Introducción
La migración de formas y contenidos audiovisuales en el arte actual se perfila como uno de los fenómenos más activos de nuestro universo estético. El tradicional anclaje de la imagen en un soporte que le otorgaba su condición aurática -aquella imagen materia que según José Luis Brea (2014) actuó como modelo estético de la historia de la representación durante siglos-1 ha dado paso a la ubicuidad en la era de la e-imagen: en nuestra realidad multiplataforma, las imágenes se caracterizan por su carácter evanescente, pura presencia que muta y se permuta con extrema desenvoltura. Favorecida por el doble signo de la digitalización y la desmaterialización de la obra de arte, la presencia de una imagen en un medio adquiere ahora un estado temporal: guarda en su memoria el lugar de procedencia a la vez que se proyecta al lugar donde migrará.
En este estado de cosas, llama poderosamente la atención la centralidad de la imagen cinematográfica en el discurso artístico contemporáneo. Si resulta lógico que, en cuanto práctica significante central del universo audiovisual del siglo XX, el cine despertara el interés del arte y los artistas, menos debería serlo hoy a tenor de su posición subsidiaria. Sin embargo, a pesar de su relegación a los márgenes por otras realidades virtuales (videojuegos, series televisivas, relatos audiovisuales en la web, etc.), el cine sigue manteniéndose como el interlocutor privilegiado del arte.
Así pues, en este trabajo, se evaluarán dos de las más importantes dinámicas de interpelación crítica que operan en el ámbito del videoarte: el found footage y el remake. Para ello, se pondrán en relación la noción de dialogismo desarrollada por el teórico ruso Mijail Bajtin 1987, 1989, por el que un texto se convierte en “objeto de representación” de otro, con el concepto de apropiacionismo, que ha tenido un especial desarrollo artístico desde la década de 1980, y que se caracteriza por la resignificación que opera una imagen a partir de otra imagen referente (Kuspit, 1993, Prada, 2001; Welchman, 2003; Evans, 2009).
Primeros interlocutores: de la publicidad a la televisión
Primeras vanguardias
El proceso de migración de las imágenes y su correlato artístico, la apropiación, es consustancial a la retórica vanguardista, como recordó Nicolas Bourriaud (2009). Marcel Duchamp se perfila como emblema de aquel artista que no trabaja con materias primas, sino “con objetos que ya están circulando en el mercado cultural” (p. 8), de tal manera que sus ready-mades no pretenden elaborar nuevas formas artísticas, sino insertar “un objeto en un nuevo escenario, considerarlo como un personaje dentro de un relato” (p. 25). En ese sentido, sus conocidas piezas In Advance of the Broken Arm (1915) o Fountain (1917) implican el cambio de sentido del objeto tridimensional mediante una elección del artista que transforma su función original. Otras, sin embargo, como Apolinère Enameled (1916-1917) -homenaje a Guillaume Apollinaire a partir de la manipulación de la imagen publicitaria de la conocida marca de pinturas Sapolin Enamel- o L.H.O.O.Q. (1919) -explícita afrenta al fetiche cultural que representa La Gioconda, de Leonardo da Vinci- implican la generación de una nueva imagen a partir de otra preexistente. En ambos casos, el juego especular sirve al artista como elemento de cuestionamiento crítico y reflexividad teórica.
No obstante, la diferencia entre los primeros ejemplos y los segundos deviene esencial: si In Advance of the Broken Arm y Fountain activan en el espectador una experiencia estética que gira alrededor del mismo objeto en virtud de una descontextualización que afecta su significado, Sapolin Enamel y L.H.O.O.Q. necesitan, por el contrario, del concurso de otro objeto, de otra imagen previa, que permita clausurar desde el exterior esta experiencia estética. Objetos circulantes en el mercado cultural, estos últimos ready-mades nos permiten vislumbrar uno de los primeros referentes de apropiación por parte de los movimientos de las vanguardias históricas:2 la publicidad se erigió en el principal referente al que se asomó el arte en las primeras décadas del siglo XX. El espíritu antiburgués y la tentativa de impugnación de la institución arte que plantearon el dadá y el surrealismo se sirvieron del imaginario publicitario de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX para desviar los mensajes vehiculados por una sociedad capitalista en plena ebullición. En este contexto, el collage y el fotomontaje fueron los principales aliados en la batalla de la mano de artistas, como Kurt Schwitters, Man Ray, George Grosz, John Heartfield, Raoul Hausmann o Hanna Höch.
Segundas vanguardias
Pero fue con la llegada de la imagen electrónica cuando los artistas se apropiaron ampliamente de los medios de comunicación como discurso objeto para sus intereses estéticos y críticos. Que todo cambiara con la aparición del video en la década de 1960 tuvo tanto que ver con la aparición de una nueva tecnología de uso más asequible como con un auténtico cambio del régimen estético. Como han señalado, entre otros, Simon Marchán Fiz (1994) o Laura Baigorri (2004), la experimentación multidisciplinar y confrontación artística con otros medios durante este periodo fue consecuencia en gran medida del desbordamiento de la esfera estética sobre el resto de esferas sociales, por un lado, y de la desjerarquización de las prácticas culturales, por otro.
En este nuevo escenario (auténtica constitución de una nueva formación discursiva en el sentido expuesto por Michel Foucault),3 la imagen videográfica parece haber necesitado casi desde el principio otros medios con los que confrontar su identidad; de manera especial la televisión: numerosos artistas se aproximaron al universo icónico y temático de la pequeña pantalla durante la década de 1960.4
Los dos ejes que vertebraron el comienzo del videoarte y su relación con la televisión están claramente definidos en estas obras inaugurales. Por un lado, la experimentación electromagnética de la imagen y sus posibilidades plásticas y figurativas. Por otro, y de manera más determinante incluso, la apropiación y el cuestionamiento del discurso televisivo como vehículo de expresión de la ideología dominante. No en vano el détournement del material audiovisual de la pequeña pantalla permitía desenmascarar el falso lenguaje del espectáculo capitalista y mostrar su verdadero rostro alienante a través de la ironía y un montaje sumamente vehemente.
Esta segunda vertiente, que encontró en el letrismo primero -y en el situacionismo después- sus principales sustentos teóricos, se ha expandido bajo formas tan diversas como los mashups, scratch videos o el VJing, gracias a la trayectoria de artistas como Bruce Conner y obras como Report (1963-1967) o Television Assassination (1975), los colectivos Ant Farm (conformado por Chip Lord y Doug Michels) y Guerrilla TV durante la década de 1970 (conformado por los artistas Paul Ryan, Frank Gillete y Michael Shamberg), el propio Nam June Paik o -ya dentro de nuestra más cercana contemporaneidad- el trabajo de artistas como Omer Fast. Así, en su obra CNN Concatenated (2002), Omer Fast generó una base de datos de 10 000 palabras extraídas de grabaciones de locutores y comentaristas de la conocida cadena de televisión durante 2001 y 2002. Posteriormente, este artista israelí reorganizó los fragmentos de dicha base de datos en varios monólogos que se alejan del tono informativo de origen para acercarlo a una valoración emotiva dirigida al espectador. En un vertiginoso collage en el que mudan las figuras y en el que solo la banda sonora conserva la continuidad, se suceden durante 18 min los conocidos rostros de los presentadores de los noticiarios de la CNN.
Segundo interlocutor: el cine
Primeras vanguardias
No obstante, si existe un medio que continúa actuando como interlocutor privilegiado del arte, ese es sin duda el cine. Casi desde su aparición, y una vez que la intelectualidad abandonó una primera infravaloración del nuevo medio, los artistas se aproximaron al cine desde planteamientos muy dispares: del acercamiento puramente lúdico (véanse las preliminares querencias surrealistas por los films seriales como comedias y westerns de la segunda mitad de la década de 1910)5 a la búsqueda en el nuevo medio de aquello que resultaba inalcanzable para la pintura (el movimiento de la imagen).
En lo que concierne al estado dispersivo de las imágenes que rige nuestra contemporaneidad, tienen especial interés aquellos artistas que, en el contexto de las vanguardias históricas, se asomaron al cine, no como base material y plástico (la manipulación de la “película fotosensible”, como hicieron Léopold Survage, Viking Eggeling o Walter Ruttmann),6 sino como forma de asimilación estética; en algunos casos, incluyendo el film explícitamente en su tejido material, en otros utilizándolo como estructura narrativa y temática a partir de la cual expandir sus potencialidades discursivas.
En ese sentido, puede afirmarse que, si el aliento crítico del dadaísmo se nutrió del imaginario de la publicidad, la mitomanía inherente al surrealismo terminó por empujarlo hacia el cine. Al respecto, no puede dejar de anotarse Rose Hobart (1936), de Joseph Cornell, artista neoyorkino cuyo trabajo se nutre de la práctica del collage y el coleccionismo. Próximo a la órbita de Marcel Duchamp, Cornell se apropió de East of Borneo (George Melford, 1931) para construir un peculiar objeto a medio camino del fetiche onanista y la perturbación delirante. La premisa es extremadamente sencilla, pero el resultado es a todas luces fascinante. A partir del film de aventuras de Melford, el artista recortó el metraje y empalmó solo las escenas en las que aparece su protagonista, Rose Hobart. La drástica evacuación de todos aquellos fragmentos que permiten la sutura del hilo narrativo del film, el virado a azul del metraje y su ralentización al ritmo de la proyección del cine mudo, así como la elisión de la banda sonora original y su sustitución por el acompañamiento musical de dos canciones del álbum Holiday in Brazil del compositor Nestor Amaral, genera un discurso errante y disperso, de fuerte carga onírica, en el que el goce visual del espectador se origina, precisamente, en la absoluta negación del relato. Pura imagen que se ofrece a la mirada sin una sintagmática que permita su identificación con el originario relato de aventuras.
Segundas vanguardias
Considerado por diversos autores como el origen de esa categoría tan fecunda como compleja -el cine de found footage o cine de metraje encontrado- (Wess, 1993; Bonet, 1993; Weinrichter, 1998, 2009; Arthur, 1999, Zryd, 2003; Elsaesser, 2015),7 la senda abierta por Rose Hobart ha sido profusamente transitada en la segunda mitad del siglo XX. Muchos han sido los creadores que han utilizado la imagen fílmica como material estético y discursivo desde ese momento, comenzando por Bruce Conner, nombre propio del movimiento underground norteamericano, y su celebrada A MOVIE (1958). Considerada como una de las obras centrales del apropiacionismo cinematográfico, a través de un montaje minucioso de imágenes de procedencia heterogénea, Conner logra asociaciones semánticas inesperadas. Esta obra tuvo su continuación en la década siguiente con autores como Ken Jacobs, también neoyorkino, y piezas como Tom, Tom the Piper Son (Ken Jacobs, 1969 y 1971), cuyas dos versiones se apropian de un film homónimo de 10 min realizado por G. W. “Billy” Bitzer en 1905. Con esta propuesta, el artista desgrana los mecanismos icónicos del devenir narrativo del relato original. Así, la exhaustiva argumentación de Noël Burch en El tragaluz del infinito (1987) sobre un modo de representación primitivo es corroborada fehacientemente en el film ensayo de Jacobs. La minuciosa disección operada sobre los tableaux del film original, el persistente reencuadre que intenta ordenar una imagen que se presenta al espectador en bruto, sin jerarquizar, adquiere un llamativo valor didáctico que pone en evidencia los modelos representativos fílmicos de comienzos del siglo.
Found footage y posmodernidad
Pero fue, sobre todo, a partir de la década de 1990, como recordó Nicolas Bourriaud (2002), cuando se dejaron sentir con mayor intensidad los proyectos artísticos que se apropiaban del universo cinematográfico como materia formal. No en vano las exposiciones dedicadas a valorar esta tendencia fueron numerosas durante este periodo,8 caso de Art and Film Since 1945: Hall of Mirrors (Museum of Contemporary Art en Los Angeles, 1996), Scream and Scream Again: Film in Art (Museum of Modern Art de Oxford, 1996), Cinéma Cinéma, Contemporary Art and the Cinematic Experience (Stedelijk Van Abbemuseum de Eindhoven, 1999), Notorious: Alfred Hichcock and Contemporary Art (Museum of Modern Art de Oxford, 1999) o -ya en la siguiente década- Remakes (CAPC musée d’art contemporain de Bordeaux, 2003, DA2 de Salamanca, 2004) o Found Footage: Cinema Exposed (EYE de Amsterdam, 2012).
La nómina de artistas que desde entonces han trabajado con las premisas del reciclaje cinematográfico es nutrida: los norteamericanos Craig Baldwin, Ernie Gehr y Bill Morrison, o los austríacos Norbert Pfaffenbichler, Martin Arnold o Peter Tscherkassky (continuadores en gran medida del camino transitado por Peter Kubelka), son algunos de sus representantes más insignes.
Hollywood como referente
Especialmente interesantes para los intereses de este trabajo resultan el alemán Mathias Muller (sobre todo en colaboración con Christoph Girardet) y el escocés Douglas Gordon quienes han utilizado el universo hollywoodiense como gran fuente de inspiración. El primero, desde sus inicios en el apropiacionismo cinematográfico a finales de la década de 1970, ha puesto en evidencia de manera reiterada las principales estrategias formales que han regido el cine clásico. En una de sus piezas más conocidas, Home Stories (1990), pone en valor los mecanismos del sintagma melodramático y la construcción de su protagonista femenino a través de la concatenación de escenas procedentes de películas del género y que presentan una notable similitud formal. La acción que desarrollan las actrices en la imagen, su gestualidad, e incluso su fisonomía, ilustran de manera flagrante la extrema codificación del cuerpo cinematográfico hollywoodiense durante el studio system. Actrices como Shelley Winters, Grace Kelly o Tippi Hedren aparecen en la imagen abriendo y cerrando puertas, encendiendo las luces de las habitaciones, mirando a través de las ventanas, cerrando cortinas, levantándose de la cama y, sobre todo, expresando diferentes grados de emoción (de la preocupación a la curiosidad, pasando por el temor). Es a partir de esta dialéctica (alteridad de las protagonistas frente a la similitud de las fórmulas actorales y los cánones clásicos del género representado) como Müller deconstruye los estereotipos dominantes del film clásico hollywoodiense al que alude.
En la misma dirección pueden entenderse obras como Phoenix Tapes (1999), realizada con Christoph Girardet. La videoinstalación concentra en menos de una hora gran parte del imaginario temático y visual del cine de Alfred Hitchcock; los objetos, los espacios, los planos de detalle, etc., que adquieren esa reconocida densidad en manos del cineasta británico, se superponen en la pantalla bajo nuevos ritmos y acordes que alteran el sentido original. Más tarde, en Kristall (2006), vuelven sobre una de las fórmulas genéricas más queridas por los artistas: el melodrama. Y para ello, se interrogan sobre uno de los principales operadores formales del género: el espejo, superficie especular que, atravesando la cinematografía de Douglas Sirk o Vincent Minelli, da forma al desdoblamiento y quiebre que funda a los protagonistas melodramáticos.9
Mayor relevancia adquiere Douglas Gordon por su reiterado interés en desbordar la bidimensionalidad del lienzo cinematográfico: el artista escocés no solo reutiliza material de insignes películas, sino que lo proyecta en superficies que se abren a la tridimensionalidad del espacio expositivo. Tal es el caso de Through a Looking Glass (1999), videoinstalación en la que contrapone dos grandes pantallas que escenifican el breve monólogo de Travis Bickle de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1978). En esta escena, el inquietante personaje interpretado por Robert de Niro se pregunta a sí mismo obsesivamente “Are you talking to me?” delante de un espejo. Sumido en el ensimismamiento del esquizoide, Travis repite una y otra vez los gestos que le permitirán sacar la pistola que guarda bajo el gabán. Dando forma así a la perturbada dualidad del personaje, Gordon enfrenta de manera especular las dos pantallas donde se repite en bucle el diálogo esquizoide. Y aunque las dos proyecciones comienzan de manera sincronizada, la leve distorsión temporal entre las dos imágenes hace que poco a poco vayan perdiendo cohesión, haciendo más patente aún si cabe la fractura que habita la mente del protagonista. Travis contra Travis, o la conversación mise en abyme de un sujeto desdoblado, leitmotiv que atraviesa longitudinalmente la cinematografía de Scorsese: desde Taxi Driver a Shutter Island (2010), pasando por El aviador (The Aviator, 2004).
No obstante, la obra que lanzó internacionalmente a Gordon fue 24 Hour Psycho (1993), que consiste en la proyección en una pantalla, por las dos caras y sin sonido, de la famosa Psicosis, de Alfred Hitchcock (Psycho, 1960).10 El procedimiento a la hora de realizar la pieza fue sorprendentemente sencillo. Gordon compró en una tienda un VHS del film, y utilizó un aparato de video capaz de ralentizar la imagen hasta el límite mismo de la percepción de movimiento: frente a los 24 fotogramas por segundo de la película original, 24 Hour Psycho se proyecta en silencio a 1.8 fotogramas por segundo aproximadamente. Llamativa afrenta al dictum godardiano: si el cine es la verdad a 24 fotogramas por segundo, la pieza de Gordon atenta drásticamente contra la verdad hitchcockiana. Nada queda aquí de la magistral capacidad del cineasta británico para atrapar al espectador; la dilatación ad infinitum de los planos invalida cualquier posibilidad de sobresalto, cualquier posibilidad de suspense. Sirva como ejemplo la escena de la ducha y el asesinato de la indefensa Marion Crane a manos, supuestamente, de la perturbada madre de Norman Bates. Reconocida unánimemente por el virtuosismo de la planificación y la aceleración vertiginosa del montaje (en apenas 3 min más de 50 planos), esta escena se expande hasta los 10 min en la pieza de Gordon.
La drástica ralentización que acontece tanto en esta escena como en la película en su conjunto emplazan al espectador de la instalación ante una experiencia sustancialmente distinta de la de la sala cinematográfica: el visionado de la película a su cadencia estándar lo interpela de otra manera que ante la velocidad que propone Gordon. Por no hablar de la movilidad del espectador en el espacio expositivo frente a su quietud en el espacio cinematográfico. Las características del relato hitchcockiano y su construcción narrativa pierden así toda relevancia en detrimento de la profusa e inabarcable exhibición de sus detalles visuales. La ligazón de las escenas y las secuencias y las dinámicas reactivas que determinan la implacable causalidad de la trama desaparecen detrás del poro de la imagen: de la perturbada y amenazadora presencia de Norman Bates, de la petrificada mirada de Marion sobre el suelo de la ducha o del descuelgue de las anillas que señala, metafóricamente, el fin de los latidos del corazón de la hasta entonces protagonista. Despojadas del peso narrativo, se convierten en imágenes que absorben la mirada del espectador, que lo abisman en su interior como ficcionalizara Don DeLillo (2010), por medio de uno de sus personajes, en su novela Punto Omega (2013):11
Hay que fijarse mucho para ver lo que ocurre delante de uno. Cuesta trabajo, supone un abnegado esfuerzo, ver lo que está uno mirando. Era algo que lo tenía hipnotizado, las profundidades posibles en la desaceleración del movimiento, las cosas que ver, la profundidad de las cosas tan fácil de no ser percibida en la costumbre superficial de ver. (pp. 21, 22)
La radicalidad expositiva de 24 Hour Psycho y sus consecuencias espectatoriales pueden ser puestas en relación con The Clock (2010), pieza realizada por Christian Marclay que radicaliza, en no pocos aspectos, su anterior Telephones (1995), y que fue merecedora del León de Oro en la 54 edición de la Bienal de Venecia (2011). Las similitudes y las diferencias con la obra de Gordon se hacen evidentes. La duración de la pieza de Marclay es, al igual que la anterior, de 24 horas; temporalidad que atenta, abiertamente, contra la propia experiencia espectatorial. La principal diferencia, sin embargo, radica en que The Clock no destruye la verosimilitud narrativa originada por la ralentización de la imagen, sino que se constituye a partir de la yuxtaposición de miles de fragmentos audiovisuales televisivos y cinematográficos que, en la reiterada mostración de fuentes de información temporal (fundamentalmente relojes), consiguen establecer una eficaz homología entre el tiempo diegético y el tiempo extradiegético, o lo que es lo mismo, entre el tiempo del universo ficcional que desfila en la pantalla y el tiempo del universo real del espectador. Si aquella, por tanto, suspende la mirada en la fruición de la imagen, esta, por el contrario, obliga a su toma de conciencia a través de la confrontación con las acciones que se despliegan en la pantalla.
Más allá de Hollywood
Pero no solo esa fábrica de sueños que nutrió el imaginario occidental de las décadas centrales del siglo XX ha operado como interlocutor del arte. Tan cerca y tan lejos de las propuestas aquí esbozadas se sitúan aquellos cineastas/artistas cuyo trabajo se mira en el reflejo anónimo del cine amateur y familiar.12 Tal es el caso de Alan Berliner, Yervant Gianikian y Angela Ricci o Péter Forgács, cuya obra gira en torno a las tensiones existentes entre historia(s) versus Historia, a partir de la noción de Centroeuropa (Mitteleuropa), más concretamente, de los procesos históricos que sentaron las bases del horror nazi y la Segunda Guerra Mundial. En La familia Bartos (The Bartos Family, 1988), película que forma parte de la serie Hungría Privada (Private Hungary) que realizó entre 1988 y 1997, a partir del metraje filmado por el mayor de los tres hermanos, Zoltán Bartos, Péter Forgács pone en escena la vida cotidiana de los miembros de una rica familia de Budapest antes de ser enviados a los campos de concentración; la diferencia de saberes entre el espectador y los personajes, ajenos a su futuro inmediato, confieren a la imagen una dolorosa profundidad. A su vez, en forma de díptico, Éxodo por el Danubio (The Danube Exodus, 1998), recoge, por un lado, el trayecto de dos barcos que trasportaron 900 judíos eslovacos de Bratislava a través del Danubio; y por otro, el mismo camino de vuelta con los alemanes evacuados de Estonia, Lituania y Letonia después de la ocupación de las tropas soviéticas. O en El perro negro: historias de la guerra civil española (El perro negro: Stories from the Spanish Civil War, 2005), Forgács ofrece una de las más originales y fascinantes propuestas estéticas sobre la guerra civil española. A partir de la fértil confrontación entre los conocidos documentos audiovisuales de la fratricida contienda y los metrajes amateurs y familiares de Ernesto Noriega, estudiante madrileño aficionado al cine, así como de los de Joan Salvans, miembro de una importante familia del tejido industrial textil catalán que fue asesinado en los preliminares de la contienda, el cineasta húngaro construye un poderoso discurso fílmico sobre nuestro pasado más reciente que fue objeto de no pocas controversias antes incluso de su presentación pública.13
Remake y posmodernidad
Al margen de poner en valor ese cine found footage que ha sido convenientemente analizado, merece la pena prestar atención a una tendencia contemporánea menos visible, pero que, en virtud de la particular relación que establecen las obras traídas a colación (imagen apropiacionista respecto de la imagen apropiada), se emplazan en el corazón mismo de la condición de posibilidad de la experiencia estética y, lo que es más importante aún, cuestionan los principios sobre los que se ha asentado tradicionalmente el culto de la imagen. En pocas palabras, el diálogo con obras cinematográficas referentes que proponen artistas, como el canadiense Mark Lewis, los franceses Olivier Bardin y Pierre Huygue o el lituano Deimantas Narkevičius, debe comprenderse como un ejercicio diferenciado de aquel que recicla un material fílmico precedente.
En primer lugar, y antes que nada, conviene dejar claro que nos encontramos casi en las antípodas de las estrategias habituales de remaking cinematográfico, de esa concepción industrial para la que, en palabras de Constantine Verevis,
los remakes son tenidos en cuenta de forma insistente a la hora de proporcionar modelos adecuados, como de una garantía financiera se tratase, para el desarrollo de proyectos de estudio. En un contexto comercial, los remakes son “vendidos de antemano” a su audiencia porque se asume que los espectadores ya tienen una experiencia previa, o al menos tienen una “imagen narrativa”, de la historia original -de una película previa o de la fuente literaria- antes de involucrarse en su nueva forma de ser narrado. (2006, p. 3)
En segundo lugar, no puede obviarse el fondo de semejanza que mantienen estas propuestas respecto del cine apropiacionista. No en vano comparten un mismo principio de reordenación y construcción de nuevos sentidos a partir de unas imágenes de partida, esencia discursiva del metraje encontrado, como señalara Thomas Elsaesser:
Las películas de found footage no solo combinan material, sino que también componen ese mismo material para convertirlo en un nuevo todo, en una nueva unidad coherente. Por consiguiente, los films de found footage tienden a crear nuevos contextos en los que se reubican las imágenes posibilitando nuevas asociaciones de significantes. (2015, p. 120)
Del remake como práctica dialógica
Nos seguimos encontrando, pues, en los territorios de la poética dialógica descrita por Mijail Bajtin. Sin embargo, si tanto Gordon como Müller o Forgács deconstruyen mayoritariamente la imagen cinematográfica desde su interior (reciclan y reutilizan el material fílmico ya existente), Mark Lewis, Pierre Huygue o Deimantas Narkevičius suelen hacerlo desde el exterior, situándose en el borde mismo del discurso al que citan: las imágenes referentes son explícitamente interpeladas como imágenes objeto a partir de las cuales desplegar una reflexión de orden metartístico.14 Es de la propia imagen y de su condición original de lo que se está hablando. Y aún más, se pone en valor la implicación del espectador en cuanto agente que intenta clausurar un sentido que no se deja clausurar, sujeto escindido entre dos discursos audiovisuales que lo interpelan al unísono pero de manera diferente: uno en presencia (la imagen referida) y otro en ausencia (la imagen referente).
Así, por ejemplo, Mark Lewis recrea algunas escenas de El fotógrafo del miedo (Peeping Tom, Michael Powell, 1960) en su pieza Peeping Tom (2000) o reconstruye el famoso plano secuencia que da comienzo a Sed de mal (Touch of Evil, Orson Welles, 1958), pero invirtiendo la proyección en Upside Down Touch of Evil (1997). Mayor relevancia al respecto adquiere no obstante la obra de Pierre Huygue, cuya trayectoria artística, como en el proyecto No Ghost Just a Shell que inició junto con Philippe Parreno en 1999 tras comprar los derechos de un personaje manga japonés, ha girado en torno a la noción de originalidad en numerosas ocasiones.15 Así, en 1995, realizó Remake, minuciosa reelaboración de La ventana indiscreta (Rear Window, Hitchcok, 1954) a partir de una escenografía casera y unos actores amateurs. La dialéctica que se establece entre la idéntica estructura narrativa y formal (mismo encuadre, mismo diálogo, mismo movimiento de cámara), así como el carácter artesanal de la puesta en escena y la utilización de actores amateurs que despliegan su corporeidad en un espacio netamente diferenciado de la elaborada escenografía original en estudio (Remake fue grabado en un apartamento en construcción de un barrio popular), establecen un fuerte contraste respecto del film hitchcockiano: La ventana indiscreta es expuesta a la luz pública como un artefacto discursivo del que pueden contemplarse sus fundamentos retóricos. Pero aún más, como apuntó Nicolás Bourriaud a propósito de Remake, en la repetición plano por plano de la película, “se representa algo distinto de lo que se trataba en la obra original. Se muestra el tiempo que ha pasado, pero sobre todo se manifiesta una capacidad para moverse entre los signos, para habitarlos” (2009, p. 65).
Es precisamente sobre esa capacidad para habitar los signos cinematográficos -y de hacerlo, además, a partir del paso del tiempo- que el artista ha construido algunos de sus trabajos posteriores como Les incivils (1996) o L’Ellipse (1998). El primero se erige como una explícita incursión en el universo fílmico de Pier Paolo Pasolini mediante la convocación de Pajaritos y pajarracos (Uccellacci e uccellini, 1966). En el film, un padre, Innocenti Totò (interpretado por el reconocido cómico italiano Totò), y su hijo, Innocenti Ninetto (interpretado por Ninetto Davoli, actor fetiche del cineasta italiano), deambulan por los alrededores de una ciudad cuando, de repente, son interpelados por un cuervo negro con el que entablan una conversación de marcado tono sarcástico. Tal es el material de partida que reinterpreta el artista francés: Huygue recurre a Davoli que vuelve a transitar el mismo camino treinta años después. No obstante, además de la notable ausencia de Totò, Les incivils saca al film referente de sus contornos narrativos mediante la intercalación de algunos parajes que no aparecían en Pajaritos y pajarracos; parajes que están relacionados directamente con las experiencias vitales del propio Pasolini, caso de la playa de Ostia donde el cineasta fue asesinado en 1975.
En su posterior trabajo, L’Ellipse, Huygue profundiza en las estrategias operadas en Les incivils, añadiendo, al distanciamiento temporal, un distanciamiento espacial. No en vano, transcurridos veinte años, Bruno Ganz interpreta de nuevo a Jonathan Zimmerman, uno de los protagonistas de El amigo americano (Der Amerikanische Freund, Win Wenders, 1977). Pero, en este caso, el actor se mete en la piel del fabricante de marcos para “rellenar” una escena rodada por Win Wenders que desapareció de la versión final. La instalación, constituida por tres pantallas simultáneas, proyecta en el centro el plano secuencia en el que el Bruno Ganz actual atraviesa un puente por el Sena. El recorrido, que dura aproximadamente 8 min, es acompañado en los laterales por las escenas que lo anteceden y suceden en el film original (Ganz espera en un apartamento la llamada que confirme su enfermedad terminal y enlaza con la oferta de empleo criminal en otro apartamento situado en la orilla contraria).
La puesta en simultaneidad de la imagen documental junto con las otras ficcionales y los manifiestos contrastes que se inscriben entre los dos tipos de imágenes (edad avanzada de Ganz, carácter videográfico de la grabación actual) radicalizan el descentramiento narrativo que vertebraba Les incivils a la vez que manifiestan la radical irrupción de lo real en el universo ficcional del film de Wenders, eje central de la poética de Pierre Huygue que asume íntegramente el artista lituano Deimantas Narkevičius, quien elaboró una profunda reflexión sobre la extinta Unión Soviética en su obra Revisiting Solaris (2007). Cuarenta años después del legendario film de Andrei Tarkovsky, basado en la novela del conocido escritor de ciencia ficción Stanislaw Lem, Deimantas Narkevičius convoca de nuevo a su actor principal, Donatas Banionis, para que vuelva a meterse en la piel de Chris Kelvin, el astronauta que en el film de Tarkovsky recibía la perturbadora visita de un “ente” que era idéntico a su esposa muerta. La revisitación que propone el artista, no obstante, no se sitúa en el marco narrativo desplegado por el cineasta ruso, sino que lo supera al situarse en el último capítulo del novelista que no fue incluido por Tarkovsky, y en el que el protagonista reflexionaba sobre su corta estancia en el extraño planeta. Película referente y videoinstalación resultante, establecen así un diálogo abierto en el que el material narrativo inicial se ve desbordado en su interior (marco narrativo posterior al de la película) y en su exterior (la historia del actor y su condición de ciudadano ruso que vivió el hundimiento del sistema soviético).
Y aún podría señalarse el complejo artificio que Olivier Bardin elabora a partir de la película Le camion (1977), de Marguerite Duras, en su pieza homónima de 2001. Al igual que en Remake, de Huyghe, el artista reelabora el material de partida mediante su recreación por parte de dos nuevos actores. A diferencia de aquel, sin embargo, el vídeo de Olivier Bardin realiza también ciertas operaciones sobre el texto de origen que terminan por otorgarle un mayor espesor semántico. Por un lado, el texto íntegro de la versión original es leído por el personaje masculino a diferencia de la anterior, en la que Marguerite Duras y Gérard Depardieu conversaban a propósito de una película nunca filmada. Por otro lado, acontece un proceso de condensación y reducción de los elementos formales del film referente que ahondan en la paradójica relevancia que adquiere la palabra en la nueva obra. No en vano, al silencio del personaje femenino en la nueva versión, hay que añadir también la supresión del sonido en la proyección vídeo: al texto solo se accede mediante su lectura en los subtítulos.
A modo de conclusión
El trabajo de estos últimos artistas resulta especialmente revelador de las estrategias discursivas de aquellas imágenes contemporáneas que convocan a otras desde la exterioridad, conversación que pone de relieve con nitidez la relación que se establece entre imagen referente e imagen referida, entre original y su doble: no se trata tanto de una reproducción exacta del original como de una imagen intencionadamente distante. Nos encontramos, por tanto, de lleno en la clásica diferencia establecida por Platón en El sofista entre la copia y la fantasmagoría, entre aquella imagen que reproduce exactamente las proporciones del modelo y aquella que se distancia de la imitación verdadera para hacerlo en su apariencia. Si la copia es una imagen dotada de semejanza, el simulacro sería una imagen sin semejanza, imagen que se construye de hecho desde su condición disímil. Pero si en la poética platónica el simulacro es relegado a las tinieblas de lo falso, Deleuze lo recupera otorgándole una potencia positiva, una capacidad para negar “el original, la copia, el modelo y la reproducción” (2005, p. 305).
Desde esta perspectiva, por tanto, el simulacro no debe ser considerado como una copia degradada, artificial. Antes bien, se trata de un doble que cuestiona las distinciones y los conceptos de veracidad-falsedad que fecundan toda representación. Ya no existe diferencia entre verdadero y falso, entre un original convertido en el centro del sistema y unas copias que intentan parecérsele. Frente al icono copia y la semejanza del remake hollywoodiense, se sitúa el simulacro y la diferencia, repetición con variación que establece una distancia entre las dos imágenes.16 He ahí, tal vez, donde reside el verdadero gesto político de estas propuestas: la conciencia de unas imágenes que, en última instancia, se reconocen incapaces de situarse en el centro alrededor del cual se articule sistema alguno.
En definitiva, desde que el arte de principios del siglo XX desistiera de los postulados de una creación ex nihilo para operar con materiales que ya circulaban en la sociedad, el cruce de caminos estético y la migración de las imágenes de un medio a otro se ha convertido en una dominante del sistema artístico actual. Y más que la publicidad o la televisión, medios objeto utilizados por numerosos artistas para desvelar los cimientos de la ideología dominante y denunciar la enajenación del sujeto contemporáneo, el discurso artístico ha utilizado -y utiliza- como interlocutor privilegiado la imagen cinematográfica, acaso como espejo incierto en el que proyectar sus inquietudes desde la otredad. Por un lado, se encuentran aquellos creadores que se han apropiado en sentido literal del material cinematográfico para deconstruirlo en una nueva unidad que recompone el conjunto de partida (de Joseph Cornell a Douglas Gordon pasando por Bruce Conner). Por otro lado, están aquellos artistas que han dialogado con la imagen cinematográfica desde el exterior: las propuestas de Mark Lewis, Pierre Huygue o Deimantas Narkevičius obligan a una reflexión audiovisual de enorme calado que cuestiona los conceptos de originalidad y copia, elementos esenciales tanto del devenir estético como de la experiencia estética referida a un sujeto. En ambos casos, no obstante, puede llegarse a una misma conclusión: si la imagen artística en la contemporaneidad se caracteriza por su condición fantasmal y errante, como señaló José Luis Brea, es desde luego el espíritu cinematográfico lo que parece animarla.