entre ellos ha de ir a cazar y pescar si quiere comer...1
De esta manera, el jesuita Alonso Sánchez describía la forma de gobierno de “las diversas naciones que tenían su hábitat en el Chaco occidental”.2 Decía que no contaban con un superior a quien obedecer y que cada uno era señor de sí mismo. Señalaba que tenían caciques, pero este era un título desprovisto de toda capacidad de mando y agregaba que si el cacique quería comer, debía salir a pescar para procurarse su alimento. Con esta imagen daba cuenta de un rasgo constitutivo de la organización política de los grupos chaqueños: los caciques debían convencer en lugar de ordenar.
Entre ellos y sus seguidores se establecía un vínculo signado por el consenso. Los caciques eran líderes y se era líder por adhesión voluntaria. El líder se destacaba en una serie de destrezas apreciadas por los suyos: podía ser buen cazador o el mejor orador, por ejemplo, tener talento diplomático, tener coraje y conducir a la victoria en la guerra, o reunir varias habilidades. El devenir del contacto con los españoles fue valorizando algunas destrezas por sobre las demás.
Durante la primera mitad del siglo XVIII, las relaciones entre los indígenas del Chaco y los hispanocriollos de las distintas ciudades del Tucumán estuvieron signadas por el enfrentamiento. Luego el conflicto fue disipándose, pero sin desaparecer. Tras las expediciones punitivas que comandó el gobernador Esteban de Urízar y Arespacochaga, entre 1711 y 1713, empezaron a instalarse misiones -también llamadas reducciones o pueblos de indios- en la frontera oriental del Tucumán. Se dio comienzo con San Esteban de Miraflores, para grupos lule, en jurisdicción de Salta. En 1735, se edificó San José de Petacas, de vilelas, en términos de Santiago del Estero. A ellas siguieron San Juan Bautista de Balbuena (con dos parcialidades de lule: toquistineses e isistineses) y Nuestra Señora del buen Consejo de Ortega, para Omoampas, también en Salta; “San Ignacio de indios tobas”, en Jujuy; Nuestra Señora de la Concepción (de abipones), en Santiago; Nuestra Señora del Pilar de Macapillo, con pasaines y atalalaes, en jurisdicción de San Miguel de Tucumán; Santa Rosa de Lima, de grupos mocovíes, otra en Santiago y Nuestra Señora de las Angustias de Zenta, de mataguayos y bejoces, que dependía de Jujuy. Entre 1780 y 1781, los salteños edificaron dos más en el interior del Chaco, pero en términos de Buenos Aires: Nuestra Señora de los Dolores y Santiago de Lacangayé -para indios mocovíes- y San Bernardo el Vértiz -para algunos tobas-. También hubo reducciones en torno a otras ciudades lindantes con los indígenas chaquenses. En Santa Fe se fundó San Jerónimo (de abipones), en 1748, y luego San Xavier y San Pedro (para mocovíes). En jurisdicción de Corrientes se instaló una reducción abipona, que se llamó San Fernando; y cerca de Asunción, San Carlos y Rosario del Timbó (1763, para grupos abipones), y Remolinos (de mocovíes, en 1778).3
En todas ellas se establecieron formas de gobierno similares a las de las ciudades -con caciques gobernadores y principales, y “cabildos de indios”-, a la vez que se procuró instaurar una modalidad sucesoria basada en el derecho de sangre. En dichos oficios se colocaron líderes nativos, intentando traducir -si no homologar- categorías y funciones que no tenían su contraparte entre los indígenas. Además, se les otorgaron símbolos de mando procedentes de la cultura hispanocriolla -como el bastón con puño de metal, que se entregaba en ocasión del nombramiento, o los uniformes militares que se les regalaban-. Pero ninguno -ni los títulos, ni los objetos, ni los líderes a los que se asignaron- cumplió con las expectativas que los españoles depositaron en estos. La ausencia de un jefe que pudiera mandar se vio reflejada en ese ambiente.4 Allí los aborígenes tampoco obedecían órdenes, sin sujetarse a los curas ni a los caciques.
Junto con los jefes principales y los gobernadores, los alcaldes y los regidores indígenas, en los pueblos se encontraban líderes de grupos más pequeños o segmentos de grupos que no se ubicaban en aquellos puestos. Eso se debía, en parte, a la presencia de varias parcialidades en su interior, pero también a la persistencia de la lógica que señalamos recién. Aunque las fuentes tienden a visibilizar a los jefes reconocidos por los hispanocriollos, los otros se hacen presentes en los informes de fuga, cuando se encontraban con expedicionarios que entraban al Chaco o en el sinfín de contactos a que daban lugar las relaciones interétnicas.
En este trabajo nos ocuparemos de los caciques que negociaron con los españoles y se ubicaron con sus seguidores en las misiones o pueblos erigidos en la frontera tucumana -después salteña- del Chaco.5 Sin embargo, incluiremos también aquellos que se establecieron en “Nuestra Señora de los Dolores y Santiago de Lacangayé” y “San Bernardo el Vértiz”, ya que aunque se hallaran en jurisdicción de Buenos Aires, las tratativas previas los habían conectado con la ciudad de Salta y los vínculos posteriores siguieron estableciéndose con ella. Nos interesa analizar el impacto de la experiencia reduccional sobre la autoridad cacical.
A modo de hipótesis, sostendremos que las consecuencias inmediatamente visibles fueron las transformaciones que llevamos apuntadas: la ubicación en puestos de gobierno dentro de los pueblos, la incorporación de símbolos de prestigio hispanocriollos, el afianzamiento de vínculos con las autoridades españolas y hasta la modificación de algunas pautas de comportamiento de los jefes. Sin embargo, la naturaleza del liderazgo indígena no se alteró. No cambiaron los criterios que sustentaron al cacique en su lugar y, por lo tanto, el modo de organización política de estos grupos coexistió con las formas que pretendieron imponer los españoles. En las reducciones, igual que afirma Guillermo Wilde para el caso guaraní, los indígenas conservaron mecanismos dinámicos de construcción de la autoridad, basados en habilidades o prestigio.6 Y es que lo novedoso solo podía incorporarse dentro de las modalidades existentes.
Lejos de trastocarse el carácter de la autoridad indígena plantearemos, por último, que los hispanocriollos tuvieron que acomodarse al tipo de lazo que vinculaba al jefe con los suyos. Ello ocurrió especialmente con los curas encargados de los pueblos, que debieron atender a la relación de consenso que ligaba a sus neófitos. En parte, los caciques y sus seguidores acabarían convirtiéndose en seguidores de los doctrineros -había que “ganar” a cada uno, decía Alonso Sánchez- y si la construcción de esta relación no resultaba exitosa, la estabilidad de los pueblos -y de la misma frontera- podía peligrar.
Pero antes de entrar en tema, caracterizaremos con algo de detalle a los liderazgos en cuestión. Cabe advertir que para eso tendremos en cuenta a los indígenas autónomos del Chaco, incluyendo a los que después se asentaron en las inmediaciones de Santa Fe, Corrientes o Asunción. La razón es que muchos de éstos son parte de las agrupaciones que luego hallaremos reducidas del lado tucumano-salteño.
2. Caciques y líderes chaqueños: algunos rasgos interpretativos
Uno de los primeros y más aceptados trabajos sobre la autoridad en los grupos indígenas de la frontera chaqueña del Tucumán es el de Beatriz Vitar, quien sostiene que durante el siglo XVII, la omnipresencia de la guerra en el Chaco propulsó la consolidación de liderazgos fuertes.7 Los caciques, dice, se forjaron en el desarrollo de operaciones bélicas exitosas y la obtención de botines valiosos. Así que a mediados del siglo XVIII, la autora encuentra estructuras de poder semejantes a las jefaturas, constituidas por grandes confederaciones que dirigían líderes relativamente poderosos y que evidencian importantes transformaciones en la organización política de esos grupos.
Para entonces, la corona española intentó cooptar a estas agrupaciones por medio de la paz. A través de parlamentos, tratados y regalos, se procuró tranquilizar las fronteras y limitar los conflictos. En este proceso, afirma Vitar, emergió un nuevo tipo de cacique caracterizado por su habilidad negociadora.8 A su vez, el trato con los hispanocriollos y sobre todo, la recepción de obsequios que los tenían por destinatarios, permitió a los jefes acopiar esos bienes y reforzar el liderazgo ante su gente. Por ello, agrega, puede hablarse del surgimiento de una jefatura “intervenida” por el poder hispánico y que los caciques chaquenses no solo eran utilizados para las paces, sino que también eran “captados, aislados y manipulados en aras de mantener su fidelidad”.9Además, Vitar asegura que el cacicazgo era hereditario y que fue conformándose una clase política claramente jerárquica, en cuya cúspide se encontraban los nobles, con un status y privilegios que los diferenciaban del resto de la sociedad.10
La acentuación de la tendencia al surgimiento de grandes unidades políticas hacia el siglo XVIII, es compartida por los trabajos de Carlos Paz, centrados en el caso abipón. Si bien matiza los planteos de Vitar, este autor sugiere que para entonces algunos grupos habían alcanzado una organización del tipo de las jefaturas-o se dirigían a ello-, cuyo rasgo distintivo reside en que el poder descansa en una persona que adquiere una posición de carácter permanente en el rol de controlador de la sociedad. También destaca la heredabilidad del cacicazgo; aunque advierte que este debía ser constantemente reforzado, ya que requería de la aprobación de los seguidores. No obstante, el autor afirma que una vez obtenido el cargo, la posición social del cacique era de indudable privilegio.11
En la misma dirección y atendiendo a los guaycurúes -abipones, mocovíes y tobas-, James Saeger destaca la existencia de sociedades de jefatura hacia la segunda mitad del siglo XVIII, con cacicazgos hereditarios -aunque refrendados por los demás indígenas- y una marcada diferenciación entre quienes ocupaban esos roles y el resto de la sociedad. Vale advertir que la experiencia reduccional privilegió, a juicio del autor, el acceso de los líderes guerreros a la jefatura. Ellos, como los oradores más persuasivos del grupo, enmarcaban el debate cuando se discutía la aceptación de la paz y la incorporación a la vida reduccional. Aunque las decisiones se tomaran colectivamente, era el jefe quien negociaba con los españoles.12
Otras investigaciones prefirieron hablar de la existencia de agrupaciones pequeñas, que reconocían la figura de uno o más líderes entre los suyos. Sin embargo, no conservaban una estructura homogénea a lo largo del tiempo: se fraccionaban y rearmaban permanentemente, y sus integrantes tenían una alta movilidad entre un grupo y otro.13 Se trataba de una organización flexible que permitía recurrir, alternativamente, a la fisión o la fusión, según la naturaleza del problema político. Esta última se daba por subordinación o alianzas entre iguales, mientras que la primera se producía en idénticos niveles: un confederado se separaba o se independizaba un cacique subordinado -hecho que con frecuencia, ocurría terminada una incursión a la frontera, a otros grupos o una guerra librada por cualquier razón.14
La base del liderazgo era el consenso, la aceptación del jefe por parte de sus seguidores. Casi todos los trabajos mencionados sostienen que, aun cuando el cacicazgo fuera hereditario, las cualidades personales eran la condición última de acceso a éste. Así, la heredabilidad no constituía un privilegio, sino solo una forma posible de llegar a ser jefe. El cacique abipón Debayakaikín, por ejemplo, tuvo cuatro hijos sin que ninguno alcanzara el lugar social de su padre. Un pariente suyo, Ychoalay, sí llegó a hacerlo, pero solo cuando sobresalió en las capacidades que le valieron seguidores: aprendió de niño a montar a caballo y a manejarlo; trabajó para los españoles como domador de estos animales y como guardián de los campos en Santa Fe, como cochero y peón en viñedos de Mendoza -donde, además, tomó el nombre de su amo, José Benavídez- y aprendió la lengua que le permitiría tratar directamente con el hispanocriollo. Pero sobre todas las cosas, Ychoalay descolló en la guerra. Su doctrinero y amigo, Martín Dobrizhoffer, afirmaba que rápidamente “pasó de compañero a jefe […] y tanto como fue seguido por los suyos, fue temido por los extraños”. Este religioso agregaba que cuando sus rivales lo instaban a la guerra, Ychoalay era movido por “el deseo de borrar rápidamente la celebridad que ellos habían obtenido. De allí que tuviera la costumbre de sacar litigios de los litigios, buscar motivos de riña y promover nuevas peleas”.15 Benavídez también se destacó como cacique negociador; no obstante, mantendría los enfrentamientos con una coalición toba-mocoví encabezada por el cacique Paikín y con otras parcialidades de abipones.16
Aceptando que la base del liderazgo era el consentimiento, nos valdremos de la propuesta realizada por Martha Bechis y diremos que el cacique gozaba de autoridad y no de poder. La autora señalaba que mientras ésta remite “a la habilidad de canalizar la conducta de otros en ausencia de amenaza o uso de sanciones negativas”, el poder es la “habilidad de canalizar la conducta de otros por la amenaza o uso de aquellas”. Y aclaraba que si bien en toda sociedad existen sanciones negativas como el abandono, la suspensión del afecto, de la credibilidad o la venganza, éstas no pueden compararse con la puesta en práctica o la amenaza de uso de la fuerza institucionalizada. Para Bechis, la autoridad se basa en el poder de la persuasión, mientras que el poder se sustentaría en la persuasión que el jefe ejercería por sí mismo.17
Las fuentes también confirman esta característica para el caso chaqueño. Además de la referencia de fray Alonso Sánchez que señalamos al comienzo del trabajo, el jesuita Pedro Lozano decía que los lules del Tucumán vivían divididos unos de otros por familias y que no se sujetaban a Dios ni a los hombres. No a dios, explicaba, porque no le conocían. Tampoco a los hombres, porque aunque tienen sus caciques o curacas, que en otras naciones son los superiores, entre los lules eran tan acatados como los indios más viles, “sin hacer aprecio alguno de ellos, ni guardarles respeto u obediencia”.18 En este sentido, Guilherme Felippe agrega que si existía un liderazgo o un grupo de personas destacadas, ellas no estaban dispuestas jerárquicamente en la agrupación y que no se les reservaba ninguna distinción que expresara prestigio social o la existencia de un cargo independiente de las personas que lo asumieran. Tampoco se les dispensaba un tratamiento honorífico, lo que los mantenía siempre en paridad con los demás miembros del grupo. Así, nadie se sentía obligado a rendir cuenta de sus actos ante el jefe; mucho menos a obedecerle.19
Bechis subrayaba que en estos casos, el mejor diagnóstico empieza siempre por los seguidores. Cuando a ellos les basta retirar su apoyo al jefe para que deje de serlo, entonces vale afirmar que él solo ocupa dicho lugar por sus cualidades personales. Y como señalaba Marvin Harris en Jefes, cabecillas y abusones, al carecer de medios físicos para obligar a obedecer, un cabecilla que quiera mantener su puesto dará pocas órdenes. El cabecilla muchas veces evalúa el sentimiento generalizado sobre un asunto y basa en eso sus decisiones, siendo más portavoz que formador de la opinión general. De lo contrario, corre el riesgo de que la gente se aparte de él o vaya dejando de prestarle atención.20 Y es que en efecto, aquel que consiguiera otro cacique o grupo que lo incorporara, podía abandonar a quien hubiese seguido hasta entonces. De ahí la constante reconfiguración de las unidades políticas y sociales que podía dejar a un líder sin seguidores, al tiempo que también le permitía atraer nuevos adeptos y aumentar su prestigio mediante el despliegue de un conjunto de actitudes y aptitudes.21
Ahora bien, contraponiendo al “jefe” de la Polinesia y el “big man” melanesio -cuya condición se asemeja más a los caciques chaqueños que el primero-, Sahlins aporta información que también contribuye a caracterizar este tipo de autoridad. Si la situación del “big man” no es la de estar instalado en posiciones existentes de gobierno, su logro radica en la potencia de una serie de actos que lo elevan sobre el común y atraen hacia él la lealtad de los demás.22 Así, la autoridad es concedida por adhesión. El liderazgo, afirmaba Sahlins, “es una creación de sus seguidores”.23 Los jefes deben estar preparados para demostrar que poseen la clase de habilidades que les permiten ganarse el respeto: poderes mágicos, capacidad oratoria, bravura para la guerra y el enfrentamiento. En esta dirección apuntaba el jesuita José Jolís, cuando señalaba que los vilelas “viven sin policía alguna en subordinación de unos a otros y aunque tienen curaca y capitanes, eso es solamente para aquello que a ellos les está bien”. Jolís, entonces, destacaba la habilidad guerrera del cacique, al “ir contra el español para sus asaltos” o “para defenderse de otras naciones”. Y además, la capacidad de concertación de alianzas, cuando afirmaba que el líder también era seguido en ocasión de sus borracheras, ya que en ellas se reunían varias bandas, siendo el momento propicio para el establecimiento de vínculos más amplios.24
Por su parte, Stanley Diamond aclaraba que en sociedades con estas características, el liderazgo es situacional y basado en ciertas destrezas, por eso pueden abundar los jefes y haberlos para todo.25 De todas maneras, cabe hacer una observación antes de continuar. Si bien es cierto que puede haber más de un líder por agrupación, también ocurría que un mismo jefe reuniera dos o más capacidades por las que sobresaliera y aquí las fuentes pueden tendernos una trampa. El cacique mocoví Paikín, por ejemplo, parece acomodarse a los rasgos del liderazgo que, según Vitar, marcarían el siglo XVIII tardío: un líder conciliador, que pide reducción y firma un tratado con el gobernador de Tucumán, Gerónimo de Matorras. Sin embargo, las habilidades que destaquemos en Paikín variarán de acuerdo a la procedencia geográfica de los documentos. Cuando analizamos las fuentes producidas desde Salta, podríamos pensar que el jefe mocoví se distinguía por sus cualidades diplomáticas; pero si atendemos a las Actas del Cabildo de Santa Fe o la correspondencia existente entre el Teniente de Gobernador de esa ciudad, las autoridades de los fuertes, y los curas de las reducciones de San Jerónimo y San Xavier, Paikín continuaba siendo un indómito y temible líder guerrero.
Lo cierto es que ganada la lealtad de los seguidores, debía ser constantemente reforzada. De lo contrario, recordemos, se cortaría. Y el retiro del apoyo a un líder podía, en contrapartida, redundar en el incremento de la autoridad de sus competidores reales o potenciales. Sin embargo, que no estuvieran instalados en posiciones existentes de gobierno no equivale a aseverar que el lugar del cacique no contara con cierta firmeza dentro de la sociedad indígena. Si ocurría que a la muerte de un líder sus seguidores se desgranaban integrándose a otras parcialidades, lo más frecuente era que alguien ocupara la posición del jefe que ya no estaba. Pero esto no es lo mismo que sostener que estamos en presencia de grandes jefaturas con un cacicazgo hereditario. Una vez más: si un individuo tomaba el lugar del cacique fallecido, lo hacía en virtud de la reunión de ciertas destrezas que le permitían posicionarse como tal. Aunque era frecuente que los jefes fueran sucedidos por sus hijos -hecho que condujo a muchos contemporáneos a afirmar la heredabilidad de los cacicazgos- éstos podían ser caciques por logro. Coincidimos con Lucaioli en que el hijo de un jefe tendría ventajas en el aprendizaje de las cualidades socialmente ponderadas para suceder a su padre, sin que ello le garantizara el éxito.26 A esto, Felipe agrega que aunque podamos aceptar la hipótesis sucesoria descrita por los jesuitas, también cabe preguntarse hasta qué punto no se trataba de una imposición europea, basada en el modelo conocido por los religiosos.27 Por último, aun cuando se sostuviera la transmisión del cacicazgo entre padres e hijos, vale la pena reiterar que eso no nos dice nada sobre el tipo de autoridad ejercida, que es lo que nos preocupa aquí.
En este sentido, ya adelantamos que los caciques tenían más capacidad deliberativa que decisional. Afirmarlo implica sostener que, si los jefes lograban hacer imperar su opinión, ello sucedía porque sabían leer el sentir general sobre un asunto o problema, o porque conseguían convencer a su audiencia. Su habilidad para persuadir era simultáneamente, causa y consecuencia de que no pudieran imponer su voluntad.
Igual que señaló Bechis para el área panaraucana, los líderes chaqueños eran un “nodo informático” de su comunidad.28 La información procedente del interior del mundo indígena y de su exterior se centraba en ellos, que la repartían procesada a las juntas internas que operaban, a su vez, como informadoras. La diversidad de zonas geográficas, condiciones climáticas, situaciones vitales -muertes, nacimientos, movimientos poblacionales-, necesitaban de centros nodales de reunión y procesamiento de una enorme cantidad de datos procedentes del espacio en cuestión, ya que la información de lo acontecido en uno de sus puntos podía ser importante para cualquiera de los otros.29 Algunos mecanismos aseguraban que las noticias fluyeran en dirección al cacique: los compadrazgos con hispanocriollos de importancia -como en el caso de Ychoalay, ahijado del Teniente de Gobernador de Santa Fe-; la posesión de cautivos; el trato con el comerciante, el militar o el religioso que entraba al Chaco, y con los reducidos en las fronteras españolas -o con los del interior chaquense, en el caso de estos últimos. Además, las novedades se obtenían con espías o viajes a territorios de otras parcialidades, a los puestos fronterizos, o trabajando en las ciudades y establecimientos rurales de los hispanocriollos.
Producto de la misma forma de ordenamiento social de los indígenas en cuestión, en grupos móviles que desplazaban sus asentamientos en virtud de la disponibilidad espaciotemporal de recursos, el cacique no tenía muchas funciones económicas. Una de las más importantes, en este aspecto, era la distribución de riquezas provenientes del exterior: los botines de los asaltos, los regalos destinados a ellos y los bienes obtenidos en ocasión de la fundación de una reducción, solían ser repartidos entre los miembros de la parcialidad, reforzando la adhesión de los suyos.30
Finalmente, y además de ser un “nodo informático”, cabe preguntarse qué hacía un jefe sin poder. Pierre Clastres propuso una respuesta: asumir la voluntad de la sociedad de aparecer como totalidad única. El jefe era el hombre que hablaba en nombre de la sociedad cuando circunstancias o acontecimientos la ponían en relación con otra u otras. Por ende, aseguraba el autor, las habilidades del líder se jugaban muchas veces en el plano de las “relaciones internacionales” y exigían que las capacidades vinculadas a ello -talento diplomático para los amigos, coraje y bravura para los enemigos, por ejemplo- fueran las más desarrolladas. A su vez, la decisión de negociar pacíficamente o la estrategia militar que se eligiese, dependerían del deseo o la voluntad explícita de sus parciales. Y eso era así, justamente, por esta razón: porque el jefe disponía de un derecho o un deber -como quiera verse-: ser portador, comunicar la voluntad de sus seguidores, en lugar de decidir e imponer sus prioridades. Si su palabra se escuchaba hacia adentro de la agrupación, era en virtud de su prestigio, nunca llegaba a ser palabra de mando.31
Cabe advertir, por último, que así como las negociaciones con el español visibilizaron al líder “diplomático”, a veces ocultando al jefe “guerrero”, también priorizaron a los caciques con los que se trataba, a quienes reconocieron como interlocutores especiales. Esto condujo a algunos investigadores a ver la consolidación de tales jefes en sus roles, dirigiéndose decididamente a un sistema de jefaturas o a plantear, directamente, la existencia de grandes jefaturas que controlaban un importante número de seguidores. Nuevamente, Paikín parece ser el caso paradigmático. Sin embargo, en la expedición que encabezó Matorras hacia 1774, se destaca el encuentro con aquel cacique mocoví y en menor medida, con Lachiriquín, pero estos son solo aquellos que el español acentuó en su registro. Después de entrevistarse con el gobernador de Tucumán y cada vez que lo hacía, Paikín se retiraba a sus toldos a hablar con los suyos, a comunicar la información reunida y escuchar a los otros caciques que integraban la coalición. Esas decisiones, tomadas entre todos, eran las que al día siguiente transmitía a Matorras. De hecho, el tratado firmado como corolario de tales negociaciones, no fue suscrito únicamente por Paikín, sino que también se mencionan Lachiriquín, Coglocoiquín, Alegoiquí, Quidgari -de la nación mocoví-; y Quiiguiri y Quetaidí -de la toba-.32 Además, tanto en el diario de esta campaña como en el de la que comandara Francisco Gabino Arias en 1780, es recurrente la referencia a la enorme cantidad de caciques que se acercaban a entrevistarse personalmente con los encargados de la marcha.33
3. Los caciques y el contexto reduccional
3.1 Sobre el gobierno indígena en las misiones y pueblos
Sumadas a los fuertes y las “entradas” punitivas al Chaco, las reducciones resultaron piezas clave para la penetración española en territorio indígena. No solo ganaron almas para la fe, sino que posibilitaron la ocupación de grandes extensiones en la frontera oriental del Tucumán y la obtención de mano de obra barata para trabajar en los ingenios y haciendas de la zona. Se erigían cerca de los fuertes -o viceversa-, que vigilaban a los indios asentados en ellas, a la vez que las protegían o socorrían si sufrían alguna agresión. Además, los neófitos podían recibir armas y adiestramiento militar, para contribuir a la defensa fronteriza y sumarse a las incursiones hispanocriollas al Chaco.
Cuando se fundaba uno de estos pueblos, quien hubiera estado al frente de la empresa debía nombrar a las autoridades para su administración y gobierno. Eso involucraba tanto a los religiosos que estarían a cargo de la misma como a los indígenas, y se tenían por marco normativo las Ordenanzas del oidor Francisco de Alfaro. Había “caciques gobernadores” o “principales”, incluso llegó a haber algún “teniente de cacique”; y como era usual en las ciudades hispánicas, se designaba un cabildo. Se nombraba “un alcalde de la misma reducción” y un regidor, “para que los indios vayan entrando en policía”. Si el pueblo pasaba “de ochenta casas, dos alcaldes y dos regidores”. Por grande que fuese, no podría superarse el número “de dos alcaldes y cuatro regidores”, cuya función era cuidar “que no haya desórdenes entre los indios”.34 Para tales investiduras, se recurría a la figura cacical. A las designaciones se asociaban elementos a los que los españoles conferían prestigio y que parecían ratificarlas: bastones con empuñadura de metal -empleándose la plata para los más importantes y otro tipo de aleaciones para quienes se pretendía subordinados a ellos-, y uniformes militares o vestimentas con telas de diferente calidad para distinguir a las autoridades nativas.
Vale advertir que, aun enmarcándose dentro de las posibilidades de gobierno conocidas por los españoles, variaban los oficios de un pueblo a otro. Cuando en 1756 se fundó la reducción “San Ignacio de indios tobas” en las inmediaciones del Fuerte de Ledesma -jurisdicción de Jujuy-, se nombró “cabildo compuesto de corregidor, alcaldes y alférez real” y para lo relativo a lo militar, se designaron “dos capitanes con sus tenientes”.35 Lo mismo sucedió al erigirse Nuestra Señora de las Angustias de Zenta -también en términos de Jujuy. Su encargado, Gregorio de Zegada, relata haber tratado con tres caciques mataguayos ladinos en lengua castellana -Silvestre Copincola, Clemente y Francisco Modetag- y en presencia de ellos y otros -Alejo, Alao Cancheg y Diego Oallateg-, eligió sitio para edificar el pueblo y designó a las autoridades indígenas de la reducción. Los tres primeros caciques fueron nombrados capitanes de sus respectivos indios y recibieron los distintivos correspondientes, pero también se seleccionaron “tres curacas y dos fiscales con aplauso de toda la gente”.36 Cuando se crearon los pueblos de “Nuestra Señora de los Dolores y Santiago de Lacangayé” y “San Bernardo el Vértiz”, entretanto, se nombró otras autoridades. En la última de las reducciones, que reunía a grupos toba, se escogió a los dos alcaldes y el alguacil. Luego, Francisco Gabino Arias pasó a la elección del gobernador -título que recayó en Quetaidy- y del fiscal -para lo que nombró al capitán Digití. En el pueblo de mocovíes se tituló a un cacique que se aclara “vitalicio” -“el famoso Lachiriquín”-, dos alcaldes -Santiago Queyaveri y Esaé-, un teniente de cacique -Francisco Nachinquín- y un fiscal- Juan Castiquí.
Así es que dentro del espectro abierto por la legislación imperante, se observan criterios diferentes a la hora de designar autoridades en cada reducción. Creemos que ello respondía al panorama político nativo que encontraran los hispanocriollos, al que trataban de ordenar estableciendo jerarquías en su interior. Entonces se ubicaba en funciones gubernativas a quienes se percibía con un rol de liderazgo entre los suyos. Y de acuerdo al tipo de liderazgo ejercido, al protagonismo que el cacique hubiera tenido en las negociaciones con los españoles o la composición cuantitativa del grupo que lo siguiera, entre otras razones, se los nombraba caciques gobernadores, regidores, alcaldes, curacas o capitanes, dependiendo de la traducción que pudiera hacer el fundador del pueblo o las pretensiones de redimensionar a ciertas figuras que tuviera. Aunque las Ordenanzas de Alfaro marcaran el cómo, la fundación de cada reducción tuvo una dinámica particular, que las adecuó al escenario hallado. En Lacangayé y San Bernardo el Vértiz, por ejemplo, el despliegue de títulos es casi total y abundan los capitanes en la lista de autoridades registradas por Francisco Gabino Arias.
Las elecciones para dichos puestos debían realizarse los primeros días de cada año por los del cabildo saliente, en presencia del cura, quien revisaría la nómina de candidatos seleccionados para el reemplazo. El cacique principal, entretanto, mudaba “cada cinco años y el curaca jamás, por ser vitalicio y sucesivo a menos que Su Majestad y sus virreyes de estas provincias resolvieren lo contrario”.37 Ahora bien, la renovación de autoridades de los pueblos, según lo prescripto en la legislación, era muy difícil, porque no siempre se disponía de líderes que garantizasen la rotación anual en los cargos. En 1778, por ejemplo, el gobernador Andrés Mestre recorrió los fuertes y reducciones de la frontera, y encontró vigentes a dos de los caciques designados como principales cuando se erigiera “San Ignacio de los tobas” -Juan Manuel Tesodi y Santiago Quimadini-, allá por mayo de 1756.
Igual que en los momentos fundacionales, durante las visitas también entraba en juego la intervención hispanocriolla en el gobierno de las agrupaciones reducidas. En ellas se aprovechaba para nombrar a los jefes indios en ciertos puestos o confirmarlos en los que ya ocupaban. Así, cuando Gerónimo de Matorras recorrió Miraflores en 1773, Antonio Canal continuaba siendo cacique principal del pueblo, igual que como lo hallara dos años atrás. Por su avanzada edad, “pidió que se le diese algún descanso”. El cura doctrinero informó que quien debía suceder a Canal era Antonio de Soquila, su nieto, “en quien concurren las más circunstancias, con la de saber leer y escribir”. Entonces Matorras lo tomó de la mano.
y lo dio a reconocer por tal cacique a todos los demás indios, entregándole en nombre de Su Majestad […] la insignia del bastón y con la condición de deber tomar consejo a su abuelo, el referido cacique jubilado, y que por tal cargue este también su insignia, lo reconocieron por tal todos los indios e indias de este pueblo y dieron muestras de quedar gustosos de esta nueva elección”.38
En Balbuena, entretanto, había un cacique principal -Don Pedro Ayá- y un “gobernador mandón de todo el pueblo” -Don Bartolomé Cuecué-. Este último había sido nombrado por el gobierno siete meses antes de que Matorras pasara por allí, debido al fallecimiento de su padre. De manera que el gobernador del Tucumán utilizó la ocasión para darle su reconocimiento y hacerlo aclamar por sus seguidores. Sin embargo, un jefe de la parcialidad isistiné -Antonio Vinilapu- había fallecido tiempo atrás y sin dejar sucesión. Así que Matorras aprovechó el acto para nombrar también a “Antonio” Ayá “por cacique de las dos naciones isistineses y toquistineses […], dándose a reconocer así a este como al gobernador por principales jefes y superiores de todo el pueblo, y en nombre de Su Majestad […] le entregó Su Señoría el Señor Gobernador la insignia del bastón, y fueron reconocidos así de los alcaldes como de los oficiales y demás indios de ambas naciones por tales con muestras de general complacencia”.39
Los ejemplos presentados muestran que, como adelantamos, la rotación de las autoridades indígenas en los pueblos no era sencilla. Se tornaba difícil reunir jefes que cumplieran la doble condición de ser útiles en el puesto para el español y que contaran con un número significativo de seguidores. En este sentido, la posibilidad de que el jefe hablara el castellano era un dato relevante. De ahí que el escribiente de Matorras no pasara por alto que Pedro/Antonio Ayá y Antonio de Soquila eran inteligentes en lengua española. Este último, incluso, firmó el acta de visita de Miraflores. El principal mandón de Macapillo -Juan Capistrano Colompotop-, no lo era; quizás por eso, ese pueblo tenía, además, otro cacique -Martín Acruputop- que sí entendía el castellano. Algo similar sucedía en Petacas, donde el primer cacique -Juan de Samanita- no reunía esta condición, pero sí lo hacía Nicolás Seballos, a quien se le había otorgado el título de “teniente de cacique”, y era sobrino y heredero de Samanita. El “curaca o cacique” de Ortega -Bartolomé Coyopep- por su parte, estaba acompañado por un capitán -Juan de la Cruz- que era “más ladino en la lengua española”.40
Probablemente, esta misma habilidad fuese apreciada también, por los indígenas. El paso del tiempo, el avance del contacto con los colonizadores y más aún, el contexto reduccional, favorecieron la ponderación de nuevas cualidades y destrezas en quienes serían reconocidos como líderes. Y tal reconocimiento continuaba siendo fundamental. De ahí que cuando se designó a Antonio de Soquila para reemplazar a su abuelo cansado -aunque debiera tomar su consejo-, se le hubiera preguntado al cura a quién correspondía la línea sucesoria. Nadie sabía mejor que el religioso quién gozaría de la aprobación de los naturales para hacerlo. De ahí, también, que después de cada nombramiento y de la distinción hecha por el gobernador a través de la entrega del bastón, se apelara a la aceptación general de sus seguidores y se tomara prolija nota de ello.
La estructura de oficios y autoridades pautada por la legislación se utilizó, además, cuando se incorporaban agrupaciones a los pueblos ya organizados. Durante la visita de José de Medeiros a los fuertes y reducciones fronterizos -a finales de 1787-, un grupo de chunupíes fue agregado a la reducción de Ortega. Un joven de 22 años -Calit- recibió el título de “cacique”, mientras que el indio “Chinchín”, que había llevado adelante las negociaciones, fue incorporado como capitán.41 Tal mecanismo tuvo singular importancia cuando algunas reducciones se unificaron a finales del siglo XVIII.42 Así, cuando el intendente de Salta comisionó a Nicolás Severo de Isasmendi para recorrer Miraflores, Ortega y Balbuena, en el verano de 1804, Juan Capistrano -hijo del cacique gobernador del viejo pueblo de Macapillo, Colompotop- era alcalde de la primera reducción. Lo mismo sucedía con Bernardino Madet, que supo ser cacique del mismo pueblo que Colompotop. Norberto Colla, entretanto, figura como “alcalde de los lules”. Sin embargo, de acuerdo al registro de sus declaraciones, se reconoce a sí mismo “como uno de los principales mandones” -era parte de la agrupación con la que se había fundado Miraflores-, mientras que los otros fueron agregados tardíamente a la reducción y ubicados en el puesto de alcalde.43
Existían, también, caciques que lideraban grupos pequeños dentro de los pueblos, pero que no vemos replicados en las investiduras más importantes. Tampoco aparecen empadronados como jefes en las visitas. Menos sistemáticamente, se los registra cuando se fugan de las reducciones, cuando se encontraban con expedicionarios en el Chaco -debido a la movilidad que conservaban- o con militares y milicianos, entre otras circunstancias de contacto. Los caciques que lideraban grupos pequeños comunicaban a sus seguidores con los jefes principales y las autoridades reduccionales, o directamente con los hispanocriollos.
Ahora bien, este ordenamiento que diferenciaba funciones y puestos dentro de los pueblos, tenía escaso impacto en la práctica. Las jerarquías con que se registraban las autoridades indígenas en los padrones muestran la legitimidad que otorgaba la legislación española, mientras que poco nos dicen de la organización política nativa. Los religiosos que asesoraban a los visitadores y los ayudaban a elegir a los sucesores, seguramente comprendían el dinamismo del ordenamiento indígena. El cacique gobernador, el alcalde, el regidor, el teniente de cacique y el líder que carecía de título, deliberaban juntos o visitaban las ciudades, aunque las fuentes solo nos dejen escuchar algunas de esas voces. Veamos, ahora sí, qué funciones tenían los jefes dentro de los pueblos y cuál pudo ser la incidencia de la intervención hispanocriolla sobre su autoridad.
3.2 Las misiones y los pueblos en la autoridad indígena
Si los españoles pretendían que sometidos a un orden gubernativo jerárquico con los caciques ocupando los oficios clave, los grupos reducidos fueran “entrando en policía” y sujetándose a la normativa vigente, a la vez que aquellos reprendieran todo escándalo entre sus parciales, el éxito no los acompañó. Dentro de los pueblos, la función por excelencia del jefe continuó siendo la de intermediario. Pero ¿qué implicancias tenía ese viejo rol en el nuevo contexto?
El fraile Bernardo de Castro, del pueblo de San José de Petacas -jurisdicción de Santiago del Estero-, da cuenta de ello cuando se produjo la expulsión de los jesuitas. El 16 de agosto de 1767, el teniente de gobernador de esa ciudad -Manuel Castaño- llegó a la reducción a ejecutar la orden de expatriación. Dice Castro que el “corregidor y el cabildo” le pidieron audiencia y que Castaño lo “hizo llamar para explicarle lo que hablasen”. Entonces el corregidor tomó la palabra y elogió el desempeño del religioso, agregando que se les quitaba “la vida y el alma del cuerpo en privarnos de nuestro Padre”. Pero una carta del gobernador llegó al día siguiente: este y otros principales debían llevar al fraile y entregarlo en Miraflores. Los caciques hicieron su descargo, alegando que nunca se habían sentido tiranizados ni esclavizados; sino tratados con amor. No obstante, el 19 de agosto salieron de Petacas.44 Nótese que si los jefes actuaron primero voluntariamente, pidiendo audiencia con Castaño, en un segundo momento fueron instados a intervenir por el propio gobernador, que los hizo partícipes de la expulsión, conminándolos a que acompañaran al cura.
También participaron en la elección del terreno sobre el que se fundaría la ciudad de San Ramón de la Nueva Orán, próxima a la reducción de Zenta. Junto al doctrinero, y las autoridades y tropas españolas, “el cacique principal” y “los mandones ancianos del pueblo de Nuestra Señora de las Angustias de indios reducidos de las naciones mataguayos y bejoces”, intervinieron como baqueanos. Pero, además, su consenso parece haber sido relevante -sino insoslayable- a la hora de tomar la decisión de edificar la nueva población. El capitán de milicias -Juan Antonio Moro Díaz- que comandaba la expedición, apunta que se preguntó “a los referidos caciques y demás indios”, “si les parecía conveniente dicha nueva población de españoles y demás castas de cristianos”. Conferenciaron entre ellos y ponderando “lo resguardados que quedaban de sus enemigos que habitan el Gran Chaco […] y aun de los tobas de la reducción de San Ignacio […] respondieron […] que sí”.45
En otras ocasiones, eran portavoces de los problemas de sus pueblos o de los conflictos que se desataran en éstos, que llegaban incluso a complicar su lugar como líderes, ya que no podían reprimirlos ni resolver el problema como se pretendía. El cacique toba Pognagari, por ejemplo, se presentó ante el protector de indios de Salta, en febrero de 1790, acompañado del intérprete Juan José Acevedo, y veinticuatro tobas y mocovíes. Todos ellos pertenecían a las reducciones fundadas por Francisco Gabino Arias a orillas del Bermejo, en enero de 1781. La comitiva iba a comunicar “el estado de sus pueblos y parcialidades”, en total desamparo frente al alzamiento del jefe Almecoy, “con más de ochocientos indios que le siguen de su parcialidad y aun de las dos reducciones de San Bernardo y Santiago”. Almecoy se disgustó y huyó de la última, porque no se le había dado pueblo en el lugar donde estuviera la antigua ciudad de Concepción, que Arias le prometió a finales de 1780. El levantamiento de Almecoy contaba ya dos o tres años, y no solo había destrozado estas reducciones, sino que hasta los curas doctrineros debieron “retirarse a Corrientes, que está a ochenta leguas de San Bernardo por no perecer”, además de asaltar los campos de Santa Fe, Corrientes y Santiago. Ni Pognagari ni su compañero Lachiriquin, consigueiron sujetar a Almecoy. Lachiriquin, de hecho, transitó parte del camino a Salta, pero debió regresar cuando los alcanzó la noticia de que Almecoy atacó la reducción abipona de San Jerónimo -jurisdicción de Santa Fe-, llevándose cautiva a una hija de Benavídez, su cacique principal. Procuraría reparar el daño e impedir que los santafecinos les atribuyeran la invasión. Vale advertir que la relación de Pognagari y Lachiriquin con Almecoy no parece mala, pero les resultaba imposible persuadirlo de abandonar su perniciosa conducta.46
Ahora bien, ¿para qué iba Pognagari hasta Salta? Pretendía solicitar al gobernador intendente que intercediese ante el virrey y que se pusiera pronto remedio a la situación. Los caciques “temían que Almecoy arrastre con el todo de sus indios sin quedarles quien les obedezca”; además, plantearon que no tenían “ganados ni auxilios como mantenerse en sus dos reducciones”, y que estas “por la baja situación en que se hallan, han padecido muchas inundaciones con las corrientes del Río Grande [Bermejo]”. De manera que si se le diese a Almecoy el pueblo que se le prometió, se irían todos a aquel paraje y podrían con más facilidad, ser socorridos de la inmediata ciudad de Corrientes y de la estancia del Rincón de Luna, que les fue dada”. Así, el propósito de Pognagari tenía un denominador común con el de Lachiriquin: Pognagari fue a mediar entre sus seguidores -dentro de los cuales posiblemente se incluyera el jefe sublevado- y las autoridades españolas. Si no podían recurrir a la fuerza y no conseguían persuadir a Almecoy, la manera de solucionar el problema era interceder ante los hispanocriollos. Debe notarse, además, que en la propuesta que llevaba Pognagari, el líder expresaba la adhesión de los suyos al reclamo del cacique alzado.47
En su función de intermediarios, les incumbía, a su vez, conducir partidas de sus seguidores a trabajar en los establecimientos productivos de los hispanocriollos. En 1797, por ejemplo, se pidió a Gabriel Güemes Montero -tesorero principal de Real Hacienda- que redactara un reglamento para la mejor administración temporal de las reducciones. En el texto se establece que los indígenas se ocuparían en las haciendas y cañaverales de la zona, y entregarían al religioso parte de la paga que obtuvieran. Los aborígenes concurrirían “bajo la dirección precisa e inevitable de un cacique, alcalde o mandarín, a quien el cura entregará una lista con designación de nombres de cuantos destina para el trabajo”.48 Los hispanocriollos pretendían que el jefe fuera a cargo de la partida destinada, pero este también marchaba a trabajar. Recordemos que, de lo contrario, sus parciales no lo harían.
A todo ello añadían la posibilidad de interceder entre los cristianos y los indígenas que permanecían en el interior del Chaco. Esto se jugaba en el aviso de posibles ataques a la frontera, en la provisión de información sobre los responsables de los asaltos, en el acompañamiento de comitivas que pretendieran tratar con las autoridades o en la colaboración para traer potenciales neófitos que quisieran agregarse a los pueblos. También era clave su participación en el rescate de cautivos cristianos en manos de los grupos que permanecían autónomos. El cacique toba Pedro Xuarez, de la reducción de San Ignacio, en Jujuy, fue comisionado para ello por el intendente, en junio de 1804. Otro jefe toba, Napognari, conservaba prisioneros contra la palabra que había dado al gobernador Rafael de la Luz tres años antes, cuando acordaron las paces.49
Sumadas a estas instancias, existían situaciones en que el rol mediador de los jefes nativos se desempeñaba de manera formal. El 24 de diciembre de 1801, y a pedido de Güemes Montero y el gobernador intendente de Salta -Rafael de la Luz-, el virrey Joaquín del Pino nombró un administrador de temporalidades para los tres pueblos que tenía esa ciudad en la frontera con el Chaco. Se trataba de un comerciante de dudosa reputación -Juan Antonio Osandavaras-, que rápidamente dio lugar a reclamos y denuncias por parte de los doctrineros de las reducciones. De la Luz decidió, entonces, enviar una visita a cargo de Nicolás Severo de Isasmendi, para corroborar la veracidad de las acusaciones. El comisionado oiría “separadamente a los indios principales de cada pueblo”.50 Los religiosos, por su parte, los convocaron y presentaron como testigos juramentados para probar sus denuncias. El tipo de intervención de los caciques se aprecia claramente durante el juicio.
Isasmendi llegó primero a Miraflores en compañía de su hermano Anastasio -cura vicario de la capital- y su cuñado, Mariano de Gordaliza, en calidad de protector partidario de indios. Este último se apartó del visitador y se acercó a los ranchos de los neófitos, para conversar a solas con ellos. Gordaliza cuenta que hombres, mujeres, caciques y chusma comenzaron a quejarse de Osandavaras. Entonces los instó a repetir los reclamos ante el juez visitador. Al día siguiente lo hicieron los caciques, a quienes se consigna como “mandones” o “alcaldes”. Habló primero el alcalde de los lules, Norberto Colla y expresándose “en el medio castellano que podía”, dijo “que sus indios no estaban gustosos con el administrador y […] que tampoco lo estaban con el viejo mayordomo Valle”.51 Cuando los comisionados se presentaron en Balbuena, Gordaliza se entrevistó con los mandones “delante de muchos indios que se juntaron en el ramadón de la carpintería”. Sin embargo, solo los mandones hablarían con el visitador.
Si igual que en tiempos de autonomía, los caciques desempeñaban la función de intermediarios entre los suyos y los hispanocriollos, si no podían asegurar la sujeción de sus seguidores a las normas y pretensiones españolas, era porque tenían autoridad y no poder; en otras palabras, porque podían persuadir pero no obligar, porque no tenían la posibilidad de hacer uso de la fuerza o amenazar con ello, por muchos títulos y objetos simbólicos de que los hubieran dotado los españoles. La propia naturaleza del liderazgo indígena atentaba contra las intenciones de las autoridades coloniales.
La cantidad de referencias a las fugas de los pueblos, quizás sea prueba elocuente de lo que llevamos expuesto. Una de las razones por las que se abandonaban las reducciones, era la alta movilidad que conservaban los neófitos. Eso se combinaba con el mantenimiento de vínculos parentales en el Chaco, que siempre generaba un espacio en que acogerse. Pero en otras ocasiones, se iban por disconformidad o abierto descontento con lo acontecido en el pueblo. En tales casos, el jefe indígena podía participar de la huida liderándola o verse llevado por las circunstancias que lo involucraban -junto con sus seguidores-, y sumarse a la fuga para no quedarse solo. Recordemos el caso de Almecoy, que se había sublevado y escapado de Lacangayé, porque no se le daba la reducción en el paraje prometido. En su levantamiento lo siguieron sus parciales, pero también otros indígenas del pueblo y de San Bernardo el Vértiz. Por eso, Pognagari y Lachiriqui se presentaron en Salta y Santa Fe respectivamente, procurando resolver el conflicto, ya que sus seguidores podían dejarlos para unirse a las filas del cacique alzado.52 También se fueron algunos neófitos de Miraflores, Balbuena y Ortega, cuando el accionar del administrador temporal nombrado por el gobierno no les iba dejando otra opción. Fray Narciso Xerez -de Miraflores- elevó una lista de indígenas huidos, que incluía a los jefes. El “cacique hereditario” Don Jorge Galván -lule-, por ejemplo, encabezaba la nómina de quienes habían escapado. Los vilelas de Miraflores aparecen con el “fiscal” Carlos Tosa a la cabeza. Entretanto, Joaquín, el cacique de los pasaínes, iniciaba la lista de los profugados de dicha parcialidad.53 La situación de San Joaquín de Ortega es aún más llamativa. Cuando Isasmendi la visitó, “solo se encontraron tres adultos”. El “indio Felipe” -“que hace de cacique”- denunciaba a los comisionados que todos se habían ido “a tierras de las viejas reducciones de Petacas y Macapillo, por castigos y malos tratos del administrador”.54
Tanto la posibilidad de que los naturales abandonaran temporal o definitivamente las reducciones y que el cacique no pudiera detenerlos, como el hecho mismo de que el jefe se plegara a la fuga o la estimulara, dan cuenta de que la vida en los pueblos no había logrado corroer lo sustancial de la autoridad indígena. Que esta reposara en el consenso y requiriera de la aceptación de sus seguidores, ponía límites a la intervención hispanocriolla en el gobierno de las reducciones. Los españoles podían otorgar su reconocimiento a los caciques principales de los pueblos y acomodarlos en sus nuevos puestos, pero una lectura previa del escenario político aborigen y de la decisión que ya habían tomado los seguidores, era imperiosa. Si la designación se producía en el momento fundacional de la reducción, la experiencia relativamente larga de tratativas, conversaciones y parlamentos con los principales líderes, solía proveer de esa información a quien finalmente ejecutara la elección. Si se trataba del reemplazo de autoridades que podía tener lugar durante las visitas, el religioso encargado de la reducción comunicaba a quién “correspondía” el cargo -como sucedió en la que llevó a cabo Matorras, en 1773. Además de conocer la forma sucesoria implementada por los españoles, los doctrineros poseían un saber más importante: quiénes eran los seguidores y de quién. ¿Qué sucedía si se omitían estas cuestiones?
Cuenta Mariano de Gordaliza que mientras Nicolás Isasmendi escuchaba las quejas de uno de los alcaldes de Miraflores contra el administrador, había “un indio cacique que me parecía hijo del Colompoton”.55 Como el protector partidario fue quien primero atendió las quejas de los neófitos, alguien le dijo: “ve ahí que a ese [el hijo de Colompotop] también le ha quitado el administrador el mando”. Se le contestó que Osandavaras solo había cumplido con lo ordenado por el gobernador intendente: “que para año nuevo hiciera elegir alcaldes, fiscales y regidores de cada nación”. Pero si el administrador respetó las indicaciones recibidas, no contaba con el saber necesario para una tarea tan importante. En su rivalidad con los doctrineros, Osandavaras omitió consultarlos y procedió desconociendo los principios básicos del funcionamiento político indígena. Estos últimos lo tomaron como una “afrenta”, como una intromisión inaceptable que no competía al administrador, porque no era él quien confería autoridad. Cuando después del nombramiento de un cacique gobernador o principal, de un alcalde, un regidor o un fiscal, el fundador de una reducción o su visitador lo hacían reconocer por el resto de los indígenas, solo invertían el orden de procedimientos, pero en la letra escrita. La determinación de los seguidores precedía a la aparente elección del español; en otras palabras, los indígenas eran seguidores del líder antes de que el hispanocriollo le pusiera un título. Por esa razón, Isasmendi se apresuró a responder “que avisaría a VS [el gobernador] para que mande se le instruya el bastón que poseía como cacique de sangre”.56 ¿Qué hubiera pasado si nadie mencionaba el hecho o protestaba por él? Los acontecimientos que tuvieron lugar en San Ignacio de los tobas contribuyen a responder esta pregunta.
El 19 de marzo de 1793, Carlos Sevilla -Comandante del fuerte de Ledesma, en jurisdicción de Jujuy- escribía a Gregorio de Zegada que “varios indios de la reducción de San Ignacio”, entre los que se incluían los alcaldes Antonio Tacsatin, el Sacristán y Salvador, junto a Feliciano Xuárez -hijo de Pedro Xuarez, cacique principal del pueblo- “habían huido ganando el Chaco”. En la misma nota avisaba que mandó a buscarlos, pero que no querían regresar. “Los demás indios -dijo el soldado que los encontró- decían volviéndose los alcaldes, volveremos todos”. Sin embargo, la disposición general era a no hacerlo, porque a los caciques no hubo forma de convencerlos y el Sacristán sostuvo “que no quería volver sino irse a su tierra, que tantas veces se había ido y los habían vuelto, pero que ahora no había de ser así”. “Aquellos que se van, once que han quedado en la reducción, los tres que han salido, quince que están en el trabajo del Río Negro, todos con sus familias y más diez muchachos grandes -enumeraba Sevilla, para darle peso cuantitativo al reclamo-, todos dicen no quieren al Padre, que no les gusta, que quieren otro, siendo particularmente por el que claman por el Padre Fray Eusebio Victoria, que está en Córdoba y puede tal vez, si se hiciese diligencia en ponerle, se sosegasen estos, volviesen aquellos y mudase algo el semblante”.57
Tanto era así, que Pedro Xuarez había tenido un enfrentamiento con el cura. Según relata Sevilla, le puso “la mano en el pecho a este cura doctrinero […] y amenazándole con el palo, y atropellando la puerta de la iglesia = como también haber con el sombrero puesto y el cuchillo en la mano, pero sin acción alguna encarádoselo y altanereado”.58 Pedro Xuarez iba con el grupo que se escapó, pero Sevilla los hizo seguir y lo capturó rápidamente, remitiéndolo preso a Salta y a disposición del gobernador intendente.
El 25 de marzo, el comandante de Ledesma mandó nuevamente a buscarlos, avisándoles que “el Señor Gobernador los perdona si vuelven y que les van a cambiar el cura, que ya le mandaron a decir al cura que no regrese a la reducción”.59 Los indígenas retornaron a San Ignacio quince días después. Pedro Xuarez también volvió, aunque no sabemos cómo ni cuándo. Por último, Fray Eusebio de Victoria tomó posesión de su doctrina el 6 de enero del año siguiente. La forma escogida para lograr el regreso de Victoria a la reducción, había dado sus frutos.
Igual que los caciques, los curas debían tener autoridad. Incluso más autoridad que poder. Aunque nombrados y legitimados por la organización colonial, ellos también debieron construir el consenso en torno a su figura. Los caciques y sus seguidores acabarían siendo sus seguidores. Algo de esto se puede leer en la afirmación de Sánchez con que iniciamos este trabajo: si cada uno era señor de sí y actuaba como le antojaba, la conversión dependía de la capacidad de los doctrineros para “ganar” a cada indígena.
Al fin y al cabo, la lógica de la organización política nativa fue la que organizó las reducciones. Lejos de verse sustancialmente modificada la autoridad indígena a partir de la imposición de una serie de formas de jerarquización política ajenas a ella, fueron los hispanocriollos los que debieron acomodarse a dicha modalidad. Parecen no haber notado, además, hasta qué punto los condicionó el escenario en el que actuaron. De ahí que sobrevinieran fugas o que a veces estuviera en riesgo la vida de los doctrineros, y los mismos religiosos abandonaran los pueblos -como denunciaron Pognagari y Lachiriqui al gobernador intendente de Salta. También podía suceder que los propios neófitos presionaran a las autoridades españolas para que un fraile les fuera quitado y reemplazado por otro, que hasta podía tener nombre y apellido.
4. Conclusiones
En este trabajo nos ocupamos de los caciques que, luego de complejos procesos de negociación con los hispanocriollos, decidieron acordar paces con las autoridades del Tucumán -después intendencia de Salta- y establecerse en las reducciones que jalonaban sus fronteras con el Chaco. Incluimos, también, a quienes se situaron en los pueblos de Lacangayé y San Bernardo el Vértiz, ya que aunque se hallaran en jurisdicción de Buenos Aires, las tratativas previas y posteriores los conectaron con Salta. Nos ocupamos de analizar el impacto de la experiencia reduccional sobre la autoridad cacical y abarcamos un arco temporal que se extendió entre los siglos XVIII y XIX. Pero antes nos detuvimos en la caracterización del liderazgo indígena.
Contra la idea del surgimiento de grandes jefaturas donde el poder descansa en una persona capaz de ejercer el control sobre la sociedad, dijimos que entre los indígenas en cuestión, la base de tal liderazgo era el consenso, la aceptación del jefe por parte de sus seguidores; y aun cuando el cacicazgo pudiera ser hereditario, las cualidades personales acababan siendo condición última para convertirse en jefe. Por esta razón, siguiendo a Martha Bechis, planteamos que los caciques gozaban de autoridad y no de poder, entendiendo que el poder se vale del uso de la fuerza o de recurrir a la amenaza de emplearla.
Así, la autoridad del líder se sustentaba en el dominio de ciertas habilidades ponderadas por los suyos: ser buen orador, buen cazador, valiente guerrero, astuto diplomático o todo esto, entre otros talentos estimados. El liderazgo, dijimos citando a Sahlins, era una creación de los seguidores y los jefes debían estar preparados para demostrar que contaban con las destrezas que los hacían acreedores de su respeto. Dichos vínculos tenían que ser constantemente reforzados; de lo contrario, sus parciales podían abandonarlos, sumándose a otro líder que quisiera acogerlos. En estrecha relación con eso, añadimos que los jefes del Chaco tenían más capacidad deliberativa que decisional.
Observamos, por último, que el devenir del contacto con el hispanocriollo fue valorizando algunas cualidades sobre otras y visibilizando a ciertos caciques, o ciertas condiciones reunidas por ellos. El registro documental muestra que se priorizó a aquellos con los que se trataba, a quienes se reconoció como interlocutores especiales. Creemos que eso condujo a algunos investigadores a afirmar la existencia de grandes jefaturas, donde importantes líderes controlaban un elevado número de seguidores.
Nos preguntamos, entonces, cuál era la función de un líder nativo. Y la respuesta fue que era, en primer lugar, un “nodo informático” de su comunidad. Reunía información procedente del interior del mundo indígena y de su exterior, que repartía procesada a las juntas con otros jefes. Luego, haciendo nuestro el planteo de Clastres, dijimos que el jefe sin poder asumía la voluntad de la sociedad de aparecer como totalidad única. Por ello, las habilidades del cacique se jugaban muchas veces en el plano de las relaciones internacionales: ante la guerra o la paz.
Explicamos que dentro de las reducciones, los españoles pretendieron imponer formas de gobierno similares a las de las ciudades coloniales -con caciques gobernadores, tenientes de caciques, capitanes y cabildos indígenas-, a la vez que se procuró instalar una modalidad sucesoria basada en el derecho de sangre. El tipo de oficios asignados a cada reducción varió según las circunstancias, pero a quienes condujeron las negociaciones se los ubicó en los puestos principales y se les obsequiaron símbolos asociados al prestigio entre los hispanocriollos, como los bastones de mando o los uniformes militares.
Entonces mostramos que estas fueron las consecuencias inmediatamente visibles de la intromisión española en la autoridad de los jefes nativos, pero que la naturaleza del liderazgo indígena no se transformó sustantivamente. Lejos de alterarse los criterios que convertían al líder en líder, estos coexistieron -fuertemente- con las formas que quisieron instalar los españoles, tanto que fue la lógica de la organización política indígena la que acabó por organizar las reducciones.
Allí los caciques continuaron siendo mediadores entre los suyos y los cristianos: para el rescate de cautivos o el asesoramiento en la fundación de nuevas poblaciones de españoles, para el planteo de problemas y el intento de solución de conflictos que se desataban en los pueblos -o que los vinculaban con agrupaciones autónomas o reducidas en otros parajes-, para conducir partidas de sus seguidores a trabajar en las ciudades y establecimientos productivos de los hispanocriollos, para avisar de posibles ataques a la frontera o delatar a quienes los hubieran consumado, y para acercar agrupaciones chaquenses que quisieran tratar con los españoles y pidieran reducción. También actuaron como portavoces de los suyos en contextos formalmente diferentes. El juicio que se llevó adelante para la destitución del administrador de tres pueblos de la frontera salteña con Chaco -Juan Antonio Osandavaras- fue el caso que tomamos como ejemplo.
De esa manera, mostramos que la naturaleza del liderazgo indígena no se alteró significativamente. Lejos de transformarse sus fundamentos, los españoles se acomodaron a la relación que articulaba al cacique con los suyos. Sobre todo los religiosos, que debieron construir una atmósfera de consenso en torno a su figura para poder desempeñar su tarea sin mayores sobresaltos. Dijimos que, en definitiva, los jefes étnicos y sus parciales acabarían por ser seguidores de los doctrineros. De lo contrario, podían sobrevenir las fugas -como la que mostramos en el caso de San Ignacio, para pedir la destitución del cura y su reemplazo por Fray Eusebio de Victoria- o hasta correr peligro la vida de los frailes, como cuando se sublevó Almecoy.