Introducción
Una de las instituciones del derecho civil cuyos fundamentos han sido remecidos por el fenómeno de la constitucionalización del derecho privado es la capacidad y, específicamente, la capacidad de ejercicio. En efecto, dicho fenómeno exige que las instituciones civiles se interpreten de una manera conforme con los derechos humanos reconocidos en la Constitución y en los tratados internacionales ex artículo 5 inciso 2.° de la Constitución Política de la República (CPR). Entonces, la condición de incapaz, esto es, de persona titular de derechos que, sin embargo, esta no puede ejercer de manera autónoma, constituye hoy en día una categoría jurídica que requiere de una justificación mucho más intensa que la imperante al consagrarse el artículo 1447 c.c. y su distinción entre absolutamente incapaces (inc. 1.° y 2.°) y relativamente incapaces (inc. 3.°). Pareciera que ya no basta con invocar la finalidad protectora de las incapacidades -la atribución de incapacidad está establecida en favor de las propias personas calificadas de incapaces pues las protege de posibles perjuicios que pudieran sufrir por su carencia o insuficiencia de juicio- para fundar la restricción de facultades que ellas importan.
Este trabajo tiene como objetivo primordial revisar una de las categorías de incapaces de ejercicio que reconoce el ordenamiento civil chileno, la de las personas menores de 18 años, pero mayores de 12 o 14, según si son mujeres u hombres, respectivamente, que se conocen como menores adultos (esta distinción por sexo, cuyo origen romano apunta a la madurez sexual que alcanzarían antes las mujeres que los hombres, es cuestionable desde la perspectiva de la igualdad en normas internacionales, pero no será objeto específico de análisis).
Desde el punto de vista civil, las personas dentro de ese rango etario son relativamente incapaces, según el artículo 1447 inciso 3.° c.c. Para ejercer sus derechos requieren del ministerio o de la autorización de otro (art. 1445 inc. 2.°), y los actos que celebren personalmente, sin la intervención de un tercero, adolecen de nulidad relativa (art. 1682 c.c.), salvo excepciones particulares. La justificación para catalogar al menor adulto como incapaz relativo es su falta de madurez intelectual, de tal manera que la restricción civil a su actuar autónomo está concebida como un mecanismo jurídico de protección.
Sin embargo, y en paralelo con esta concepción civil, el moderno derecho de la infancia y la adolescencia, construido sobre la base de la concepción del niño como sujeto de derechos (tanto de aquellos esenciales a toda persona como de ciertos derechos especiales derivados de su condición de niño), ha desarrollado un concepto normativo aplicable a todos los niños pero que despliega sus efectos especialmente en los adolescentes, subcategoría que tiene su origen en la Convención sobre los Derechos del Niño (en adelante, CDN) y que comprende a los niños de entre 13 y 18 años, según el artículo 38, y la cual fue recogida en la Ley sobre Tribunales de Familia, n.° 19.968 de 2004 (en adelante, LTF), en su artículo 16 inciso 3.°, según el cual un adolescente es la persona que tiene entre 14 y 18 años. El rasgo distintivo de los adolescentes es el reconocimiento de su autonomía progresiva para ejercer derechos a medida que adquieren edad y madurez (art. 5 CDN). En directa relación con esta autonomía progresiva, la CDN consagra el derecho del niño a ser oído (art. 12.1).
¿Son compatibles la consideración del menor adulto como un incapaz y la noción de autonomía progresiva del menor? Si así fuere, ¿cuál sería el modo de esa armonización? Es decir, ¿de qué manera se conjuga un régimen civil que califica al menor adulto como relativamente incapaz con el reconocimiento de la autonomía progresiva del menor? O, en otras palabras, ¿cómo se puede hacer convivir un régimen rígido basado en límites de edad con uno fundado, por el contrario, en un criterio evolutivo que atiende a las condiciones específicas de madurez del adolescente de que se trata?
Por cierto, es posible sostener la incompatibilidad, esto es, mantener que la contradicción normativa resulta insuperable. Dentro de esta postura podría distinguirse, a su vez, dos grados de incompatibilidad: de existir una antinomia absoluta, habría lugar a la derogación tácita del régimen civil del menor de edad; de no haber total antinomia, se plantearía la exigencia de adecuación normativa de tal régimen por medio de una reforma legislativa, como ejercicio de la obligación de garantía que contraen los Estados al ratificar tratados internacionales y que implica siempre el deber de derogar explícitamente las disposiciones incompatibles o que no facilitan la aplicación de las normas internacionales1. Esta tesis de la incompatibilidad pudiera resultar atractiva o recibir simpatías si se considera, por ejemplo, el caso de una madura niña de 17 años que en el último año de su educación escolar decide comprarse una bicicleta con sus ahorros. ¿Por qué no considerar que es plenamente capaz?
Otra opción consistiría en concebir un escenario interpretativo en el que las categorías de menor adulto relativamente incapaz y adolescente dotado de autonomía progresiva fueran compatibles y complementarias, en la medida en que se les reconocieran ámbitos de aplicación diversos: mientras que el régimen protector de la incapacidad debiera regir los actos patrimoniales del adolescente, el reconocimiento de su autonomía progresiva debiera aplicarse a los actos que realice en el orden personal o extrapatrimonial.
Este texto tiene el propósito de justificar esta segunda opción, esto es, de argumentar la necesidad de incorporar el concepto de autonomía progresiva del adolescente en el esquema civil de capacidad, de una manera coherente y sistemática a través de una reconstrucción interpretativa y sin necesidad de derogarlo. Por lo tanto, el trabajo utiliza de modo preferente el método analítico y argumentativo propio de las ciencias jurídicas, aplicado a la dogmática internacional, constitucional y civil referente al problema abordado.
I. Incapacidad de ejercicio y derechos humanos
Como se sabe bien, el principio de autonomía de la voluntad reconoce el poder de autodeterminación de las personas2 y les abre así un amplio campo para que a través de negocios jurídicos regulen sus propios intereses, dentro de los límites que el propio derecho establece.
Históricamente, los esfuerzos de los civilistas se concentraron en la formulación de esos límites, estructurados técnicamente como requisitos, entre otras cosas, para que el libre juego de las voluntades no termine perjudicando inequitativamente a ciertas personas, en vez de contribuir a su mayor realización espiritual y material posible, diríamos hoy, parafraseando el principio del interés superior del niño recogido en el artículo 222 inciso 1.° c.c.3.
En este sentido, en el ámbito de la capacidad de ejercicio, las categorías de incapaz absoluto e incapaz relativo han operado tradicionalmente como medidas de protección en favor de ciertas personas que, por distintas razones, podrían resultar perjudicadas a través del ejercicio de su poder de autodeterminación4.
Hoy en día, el derecho civil constitucionalizado5, impregnado del derecho internacional de los derechos humanos, debe ofrecer una fundamentación mucho más sólida para la restricción de facultades de las personas que cataloga de incapaces, pues la explicación paternalista de pretender protegerlos a través de la privación o restricción de derechos no parece suficiente por sí sola. Por eso mismo, este trabajo, que pretende argumentar una armonización hermenéutica, no debe leerse como un alegato a favor de la necesidad de mantener la adscripción de los adolescentes a la categoría de incapaz relativo tal como hoy está normativamente concebida; sí -en cambio- como un alegato a favor de la necesidad de mantener mecanismos de protección patrimonial para quienes no han alcanzado la plena madurez. Es cierto que lingüísticamente la idea de incapacidad resulta hoy poco afortunada, pero la necesidad de protección que subyace en su finalidad debe mantenerse, y desde luego, cualquier medida de protección del incapaz debe armonizarse con su derecho humano de autonomía6.
Las fricciones que surgen en el intento de conciliar la categoría civil de incapaz con el respeto de la autonomía como base de los derechos humanos no solo se presentan a propósito de los menores adultos. También ocurren, por ejemplo, respecto de los dementes7. Al esquema civil que los considera incapaces absolutos (art. 1447 c.c.), cuyos actos no producen efecto alguno ni responsabilidad civil (art. 2319 c.c.), parece oponerse el derecho de toda persona con discapacidad, incluida la mental, de que se le reconozca su capacidad jurídica "en igualdad de condiciones con las demás en todos los aspectos de la vida" (art. 12 n.° 2 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad)8. En la capacidad jurídica aludida por dicha Convención quedan comprendidos tanto la titularidad como el ejercicio de derechos y obligaciones, es decir, tanto la dimensión estática como la dinámica de los mismos, alterando la comprensión clásica del concepto9.
Así, en la actualidad, la idea de capacidad se encuentra en tensión con los presupuestos -más recientes- de la regulación internacional de derechos para grupos especiales10.
II. Marco civil vigente
Tradicionalmente, los ordenamientos jurídicos civiles han organizado la protección de los intereses morales o pecuniarios de las personas menores de edad, de las que no pueden dirigirse a sí mismos y de las que no pueden administrar competentemente sus negocios -parafraseando el art. 338 inc. 1.° c.c.- a través del binomio instrumental de incapacitación e invalidación11. Así, de acuerdo con el régimen civil de capacidad, las personas menores de edad, esto es, que no han cumplido los 18 años, ejercen su poder de autodeterminación en el plano jurídico de manera restringida12 y escalonada13.
Si estas restricciones a la autodeterminación de los niños no se respetan, y se genera un perjuicio para el sujeto de protección, entonces opera la otra opción tuitiva tradicionalmente reconocida en los ordenamientos civiles: la de invalidación de los actos del incapaz (art. 1447 inc. 2.° c.c.), pudiendo el menor resarcirse cabalmente del perjuicio sufrido (al no tener que restituir después de declarado nulo el negocio sino en cuanto la contraparte logre probar que el acto le fue útil, esto es, que no hubo perjuicio); operando al mismo tiempo ese beneficio como un freno a la litigación especulativa injustificada (porque el menor tendrá que restituir si el negocio jurídico le fue útil, de modo que el esfuerzo judicial resulta claramente menos atractivo).
Se ha dicho desde antiguo que la justificación de la restricción del poder de autodeterminación de los niños se basa en su inmadurez intelectual que impide la formación de una voluntad válida. Así, según Avelino León Hurtado, la ley presume de derecho que un impúber carece de juicio suficiente por falta de desarrollo mental. Esta carencia justifica su tratamiento como incapaz absoluto, lo que le veda celebrar por sí mismo actos jurídicos14. En el caso del púber o menor adulto, el fundamento de la incapacidad está en que aún no alcanza la plenitud de su formación intelectual15. Ello le impide administrar eficientemente sus negocios. En ambos casos, sea por carencia o por insuficiencia de juicio, se configura una situación de desventaja que legitima la intervención del ordenamiento jurídico en la medida que lo socorre o protege.
Este sistema dual de incapacitación y anulación presenta ventajas que la experiencia ha demostrado largamente: confiere certeza al tráfico jurídico, pues los terceros saben que corren un riesgo si contratan directamente con un menor de edad. La regla objetiva de capacidad, antes descrita, carga al cocontratante con la verificación de la capacidad y la obtención de la voluntad del representante para asegurar la eficacia de su acto, porque la mera aserción de mayor edad -ex art. 1685 c.c.- no inhabilita al menor para obtener una declaración judicial anulatoria del contrato u otro negocio jurídico que lo perjudique.
Sin embargo, hoy en día la supresión o restricción a la actuación autónoma de los menores de edad exige total coincidencia entre los fundamentos esgrimidos tradicionalmente para su existencia: por una parte, la falta de conocimiento y voluntad del menor y, por otra, su condición de subordinación personal y patrimonial al titular de la patria potestad o tutela. El segundo solo puede justificarse por la protección del menor y nunca por la mera mantención de una jerarquía de los padres o del tutor por encima del mismo, pues solo de esta manera se estará procurando potenciar el libre desarrollo de su identidad16.
III. De la lógica binaria de la capacidad a la lógica gradual de la autonomía progresiva17
Como se ha sugerido antes, la irrupción de la noción del niño como sujeto pleno de derechos, propia de la doctrina de la protección integral surgida al alero de los tratados internacionales, plantea la necesidad de revisar la capacidad civil del menor de edad. La CDN dejó obsoleta la imagen del niño objeto de representación, protección y control de los padres o el Estado, que informó la legislación de menores en el mundo entero18.
El artículo 5 CDN establece: "Los Estados Partes respetarán las responsabilidades, los derechos y los deberes de los padres o, en su caso, de los miembros de la familia ampliada o de la comunidad, según establezca la costumbre local, de los tutores u otras personas encargadas legalmente del niño de impartirle, en consonancia con la evolución de sus facultades, dirección y orientación apropiadas para que el niño ejerza los derechos reconocidos en la presente Convención". Por su parte, el artículo 12.1 prescribe: "Los Estados Partes garantizarán al niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio, el derecho de expresar su opinión libremente en todos los asuntos que afectan al niño, teniéndose debidamente en cuenta las opiniones del niño, en función de la edad y madurez del niño".
A partir de estas fuentes, se ha ido asentando el concepto de capacidad o autonomía progresiva, que se refiere a las aptitudes que todo niño o niña adquiere durante su crecimiento y desarrollo"19 y que va indisolublemente unido a los principios de interés superior del niño (art. 3 CDN) y del derecho de todo niño a ser oído, según su edad y madurez, ya mencionado20. La autonomía progresiva supone que los niveles de autonomía de las decisiones de los niños varían de acuerdo con factores y circunstancias específicas de cada caso21. No debe partirse de la premisa de que un niño es incapaz de formarse y de expresar sus propias opiniones sino que, por el contrario, dicha capacidad debe ser el punto de partida, sin que al niño le corresponda probar primero que la posee22.
A diferencia de lo que ocurre con el estatuto de incapacidad civil de los niños, la consideración del denominado principio del ejercicio progresivo de los derechos del niño y del adolescente supone determinar cuándo el niño está en "condiciones de formarse un juicio propio", considerando su "edad y madurez"23. Esto implica un cambio radical, desde un sistema basado en límites etarios fijos, hacia uno flexible basado en la consideración particular de cada niño, según su desarrollo intelectual y emocional24.
Queremos sostener que la recepción de la autonomía progresiva del niño en el sistema de capacidad civil presenta dificultades especialmente relevantes respecto de un grupo etario y en cierto ámbito jurídico: respecto de los menores adultos y en el espectro de sus decisiones extrapatrimoniales o personales, entendiendo incluidas aquellas que dicen relación con su salud y con sus relaciones de familia.
De la consideración de la extensión y el rango normativo de su consagración dogmática podría, en principio, desprenderse que el principio de autonomía progresiva resulta incompatible con el sistema civil de capacidad escalonada, objetiva e invariable para los menores de edad25.
Frente a esta incompatibilidad, las respuestas de los ordenamientos jurídicos son disímiles. Mientras unos han considerado que ella es sustancial y, por tanto, resulta indispensable consagrar un régimen de capacidad nuevo, otros han seguido un camino intermedio reformando e interpretando el régimen civil de acuerdo con los nuevos principios provenientes de la CDN. Considerando países de tradición jurídica similar a la nacional chilena, y de realidades sociales semejantes, dentro del primer grupo se encuentra Argentina. El nuevo Código Civil y Comercial de la Nación (c.c. y c.), vigente desde el año 2015, buscó una reconstrucción de la coherencia del sistema de derechos humanos con el derecho privado, según se expresa en los Fundamentos del Anteproyecto. En cuanto a su régimen de capacidad de los niños, este reconoce de manera expresa la autonomía progresiva de niños, niñas y adolescentes como principio fundante. A partir de él, se incorpora al código una distinción relevante: mientras el concepto de capacidad se aplica al ámbito de los actos jurídicos, el de competencia corresponde al de los derechos personalísimos (art. 23-26 c.c. y c.)26. El primero, la capacidad, es un concepto que responde a los límites rígidos establecidos en la norma, mientras que el segundo, la competencia, es una noción flexible que se adapta a los cambios propios del proceso madurativo del niño. Su aplicación supone, entonces, una carga mayor para el juez pues le exige analizar en cada caso si la persona puede tomar una decisión vital razonada27.
En otros términos, el régimen civil vigente combina un elemento subjetivo, como es el grado de madurez del niño, niña o adolescente, por medio del principio de autonomía progresiva, con la edad del mismo, como elemento objetivo y rígido, generando un sistema interrelacionado en el que la edad constituye un primer criterio para desentrañar el grado de madurez. En palabras de Herrera, existe "una clara retroalimentación entre dos conceptos claves del principio de autonomía progresiva receptados de manera central en la regulación del c.c. y c.: la edad (una noción clásica) y grado de madurez (una noción contemporánea y auspiciada por el corpus iuris internacional y regional); transversalizados, a su vez, por otra cuestión: el tipo de acto que se trate"28. Además, la autonomía progresiva aparece como principio general de la responsabilidad parental (art. 639 c.c. y c.): a mayor autonomía, menor es el rango de la representación parental, efecto que cobra especial importancia en el ejercicio del derecho al cuidado del propio cuerpo por parte de los adolescentes29. En la relación paternofilial, el niño deja de ser objeto de las decisiones unilaterales del padre o madre, abandonando la sumisión que suponen la representación y el control ilimitados de este30.
En el segundo grupo se ubica Colombia. El régimen civil de capacidad consagrado en su código civil es semejante al chileno. Sin embargo, tanto por vía legislativa como jurisprudencial, dicho régimen legal se ha ido adaptando a los nuevos parámetros derivados de los derechos humanos. Así, el artículo 3 del Código de la Infancia y la Adolescencia (Ley 1098 de 2006) modificó el artículo 34 c.c. reduciendo a 12 años, para ambos sexos, el límite en el que comienza la pubertad o adolescencia. A los púberes se les reconoce capacidad de obrar de manera autónoma en actos personalísimos que no suponen riesgo patrimonial, tales como matrimonio, capitulaciones matrimoniales, testamento, reconocimiento de hijo, entrega de un hijo en adopción, entre otros31. En el año 2009, la Ley 1306, sobre protección de personas con discapacidad mental, quebró la perspectiva ortodoxa del código civil -la única opción tuitiva consagrada era la incapacidad jurídica y su correlativo proceso de interdicción judicial, tal como ocurre en Chile-, incorporando la alternativa de la inhabilitación para ciertos casos32. Por su parte, la jurisprudencia ha ampliado la capacidad del púber a decisiones relativas a su cuerpo y su integridad. Actualmente se entiende que este puede autorizar libre y personalmente las intervenciones médicas que tengan impacto en su identidad o en sus derechos fundamentales y, en el caso de las niñas menores de 14 años, solicitar personalmente la práctica del aborto una vez verificadas las especiales circunstancias que autorizan este procedimiento, según las sentencias de la Corte Constitucional C-355 de 2006 y T-388 de 2009. Por su parte, el fallo sobre los límites a las decisiones de los padres basadas en la protección de la autonomía futura de los hijos e hijas (Corte Constitucional, sentencia T-477 de 1995) ya había sentado que existen límites a las decisiones de los padres en relación con la autonomía futura de sus hijos, destacando que los primeros no pueden tomar cualquier decisión médica respecto de los segundos como si tuvieran algún tipo de propiedad sobre ellos.
Como se ha adelantado, la hipótesis que defendemos en este trabajo, por las razones que se explicitarán más adelante, es que -para el caso chileno- una armonización es posible y deseable en el terreno de las políticas públicas de protección de la infancia y de favorecimiento del desarrollo progresivo de las capacidades, si se entiende que el ámbito de aplicación de las reglas objetivas de capacidad del código civil es el de las relaciones patrimoniales, y que el ámbito de aplicación de la autonomía progresiva es, por esencia, el del ejercicio de facultades y derechos personales, vitales o extrapatrimoniales.
Parece razonable, entonces, plantear un criterio diferenciador según el tipo de manifestación de voluntad que esté llamado a prestar. Si se trata de una declaración de voluntad para la celebración de un acto jurídico patrimonial, debiera regir plenamente el régimen binomial de incapacitación-invalidación que es característico del régimen de capacidad del código civil. Si se requiere, en cambio, la expresión de voluntad del menor adulto para un acto de familia o de disposición del propio cuerpo, entonces debiera gozar de un rango de acción mayor, pues reconociéndosele su autonomía progresiva según su edad y madurez, no requerirá de la asistencia de su representante y su voluntad será plenamente válida desde el punto de vista civil.
Una sistematización de la eficacia jurídica de las decisiones del menor adulto/ adolescente como la propuesta tendría la ventaja de conferir unidad de criterio tanto a los jueces como al legislador en las materias que les conciernen.
IV. Los actos patrimoniales
La hipótesis de trabajo que estamos asumiendo supone, desde luego y en primer lugar, un esfuerzo que sostenga la plena aplicación, al ámbito de los actos patrimoniales, del régimen objetivo de protección de incapaces menores adultos del código civil. Esto es, supone el ejercicio de demostrar que, pese a la simpatía que inspira la situación de la adolescente de 17 años que adquiere una bicicleta, a la que nos hemos referido en la introducción de estas líneas, ella debe seguir siendo considerada incapaz relativa33. Y si se modifica la norma legal, esto debiera hacerse de manera que se reconozca la plena dignidad de persona de los adolescentes (y ya hemos convenido en que la expresión "incapaz" es desafortunada en ese sentido en el español del siglo XXI), pero se mantenga la necesaria protección para quienes tienen necesidad de ella. Protección que debe suponer, siempre y cuando menos, la posibilidad de anular los actos que hayan resultado perjudiciales y en los que no se hayan satisfecho las respectivas formalidades habilitantes. Este, creemos, es el núcleo esencial de la protección debida a los menores de edad, y debiera resultar socialmente irrenunciable.
Más allá de la nomenclatura, existen evidentes razones de simplicidad, utilidad, reducción de costes de transacción y seguridad jurídica involucradas en el mantenimiento de un sistema binario objetivo (como opuesto a uno gradual subjetivo) respecto de los actos patrimoniales. En primer término, resulta obviamente más sencillo en cada caso individual pedir una demostración de la edad que pedir una demostración de la madurez; y naturalmente, más seguro y menos costoso en términos económicos. Es decir, un ejercicio de la naturaleza contraria supondría unos costes de transacción inusualmente altos que terminarían perjudicando las posibilidades de contratar con menores adultos y disminuirían la fluidez y eficacia general del sistema de contratación. En este contexto, las aludidas seguridad y eficacia en el tráfico jurídico, justamente, propenden a la autonomía del menor ya que las reglas de representación civil confieren una certeza que evita la resistencia de facto a contratar con ellos. Expresado de un modo más categórico, si la contraparte no está segura de la capacidad del menor (y en un sistema gradual y subjetivo nunca lo estará, por definición), siempre optará por no contratar con él; de modo que un sistema de reconocimiento individual de capacidad terminaría afectando radicalmente las posibilidades de los menores de autodirigir sus vidas en la práctica.
La consideración anterior se refuerza si concordamos en que -en la práctica de la mayoría de los adolescentes- son los menores los requirentes de un bien o servicio; y muy raramente asumen el rol de proveedores, y menos, de proveedores exclusivos. Esto significa, mirada le cuestión desde la perspectiva de la oferta y la demanda, que la dificultad o imposibilidad de contratar derivada del incremento del coste de transacción producirá un daño en el menor, que no podrá acceder al bien o servicio que necesita; y no en su contraparte, que con seguridad tendrá contratantes alternativos mayores de edad con los que negociar. Por cierto, muchas veces el menor requerirá imperativamente la satisfacción de una necesidad, y entonces, en la práctica, lo dicho haría que alguno de sus padres u otro adulto relacionado contrate por él, con lo cual se llega a la situación absurda de que un menor teóricamente capaz por su madurez termine actuando mediante mecanismos informales de representación convencional. El peor de los mundos: las mismas molestias fácticas del sistema objetivo con, sumadas, todas las incertezas y costos de un sistema subjetivo.
Además, el sistema objetivo binario, aunque a primera vista puede parecer perjudicial para un menor adulto "maduro", en la práctica resulta que no lo es. Y no lo es porque en el sistema del código de Bello la declaración de nulidad por incapacidad es unidireccional; esto es, el único que puede impetrar su declaración judicial es el menor adulto (ex art. 1684 c.c.), y es obvio que ni él ni su representante la pedirá si el acto no le supone un menoscabo (en los términos del art. 1688 c.c.); de modo que, para efectos concretos y salvo que el negocio lo perjudique, el negocio terminará siendo perfectamente eficaz. En definitiva, si bien el sistema busca la protección del menor de edad a través de una limitación de su autonomía de obrar, su punto de partida es el interés de este, lo que permite sostener que no resulta intolerablemente paternalista.
V. Ejercicio de derechos extrapatrimoniales por adolescentes en Chile
En el ámbito del ejercicio de derechos extrapatrimoniales, por contraste, encuentra su sentido propio y sede natural el principio de autonomía progresiva del niño, sea que en su virtud se considere la capacidad del adolescente como la regla general en este ámbito (cuya derrota en el caso concreto les devuelve la decisión a los padres o al Estado)34, sea que se le considere como un límite a la regla general de la representación parental35. Es en este ámbito en el que se manifiesta con mayor nitidez la situación intermedia en la que se encuentran los adolescentes: entre la dependencia del niño y la total autonomía del adulto36.
Dicha situación intermedia confía preferentemente a los padres la tarea de preparar a sus hijos para enfrentar la plena autonomía que les espera37.
Su sentido propio, porque ya se ha demostrado que el ámbito del ejercicio de derechos patrimoniales resulta inapropiado e inconveniente para el ejercicio de la autonomía progresiva. Su sede natural, porque el principio lo que en verdad hace es normativizar la conducta socialmente esperada de los padres respecto de sus hijos adolescentes para hacerla coercible en aquellos casos de conflicto.
En Chile, la necesidad de reconocer mayor autonomía a los adolescentes en el ámbito de los derechos extrapatrimoniales se ha manifestado, en primer término, respecto de derechos vinculados con la salud. En dicho ámbito es posible encontrar regímenes legales especiales de capacidad con límites distintos a los del código civil, así como jurisprudencia relevante sobre tratamientos médicos (sentencias sobre transfusiones o sobre rechazo de tratamientos38). Otro ámbito en el cual este requerimiento del derecho moderno se ha planteado es el del cuidado personal del adolescente39. Sigue, en los dos acápites siguientes, una breve recapitulación de esos dos escenarios de actuación del principio de autonomía progresiva.
A. Derechos vinculados con la salud del adolescente
La Ley 20.584 de 2012, que "Regula los derechos y deberes que tienen las personas en relación con acciones vinculadas a su atención en salud", toma la idea de autonomía del paciente como idea central, abandonando el modelo de beneficencia. Esto significa que las decisiones médicas deben tomarse en consideración a los valores y creencias del paciente, no meramente en atención a lo mejor para su salud40. Antes, los tratamientos y cuidados de salud eran definidos por los médicos según sus conocimientos especializados, y el paciente solo confiaba en que el criterio y el compromiso responsable de estos los conducirían a la decisión correcta, configurándose un sistema de paternalismo médico41.
A pesar de este cambio de paradigma, de la beneficencia a la autonomía, la normativa no contiene normas especiales sobre capacidad de los pacientes para manifestar su voluntad, confirmando con ello que la aplicación o interrupción de un tratamiento médico dependerá de la decisión del paciente únicamente cuando se trate de un paciente civilmente capaz (art. 14 inc. 1.°). Cuando la persona se encuentre incapacitada para expresar su voluntad, corresponderá manifestarla a su representante, según las reglas generales (art. 15 c).
Algún atisbo de reconocimiento de la autonomía progresiva de los adolescentes puede deducirse a partir del derecho a información de todo paciente contemplado en el artículo 10, en cuyo inciso 1.° se prevé que este derecho deberá cumplirse respecto del paciente "de acuerdo con su edad y condición personal y emocional".
El panorama cambia cuando se analizan dos esferas de decisiones sobre tratamiento o acción de salud relacionadas con el adolescente, en las que el legislador abandona la exigencia general de que su voluntad sea asistida por el representante y, en cambio, opta por alterar las reglas generales de capacidad civil. En efecto, tanto en la entrega de la pildora del día después como en el aborto en tres causales, el ordenamiento chileno rebaja la edad que marca la autonomía para la toma de decisiones sobre el propio cuerpo del adolescente.
En el caso de la Ley 20.418 de 2010, que "Fija normas sobre información, orientación y prestaciones en materia de regulación de la fertilidad", ella permite la entrega de la contracepción de emergencia a adolescentes mayores de 14 años, sin necesidad de contar con el consentimiento de sus padres. El funcionario o facultativo respectivo solo tiene la obligación de informarles posteriormente acerca de la entrega efectuada (art. 2 inc. 2.°). Por consiguiente, se trata de una oportunidad ofrecida a las adolescentes para ejercer, con las herramientas adquiridas de la educación sexual recibida fundamentalmente de parte de sus padres y antes de su mayoría de edad, su autonomía42.
Por otro lado, la Ley 21.030 de 2017, que "Regula la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en tres causales", modificando el artículo 119 del Código Sanitario, exige la voluntad expresa de la mujer de entre 14 y 18 años para interrumpir su embarazo en las hipótesis autorizadas, sin requerir de la autorización de sus padres, a quienes únicamente debe informarse de la decisión de su hija (art. 119 inc. 7.°). Por consiguiente, la normativa reconoce a la adolescente una autonomía tal que le permite tomar soberanamente la decisión de abortar en los casos permitidos por la ley. Especial importancia reviste en este contexto el programa de acompañamiento previsto para el proceso, que para ser respetuoso de dicha autonomía debería cumplir ciertas condiciones mínimas, a saber: garantizar la privacidad, confidencialidad, acogida y seguridad de la mujer; asegurar la recepción por parte suya de información clara, veraz, objetiva, pertinente, oportuna y de calidad, en un lenguaje comprensible; facilitar que ella se conecte con su propia experiencia, emociones, sentimientos y valores, identificando los recursos personales, familiares y sociales de apoyo de que dispone que le permitan planificar los escenarios futuros a que se enfrentará, cualquiera sea la decisión que en definitiva tome43.
B. Cuidado personal
En el contexto de las relaciones de familia se han incorporado al código civil y a leyes especiales normas expresas sobre autonomía progresiva y derecho del niño a ser oído (así, p. ej., art. 242 inc. 2° c.c., art. 16 LTF, art. 85 inc. 2.° Ley de Matrimonio Civil), pero la forma concreta en que el principio incidiría en la decisión de los conflictos no está clara. Ello queda especialmente de manifiesto en el régimen legal de cuidado personal y relación directa y regular, relacionado con el derecho del niño de vivir con sus padres y de, en todo caso, mantener contacto directo con ellos, salvo situaciones graves (art. 9 y 10 CDN). El marco normativo vigente (art. 224 a 229-2 c.c.), si bien se refiere a estos conceptos de manera expresa, no integra real y efectivamente la autonomía progresiva del niño.
Es cierto que la invocación reiterada al principio del interés superior del niño del régimen legal citado sobre cuidado personal y relación directa y regular cubre uno de los aspectos relacionados con la autonomía progresiva, esto es, el del derecho del niño a ser oído. Así, en la enumeración de los criterios a tener en cuenta en la decisión judicial sobre cuidado personal del hijo y su régimen de relación directa y regular con su progenitor no custodio44, la ley prevé la opinión del niño45.
Sin embargo, esta forma de intervención del hijo se queda corta. No basta para satisfacer el principio de autonomía progresiva el que formalmente el juez esté obligado a escuchar la opinión del niño si ella finalmente no es objeto de la suficiente consideración judicial. Más bien pareciera que ella vale pero únicamente en la medida en que coincida con la convicción del juez46.
La única forma, creemos, de conciliar para estos casos los principios de autonomía progresiva e interés superior por los que debe velar el juez, es entender que la judicatura tiene un deber de fundamentación argumental creciente en rigurosidad y exigencia cuando quiera contradecir la voluntad del menor, a medida que ascienda su edad y madurez. Y, en esa misma medida, se expande el ámbito presunto de su autonomía47. Concebir la decisión del adolescente como la decisión final en todos los casos supone dejar abierta la posibilidad de que el niño adopte decisiones en su propio perjuicio, vulnerando el principio del interés superior. Por otra parte, suponer que puede prescindirse de la voluntad del niño en la adopción de decisiones que les conciernen supone, precisamente, violentar el principio de autonomía progresiva. La consideración de la opinión del adolescente no comporta, entonces, únicamente satisfacer el deber de escucharlo sino, más allá de esto, la obligación de hacerse cargo, de dar razones, de explicitar motivos procesalmente fundados por los cuales el juez en cada caso decide privilegiar una solución distinta a la querida por aquel. La preferencia del niño tiene un "especial peso" que debiera inclinar la balanza en su favor48. De esta manera, el deber de un juez de familia que decide desoír la voluntad de un adolescente de 17 años de vivir con su padre debe estructurarse argumentalmente de una manera más exigente que si el mismo caso se presenta respecto de un menor de 12 años. Esta es la única manera, creemos, de tomarse en serio la calidad de sujeto pleno de derechos reconocida actualmente a los menores de edad.
Un ejemplo de lo anterior ocurre con la sentencia de la Corte Suprema del año 2019[49] que revocó la sentencia de primera instancia, confirmada en apelación, argumentando que la supuesta inmadurez de un adolescente de 17 años que había manifestado su voluntad de vivir con su padre y no con su madre, no era argumento suficiente para apartarse de esta preferencia. Indica la Corte en el considerando cuarto:
Que la sentencia impugnada, sin embargo y pese a aludir al citado artículo 225-2 del Código Civil, elucubra únicamente acerca de una supuesta inmadurez del adolescente al manifestar su interés de vivir con su padre y la distancia existente entre el domicilio de éste y el colegio, sin realizar un debido examen de tales criterios o circunstancias a la luz de los hechos establecidos en la sentencia, cuestión que implica no solo desviar el foco de atención del interés superior de Sebastián, sino que supone, además, desatenderlos, y que tienen directa relación con su estabilidad y que, de ser ponderados en conjunto con los otros criterios considerados en la norma, habrían llevado a una decisión diferente. En efecto, el análisis conjunto de los criterios establecidos en el artículo 225-2 del Código Civil, efectuado sobre la base de los hechos que se tiene por acreditados en la presente sentencia, permite concluir que si bien ambos padres son aptos para la crianza de su hijo, no puede desconocerse el derecho de Sebastián a ser oído y su correlato con el principio de autonomía progresiva, consagrado en el artículo 16 de la Ley N.° 19.968, en la letra f) del referido artículo 225-2 y por los tratados internacionales ratificados por Chile y actualmente vigentes.
La sentencia de reemplazo que dictó la Corte reforzó en su considerando segundo la importancia de la opinión manifestada por el hijo:
Que, atendido la edad del adolescente, es inconcuso que ya goza de cierto nivel de autonomía y de capacidad para opinar respecto de aquellos asuntos que le conciernen de manera directa, con un fundamento sicológico y moral que debe ser atendido, máxime si constituye uno de los criterios a considerar según lo estipulado en la letra f) del artículo 225-2 del Código Civil, máxime si los informes periciales dan cuenta [de] que tiene un criterio formado, entendiendo plenamente las consecuencias de cambiar de lugar de residencia, desarrollando argumentos para ello a partir de su propia experiencia de vida, lo que obliga a considerar su parecer para efectos de configurar su interés superior.
VI. Plausibilidad normativa
Hasta aquí hemos sostenido como deseable la idea de que un sistema objetivo de protección de incapaces (cualquiera sea su nombre) se aplique a los actos patrimoniales; y que, en cambio, respecto de los intereses, derechos y actos de naturaleza extrapatrimonial se aplique un sistema gradual y subjetivo que concrete la idea de la autonomía progresiva del adolescente, atendiendo a su edad y grado de madurez.
Corresponde, para cerrar estas líneas, preguntarse si esta idea de diferenciación de campos de aplicación resulta o no compatible con nuestro ordenamiento jurídico positivo. La verdad, al respecto, parece ser que no existe norma alguna, del rango que sea, que se oponga a una sistematización como la propuesta. De hecho, el código de Bello resulta tan radicalmente "reicéntrico" (y pedimos excusas por el neologismo), es decir, tan centrado en lo patrimonial, que acusa una auténtica ausencia sistemática de la representación parental no patrimonial. Se ha dicho al respecto:
[L]a representación no patrimonial resulta obviada en el tratamiento sistemático realizado por la doctrina nacional. [...] Tradicionalmente los efectos generales de la filiación han sido catalogados por la doctrina bajo los mismos dos epígrafes que encabezan los Títulos XI y X del Libro Primero del CC, y ha seguido siendo así en la doctrina posterior a la Ley N.° 19.585 de 1998 (modificatoria del régimen de filiación del CC). Así, bajo el rótulo de "Autoridad paterna" (o relaciones personales) [...], se incluyen los deberes filiales de respeto y obediencia, por una parte; y los derechos-deberes (o derechos-funciones) de los padres, por la otra, entre los que se incluyen los de cuidado del menor, relación directa y regular con el mismo, la facultad de corrección y el deber y derecho relativos a su crianza y educación. Por otra parte, bajo el tradicional título de "Patria Potestad", se realiza el estudio del derecho legal de goce que compete a quien la ejerza sobre los bienes del hijo; de la administración de los bienes del mismo; y finalmente, de la representación patrimonial. Ahora bien, como el Código no se refiere a la representación a propósito de los efectos personales, entre esos efectos queda excluida la representación extra patrimonial. Y por otra parte, la concepción general de la doctrina es que la representación que deriva de la patria potestad no puede sino referirse a los bienes, atento el tenor de la definición de patria potestad (y el contenido normativo primordial de los artículos 260 y siguientes CC), de modo tal que la doctrina sistematiza usualmente la representación derivada de la patria potestad simplemente siguiendo el hilo de la formulación legal, en representación para actos o negocios jurídicos extrajudiciales, y para actos judiciales (y se genera con el uso de esa dicotomía la falsa sensación de que se encuentran todas las hipótesis cubiertas, cuando en verdad no es así, justamente porque esa bifurcación lógica se refiere sólo a los actos patrimoniales). De esta manera, la doctrina, entonces, termina omitiendo también la consideración de los actos extrapatrimoniales a propósito de los atributos de la patria potestad. De hecho, únicamente se menciona en ese plano la ausencia de necesidad de autorización para la persecución criminal del hijo, otra vez, siguiendo el tenor de la única inclusión no patrimonial realizada por la norma legal del artículo 266 CC50.
Así las cosas, resulta más difícil justificar que en esta área de la vida los padres sí representan (al menos inicialmente o en la base) a sus hijos menores de edad, que es el ejercicio que precisamente se hace en el texto recién citado. Por tanto, nos resulta claro que en materia extrapatrimonial el campo normativo legal se encuentra plenamente abierto para la aplicación del principio de derecho internacional de la autonomía progresiva del menor, sin problemas hermenéuticos de ninguna clase.
Conclusión
1. Actualmente, la consideración del adolescente como relativamente incapaz -en la categoría de menor adulto- en todos los ámbitos de actuación jurídicos, esto es, tanto en lo patrimonial como en lo extrapatrimonial, choca con el reconocimiento de la autonomía progresiva de este grupo etario que ha permeado los ordenamientos nacionales desde el derecho internacional de los derechos humanos.
2. En Chile, el enfrentamiento de estas dos nociones, la estática y objetiva de los límites de edad preestablecidos por el legislador cuya transgresión acarrea la nulidad de lo actuado, representada por la incapacidad civil, y la evolutiva y subjetiva de la autonomía progresiva, derivada del reconocimiento del adolescente como sujeto de derechos fundamentales, admitiría soluciones radicales como la de entender derogado el régimen de incapacidades establecido por el código civil. Sin embargo, una solución integradora de ambos por vía interpretativa, que potencie las ventajas de cada una, resulta, a nuestro juicio, más conveniente.
3. Una solución de este tipo consistiría en distinguir para cada una de estas nociones un ámbito de aplicación propio: mientras en la órbita patrimonial debieran operar los límites rígidos de la capacidad de ejercicio del código civil, utilizando la incapacitación-invalidación (bajo el mejor nombre que se pueda asignar legalmente a la primera) como un mecanismo eficaz de velar por los intereses del menor adulto, en el ámbito de los derechos e intereses extrapatrimoniales o personales del adolescente debiese regir, de forma real y efectiva, el principio de la autonomía progresiva, ampliando su esfera de decisión según sea su edad y grado de madurez.
4. El resultado de esta interpretación integradora redundaría en favorecer las decisiones autónomas del adolescente en materias atingentes a su personalidad, a su cuerpo y a sus relaciones familiares, conservando en el plano patrimonial los beneficios previstos para su condición de incapaz relativo.