El mundo se encuentra atravesando un momento de coyuntura generado por la pandemia del virus SARS-CoV-2, el causante de la enfermedad conocida como COVID-19. La forma más efectiva para hacer frente a esta situación de crisis sanitaria mundial, ha sido el aislamiento social decretado como obligatorio en muchos países alrededor del mundo; con esta medida la dinámica de interacción se ha visto fuertemente alterada, ya que las personas debemos permanecer principalmente en nuestras casas y no podemos salir a la calle a menos que sea para llevar a cabo tareas fundamentales. Esta situación de aislamiento ha puesto de manifiesto la situación de violencia que atraviesan muchas mujeres en sus hogares, que se ha visto agudizada gracias a la necesidad de mantenerse protegidos en casa.
La World Conference on Human Rights Vienna, 14-25 June 1993 define la violencia contra la mujer (VCM) como todo acto que resulte o pueda resultar en daño físico, sexual o psicológico para la mujer. Además, según la Pan American Health Organization (PAHO, 2013), la VCM es un problema de salud pública, una violación de los derechos humanos. Por su parte, la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, la señala como una manifestación de la discriminación y situación de desigualdad entre las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres.
Históricamente, la VCM ha sido perpetuada a través de estructuras y normas sociales que imponen a la mujer un rol de sumisión y subordinación al hombre o, incluso, la consideran como una propiedad de este. Diversas culturas y religiones han normalizado la agresión hacia la mujer, en normas propias de la comunidad (United Nations, 2010), tal es el caso del islamismo (Akhter et al., 2017) y de las comunidades de África Occidental y subsahariana (Nabaneh & Muula, 2019; Sedziafa, Tenkorang & Owusu, 2018), cuyas tradiciones incluyen actos que pueden ser interpretados como formas de VCM. Incluso, desde la Antigua Grecia, las mujeres eran violadas y consideradas parte de un botín (Antela-Bernárdez, 2008). Y, hoy día, son comunes las prácticas como la explotación sexual, las violaciones (Branche, Edwards & Pursnani, 2019) y la trata de personas (United Nations Office on Drugs and Crime [UNODC], 2018). En Colombia, las mujeres en condición de vulnerabilidad como las que habitan la frontera amazónica entre este país y Venezuela son sometidas a la prostitución como única salida (Moncada, 2017).
A pesar de los esfuerzos de diversas organizaciones y la existencia de marcos normativos en contra de la VCM, actualmente las mujeres permanecen siendo víctimas de diversas formas de violencia, entre ellas, los crímenes de honor (Saldaña, 2016), la mutilación genital femenina (Nabaneh & Muula, 2019), la violencia sexual, el feminicidio, el tráfico de personas (explotación económica y prostitución forzada), la violencia intrafamiliar y la violencia de pareja (Organización Mundial de la Salud [OMS], 2013b).
Ciertas prácticas culturales que pueden ser consideradas como VCM continúan existiendo, en parte, debido a que aquellos que las llevan a cabo no consideran que se constituya en un atentado contra la integridad de la mujer, ni tampoco que produzca daños (Ballesteros, Almansa, Pastor y Jiménez, 2014). Sin embargo, todos estos tipos de violencia pueden provocar serias consecuencias en la salud física y psicológica de las víctimas, así como en su desenvolvimiento social e, incluso, pueden llegar a ser mortales (OMS, 2013a).
Se ha puntualizado que la educación recibida en el hogar, la escuela y las comunidades desempeñan un papel fundamental en el origen de la VCM; en las familias se presentan situaciones que la normalizan, ya que en los hogares con el castigo físico durante la infancia se mantiene la creencia de que la violencia es necesaria para moldear la conducta y resolver conflictos (United Nations, 2010). Algunas investigaciones señalan que la exposición a situaciones de violencia intrafamiliar es un factor de riesgo para convertirse en víctima de violencia de pareja (Gómez, Murad y Calderón, 2013; PAHO, 2013). Esta afirmación concuerda con el hallazgo de que dos de cada tres mujeres víctimas de violencia de pareja fueron víctimas de violencia durante su infancia (Gómez et al., 2013).
Por si no fuera poco, la VCM se promueve en los medios de comunicación masivos, los deportes, la televisión, la música, etc., y lamentablemente en muchas ocasiones esto refuerza la normalización de la violencia como parte de nuestras vidas (United Nations, 2010). Esto se observa en la asignación de roles femeninos como madres y esposas frecuentemente violentadas, al igual que en la publicidad que utiliza la imagen de la mujer como objeto de deseo sin hacer referencia a logros o méritos propios, tal como sí suele suceder con referencias masculinas (Pujante, 2015).
La sociedad se ha vuelto cómplice de la VCM al mantener el silencio, la estigmatización y el reforzamiento de los estereotipos hacia la mujer. La violencia en general se ha normalizado y, como consecuencia, se ha vuelto invisible: normalmente, una agresión no se percibe como tal cuando se da dentro de los parámetros más comunes (la microagresión, por ejemplo, cuando ocurre de forma sutil o enmascarada); sin embargo, cuando una conducta sí se percibe como agresión, la víctima suele ser ignorada o señalada como culpable por tener baja autoestima o por haber tenido conductas que provocaron el enojo del agresor. Esta es una interpretación que tiende a nublar el juicio de la red de apoyo que termina por no cumplir su función y, así, se mantiene o se empeora el problema.
La VCM es una realidad dolorosa que no debe ser ignorada, incluso, en épocas de aislamiento por el covid-19, se ha encontrado un incremento de las tasas de violencia de género y el uso del temor de la víctima a contagiarse como instrumento de control hacia esta (John, Casey, Carino & McGovern, 2020). Para mayo de 2020, hubo un aumento del 175 % en los casos reportados a través de la línea de atención a víctimas de violencia intrafamiliar y de género (Vicepresidencia de la República de Colombia, 2020). Las mujeres son las más afectadas durante la pandemia (Oquendo, 2020), en especial aquellas que deben encargarse de los trabajos no remunerados, como el cuidado del hogar. Este aspecto durante otras crisis ha representado un factor de riesgo para ser víctimas de violencia como consecuencia de las tensiones familiares que surgen (Orozco, 2020).
Las mujeres merecen que se garantice la protección de sus derechos, pero esta es una labor que no se va a llevar a cabo sola, sino que demandará un cambio radical de nuestra sociedad, desde los mensajes que se dan a diario a los niños en crecimiento hasta las leyes y los gobernantes que deben velar por el verdadero cumplimiento de esta protección. La violencia no es un mal necesario. Pero sí es necesario acabar con este mal.