Introducción: una perspectiva antropológica e intercultural de la oralidad
Toda persona accede a la comprensión del lenguaje articulado a partir de la escucha. Esto supone un principio fundamental del desarrollo humano que le endilga al lenguaje mismo una función cultural (Sapir, 1921). Es cierto que antes y después de ello accede a otras formas simbólicas, pero la oralidad es la base del acceso al mundo cultural y de conocimiento (Gutiérrez, 2014). Asimismo, debido a que en los primeros años de vida no se tiene contacto con la escuela, las palabras y las estructuras iniciales se aprenden por imitación de los cuidadores primarios (Moerk, 1983). Así, el bagaje cultural que soporta los constructos posteriores es el adquirido mediante el contacto afectivo y directo con las personas más cercanas durante los dos primeros años de vida. Luego de ese momento aparecen en el contexto social del niño, más amplio por supuesto, otros interlocutores que amplían el horizonte simbólico y, debido a que ya puede caminar por sí mismo, este puede explorar otros escenarios vedados antes (Nussbaum, 2010).
La producción lingüística del niño, apenas comenzando a hablar, no es más que la reproducción de lo que ha escuchado, sin filtros correctivos o temores a posibles equivocaciones, pues ciertamente en el infante no cabe lugar a la sospecha, mucho menos sobre la alfombra comunicativa con la cual ha construido sus afectos iniciales, ha resuelto sus problemas más vitales y, sobre todo, ha comenzado un largo camino de exploración del mundo.
Desde una perspectiva psicológica, el niño devora el mundo en sus primeras etapas del desarrollo (¿quizás desde el vientre?) mediante la palabra hablada por otros y escuchada por él; comienza a relacionar palabras con cosas, hasta el punto de darse cuenta, de manera no dirigida, de que a cada cosa le corresponde una palabra y de que es esta la manera de hacer presente aquella. Así construye un mundo interior que va más allá de las palabras y de las cosas, de los sonidos y de las voces, hasta llegar a la constitución del mundo que habitará el resto de su vida. En este sentido, no solo construye el mundo, sino que configura una relación emocional y perceptiva en torno a él (Echeverría, 1996; Maturana, 1998; Ferreday, Hodgson y Jones, 2006; Kanero y Masuda, 2016).
La reproducción oral de ese mundo no es solo la expresión de lo aprendido; se trata, más bien, de la experimentación que todo ser humano hace con los objetos que tiene a la mano. Si tiene un juguete tenderá a descubrir el misterioso mecanismo que lo hace funcionar, si tiene un libro intentará descubrir cuáles usos puede tener, además del de ser leído, pues ese está fuera de su alcance, en fin… como tiene palabras, entonces intentará combinarlas, producir nuevas voces y nuevos referentes, se abrirá camino por la vida con esos artefactos simbólicos con los cuales lo ha apercibido su núcleo familiar o más allegado.
En otras palabras, si la etapa prelingüística es la de acceso al código, con la actitud de devorar el mundo, la etapa inicial del lenguaje es la de descubrir mediante la experimentación no dirigida cómo funciona el mundo: el mundo de las palabras (Pinker, 2007). En esta misma dinámica lúdica, el niño se representa y vive la realidad, sobre todo porque, al jugar a existir con el lenguaje, el juego “traspasa los límites de la ocupación puramente biológica o física. Es una función llena de sentido” (Huizinga, 1972, p. 12). Es así que el ejercicio de la oralidad es una auténtica experiencia lúdica de descubrimiento (Fengfeng, Kui y Ying, 2016), de asombro y de interpretación del papel particular que representa un sujeto en una realidad determinada, pero siempre en relación con otros, es decir, una experiencia de coconstrucción del mundo social de carácter intersubjetivo (Zemelman, 1992; García, 2014).
Ahora bien, en relación con las capacidades humanas, particularmente aquellas descritas por Nussbaum (2012a), todas dependen del lenguaje, de las palabras. Entre estas capacidades, Nussbaum refiere la vida, la salud y la integridad corporal, los sentidos, la imaginación, la razón práctica, las emociones, la afiliación, el humor, la capacidad para vivir con otras especies, la capacidad para jugar y la individualidad. En este sentido, la manera como se aprovechen, desarrollen, amplíen o potencien depende de ese momento constituyente e inédito de todo ser humano durante el cual accede a las prácticas del hablar y del escuchar; por tanto, desde el punto de vista educativo y pedagógico (Kazepides, 2012; Rojas, 2017), estas prácticas se instituyen no solo como elementos constituyentes de la racionalidad humana, sino también como instancias de formación de lo esencialmente humano:
En términos generales, la sociedad no puede seguir los pasos de la diferencia diferente; la educación debe pensar en el excedente de sentido que privilegie una educación atenta a lo dialógico, a lo intersubjetivo, a lo ideológico; debe pensar que el lenguaje es factor constituyente del sujeto y que este no está concluido ni puede ser una aspiración concluirlo, sino dotarlo de criterios para que asuma sus papeles en la sociedad. (Cárdenas y Ardila, 2009, p. 43)
La oralidad como acción social y retórica
Para Vich y Zavala la oralidad es una performance. Con este concepto, los autores bosquejan que la oralidad responde a un tipo de interacción social en la cual la participación es su nota característica: “todos los discursos orales tienen significado no solo por las imágenes que contienen, sino, además, por el modo en que se producen, por la circunstancia en la que se inscribe y por el público al que se dirigen” (2004, p. 11). Esta performance se concibe como un espacio que revela la manera como los sujetos construyen sus nociones/visiones de mundo (Goodman, 1990; Ferreday et al., 2006) y visibilizan los procesos de constitución de las identidades en sus múltiples negociaciones frente al poder (Vich y Zabala, 2004, p. 13).
De esta conceptualización se desprende entonces que todo estudio sobre la oralidad deba poner en primer plano sus condiciones de producción, las características de quienes intervienen en el acto de comunicación, la identidad del enunciador, los discursos hegemónicos que emergen en dicho acto, los imaginarios sociales que se dibujan en la interacción, entre otros elementos discursivos (Rockwell, 2018). Ha sido una tradición que la oralidad se estudie al margen del contexto en el que los discursos orales fueron producidos, lo cual ha provocado grandes fisuras en el estudio de esta manifestación humana. En este sentido, para Vich y Zabala “no se trata de estudiar los textos orales como si estos fueran unidades aisladas y autónomas, sino más bien de involucrarse con el análisis de la ejecución del acto oral dentro de una práctica comunicativa situada en un contexto material y simbólico específico” (2004, p. 13).
La oralidad entendida como performance implica un vínculo con la retórica, toda vez que en torno a un acto de discurso oral se tejen elementos como una intención, una estrategia de persuasión, un uso intencionado del lenguaje, unos imaginarios que se filtran en las palabras que elija el orador (Searle,1980). De aquí entonces que los autores no hablen de contexto, sino de contextualización: “la contextualización -ya no el simple contexto- involucra, entonces, un proceso activo donde los participantes contribuyen a la emergencia de los discursos que supuestamente les pertenecen” (Vich y Zabala, 2004, p. 14). Ese énfasis en la supuesta posesión del discurso pone en primer plano el hecho de que las negociaciones que ocurren en el acto de comunicación responden a una episteme discursiva, esto es, a “sistemas de prácticas y creencias que regulan distintos ámbitos de la vida cotidiana dentro de mecanismos de poder que los posicionan como neutrales y universales” (p. 15).
El vínculo entre oralidad y retórica se dibuja aquí con todo su acento. La relación que establece el orador con su audiencia determina la retórica de su enunciación. En una interacción comunicativa, el significado del mensaje va siendo modificado en virtud de lo que la audiencia va interpretando. La oralidad les da protagonismo a los mecanismos de interpretación que moviliza el auditorio en su ejercicio de apropiarse del sentido de lo que el hablante plantea. La clara participación de la audiencia sugiere asuntos como el de la noción de autoría, en el caso de los discursos orales. En este sentido, Duranti (1986) plantea que la audiencia tiene una condición de autoría, en la medida en que, además de intentar entender lo que el hablante ha expresado, hace parte activa de un proceso compartido de interpretación que codiseña sentidos en la dinámica de un contexto situado; es decir, el ejercicio de la participación a través del habla es una acción social de carácter cooperativo (Serrano, 1977; Sisto, 2015).
En este punto, es necesario ampliar lo relacionado con la retórica, pues ella constituye un conjunto de reglas para hablar y escribir de manera selecta, apropiada y eficaz. Para López Grigera, la retórica “ha sido, durante más de dos milenios, el código fundamental desde el que se generaba todo texto, […] código fundamental en la creación literaria” (1994, p. 67). La Inventio, la Dispositio y la Elocutio son los referentes para cualquier manifestación discursiva y, de manera particular, para cualquier teoría literaria.
Es claro que el desarrollo de esta disciplina comenzó en Grecia en el siglo V cuando se popularizó la discusión en el ágora. Dichas discusiones eran filosóficas o correspondían a los desarrollos de la democracia. En la tradición latina correspondía a la oratoria, la cual consistía únicamente en discursos orales. En el Renacimiento, la retórica tendrá un lugar de privilegio entre los cinco studia humanitatis, con la Poética, Gramática, Historia y Filosofía moral, “pero lo que hace es poner a los otros cuatro a su servicio” (Sánchez, 2002, p. 67).
En el ágora ateniense la oralidad se une a la filosofía y aparece la retórica. Se trata de una retórica específicamente en lengua griega, pues era considerada por los griegos la única lengua que valía realmente la pena y a través de la cual podrían decirse cosas valiosas: lo que se dijera en griego, en sí mismo, estaba impregnado de valor. Para los griegos era claro que en la retórica confluían tres elementos fundamentales de la creación: la dynamis (δύναμις), la tekné (τέχνη) y la poiesis (derivada de ποιέω, hacer o crear). Mediante la conjunción de las tres se enseñaba y se mostraba el proceso del pensamiento, el razonamiento y la expresión coherente y consistente de ideas persuasivas. Se une también en ella la fuerza locutiva, ilocutiva y perlocutiva, según los modernos lingüistas (Austin, 1962; Searle, 1980), pues no solo se hablaba en un “buen” griego, sino que aquello que se decía tenía una intención y, además, surtía un efecto en quienes lo escuchaban. Era el poder completo de la palabra, el logos. Adicionalmente tenía un componente ético: era la expresión de la humanidad y, al mismo tiempo, tenía como finalidad el aumento de la crítica en el auditorio, lo cual constituía un crecimiento en racionalidad y, por tanto, un acrecentamiento de la humanidad.
Actualmente la retórica se refiere más a un conjunto de recursos a los cuales se recurre para engalanar el discurso, persuadir un público, conmoverlo, darles potencia a los enunciados, lo que, por tanto, se encamina a alcanzar la elocuencia, asunto que se ha definido como la capacidad que un sujeto desarrolla no solo para hablar, sino para escuchar y, por ende, para interactuar y construir conocimientos de manera cooperativa (Gutiérrez, 2017; Gutiérrez y Uribe, 2015).
Es así que siguen existiendo ágoras donde personas diversas constituyen un público con intereses comunes, donde se exponen ideas disímiles y donde cada quien adopta o no lo que desea. Hoy sigue la retórica ofreciendo una dosis de libertad a comunidades y sujetos, no solo porque permite expresar en mayor o menor medida ideas o sentimientos, sino porque ofrece posibilidades de adherirse o no a ideas nuevas, y de disentir o consentir:
Ahí donde existe libertad y facilidad de comunicación oral del hombre con grupos humanos, es decir, con sus semejantes, con quienes convive en sociedad dentro de una ciudad de dimensiones limitadas, el orador toma la palabra para intentar influir en la mentalidad, las acciones y las emociones de su audiencia, y con tal propósito procura producir un determinado y bien medido efecto en sus oyentes empleando una serie de recursos que tienden a hacer el discurso oral sumamente persuasivo (López, 1995, p. 907)
La presencia de la retórica también se hace manifiesta en la actualización de una de sus partes más importantes: la narratio. La brevedad, la claridad y la verosimilitud son las notas características de este componente retórico. Al respecto, uno de los tratados más importantes sobre la materia, Rhetorica ad Herennium, explica las características de la narratio:
La narración será verosímil si la presentamos como exige la costumbre, la opinión y la naturaleza; si se respetan las circunstancias temporales, las dignidades de las personas, las razones de las decisiones, la adecuación de los lugares, […] con frecuencia la verdad, si no se observan estas cosas, no logra el asentimiento del público; pero si son cosas ficticias con mayor razón han de guardarse. (Citado enSánchez Lora, 2002, p. 79)
Cualquier teoría moderna sobre la comunicación no puede escaparse de esa tríada; tampoco la oralidad como acción puede plantearse por fuera de dichas apreciaciones. Veamos la presencia de esta concepción que se ha desarrollado hasta este punto en el contexto de la escuela.
La oralidad en la escuela: una pedagogía de la escucha
Aunque, aparentemente, la oralidad ha sido objeto fundamental de análisis y reflexión académica, es evidente el énfasis escritural propuesto tanto por las políticas educativas como en las prácticas concretas de clase. Esta concepción de la escritura como realización de la oralidad se despliega en el marco de una Cultura Escrita (Olson, 1998) y en un contexto altamente tipográfico (McLuhan, 2004), en los cuales se privilegia el trabajo con la producción escrita en “detrimento” de las producciones orales. Este detrimento, de alguna manera inevitable en una cultura que piensa y existe en el ámbito de las prácticas escritas, se constituye en uno de los puntos problemáticos del trabajo con la oralidad por parte de los maestros. No significa esto, por supuesto, una crítica al trabajo con la escritura en la escuela, sino una crítica al trabajo con la escritura en la escuela que determina una anulación del trabajo con la oralidad, puesto que se presenta como una labor subsidiaria de lo escrito, de carácter superficial, que se aprende solamente de modo espontáneo e involuntario, aunque, paradójicamente, la oralidad se constituye cada vez más en una de las claves comunicativas de las sociedades modernas (Lakoff, 1982; Cárdenas, 2016).
Asimismo, desde el punto de vista de los saberes y las disciplinas, esta percepción/acción escolar se afianza históricamente, sobre todo en el siglo XX, con estudios lingüísticos que, precisamente, comprenden la oralidad como una abstracción cuya concreción se da exclusivamente en una práctica de escritura. De esta manera, en términos de la escuela, las prácticas orales se refieren como fenómenos dependientes (no interdependientes) de las prácticas escriturales, lo que produce cierta anulación de estas prácticas como objetos de estudio, ya sea para entenderlas en relación con unos contextos, unos sujetos y unas capacidades, como para pensarlas en términos didácticos y evaluativos1. Esta dependencia revela una condición secundaria de la oralidad en relación con las prácticas de lectura y escritura y, por tanto, una imposibilidad de convertirla en objeto de reflexión académica, evaluativa y didáctica.
La tensión entre oralidad y escritura que campea en diversos ámbitos académicos denota otros elementos de gran relevancia. Al respecto, afirman Scollon y Scollon que:
... considerar a la oralidad como una performance que emerge en la interacción social también implica dejar de lado el carácter fonocéntrico y logocéntrico que le ha sido atribuido históricamente. El carácter fonocéntrico ha inducido a los estudiosos de la oralidad a enfocar su atención exclusivamente en los sonidos del lenguaje y a excluir muchos otros aspectos significativos de la situación discursiva y de la transmisión cultural que esta conlleva. Y es que la comunicación oral no es monosensorial, sino que integra a sentidos como la visión, el tacto o la sensación kinética. Asimismo, el carácter logocéntrico ha llevado a que “lo oral” excluya una serie de elementos no lingüísticos que son también aspectos fundamentales de la performance. Nos referimos al canto, el baile, el cuerpo, etc. (citados en Vich y Zavala, p. 17)
La naturaleza de la oralidad como ejercicio constituyente de la condición humana tiene, en primera instancia, un carácter emotivo, espontáneo e informal, en la medida en que ella se convierte en el fundamento de la interacción cotidiana; no obstante, desde el punto de vista de la formación, la oralidad no solo aparece como herramienta para la interacción y la comunicación cotidiana, sino como un modo particular de existir y pensar la realidad en otros espacios, como los académicos, los profesionales y los laborales. Esto es, la escuela no concreta de manera contundente un campo investigativo para estudiar lo que llama Ong (1987) la oralidad secundaria: aquella que se construye en la dinámica de diversos canales y contextos, y, por tanto, sostiene una relación insoslayable con la escritura, y que, bien diferenciada de esta, “comparte la posibilidad de brindar al hombre la opción de elegir, a la hora de comunicarse lingüísticamente” (Casales, 2006, p. 2). En esta lógica, entre la oralidad y la escritura se da una relación de continuidad, puesto que se desarrollan de manera dialógica, complementaria y solidaria. “La expresión oral es capaz de existir, y casi siempre ha existido, sin ninguna escritura en absoluto; empero, nunca ha habido escritura sin oralidad” (Ong, 1987, p. 18).
De la misma manera, la oralidad primaria, aquella “de personas que desconocen por completo la escritura” (Ong, 1987, p. 15), no ha logrado constituirse como un objeto de estudio de las tradiciones, los estilos, las visiones de mundo, las comprensiones y la trascendencia de la formación en lectura y escritura, pues, en su comprensión como fenómeno de la espontaneidad, la oralidad se ha confinado a un espacio acrítico que no necesariamente ha permitido asumirla como instrumento fundamental de la interacción cotidiana, de construcción de la identidad, de formación del carácter y el estilo y de construcción de la paz (Burbules, 1999; Gutiérrez, 2017; Alarcón, Mora y Pérez, 2016).
Es en esta reciprocidad diferenciada y situada entre oralidad y escritura donde se desarrolla la competencia discursiva oral, cuya función esencial es el diseño, la construcción y la manifestación de las relaciones sociales y el desarrollo de la capacidad para hablar y escuchar en relación con ciertos contextos y en el marco de diversas intencionalidades de manera coherente, comprensiva, autónoma y consciente2. Esto significa atribuirle a la oralidad una condición educable y enseñable y, al mismo tiempo, proponer, en el acontecimiento mismo de la formación escolar, el aprendizaje de las capacidades para hablar y, por supuesto, para escuchar. Así pues, la escuela debe enseñar a comprender la trascendencia ética, política y estética del hablar y el escuchar y, además, definir pedagógicamente los límites, las condiciones y las implicaciones del qué decir, cómo decir (verbal y no verbal) y cómo escuchar de manera respetuosa, crítica y reflexiva (Gutiérrez y Uribe, 2015).
Este punto es imprescindible, dada la existencia de contextos como el educativo, donde el concepto de oralidad ha sido relacionado mayormente con el hablar, la entonación, la vehemencia y la prolijidad oral. En estos espacios se ha hecho una apología de la habilidad para hablar, pues hace parte del adalid simbólico y constitutivo del carácter social, da identidad a quienes pertenecen a una determinada comunidad, establece una manera de enfrentar la realidad y representa, con sus palabras, su tono y su entonación, una fuerza que le endilga cierta condición de poder o subordinación. No se construye el mismo imaginario al escuchar al chileno o al mejicano, al paisa o al porteño, al europeo o al asiático. Empero, en esta caracterización de la capacidad para hablar y la idea de humanidad que ella encarna, se ha obviado su condición insoslayable: el escuchar. Puede inferirse que, de la misma manera que existen distintos ritmos, tonalidad y volumen al hablar, existirán las mismas condiciones ligadas al escuchar. Cada comunidad no solo es tal por cómo habla, sino por cómo escucha.
Esto significa que a la escucha se le ha conferido una condición receptiva, mas no comprensiva, pues se entiende sobre todo como un evento de asimilación pasiva de carácter pasajero y monologal; no obstante, tal y como el hablar, se desarrollan procesos comprensivos de carácter cognitivo, emotivo y cultural en los que se construye la significación, esto es, se da todo un sistema de reciprocidades, de juegos interpretativos, de inferencias y de hipótesis que no solo se revelan en la voz del otro, sino en sus movimientos, sus gestos y, por supuesto, sus silencios3.
Por tanto, hablar y escuchar son procesos de producción, comprensión e interacción de conocimientos de carácter científico, experiencial y social que no solo son los pilares de la construcción de la ciudadanía y la identidad, sino que conforman las bases para el aprendizaje permanente (Not, 2006), en la medida en que desarrollan diversos procesos cognitivos, sensoriales, afectivos y conductuales, y permiten trueques de significados y una continua construcción y transformación del conocimiento en un plano dialógico y discursivo, lo que por cierto les otorga un carácter metarreflexivo4 y pragmático (Gutiérrez, 2014).
La afirmación de Gutiérrez encuentra un intertexto en Vich y Zabala, para quienes la oralidad no es solo un texto, sino, como ya se dijo, una performance:
La oralidad es una práctica, una experiencia que se realiza y un evento del que se participa. Situada siempre en contextos sociales específicos, la oralidad produce un circuito comunicativo donde múltiples determinantes se disponen para constituirla. Es necesario afirmar que todos los discursos orales tienen significado no solo por las imágenes que contiene, sino, además, por el modo en que se producen, por la circunstancia en la que se inscribe y por el público al que se dirigen. (2004, p. 11)
En el marco de la sociedad actual, paradójicamente cercada/cercana y emancipada/aislada por la variedad de dispositivos de expresión y comunicación, y, de manera análoga, consciente de la trascendencia del discurso en los ámbitos académicos, profesionales, laborales y, sobre todo, cotidianos, la competencia discursiva oral se constituye como un eje alrededor del cual se construye colectivamente el sentido y se intercambian discursos -visiones de mundo- entre sujetos de diversos contextos y características. Esto es, la oralidad es una práctica social del lenguaje por medio de la cual estudiantes y docentes construyen y reconstruyen relaciones y formas de conocer el mundo. Esta perspectiva, en términos generales, asume un enfoque sociocultural del lenguaje en las acciones, las relaciones, las conductas y los discursos en el aula de clase que, se enfatiza, se trasladan a los ámbitos de la vida personal, familiar y social (Kalman, 2003; Abadie, 2013).
Más aún, en el contexto histórico actual del país, en el cual se habla pródigamente acerca de acuerdos, de democracia y de paz, la oralidad emerge como una capacidad para encontrarse, establecer relaciones con otros, entrar en confrontación discursiva pacífica y, sobre todo, situarse ante el mundo como sujeto pensante, crítico y consciente de los discursos dominantes, de las hegemonías conceptuales y de los ejercicios de poder que coartan la voluntad y la libre elección: hablar y escuchar con el fin de participar propositiva y críticamente en la transformación y construcción de la realidad:
La oralidad es esencial para fortalecer las identidades colectivas y la transmisión generacional (de conocimientos, prácticas tradicionales, mitos, concepciones, formas de vida, costumbres...); además, es central en el arte verbal. Asimismo, opera como instrumento de mediación y de resistencia, por cuanto promueve el desarrollo, favorece la coexistencia pacífica y activa la memoria cultural y moral en situaciones de violencia o agresión. (Gutiérrez, 2014, p. 5)
En este sentido, el desarrollo de las habilidades para hablar y escuchar y la consecuente capacidad para vivenciar el debate tienen un carácter biosociopolítico, puesto que permiten la participación activa de los sujetos en el diseño y la construcción de la sociedad y, además, hacen posible que las personas se rebelen ante ellas mismas contra diversos dispositivos configurados para acallar, coartar y restringir la elección, el pensamiento y la voz, como manifestación de la autonomía, la voluntad y la fuerza discursiva.
La escuela y, más específicamente, los profesores en el aula de clase tienen la responsabilidad profesional, política, ética y estética de consolidar las prácticas discursivas orales como fenómenos de carácter transformacional de la condición humana (Fedesco, 2015; Torres, 2016). Esta responsabilidad, en el marco de las nuevas oralidades producidas por las tecnologías de la información y la comunicación, determinan cambios profundos, no solo en los canales, sino en las interacciones y en las formas de acción/interacción. Estas formas de acción/interacción se enfrentan a nuevos paradigmas para habitar el mundo y a nuevas formas de gestionar el poder que, se enfatiza, dialogan con aquellas formas constituyentes de la tradición histórica y patrimonial de nuestro entorno. Así, el aula de clase debe convertirse en el espacio para el desarrollo de la competencia discursiva oral y, por tanto, el espacio de los intercambios orales y las transacciones históricas, generacionales, culturales y tecnológicas que influyen en las prácticas orales: aquellas de los docentes, de los estudiantes y de la escuela, de los medios masivos y de Internet.
De esta manera, la didáctica y la evaluación de la oralidad son los temas esenciales de discusión por parte de los maestros de todas las áreas escolares del saber y no solo de aquellos cuya relación con la lengua es clara. Este pensamiento educativo y pedagógico de la oralidad debe fundarse con carácter de continuidad en todo el sistema educativo, esto es, desde la etapa inicial hasta la formación avanzada, pasando por la educación básica, media y superior. Igualmente se deben reconocer las distintas manifestaciones/variedades de la/s oralidad/es (Casales, 2006) -formalizadas, curricularizadas, tradicionales, prohibidas, cotidianas-, en un proceso de interrelaciones con la escritura, tal como se dijo, ya que, en la dinámica escolar, en ocasiones, se trabaja la oralidad como un antecedente, como un ejercicio práctico, como una preparación para las prácticas de producción escrita, lo que ratifica una hegemonía escritural en el abordaje de la oralidad en el aula de clase.
De la misma manera, porque se circunscribe la oralidad a determinados campos que, aunque fundamentales, restringen y restan profundidad al trabajo complejo con la oralidad en la escuela, verbigracia la comprensión de la inclusión formal de la oralidad en el aula meramente con la lectura en voz alta o con la puesta en común de tareas escolares leídas en el cuaderno de notas (Tusón, 1994). Esto implica, entre otras cosas, que termine juzgándose la oralidad con el referente de la lectura y no se la valore como oralidad en sí. Esto impide lo que Valdivia y Fernández (2015) declaran como posibilidad didáctica: llevar a la construcción de relaciones entre la escritura (la alfabetización) y lo oralidad (la producción de sentido en la interacción).
Los Derechos Básicos de Aprendizaje (MEN, 2016), en su segunda versión, son la manifestación más reciente de las concepciones que el Ministerio de Educación de Colombia tiene de la oralidad en la escuela o, como se dijo previamente, de la inclusión de la oralidad en los procesos sistemáticos y regularizados de la lengua en la institución escolar. El considerar la escuela como una autoridad suficientemente poderosa como para determinar la inclusión de la oralidad equivale, entre otras cosas, a pensar que la escuela, como institución regulada por el Estado, está por encima de la oralidad misma, como condición natural y propia de la naturaleza humana, es decir, que la naturaleza humana está supeditada a la escuela. Pero, por otro lado, que haya un reconocimiento explícito, aunque no suficiente, de la oralidad en los procesos de formación en lengua denota la transición que se ha dado entre la abolición de la oralidad de los cánones formativos -que queda relegada a la manifestación de la indisciplina y a los actos de rebeldía- y el reconocimiento de unas competencias ciudadanas y comunicativas ligadas a las habilidades y las capacidades para la interacción oral, la producción de sentido, las transacciones simbólicas y la expresión de la propia personalidad.
Consideraciones finales y cuestiones abiertas
Con base en los desarrollos conceptuales, teóricos y prácticos en el campo de los estudios sobre el lenguaje, se hace ineludible configurar las condiciones intelectuales suficientes y necesarias para permitir a los docentes pensar la oralidad como escenario para el desarrollo cognitivo y como facultad o posibilidad que la lengua ofrece para el desarrollo humano -en todas sus dimensiones: emocional, sensorial, estética, académica, ética, cultural y política- de los estudiantes y los docentes, esto es, como un objeto de enseñanza y aprendizaje. El lenguaje, entonces, no consiste en una herramienta o un conjunto de signos que se toman de una caja para la construcción de significados, como edificaciones aisladas de lo humano, sino que se trata de un sistema de significación psicosocial y sociocultural que permite la creación de mundos posibles y la exploración de la imaginación, la creatividad, la emoción y el conocimiento.
Desde una perspectiva antropológica, es la oralidad la habilidad lingüística que primero se presenta en el ser humano a través de la escucha y, por consiguiente, uno de los pilares principales sobre los cuales se construye la identidad y la construcción de la humanidad. Los padres y los cuidadores primarios hablan a los niños desde antes de nacer y van generando un ritmo particular en su vida, diferente del de todos los demás sujetos que habitan a su alrededor. Además, una vez el niño adquiere lenguaje (oral), se desprende del pecho de su madre, se individualiza, adquiere mayor autonomía, se abre paso por sí mismo en el mundo y comienza a indagar maneras expeditas para conocer el mundo como construcción simbólica y cultural. Son las palabras habladas las que le causan malestar, pero también las que le permiten la supervivencia, el ingreso a la cultura y los procesos de sociabilidad y de pensamiento.
Así las cosas, y dada la trascendencia de las prácticas orales para el desarrollo ético de la humanidad, se exige una reconstrucción de las representaciones escolares de la oralidad, que son las mismas representaciones sociales, pues ella ha permanecido a la sombra de las prácticas escritas y, además, ha sido confinada como asunto secundario, fútil y subalterno de la formación: la escuela ha entendido a la escritura como metáfora del cenit académico, del prodigio intelectual, del proceso de formación escolar y profesional; por su parte, y en relación de oposición con esta, ha marcado la oralidad con el estigma de lo subsidiario, de la ausencia de raciocinio, de la mera sensibilidad, de la premura y pobreza de estructura, de la escasez de orden.
Estos mismos juicios se han extendido hacia y hasta las personas y las comunidades que tienen la oralidad como fundamento cultural y que generan transformaciones a través de estas prácticas, algunas veces únicas, en ausencia de la escritura y su gramática, quizás porque en el contexto vital sean necesarias aquellas y no estas. En el mejor de los casos, la oralidad se asume como una práctica inocente, cándida, inexperta, no profesional, poco rigurosa, asociada al ámbito doméstico, de menor valía que el de la escuela, facultada y patentada por los sistemas político, social y económico. Aunque, paradójicamente, la oralidad y las prácticas de interacción situadas que esta fundamenta son los pilares de la formación escolar de carácter institucional. Incluso las prácticas del hablar y el escuchar son las herramientas constitutivas de la formación en la escuela y los elementos más expeditos que constituyen la condición epistémica y metodológica de los profesores.
De este modo y en un trabajo interdependiente y dialógico con la escritura, se hace necesario pensar de manera situada la didáctica y la evaluación de las prácticas orales en la escuela, no solo como eslabones de los procesos de mejoramiento en el área de lenguaje, sino como claves urgentes para el desarrollo de capacidades humanas cuyo fin sea una mejor comprensión de la existencia, la naturaleza, la vida, la dignidad, el cuidado de sí, la tradición, la nacionalidad, la interculturalidad, en palabras más generales, las condiciones del ser y del existir humanos (Tusón, 1994; Reyzábal, 1999; Gutiérrez y Uribe, 2015). Así pues, la didáctica y la evaluación de las prácticas orales deben ser objetos de estudio y reflexión permanentes en la formación de los maestros en general y eje de la formación de los estudiantes del nivel básico, medio y superior.
La dialogicidad, condición propia de la humanidad, exige de suyo una postura ética. Esto solo puede manifestarse con claridad meridiana a través del ejercicio pleno, complejo y completo de la oralidad, pues es en este escenario o ambiente simbólico donde se pueden llevar a cabo la autocrítica, el reconocimiento del valor del otro, comenzando por su propio nombre, y la asunción y aceptación consensuada y razonable de códigos y criterios comunes para que la interacción sea posible.
En este sentido, puede declararse, sin lugar a dudas, que se hace necesario un plan curricular profesional y posgradual (de maestría y doctorado) que sirva de plataforma para la formación de docentes, no solo en la lectura y la escritura, como ciertamente ya existen algunos, sino, principalmente, en la oralidad, pero no al margen de las demás habilidades de la lengua, sino integrándolas todas, arrebatándole a la creencia popular la idea de que solo a las comunidades ancestrales les corresponde el cuidado de la oralidad y la escucha y que solo a las comunidades “occidentalizadas” les corresponden la escritura y la lectura, porque aquellas están sumidas en la ignorancia y el mito (mal entendido), la conversación vana y las palabras que se lleva el viento, mientras estas se mueven en el ámbito de lo estructurado, respetable, confiable y académicamente respaldado.
No puede negarse que tradicionalmente cada una de ellas ha sabido desarrollar y aprender con mayor finura las habilidades a las cuales se ha dedicado con más asiduidad, pero no por ello pueden adueñarse de estructuras que son universales: la lengua oral y la escrita pertenecen a la humanidad toda, por lo que privar a una porción de ella de alguna de las dos es un atropello y un atentado contra la dignidad humana, su naturaleza y la ética; por el contrario, su promoción es la promoción de la humanidad, y de su conocimiento, su dignidad y su cuidado. La escuela, entonces, como escenario reconocido y validado socialmente como aquel donde las nuevas generaciones consolidan la identidad y construyen mundos posibles con las alas que les da la literatura oral a través de la narrativa, la poesía y la dramática, esa escuela es responsable del cuidado de la humanidad de cada uno de los seres humanos que se inscriben en ella, lo cual comienza por el aprendizaje formal de la lengua de cuna, pero sobre la base de la lengua oral a partir de la cual se ha configurado la identidad y el desarrollo humano (Pérez, 2014; Max-Neef, 1993).