Introducción: retos de la educación media colombiana
La calidad de la educación en Colombia no solo debe pensarse en función de las cinco dimensiones que propone la Organización de las Naciones Unidas para la Educación (Unesco, 2007), a saber: pertinencia, relevancia, equidad, eficiencia y eficacia, sino trascender sus fronteras hacia la corresponsabilidad de los diferentes actores: Estado, escuela, familia y estudiantes, de manera que su papel activo permita avanzar en la consolidación efectiva de una democracia participativa e incluyente, privilegiando la aparición del debate y la construcción de ciudadanías activas.
En la actualidad, se observa que las políticas de calidad hacen énfasis en la cobertura, respondiendo parcialmente a la dimensión de eficacia, desligadas de la reflexión sobre los cambios estructurales en el sistema educativo. Para el 2018, Colombia presentaba una cobertura en secundaria y media del 72,3% y 42,6%, respectivamente, pero con dificultades significativas en deserción, pues 44 de cada 100 estudiantes que ingresaban al grado primero lograban terminar la educación media (Celis y Cuenca, 2016). A ello se suman los resultados deficitarios en pruebas internacionales como el Programme for International Student Assessment (PISA) donde Colombia muestra una clasificación inferior respecto de los países asiáticos, europeos e inclusive latinoamericanos como Chile y México (Paúl, 2019).
Sobre estos resultados, Cajiao (2019) es enfático en argumentar que entre las consecuencias que enfrenta un país, al no tener el mínimo desarrollo del pensamiento para competir con las altas potencias en pruebas como las PISA -fruto de decisiones y sistemas políticos con perspectivas inadecuadas-, está una educación de baja calidad, lo que es una amenaza a la democracia misma. La baja calidad educativa fomenta una sociedad analfabeta, sumida en la ignorancia, carente de actitudes críticas y de criterios propios. De esta forma, estas sociedades son más susceptibles de manipulación a través de los medios de comunicación masiva y las redes sociales.
En este sentido, se abre el debate respecto al estado actual de la educación y los cambios que permitirían hacer frente a la problemática. Para el pedagogo Julián de Zubiría (2014), se deben reinventar los currículos, las instituciones educativas y los sistemas de formación, rompiendo el paradigma de la educación centrada en la transmisión de conocimientos, planteando como foco de interés el desarrollo de las habilidades de pensamiento. Conviene además señalar que el modelo educativo de la mayoría de los países occidentales se encuadra en el paradigma industrial, centrado en la estandarización, competencia y privatización, donde se busca que todos los actores del sistema educativo sigan las mismas reglas, planes de estudios y evaluaciones únicas y rígidas que carecen de flexibilidad, con lo que se desconocen los ritmos y estilos de aprendizaje de los estudiantes (Severin, 2017). Si bien otrora este fue el paradigma predominante, el siglo XXI reta a los sistemas educativos a migrar a modelos curriculares basados en el aprendizaje y a fomentar las capacidades de los educandos en razonamiento, resiliencia y responsabilidad (Sternberg y Subotnik, 2006).
El reto anterior es posible superarlo apoyándose en los desarrollos de la neurodidáctica, donde se reconocen las diferencias entre los seres humanos, lo cual constituye una oportunidad para brindar experiencias de aprendizaje flexibles que respeten esos procesos individuales (Severin, 2017). Por ello se requiere reflexionar en el diseño de los planes de estudio a nivel nacional y la infraestructura de las instituciones educativas, con propuestas curriculares, estrategias metodológicas, evaluaciones alternativas, didácticas novedosas, planeación de la jornada escolar, materiales educativos de apoyo, estrategias pedagógicas, con el objetivo de abordar la calidad de manera integral e incidir en la institucionalidad que soporta la política educativa.
Como se menciona al inicio, la calidad educativa no solo debe centrarse en las dimensiones propuestas por la Unesco, sino también en los retos derivados de las transformaciones producto de las nuevas configuraciones entre la educación y el entorno social donde se desenvuelve. Por ejemplo, se vienen presentando cambios en los roles dentro de la familia, transformando o desapareciendo las figuras de autoridad y la construcción de límites (García, 2013), y también los entornos educativos se muestran cada vez más frágiles ante las múltiples exigencias sociales, económicas, laborales y culturales del mundo contemporáneo y del modelo de desarrollo global, caracterizado por un fuerte utilitarismo y la superficialidad en las interacciones.
Por otra parte, parece existir una brecha creciente entre el sistema educativo y la institución familiar, que genera una suerte de recusación de responsabilidades y de culpabilización mutua de los actores, que pierden con ello cada vez más terreno en el ámbito de la corresponsabilidad. Por el lado de la escuela, esta viene perdiendo capacidades de negociación y tramitación de la norma, al igual que la familia, de modo que los niños y jóvenes instauran su propia norma o se desarrollan en la ausencia de esta (Bolívar, 2006). Esto da paso a entornos de inseguridad y dificultades para desarrollar habilidades sociales y cognitivas que puedan estar conectadas con el cuidado de los otros, el cuidado de sí y la construcción de una ciudadanía fortalecida (Garcés y Giraldo, 2015), nicho perfecto para la construcción de una ciudadanía acrítica, con dificultades para encontrar un propósito individual y colectivo y para saber discernir, entre el gran cúmulo de información, lo verdaderamente esencial (García, 2013).
En cuanto al papel de los estudiantes, el Ministerio de Educación Nacional, en la Ley General de Educación de 1994, estableció mecanismos de participación para fortalecer el ejercicio temprano de la democracia, posibilitando en los niños, niñas y jóvenes ejercer su derecho a elegir, ser elegido y asumir las responsabilidades que conlleva este ejercicio. En la actualidad los estudiantes participan en la elección de los personeros escolares, contralores, representantes de los grupos, además de otras figuras, como los mediadores escolares, estrategia que es potente en la ley, pero en el contexto se observa como un ejercicio que ha sido malgastado y subutilizado, con lo que se desaprovecha su potencial transformador (Cubides, 2020).
La democracia escolar ha sido un escenario tradicionalmente consultivo y representativo, en el mejor de los casos, cuando no un escenario metafórico y caricaturesco, en el peor de ellos, debido a que el ejercicio y las funciones de los representantes estudiantiles no son claras ni tienen incidencia real en la comunidad académica (Quiceno et al., 2019). Muchas instituciones educativas ven la representación, los espacios de veeduría y la gestión colegiada meramente como ejercicios procedimentales, pero no captan las implicaciones estrictas de un diálogo entre interlocutores válidos (Muñoz, 2011).
Por último, otro de los retos que nos plantea la educación hoy tiene que ver con el desarrollo humanístico, relacionado con la imaginación, la creatividad y el pensamiento crítico. La filósofa Marta Nussbaum (2010) afirma que se ha ido perdiendo terreno en este aspecto, en la medida en que los países optan por fomentar la rentabilidad a corto plazo mediante el cultivo de capacidades utilitarias y prácticas para generar rentas. Lo anterior se explica por el hecho de que, como se menciona al principio del texto, la calidad se expresa en términos de eficacia. En las reflexiones de Nussbaum se señala que el modelo de empresa en la educación ha venido configurando las políticas actuales y deteriorando el modelo humanístico que aporta a la construcción de sujetos autónomos y críticos. Como prueba de lo anterior, vemos que históricamente el disenso, la crítica y la diversidad han sido percibidos como temas amenazantes dentro de las instituciones educativas, configuradas más a partir del ideal normalizador y disciplinador (Bolívar, 2006), de tal suerte que han establecido relaciones marcadamente jerárquicas entre educadores y estudiantes e incluso entre educadores directivos y educadores en el aula. Estas relaciones asimétricas imposibilitan el pensamiento libre y autónomo.
El pensamiento crítico: un objetivo necesario en la educación colombiana
En el contexto educativo, el pensamiento puede desarrollarse en los estudiantes, y para esto se requiere de procedimientos dirigidos a ampliar y estimular el uso de la mente (De Sánchez, 2010). En este sentido, pensar es un proceso complejo de carácter multidimensional y es una habilidad que puede desarrollarse y está determinada por los ambientes internos y externos a cada persona. Es importante tener en cuenta que existen dos procesos en el pensamiento: el primero facilita el desarrollo de las habilidades para identificar, relacionar y clasificar objetos, situaciones o eventos, e incluye: observación, descripción, comparación, relación e identificación de características esenciales. El segundo grupo de procesos estimula la comprensión y el desarrollo de las habilidades intelectuales que facilitan la formulación de inferencias, la predicción y solución de problemas, e incluye: clasificación simple, planteamiento y verificación de hipótesis, cambios, orden y transformaciones, clasificación jerárquica, definición de conceptos, análisis, síntesis, evaluación y razonamiento analógico (De Sánchez, 2010). El pensamiento crítico se conecta de manera más clara con el segundo conjunto de procesos, aunque realmente emerge del proceso de pensamiento global, que conjuga los demás procesos psicológicos superiores.
El pensamiento crítico se puede caracterizar como un proceso activo y hábilmente conceptualizable, aplicable, analizable, sintetizador y evaluador de la información obtenida o generada por la observación, la experiencia, la reflexión, el razonamiento o la comunicación, como una guía para la creencia y la toma de decisiones (Paul y Elder, 2003).
Es sabido que las verdades se construyen socialmente (Latour, 2008), pero esta construcción de verdades resulta riesgosa cuando la información a partir de la cual se construye es irrelevante, incoherente o alejada de la evidencia concreta. En este contexto, se empiezan a construir verdades a medias, noticias falsas o lo que se viene nombrando como posverdad1, producto de un afectado y disminuido pensamiento crítico. Así, el pensamiento crítico se convierte en una necesidad apremiante que ha de ser promovida cada vez más desde temprana edad en los estudiantes y, en general, en las comunidades educativas y la sociedad de referencia (Morales, 2014). Solamente un pensamiento que pueda discernir entre diversas posiciones y construir visiones del mundo propias de una manera crítica y argumentada puede romper con la anarquía de la falsedad y la desinformación.
Tal vez por ello, muchos se resisten a promover un pensamiento crítico contextualizado y capaz de entender y confrontar las relaciones de poder, e incluso muchas veces el pensamiento crítico se percibe como un riesgo de poca utilidad, del cual se puede prescindir, porque existe una especie de subestimación de la intelectualidad y el conocimiento profundo de las relaciones e implicaciones entre los fenómenos (Acosta, 2010). Incluso en países como Colombia el pensamiento crítico parece estar bajo la amenaza de la criminalización y el desprestigio (Castro, 2019).
En medio de un sistema social que procura mantener un statu quo donde se privilegian las necesidades del mercado y se acorta la mirada hacia los problemas reales, favorecer un pensamiento crítico capaz de orientar las preguntas hacia la construcción de ciudadanía, el fortalecimiento de la democracia y la disminución de las desigualdades es el reto de este siglo, especialmente cuando el sistema educativo continúa promoviendo un aprendizaje pasivo, donde el sujeto solo recibe, memoriza y reproduce, cuestionando poco (Dueñas, 2019).
Esta forma de educar dentro del orden establecido ha tenido olas de cuestionamiento, especialmente en países como los latinoamericanos, donde urge una formación que acompañe los procesos de transformación de las condiciones desiguales de los pueblos. En palabras de Freire (1997), se ha de procurar una educación capaz de soñar con un mundo ético y solidario, donde los educandos sean capaces de pensar por ellos mismos, problematizar la realidad, mirarla críticamente y reflexionar y tomar parte activa dentro de la sociedad y respecto de los problemas que los rodean (Verdeja, 2015).
Así, varias han sido las iniciativas que se han gestado en instituciones educativas y universidades para fomentar el pensamiento crítico. Entre otras, propuestas metodológicas para la formación de docentes en el pensamiento crítico de Paulo Freire (Páez et al., 2018) o programas institucionales que apuntan al fortalecimiento de las fortalezas de dicho pensamiento, como el análisis (Carrascal, 2017), la inferencia (Loaiza y Osorio, 2018), la resolución de problemas y la toma de decisiones (Tabares et al., 2020), con el fin de que el estudiante piense en su medio circundante y en su capacidad como agente activo y transformador.
Ahora bien, este cambio educativo que proponen estas iniciativas pedagógicas constituye una apuesta también compartida por la neuroeducación desde los años noventa, cuando aparece la neurodidáctica como unión entre los saberes de pedagogía, psicología y neurociencias. Desde entonces, esta ha enfatizado en la importancia de promover un aprendizaje significativo, donde el estudiante tenga la capacidad de problematizar, indagar sobre los saberes y construir nuevos mundos posibles, a partir del conocimiento que el docente tenga acerca de cómo aprende el cerebro y en busca de generar escenarios óptimos donde los estudiantes logren desarrollar sus dotes y talentos (Mora, 2017), pero también capaces de cuestionar los valores que los instrumentalizan y construir otros al servicio del cambio social.
Aportes de la neurodidáctica al desarrollo del pensamiento crítico
Sobre la base del desarrollo tecnológico que permitió acceder a la actividad cerebral por medio de imágenes computarizadas, en 1988 surgió el concepto de neurodidáctica, acuñado por Gerhard Preiss, docente alemán de la Universidad de Friburgo que decidió impartir un curso con dicho nombre, cuyo objetivo era obtener una configuración del aprendizaje de manera que encajara lo mejor posible en el desarrollo del cerebro (Merchán, 2018), pues partía de la convicción de la existencia de una relación entre plasticidad cerebral y aprendizaje (Westerhoff, 2010). Así fue desarrollándose una nueva disciplina, cuyos postulados no se reducían a metodologías o estrategias a aplicar en el aula y, más bien, les daban fundamentación teórica. De tal manera, y partiendo de las investigaciones acerca del funcionamiento del cerebro, planteaban a los educadores procesos de enseñanza-aprendizaje eficientes, efectivos y oportunos, resaltando la importancia de la variedad y novedad de lo que se les presentaba a los estudiantes (Merchán, 2018; Chuca, 2017).
Además de todos los hallazgos relacionados con el desarrollo del cerebro y los estadios de neurodesarrollo en los sujetos, la neurodidáctica plantea las pautas para que el aprendizaje encaje precisamente con dichos estadios, respetando las etapas de maduración y potenciando las habilidades conforme el cerebro va cableándose. Esto significa que las estrategias neurodidácticas deben ser pensadas desde la infancia hasta la adolescencia, acompañando el proceso de completado de conexiones y senderos neuronales que se van definiendo a medida que el sujeto crece (Bedregal y Pardo, 2004).
Lo anterior, entendido en un contexto más amplio, implica reconocer que las interacciones y los estímulos que se den en la infancia influyen en la forma de pensar, sentir y comportarse del futuro adulto y generan esquemas de acción que estarán accesibles y disponibles de primera mano cada que la persona deba tomar decisiones. En esa medida, al optar por un aprendizaje que invite a reflexionar, pensar de manera crítica, observar el propio contexto y dar soluciones a las inquietudes que de allí surjan se garantiza un aprendizaje que transformará el quehacer de la persona y la sociedad en la que se encuentra inmersa.
Y es que tanto en la primera infancia -donde la arquitectura cerebral va formándose gracias a la maduración primigenia con la que se nace-, como en la adolescencia -donde se da la segunda gran revolución del cerebro (Mas, 2015), por la reestructuración natural en tamaño y composición corporal de la corteza cerebral encargada de las funciones ejecutivas-, la influencia del medio y los estímulos que allí se suscitan resultan clave para marcar los patrones de pensamiento, pues estas redes que van consolidándose son las que terminan dando lugar a la identidad del estudiante y a la formación de su pensamiento crítico. Por ello estas experiencias y el acompañamiento dado en la vida escolar deben ser de calidad y específicas a los niveles de maduración que va teniendo el cerebro, un tema reconocido por la neurodidáctica, al que aporta significativamente.
Muchas han sido las propuestas investigativas que han corroborado la importancia de la implementación de los pilares neurodidácticos en la educación para el fortalecimiento de la capacidad investigativa, la resolución de problemas y las habilidades de pensamiento (Gamo, 2012; Ortiz, 2011; Reigosa et al., 2013) y en temas más específicos, como la lectura o la matemática (Mogollón, 2010; Mata, 2016). En Europa se ha comenzado a formular proyectos institucionales, como Neurociencia y Educación, de la Consejería de Educación de Madrid, implantado en el curso 2014/2015 de los diversos centros de la capital, como el Colegio Público Bilingüe Gabriel García Márquez (Tres Cantos) o el Colegio Concertado Trinitarios (Alcorcón) para potenciar la motivación de los estudiantes frente al aprendizaje.
Por su parte, en Latinoamérica cada vez se ven más propuestas con el mismo fin. En Argentina (Muchiut et al., 2018), Venezuela, Quito (Doménech, 2015) y Colombia (Pherez et al., 2018; Delgado y Palomino, 2018) se ha apostado por fortalecer la autonomía, la reflexión, la metacognición y la motivación en estudiantes, con herramientas neurodidácticas, y se han visto cambios en el nivel de razonamiento y la calidad del aprendizaje.
A pesar de la evidente necesidad de promover el pensamiento crítico en la educación actual y de contar con el interés y las herramientas de la neuroeducación para transformar los escenarios pedagógicos en pro de un aprendizaje transformador, estos avances no han logrado impactar de forma significativa la estructura y las políticas educativas en Latinoamérica. Por ello, solo hasta el 2019 se puede hablar de implementación de un proyecto investigativo dirigido a potenciar el pensamiento crítico por medio de la implementación de la neurodidáctica (Dueñas, 2019). En Colombia, Cáceres y Sierra (2018) atisban un acercamiento al tema con una iniciativa en clave psicosocial para promover la resolución de problemas y conflictos, las habilidades sociales y, en últimas, el pensamiento crítico, con apoyo en los avances neurodidácticos en la primera infancia.
Neurodidáctica y pensamiento crítico: elementos para la transformación educativa
El pensamiento crítico es un elemento fundamental que debe ser promovido en las aulas de clase como forma de aportar significativamente a la construcción de sujetos autónomos, con capacidad de decisión y discernimiento, ante un mundo que presenta infinidad de opciones, realidades, alternativas y continuos cambios micro y macrosociales. A continuación, se dan algunas recomendaciones dirigidas a tres ámbitos de acción que pueden impactar en la educación básica y media en Colombia, a saber: el sistema educativo, los ambientes de aprendizaje y la interacción en las aulas de clase.
En el sistema educativo
La educación de calidad implica que los sistemas educativos cuenten con docentes, recursos y ambientes necesarios para su buen funcionamiento. Los docentes están llamados a constituirse en parte activa del cambio, en la medida en que puedan desarrollar competencias profesionales y humanas de alto impacto. Lo anterior implica el dominio de los contenidos actualizados de la disciplina a impartir, así como una estructura pedagógica basada en la neuroeducación y un conocimiento de los procesos evolutivos, periodos sensibles y ventanas de oportunidad en los estudiantes, de modo que se tengan métodos de enseñanza-aprendizaje más contextualizados y efectivos (Chávez, 2020). La investigación educativa es clave en la integración de contenidos en el aula, de tal manera que estos sean relevantes y aseguren una real interpretación de los contextos escolar, familiar y comunitario donde se desarrolla el estudiante (García, 2013).
Para diseñar estos sistemas educativos deben tomarse como referentes la cultura, la historia y sus tradiciones pedagógicas, contextualizados en la actualidad, determinando fortalezas y debilidades para establecer el patrón de calidad que guiará el camino de sistema educativo, de manera más amplia, en lo que se refiere a los propósitos superiores de una sociedad y a la manera como entiende y hace operativo su modelo de desarrollo. En este sentido, los diseños curriculares se deben organizar a partir de la construcción colectiva de comunidades educativas, de investigación y de prácticas hasta lograr una conexión estrecha entre la pertinencia social, la construcción de un pensamiento autónomo y el modo específico como aprende el cerebro en cada momento vital (Carvajal, 2019).
En la educación básica y media se debe fortalecer una profunda reflexión sobre la democracia escolar y la necesidad de generar espacios de disenso, pues la posibilidad de discusión debe ser integrada en las prácticas y relaciones cotidianas dentro de los planteles educativos. Paulo Freire (1975) proponía el método de los "temas generadores", entendidos como asuntos coyunturales polémicos que cuestionan las relaciones de poder y la contemporaneidad, como una posibilidad de fortalecer el disenso y, en últimas, el pensamiento crítico contextualizado en el aula.
Sin duda, el dispositivo de la pregunta, la capacidad de generar asombro y las crecientes asociaciones entre saberes previos y nuevos conocimientos que se puedan ir integrando a través del debate, la discusión y la comunicación de emociones, deseos y creencias (Justis, 2020) son elementos que pueden ir apalancando la horizontalidad en las relaciones y el sentido de cooperación y empatía, aporte fundamental que fomentan tanto la reciente neurodidáctica como otras pedagogías contemporáneas, como la del aprendizaje significativo, que se vienen promoviendo desde décadas atrás. En este punto, el rol distintivo de la neurodidáctica, que posibilita una incidencia mayor en la toma de decisiones, está en la robustez que ha adquirido su cuerpo de conocimientos, basados en evidencia científica y en investigación, lo cual posibilita integrar prácticas y estrategias a gran escala que han demostrado ser efectivas (Chávez, 2020).
En definitiva, pedagogías y métodos innovadores podrían ser implementados en las instituciones académicas, en la vía de un cambio cultural y democrático que entienda la crítica no como un ataque personal, sino como disertación intelectual y ética, en un marco de acción que esté basado en el discurso de las ciencias, con especial relevancia en las ciencias humanas y sociales, como manera de desarraigar el pensamiento basado en el prejuicio y falsas creencias, como lo plantea Martha Nussbaum en su texto Sin fines de lucro (2010).
Estas relaciones entre pensamiento crítico y democracia deben resaltar reflexivamente la importancia de celebrar la otredad, es decir, favorecer la diferencia como atributo constitutivo de lo humano, y como su potencial desarrollo y felicidad. La homogeneidad no puede seguir siendo un valor promovido en las instituciones educativas. La diferencia no solamente debe ser respetada o tolerada, como se ha enunciado muchas veces, sino fomentada como una visión axiológica y ética fundamental. En efecto, lo anterior se conecta con el artículo 16 de la Constitución Política colombiana relacionado con el libre desarrollo de la personalidad. Finalmente, la diferencia y la singularidad individual son elementos que, a nivel social, se convierten en precursores de sociedades que saben vincularse a acciones colectivas y objetivos relacionados con el bien común.
La neuroeducación debe conducir a una clara modificación, no solamente en el sistema educativo, sino también en el mercado laboral y en las maneras de organización social, ya que un sistema que promueve el aprendizaje como parte de un proceso vital de desarrollo y organización funcional debe entender también el mundo del trabajo y las diferentes interacciones humanas, más allá de una perspectiva utilitarista, mecanicista y mercantil, para pasar a comprensiones en las que la educación ayude a encontrar el propósito de vida y se conecte de manera directa con procesos cotidianos de producción de sentido, al tiempo que ayuda a la adaptación a los nuevos retos globales, de la mano de la ciencia, la tecnología y la innovación (Unzueta, 2011).
En los ambientes de aprendizaje
Los ambientes de aprendizaje hacen parte de otra dimensión en la que la neurociencia ha indagado y gracias a la cual hoy es posible generar un marco de acción que favorece el aprendizaje. Así, desde el espacio físico hasta la forma de diseñar una clase son importantes a la hora de pensar los ambientes educativos. A nivel estructural, la neuroarquitectura -una rama que tomó fuerza en las últimas décadas y relaciona los procesos cerebrales con el entorno de aprendizaje- piensa el recinto como herramienta del docente y, a la vez, como expresión del enfoque educativo de la escuela. Gracias a ella hoy es posible comprender que el rendimiento mental está directamente vinculado con la percepción de gusto y placer que siente la persona respecto del espacio físico donde se desenvuelve (Montiel, 2017). Por ello los espacios educativos deben diseñarse en función de generar un microclima que favorezca el aprendizaje, motive y estimule las múltiples inteligencias y, además, promueva elementos positivos para aprender, como creatividad, curiosidad y exploración, dejando a un lado lo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) cataloga como edificios enfermos, para designar las construcciones donde los "inmuebles no ayudan a que el organismo mantenga el equilibrio" (Gutiérrez, 2018, p. 181). Ello implica considerar la altura de los techos para facilitar la creatividad y abstracción, zonas verdes para disminuir el estrés y fortalecer la concentración y la calma, iluminación natural para evitar que el cerebro se esfuerce más en la tarea y dar la sensación de recogimiento en el espacio, como algunos de los elementos clave de la neuroarquitectura (Fernández, 2017).
Otro punto a la hora de replantear los escenarios pedagógicos es el diseño razonado (desing thinking), un método que emplea técnicas para fortalecer la adquisición de competencias, las habilidades sociales y la inteligencia emocional (Montiel, 2017, p. 8). De allí surgen propuestas donde los pasillos rectos o aulas cúbicas pasan a un segundo lado y, al contrario, se desarrollan propuestas que, acordes con los parámetros de los ambientes de aprendizaje (Cano y Ángel, 1995), favorecen el acercamiento grupal y construyen un grupo humano cohesionado mediante el uso de mobiliario circular, descentralizado y cómodo, que posibilita la disertación y formación de criticidad.
Siguiendo con estos principios, vale la pena también mencionar que los espacios educativos deben procurar que los estudiantes tengan acceso y contacto con todos los materiales con que cuenta el centro educativo, así como crear escenarios diversos que no limiten la experiencia pedagógica al aula de clase y, de ser así, que esta contenga subescenarios donde sea posible sentirse acogido de acuerdo al estado emocional presente. Por último, que estos espacios puedan ser coconstruidos por los miembros del grupo (Cano y Ángel, 1995). En ese sentido, los ambientes de aprendizaje tendrían que constituir una estructura bidireccional, donde todos sean emisores y receptores, se genere la posibilidad del trabajo cómodo grupal e individual (Duarte, 2003) y se procure estimular la dimensión cognitiva, físico-recreativa y socioafectiva (Rodríguez, 2014).
Por último, hoy los ambientes de aprendizaje deben estar alineados con el desarrollo tecnológico, es decir, pensándose los currículos y desarrollo de actividades de la mano con las tecnologías de la información y comunicación (TIC), pero también fortaleciendo el aprendizaje con las tecnologías del aprendizaje y el conocimiento (TAC), como podcasts, realidad aumentada, videos interactivos, infografías y blogs, apuntando a la creación de tecnologías del empoderamiento y la participación (TEP) (Latorre et al., 2018) de los estudiantes en el contexto en el que se desenvuelven.
De esta manera se puede trascender de un ambiente tradicional centrado en el docente a uno activo, cuyo foco son el estudiante, el conocimiento y la evaluación, más acorde con las necesidades de los ciudadanos de hoy, con las competencias necesarias para la formación del pensamiento crítico.
En las interacciones en el aula de clase
Los pilares de la neurodidáctica posibilitan un aprendizaje transformador, pues se ha identificado en ellos el poder movilizador de los procesos superiores, como atención voluntaria y memoria a largo plazo, uso de emociones, curiosidad, aprendizaje significativo y cooperativo. Con respecto a las emociones, se ha evidenciado que estas juegan un papel fundamental en la adquisición del aprendizaje, ya que se aprende a través de aquello que despierta interés y resulta novedoso. Las emociones median el aprendizaje y posibilitan el desarrollo del pensamiento, por ello el docente debe ser hábil facilitador de las emociones en el aula (Nickerson et al., 1994); como lo menciona Freid en 2011, "se hace indispensable un mayor entendimiento del papel de las emociones en la profesión docente, pues esto puede ayudar en la formación de maestros que estén bien equipados para hacer frente a las demandas de la clase" (citado en Henao et al., 2017, p. 458).
Educar en emociones es invitar al estudiante a ser flexible frente a la opinión del otro, reconocer la diferencia sin que eso resulte amenazante, permitirse la tolerancia a la frustración cuando se presenten opiniones encontradas, características esenciales del pensador crítico (López, 2012). Por ello, resulta importante que el docente procure y promueva escenarios y estrategias pedagógicas donde haya lugar a la emocionalidad en sus distintas modalidades.
Su aplicación en el aula es práctica y va desde la promoción de la motivación hasta la generación de un ambiente de confianza donde se puedan vivir las emociones de manera segura (Rotger, 2017). Como lo mencionan Alba et al. (2014), los docentes deben poner en práctica estrategias, como valorar más el esfuerzo que el resultado, variar los niveles de desafío y apoyo, propiciar una retroalimentación orientada, desarrollar la autoevaluación y la reflexión, optimizar la elección individual y la autonomía, desarrollar actividades que fomenten la resolución de problemas y la creatividad, crear rutinas de clase, dejar un espacio de clase para el reconocimiento emocional de cada estudiante, permitirse la equivocación sin que ello tenga consecuencias negativas y crear grupos de colaboración con responsabilidades, objetivos y roles claros.
En este punto, cabe mencionar que existe una fuerte relación entre aprendizaje significativo y pensamiento crítico, en cuanto ambos son procesos que requieren conocimiento contextualizado de la realidad y comprender las relaciones complejas que existen en la naturaleza y en la organización social. Se podría decir que el aprendizaje significativo fomenta y establece el pensamiento crítico.
Ahora bien, es importante también activar la curiosidad en los estudiantes. Para ello Guillén (2012) propone tener en cuenta, a la hora de diseñar sesiones orientadas por la neurodidáctica: trabajar en ambientes que generen sorpresa; usar el arte y el juego como principal estrategia de aprendizaje; trabajar en equipo, como medio posibilitador de actividades complejas; generar emociones positivas antes, durante y después de las sesiones de clase y en cada actividad en el aula, como estrategia que fortalece las capacidades individuales (Farfán, 2018).
En esta misma línea, López (2012) plantea que otra de las características de un pensador crítico es la curiosidad, la cual se vincula con uno de los pilares de la neurodidáctica. La curiosidad en los estudiantes se activa cuando algo sobresale de lo monótono y es la que en últimas logra desatar la emoción, especialmente el placer, que permitirá que el conocimiento se almacene en la memoria a largo plazo y se aprenda (Mora, 2017). En el ámbito educativo, esto se traduce en que, si se quiere que aquello que se imparte en el aula de clase impacte en los estudiantes y transforme su comportamiento, es fundamental encender los mismos sustratos neuronales que se avivan con las conductas que empujan a la búsqueda del agua o el alimento, es decir, la movilización activa hacia el placer (Mora, 2017).
La implementación de estas acciones en el aula puede generarse realizando rutinas de pensamiento antes y después de cada tema impartido y visibilizando las comprensiones previas y posteriores de los estudiantes (Morales y Restrepo, 2015). Además, se puede implementar la gamificación, una estrategia didáctica que origina un ambiente atractivo que lleva al aprendizaje significativo, a través de experiencias positivas (Arias, 2019). Esta tendencia da autonomía a los estudiantes, genera motivación y participación, plantea retos y fomenta la curiosidad. Mediante la gamificación se pueden proporcionar diversas experiencias que llevan al estudiante a explorar, pensar y dar solución a problemas, lo que contribuye a formar estudiantes activos y propositivos; de hecho, muchas investigaciones demuestran que la gamificación y el uso del juego en el aula potencian habilidades de orden superior y generan nuevo conocimiento e interacciones con el ambiente (Montes et al., 2018).
Finalmente, cabe mencionar el aprendizaje cooperativo, que permite el desarrollo cognitivo, social y comunicativo, pues los estudiantes no juegan un papel pasivo de receptores de información por parte del docente, sino que a través de la interacción con sus compañeros y docentes crean el conocimiento. Como lo afirma Dueñas (2019), el aprendizaje cooperativo es de carácter interpersonal e in-trapersonal, lo que significa que este es el resultado de la interacción con el docente y entre estudiantes. Para implementar el aprendizaje cooperativo, es importante la conformación de equipos diversos y heterogéneos, en donde se recompense al grupo por el trabajo individual que realiza, implementar roles dentro del equipo, lo cual motiva a todos los estudiantes a implicarse en la actividad. La motivación intrínseca en los estudiantes juega un papel fundamental, es decir, el interés por aprender aumenta, al participar activamente en el proceso de aprendizaje, y el sentirse necesario para que el grupo adquiera la meta propuesta hace que sus miembros adquieran mayor responsabilidad con su propio aprendizaje y el de los demás (UNED, 2013). Este aprendizaje cooperativo también debe tener en cuenta las características de un pensador crítico, ya que, si el estudiante tiene dificultades emocionales y le cuesta trabajo ser flexible, respetar las opiniones de los demás, interactuar, analizar argumentos, comprender y ser imparcial, se le dificultará lograr el aprendizaje a través del trabajo en equipo.
Conclusiones
El contexto, las necesidades y las problemáticas sociales de hoy exigen un cambio paradigmático en la forma en que se está formando al estudiante. Como se ha dicho, es oportuno aunar saberes y conocimientos teóricos en pro de una educación que permita la construcción de sujetos activos, apropiados de su contexto y aprendizaje, pero que también potencie todas las capacidades innatas y los talentos, magnificando las oportunidades de acción. Hay que apostar por una educación que integre y aplique los avances de la neurodidáctica en la educación, como forma de contribuir en lo inmediato a la potenciación cerebral, al aumento de redes sinápticas y a la formación de procesos complejos; a su vez, ello conducirá a la formación de sujetos sociales que no solo aprenden con y para los otros, sino que construyen ejercicios de ciudadanía activa.
La neurodidáctica parte del encuentro activo con el otro, la exploración continua del contexto y el aprendizaje con sentido y contextualizado, como rama que promueve y acompaña el desarrollo de la creatividad, las aptitudes del sujeto y su razonamiento divergente. Integrarla al aula es revolucionar el sistema educativo y con ello apostar por una formación pedagógica que transforme realidades, promueva espacios de interacción y permita la aplicación diferenciada de los aprendizajes. Por ello, es posible considerarla como una de las estrategias pedagógicas que más sintonizan con la construcción de pensamiento crítico, pues busca resolver problemas con innovación a través de propuestas no convencionales, cuestionando el orden establecido y los paradigmas que se atisban como inamovibles, al grado en que transforma las realidades circundantes y emancipa a los sujetos.