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Educación y Educadores

Print version ISSN 0123-1294On-line version ISSN 2027-5358

educ.educ. vol.9 no.1 Chia Jan./June 2006

 

Educación, lenguaje y realidad
Una propuesta socrática frente al nihilismo

Teoria de la educación

José María Barrio Maestre

Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, España, con premio extraordinario. Profesor Titular de Antropología Pedagógica en la Universidad Complutense. Profesor visitante en la Universidad de La Sabana. jmbarrio@eucmos.sim.ucm.es


Resumen

El trabajo trata de poner de relieve la imposibilidad de educar desde el escepticismo nihilista que despacha la contracultura dominante en Europa hoy, la necesidad de replantear las bases de la educación como socialización y la necesidad de un cambio cultural. Se ensaya la conexión entre Filosofía y Pedagogía ya desde el socratismo como clave para entender la educación como una introducción a la realidad y el papel fundamental que en ella tiene el lenguaje significativo.

Palabras clave: Teoría de la educación, filosofía la educación, pedagogía, mayéutica, lenguaje significativo.


Abstract

This paper highlights the impossibility of educating on the basis of the nihilist scepticism conveyed by the prevailing counter-culture in present- day Europe, the need to restate the bases of education as socialization and the need for cultural change. It examines the connection between Philosophy and Pedagogy existing since Socrates' time as a clue to understand education as an introduction to reality and the role it plays in meaningful language.

Key words: Theory of education, philosophy of education, pedagogy, majeutics, meaningful language.


Introducción

Jungmann ha descrito la educación como una "introducción a la realidad" (Einführung in die Wirklichkeit) 1. Una buena definición esencial habría de identificar claramente lo definido como una especie dentro de un género próximo, más amplio, y por tanto delimitarla respecto de las demás especies que con ella comparten el espacio cubierto por ese género, de manera que lo definido quedara recogido en su especificidad y perfectamente discernible de las índoles o realidades con las que por su proximidad pudiera confundirse.

La fórmula de Jungmann no cumple con los rigores lógicos de una definición, pero resulta ser una magnífica descripción de lo educativo, y de ella parten las reflexiones que expondré en este trabajo. En efecto, la conexión o enlace entre educación y realidad establece una sinergia conceptual capaz de catalizar un discurso en el que van saliendo a la luz, poco a poco, los elementos más esenciales de lo educativo. Pero además de su valor heurístico, encuentro en esa descripción una singular ayuda para detectar una de las mayores carencias de la situación cultural de nuestro momento histórico, y, al mismo tiempo, un potente estímulo para superarla.

Dicho de una manera masiva, la cuestión que abordaré podría formularse diciendo que para un educador el reto esencial de nuestro tiempo es dar referencias de sentido en el contexto del sinsentido. Se trata de un importante desafío para la Teoría de la Educación, y concretamente para la Antropología educativa: devolver a los educadores lo que los alemanes llaman Mut zur Erziehung 2, la audacia, el aliento para educar en un marco socioculturalmente caracterizado por el nihilismo, la idea de que la realidad carece de sentido.

Naturalmente, sólo puedo dar aquí una visión panorámica de la situación, con resultados provisionales y sin ninguna pretensión de exhaustividad, pero interesa percibir la envergadura del reto que tenemos por delante. Excluyo de antemano que puedan obtenerse de esto conclusiones definitivas. (Nunca lo son las "conclusiones" filosóficas, y las reflexiones que aquí propongo intentan ser un acercamiento al problema mencionado desde la radicalidad propia del discurso filosófico).

1. ¿Nihilismo o educación?

Según Foucault, no tenemos derecho a pensar que el mundo pueda proporcionarnos un semblante legible. Algunos émulos de Foucault y de Nietzsche, dentro de lo que se ha dado en llamar el pensamiento postmetafísico -no me refiero sólo, ni principalmente, a la tradición kantiana- están en la idea de que la realidad es broma y juego (Jacques Derrida). También va por ahí Gilles Deleuze. En uno de sus títulos más conocidos -"La prioridad de la democracia sobre la filosofía"- Richard Rorty viene a señalar que lo importante es no estar convencido demasiado de casi nada, porque quien tiene un convencimiento muy arraigado en cierto modo es un peligro público, un intolerante potencial.

Entre el nihilismo de Nietzsche y el de algunos "postmodernos" hay una diferencia notable. Nietzsche trata de decir algo serio sobre algo serio. Su postura es consistente. Reivindica el valor de lo sagrado presente en el mito. La vida y todo lo que contribuye a promoverla -en especial la voluntad de poder (Wille zur Macht)- es lo único valioso. Y los valores vitales, simbolizados por los grandes titanes de la mitología griega -que Nietzsche conoce a la perfección- son los que constituyen al hombre como "superhombre" (Übermensch). El nihilismo de Nietzsche no es la negación de lo absoluto, sino la consecuencia de haber dado muerte a Dios y no poder encontrar más que sucedáneos en un mundo que ha olvidado lo sagrado. La caída en los abismos de la nada es, según Nietzsche, el drama de Occidente, y el resultado lógico de la dominancia apolínea -antivital- de su cultura. Ahí estriba el "origen de la tragedia" (die Geburt der Tragödie). Todo lo discutible que se quiera, pero la de Nietzsche es una propuesta nítida y consistente.

En el nihilismo postmoderno, por el contrario, no encontramos rastro de algo que pueda considerarse como valor absoluto, ni tan sólo de algo que pueda ser razonablemente argumentado como valioso. En último término, el único valor es vivir cómodamente, no molestarse con los demás. Esto supone una cierta capitulación del pensar, a la que apunta la expresión que ha hecho tópica Giani Vattimo: pensiero debole.

A mi juicio, con el nihilismo no se puede vivir. Quizá se puede sobrevivir, pero no se puede propiamente vivir. Si el hombre es animal racional, para él la forma más intensa de vivir es razonar. Aristóteles decía que la actividad intelectual es praxis por antonomasia, y si la vida es acción inmanente -"animación"-, para el hombre la manera más activa de ser es pensar. Ahora bien, pensar es pronunciarse, afirmar algo como verdadero y, eo ipso, como falso su contrario (al menos como no tan verdadero).

A su vez, con el escepticismo nihilista tampoco se puede educar. La actitud de quien educa presupone el convencimiento de que algo merece ser transmitido porque efectivamente es valioso y preferible a su contrario. Y ello no responde sólo a un deseo o sentimiento irracional; tal valor puede ser puesto de relieve mediante la argumentación y la discusión racional.

Sin estos dos presupuestos -a saber, que hay algo valioso, y que cabe aducir argumentos para mostrarlo- la educación resultaría un perfecto sinsentido. Dicho positivamente, y empleando el lenguaje kantiano, el Faktum de la educación postula, como sus condiciones de posibilidad, por una parte, que hay verdades y bienes objetivos, que objetivamente enriquecen y hacen más plena la vida humana que los acoge, y, por otra, que la razón humana dispone de recursos para abrirse camino en su búsqueda.

Es imposible educar si no es desde una concepción de lo que significa vivir humanamente, ejercer como ser humano según formas que objetivamente son mejores que sus contrarias. El educador, de una manera expresa o implícita, está haciendo constantemente juicios de valor de este tipo.

Desde Sócrates nos ha llegado una tradición que enfoca el trabajo de educar como una tarea que consiste más en sacar lo mejor que cada persona lleva dentro que en introducir o transmitir ideas o valores. Esta tradición está bien representada con la imagen del alumbramiento. Como la partera, el maestro ha de ayudar a que se desenvuelva bien un proceso que tiene su dinámica propia, en la cual esa ayuda, por importante que pueda llegar a ser en un determinado momento, es meramente instrumental. Así como la partera no puede suplantar a la parturienta, sino tan sólo cooperar a que el parto llegue a buen puerto, el maestro sólo ayuda en una tarea cuyo agente principal es la inteligencia de quien aprende, la única que puede -con ayuda, ciertamente, pero sin que le sea ahorrado el esfuerzo penoso- alumbrar la verdad que cada persona lleva en su interior, por emplear la plástica imagen agustiniana.

El empleo analógico del arte mayéutico -el oficio de quien asiste y ayuda a "dar a luz"- es legítimo referido a cualquier tarea educativa, pero muy singularmente -es, de hecho, el uso original que de esa imagen hacen Sócrates y Platón 3- al trabajo docente, a la enseñanza; y a esa tarea concretamente me referiré en estas reflexiones. De manera particular el trabajo de enseñar consiste en suscitar la inquietud cognoscitiva, el interés por la verdad a través de la palabra, del diálogo, de la ironía. Con las solas armas de la dialéctica, el buen maestro es el que sabe hacer entrar en crisis. Valiéndose de preguntas inteligentes, nos pone en la situación de replantearnos nuestras seguridades, bien para afianzarlas con razones más sólidas, bien para buscar otras más resistentes -más verdaderas-. Siguiendo la metáfora socrática, podría decirse que ese provocar "inseguridad" se parece a la inducción de las contracciones previas al parto. Excepcional cronista del magisterio socrático, Platón nos ayuda en sus diálogos a advertir la verdadera talla, majestuosa, del maestro que fue Sócrates.

El más insaciable de los griegos, aquel que fecundó todo el pensamiento occidental con sus preguntas, el que prendió fuego a todas las seguridades en que nos acomodamos, pese a la apariencia, no era precisamente un escéptico. Al contrario que sus colegas sofistas, era un auténtico sophós. En la forma, ciertamente, de philo-sophós, pero de algo sí que estaba convencido, y eso era lo que transmitía a sus amigos (eros paidagogikós). La diferencia esencial entre Sócrates y los sofistas estriba en que mientras éstos aparentan convicción sin estar realmente convencidos, Sócrates más bien aparenta duda estando convencido. Esto no quiere decir que sus preguntas fueran meramente retóricas, engañosas. No: eran sinceras, pero también pedagógicas. El buen maestro no quiere recorrer el camino por nadie; no pretende ahorrarle al discípulo el esfuerzo -y el mérito- de recorrerlo él y de llegar a la meta. Empleando la frase machadiana, el buen maestro puede ayudar a que "cada caminante siga su camino" precisamente porque él ha recorrido el suyo propio -al menos una parte importante de él- y ha llegado a alguna meta.

Quizá el problema de la educación actual es que estamos en riesgo de perder este legado socrático. Leyendo los diálogos de Platón, o el Emilio de Rousseau, podemos pensar que la educación es el difícil arte de gobernar sin preceptos, de hacerlo todo sin hacer nada. Pero indudablemente el educador algo tiene que hacer, y algo tiene que dar: por supuesto que no todo, ni lo fundamental. Quizá la fuerza de convicción necesaria para que cada uno inicie en serio la búsqueda de su personal forma de estar en el mundo.

2. Cultura y contracultura en la escuela

La impresión que ofrece el panorama actual de la educación es que muchos educadores se encuentran en la difícil situación de tener que educar en un contexto que es esencialmente deseducativo, a saber, el dominado por el nihilismo que vacía la realidad de sentido. Carlo Caffarra lo ha expresado con toda nitidez: "Jamás ha tenido a su disposición el ambiente, entendido como mentalidad y modo de vida, tales instrumentos como ahora para invadir despóticamente las conciencias. Hoy más que nunca el educador, o más bien el ‘deseducador' soberano, es el ambiente, con todas sus formas expresivas" 4.

Quizá el dilema, traumático para muchos, se plantea en los términos de una alternativa: ¿educar o socializar? En teoría vemos claro que ambas tareas no sólo no se excluyen sino que en último término no podrían darse una sin la otra. Pero subjetivamente no son pocos los docentes que lo ven así. Contribuir al desarrollo y crecimiento de la persona, de cada persona -parece que es esto lo que en definitiva hemos de hacer como educadores- no se les antoja compatible con procurar integrarla en un mundo adulto, del que paradójicamente muchos adultos desean huir, precisamente para volver a ser auténticamente.

En su libro Humanismo Cívico 5, Alejandro Llano se refiere a la fractura, cada vez más patente, entre el "mundo de la vida" (Lebenswelt) y lo que él denomina "tecnosistema", una suerte de mixtura entre Estado, mercado y medios de comunicación. El discurso empleado en esos tres entornos se percibe creciente mente como fragmentario y poco significativo desde el mundo de la comunicación humana real. Aún es posible la relación significativamente humana en la amistad, la familia, la cooperación voluntaria; en la empresa también, aunque ahí cada vez es más difícil, debido al mercantilismo y a la relativización y funcionalización de las relaciones humanas. Donde todo es hipotético, donde todo está en función de todo, no cabe una relación incondicional. Ciertamente es paradójica la voz "relación incondicional", excepto cuando se la entiende en la perspectiva del don gratuito, desinteresado 6.

El malestar docente, que ha nutrido abundante literatura en los últimos años 7, pone de manifiesto que la cultura de la escuela ya desde hace tiempo hace causa común con el nihilismo imperante en el ambiente contemporáneo. Lo paradójico es que mientras la cultura que la escuela transmite es solidaria con ese nihilismo, al mismo tiempo se resiente de sus lógicas consecuencias, particularmente visibles en el fenómeno de la violencia en las aulas, que tanto preocupa, y con razón. En otras palabras, por un lado se le exige que cumpla una función socializadora -transmitir la cultura dominante- y por otro se le pide que reaccione contra la degradación humana y social a la que el escepticismo nihilista naturalmente conduce: que proponga modelos positivos, que salga al paso de las emergencias sociales que de esa cultura -más bien contracultura- se derivan por medio de cursos sobre la droga, el medio ambiente, la educación sexual, la salud, etc. Hace ya más de medio siglo C.S. Lewis ponía el dedo en la llaga: "La tragicomedia de nuestra situación es que sin descanso reclamamos a voces aquellas cualidades que estamos haciendo imposibles. Se abre cualquier revista y proliferan las afirmaciones de que aquello que necesita nuestra civilización es más ‘impulso', dinamismo, autosacrificio, ‘creatividad'. Con una especie de espantosa ingenuidad eliminamos el órgano y reclamamos la función. Producimos hombres sin torso y esperamos de ellos virtud y generosidad emprendedora. Nos reímos del honor y luego nos asombramos de estar rodeados de traidores por todas partes. Castramos y pretendemos que el animal sea fecundo" 8.

En relación con todo esto, constatamos una evidente crisis de la figura del maestro, sobre todo con la consolidación de los esquemas típicos del constructivismo. Al maestro se le quiere sustituir por el técnico mediador de apoyo, cuya única tarea es la de transmitir, por medio de tecnologías cada vez más sofisticadas, informaciones. Se le exige que sea neutral, y que se limite a retransmitir contenidos, actitudes, habilidades, etc., pero prescindiendo de entrar en la cuestión de su relevancia existencial.

La crisis de sentido, la idea -expresada por Foucault y desarrollada en la hermenéutica postmoderna- de que la realidad carece de toda consistencia específica independiente de los diseños narrativos y de las preferencias que evidencian nuestras evaluaciones de ella, hace imposible dar razones con alguna pretensión de validez universal. Pero este mismo supuesto a su vez cuestiona la existencia y el sentido de la institución escolar: ¿Qué enseñar? ¿Y para qué? —Preparar para la vida -suele decirse-, introducir en el mundo de los adultos, enseñar las destrezas básicas para conducirse en él ventajosamente, para defenderse contra la depredación social y "triunfar" o, al menos, "mantener el tipo", "ir tirando"... —De acuerdo, pero, en último término, ¿por qué?, y ¿para qué?

Hasta hace no mucho la escuela como institución se justificaba en términos de preparar a los jóvenes para "ser útiles a la sociedad", para "ser una persona de bien" o cosas parecidas. Hoy la escuela no puede dar una respuesta satisfactoria a esas preguntas, toda vez que versan acerca del sentido, y si el sentido y valor de las cosas lo decidimos enteramente nosotros, nada tiene entonces valor o sentido por sí mismo. Si la misión de la escuela es inculturar a la nueva generación en los parámetros culturales de la generación adulta, introducir a la realidad no estriba hoy en otra cosa que educar en el sinsentido del relativismo escéptico 9.

La cuestión crucial, en el fondo, es que introducir al mundo adulto del tecnosistema es introducir a una realidad que de real tiene muy poco. Ahí está el problema.

3. Tecnosistema e irrealidad

¿Cómo podrían describirse esos parámetros culturales o referencias básicas del mundo adulto al que la escuela habría de incorporar a la joven generación? Entre otros, cabría señalar dos aspectos.

  1. Por un lado, el mundo adulto se caracteriza por ser un mundo mercantilizado. Todo en él tiene un precio. Esto es lo mismo que decir que es un mundo desacralizado, pues el dinero lo desacraliza todo. Empleo aquí el término "sagrado" en el sentido en que lo hace la antropología cultural, es decir, como antónimo de "profano". Pues bien, es imposible encontrar el carácter de lo sagrado en algo que tiene un precio: lo sagrado es lo que no tiene precio. Lo sagrado es lo que no se toca, lo único e irrepetible, lo que posee un valor absoluto. El dinero, por el contrario, es lo más profano: se intercambia, pasa de mano en mano (los billetes de banco pronto aparecen manoseados), y vale lo que en cada caso determina el mercado. Es una verdadera paradoja que, pese a su irrealidad, la atención casi monográfica que el dinero reclama de muchos aparezca como el paradigma de la actitud realista. "Estar en la realidad", "vivir en este mundo" parece equivalente a verlo todo en términos monetarios. Pero la índole propia del dinero es esencialmente vicaria: su ser es un mero estar-por; pura supositalidad es su valer lo que con él se puede comprar o por él se puede vender. En otros términos, parece que en el mundo adulto lo único que posee valor absoluto es lo que en absoluto vale por sí mismo. Introducir a la realidad, por tanto, a no pocos se antoja equivalente a totemizar el dinero, talismán de todos los poderes ocultos ("poderoso caballero es don dinero", dicen las gentes). La peculiar "irrealidad" del dinero se torna más obvia aún si hablamos del dinero electrónico o virtual.

  2. Por otro lado, los medios de comunicación masiva -en especial la televisión- nos introducen casi sin darnos cuenta en una actitud de indiferencia. Quizá también por presión mercantil, la rapsodia televisual hace que aparezcan juntos y de manera indiferenciada el fútbol, el concurso, la información sobre el "tsunami" o el atentado terrorista, seguido de una payasada o un culebrón, etc. Y lo que se pretende es que la gente permanezca ahí, sentada frente a la máquina todo el tiempo posible, y a ser posible sin cambiar de canal, para lo que a menudo se emplea el recurso fácil del morbo o la carnaza.

Quizá sin darnos cuenta -a no ser que apaguemos el televisor y comencemos a pensar sobre lo que hemos visto- nos acostumbramos a pasar sin pestañear de lo serio a lo trivial, de lo desgraciado a lo banal con sentimientos cada vez más indiferenciados. La cultura de la imagen televisual -en caso de que a eso quepa llamarlo cultura- lo desacraliza todo a base de fomentar la indiferencia. Lo indiferente, en el fondo, es trivial: más de lo mismo.

4. Lo grave y lo trivial

La educación funciona sobre bases bien distintas, como bien saben quienes a ella se dedican. Los niños necesitan que se les hable claro. Necesitan saber cuándo los padres hablan en serio, conocer bien los límites, saber dónde termina la broma y dónde comienza la cosa seria. Los adolescentes lo necesitan aún más. La referencia de un adulto que alguna vez les tome en serio es para ellos fundamental. Los adolescentes no suelen tomarse en serio entre ellos, a no ser cuando juegan a parecer adultos. Es natural. Adulescens significa en latín el que adolece. El adolescente es el que tiene prisa por crecer. Su falta de asentamiento vital -esa inestabilidad (in-firmitas) tan característica de ciertas edades- se traduce en su constante referencia al mundo de los adultos, bien disimulada ante éstos. Para su maduración, los adolescentes necesitan mirar a personas adultas -padres y maestros- que de vez en cuando les toman en serio, les hacen caso. Un adulto es para ellos, ante todo, una persona que se ha formado criterio, que vive de acuerdo con ciertas pautas -flexibles, pero pautas- que dan estabilidad a su pensar y a su actuar. Esto es justamente lo que los adolescentes advierten que les falta y lo que aspiran a obtener: criterio. Aunque no lo va a reconocer explícitamente, en su modo de conducirse se percibe que el adolescente está necesitando esas referencias de seriedad en las cuales se distingue claramente lo grave de lo banal.

Ahora bien, en el mundo de la tecnoestructura, en el mundo adulto al que teóricamente el sistema educativo tiene la función de introducir a la gente joven, cada vez son menos claras estas distinciones.

La gente joven es muy dada al compromiso. En formas que a los adultos a menudo parecen poco razonables, los jóvenes experimentan una especie de aspiración instintiva a la radicalidad que, sin duda, debe ser educada, pero que igualmente supone un potencial de energías humanas muy interesante. Cualquier hombre o mujer que no sea un canalla es ciertamente un "fundamentalista" de algo. El compromiso serio y la responsabilidad que éste fomenta en la gente joven posee, además, un poder descubridor de la realidad y del valor -es decir, de la medida en que la realidad nos afecta- que es muy importante para la maduración de la persona. Proponer a los jóvenes una exigente visión de la realidad, que siempre compromete, es, en definitiva, otra forma de designar la quintaesencia de la tarea educativa.

Pero si todas las opciones y todos los caminos humanos son igualmente válidos y humanizadores -o, lo que es lo mismo, igualmente falaces y deshumanizantes-, que es lo que la contracultura nihilista predica sin descanso, la única actitud consecuente es alguna de estas dos (o ambas):

  1. el cinismo
  2. la perplejidad

En efecto, si todo vale, nada tiene valor, y lo que de ahí sale no es el compromiso por adoptar un criterio sino el de convertir en "criterio" justamente el descompromiso, la ética de la desvinculación.

Distinguir lo serio de lo banal, percibir esa diferencia clara es justamente lo que se aprende en la conversación amistosa con el adulto, con los padres y los maestros.

5. Educación y conversación. El ideal griego de la paideía

Me parece que uno de los retos que hoy se plantea a los educadores es el de devolverle al lenguaje la posibilidad de decir algo serio sobre esta cuestión: qué es el hombre, y qué es lo que mejor contribuye a su plenitud; qué vale realmente la pena y cómo puede el hombre responder libremente a la llamada de lo valioso. En último término, la posibilidad de decir algo serio y consistente sobre el sentido de la vida humana, y la capacidad de articular una argumentación racional sobre ello es lo que da contenido al trabajo de educar.

Aristóteles entendía que el lenguaje significativo posee un gran valor, no sólo pedagógico sino también político. El lenguaje significativo -aquel en el que caben las distinciones- es la esencia de la paideía griega. Pensamos lingüísticamente, con palabras que no siempre expresamos al exterior, pero que indudablemente nos decimos a nosotros mismos. Y si nuestro lenguaje acaba siendo el proceloso mar de lo indistinto donde todo vale y todo da igual, también nuestro pensamiento acabará siendo confuso. Desde luego, lo que transmitimos como educadores es lo que profesamos, y esto, a su vez, es lo que nos convence y procuramos vivir. Es esta una de las ideas tópicas que ha quedado de la tradición socrática.

Logos y polis son las dos grandes categorías de la antropología aristotélica. La condición natural del hombre es la del ciudadano. Para él vivir es convivir. El hombre es "animal político" (zoón politikón) y la política el arte de la buena convivencia. Toda vez que tiende a "bien-vivir" (eu-zen), tratará por lo mismo de llevarse bien con sus conciudadanos. Así, la amistad constituye el ideal político -eo ipso, antropológico- que da contenido a la paideía, a la formación del espíritu griego que ha fecundado en buena parte la aportación más sustantiva de Occidente a la civilización humana. Junto a las otras dos fuentes principales de la cultura europea -el cristianismo y el derecho romano- la paideía griega es origen de sus logros menos frugales.

Ahora bien, la amistad se nutre de la conversación. Entablar conversación con alguien pone en juego una serie de recursos intelectuales y morales de gran calado y envergadura humana. El flujo verbal que encauza la conversación significativa anuda los lazos que articulan la relación más propiamente humana. El modelo antropológico occidental identifica al homo sapiens como homo loquens. Esta es la aportación principal del espíritu griego.

Como ha señalado A. de Saint-Exupery hablando del amor, dos personas son amigas no cuando se miran entre sí sino cuando miran ambas en la misma dirección, cuando se reconocen mutuamente en el común interés por algo. La experiencia de los amigos tiene mucho que ver con el descubrir que en su interés por algo está uno acompañado. De ahí surge la conversación no trivial.

La charla trivial acaba siendo tediosa, aburrida. Quienes por falta de temas de interés y envergadura humana -o bien por la incapacidad lingüístico-retórica de abordarlos en una conversación seria- sólo pueden hablar de banalidades difícilmente pueden ser amigos, o mantener su amistad si alguna vez la hubo. Es cierto que en la conversación amistosa hay de todo: de vez en cuando algo menos serio, y es bueno tener algún recurso para descansar y distraernos, pues tampoco aguantaríamos demasiado si todos los argumentos fuesen graves y esenciales. También lo "trascendental" se percibe mejor en su trascendencia y valor por contraste con lo que aparece en las conversaciones más triviales. Como en tantos aspectos de la vida, quizá lo adecuado es un justo equilibrio que sepa combinar lo grave y lo leve. De todas maneras, dadas las circunstancias actuales de la llamada "cultura de la imagen" o "cultura de masas" -del mundo global y mediático- y las peculiares características alienantes que los antropólogos y analistas sociales detectan en ella, lo más probable es que el mayor esfuerzo haya de centrarse en evitar, como diría el poeta, "la insoportable levedad del ser". En este punto, R. Spaemann hace una aportación extraordinariamente sugestiva para entender un aspecto esencial de la tarea de educar: antes que aprender a hacer valer nuestros intereses, hace falta aprender a interesarse por algo 10.

Hablando del interés por la verdad, A. Millán- Puelles distingue entre el interés cognoscitivo y el interés comunicativo, pero vinculándolos 11. Conocer algo y darlo a conocer es el modo más humano de ejercer lo que uno es: homo sapiens et loquens. Y ahí es donde se anudan los lazos humanos más interesantes y enriquecedores. Dar conversación es una manera muy profunda de ejercer nuestro ser donal, que es la forma propia del amor de amistad, aquello para lo que fundamentalmente está pensado el ser humano y lo que más puede plenificar su existencia: dar y recibir amor. Pues bien, la amistad y la conversación es el ámbito -ethos- donde únicamente la relación educativa puede tener su espacio adecuado.

Aristóteles distingue la voz humana (logos) del grito animal (phoné). Éste tan sólo expresa sentimientos -dolor, placer, etc.- en tanto que aquélla expresa ideas. Las ideas pueden compartirse y contrastarse dialógicamente, pero los sentimientos, aunque puedan expresarse más o menos, propiamente no pueden compartirse: el dolor y el placer de cada uno es sólo suyo. Ciertamente es posible la "compasión". Al igual que el "co-laborar" o el "com-partir", el "com-padecer" es una experiencia humana en la que la vivencia de uno posee un eco o correlato afectivo en la vivencia de otro. Pero esto no hace que la de cada uno deje de ser propia, personal e intransferible. Yo puedo comunicar con palabras o gestos a otra persona que me duele una muela. Esa persona quizá me entiende y se compadece, pero desde la vivencia de un dolor análogo que es otro, y que padeció él, no yo. Mi dolor de muelas es el mío, no el suyo; y el suyo es suyo, no mío. Del mismo modo yo puedo compartir un bocadillo, pero eso no es otra cosa que partirlo, trocearlo; y la parte que me como yo, soy yo quien la como, y no tú; viceversa, la que comes tú no la como yo. También podemos co-laborar en un proyecto común. Pero el trabajo que corresponde, dentro del programa colectivo, hacer a uno de los miembros de ese colectivo, le corresponde a él y a nadie más. Un programa colectivo articula una colección de aportaciones individuales. De ahí que el bien común haya de entenderse no como una abstracción del bien individual -por ejemplo, en la forma que muchos entienden hoy la noción de "interés general"- sino como un desarrollo y prolongación de éste, a saber, como el bien que es comunicable a todos y cada uno de los que pueden y deben participar en él. Etc. En definitiva, aunque tú y yo podemos interesarnos por lo mismo, mi interesarme por ello es mío y de nadie más, y el tuyo es tuyo y de nadie más.

Pues bien, el hombre posee logos, palabra, para compartir y contrastar ideas sobre lo bueno, lo bello, lo justo, y sus contrarios, dice Aristóteles. Y en ese compartir y contrastar nuestros puntos de vista sobre estos grandes temas que nutren la conversación esencial de la humanidad estriba "la casa y la ciudad" 12 .

Aristóteles entiende el régimen de la comunidad política como politeia. La ciudad no se gobierna despótica sino políticamente, no con la fusta sino con la palabra. La comunidad humana no se produce por el hecho de pacer juntos en el mismo lugar, sino porque tenemos temas comunes de conversación: la res publica, es decir, los asuntos que nos afectan a todos y por los que nos interesamos dialógicamente 13.

En este aspecto comenta Werner Jaeger que los sofistas tuvieron un papel muy importante en Atenas: educar a la ciudadanía en el arte de argumentar, de dar razones convincentes para "constreñir suavemente las asambleas" 14. Pero Sócrates ve con preocupación que dicho arte -la retórica- puede degenerar en sofística y ser empleado perversamente por quienes no desean servir a la comunidad sino servirse de ella para lograr su exclusivo interés. Algunos sofistas fundaron escuelas donde acudían los aspirantes a demagogo para aprender a convencer sin estar convencido, de manera que tornaban el noble arte de adornar el argumento -para que sea persuasivo- en el no tan noble de suplantar el argumento por puro adorno. La degeneración de la retórica en sofística -en la que incurrieron, por cierto, algunos de los amigos de Sócrates- amenaza la estabilidad de la polis, y sólo puede conjurarse si se mantiene el nexo entre retórica y lógica15 . (Aunque aparece en último lugar, uno de los libros más interesantes de los que constituyen el Organon de Aristóteles -el conjunto de sus tratados de lógica- es precisamente el que lleva por título "Refutaciones sofísticas" - Topica, en griego- donde se establece un elenco analítico de todas las posibles formas de argumento engañoso -sofisma-, es decir, razonamiento que sólo aparentemente concluye lo que pretende concluir).

Frente a la persuasión sofística -la convicción meramente aparente o aparentada- se alza la palabra significativa, el logos semantikós, cuyo valor suasorio es central en la educación ciudadana.

La palabra significativa es fundamental porque hace posible la discusión, y la discusión hace posible la amistad política. Naturalmente en la discusión comparecen diversos puntos de vista, diversas opiniones, y cada una de ellas constituye una pretensión de verdad. Tal pretensión puede cumplirse o no, o se puede cumplir más o menos. La verdad, sobre todo en el discurso práctico, es un concepto sumamente flexible, que no es blanco o negro sino que admite toda una gama amplísima de lo correcto, lo más ajustado, lo más conveniente en este caso o en este otro, y es una verdad flexible y hermenéutica, contextualizada. Pero la discusión tiene sentido cuando hay una búsqueda de la verdadera solución, por ejemplo, a un problema práctico.

Quien discute lo hace desde la convicción más o menos firme de aquello que plantea como su punto de vista o su opinión. Ahora bien, estar convencido de algo implica percibir lo contrario como falso. La conexión entre retórica y lógica -la que académicamente se ejercitaba en la disputatio- pone de manifiesto lo absurdo de pensar que todas las opiniones son igualmente válidas. La pretensión de que afirmaciones contrarias sean verdaderas por igual, toda vez que lo serían para quien en cada caso las suscribe, no puede mantenerse de manera razonable, ni tan sólo como un peaje que necesariamente habría de estar dispuesto a tributar quien desee exhibir un talante abierto, democrático y tolerante.

Una cosa es el respeto debido a la persona del opinante y a la libertad que tiene de formarse sus opiniones de acuerdo con el criterio que estime oportuno -incluida la libertad de promoverlas por medios justos y legítimos- y otra bien distinta pretender el sinsentido de que todas las opiniones son tan "respetables" como los respectivos opinantes. De ser así, cualquier forma de discrepar de la opinión de una persona lo sería igualmente de faltarle al respeto. Pero esto contradice abiertamente la experiencia, abundante, de la discrepancia respetuosa.

Es imposible la discusión seria si se confunde el respeto que siempre es debido a la persona con el supuesto respeto a sus opiniones. El titular del derecho a ser respetado es, como decimos, la persona y su libertad de opinión. Pero cuando discutimos en serio vamos a confrontar las opiniones con las armas de la lógica y la retórica, y por tanto a mostrar que si una postura es verdadera -más adecuada, justa, eficaz- su contraria es falsa o, al menos no tan verdadera, justa o eficaz para solucionar el problema que se plantea. Mientras las palabras (logoi) sigan significando algo, participar en una discusión (dia-logos) significará tomar partido por una postura, a saber, sostener con argumentos su verdad a costa de la falsedad de la contraria. No puede ser de otro modo.

Una persona se forma criterio a base de tomar partido exponiendo las razones que le llevan a hacerlo por tal o cual opinión, por tanto exponiéndose a su vez a las razones que en sentido contrario aduce a su favor quien defiende la postura opuesta.

6. ¿Lenguaje significativo o logomaquia?

Es preciso insistir en este punto. Las personas jóvenes maduran formándose criterios sólidos mediante los cuales su pensamiento y su conducta adquiere estabilidad y coherencia: pautas flexibles de actuación, pero pautas. Y esto se logra precisamente en el contraste, en la discusión, que es búsqueda cooperativa de lo verdadero y lo bueno. Este tipo de confusiones a las que me vengo refiriendo no ayudan a la maduración de los jóvenes, que necesitan disponer de criterios para distinguir lo bueno de lo malo, lo verdadero y lo falso, lo grande y lo mezquino.

Instalada la confusión en la cultura mediática, se le exige a la lógica y a la retórica que rindan peaje a la corrección -correctness- de un lenguaje que, para mantener un irenista equilibrio que a nadie moleste, acaba por no decir nada serio. Los condicionamientos actuales del "debate público" terminan haciendo de él una logomaquia vacía, insulsa y repetitiva. Ese lenguaje está instalado en la trama dialógica de los llamados agentes no formales de la educación. A menudo también se ponen esas trabas en la escuela, e incluso en ambientes académicos y universitarios 16. A veces siente uno ganas de suplicar, glosando al poeta, que no nos roben las palabras, pues son el reducto que nos queda para resistir al "pensamiento único".

En nuestro momento se hace preciso recuperar una cultura dialógica, parcialmente perdida en la apariencia de que la hay. En efecto, proliferan los "debates", pero cada vez se dialoga menos: en primer lugar, porque se escucha poco, y en segundo porque, como se ha señalado más arriba, sin la referencia de una verdad que se busca mancomunadamente el diálogo carece de sentido, y hoy no son pocos a quienes incomprensiblemente el concepto de "verdad" -incluso el término mismo- les parece agresivo y les produce sarpullidos intelectuales 17.

En los debates televisados o radiados suelen comparecer diversas posturas, planteamientos vitales, estilos de vida, valoraciones, pero difícilmente se llega a la confrontación entre unos y otros. Ahora bien, si nos limitamos tan sólo a levantar acta de la diversidad de puntos de vista, sin llegar a contrastarlos, sin ponderar el peso de las razones y pruebas que cada postura aduce, entonces propiamente no hay discusión. Así, muchos debates se sustancian a base de etiquetas o de violencia verbal. No suelen ser quienes disponen de los mejores argumentos, sino quienes más gritan, los que salen mejor parados en esos debates, más parecidos a un espectáculo circense que a una discusión seria. Esto supone una referencia muy negativa socioculturalmente, sobre todo desde el punto de vista de la educación cívica. Hay, en definitiva, una necesidad grande de recuperar el ethos del verdadero diálogo, hoy en serio peligro de extinción, entre otras cosas debido a esa especie de equiparación escéptica y nihilista que ve que en el fondo todo es lo mismo, o da igual una cosa que su contraria.

En la discusión es donde se aprende la distinción, donde se perciben las diferencias y donde se aprende a valorar la realidad. Valorar algo significa distinguirlo con nuestra atención. Respetar a alguien es respetar su diferencia individual. Mas si todas las opciones son verdaderas o todos los estilos de vida poseen el mismo valor humanizador, la realidad acaba tornándose roma e indiferente desde el punto de vista afectivo. ("Indiferencia" expresa el estadio resultante de la no discriminación, de la no diferenciación).

7. Sócrates, maestro de Occidente

En la tradición filosófica y pedagógica del socratismo, el diálogo posee un valor heurístico constitutivo. Sócrates reúne la doble condición de iniciador de la Filosofía y de la Pedagogía en Occidente. Es interesante retenerle la atención a esto. En los diálogos de Platón -especialmente en el Banquete-la filosofía se nos muestra como una búsqueda asintótica, aporética, de la verdad. La teoría filosófica tiene su origen en una pregunta que no es retórica, que no se conforma consigo misma. El preguntar puramente retórico, pagado de sí mismo, es el de quien no busca respuesta 18. Pero la verdadera pregunta es la expresión verbal de la duda, y quien duda lo que ante todo desea es salir de dudas. La duda, en efecto, es un estado "enfermo" de la mente, es decir, aquél en el que el sujeto está poco firme, mal asentado, indispuesto a afirmar -o negar-; en definitiva, incapaz de conocer judicativamente con seguridad. En Descartes se percibe claramente esta índole provisional del dudar: la duda es el camino -"método"-, pero no el final de éste. A diferencia de la versión cartesiana, en la que la duda aparece como inicio metodológico del pensar, en el escepticismo fundamental -por ejemplo en la versión de los cínicos, los sofistas, Gassendi, Hume, etc., o en la del nihilismo contemporáneo- la duda es aceptada como el estado natural, sano, de la mente; es, por decirlo paradójicamente, conclusión indubitable, tesis final.

En sus versiones más fuertes, el escepticismo fundamental responde a alguna de estas dos actitudes (o a ambas):

  1. la contradictoria suposición de que la razón, como capacidad cognoscitiva, es radicalmente incapaz de conocer, es decir, de dar satisfacción al menester esencial que debería cumplir;
  2. la pereza mental que declara insoluble un problema cuya solución resulta arduo encontrar.

La hipótesis de una capacidad per se incapaz se autodestruye (naturalmente, si tal incapacidad se entiende referida al objeto formal quod de la capacidad respectiva. Es exactamente éste el caso). Por su lado, la pereza mental se delata a sí misma si uno tiene la oportunidad y el coraje de ponerse a pensar. Pensar es tomar partido, pronunciarse por algo, asumir un compromiso, una determinación. Dicho de otra forma, pensar es buscar la verdad, pero exponiéndose a encontrarla. Y una vez hallada, la verdad siempre pide algo.

Nunca el pensar está hecho sólo de preguntas (aunque sea por ahí por donde haya que comenzar). La inteligencia no se satisface únicamente con hipótesis.

Como es obvio -y la historia es un testimonio fehaciente de ello- nunca se pueden encontrar respuestas definitivas a las cuestiones filosóficas, y cualquier intento de resolverlas siempre es susceptible de revisión, de enriquecimiento, de volver con el tiempo y nuevas experiencias a replantearlo. El filósofo percibe que la realidad no puede nunca agotarse en ninguna forma humana de decirla. Pero indudablemente el que pregunta busca alguna respuesta. Platón dice que la filosofía es un tipo de eros, de amor, y eso es lo que queda consignado en la actitud tópica del pathos filosófico: el filósofo es el que aspira al saber, a la plenitud del saber, sin llegar nunca a conquistarlo. Todo hombre aspira naturalmente al saber, dice Aristóteles al comienzo de su Metafísica. Pero el saber, tal como lo entienden lo griegos, es un ideal utópico, no está al alcance de ninguna fortuna intelectual. Saberlo todo de todo es imposible para el hombre. Aspiramos a eso, pero nos quedamos en "filósofos", en meros aspirantes. De todos modos, el auténtico aspirante, el que aspira rectamente, algo sabe; al menos, sabe lo que busca. Buscarlo implica no poseerlo todavía, al menos no poseerlo en plenitud. Mas aquello a lo que se aspira es a la plenitud del saber: no nos conformamos con saber un poquito. Cualquiera que tiene experiencia de haber investigado en serio sobre algo sabe que cualquier logro cognoscitivo es humanamente un auténtico logro en la medida en que también nos abre perspectivas de logros ulteriores. Por tanto, en cierto modo el saber es, como Eros, hijo de la abundancia (Poros) y de la penuria o escasez (Penía), y como hijo de ambos está en cierto modo entre los dos: participa del saber en la medida en que sabe algo -sabe lo que desea saber, pues es imposible ir humanamente sin saber a dónde uno va-, pero por otro lado sabe que no sabe. Eso ya es saber algo, desde luego más que el absoluto ignorante, el que no sabe que no sabe. Quien cree que nada le queda ya por saber es el que no ha dado ni tan siquiera el primer paso.

La humildad socrática perfila una referencia que ya desde su comienzo identifica un rasgo muy característico del ethos filosófico y que puede designarse, empleando la fórmula de K. Popper -aunque no exactamente en el sentido en que él la emplea- como "búsqueda sin término" 19. Es este un aspecto muy central de la actitud filosófica, que para los griegos no es sólo una postura teórica, sino sobre todo un ideal de vida.

A la condición de iniciador de la filosofía 20, Sócrates une la de primer maestro europeo. Habría que hacer muchas precisiones a este aserto, pero sí cabe decir, en términos generales, que Sócrates ha esculpido en su vida la figura prototípica del maestro en Occidente.

Quizá una característica muy destacable de la pedagogía socrática es que el discurso del que se nutre es un discurso tentativo. También le pasa esto a la filosofía, sin duda, debido a su carácter aporético, pero mientras que la filosofía aspira -sin lograrlo nunca en plenitud- a ser un saber absoluto, un saber que en último término es de lo necesario, de lo estable e incontestable, sin embargo el saber pedagógico, al igual que el político, versa más bien sobre realidades que pueden ser de una manera o de otra, que son contingentes, que incluso pueden ser o no ser. En cierto modo, el discurso de la paideía tiene mucho de opinable. Sin duda por tradición y por ósmosis, el estilo socrático parece más próximo al de los sofistas -muchos de los cuales eran amigos de Sócrates- que al del oráculo délfico: más tentativo que apodíctico, más posibilista que "dogmático". A Sócrates no es fácil sorprenderle actitudes oraculares. Me parece que es un contraste que tiene cierto interés.

Sócrates es muy amigo de la opinión. En su conversación se advierte que sabe escuchar y contrastar puntos de vista, que se toma en serio lo que dicen sus interlocutores 21. Es bien consciente de que lo que dice en modo alguno puede entenderse como la última palabra sobre nada. Propone su punto de vista consciente de que puede estar equivocado. Como veíamos más arriba, el propio hecho discursivo supone exponerse a la eventual mayor solidez de la postura contraria, y esto lo tiene claro Sócrates: se le ve dispuesto a rectificar, a seguir indagando mejores explicaciones con la ayuda de sus contertulios. Pero lo que no admite duda en su actitud es que la discusión tiene sentido bajo el supuesto de que hay una verdad, a la que cabe acercarse o de la que cabe alejarse; verdad que no puede agotarse desde un solo ángulo de visión, pero verdad que cabe igualmente conocer, aunque nunca abarcar por entero.

Esta convicción es la que funda el discurso filosófico y desencadena el eros pedagógico. La amistad -elemento esencial de la pedagogía socrática- sólo puede fundarse sólidamente en la solidaria búsqueda de la verdad y del bien 22.

¿Qué sentido tendría la discusión si no es el de esa búsqueda cooperativa? Si la verdad no existe, o es imposible conocerla, ¿para qué discutir? Y, en último término, ¿para qué educar? Sócrates no se rebela contra la opinión, sino precisamente contra la degradación de la opinión como pretensión de verdad tal como efectivamente aconteció en el seno de la sofística. Sócrates mantiene la determinación de no abandonar el pensamiento, la amistad y la educación, es decir, de no sucumbir ante la presión escéptica. Esta actitud acabará costándole la vida 23.

En definitiva, si el eros pedagógico no se nutre de la filosofía, termina en la infame justificación ideológica de lo políticamente correcto. Este es el gran legado socrático que esperemos Occidente nunca olvide.

La verdad y el bien sólo pueden ser alumbrados educativamente en el interior de cada persona. La mayéutica es el único camino para la educación. Pero esa verdad interior es verdad, no un constructo mental resultante del lenguaje sofístico o de la ficción. Está en mí pero no como algo puesto por mí, sino como algo que estoy llamado más a descubrir que a poner, naturalmente con la ayuda de otras personas que a su vez han recorrido ese camino antes. Sócrates dice que la mejor partera es la que ha sido madre alguna vez. La tarea del maestro -que es quien ayuda a otros en su búsqueda- sólo puede desempeñarla quien ha buscado él mismo, y si busca en serio, algo encuentra. En esto se puede cifrar la tarea de la filosofía -y de la educación, que principalmente es autoeducación-, a saber, en meterse dentro de uno mismo. Nosce teipsum: ahí se resume emblemáticamente el reto de toda búsqueda filosófica y mayéutica.

8. Recuperar el valor de las palabras, reto de la educación hoy

No pretendo llamar la atención sobre el mundo griego por un puro afán arqueológico. Sin duda tiene sentido el conocimiento del pasado en cuanto ya pasado, pero el servicio principal que la historia presta es que nos ayuda a conocernos mejor a nosotros mismos. No podríamos hacernos cargo de quiénes somos sin ninguna noción de lo que fuimos. El papel de la historia es ponderar el peso del pasado en el presente. Atender a estos tópicos y a la forma en que aparecen en el gran pensamiento griego nos sitúa ante las fuentes donde se acuñaron las nociones fundamentales que nutren la conversación entre los hombres a lo largo de la historia 24.

La conversación significativa es posible cuando las palabras no significan cualquier cosa, cuando tienen un sentido concreto. Sólo así nos permiten establecer contacto con lo menos frugal del tiempo e intervenir en esa gran conversación de la humanidad. El problema con que nos enfrentamos estriba en que esta gran conversación cada vez es menos accesible desde el mundo de la tecnoestructura y desde el "debate público". Éste se aleja progresivamente de lo esencial a base de peajes de corrección política, ética y académica que obligan a reconducir el discurso a lo que en el fondo nos resbala. En una especie de nihilismo igualador, vamos progresivamente marginando lo esencial. De lo importante parece que sólo puede hablarse banalmente: sólo caben narrativas fragmentarias sin ninguna pretensión universalista.

La dialéctica moderna naturaleza/libertad, así como la postmoderna confrontación metafísica/cultura, condenan a la humanidad a un ideal de "progreso" incomunicable, autista. Mientras tanto, el racionalismo crítico reserva la justificación racional tan sólo para aquellos discursos que optimizan el bienestar material y los procedimientos para no tropezar con el vecino, meras reglas de cortesía dentro de la granja orwelliana 25.

Reubicar el discurso en el entorno de la relación humana verdaderamente significativa, radicar la comunicación en las referencias humanas sustantivas es, hoy, un gran reto antropológico, y ético. Y entiendo que también es el gran desafío para la educación actual.

Una de las mayores dificultades de cara a la consecución de este objetivo es el uso tan ampulosamente retórico que en el lenguaje de las ciencias sociales -y en particular en el de las ciencias de la educación- se hace de términos como "democracia", "libertad", "pluralismo", "valores", etc., cuya significación original se somete a niveles de torsión -o distorsión- semántica que a menudo alcanzan los límites de la tolerancia. La fatiga retórica con la que cierto tipo de discurso -más diseñado para conmover a las masas que para decir algo relevante sobre algo- maltrata la semántica de esas palabras tiene a menudo el efecto perverso -sin duda no deseado- de convertirlas en etiquetas vacías que a base de significarlo todo o casi todo terminan por no significar nada o casi nada.

La importancia de un lenguaje bien diferenciado destaca hoy por contraste, pues el uso tan amplio e indistinto de vocablos tan nobles como los que he mencionado acaba provocando, precisamente por eso, indiferencia. En ocasiones, incluso, abierto rechazo. Los buenos maestros custodian y miman las palabras, las emplean con cordura y sobriedad. Los sofistas, en cambio, las retuercen a martillazos y, una vez enlatadas y etiquetadas, las malvenden a los mercaderes de ideologías.

De entrada, resulta algo alarmante comprobar la heladora indiferencia con la que reaccionan porciones no despreciables de gente joven -o no tan joven- ante el reclamo de discursos que ponderan el valor de nociones de muy venerable tradición. La sorpresa inicial cede al tomar nota del lamentable estado en que quedan esas nociones -y las palabras que las expresan- tras haber sido machacadas por los demagogos, y al percibir la forma en que su logomaquia fatiga las audiencias de las formas más variadas. El viejo sentido común de la pedagogía sabia -"precientífica"- enseña que la eficacia de ciertos mensajes -sobre todo cuando se trata de consejos paternales- está en relación inversa con el número de veces que se repiten. Esto puede ser una explicación razonable del fenómeno en cuestión. Igualmente cabe pensar que éste es el previsible efecto del espíritu de contradicción, que a ciertas edades está particularmente despierto. En todo caso, acerca de esos argumentos que nutren la conversación esencial de la humanidad -lo bello, lo bueno, lo justo- mucha gente todo lo que ha oído es que hay que ser demócrata, liberal, tolerante y partidario de los valores. Este es un lenguaje que muchos -sobre todo los jóvenes- acaban decodificando como muy poco significativo, y además, por efecto de esa fractura de la que habla Llano entre tecnosistema y mundo de la vida, como positivamente engañoso, enmascarador, ideológico: ya se sabe que quienes desean hacer un buen negocio están muy interesados en colgarse ciertas etiquetas.

Desde luego es retóricamente muy eficaz saber colgarse la etiqueta de demócrata, tolerante o liberal. Pero la idea de democracia tiene una historia, y tiene un sentido concreto en el decurso del pensamiento político desde los griegos hasta el liberalismo moderno. Sobre todo en éste, la democracia ha sido pensada como un mecanismo para desalojar pacíficamente al mal gobernante. Y a la democracia se le puede pedir eso, y si lo logra con eficacia, presta un servicio verdaderamente impagable a la polis. Pero exigirle a la democracia que fundamente los valores, la ética y la estética, la ciencia y la ortografía, es pedirle demasiado. Pensar que pueda decidirse democráticamente absolutamente todo lo que ha de decidirse o pensarse es sacar las cosas de quicio. En su lamentable ingenuidad, algunos no perciben cuán flaco servicio prestan a la democracia convirtiéndola en panacea universal, en metodología única para abordar cualquier cuestión teórica o problema práctico, o proclamando que lo único que cabe decir sobre ética es que hay que ser demócrata, tolerante y partidario de los valores.

Naturalmente que queda muy bien manifestarse partidario de los valores, pero si se rasca un poco en esa noción, y uno se pregunta qué significa eso en concreto -qué significa valer, en qué valores hay que educar- comienzan, como es natural, a surgir diferencias y contrastes, y discusión. Y en la discusión, en la toma de postura es donde uno aprende a distinguir lo verdadero de lo no tan verdadero, lo justo de lo no tan justo, lo bueno de lo que no lo es tanto, y donde uno aprende propiamente a pensar, porque pensamos discursivamente, dialógicamente. Y entonces logra evidencia el contraste entre posturas solventes, bien argumentadas y matizadas, y otras que no lo son tanto. Pero donde todo es un cajón de sastre lingüístico, donde reina la oscura confusión en la que "todos los gatos son pardos", con facilidad se cuela como "respetable", e incluso solvente, la delirante noción de valor que algunos defienden. En efecto, el discurso de algunos que reclaman respeto para "sus valores" hace pensar en que no hablan de otra cosa que de sus caprichos, aunque por motivos cosméticos esto no se diga así (quizá han perdido incluso la capacidad de hablar siendo conscientes de lo que dicen).

 

No pretendo proponer una solución sencilla -creo que no la hay- al reto que tenemos por delante, y que he tratado masivamente de presentar aquí, pero sí me parece que una vía de solución es plantearnos, en primer lugar, a qué tipo de realidad estamos introduciendo, y, en segundo término, pensar la conveniencia de recuperar un ethos dialógico basado en un lenguaje significativo, bien diferenciado, que permita reabsorber y reconquistar, desde el entorno del mundo de la vida, ese terreno cedido a la "tecnoestructura" que impide que emerja y cunda educativamente lo más verdadero de las relaciones humanas. Llano pone de manifiesto cómo algunas reacciones "antisistema" o "antiglobalización", pese a las formas irracionales en que a veces se producen, pueden explicarse desde la necesidad, vivida subjetivamente por mucha gente joven, de volver a un lenguaje en el que se digan cosas claras, que desafortunadamente no es el lenguaje que de manera ordinaria emplean los mercaderes, los medios de comunicación o la mayoría de los políticos.

Termino con una frase de Claudio Magris que cita Llano. Refiriéndose al tipo de ciudadano que está configurado según los parámetros del tecnosistema, es decir, al tipo medio de ciudadano que el neoliberalismo pretende obtener del sistema educativo -hombres sin rostro definido, diferenciado, sin personalidad, que no "discutan"- afirma lo siguiente: "Emancipados con respecto a toda exigencia de valor y significado, son igualmente magnánimos en su indiferencia soberana, en su condición de objetos consumibles; son libres e imbéciles, sin exigencias ni malestar, grandiosamente exentos de resentimientos y prejuicios. La equivalencia y permutabilidad de los valores determinan una imbecilidad generalizada, el vaciamiento de todos los gestos y acontecimientos" 26.

Esa especie de "indiferencia soberana" de la que habla Magris, y que algunos entienden como socialmente saludable, al menos para convivir democráticamente, es un peligro que hemos de detectar especialmente los educadores. Hemos de reflexionar sobre si los parámetros de la cultura dominante -a la que, según la ortodoxia del sociologismo educativo, no tendríamos más remedio que introducir- no son susceptibles de una crítica mucho más seria y profunda, y, en último término si lo que hemos de plantearnos no es también, desde nuestra propia perspectiva, un cambio cultural.


1 Jungmann, J. A. Christus als Mittelpunkt religiöser Erziehung, Herder, Freiburg im B., 1939, p. 20.

2 A iniciativa de los profesores R. Lassahn (Bonn) y R. Spaemann (München), en 1978 se celebró en Bonn un Forum que, con el lema Mut zur Erziehung (audacia para educar), aglutinó a los más destacados representantes de una sensibilidad educativa que, en contraste con algunas de las propuestas de la pedagogía crítico-emancipatoria de obedienciafrank furtiana, dio origen a un movimiento que, partiendo de la gran tradición germana de las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften), se propone reivindicar la necesidad de influir educativamente en el carácter de las personas y superar así el trauma socio-espiritual que, bajo la bandera "emancipatoria", había logrado, como sugiere C. Günzler, desterrar de la escuela alemana las cuestiones antropológicas centrales sobre el sentido de la existencia humana. Vid. sobre el particular el interesante trabajo de Günzler, C. (1976). "Die curriculare Destruktion der Sinnfragen", en Anthropologische und ethische Dimensionen der Schule: Lernzieldruck und Lebenshilfe, Freiburg (i.B.), München, K. Alber Verlag, pp. 135-146. Una crónica de la discusión que generó el Forum de Bonn puede encontrarse en Zdarzil, H. (1986). " ‘Mut zur Erziehung'. Rückblick auf eine pädagogisch- bildungspolitische Kontroverse", Vierteljahrsschrift für wissenschaftliche Pädagogik (Münster) 62:3, pp. 396-412 (hay traducción castellana en la Revista Complutense de Educación, 9: 2, pp. 211-227).

3 Teeteto, 149 a - 151 b.

4 Caffarra, C. "La educación, un desafío urgente", Il Foglio, 1, mayo 2004, p. 37

5 Barcelona, Ariel, 1999.

6 Así, por ejemplo, Juan Pablo II cuando habla de la "civilización del amor". Vid., entre otros muchos lugares, Audiencia general del miércoles 4 de septiembre del 2002 en la Ciudad del Vaticano (puede consultarse en la hoja web www.vatican.va). Vid. también, la Encíclica Deus caritas est, primera del pontificado de Benedicto XVI, visible en la misma hoja web. La traducción sociopolítica de esta categoría -así como, en general, del "núcleo duro" de la propuesta cristiana- es, sin ninguna duda, asunto de colosales dimensiones, cuyo examen no puede ignorar la cantidad de experiencias fallidas que testimonia la historia europea. Quizá el panorama cultural que hoy ofrece la "vieja Europa", sobre todo ante el mundo musulmán, se comprende desde un cierto cansancio que prefiere eliminar el problema -mirar hacia otro lado, como suele decirse- antes que continuar buscándole solución. Con todo, la historia de esos esfuerzos, junto a algunos frutos amargos, ha dado otros llenos de lozanía y ha sido también un verdadero catalizador de pensamiento, de desarrollo científico, económico, cultural y artístico, la más profunda inspiración de los hombres y mujeres que más y mejor han contribuido a una idea y una realidad de Europa que ha sido y continúa siendo referencia humanizadora para todos los demás espacios geográficos y culturales del planeta. El fenómeno de la inmigración es sólo un botón de muestra. No pretendo aquí, ni lejanamente, despachar un problema cuya complejidad cabría desafiar con más ganas, espacio y ciencia de las que dispongo ahora. Algo he dicho en el libro Antropología del hecho religioso (Madrid, Rialp, 2006, cap. III, apéndice). Sobre esto remito ante todo al libro de Dalmacio Negro Lo que Europa debe al cristianismo (Madrid, Unión Editorial, 2004). Tan sólo deseo notar aquí que la idea cristiana -y el respectivo ideal- del Reino de Dios, en el que como dice Bernanos "todo es gracia", siendo tan antigua como el Evangelio, está aún por estrenar. Los Papas católicos parecen estar convencidos de que los jóvenes son quienes mejor pueden entender ese ideal, y llevarlo a la práctica, al menos a juzgar por lo que les han venido diciendo en las Jornadas Mundiales de la Juventud (igualmente referenciadas en esa hoja web). Además del discurso propiamente religioso del cristianismo, la idea de unas relaciones humanas basadas en la gratuidad ha encontrado un desarrollo extraordinariamente interesante dentro de una peculiar forma de feminismo que desde luego contrasta con la, digamos, más clásica y reivindicativa, y que tiene un referente claro en los trabajos de Carol Gilligan (1980) In a Different Voice, Cambridge (Ca.), Harvard University Press, y de Virginia Held (1987) "Non-Contractual Society. A Feminist View", en M. Hanen y K. Nielsen (eds.) Science, Morality and Feminist Theory, Calgary (Al.), University of Calgary Press. (En castellano puede verse el artículo de V. Held titulado (1993) "Maternidad frente a contrato. Un nuevo modelo social", Atlántida, Nº 13, enero-marzo, pp. 4-15). En él discute la idea de que los compromisos sociales deban ser un fiel reflejo de la racionalidad contractual, tal como ha sido defendida desde el liberalismo (J. Rawls, R. Nozick, R. Dworkin). Sobre esto puede verse también el excelente trabajo de Jesús Ballesteros (1990) Postmodernidad: decadencia o resistencia, Madrid, Tecnos.

7 Vid., por ejemplo, Esteve, J. M. (1994) (3ª ed.). El malestar docente, Barcelona, Paidós.

8 Cfr. Lewis, C. S. (1990). La abolición del hombre, Madrid, Encuentro, p. 20. Hablando de las tendencias de la nueva pedagogía, tal como pueden observarse en los libros de texto escolares -se refiere en concreto a un libro de Gramática y literatura inglesa para niños que cayó en sus manos- comenta este autor: "De los problemas de la psicología animal que son objeto científico, tampoco dice una palabra. Se limita a explicar que los caballos no están interesados, secundum litteram, en la expansión colonial (…). Aún menos aprenderán (los alumnos) sobre las dos categorías de hombres que se encuentran respectivamente por encima o por debajo del peligro de tal literatura: el hombre que verdaderamente conoce los caballos y verdaderamente los ama, no con ilusión antropomórfica sino con amor racional, y el irredimible ciudadano zopenco para el cual un caballo no es otra cosa que un anticuado medio de transporte. De esta manera habrán perdido el placer que les daban sus caballos y perros, habrán recibido un incentivo para la crueldad o la indiferencia, y en sus mentes se abrirá camino la complacencia en la propia astucia. La diaria lección de inglés, aún cuando de inglés no hayan aprendido nada, está toda en eso. Otra pequeña parte de la herencia humana les ha sido sustraída tranquilamente antes de que fuesen suficientemente mayores para entenderlo (…). Pudiera ser que lo que he definido (suponiendo la inclusión de un cierto sistema tradicional de valores) como el ‘mono vestido' o el ‘ciudadano zopenco' fuera precisamente el tipo de hombres que ellos desean producir. Las divergencias entre nosotros podrían ser insuperables" (ibíd., pp. 12-13).

9 Me he ocupado de las raíces filosóficas de la deconstrucción del sentido en la hermenéutica contemporánea en el artículo "Educar en un contexto deseducativo: desafío actual de la educación en Europa", (2005), Educación y Educadores, vol. 8, especialmente en las pp. 165- 167. Vid. también Enkvist, I. ((2006). Repensar la educación, Madrid, Ediciones Internacionales Universitarias.

10 Vid. Spaemann, R. (2003). "¿Es la emancipación un objetivo de la educación?", en: Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar, Madrid, Eunsa, p. 462.

11 Vid. Millán-Puelles, A. (1997). El interés por la verdad, Madrid, Rialp.

12 "La palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad" (Aristóteles, Política, 1253 a, 16-18). A este respecto, comenta Lledó que "'vivir bien' significa ya el salto cualitativo que diferencia al hombre del animal. Porque el bien que determina la vida se engarza con el otro término que, en este comienzo de la Política, define al hombre: ‘animal que habla', ‘animal que tiene logos'. El nivel de la ‘animalidad' (zoon) se corresponde con el ‘vivir' (zen). Pero el logos tiene que ver con el bien, con todos aquellos niveles que, en el entramado social, van creando la cultura, o sea, la vida específicamente humana. En el sutil aire de la phoné semantiké, de un sonido que tiene significación y que articula, intersubjetivamente, las distintas individualidades, se construye, pues, la ciudad, la convivencia y la justicia" (Lledó, E. (1994). Memoria de la ética, Madrid, Taurus, p. 163).        [ Links ]

13 "El ser era apetecible por la conciencia que uno tiene de su propio bien, y tal conciencia era agradable por sí misma; luego es preciso tener conciencia también de que el amigo es, y esto puede producirse en la convivencia y en el intercambio de palabras y pensamientos, porque así podría definirse la convivencia humana, y no, como la del ganado, por el hecho de pacer en el mismo lugar" (Política, 1170 b, 8-14). Aún permanece en el imaginario colectivo la idea originaria de que el templo de la democracia es un lugar donde se habla, se discute: un parlamento.

14 Jaeger, W. (1957). Paideia: los ideales de la cultura griega, México, Fondo de Cultura Económica, p. 267.

15 Dicho nexo es el que justifica el surgimiento de la institución universitaria en Europa y lo que explica los mejores servicios que ha podido prestar a lo largo de su historia casi milenaria. Se puede comprender el afán de demagogos y mercaderes por domesticar ese espacio de promoción del conocimiento y la conversación esencial de la humanidad. Hoy es enorme la presión que se ejerce sobre la Universidad para que se metamorfosee en un despacho de "destrezas cognitivas" y de "estrategias de aprendizaje" para monos con pantalones, por emplear la gráfica expresión de C. S. Lewis. Algunos pensamos que quienes han diseñado el "espacio europeo de enseñanza superior" en Bolonia han dado un paso en falso, quizá no en todos los aspectos de esa reforma, pero sí en esta comprensión de la vocación esencial de la Universidad. Cada vez es más difícil encontrar en ella espacio, tiempo y ganas para enfrentarse con los grandes temas, y sobre todo con los "grandes libros", pues los estudiantes han de emplearse a fondo en un delirante sinfín de cositas, en un "preciosismo sobre lo que nos resbala", como dice el colega O. Fullat. Pese a algunas de sus exageraciones, sigue siendo muy sugestiva -y catártica- la crítica de Alan Bloom en El cierre de la mente moderna, (1989), Barcelona, Plaza & Janés.

16 No me refiero únicamente al ilegible "barra-a", o a la delirante "arroba", pero tampoco los excluyo. Antes que torturar -eso sí, pro bono pacis- al pobre oyente/lector con el mareo inmediato, es preferible conjurar el "lenguaje sexista" por medio de circunloquios.

17 Probablemente para captar su benevolencia, en un arrebato de originalidad un personaje público español se permitió hace no mucho enmendarle la plana a Jesucristo con esta perla: no es cierto que "la verdad os hará libres" (Jn. 8, 32); más bien es la libertad la que nos hace más verdaderos. No se puede trivializar la relación entre libertad y verdad, asunto verdaderamente grave. Pero una libertad desligada, desvinculada del verdadero ser natural del hombre, tarde o temprano pasa factura, y en ocasiones es alto el precio que el uso contra naturam del albedrío humano supone. La actitud prometeica de muchos poderosos de este mundo -sobre todo los que detentan el poder cultural- parecerá pronta a pagar ese precio: _"¿Nos destruyen esas decisiones? _Pues bien, que nos destruyan. Pero, al fin y al cabo, es nuestra decisión". Quizá inadvertidamente quienes así discurren muestran el dramático isomorfismo entre su actitud y la de aquel pobre loco que esperaba ver cómo toda Alemania se "hundía" con él. _¿Quién paga la factura? _Como suele ocurrir, el más débil: los niños aún no nacidos, los ancianos, los enfermos incurables, las mujeres maltratadas, los hijos de familias rotas, los que no podrán formar adecuadamente su identidad sexual por la ausencia de referentes contrastables, etc. Me he ocupado con cierto detalle de la relación verdad-libertad en Los límites de la libertad. Su compromiso con la realidad, (1999), Madrid, Rialp.

18 El paradigma del preguntar meramente retórico -para quedar bien o "salir del paso"- es aquella famosa interrogación de Pilatos: ¿Qué es la verdad? (Jn., 18, 38).

19 Así reza el título de uno de los libros más conocidos y divulgados de Popper (Madrid, Tecnos, 1994, 3ª ed.). En él se describe el quehacer científico como una indagación que nunca puede alcanzar la verdad. Según él, una hipótesis científica se distingue de una tesis o proposición en que, mientras ésta habría de ser verificable y verificada en todos los casos posibles -lo cual no acontece, de hecho, en ninguna ciencia- aquélla, para mantenerse como hipótesis, sólo exige ser falsable y no falsada. En otras palabras, para que haya realmente hipótesis científica ha de ser posible encontrar un caso en que ésta no se cumpla (criterio de falsabilidad), pero sin que de hecho sea falsada. Una hipótesis es científica porque es falsable (cabe encontrarle una excepción) pero es válida porque todavía no ha sido refutada. En definitiva, la verdad científica, para Popper, es esencial vulnerabilidad y provisionalidad, una mera referencia asintótica, una tendencia infinita que nunca se satisface. Para Popper, la verdad es un proceso, no algo poseído. Y el avance científico consiste en no desmentir lo anterior, mejorar nuestras hipótesis. La dificultad de este planteamiento no estriba en que esto que dice Popper no ocurra en las ciencias naturales; el problema fundamental es el concepto de verdad como referencia externa nunca poseible, que queda extrapolado a todos los campos del saber. En el terreno de las ciencias sociales esta idea de verdad se traduce en el concepto popperiano de sociedad abierta. A diferencia de la comunidad "tribal", cuya cohesión se debe a ciertos elementos comunes de carácter axiológico y teleológico, la sociedad "abierta" se valdría sólo de normas procedimentales de convivencia. La "tribu" necesita de una moral común, un ideal de felicidad y una noción de bienes y de fines compartidos, mientras que la sociedad abierta es radicalmente pluralista: abierta, en el sentido de que admite todas las propuestas felicitarias y códigos axiológicos posibles, poniéndolos en pie de igualdad y sin comprometerse, aparentemente, con ninguno; sólo impide que alguno de ellos se haga con el "monopolio". La cohesión social quedaría garantizada por unas normas de convivencia mínimas para no tropezar con el vecino y por ciertos mecanismos capaces de obligar al mal gobernante a abandonar pacíficamente el poder. Vid. sobre esto Artigas, M. (1998). Lógica y ética en K. Popper, Pamplona, Eunsa. La diferencia principal entre el planteamiento popperiano de la indagación científica y el ethos propio de la filosofía que nos ha transmitido el socratismo estriba en que en éste la búsqueda no está condenada al fracaso absoluto: el hecho de que no podamos conocer absolutamente algo no implica que no podamos conocer nada en absoluto. No podemos captar enteramente la realidad de nada, pero eso no significa que no podamos conocer, en realidad, nada. La capacidad humana de verdad, en definitiva, nunca se colma por completo, pero lo que eso quiere decir es que, aun siendo necesariamente incompleto el conocimiento que es asequible a un ser incompleto -finito, verdaderamente es conocimiento, es decir, conocimiento de la verdadera -si bien no de la entera- realidad de lo conocido.

20 Bien es cierto que hay filósofos "presocráticos", pero puede decirse que la filosofía en su sentido más pleno alcanza un estatuto propio -distinto del mero asombro frente a la naturaleza y de la primera indagación acerca de su origen (arkhé)- sólo en el período socrático, principalmente con Platón y Aristóteles. En su monumental trabajo en dos volúmenes, Diels, H. (1952) (6ª ed.). Die Fragmente der Vorsokratiker, Berlín, Weidmann, muestra el carácter fragmentario y propedéutico del saber presocrático. Aunque sus preguntas acerca de la naturaleza (physis) apuntan ya a cuestiones "metafísicas" -sobre todo en Parménides- no puede decirse que el tipo de discurso y los temas específicos que se plantean en filosofía estén consolidados antes del período socrático (s. IV a.C.).

21 Hay alguna excepción a esta regla general. Quizá por lo inusual del caso, llama la atención la forma en que responde alguna vez a Alcibíades en el Banquete, si bien una explicación plausible -como puede advertirse por el contexto- es que éste había bebido más de la cuenta.

22 Los amigos se complacen en el bien, dice Aristóteles (Política, 1280 b, 17 ss).

23 Pese a ser uno de los más preclaros representantes de la ética utilitarista, el propio John Stuart Mill reconoce que es preferible un Sócrates infeliz a un cerdo satisfecho.

24 "Como seres humanos civilizados, somos los herederos, no de una cuestión sobre nosotros mismos y el mundo, ni de un cúmulo de informaciones, sino de una conversación, que comenzó en los bosques primitivos y se extendió y se hizo más articulada con el transcurso de los siglos. Es una conversación que se desarrolla tanto en público como en el interior de cada uno de nosotros. Por supuesto que hay discusión, investigación e información, pero éstas sirven para algo en la medida en que son reconocibles en el curso de dicha conversación, y quizá no como los momentos más cautivadores e interesantes de ella. Es la capacidad de participar en esta conversación -y no tanto la de razonar rigurosamente, o hacer grandes descubrimientos sobre el mundo, o incluso la de cambiarlo a mejor- lo que distingue al ser humano del animal y al hombre civilizado del bárbaro" (Oakeshott, M. (1967). Rationalism in education and other essays, London, Methuen, p. 199).

25 Vid. Orwell, G. (2001). La rebelión en la granja, Madrid, Espasa Calpe.

26 Apud Llano, A. Op. cit., p. 202.


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