SUMARIO
Introducción. 1. Los pilares para la refundación democrática del derecho penal. 2. Derecho penal democrático, garantismo y minimalismo en diálogo. 3. Sin lugar a la soberanía popular: sobre Gelman vs. Uruguay (2011). 4. El aporte de Gargarella a la justicia transicional: la subsidiariedad basada en la robustez democrática de las decisiones locales. Conclusión. Referencias.
INTRODUCCIÓN
Sin lugar a dudas, el pensamiento y el trabajo del profesor argentino Roberto Gargarella son sumamente vastos y críticos, y son muestra de un interesante maridaje de lo teórico con lo práctico. En primer lugar, los temas que han ocupado su atención son muy variados e incluyen la democracia deliberativa, que es, en definitiva, el eje transversal de su prolífica obra, y que atraviesan la historia constitucional latinoamericana1, la organización del poder público2, la protesta social y el derecho a la resistencia, las teorías de la justicia3, las dificultades de defender el control fuerte de constitucionalidad4 y, finalmente, aunque en lo absoluto menos importante, también algunos de los problemas centrales del derecho penal en sociedades con altas dosis de desigualdad y tendencia al abuso del poder5.
En segundo lugar, su amplia e interesantísima obra se caracteriza siem pre por remar contra la corriente de la doctrina dominante -como trataré de apuntar a lo largo de este texto, ello se refleja en sus posiciones sobre el control judicial de la legislación6 y su aproximación al derecho penal-, pero, además, porque goza de una envidiable capacidad para explicar las cuestiones más complejas de filosofía política, derecho constitucional o penal con una facilidad y un lenguaje tan cercano al lector que confirman los motivos del éxito de su obra más allá de las fronteras latinoamericanas.
En tercer lugar, Gargarella es un jurista que mantiene los pies en la tierra (quizá por su formación de sociólogo): en todos sus escritos e intervenciones, si bien está presente un alto componente teórico, este es recurrentemente aplicado para tratar los problemas más urgentes en América Latina, como la pobreza, la desigualdad, la represión y la crisis de la representación política -lo que se refleja, por ejemplo, en sus intervenciones en el debate público recopiladas en la parte III de Castigar al prójimo7-, combinados con un cons titucionalismo regional con un diseño orgánico que es incompatible con las amplias declaraciones de derechos recogidas en los textos constitucionales.
Todo lo dicho sirva no solo para reconocer las cualidades del homenajeado sino también para excusarme a mí mismo como autor. En estas breves páginas no es mi intención, ni está dentro de mis posibilidades, reseñar por completo el pensamiento penal de Gargarella, sino únicamente describir sus líneas maestras, que aparecen expuestas en su ya citada obra Castigar al prójimo.
En todo caso, identificar las líneas maestras sobre el deber ser del derecho penal en la visión de Gargarella tendrá utilidad en la medida en que sirva para explicar su postura frente al rol de los tribunales internacionales y de la democracia frente a la violencia masiva, especialmente, en casos de justicia transicional que han llamado su atención, como son el famoso caso Gelman vs. Uruguay (2011) y el Acuerdo de Paz entre Colombia y las FARC-EP (2016).
En pocas palabras, la visión de Gargarella sobre los sistemas de derecho penal existentes en la región latinoamericana podría resumirse en que los Estados están parcialmente deslegitimados para castigar la violencia que coadyuvan a generar y mantener; que la forma en que se ejecutan las penas en Latinoamérica es equivalente o muy cercana a la tortura, y que solamen te contribuyen a alejar más al autor del delito antes que a reintegrarlo a la comunidad de iguales. En ese sentido, expresado en pocas líneas y a riesgo de pasar por alto muchos matices, Gargarella opina que los tribunales inter nacionales deben ser extremadamente deferentes con procesos de decisión nacionales democráticos y sostenidos en el tiempo que muestren una prefe rencia alternativa al punitivismo como medio de la superación del pasado. Así mismo, estima que los procesos de paz, como el de Colombia, pueden y deber ser negociados, evidentemente, por "todos los potencialmente afectados" y contando con todas las garantías de información y participación.
Como puede advertirse de inmediato, las propuestas de Gargarella sobre esta cuestión son diametralmente contrarias a las que defendería, entre otros, Luigi Ferrajoli, para quien los derechos fundamentales conforman el núcleo de la esfera de lo indecidible aun por sociedades democráticas en procesos ideales. De hecho, esta última es la tesis dominante al día de hoy en materia de "graves violaciones de derechos humanos" y que ha sido abrazada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) en el caso Gelman vs. Uruguay (2011).
Tomando en consideración lo anterior, a lo largo de esta contribución procuraré demostrar que el pensamiento penal de Gargarella se inserta y dialoga con otras obras relevantes en el derecho penal, y mostrar que no son totalmente antitéticos, sino, al menos, complementarios. Dicho de otro modo: mientras que Ferrajoli y Zaffaroni comparten las mismas preocupa ciones que Gargarella, se preocupan por dar respuestas a los problemas de una democracia real y no en la democracia ideal -en palabras de Norberto Bobbio- en la que piensa Gargarella. Por otro lado, mostraré que el aporte más relevante de Gargarella en materia de derecho penal y justicia transicional consiste en haber presentado una teoría del principio de subsidiariedad sustantivo basado en la democracia. Dicho en otros términos, la idea de que los tribunales internacionales deben ser deferentes ante decisiones locales adoptadas de forma democrática, participativa, incluyente y de forma sostenida en el tiempo, aunque se trate de aspectos tan complejos como la respuesta a la violación sistemática o masiva de derechos humanos.
1. LOS PILARES PARA LA REFUNDACIÓN DEMOCRÁTICA DEL DERECHO PENAL
El libro en el que centraré mi atención para describir la mirada de Gargarella sobre las cuestiones penales es el ya recordado Castigar al prójimo8. La obra se divide en tres partes: "I. Contra un pensamiento penal antidemocrático", "II. Democracia sin castigo, reproche sin encierro" y "III. La ley penal en el banquillo: discusiones y propuestas". Además, es importante indicar que la mayoría del volumen se integra por textos ya publicados como artículos, con excepción de los capítulos 1 y 5, aunque todos ellos han sido revisados y, en su caso, ampliados por el autor.
Quizá el origen del libro explica bien los motivos por los que algunas ideas son reiteradas de forma constante, lo que ciertamente hace más sencillo identificar los pilares del pensamiento penal de Gargarella. Diría que antes de abordar ese tópico deberíamos apuntar las ideas más básicas de la demo cracia deliberativa9, que es, sin lugar a dudas, la teoría de filosofía política que impregna también la teoría del derecho que nuestro autor defiende.
En línea con lo dicho, la democracia deliberativa es ante todo un ideal regulativo, se trata de un modelo normativo surgido a finales del siglo XX10 que reconoce la dificultad de satisfacer en la práctica sus propias elevadas exigencias, pero que reconoce que, en la medida en que nos acerquemos a ellas, las decisiones resultantes de los procesos democráticos en la sociedad tienden a ser más imparciales e informadas, aunque definitivamente no de finitivas ni sin margen a equivocaciones. De forma muy esquemática, los principios sobre los que se asienta el modelo son los siguientes.
Como defendía John Stuart Mill, "cada persona es el mejor juez de sus propios intereses"11, lo que implica rechazar la idea de que existen élites, en su caso, los representantes o los jueces, que están en mejor capacidad que el resto de los ciudadanos; y, más bien, conduce a afirmar que los asuntos públicos deben ser resueltos en una discusión que involucre a "todos los potencialmente afectados", según la máxima de Habermas12.
Se predica exactamente lo opuesto en cuestiones relativas a la autono mía individual, aquellas que en la terminología del argentino Carlos S. Nino escapan de la moral intersubjetiva13. Expuesto magistralmente, aunque no sin controversia14, por John Stuart Mill: "La única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo"15.
En esa discusión, todas las personas cuentan; en palabras de Gargarella, "nadie vale más que otros: todos se encuentran en pie de igualdad". Ahora bien, en todo caso, no se asume inocentemente el modelo liberal de igualdad -igualdad formal ante la ley16-, sino que se parte, precisamente, de que en nuestras imperfectas democracias las decisiones son tomadas por élites mientras que los más desaventajados no tienen representación real en el sistema. Por eso, el modelo de la democracia deliberativa, al menos en la versión de Gargarella, también se compromete con las condiciones necesarias para un debate en pie de igualdad material17.
Como resulta evidente, aunque la discusión pública representa el medio más apropiado de autogobierno, está claro que en algún momento se debe pasar por un proceso de agregación de preferencias, como el sufragio18. En todo caso, la idea central de Gargarella es que, partiendo de que todas las personas tienen un marco de conocimientos limitados y además están parcia lizadas por el hecho de no haberse cuestionado nunca respecto de su propia concepción de lo bueno y lo malo (sesgos inconscientes), cada uno "clarifique sus propias ideas, las contraste con los demás, aprenda de los otros, a la vez que les haga conocer a ellos las razones de sus puntos de vista"19.
En línea con lo anterior, es necesario aclarar que de ningún modo par ticipar de la idea de la democracia deliberativa implica optar por adherir al populismo ontológico que reseñara Nino. Es decir, no se asume que por seguir procedimientos más inclusivos e imparciales se alcance una decisión que sea sustancialmente correcta. Lo que sí asume Gargarella es que la ausencia de procedimientos deliberativos "aumenta la probabilidad de que la resolución resulte sesgada indebidamente a favor de los (pocos o privilegiados) que controlan el proceso de toma de decisiones"20.
Lo comentado hasta aquí tiene una incidencia fundamental en la con cepción de Gargarella respecto de los derechos fundamentales. Teniendo en mente la importancia de la deliberación en el ideal regulativo, "la libertad de expresión pasa a ser vista como un superderecho, que se ubica en su lugar más alto de la expresión política"21. En adición a ello, se aleja radicalmente de la fundamentación iusnaturalista de los derechos fundamentales y com parte, con Jeremy Waldron22, la idea de que los derechos son parte de una discusión continúa en sociedades pluralistas en las que existen desacuerdos sinceros y razonables sobre el contenido, alcance y límites de los derechos23.
Todos los elementos de la teoría esbozada conducen indefectiblemente a que Gargarella desconfíe de los jueces y rechace, al menos, un control fuerte de constitucionalidad de las leyes a nivel nacional24; y, también -como exploraremos más adelante- del control de convencionalidad en manos de la Corte IDH y, en general, de la intervención de tribunales internacionales en decisiones democráticas que pudieren calificarse de robustas25. En una síntesis de lo que nuestro autor ha mencionado a lo largo de su prolífica obra: los jueces no rinden cuentas y tienen un déficit de representación -lo que, en cambio, es precisamente la fuente de legitimación del juez para autores como Luigi Ferrajoli26-, por lo que no es autoevidente una supuesta conexión entre el juez y la defensa de las minorías, ante las que, vale insistir, tampoco responden27. Adicionalmente, también los tribunales de cierre resuelven sus controversias interpretativas por medio de votos, utilizando la regla de la mayoría e incorporando -dada la vaguedad del lenguaje presente en el dere cho- argumentos morales y políticos, no solamente técnicos.
Para concluir este esbozo general, diré que Gargarella explora alternativas prácticas para implementar la deliberación en la democracia: en lo judicial nos informa de procesos con audiencias públicas, consultas comunitarias obligatorias, juicio por jurados, justicia restaurativa; y respecto del proceso de creación de la ley ha sugerido debates públicos, entre otros métodos28.
Debo insistir en que mi exposición no hace justicia en lo que concierne al nivel de detalle necesario para explorar seriamente todos los extremos del interesantísimo modelo de democracia deliberativa epistémica en el que Gargarella ha trabajado, al menos, los últimos 30 años. Se trata tan solo de unas pinceladas a mano alzada que sirven para explicar su particular concep ción del derecho penal, que nuestro autor entiende, siguiendo a Hart, como la "imposición deliberada de dolor a otro"29.
2. DERECHO PENAL DEMOCRÁTICO, GARANTISMO Y MINIMALISMO EN DIÁLOGO
Las especiales restricciones de libertades fundamentales que en nuestros sistemas acompañan a la pena, y que son, en definitiva, el núcleo de la de mocracia deliberativa (piénsese en el derecho a la libertad de expresión, a la libertad ambulatoria, a la libertad de asociación e, incluso, a los derechos de participación política que quedan prácticamente suspendidos durante el tiempo de ejecución penitenciaria), nos obligan a justificar muy robustamente el derecho penal.
Las justificaciones en comento se refieren a los siguientes ámbitos: 1. El origen, la interpretación y la aplicación del derecho penal; 2. La autoridad del Estado para realizar reproches a las personas; 3. La significación de la pena en una comunidad de iguales, y 4. La criminalización o la obstaculización por medio del derecho penal de conductas como la protesta social que, bajo el sistema democrático, resulta imprescindible30.
Para navegar en estos problemas fundamentales del derecho penal, Gargarella adopta una estrategia interesante que consiste, básicamente, en continuar el trabajo inconcluso31 de su maestro, Carlos S. Nino y vincular el derecho penal y la teoría de la democracia deliberativa. Además, se mide constante mente con rivales nada fáciles de rebatir como el garantismo del profesor italiano Ferrajoli o el minimalismo penal de su connacional Eugenio Raúl Zaffaroni. Para hacerlo, utiliza constantemente las teorías comunicativas del derecho penal, siendo una frecuente referencia el trabajo de Antony Duff32.
Eso sí, en Castigar al prójimo no se encontrará una discusión con la dog mática penal del ámbito hispanoparlante, lo que se echa de menos pues buena parte de los problemas que interesan a Gargarella también han ocupado la agenda de algunas de las voces más representativas del derecho penal, partiendo de fundamentos distintos y alcanzando resultados igualmente diferenciados. Hecha esta introducción, corresponde centrar nuestra atención en el primer problema del que se ocupa Gargarella, esto es, el origen, la interpretación y la aplicación del derecho penal.
El primer pilar fundamental, en línea con los ideales deliberativos que acoge Gargarella, es la conexión entre republicanismo y derecho penal. De esta manera, el modelo republicano "pretende la autodeterminación y rechaza cualquier imposición externa, cualquier 'dominación' que se busque imponer o establecer en contra de la voluntad de los propios afectados". En su perspec tiva, la idea de que todos están llamados a intervenir de forma activa en los asuntos que interesan a la sociedad parece chocar con el liberalismo clásico, que maximiza la autonomía individual (al punto de que no participar es un ejercicio de libertad), y aún más con el conservadurismo, que, en cambio, desconfía de una presión indebida sobre la clase política o de la saturación de las vías institucionales33.
Para Gargarella esa participación resulta, en cambio, fundamental en la medida en que el acuerdo colectivo sobre el derecho penal -entenderse a sí mismo como un autor del derecho, no como un testigo o una víctima del mismo- confiere razones para obedecer el derecho vigente. Igualmente, un modelo republicano de derecho penal no está interesado en el aislamiento y las penas que impliquen castigos físicos, más bien, le interesa que el proce sado reflexiones y comprenda lo injusto de su actuación, así como promover compensaciones hacia la comunidad o la víctima afectada, distinguiendo de este modo entre reproche y castigo34 o, en otros términos, entre las dimen siones comunicativa y aflictiva de la pena SILVA-SÁNCHEZ, J. M. Malum passionis. Mitigar el dolor del Derecho Penal. Barcelona: Atelier, 2018, 11535.
Es precisamente en este punto donde Gargarella difiere del ilustre jurista italiano Luigi Ferrajoli y del profesor argentino Eugenio Raúl Zaffaroni y su visión en torno a las mayorías democráticas y el derecho penal. Desde la perspectiva de Gargarella, estos dos autores señalan sin apoyo empírico alguno que la intervención de la participación democrática de la mayoría en asuntos penales conduce al neo-punitivismo o al maximalismo penal. De ahí que en la visión del minimalista y el garantista la función del juez sea reducir a lo indispensable la aplicación del derecho penal, o bien controlar a las mayorías frente a sus deseos de venganza. A manera de ejemplo, Gargarella critica la afirmación de Ferrajoli según la cual, "[e]n tiempos como los que vivimos, es precisamente esta concepción garantista de la democracia la que debe ser afirmada y defendida contra las degeneraciones mayoritarias y tendencialmente plebiscitarias de la democracia representativa y sus perversiones videocráticas; o dicho en una palabra, contra la kakistocracia [el gobierno de los peores] de la que habla Michelangelo Bovero"36.
En pocas palabras, según Gargarella, para Ferrajoli la democracia con duce al abuso, y la unanimidad al totalitarismo. En palabras del autor italia no: "sabemos bien que si un pueblo fuese unánime, ello sería la señal más elocuente de la degeneración totalitaria de la democracia, y que hablar del 'poder del pueblo' sirve para ocultar el pluralismo político y los conflictos de clase que atraviesan las sociedades". Por supuesto, Ferrajoli ofrece dos ejemplos, desde mi punto de vista nada despreciables, sobre su argumento:
... la noción puramente formal de "democracia" tiene a sus espaldas una tradi ción milenaria, desde la Grecia antigua hasta hoy, y que es compartida por el pensamiento político dominante. Pero precisamente en este sentido puramente formal, se podría objetar, la democracia raramente ha existido y casi nunca ha sobrevivido. No ha existido en la Grecia antigua, en la cual no existía el sufragio universal y en la que ciertamente no todo el pueblo participaba en el gobierno de la ciudad. No ha existido en el viejo estado liberal en el cual el sufragio universal estaba limitado a escasas oligarquías. Y cuando ha existido, como en Italia y en Alemania a comienzos del novecientos luego de la introducción del sufragio universal masculino, justamente por la ausencia de límites ella cayó bajo los golpes del fascismo y del nazismo37.
Sobre esta cuestión, solamente puedo adherir al atinado comentario de Marcelo Alegre en el sentido de que la exposición de Gargarella no hace justicia al argumento del jurista italiano, pues, efectivamente, "la visión pesimista de Ferrajoli no lo es respecto de las mayorías, sino de las democracias realmente existentes"38. En esa línea Ferrajoli, me parece, no critica tanto a las mayorías, que son, en definitiva, las que se dan una constitución y, con ella, derechos fundamentales como mecanismo de autoprotección frente a momentos coyunturales en los que ellas mismas se sientan tentadas a desvin cularse de esos consensos sociales mínimos39. Lo que sí critica Ferrajoli es, en definitiva, la kakistocracia, el gobierno de los peores, o en las palabras de Bovero, aquel "contubernio obsceno entre el dinero y la política y, por el otro, en la potencia desbordada de los medios de comunicación, sobre todo de la televisión, para obnubilar cada vez más la capacidad de juicio político de aquellos a los que Bobbio llamaba los 'ciudadanos no educados'"40.
Dada esta lectura alternativa, parecería ser que Ferrajoli no está en contra de la participación "del pueblo" en el derecho penal, pero sí rechaza que la "estabilidad social" o la conservación del sistema, en palabras de un funcionalista, sean condición suficiente para la intervención del derecho penal en la medida en que ello constituye un factor de expansión y maximización del mismo. Por el contrario, Ferrajoli admite que ese consenso democrático (condición necesaria) requiere de la lesión de bienes jurídicos individuales y/o colectivos (condición necesaria) para la intervención del aparato penal41.
Nada de esto parece contrario al ideal republicano, en la medida en que el propio Ferrajoli afirma, como también lo hacen Gargarella o Nino, que nada tiene que hacer el derecho penal frente a cuestiones morales: "en garantía del pluralismo moral y político, esto es, de la convivencia pacífica de varios puntos de vista morales, es necesario que la ley limite la punición únicamente frente a los comportamientos que en concreto sean ofensivos respecto a los otros, garantizando por lo demás una esfera intangible de libertad"42.
Frente a estas consideraciones, Gargarella contestaría que, en todo caso, la asociación entre democracia y punitivismo descansa en una "paupérrima concepción de la democracia, según la cual las condiciones de debate e inclusión se encuentran ausentes y es así como se termina por identificar la democracia con el mercado"43. Sobre esta cuestión, me limitaré a señalar que el control judicial aparece como herramienta idónea, al menos en Latinoa mérica, para garantizar esas condiciones mínimas de debate e inclusión que, junto al principio de lesividad, conducen al desarrollo de un derecho penal más igualitario y menos punitivista. En cambio, el solo ideal regulativo de la democracia deliberativa, me parece, carece de herramientas institucionales suficientes para lograr este propósito44.
En este punto, creería que Gargarella estaría dispuesto a aceptar el con trol judicial de constitucionalidad, especialmente, en el ámbito del derecho penal, teniendo en cuenta los diferentes contextos de las sociedades, como también parece hacerlo Jeremy Waldron45. La pregunta que deja planteada Gargarella en su iluminadora presentación de La justicia constitucional de la democracia deliberativa de Niembro Ortega dice mucho al respecto: "¿Cuánto y de qué modo, las teorías que conocemos [...] deben ajustarse en contextos como los nuestros, para hacer frente a los dramas de la desigualdad social y la extorsión democrática a los que regularmente quedamos enfrentados?"46.
Cuestión totalmente distinta es el rol de los tribunales al momento de in terpretar y atribuir significado a los derechos, pues, dejando de lado aquellos consensos históricos sobre un contenido mínimo, comparto la idea de que los tribunales deben ser deferentes y cautos frente a situaciones sobre las que no existe tal consenso47.
En cuanto a la aplicación del derecho penal y la crítica a Zaffaroni, se afirma en Castigar al prójimo que este defiende una visión según la cual la función de los jueces y del derecho penal es limitar la violencia. En su Ma nual de derecho penal (1988), Zaffaroni defiende una visión agnóstica de la pena en la que abandona las doctrinas que justifican la pena para dotarla de racionalidad (p. ej., que aquella es útil para prevenir el delito en la sociedad, o que su ejecución persigue la reinserción del reo), y asegura, por el contrario que la pena es irracional, esconde un deseo de venganza; y, en particular, en cuanto al derecho penal afirma que es profundamente selectivo de los más vulnerables y débiles de la sociedad48.
Por tanto, según Gargarella, para Zaffaroni el rol legítimo del juez cons ciente de la selectividad del derecho penal y de los abusos sistémicos de las agencias policiales (especialmente en América Latina, que, como es conocido, atravesó desde la década de 1970 una larga época de dictaduras en el Cono Sur, caracterizadas por abusos de todo tipo) comporta limitar la aplicación de la violencia que se ve incapaz de eliminar. Tomando el ejemplo citado en Castigar el prójimo y en palabras de Zaffaroni:
El poder punitivo será irracional, pero tenemos que ser racionales en la contención; es algo así como la Cruz Roja con la guerra. Yo no le puedo imputar a la Cruz Roja que no suprima la guerra, porque no tiene el poder para hacerlo, pero sí le puedo exigir que agote su poder de contención de las formas más crueles y sangrientas de la guerra: que no maten a los prisioneros y que no bombardeen los hospitales. Nosotros no podemos hacer desaparecer el poder punitivo, lo que tenemos que hacer es como la Cruz Roja. Los jueces somos la Cruz Roja de la política49.
En ese marco de un derecho penal descrito por Zaffaroni como violento, irra cional e ilegítimo, se argumenta que, si "el juez cree que existe un grado muy alto de probabilidades de que [esa] persona sea ejecutada por alguna agencia del sistema penal (es decir, una policía descontrolada)", sería "éticamente irreprochable" la decisión del juez de mantener privado de su libertad al in dividuo aun más allá de su culpabilidad. Por el contrario, Gargarella indica que "el deber del juez no podría ser nunca aplicar dosis moderadas de ese derecho violento, irracional e ilegítimo. En tal caso, su obligación no podría ser otra que la de dejar de respaldar absolutamente ese derecho para aplicar otras medidas no contaminadas de esa inaceptable injusticia"50.
Sobre este punto en particular, entendería que la respuesta de Zaffaroni sería idéntica a la que brindó en un debate con Nino: "me parece que en el fondo lo que prima es un grave error de percepción del poder: no es el legislador quien ejerce el poder punitivo, porque no tiene forma de controlar la criminalización secundaria, salvo muy indirectamente (comisiones parlamentarias, por ejemplo). El poder punitivo es ejercido por las agencias ejecutivas y los únicos que pueden controlarlas cercanamente son los jueces"51. Es decir que el problema del derecho penal no es generalmente su contenido en abstracto, sino que se trata de una cuestión de orden sociológico, referido a su selec tividad, y a que lamentablemente los jueces se desempeñan en un ámbito acotado para interpretar y aplicar el derecho vigente, eso sí, ingeniándoselas para aplicar categorías jurídicas (mínima intervención penal, causas de jus tificación, estado de necesidad, fin de aplicación de la norma, entre otras52) que sirven para paliar ese problema que no pueden controlar por sí solos y que pertenece al ámbito de la legislación53.
Desde mi perspectiva, las aportaciones más interesantes de Gargarella orbitan alrededor de la legitimación del Estado para castigar, el fin de la pena y la validez de las normas jurídicas, y no tanto, según se ha explicado, sobre el origen del derecho penal y su interpretación por parte de los jueces. Parece claro que el control de constitucionalidad no es una condición necesaria para la vigencia del Estado constitucional de derecho, siendo prueba de ello el denominado Commonwealth Model of Constitutionalism (Reino Unido, Canadá o Países Bajos); ni tampoco se trata de una condición suficiente, siendo prueba de ello nuestras imperfectas democracias latinoamericanas, en las que, a pesar de la existencia del control de constitucionalidad en manos de jueces que gozan de la "última palabra", tampoco se asegura el resultado de una "respuesta correcta" ni, por sí solo, la satisfacción de los derechos que nos hemos reconocido unos a otros.
Más bien, me animaría a decir que el control de constitucionalidad es, como ha señalado José Juan Moreso, una condición contribuyente que se justifica en mayor o menor medida dependiendo del concreto contexto social en el que se aplique54. En ese sentido, los jueces pueden coadyuvar a la creación de un derecho penal más democrático e incluyente (origen) garantizando la no criminalización de conductas que pertenecen al ámbito de la moral privada y que no lesionan bienes jurídicos, así como pueden promover el debate e inclusive exhortar a que en el proceso legislativo se tomen en consideración las voces de todos aquellos que se verían potencialmente afectados por las normas jurídicas.
Igualmente, los jueces aparecen como una pieza fundamental del sistema para proteger el derecho de protesta frente al poder público que tanto preocupa -y con razón- a Gargarella. En sus palabras: "contra lo que suele ocurrir, el Estado debería cuidarse sobre todo de sancionar, en lugar de escuchar y atender, las quejas provenientes de las violaciones graves de derechos"55. Como él mismo afirma, se requiere la "protección muy particular de las demandas y críticas provenientes de los grupos más desaventajados de la sociedad, contra la tendencia que sigue siendo dominante [...] orientada a la criminalización de la protesta social"56.
En ese sentido, la justicia constitucional puede y debe contribuir a robus tecer el frágil origen del derecho penal, no tratándose, pues, de un divorcio entre posiciones antagónicas ("el pueblo" contra los jueces), sino más bien de una relación de colaboración constitucional. Me parece del todo precisa la distinción que traza Gargarella entre un sistema democrático deliberativo y el populismo pues, en efecto, este último "no se toma en serio el carácter inclusivo de la democracia: por lo tanto, a pesar de la retórica, simplemente se convierte en otra versión del elitismo penal"57. También es relevante la distinción entre el "mercado" y el "foro" en cuanto a distinguir entre "meras opiniones" y "juicios deliberativos"58. Por ello me animaría a decir que la justicia constitucional es asimismo parte del foro de la razón pública -en la terminología de Rawls- para contener el populismo penal y centrar el debate en argumentos públicamente aceptables59.
Basta aquí un breve inciso sobre un ejemplo recurrente respecto de la aplicación del derecho penal que en la perspectiva de Gargarella contribuiría a tender puentes entre el derecho penal y la democracia deliberativa. Con cierta frecuencia se aboga en favor del juicio por jurados y se afirma que "la corriente dominante parece socavar la posibilidad de adoptar medidas alterna tivas como el jurado, que hace hincapié en la importancia de la participación pública en la sentencia"60, criticando que, por ejemplo, en el Reino Unido se reserve esta institución para los delitos más graves, mientras que en Estados Unidos sea cada vez menos frecuente ante el fenómeno, muy preocupante por cierto, de los acuerdos de conformidad61. Todo ello conduce, tal como están las cosas, hacia la extinción de esta institución en el derecho penal.
Esto preocupa a Gargarella en la medida en que el jurado puede promover la capacidad cívica de las personas, haciendo hincapié en la "interconexión" y "las relaciones que nos unen", lo que ayudaría a acortar distancias sociales entre los delincuentes y las víctimas. Profundizando el argumento, señala que en el sistema dominante de los tribunales se genera un distanciamiento con el público, lo que impide que tanto el imputado como las víctimas reconozcan que hay tanto sufrimiento humano en el delito como en el castigo del Estado62.
Sobre esta cuestión no puedo hacer más que referirme brevemente a que la legitimación del jurado es política, como ha reseñado acertadamente Kamada63, mientras que la legitimación de los tribunales es jurídica, pues se basa en la correcta interpretación del derecho y en un sistema de valoración probatoria racional, como ha explicado Ferrer64. Ello tiene como consecuencia, para los derechos humanos del imputado, que un jurado puede absolver o condenar "por íntima convicción" sin motivar su decisión, es decir, sin realizar una explicación razonada de la valoración de los hechos y de la prueba. Lo cual, ciertamente, deja en un estado de indefensión al procesado al momento de recurrir su sentencia, lo que lesiona las garantías básicas del debido proceso (doble conforme)65, aunque aquello haya sido avalado incorrectamente por la Corte IDH66.
Con lo dicho no pretendo negar el calamitoso estado de sistemas penales en los que, como indica Taruffo en referencia al sistema penal norteamericano:
... más del 95 por 100 de los casos penales no llegan al proceso, ya que conclu yen con una declaración negociada de culpabilidad por parte del acusado, aun y cuando los mismos juristas norteamericanos sepan que el acusado es inocente, pero que, como a lo mejor no tiene posibilidades de defenderse seriamente durante un proceso por falta de recursos económicos o por cuestiones incluso culturales, con lo que se abre la posibilidad de que sea condenado por un delito mucho más grave del que aun siendo inocente se le atribuye, entonces lo más conveniente para él sea aceptar y declararse culpable67.
Tampoco puede desconocerse, por ejemplo, que el racismo judicial, entre otros sesgos estadísticamente demostrados en el caso de la justicia penal, ha de ser combatido por todos los medios68. Aquí simplemente pretendo llamar la atención sobre el hecho de que puede pensarse en otros arreglos institucionales diferentes y preferibles al jurado, institución no exenta de cuestionamientos, para atajar las referidas injusticias.
Como el lector podrá notar, en esta sección del ensayo he focalizado mi atención en describir los pilares del ideal deliberativo que defiende Gargarella y cómo aquellos perfilan también su visión sobre el derecho penal. A la vez, se ha procurado exponer las críticas principales que ha formulado a autores como Ferrajoli y Zaffaroni en cuanto al rol que ellos asignan "al pueblo" en el origen, la interpretación y la aplicación del derecho penal. Ahora bien, hay que mencionar que varias de las posiciones sostenidas por Gargarella en Castigar al prójimo no están tan radicalmente disociadas del garantismo penal como parecería de una lectura superficial.
Mientras que para Ferrajoli -junto a la idea de Garzón Valdés y la propia de Bobbio- existe una esfera de cuestiones que no pueden ser decididas por la mayoría, esto resulta inaceptable para autores como Waldron o el propio Gargarella. Empero, no se puede dejar de notar que a pesar de ese desacuerdo irrecusable existe un punto que podrían compartir: la justicia constitucional, dado el contexto real del derecho penal en América Latina, puede contribuir a fortalecer la forma en que se crea y los límites que se imponen al derecho penal, limitando así la imposición deliberada de dolor a otros.
3. SIN LUGAR A LA SOBERANÍA POPULAR: SOBRE GELMAN VS. URUGUAY (2011)
En esta sección del ensayo centraré mi atención en los aportes que estimo más valiosos por parte de Gargarella al derecho penal, los cuales de rela cionan con la legitimación del Estado para castigar, el fin de la pena y la validez de las normas jurídicas- y procuraré vincularlo al fenómeno de la violencia masiva en la justicia transicional. Para iniciar con el tratamiento de estos temas es necesario notar que para Gargarella el derecho penal es indisociable de una sociedad en concreto. Por ello "toda comunidad tiene el derecho de autodeterminarse y definir los principios fundamentales que van a organizar sus instituciones básicas, como resultado de asumir que, dentro de esa comunidad, ninguna autoridad resulta superior a la voluntad deliberada de sus propios miembros"69.
Lo dicho incluye evidentemente la decisión de las sociedades sobre qué conductas deben ser catalogadas como delitos y cómo deben ser reprocha das. Ahora bien, Gargarella es claro al indicar que existen delitos malum in se y mala quia prohibita, y por tanto admite que "[p]ueden existir crímenes capaces de resultar ofensivos para la humanidad toda, por más que se siga insistiendo en que las diversas comunidades deben tener absoluta primacía para decidir cómo afrontarlos y qué respuestas darles"70.
Para arribar a esa primacía se puede argumentar desde la posición de Duff -quien parte de una teoría comunicativa del derecho penal- que existe una especial relación entre la comunidad y el sujeto para llamar ante sí a los individuos que hayan cometido faltas graves. Ello traería ciertos beneficios, si se me permite, de tipo "terapéutico", sobre el delincuente, la víctima y la sociedad. En cambio, según argumenta Renzo, existirían fundamentos más fuertes para preferir a "un conjunto particular de la humanidad" respecto de la cual uno es especialmente responsable, no solo como semejante sino como conciudadano71.
Gargarella afirma que de ningún modo esta visión puede tildarse de na cionalista ya que lo único que se argumenta es que los tribunales regionales (como la Corte IDH) o la Corte Penal Internacional (CPI) deben ser especialmente deferentes frente a las decisiones de la comunidad que sean producto de fuertes, inclusivos y prolongados acuerdos democráticos.
Conectando lo anterior con la validez gradual de las normas jurídicas y el paradigmático caso Gelman, Gargarella critica que la Corte IDH no haya tomado en consideración, para decidir, el hecho de que, tras la dictadura militar que detentó el poder en Uruguay, el parlamento aprobara la Ley de Caducidad, el 22 de diciembre de 1986, y que luego fuera considerada constitucional por la Suprema Corte de Justicia en 1988. También protesta porque se realizaron dos ejercicios de democracia directa, con más de 20 años de diferencia entre sí, en los que la voluntad del pueblo uruguayo se mantuvo incólume72.
La idea de Gargarella, inspirada en buena parte en el pensamiento de Nino73, es supremamente interesante. Así, sostiene que los tribunales debe rían ser menos deferentes con normas cuestionables desde el punto de vista democrático como el indulto (a cargo del ejecutivo) y las autoamnistías (pro mulgadas por y para los miembros del régimen), y que, en cambio, deberían ser muy deferentes con decisiones como la del caso Gelman, ya que, a pesar de ser una amnistía en todo el sentido de la palabra, aquello no significó que en Uruguay no se tomaran medidas como las institutivas de comisiones de la verdad o reparaciones simbólicas.
En esa línea, Gargarella objeta el giro ferrajoliano de la Corte IDH en el caso Gelman, que dispuso:
El hecho de que la Ley de Caducidad haya sido aprobada en un régimen democrático y aún ratificada o respaldada por la ciudadanía en dos ocasiones no le concede, automáticamente ni por sí sola, legitimidad ante el Derecho Internacional. La participación de la ciudadanía con respecto a dicha Ley, utilizando procedimientos de ejercicio directo de la democracia -recurso de referéndum (párrafo 2.° del artículo 79 de la Constitución del Uruguay)- en 1989 y -plebiscito (literal A del artículo 331 de la Constitución del Uruguay) sobre un proyecto de reforma constitucional por el que se habrían declarado nulos los artículos 1 a 4 de la Ley- el 25 de octubre del año 2009, se debe considerar, entonces, como hecho atribuible al Estado y generador, por tanto, de la responsabilidad internacional de aquél74.
La legitimación democrática de determinados hechos o actos en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones internacionales de protección de los derechos humanos reconocidos en tratados como la Convención Americana, de modo que la existencia de un verdadero régimen democrático está determinada por sus características tanto formales como sustanciales, por lo que, particular mente en casos de graves violaciones a las normas del Derecho Internacional de los Derechos, la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo "susceptible de ser decidido" por parte de las mayorías en instancias democráticas, en las cuales también debe primar un "control de convencionalidad", que es función y tarea de cualquier autoridad pública y no sólo del Poder Judicial75.
Uno de los argumentos presentados por Gargarella en contra de esta decisión es que la obligación de investigar, procesar y, en su caso, sancionar "graves violaciones de los derechos humanos" no se sigue de una interpretación razonable del artículo 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos Hu manos (CADH) que habla sobre el deber de respetar y garantizar los derechos humanos a todas las personas. En efecto, señala: "Tales deberes se derivan, en definitiva, de una interpretación jurídica, cuanto menos muy polémica (y que, por lo demás, se contradice con las expresiones democráticas del Congreso y la ciudadanía uruguayas), hecha por el tribunal"76.
Desde mi punto de vista, Gargarella yerra en esta crítica. En primer lugar, hay que recordar el artículo 31, 3(c) de la Convención de Viena sobre el de recho de los tratados de 1969, que dispone que los tratados internacionales han de interpretarse conforme "toda forma pertinente de derecho internacio nal aplicable en las relaciones entre las partes". En esa línea, el Estatuto de Roma de 1998 tiene como parte a la mayoría de los Estados sujetos a la CADH y, por supuesto, también a Uruguay. A su turno, el preámbulo del Estatuto de Roma indica que "es deber de todo Estado ejercer su jurisdicción penal contra los responsables de crímenes internacionales" y "que esos graves crímenes constituyen una amenaza para la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad".
Por otro lado, es un lugar común en la jurisprudencia internacional afirmar que sería un contrasentido afirmar la prohibición de la tortura y, al mismo tiempo, no investigar, procesar y sancionar dicho crimen. Por lo demás, hay que recordar que existen varios tratados del bloque de convencionalidad que establecen un deber específico de investigar, procesar y, de ser el caso, sancionar77. Esta aclaración es fundamental ya que buena parte de las críticas de Gargarella en contra de la Corte IDH se basan en una supuesta interpreta ción arbitraria de la CADH en perjuicio de decisiones nacionales originadas en momentos de especial deliberación.
De este modo, lo primero que hay que discutir con Gargarella es el rol legítimo que les corresponde a los tribunales internacionales (como la Corte IDH o la CPI) en los procesos de justicia transicional, es decir, en los proce sos institucionalizados de superación del pasado y de la violencia masiva o sistemática. Como se ha visto, han sido los propios Estados democráticos los que se han autoimpuesto los deberes de investigar, procesar y sancionar los crímenes internacionales previstos en el Estatuto de la CPI que, al mismo tiempo, se traducen en "graves violaciones de derechos humanos", en la terminología utilizada por la Corte IDH.
Otra cuestión distinta es si esta obligación es absoluta e inexcusable o si admite limitaciones razonables en procesos de justicia transicional78. Y en este punto comulgo con la crítica de Gargarella a la Corte IDH. Como la lite ratura ha mostrado con insistencia, el tribunal interamericano le reconoce a la víctima derechos humanos a la verdad, la justicia y la reparación. De estos tres derechos, el más problemático tanto en lo teórico como en lo práctico es el referido a la "justicia", que puede entenderse como un verdadero derecho humano de la víctima al proceso penal79 y a la ejecución de la sentencia efectiva en contra de su opresor80.
Efectivamente, la Corte IDH no distingue, al momento de valorar amnistías o normas jurídicas análogas, el contexto fáctico en el que se dicta la medida. No importa si se trata de un tránsito de la dictadura a la democracia o del tránsito del conflicto armado a la paz. Así, por ejemplo, en el caso de la Ma sacre de Mapiripán vs. Colombia, el tribunal dijo "reconoce[r] las difíciles circunstancias por las que atraviesa Colombia en las que su población y sus instituciones hacen esfuerzos por alcanzar la paz. Sin embargo, las condiciones del país, sin importar qué tan difíciles sean, no liberan a un Estado Parte en la Convención Americana de sus obligaciones establecidas en ese tratado, que subsisten particularmente en casos como el presente"81.
Aún de forma más categórica, Eduardo Ferrer Mac-Gregor, juez de la Corte IDH, ha indicado:
... para la Corte IDH hay un deber incondicional de sancionar penalmente a aquellos que cometen graves violaciones a derechos humanos. En consecuencia, la Corte IDH rechaza medidas alternativas a la sanción penal para garantizar el derecho a la verdad y el derecho de acceso a la justicia, como podrían ser la creación de comisiones de la verdad. Estas comisiones pueden ser importantes para establecer la verdad histórica de los hechos, pero nunca para sustituir la sanción penal82.
Esta posición del tribunal interamericano ha sido estructurada alrededor de la famosa doctrina de la lucha contra la impunidad83 y presenta graves proble mas teóricos y prácticos que aquí solamente podré enunciar y no explicar en detalle. En primer lugar, el derecho penal occidental mira a la potestad penal como un atributo del Estado que persigue fines sociales: la prevención general ante la sociedad, la prevención especial del reo o bien el mantenimiento de la confianza en el derecho. Es decir, el derecho penal es siempre un medio y no un fin en sí mismo. Reconocer a la víctima un derecho fundamental a la "justicia" conlleva asumir resultados indeseables como la continuación del conflicto armado, por ejemplo.
En segundo lugar, no es en absoluto claro que la "verdad" pueda alcan zarse por medio del proceso penal ordinario; todo lo contrario, ya que el tipo penal y los derechos fundamentales del imputado limitan lo que puede ser investigado, más aún en casos de violencia masiva y sistémica. Pense mos, por ejemplo, en la presunción de inocencia, en el descarte de la prueba obtenida ilícitamente, en el derecho a no declarar contra uno mismo y, por último, en la complejidad de los propios hechos que se investigan84. Al fin de cuentas, el derecho penal no está concebido para "reparar" a la víctima; más bien, condicionar el estatus de víctima a aquellos que sean reconocidos como tal por una sentencia judicial limita ese derecho en la medida en que, por ejemplo, el imputado puede resultar absuelto por falta de prueba sufi ciente de su culpabilidad.
Conflictos como los que atraviesan hoy en día Colombia -con el para digmático Acuerdo de Paz de 2016- o El Salvador, con circunstancias muy diferentes, que deben tenerse en cuenta al momento de evaluar la deferencia ante procesos nacionales de paz, han llevado a la Corte IDH a repensar la cues tión del derecho a la justicia de la víctima, abriendo potencialmente puertas a la selección y priorización85 en el juzgamiento de "graves violaciones de derechos humanos"86. El problema es que, en todo caso, habrá de darse un cambio jurisprudencial para avalar expresamente estas políticas en la medida en que implican negar, con razón, el derecho humano de la víctima al castigo.
No se confundan estas críticas con una defensa de la impunidad de crímenes internacionales en demérito de los derechos humanos, todo lo contrario, se trata de racionalizar el uso del derecho penal como una herramienta social a cargo del Estado para promover la confianza en el derecho y la terminación de la violencia en el marco de la justicia transicional del conflicto armado.
4. EL APORTE DE GARGARELLA A LA JUSTICIA TRANSICIONAL: LA SUBSIDIARIEDAD BASADA EN LA ROBUSTEZ DEMOCRÁTICA DE LAS DECISIONES LOCALES
Sin lugar a dudas, el aporte más significativo de Gargarella en relación con el derecho penal y la justicia transicional es la idea de que los tribunales inter nacionales deben ser deferentes ante las decisiones locales robustas, aun en escenarios complejos caracterizados por la violación masiva o sistemática de derechos humanos. A partir de los años 1990, con la caída de los regímenes autoritarios del Cono Sur y con la paulatina consolidación de la democracia en América Latina, múltiples Estados han hecho llamamientos formales a la Corte IDH en el sentido de respetar el principio de subsidiariedad en su dimensión sustantiva.
Por ejemplo, en 2019, representantes de Argentina, Brasil, Colombia, Paraguay y Chile enviaron una misiva a la Corte IDH insistiendo en "la im portancia crítica del principio de subsidiariedad como base de la distribución de competencias del sistema interamericano. Dicho principio exige que tanto los Estados como los órganos del sistema asuman sus propias responsabi lidades en la promoción y protección de derechos en la región, sin invadir las esferas de competencia de cada uno". A su vez, dichos Estados reclaman un "razonable margen de autonomía para resolver acerca de las formas más adecuadas de asegurar derechos y garantías, como forma de dar vigor a sus propios procesos democráticos"87.
Esta discusión, que es reciente en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, es, en cambio, originaria en el Sistema Europeo de Derechos Hu manos y en el derecho de la Unión Europea, los cuales se basan en la doctrina del margen de apreciación nacional y en el principio de subsidiariedad88. Y parece ser que el Sistema Interamericano está en vías de receptar estos de sarrollos teóricos. Así, respecto del caso colombiano y de la cuestión de la justicia transicional, existe literatura que reclama un margen de apreciación nacional y deferencia internacional en lo que respecta al derecho penal de transición. Esto implicaría, ciertamente, un giro copernicano, esto es, pasar del enfoque de interferencia, el control de convencionalidad -que impone un mismo estándar para todos los Estados-, a un enfoque de deferencia que evalúe las distintas situaciones de la región de forma individualizada.
La cuestión es, en definitiva, cómo fundamentar ese deber de deferencia hacia lo local. En la literatura existen varias alternativas: mientras que algu nos la presumen iuris tantum89, otros autores, como Jorge Contesse, señalan que la deferencia debería operar con base en el consenso de las máximas autoridades judiciales de la región. Es decir, entre más consenso exista sobre una determinada materia existiría un menor o nulo margen de apreciación nacional y se legitimaría la aplicación del control de convencionalidad90.
Por otro lado, María Luisa Iglesias defiende un principio de subsidiariedad basado en la cooperación, a saber, que la institución internacional no debe arrogarse funciones que la institución más cercana a los individuos puede realizar de forma adecuada o con mayor eficacia. Y, por el contrario, la autoridad internacional debe actuar cuando la institución nacional no puede alcanzar los fines relevantes de forma satisfactoria o cuando se enfrentan a problemas que van más allá de la esfera doméstica91.
Si las otras teorías del principio de subsidiariedad se basan en el consenso regional o en el cumplimiento de deberes cooperativos, la teoría de Gargarella se centra en la robustez de los procedimientos democráticos92. Desde mi punto de vista, acoger la teoría de Gargarella marcaría un antes y un después en el Sistema Interamericano en la medida en que la jurisprudencia de la Corte IDH ha sido renuente al argumento democrático y mantiene una línea de principio según la cual todas las medidas favorables a la impunidad -como autoamnistías93, amnistías en blanco, amnistías condicionadas, amnistías adoptadas en medio de procesos constituyentes94, amnistías aprobadas popularmente95 o indultos- serían inconvencionales por violar los derechos humanos a la verdad, la justicia y la reparación.
La idea de Gargarella que ilumina el debate sobre la cuestión consiste en que no es justo brindar la misma respuesta a decisiones democráticas y situaciones de hecho diversas; es decir, en la sugerencia de que la Corte IDH debería realizar un examen más exigente frente a normas de dudoso pedigrí democrático, como los indultos, y que no debería tener consideración algu na con normas ilegítimas, como las autoamnistías. Y que, por el contrario, debería ser medianamente deferente ante normas aprobadas en momentos de política ordinaria y por el procedimiento legislativo común, a la vez que extremadamente deferente con aquellas decisiones que han pasado por el referendo del pueblo en un proceso democrático de calidad.
¿Por qué importa discutir las ideas de Gargarella en el contexto actual? Básicamente, porque receptarlas implica asumir la doctrina del margen de apreciación nacional en el Sistema Interamericano. Vista la cuestión aplicada a la justicia transicional, Gargarella diría seguramente que la Corte IDH no debió declarar la inconvencionalidad de la ley de caducidad del caso Gelman, pero en cambio sí debió hacerlo con el Acuerdo de Paz colombiano del año 2016 en la medida en que el plebiscito fue contrario a la adopción del acuerdo y este fue igualmente renegociado e implementado de espaldas a la ciudadanía. Además, nos diría que fue casi insultante pretender que los colombianos se pronunciaran sobre un extensísimo y complejo acuerdo con una respuesta binaria de sí o no96.
De cualquier modo, me parece que la idea de subsidiariedad que defiende Gargarella es unidimensional y limitada, y esto es necesariamente de este modo por el ideal de la democracia deliberativa que abraza. Sin embargo, creo que es un aporte valioso para seguir discutiendo el contenido y alcance de un principio de subsidiariedad sustantivo. La participación en las deci siones locales es una condición necesaria, pero no suficiente, en el ámbito de la justicia transicional. De este modo, existen procesos de transición sin aprobación democrática exitosos y, a la inversa, procesos de justicia transicional con aprobación democrática que han fracasado. La participación se defiende, más bien, por principio97.
Del mismo modo, hay que considerar que el control judicial por parte de tribunales nacionales e internacionales está justificado no solamente porque Colombia, así como otros Estados del continente americano, han decidido soberanamente acatar la jurisdicción de la Corte IDH, sino porque la violencia masiva y sistémica es un asunto que interesa a la humanidad toda y porque nuestras sociedades distan mucho de ser aquellas ideales a las que se refiere Waldron98. En definitiva, no es necesario asumir el criterio democrático como único y definitivo para evaluar la deferencia hacia una decisión local; por el contrario, una teoría más rica debe incorporar, al menos: criterios como el consenso o el disenso jurídico regional sobre una determinada materia; una evaluación sobre los concretos aspectos de hecho que inspiran la toma de la decisión local, y su justificación instrumental, es decir, la demostración de que la no intervención de la autoridad internacional será más favorable a la vigencia y promoción de los derechos humanos que su intervención.
CONCLUSIÓN
El presente artículo tuvo como objetivo central explicar cómo la filosofía política de Roberto Gargarella influye en su visión sobre el derecho penal. Esto resulta justificado si se toma en consideración que gran parte del análisis de la obra de Gargarella orbita alrededor de la democracia deliberativa y su conexión con los modelos de justicia constitucional o la forma de organiza ción del aparato público. Es decir, el análisis sobre la conexión entre derecho penal y democracia deliberativa no ha sido materia de discusión con la misma intensidad que otros aspectos de su trabajo.
Por otro lado, el artículo explora cómo el pensamiento de Gargarella en materia penal se integra y dialoga con otras obras de referencia como son el garantismo del italiano Luigi Ferrajoli y el minimalismo penal defendido por el argentino Eugenio Raúl Zaffaroni. A diferencia de lo que el propio Gargarella piensa, su visión sobre el derecho penal no está en extremo disociada de estas otras perspectivas. La diferencia principal, si se quiere, es que mientras que Gargarella piensa en un derecho penal aplicado en una democracia ideal (el ideal regulativo), tanto Ferrajoli como Zaffaroni toman como premisa la democracia del mundo real, imperfecta, atada a unos "poderes invisibles" -según diría Bobbio- o a unos "poderes salvajes" -como diría Ferrajoli-.
Así, los ideales regulativos de la democracia deliberativa y el derecho penal, como la no penalización de la protesta social y la no intromisión estatal en los asuntos de moral privada, son perfectamente compatibles con el garantismo de Ferrajoli, que ve en los jueces y en el control de constitucionalidad una garantía en contra del punitivismo penal. Por su parte, Zaffaroni parte de la idea de que el derecho penal no es, en abstracto, inconstitucional, sino que es aplicado abusiva y selectivamente en contra de los más débiles y, entonces, la misión del juez es limitar al máximo dicho poder que es más fáctico que jurídico. De hecho, el propio Gargarella ha ido matizando su oposición al modelo del constitucionalismo fuerte, pues en sociedades fuertemente desiguales la justicia constitucional puede tener un rol virtuoso, entre otros, el de garantizar los derechos de libertad -como la protesta- y los derechos sociales que son precondiciones para el ideal regulativo. La justicia constitucional también puede tener un rol dialógico en la medida en que coadyuve a incluir en el debate público a los eternamente excluidos.
Para finalizar, el aporte más significativo de la teoría de Gargarella en cuanto al derecho penal y la justicia transicional se refiere a la idea de un principio de subsidiariedad basado en el principio democrático. La idea de que los tribunales internacionales, como la Corte IDH, deben ser deferentes ante decisiones nacionales democráticas robustas es innovadora y se diferencia de otras doctrinas basadas en el consenso en la comunidad de Estados o en la cooperación entre la esfera nacional y la internacional.
Las ideas de Gargarella tienen consecuencias prácticas importantes: la deferencia de la Corte IDH ante decisiones como la del caso Gelman vs. Uru guay, de 2011, y la interferencia ante decisiones como el Acuerdo de Paz de Colombia en 2016 por no contar con igual legitimidad democrática. Por supuesto, ello solo marca el inicio de una discusión mucho más amplia sobre el entendimiento de la subsidiariedad internacional como algo más complejo en donde los intereses de la comunidad internacional y la humanidad toda deben coexistir con los del Estado-nación.