En escenarios empresariales y educativos, las habilidades y competencias socioemocionales se configuran como valiosa mercancía, cuyos resultados se transforman en productividad, salud, y éxito (Mayo, 1977; Illou, 2007). Este “capital emocional” (Illou, 2007) adquiere relevancia por su necesidad en ambientes digitales que develan y exteriorizan deficiencias emocionales en las relaciones interpersonales, allí ampliadas y reconfiguradas, que limitan con patologías de ansiedad, depresión, violencia (García, 2012). El denominado “analfabetismo emocional” (Dueñas, 2002), con efectos visibles en los ámbitos personal, educativo, político, cultural y social (Bisquerra y Pérez, 2012), valora aún más la necesidad de una educación emocional.
Inteligencia emocional, competencias socioemocionales y formación emocional reflejan experiencias, prácticas y procesos importados al ámbito educativo que se vinculan con aspectos de rendimiento, bienestar y mejoramiento en los procesos de enseñanza-aprendizaje. La innegable y ya inevitable relación entre emociones y educación se percibe en resultados investigativos con algunos interrogantes todavía en vías de resolución: el papel de las emociones en aprender a enseñar, la relación de las experiencias emocionales de los maestros con sus prácticas de enseñanza, la interacción del contexto sociocultural de la enseñanza con las emociones de los maestros, la relación entre emociones y motivación, la ponderación de la experiencias emocionales integrales en el desarrollo docente (Sutton y Wheatley, 2003; Pekrun, Goetz, Titz y Perry, 2002; Pekrun, 2005). Los estudios neurocientíficos impulsados por el proyecto Década del Cerebro evidencian la relación entre emociones y procesos educativos iniciada en la antigua Grecia y desarrollan el intercambio multifacético del aprendizaje: elementos cognitivos, emocionales y fisiológicos, así como las relaciones entre procesos educativos y aspectos vinculados con el entorno sociocultural (OCDE, 2007; De Jong, 2008; Barrios-Tao, 2016).
A finales del siglo pasado Hargreaves (1998) reclamaba a quienes eran responsables de gestionar reformas educativas su ignorancia y subestimación de la “dimensión emocional” como uno de los aspectos fundamentales, no solo de procesos de enseñanza-aprendizaje, sino también de la comprensión de la vida misma de los profesores. Por otra parte, la problemática de la educación centrada en aspectos cognitivos y de competencias relacionadas con el hacer, en un escenario de mercado, conduce al descuido de habilidades del ser y convivir y de las emociones como un objetivo fundamental de la educación (Bisquerra, 2003).
La ampliación de la psicología al ámbito de la salud mental desempeñó un papel protagónico en establecer soluciones terapéuticas a los desórdenes emocionales que impiden el éxito y la autorrealización, en la búsqueda de una indefinida salud, quebrantada por conductas neuróticas, desadaptadas o disfuncionales (González, 2010). El paso de esta esfera privada a los escenarios públicos permite el arribo de los instrumentos, parámetros y procedimientos de la psicología a la educación para diagnosticar, cuantificar y evaluar inteligencia emocional y competencias socioemocionales (Mayer y Salovey, 1997; Mayer, Salovey y Caruso, 2000; Bisquerra, 2003), con base en estándares sobre personas competentes emocionalmente, con mayor posibilidad de éxito, rendimiento y productividad en los ámbitos laborales y educativos. Sin embargo, la extrapolación de los escenarios de aula en los que se desarrolla el acto educativo y la falacia del desarrollo de habilidades concluidas, en detrimento de una concepción de la educación como permanente formación del ser humano, entre otros aspectos, plantean críticas a una educación emocional que arriesga reducirse a prácticas terapéuticas y a la promoción de factores de competitividad que no contribuyen con un desarrollo integral y permanente del ser humano en constante proceso formativo (Prieto, 2018; Nobile, 2017; Marina, 2005).
Frente a la abundancia investigativa de la psicología en diagnóstico, terapia, teorías y estrategias para la comprensión, práctica y regulación de las emociones, con exclusión de los escenarios educativos en unos casos e inclusión en otros, los estudios e investigaciones realizadas por educadores para la intervención práctica de la expresiones y experiencias emocionales en los escenarios educativos se encuentran todavía en proceso de crecimiento. Los desarrollos de las neurociencias, las investigaciones teóricas y las experiencias de los mismos educadores permiten recoger elementos para una revisión encaminada a determinar líneas teóricas que podrían fundamentar procesos de educación emocional, objetivo fundamental del artículo.
Metodología
El artículo es de revisión narrativa y se caracteriza por investigar un tópico de forma más o menos exhaustiva (Letelier, Manríquez y Rada, 2005). En este sentido la revisión es selectiva y permite desarrollar una descripción de los resultados de estudios incluidos, aspectos clave, además de comparar y contrastar las relaciones encontradas en los documentos encontrados (Popay et al., 2006). El tópico de revisión se ubica en el espectro amplio de la relación entre emociones y educación, y se determina de manera particular con la pregunta selectiva que orientó la búsqueda: ¿Qué líneas teóricas podrían fundamentar una educación emocional? La revisión se delimita por la pregunta orientadora y se enfoca en resultados investigativos teóricos, de revisión, diagnóstico e intervención de procesos educativos realizados por educadores en escenarios educativos, en bases de datos y sistemas internacionales (Ebsco, Proquest, Science Direct, Scopus). Las categorías de revisión para la búsqueda fueron: emociones, educación, profesores, estudiantes, neurociencias.
Resultados y discusión
De acuerdo con la identidad de la revisión, los resultados sobre algunas líneas teóricas que podrían fundamentar procesos de educación emocional se presentan de forma narrativa, con base en la previa organización y análisis de los documentos examinados, realizadas por los investigadores. La discusión se centra en su aplicación en escenarios educativos y sus desarrollos, horizontes y desafíos para actores y prácticas educativas.
Neurociencias, emociones y procesos educativos
La primera línea teórica para fundamentar una educación emocional se origina en la relación emociones-educación, ya presente en los antiguos griegos y ahora impulsada por investigaciones neurocientíficas que no solo evidenciaron este vínculo entre emociones y procesos educativos (Blakemore y Frith, 2000; Goswami, 2006; Hall, 2005; Ainley, 2006; De Jong, 2008; Fontinha et al., 2009; Goetz, Cronjaeger, Frenzel, Ludtke y Hall, 2010; Yiend, 2010; Jankowski y Takahashi, 2014; Martin y Ochsner, 2016), sino que fundamentaron el hecho de que en toda práctica educativa se entrelazan e involucran tanto la dimensión racional-cognitiva como la emocional-afectiva, con la influencia de aspectos individuales, biológicos, psicológicos, cognitivos, y socioculturales (Damasio, 1996; Le Doux, 1996; Vázquez y Manassero, 2007a/b; OCDE, 2007; Fried, 2011).
Los aportes de las neurociencias a la educación y el impacto en la mejor comprensión de sus procesos se enmarcan en diferentes aspectos: relación con el entorno sociocultural, plasticidad cerebral, neuronas espejo, neuromitos, ejercicio físico, entre otros (Goswami, 2004; Blakemore y Frith, 2005; Hall, 2005; Hillman, Erickson y Kramer, 2008; Citri y Malenka, 2008; García, 2008; De Jong, 2008; Coll, 2011; Gruart, 2014). Detractores y defensores de la relación entre neurociencias y educación (Barrios-Tao, 2016) ya comenzaron a ver resultados sobre la semántica y sintaxis cerebral ligadas con procesos educativos (Bisquerra, 2003; OCDE, 2007; De Jong, 2008; Marina, 2012) y asimismo se cuenta con investigaciones realizadas por educadores acerca del impacto de las emociones en escenarios y prácticas de enseñanza-aprendizaje, formación, relaciones entre actores educativos, entre otros1.
El reclamo de Hargreaves (1998) a los diseñadores de políticas pública sobre el descuido de la dimensión emocional todavía resuena en ámbitos nacionales e internacionales. Sin embargo, la discusión se traduce en un clamor mayor que se podría dirigir hacia los actores mismos de los procesos educativos y de los protagonistas de los currícula (macro-medio y micro) que todavía no consideran esta dimensión en los diseños, prácticas y procesos de mejora para la educación.
Complejidad en la comprensión de las experiencias emocionales
Una segunda línea teórica que surge de la revisión se orienta a la comprensión misma de las emociones y su incidencia en el ámbito educativo. Este segundo fundamento para la educación emocional se vincula con la concepción compleja y multidimensional de las emociones. Estudios clásicos e investigaciones recientes denotan diversidad de enfoques y concepciones a partir de los varios saberes que abordan las emociones2.
La misma denominación conceptual de emociones se transforma a experiencias o episodios. La expresión “episodios emocionales” considera la actuación y corregulación de diferentes sistemas dinámicos y componentes en las emociones (Sutton y Wheatley, 2003; Eynde y Turner, 2006), lo que no solo permite ampliar su abordaje investigativo sino también enfocar todos los aspectos de su modelo multicomponente. “Experiencias emocionales” determinadas como estructuras conceptuales almacenadas en la memoria con percepciones, acciones, aspectos cognitivos y afectivos, permiten mapear mejor la riqueza y diversidad de la emoción en representaciones mentales (Barrett, Mesquita, Ochsner y Gross, 2007). Al margen de su estatus ontológico, Beatty (2014) retoma autores y considera las emociones como experiencias unificadas debido a su estructura conceptual o narrativa que indican construcciones de situaciones personales (Goldie, 2000; Roberts, 1988; Shweder, 1994; Solomon, 1993). La denominación de “experiencia emocional” -referida por Schutz y De Cuir (2002) como un proceso cuyo desarrollo tiene un comienzo, un medio y un final- además de implicar una dimensión cognitiva que requiere autoreflexión e interpretación del contexto y los significados culturales, se determina como una interpretación y evaluación de su estado emocional por parte del individuo.
La comprensión de las experiencias emocionales incluye la diversidad de intentos de clasificación que profundizan su complejidad. La conceptualización eudamonística de Nussbaum considera en las emociones instancias malas y buenas e inclusive su beneficio, tanto para la vida como para el logro de la felicidad, lo cual implica la necesidad de su apropiado cultivo, que determinaría incluso “algo útil en la ira cuando contribuye a levantarnos contra la injusticia” (Modzelewski, 2014, p. 322). Esta concepción contrasta con diversos y complejos intentos de clasificación: emociones básicas o primarias y emociones complejas o secundarias, emociones agradables y desagradables, sentimientos adecuados e inadecuados, emociones pasivas o involuntarias y emociones activas o voluntarias, emociones positivas que implican sentimientos agradables y emociones negativas que implican sentimientos desagradables (Brígido, Conde y Bermejo, 2013).
En esta línea teórica de comprensión, más allá de reseñar investigaciones con los diversos conceptos, es sugerente presentar elementos que se presentan en la experiencia emocional y que abren un horizonte para procesos de investigación educativa y para prácticas de educación emocional. Vivas, Gallego y González (2007, pp. 20-21) retoman los conceptos de varios autores y proponen algunos elementos: a) una situación o estímulo que reúne ciertas características, o cierto potencial, para generar tal emoción; b) un sujeto capaz de percibir esa situación, procesarla correctamente y reaccionar ante ella; c) el significado que el sujeto concede a dicha situación, lo que permite etiquetar una emoción, en función del dominio del lenguaje, con términos como alegría, tristeza, enfado, entre otros; d) la experiencia emocional que el sujeto siente ante esa situación; e) la reacción corporal o fisiológica y respuestas involuntarias: cambios en el ritmo cardíaco o respiratorio, aumento de sudoración, cambios en la tensión muscular, sudoración, sequedad en la boca, presión sanguínea; f) la expresión motora-observable: expresiones faciales de alegría, ira, miedo, entre otras; tono y volumen de voz, movimientos del cuerpo, sonrisa, llanto y otros.
Los desarrollos teóricos denotan diversos enfoques para conceptualizar las emociones tanto en procesos de investigación como en prácticas de formación. El reto para fundamentar y desarrollar la educación emocional es no descuidar la complejidad de los referentes teóricos que denotan la dimensión integral del proceso emocional. Prácticas educativas y experiencias emocionales no se podrían sustraer a valorar emociones positivas o negativas, sino que han de fortalecer su desarrollo en los ambientes educativos, con todas sus dimensiones.
Multidimensionalidad de las experiencias emocionales
Un grupo de investigaciones revisadas marcan el resultado de una tercera línea teórica: la condición multidimensional de las experiencias emocionales o las emociones como procesos multicomponentes (Frijda, 1986; Lazarus, 1991; Planalp, 1999; Sutton y Wheatley, 2003; Zembylas, 2004; Eynde y Turner, 2006; Vivas et al., 2007; Gross, 2014; Beatty, 2014). En este marco complejo, y de acuerdo con las investigaciones revisadas, se podría diferenciar entre múltiples dimensiones o perspectivas para comprender la génesis, desarrollo y expresión de las emociones, por un lado, y la diversidad de escenarios y situaciones que también impactan el origen y desarrollo de las experiencias emocionales, por el otro.
En relación con el primer aspecto, diversas perspectivas de las emociones van desde determinaciones biológicas y genéticas hasta construcciones sociales, pasando por la dimensión individual y cognitiva como respuesta a situaciones particulares (Zembylas, 2004). Por su parte, Sutton y Wheatley (2003, p. 329) refieren el proceso emocional como red de cambios en una variedad de subsistemas (o componentes) del organismo, que incluyen: evaluación, experiencia subjetiva, cambio fisiológico, expresión emocional y tendencias de acción, y Eynde y Turner (2006) consideran los estados y experiencias emocionales compuestos de múltiples componentes que interactúan, y adoptan aquellos componentes identificados por Scherer (2004, p. 138): 1) cognitivo, que es responsable de la evaluación de objetos y eventos; 2) neurofisiológico, que regula la excitación; 3) de expresión motora, que representa la expresión y reacción emocional; 4) motivacional, que prepara y dirige la acción; 5) de sentimiento subjetivo, que monitorea el estado interno y el interacción con el contexto inmediato. En palabras de Gross (2014, p. 4), la “naturaleza multifacética” identifica las emociones como fenómenos de todo el cuerpo que implican cambios débilmente acoplados en los dominios de la experiencia subjetiva, el comportamiento y la fisiología central y periférica. Más allá de su “estatus ontológico” y como experiencias unificadas, Beatty (2014) considera la necesidad del cuidado de los aspectos conceptuales y metodológicos en el estudio de las emociones, por la dificultad para “capturar” aspectos como su particularidad, su dimensión temporal y cuidar la fidelidad de la experiencia.
El trabajo investigativo de Eynde y Turner (2006) enfocado en la complejidad de las emociones busca desentrañar las interrelaciones de sus procesos cognitivos, neurofisiológicos, motrices, motivacionales y de sentimientos, con base en la teoría de los sistemas, dinámica y componente del proceso emocional. La multidimensionalidad de las emociones se traduce como una “visión integral” que permite mejor comprensión de su naturaleza social y dinámica y de su dimensión de proceso cuyos componentes se regulan mutuamente en el tiempo y dentro de un contexto particular. Esta visión de sistemas dinámica y por componentes implica adecuar instrumentos investigativos para su abordaje en contextos de aprendizaje. De manera particular, el artículo aborda los aspectos relacionados con la interacción entre los procesos emocionales-conativos-cognitivos, con el fin de aclarar las complejas interrelaciones de las emociones, cogniciones, motivaciones y procesos volitivos de los estudiantes. El soporte teórico lo desarrollan Eynde y Turner (2006) con base en los cuatro principios dinámicos de las experiencias emocionales identificados por Mascolo, Harkins y Harakal (2000, p. 127): 1) los estados y experiencias emocionales se componen de procesos de componentes múltiples; 2) las experiencias emocionales surgen a través de la regulación mutua de los sistemas componentes a lo largo del tiempo y dentro de contextos particulares; 3) los sistemas de componentes son sensibles al contexto, lo que significa que no solo se ajustan unos a otros, sino también a cambios continuos en el contexto social; 4) las experiencias emocionales se autoorganizan en una serie de patrones o atractores más o menos estables que producen un gran número de variaciones menores.
En contextos de aprendizaje, los resultados investigativos de Eynde y Turner (2006) indican algunos aspectos que pueden coadyuvar a la comprensión de la experiencia emocional en el ámbito educativo, trazan sugerentes desarrollos y plantean desafíos. El paso de un enfoque aislado a uno multidimensional permite el análisis de las dimensiones emocionales de las actividades de los estudiantes en el aula, sin aislarlas de los procesos cognitivos y motivacionales, con la posibilidad de comprender mejor la complejidad de las actividades de aprendizaje en el aula, y sin descuidar aspectos como múltiples metas, aptitudes y características de la personalidad del estudiante. Por otra parte, el enfoque multidimensional de la experiencia emocional permite comprender con mayor profundidad tanto la experiencia misma como el proceso de aprendizaje del estudiante: se podría revelar el modo como este interpreta y valora su aprendizaje, sus creencias y las estructuras de conocimiento subyacentes a sus emociones y se podrían analizar sus valores personales, interpersonales y comunitarios.
Con relación al segundo aspecto sobre la complejidad de la experiencia emocional, es necesario considerar su dimensión social, junto con la diversidad de escenarios y situaciones que ubican las experiencias emocionales más allá de los ámbitos individual y privado y de sus raíces biológicas y cognitivas, que impactan su origen, desarrollo, comprensión y evaluación: aspectos sociales, culturales, institucionales, entornos socioculturales (Mascolo, Harkins y Harakal, 2000; Zembylas, 2004, 2007; Kelchtermans, 2005; Eynde y Turner, 2006; Sutton y Harper, 2009; Du Toit, 2014; Barrios-Tao, 2016). Señalaba Denzin (1984) el paso de la emoción de la esfera individual a la consideración del ámbito social y presenta la comprensión emocional como proceso social e intersubjetivo que requiere, además de ingresar al campo de la experiencia del otro, atender a la vivencia de sus mismas experiencias u otras similares.
Los enfoques de sistemas de componentes dinámicos de Eynde y Turner (2006) apuntan a la naturaleza social de las emociones e indican que las experiencias emocionales siempre se sitúan en el contexto social e histórico más amplio e inmediato, lo cual no implica la extrapolación de los procesos biogenéticos, sino su coactuación con los sistemas socioculturales. En palabras de Du Toit (2014, p. 2), sus raíces biológicas se activan mediante el desencadenante contexto cultural. El autor señala que la biología proporciona “mecanismos” emocionales y la cultura codetermina mecanismos desencadenantes y paradigmas en la expresión emocional.
En el marco de sistemas de componentes (Mascolo et al., 2000) asumido por Eynde y Turner (2006), el tercer elemento indica que los sistemas se ajustan a cambios continuos en el entorno o contexto social. Los significados vinculados con situaciones y contextos tienen su base en conocimientos y creencias conectados con las situaciones particulares. De ahí que aspectos del contexto específico escolar impacten los procesos evaluativos de las experiencias emocionales. Eynde y Turner (p. 368) aplican el sistema de componentes al ámbito educativo y afirman que cada emoción se sitúa en su contexto, de acuerdo con cuatro características: 1) las emociones se basan en las interpretaciones cognitivas y las evaluaciones de situaciones específicas de los alumnos; 2) los estudiantes construyen interpretaciones y evaluaciones de sus emociones con base en su propio conocimiento y sus creencias y, por tanto, sus interpretaciones están influenciadas y varían según diversos factores: edad, historia personal y cultura del hogar; 3) las emociones se contextualizan, porque los individuos crean evaluaciones únicas de los eventos dentro de las situaciones; 4) las emociones son inestables porque tanto las situaciones como la persona inmersa en ellas se desarrollan continuamente.
Los estudios de Zembylas (2004, 2005a/b, 2007), contextualizados en escenarios educativos, discuten, por un lado, el enfoque de la emoción como práctica discursiva con énfasis en el rol constitutivo que juega el lenguaje y, por otro, más allá de disposiciones personales, la construcción social de las emociones de los actores educativos mediante sus relaciones sociales y sistemas de valores provenientes de sus familias y culturas, que también influyen en la expresión y comunicación emocional. Esta dimensión social indica que las experiencias emocionales no solo son estados internos, sino que su referencia debe considerar la vida social, con la consecuencia de las inevitables e inherentes relaciones de poder en la “conversación emocional” (Zembylas, 2004, p. 187). Con base en el pensamiento de Foucault, Zembylas (2005b) analiza la formación emocional de los profesores y el desarrollo de su identidad en relación con el poder institucional. Algunos resultados indican que el gobierno de los profesores se podría ejercer mediante “reglas emocionales” orientadas por las instituciones escolares y legitimadas por medio del ejercicio del poder académico. En consecuencia, se pretendería “normalizar” sus expresiones emocionales con límites relacionados con la disciplina y docilidad. Nobile (2017, p. 28) retoma algunos autores (McWilliam, 1999; Bjerg y Staunæs, 2011) que consideran los discursos pedagógicos orientados al fortalecimiento del “bienestar emocional” como nuevas formas de gobernabilidad en los ámbitos escolares.
En contextos educativos institucionales algunos momentos, eventos y acontecimientos obedecen a la dinámica normal de sus procesos y programas y otros son coyunturales en relación con situaciones sociales o institucionales de los ámbitos nacional o internacional: reformas educativas, presentación a determinadas instancias educativas, renovaciones y acreditaciones institucionales, etc. Estas situaciones no aíslan las experiencias emocionales individuales del devenir institucional y social de estas efemérides. Kelchtermans presenta resultados investigativos sobre las emociones de los profesores en contextos de reformas educativas. Las agendas generadas para estos procesos pueden imponer creencias normativas con el desencadenamiento de intensos sentimientos intensos y la provocación de acciones micropolíticas de resistencia a las condiciones laborales. Las experiencias emocionales en estos contextos particulares se deben entender en relación con la “vulnerabilidad que constituye una condición estructural del trabajo docente” (2005, p. 95).
En el caso particular del entorno del aula con su desarrollo de las relaciones entre los actores educativos y sus variaciones culturales e individuales, las investigaciones realizadas por educadores indican su impacto en la variabilidad de las emociones de los estudiantes y en sus procesos de aprendizaje3. El escenario escolar se determina como un ambiente sociocultural emocional en donde se generan, configuran y desarrollan variedad de experiencias emocionales que influyen en los procesos educativos (Schutz y De Cuir, 2002) y en donde la apertura de las emociones del ámbito privado y su dimensión psicológica se despliega a las experiencias sociales desarrolladas en el ambiente educativo, con impacto en su organización y caracterización (Zembylas, 2007). Tanto para procesos de investigación educativa como para los de educación emocional es necesaria la consideración de los contextos en donde se vivencian las experiencias emocionales: las aulas, así como las influencias históricas y socioculturales. Asimismo, cuenta la particularidad de la historia de cada ambiente educativo, sus escenarios, aulas, actores educativos y influencias socioculturales: nivel socioeconómico, religiosidad, etnia, género, etc. (Schutz y De Cuir, 2002, 131).
Algunos artículos revisados presentan resultados acerca de las experiencias emocionales de actores educativos en ambientes influenciados por políticas neoliberales (Berg, Huijbens y Gutzen, 2016). Por su lado, Moffatt et al. (2018) contribuyen a mejorar la comprensión de las emociones en contextos universitarios cuando consideran la influencia del neoliberalismo en las prácticas educativas. La lógica del capital y el valor económico, centrales ahora en la vida universitaria, caracterizan una educación neoliberal. El neoliberalismo se materializa en la emoción y su influencia en aspectos como la reorganización de los lugares de trabajo genera emociones configuradas como formas de poder que alinean los cuerpos y causan separación entre ellos. Con la ideología neoliberal surgen nuevas técnicas gerenciales de “gobernanza suave” vinculadas con valores económicos, culturas de auditorías, de clasificación, de eficiencia económica, de gestión documental y de competitividad, en donde los actores educativos se convierten en capital humano o seres economizados, incitados a superar a sus competidores (Berg et al., 2016). Por su parte, Askins y Blazek (2017) confirman la construcción sociocultural de las emociones e identifican ansiedad y deseo en los actores educativos, provocados por factores de competencia y auditoría, lo que tiene un “costo emocional”, en una academia neoliberal cada vez más normalizada.
Sutton y Wheatley (2003) consideran los aspectos ambientales, culturales y sociales en la configuración, desarrollo y expresión de las emociones que se reflejan en la teoría de la evaluación, cuya explicación aduce las razones por las cuales un mismo evento externo no configura las mismas emociones en los individuos. De ahí que se puedan evidenciar diferencias individuales en las expresiones emocionales de profesores que responden a los “mismos” comportamientos de determinados estudiantes. En relación con la regulación emocional de los estudiantes, Jiang, Vauras, Volet y Wang (2016) presentan resultados sobre el impacto de factores vinculados con el entorno, como la gestión escolar y la carga de trabajo. Respecto del aprendizaje socioemocional, Berger et al. (2014) indican que no hay que considerarlo exclusivamente como desarrollo de competencias individuales, pues también se deben involucrar variables sociales y estimar la relación del individuo y su contexto.
Procesos de enseñanza-aprendizaje reciben la influencia de variadas experiencias emocionales surgidas en escenarios escolares (Schutz y De Cuir, 2002). La discusión acerca de la influencia del contexto sociocultural y de los escenarios y ambientes escolares en los procesos educativos va por doble vía. Por un lado, respecto de la necesidad de considerar el impacto de estos ambientes en la educación emocional y, por otro, acerca del cuidado de los responsables de los procesos educativos para determinar cómo, qué y cuáles aspectos de los escenarios educativos se deberían intervenir para fortalecer la formación de las experiencias emocionales de los actores educativos. La crítica de Nobile (2017) se orienta al peligro de reducir la educación emocional al desarrollo de competencias y al mejoramiento de la inteligencia emocional con instrumentos terapéuticos, extrapolada de situaciones, ambientes y contextos escolares. Las experiencias emocionales no pueden estar deshistorizadas y descontextualizadas, lo cual indica un horizonte de discusión para la educación emocional: considerar factores institucionales y estructurales que impactan las experiencias emocionales de los actores educativos, más allá del desarrollo de rasgos de personalidad orientado a la formación, manipulación y disipación de las denominadas emociones negativas.
El acto educativo: una experiencia emocional
La cuarta línea teórica se vincula con estudios que identifican el acto educativo como acto o experiencia emocional (Denzin, 1984; Hargreaves, 1998, 2001a/b; Zembylas 2007; Sutton y Harper, 2009; García, 2009). En su comprensión de la emoción, Denzin (1984) considera la enseñanza como práctica emocional que supera los aspectos técnico o cognitivo. Además de que todo proceso cognitivo es emocional, la dimensión relacional de quienes intervienen en el acto educativo y las experiencias emocionales generadas y configuradas en ambientes sociales y educativos sustentan la afirmación de que toda acción educativa es una práctica emocional. En consecuencia, “ninguna descripción o explicación sobre los procesos educativos quedaría completa, sin tomar en consideración los episodios emocionales que intervienen en los procesos formativos cotidianos” (García, 2009, p. 92).
El sugerente referente teórico planteado por Hargreaves es punto de partida fundamental en la relación emociones y enseñanza-aprendizaje, así como en la forma como se investigan y representan las emociones en las relaciones profesor-estudiante: 1) la enseñanza es una práctica emocional; 2) la enseñanza-aprendizaje implica la comprensión emocional; 3) la enseñanza es una forma de labor emocional; 4) las emociones de los profesores son inseparables de sus propósitos morales y de su habilidad para lograr esos propósitos (1998, p. 838). La afirmación “las emociones son el corazón de la enseñanza” conduce al acto de su cuidado, que requiere no solo sensibilidad emocional, sino también un trabajo emocional activo (p. 840).
Para Sutton y Harper (2009) la enseñanza es un esfuerzo emocional apreciable en cada experiencia vivida en el escenario educativo: felicidad cuando se logran objetivos educativos, orgullo por el cumplimiento de las tareas de los estudiantes, frustración ante la dificultad para captar conceptos por parte de los estudiantes, ira por malas conductas, desilusión por falta de esfuerzo. Schuwirth (2013) refiere que las emociones involucradas en el proceso de aprendizaje determinan, por un lado, aquello que el estudiante desea olvidar porque no representan significado alguno y el tiempo dedicado fue considerado inútil, así el material fuera relevante, y, por otro lado, lo que el estudiante no quiere olvidar porque despertaron su curiosidad, lo desafiaron, contradijeron y motivaron para buscar mayor información. Las investigaciones neurocientíficas ya indicaban la inclinación de los estudiantes a recordar mejor las cosas cuando se involucran emocionalmente en su aprendizaje: “aulas aburridas es probable que sean aulas ineficientes” (Hall, 2005, p. 23). La discusión acerca de la relación emociones-educación debe trasponer la frontera acerca de sus mutuas influencias con investigaciones diagnósticas sobre su impacto, para arribar a propuestas de intervención en escenarios educativos, relaciones entre los actores educativos y el acto mismo de enseñanza-aprendizaje-evaluación, que se configuren como prácticas concretas de educación emocional.
Educación emocional: más allá de inteligencia y competencias socio-emocionales
Las anteriores líneas teóricas confluyen y sustentan la quinta: la comprensión misma de lo que significaría educación emocional. La educación emocional traza desafíos no solo por la conceptualización sobre la educabilidad de las emociones y los indicadores para su evaluación, sino también por las preocupaciones acerca de la competitividad, el mercadeo y la medición de sus resultados formativos. Estudios pioneros (Gardner, 1995; Goleman, 1996; Damasio, 1996; Mayer y Salovey, 1997, Mayer, Salovey y Caruso, 2000), así como los avances investigativos en neurociencias, desencadenaron procesos de formación emocional centrados en el desarrollo de competencias socioemocionales y de la inteligencia emocional (Bisquerra, 2003; Fernández-Berrocal y Ramos, 2002; Fernández-Berrocal y Ruiz, 2008).
El modelo teórico sobre inteligencia emocional de Mayer y Salovey (1997) integra cuatro niveles, con sus implicaciones: 1) percibir las emociones propias y de los demás: conocer y expresar las emociones; 2) utilizar las emociones: dejar fluir las emociones para que influyan en el pensamiento y ajustar las emociones a las tareas a realizar; 3) comprender las emociones: descubrir el significado de las emociones; conocer qué las causan; qué emociones participan y están involucradas en las situaciones; reconocer el carácter dinámico de las emociones; 4) gestión de emociones: habilidad para regular las emociones propias y su incidencia sobre uno mismo y en los demás; y habilidad para integrar las emociones en el pensamiento.
Gross (2014, 4 ss.) caracteriza las emociones como punto de partida para abordar aspectos de regulación emocional, donde: 1) la emoción se relaciona con su génesis: cuándo ocurre y se asocia al momento en que un individuo atiende y evalúa una situación como relevante para un tipo particular de objetivo (perdurable-transitorio, consciente-inconsciente, simple-complejo) actualmente activo; 2) la emoción es de naturaleza multifacética, involucra todo el cuerpo e implica cambios articulados en los dominios de experiencia subjetiva, el comportamiento y la fisiología central y periférica. Con base en estas características centrales de la emoción, Gross (2014) presenta su modelo modal de la emoción: situación - atención - evaluación - respuesta. La emoción involucra la transacción persona-situación que atrae la atención con un significado para el individuo a la luz de sus objetivos actualmente activos, los cuales generan respuestas multisistémicas flexibles que modifican la transacción en curso persona-situación. El modelo de proceso para regulación emocional de Gross (2014) distingue cinco familias: 1) selección de situación: implica tomar acciones que determinen mayor o menor probabilidad de que se acabe en una situación de la que uno espera que origine emociones deseables (o indeseables); 2) modificación de situación: modificar directamente una situación para alterar su impacto emocional; 3) despliegue de la atención: dirigir la atención sobre una situación para influenciar en las emociones originadas; centrar la atención en otros aspectos de la situación o desviar la atención de la situación; 4) cambio cognitivo: modificar el modo como se evalúa una situación con el fin de alterar su significación emocional; 5) modulación de respuesta: es posterior al proceso generativo de la emoción y se refiere a influenciar directamente los componentes experienciales, conductuales o fisiológicos de la respuesta emocional.
Otro modelo sobre regulación emocional, basado en la psicología social y desarrollado por autores como Metcalfe y Mischel (1999) y Mischel y Ayduk (2004), es el Modelo de sistema frío/caliente. El sistema frío se caracteriza por su complejidad, lentitud y contemplación, además de ser cognitivo y emocionalmente neutral. La interconexión de sus redes nodales genera comportamientos racionales, reflexivos y estratégicos. Por su parte, el sistema caliente es activo y permite un procesamiento emocional ágil y simple. El tercer modelo de recursos o fortaleza, desarrollado por autores como Baumeister, Bratslavsky, Muraven y Tice (1998) y Schmeichel y Baumesiter (2004), parte de que cualquier tipo de autorregulación requiere energía o recursos internos y la fuerza autorreguladora es un recurso limitado. De ahí que el agotamiento de estos recursos aumente la probabilidad de falla en la regulación emocional.
Con base en estas teorías y modelos, y en el marco del desarrollo integral de la persona, la educación emocional planteada por Bisquerra es un proceso continuo y permanente orientado a potenciar el desarrollo de competencias emocionales, comprendidas como el “conjunto de conocimientos, capacidades, habilidades y actitudes necesarias para comprender, expresar y regular de forma apropiada los fenómenos emocionales” (2003, p. 22). En este sentido, el objetivo de la educación emocional es el desarrollo de competencias emocionales: conciencia emocional, regulación emocional, autogestión, inteligencia interpersonal, habilidades de vida y bienestar (Bisquerra, 2003; Fernández-Berrocal y Ramos, 2002; Fernández-Berrocal y Ruiz, 2008). Como criterios necesarios en prácticas de educación emocional, Bisquerra considera que la adecuación de los contenidos al nivel de los estudiantes, el favorecimiento de procesos de reflexión sobre las emociones propias y ajenas, y metodologías prácticas.
La revisión realizada abre también la discusión sobre educación emocional, a partir de la concepción misma de la educación, y sobre la necesidad de considerarla más allá de la inteligencia emocional y las competencias socioemocionales, la superación de sus asuntos terapéuticos y la no extrapolación de aspectos contextuales en donde se desarrollan las experiencias emocionales (Marina, 2005; Illouz, 2010; Bernal, 2013; Morgan, 2015; Nobile, 2017; Prieto, 2018).
Prieto (2018) analiza la reducción de la educación en emociones a la inteligencia emocional y a teorías e instrumentos de la psicología positiva, que limita no solo al sujeto de la educación en sus posibilidades, su racionalidad y experiencia emocional, sino a la relación educativa, transformada en una relación comunicativa en la cual la acción se sustituye por el discurso. El carácter de la educación centrada en el sujeto y sus posibilidades, cuyo origen brota de la condición del ser humano inacabado, se orienta a su formación permanente relacionada con su propio desarrollo y sus relaciones con los otros y el mundo, y puede recoger, pero no ser sustituido por teorías positivas de la psicología. La propuesta de Marina (2005) busca trascender las habilidades psicológicas entendidas como “único diseño pedagógico” hacia la articulación de múltiples proyectos en un marco más amplio: el de la educación ética. En la elaboración teórica de la inteligencia, para Marina la ética es la “gran creación” de la inteligencia y su punto de llegada está en la neurología (p. 39). En este mismo sentido va la reflexión crítica de González et al. (2013), en el marco amplio de la educación de la afectividad.
Bernal (2013) advierte sobre la posibilidad de diluir y reducir la acción educativa a una actividad terapéutica. Por su parte, Nobile (2017) previene sobre el oscurecimiento de condiciones institucionales, socioeconómicas y culturales de las experiencias emocionales y advierte acerca de la subestimación de su carácter relacional en escenarios educativos. La crítica planteada a la educación por competencias resuena también en propuestas de educación emocional reducidas a la inteligencia emocional, en el sentido de clasificar y provocar en los actores educativos tipos de competencias e incompetencias sociales (Illouz, 2007; 2010) que no contribuyen a la centralidad de los actores en el acto educativo ni a procesos cooperativos y colaborativos de formación integral.
Más allá del desarrollo de competencias socioemocionales, Morgan (2015) considera dos condiciones que posibilitan la educación de las emociones: normativa y pedagógica. La condición normativa está basada en una educación normativa en sí misma, cuyo resultado es un cambio que mejora la persona. Se educa a la persona, no las emociones y, en consecuencia, se evalúa la vida emocional de la persona o la persona que expresa emociones. La condición pedagógica se fundamenta en la posibilidad del desarrollo parcial de la vida emocional a través del aprendizaje y la enseñanza. La educación emocional se justifica en dos visiones (Romero, 2007): 1) el enfoque de necesidades: con solución de problemáticas relacionadas con déficit en aprendizaje y 2) el enfoque positivo: como vía para cultivar el desarrollo personal y promover el bienestar. En síntesis, como la educación es “una cuestión de transformación de la persona, el aprendizaje debe contribuir a un cambio duradero y profundo en la persona, en lugar de [ser] una habilidad superficial” (Morgan, 2015, p. 292). En este sentido, Marina (2012) considera que “todo aprendizaje cambia el cerebro, pero la educación lo hace de una manera intencionada, dirigida, aprovechando conscientemente las posibilidades que el mismo cerebro proporciona”.
Conclusiones
La multidimensionalidad de las emociones en cuanto a su génesis, expresiones, experiencias y procesos conduce a la complejidad de su abordaje en los escenarios educativos y desafía las investigaciones y estudios en las áreas de las ciencias sociales y humanas, así como las propuestas de educación emocional. Esta se encamina a fortalecer sus fundamentos, enfoques y prácticas con una comprensión y orientación de la educación que considere la centralidad y complejidad del ser humano. Más allá de la pregunta por la educabilidad de las emociones, en momentos determinados, con técnicas específicas y desarrollos de habilidades psicológicas, la mirada se debe orientar hacia la persona que se educa y hacia sus experiencias emocionales, cuya comprensión, configuración y refiguración se conducen por el aprendizaje ampliado para toda la vida, en todos los momentos. Con Vázquez y Manassero se puede concluir que la educación emocional “debería facilitar el desarrollo emocional de las personas a través de las enseñanzas dirigidas a aprender la sabiduría de los sentimientos” (2007a, p. 250).
La complejidad de las emociones, en lo que respecta a sus dimensiones y a los escenarios que influyen en su génesis y expresión, indica la necesidad de no extrapolar a la educación emocional factores como el ambiente escolar y las influencias provenientes de sus entornos socioculturales. Los aspectos estructurales e institucionales no solo contribuyen a la mejor comprensión de las experiencias emocionales, sino también a su intervención formativa para fortalecer su adecuada expresión. La consideración de los factores ambientales de los escenarios educativos permitiría fortalecer una “prioridad educativa significativa”: crear condiciones para una mejor comprensión emocional entre los actores educativos (Hargreaves, 1998, p. 840).
Varias teorías educativas han estudiado la relación entre los procesos cognitivos y los factores individuales, sociales, culturales, biológicos, psicológicos y tal estudio se enriquece ahora con investigaciones neurocientíficas y otros estudios contextualizados en ambientes educativos. Los inicios del siglo XXI trazan un horizonte que se podría determinar todavía como un desafío tanto para los actores de los procesos integrales en educación como para las personas comprometidas en aspectos institucionales, quienes tienen la misión de formular políticas públicas. A unos y otros ya no se les admite la discusión sobre la necesidad de considerar las experiencias emocionales como un factor fundamental en las acciones educativas, el desafío para todos es la conciencia, comprensión y formación acerca de las emociones. El llamado de Hargreaves (1998, p. 851) adquiere mayor relevancia cuanto más avanzan los estudios, experiencias e investigaciones: “mejor comprensión emocional, menos emociones espurias”.
La responsabilidad de la educación emocional debe trascender la relación profesor-estudiante, el desarrollo de habilidades o competencias socioemocionales y el supuesto fortalecimiento de una inteligencia emocional para orientarse al desarrollo integral en la formación, expresión y comunicación de las experiencias emocionales de los actores educativos, de manera que se integre -en las agendas de todos los responsables institucionales en todos los niveles- el cuidado de los ambientes que permitan desarrollar mejores episodios emocionales en escenarios y espacios temporales adecuados. Los actos educativos, que son actos relacionales y emocionales, exigen cuidado para un desarrollo integral formativo.