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Folios

Print version ISSN 0123-4870

Folios  no.27 Bogotá Jan./June 2008

 

ARTÍCULOS

La dimensión del descalabro:
Carmen Vincenti ante la fundación de la República Bolivariana de Venezuela

Carmen Vicenti facing the foundation of the Bolivarian Republic of Venezuela

Mariana Libertad Suárez*

* Profesora de la Universidad Simón Bolívar, Caracas, Venezuela. marisuarez@usb.ve.

Artículo recibido el 26 de octubre de 2007 y aprobado el 12 de mayo de 2008


Resumen

La década de los años noventa, en Venezuela, fue sinónimo de una crisis generalizada de los sistemas políticos y económicos, que se tradujo en la proliferación de representaciones mediáticas y literarias con tintes abiertamente apocalípticos. A partir del año 1998, con el triunfo en las elecciones presidenciales del líder militar de las intentonas golpistas del año 1992, surgió a la par de esta visión desoladora de la República una corriente discursiva mucho más utópica, que también alcanzaba tanto a los medios de comunicación social, como a la literatura. Más que de un diálogo, podría hablarse de una lucha simbólica que se llevó a cabo tanto en los espacios académicos como en la producción de objetos culturales, y que buscaba construir y/o deconstruir el discurso político estructurado desde los espacios de poder. Como ocurre con frecuencia ante estos gestos sobreinclusivos, en los márgenes de las dos grandes líneas de pensamiento confrontadas emergió una serie de expresiones alternativas que reivindicaban el derecho a ser en sociedad de una amplia gama de subjetividades excluidas de los dos proyectos de nación enfrentados. Precisamente, en este marco se inscribe la novela La noche oscura del alma (2002), de Carmen Vincenti, texto que además de funcionar como una suerte de glosa a las escrituras canónicas en torno a la fundación de la República Bolivariana de Venezuela, sirve también como dispositivo de inscripción de la mujer intelectual en el campo cultural venezolano del siglo XXI.

Palabras clave: Autoescritura, mujer intelectual, literatura venezolana, siglo XXI.


Abstract

The Nineties, in Venezuela, were synonymous of a generalized crisis of the political and economic systems that was translated in the proliferation of media and literary representations with openly apocalyptic dyes. Parallel, from year 1998, with the victory in the presidential elections of the military leader of rebel attempts of year 1992, Hugo Chávez, it appeared on a par from this devastating vision of the Republic, a discursive current much more unrealistic that reached to social mass media, as well as to Literature. More than of a dialogue, it could be spoken of a symbolic fight that was carried out in the academic spaces as in the production of cultural objects, and that looked for to construct and/or to knock down the structured political speech from the spaces of the authority. As it frequently happens, before these totalitarian expressions, in the margins of the two great confronted lines of thought, they emerged a series of alternative expressions that claimed the right to be in society of an ample range of subjectivities excluded from the two faced projects of nation. Indeed, in this frame the novel La noche oscura del alma (2002) of Carmen Vicenti is inscribed, text that besides of acting as a luck of glosses to the canonical writings around the foundation of the Bolivarian Republic of Venezuela, also serves like an inscription device of the intellectual woman in the Venezuelan cultural field of century XXI.

Key words: Selfwriting, intellectual woman, Venezuelan literature, century XXI.


Es terrible ver sollozar a un hombre de más de sesenta años, que además no se sentía con derecho a sobrevivir frente a los cadáveres de gente joven, de los niños que tratábamos de ignorar (...) Nos costó un buen rato recomponernos, lograr que nuestros cuerpos volvieran a obedecernos. Hurgar en las provisiones interiores por una sonrisa o un gesto de alimento, mientras los más serenos intentaban medir la dimensión del descalabro en nuestro ya menguado grupo.
Carmen Vincenti, La noche oscura del alma.

La década de los años noventa, en Venezuela, fue sinónimo de una crisis generalizada del sistema político y económico. En esos años tuvo cabida una serie de manifestaciones populares y estudiantiles, muchas veces reprimidas por cuerpos policiales y/o militares; se produjeron dos intentos de golpe de Estado; Carlos Andrés Pérez, presidente electo en 1988, fue removido de su cargo por acusaciones de corrupción; se privatizó una serie de empresas públicas, contra la voluntad de buena parte de la población, y se incrementó de manera exponencial la inseguridad ciudadana. Todo ello se tradujo en la proliferación de representaciones mediáticas y literarias con tintes abiertamente apocalípticos, que desdecían lo que había sido una larga tradición fundacional de la literatura venezolana.

Entre los textos más emblemáticos de esos años, podemos contar la novela El diario de un enano (1995), de Eduardo Liendo, donde se equipara a la clase política venezolana con el elenco de un circo, se denuncian abusos de poder y se narra el comienzo del fin de una nación; el libro de cuentos Sub-américa (1992), de Igor Delgado Senior, donde la pobreza y la corrupción se construyen en clave de humor, pero sin posible remedio; o la novela Desahuciados, de Alberto Jiménez Ure, donde la lucha de clases, el descrédito de los políticos y la decepción marcan el tránsito de los sujetos ahí representados.

Ahora bien, a partir de 1998, con el triunfo en las elecciones presidenciales del líder militar de las intentonas golpistas de 1992, surgió a la par de esta visión desoladora de la República una corriente discursiva mucho más utópica, que también alcanzaba tanto los medios de comunicación social, como la literatura. Esta visión pretendía legitimar, estructurar y organizar -designando un espacio social y cultural para cada una de las subjetividades que circulaban por la nación- lo que Hugo Chávez había llamado en su proyecto político, "la V República". Más que un diálogo, podría hablarse de una lucha simbólica que se llevó a cabo tanto en los espacios académicos como en la producción de objetos culturales, y que buscaba construir y/o deconstruir el discurso político estructurado desde los espacios de poder.

En esta corriente particular encontramos textos de muy variados géneros. Podría hablarse de crónicas como La rebelión de los ángeles, de Ángela Zago -donde, directamente, se justificaba y elogiaba el alzamiento militar de 1992-; de ensayos como El Código Chávez (2002), de Eva Golinger -que a partir de una reflexión en torno al 11 de abril de 2002 se perfila claramente el nuevo sujeto ideal de la nación venezolana-; o de textos narrativos más tradicionales en su estructura, como el libro Josefina se arrechó y otros cuentos (2004), de Mario Silva García. Estas escrituras -como ya era costumbre dentro del canon literario venezolano- además de presentar una obvia intención moralizante, intentaban proponer una relectura histórica que perfilara claramente los espacios de heroísmo y villanía que dieron lugar a esta nueva Venezuela.

Como ocurre con frecuencia ante estos gestos sobreinclusivos, en los márgenes de las dos grandes líneas de pensamiento confrontadas, emergió una serie de expresiones alternativas que reivindicaban el derecho a ser en sociedad de una amplia gama de subjetividades excluidas de los dos proyectos de nación enfrentados. Escrituras que, además, cuestionaban, desde su propia existencia, la univocidad de la Historia, la validez universal de las Ciencias sociales y la supuesta apertura de los proyectos políticos dominantes en el imaginario venezolano.

Aun cuando no existe una declaración formal que constituya este grupo de narraciones en una tendencia o un movimiento literario, al aproximarse a las mismas es recomendable tener en cuenta que buena parte de ellas ha sido escrita por mujeres venezolanas con una serie de coincidencias identitarias dignas de ser pensadas. Estas autoras tienen en común el reconocimiento académico, la participación en el debate político desde diferentes podios, el desarrollo de un discurso crítico-literario previo a la publicación de sus textos narrativos y la participación como voz autorizada en los medios de comunicación masivos.

Hablamos de obras como: Latidos de Caracas (2007), de Gisela Kozak; Nocturama (2006), de Ana Teresa Torres; Vieja verde (2000), de Alicia Freilich; La balada del bajista (2006),de Judit Gerendas, y La noche oscura del alma (2002), de Carmen Vincenti. Estas narraciones, además de funcionar como una suerte de glosa a las escrituras canónicas en torno a la fundación de la República Bolivariana de Venezuela, sirven también como dispositivo de inscripción de la mujer intelectual en el campo cultural venezolano del siglo XXI. Con lo cual, podrían ser leídas bien como gestos desfigurativos 1 (De Man, 1991), bien como esfuerzos autoescriturales que se adscriben a una larga tradición de la narrativa de mujeres venezolanas.

Al respecto, cabe recordar que como consecuencia de la exclusión directa de la figura de la mujer intelectual de todos y cada uno de los proyectos de país desarrollados a lo largo del siglo XX, en Venezuela, los grandes momentos de fundación nacional -es decir, la muerte de Juan Vicente Gómez, en diciembre de 1935, la llamada Revolución de Octubre, en 1945, el comienzo de la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez, en 1948, y el inicio de la comúnmente llamada era democrática, en 1958 2- se constituyeron como el espacio ideal para la creación de diferentes ejercicios de autoescritura femenina. Así pues, desde hace casi cien años, dentro de la narrativa de mujeres venezolanas, es frecuente que la lectura de un movimiento político o social en el marco de la literatura se torne, a su vez, en un proceso de adscripción subjetiva.

Quizás uno de los textos mencionados que dé mejor cuenta de ello sea la novela de Carmen Vincenti, La noche oscura del alma. En esta obra, las relaciones entre el yo y el entorno parten de la construcción de un sujeto femenino que lee, mira y escucha. Desde esta postura de recepción aparentemente pasiva, Adriana -el personaje central del relato- se erige como la narradora y la protagonista del mismo, con lo cual, si bien podría ser leída como un ente barbárico que invade el espacio de la producción, tradicionalmente reservado para los representantes de la alta cultura, su discurso no genera mayor incomodidad, dado que su proceso creativo y enunciativo se fundamenta en la aceptación del estereotipo de la mujer consumidora. Una figura que, además, goza de cierta trayectoria histórica en el imaginario venezolano y que, no por casualidad, fue frivolizada durante todo el siglo XX.

En otras palabras, esta representación de la mujer lectora-consumidora atraviesa el texto desde el comienzo hasta el final pero, curiosamente, no solo arropa a Adriana, sino también a la autora Carmen Vincenti. Antes de iniciar la historia, se encuentran dos epígrafes: el primero es un fragmento de Noche de resurrecciones, de Octavio Paz, un poema tradicionalmente recibido por la crítica literaria como erótico: "Vivimos sepultados en tus aguas desnudas,/ noche, gran marejada, vapor o lengua lenta,/codicioso jadeo de inmensa bestia pura" (Vincenti, 2002: 13); el segundo es una referencia a San Juan de la Cruz, donde se reproducen algunos versos del poema místico que da título a la novela: "En una noche obscura/ con ansias en amores inflamada,/ ¡Oh dichosa ventura!/ salí sin ser notada,/ estando ya mi casa sosegada" (Vincenti, 2002: 13). A esto se suma que, una vez culminado el relato, la autora introduce un párrafo de "reconocimientos" donde propone:

Más allá de los siempre fieles amigos cuya atenta lectura fue material enriquecedor de esta narración, quiero expresar mi más profundo agradecimiento a los medios de comunicación, cuyas palabras -transcritas casi textualmente en ocasiones-, imágenes y discursos de opinión me permitieron reconstruir esta temporada en el infierno, retando incluso muchas veces la labor de ficcionalización ante la inverosimilitud de lo expuesto (Vincenti, 2002: 291)

Este marco discursivo deja en evidencia el procedimiento de reapropiación llevado a cabo por Vincenti en su obra. El canon literario, la representación mediática y la escritura como prácticas definidoras de la intelectualidad orgánica del proyecto nacional naciente son intervenidos en este texto que consigue hacerlas estallar. A esto se suma cierta sensación de una lectura equivocada o, como mínimo, forzada, que queda al aproximarse a la narrativa de esta "mujer intelectual", pues el erotismo, el misticismo y la verdad mediática dan como resultado una serie de reflexiones individuales en torno a una tragedia natural. No por casualidad esta confusión, por decir lo menos, funcionará como el punto de anclaje de una identidad errática como la de la mujer intelectual, en el campo cultural venezolano.

Es interesante tener en cuenta que al leer desde una perspectiva diferente, Adriana -o cualquier hembra productora de sentidos-estaría inscribiéndose en el entorno como un lector periférico que, como tal, tendría la capacidad de generar prácticas discursivas otras, que darían como resultado subjetividades alternativas. A su vez, este desplazamiento tendrá la posibilidad de generar, desde el comienzo mismo de la novela, una serie de tensiones que ya habían sido mostradas, resueltas y reescritas por varias autoras venezolanas a lo largo del siglo XX.

Por ejemplo, la imposibilidad de enunciar un yo sin implicaciones éticas, estéticas y políticas -reiterada por buena parte de la escritura de mujeres venezolanas en las décadas de los treinta y los cuarenta- será tematizada nuevamente por Carmen Vincenti en esta obra. Con el añadido de que en este caso particular, la autora lo hará a partir de la lógica de la ruptura. Más allá de la acumulación de identidades en un solo cuerpo -vista en textos tan emblemáticos como Memorias de una loca (1955), de Conny Méndez, o Bettina Sierra (1945), de Narcisa Bruzual- dentro de este texto habrá un distanciamiento claro entre la posibilidad de ser en el discurso y de ser a partir de los discursos que circundan al yo.

Cualquier ley, norma, nombre e, inclusive, cualquier historia será evaluada por Adriana, el sujeto emergente de este relato, quien -por medio de este desprendimiento- pretende conseguir un espacio de arraigo donde exponer su visión ética y estética. Así pues, su escisión voluntaria del discurso normativo le abrirá la alternativa de pensarse como individualidad responsable y portadora de una postura política particular, no codificada hasta el momento:

Sé que tengo que enfrentarlo. Me lo dice Enriqueta. Me lo dicen mis hermanos. Me lo digo yo cuando dejo que mis ojos se atrevan a asomar la mirada por la ventana y atisbo los desgarrones del cerro. Esos ramalazos que al principio lucían como si un enorme felino hubiera arañado la tierra. Ahora son cicatrices, la huella de heridas propias que pareciera echarnos en cara para aliviar su culpa. ¿Es de culpas, entonces, de lo que se trata todo esto? ¿Podría atreverme a pensar que pagamos todos una culpa colectiva? ¿Aliviaría eso en algo mi carga personal? Expurgar, exorcizar (Vincenti, 2002: 45).

Esta reflexión "herida" de la protagonista, de alguna manera trae a colación las llagas físicas del territorio nacional reconstruido en el discurso, así como las rasgaduras simbólicas del proyecto nacional en decadencia. La culpa incurable que le ha dejado a Adriana su ruptura con el aparato normativo atenta, a su vez, contra la posibilidad de homogenizar sus postura política, su discurso político, a ella misma como subjetividad política y, por extensión, a los sujetos políticos que la circundan. Adriana asume su aislamiento en tanto individualidad, como única posibilidad de alejarse del institucionalismo.

De la misma manera, Vincenti reescribirá la resistencia histórica de las escritoras venezolanas del siglo XX a reconocer como las únicas categorías posibles para pensar la Patria aquellas que se desprenden de la retórica populista. Si bien es cierto que dentro de este texto circularán términos como nación, democracia, progreso y reconstrucción, ninguno de ellos será comprendido y/o utilizado bajo el mismo signo que se les atribuyó en el marco de las escrituras fundacionales venezolanas. Al contrario, dentro de este discurso esos vocablos se presentan distantes, aislados y -a diferencia de lo que podía ocurrir en la escritura de autoras como Dinorah Ramos, en los años cuarenta, Gloria Stolk, en los cincuenta, o Isabel Leyzeaga, en los sesenta-, en boca de los poderosos y sin posibilidad alguna de resemantización desde la periferia:

El caso es que apenas aparece un líder con uniforme militar se lo señala como un dictador en potencia. Y tengo que hacerte entender que la producción de poder es la principal escala de medición de toda acción política en cualquiera de sus niveles. Había que trabajar sin respiro y tú, que siempre habías sido mi compañera intelectual, te dedicaste a cuestionar cada uno de mis pasos como si fuera una afrenta personal contra nuestro amor. Perdiste la racionalidad, no lo niegues, y la Historia, así con mayúscula, me está dando la razón (Vincenti, 2002: 129).

Ante esta afirmación, Adriana responde sin palabras:

Restriégate duro, mujer. Enjabona con fuerza cada uno de tus poros, afinca las uñas en las raíces de tu cabello, lava con detenimiento los orificios de tu cuerpo. Mira que existen capas de fango peores que las que salen de la tierra. A ver si logras desprenderte de todos esos sedimentos que te avergüenzan de haber sido tú. Convoca una lluvia apocalíptica que te sea dedicada en exclusividad pero que no permita jamás renunciar a la memoria (Vincenti, 2002: 129).

Es evidente el deseo de renunciar a esa retórica que había aparecido en la literatura nacional durante todo el siglo XX y, más que nada, de desligarse y de comprenderse al margen de la misma en tanto subjetividad emergente. Como refuerzo, dentro de este mismo discurso, se pone de manifiesto la posibilidad de renunciar a la memoria como mecanismo de construcción de identidad. Adriana decidirá, a lo largo de todo el texto, qué cosas recordar y bajo qué forma, para desestimar así cualquier intento de inscribirla dentro de un molde subjetivo concluido.

Finalmente, ocurre lo mismo con la conciencia de simulacro en la escritura que, dentro de la novela, desencadenará cuestionamientos en apariencia insalvables frente a la necesidad de autorrepresentación. Es decir, este texto se pregunta una y otra vez si es posible ser y recordar pese a la inestabilidad del lenguaje, descubierta por el personaje casi al comienzo de sus reflexiones. Sin duda, se trata de un conflicto no resuelto en estas páginas; no obstante, en varias ocasiones esta conciencia de simulacro permitirá que el personaje femenino sobreviva más allá de cualquier codificación que se pretenda hacer de él y de su deseo. Desde el primer párrafo de la novela se puede leer:

Viniste aquí a restablecerte, ¿no? Pero poco estás haciendo. Cuando uno se fija un objetivo, enfila todos sus esfuerzos para obtenerlo, eso lo sabe todo el mundo ¿Crees que es coherente pasarte horas y horas ahí sentada oteando el horizonte, como si estuvieras aguardando al fantasma de tu padre emerger de las aguas para bendecirte por los favores recibidos? ¿O peor, esperando que en cualquier momento aparezca un romántico buque de vela, capitaneado por Gonzalo arrepentido y suplicante que viene a rescatarte de la melancolía y el abatimiento?
Qué tal si organizas tu situación. Eso siempre es útil, sobre todo cuando no se sabe por dónde empezar a establecer las conexiones necesarias con los deseos. Como hacer una crónica de ti misma, ¿te parece?
(Vincenti, 2002: 23).

Ahora bien, la apuesta por la individualidad bien podría reforzar la noción de autoridad y, por tanto, restarle carácter menor a esta escritura. Quizá por ello, en La noche oscura del alma, el sujeto que se asoma en medio de estas contradicciones se desespera por reconstruir -sin mucho éxito- en el marco de una tragedia natural, un rasgo de identidad colectiva, que le permita subsistir en la marginalidad. Durante el largo viaje hacia sí misma, Adriana establece alianzas, más allá de las filiaciones naturalizadas en el entorno, para mantenerse en pie aún en medio de la debacle.

La protagonista, quien es descrita como una mujer cuya "ilusión cuando era de jovencita (...) había sido, por supuesto, llegar a ser una gran pintora [y para ello] estudió Arte en la universidad y, a la par, el diploma de la Cristóbal Rojas" (Vincenti, 2002: 24) vaga entre referencias familiares, geográficas y nacionales que la hacen sentir extraña, nómada y extranjera. Por ello, la presentación del personaje desde su infancia, además de llamar la atención sobre la estructura de la escritura biográfica más tradicional, deja ver que su identidad no está del todo concluida y, lo que es aún más importante, que desea erigirse como sujeto desde la interacción con el otro.

Hay pues, al comienzo de esta novela, un intento de romper con el automatismo identitario propio de las escrituras mayores que circundan esta producción. Desde el comienzo, Adriana no es lo que le corresponde a su subjetividad dentro del mapa identitario nacional. Es una mujer creadora que si bien se asimila progresivamente al sistema de producción, siempre muestra su descontento, al tiempo que se posiciona, sin violencia explícita, en la periferia de las estructuras sociales tradicionalmente relacionadas con su posición de mujer letrada, burguesa y heterosexual: se margina de la familia -pues se asume como la amante de Gonzalo, un hombre casado-, se margina del hogar -pues reside por elección en un pequeño estudio originalmente destinado a ser el cuarto trasero de la casa paterna- y, finalmente, se margina del arte -pues convierte su labor docente en un hecho simple, cercano a la práctica artesanal.

Todo ello contribuye a que la novela se constituya como una larga reflexión en torno a un yo, a una identidad mutable capaz de negociar diferentes posibilidades de vida. A partir de este devenir constante, Adriana, en medio de dos grandes fuerzas contrapuestas, elige una posición frente, ante o a partir del espacio físico y el proyecto político moribundo, que definirá -al mismo tiempo- su subsistencia dentro de la geografía que recién se funda. En otras palabras, la protagonista de esta novela oscila entre la fundación y la ruina para tratar de generar un discurso donde inscribir su yo.

Ahora bien, esta configuración identitaria se da a partir de la triangulación del discurso de los personajes principales: Adriana, la protagonista -quien construirá su memoria remota a partir de sus relaciones amorosas-, Gonzalo, su primer amante -un varón, poderoso, heterosexual, antiguo profesor y ahora funcionario del gobierno chavista-,y Mateo, el coprotagonista de su segunda relación amorosa -un artesano, pobre, negro, prácticamente iletrado, cuya familia vive en una de las barriadas menos favorecidas del Estado Vargas-. Ciertamente, a medida que transcurre el relato, más que como segmentos de la realidad, estos personajes son mostrados como un continuum que se pliega según las necesidades del entorno. Mientras la protagonista escucha a Gonzalo hablar en la televisión, reflexiona:

(Adriana, es la misma voz, convéncete, que te decía que nuestros males, amor, provienen todos de ese imaginario caciquista que alimentó las guerras de independencia, hoy campesino muerto de hambre, mañana general del ejército). La cámara se detiene en ríos marrones que no eran ríos, y con esfuerzo de motores trata de avizorar algún alimento humano que cruce su desenfrenado tumulto. ...y en otros movimientos nacionales y populares, como el peronismo argentino, que siempre gobernó con la participación de un pueblo dignificado y un ejército nacionalizado e industrializado. O en el proceso de la revolución cubana mantenido por la acción pertinaz de un caudillo que aglutina al pueblo nación. (Mateo no tiene televisor. Solo una radio donde evita las arengas incendiarias que embelesan a los clientes de la bodega de abajo (...) Mateo me pregunta, mete el dedo en la llaga, no entiende cómo ese señor y yo fuimos (Vincenti, 2002: 238).

En este fragmento se hace evidente que Adriana, en tanto mujer receptora y productora de discursos, tiene la capacidad de integrar dos vertientes del nuevo mapa nacional que en apariencia lucen inconexas. La ininteligibilidad de cada personaje masculino frente al otro propone un punto específico de acción de la subjetividad femenina letrada dentro de la ansiada conciliación nacional. Quizá por ello, resulte muy iluminador que las palabras de este personaje de umbrales llamado a conectar la decadencia con el nacimiento opaque su participación a favor del discurso del poder. Al menos en el primer apartado del libro, las únicas deliberaciones directamente referidas son las de Gonzalo, los comentarios de los otros personajes solo derivan de las respuestas que él da desde su lugar de autoridad. Por ejemplo, podemos deducir que en el apartado titulado Todavía, Adriana interroga acerca de por qué no fueron suspendidas las elecciones pese a la tragedia natural, pues -tras la inserción en la novela de una noticia de periódico- Gonzalo afirma:

No te pongas a hacerle caso a quienes se empeñan en achacarle la culpa del deslave a Chávez, Adriana, por favor. Nadie podía sospechar ni remotamente lo que iba a pasar. Más bien, la ciudadanía debería estar feliz con esta modificación a la constitución que instaura la posibilidad de un referendo (...)
Cierto.
Lo fundamental es mirar hacia delante. No podemos ahorita dedicar todo nuestro esfuerzo a limpiar playas cuando no hemos terminado lo más perentorio -que abarca con igual urgencia otras zonas del país, como bien sabes-,pero poco a poco se lograrán las metas. Más aun, ese fenómeno que pasó en La Guaira podría despertar a corto plazo el interés de dos o tres millones de turistas que pasan por el Caribe
(Vincenti, 2002: 125).

Si bien es cierto que no es difícil reconocer o adivinar dentro de esta escritura la voz de Adriana, también lo es que el tono paternalista atribuido al personaje de Gonzalo tiende a opacar los espacios que ella anunciaba haber adquirido poco antes. Sin duda, esta mujer -inscrita dentro de un discurso que la sobrefeminiza, en tanto que la ubica en el espacio de lo no verbalizado- en apariencia solo está destinada a escuchar; no obstante, el hecho mismo de que el sujeto autorizado le dé luminosidad en el texto permite que ella continúe autoexplorándose y, sobre todo, reconociéndose. En ocasiones, incluso, este dejarse contemplar permite también que ella comience a admitir y generar su propia ley.

De aquí que desde la forma institucional e institucionalizada de decretar el pasado por parte de Gonzalo -quien busca en la Historia paradigmas sociales que justifiquen sus acciones del momento y su arribo al poder-, se desprende el interés por la dicotomía memoria/olvido de Adriana, para quien el recuerdo de su padre muerto consiste en una búsqueda de una experiencia, ajena por completo a la tradición y que deja siempre al descubierto su carácter arbitrario. Aún más, la proyección a futuro del personaje masculino deriva en la decepción, la incredulidad y la mirada apocalíptica de la mujer.

A esta tensión se suma un elemento aún más perturbador: la mirada sobre el tiempo que propone Mateo. Este personaje establece la subsistencia inmediata, es decir, el aquí y el ahora, como único elemento incuestionable de su identidad.El presente puro de este constructo hace que la voz de Adriana intente, constantemente y sin mucho éxito, trasladarlo a otros espacios temporales posibles. De hecho, tras conocer las noticias del fallecimiento de Mateo, Adriana habla de las oportunidades inexistentes de relacionarse con su familia, de la necesidad de tocarlo de nuevo e, incluso, dice ¿recordar? ciertos diálogos que hubieran sido posibles:

No lo quieres perder. A Mateo, también. Y con él las ensenadas, las espirales de rocas haciendo eco del cerro, las conchas mansas que venían a reposar en sus manos, la silueta tajante del repecho que se asomaba con desparpajo al mar. No importan las voces racionales que dicen -decías- que nunca podría formar parte de tu vida, que volverías a tu mundo irreconciliable con el suyo, sin finales románticos de folletín, de amor que triunfa por encima de los obstáculos (...) Quieres al menos poder imaginarlo arisco, moldeando sus máscaras, quizás odiándote (Vincenti, 2002: 248).

Entonces, mientras el tiempo de Mateo se agota, en el acto de su desaparición, y el de Gonzalo progresa hacia su reafirmación subjetiva, el de Adriana se ramifica en busca de alguna posibilidad de ser comprendido. Los anacronismos rodean al personaje femenino de la novela, quien se niega a comprender el tiempo desde la idea prospectiva sugerida por el poder. Idea que, además, legitima de manera casi automática, en esta obra, el nuevo proyecto de nación. Adriana, desde su alejamiento de la concepción tradicional del tiempo, desorganiza e, inclusive, llega a cuestionar el gesto totalizador de Gonzalo, pues deja al descubierto -cada vez que toma la palabra- el carácter irrepresentable de aquellas nociones que él pretendía inscribir dentro de un discurso, al menos en apariencia, historicista. El inmediatismo de Mateo y la desarticulación de la protagonista ponen en tela de juicio nociones como la identidad, la pertenencia y el territorio nacional.

Un ejemplo claro de ello lo constituye el apartado de la novela titulado Cuando, donde se presenta de manera acrítica una serie de fotografías que -sin orden cronológico ni espacial- comienzan a estructurar el recuerdo de Adriana. Solo entonces, este personaje genera un relato que, de muchas formas, constituye un espacio donde anclar su identidad. A medida que ve los lugares y los momentos que la relacionan -siempre desde una perspectiva pura-mente emocional, claro está- con su padre, Adriana adquiere un discurso y desdice la voz autorizada de Gonzalo. De hecho, justo después de contemplar una foto de Macuto, una de las zonas afectadas por la tragedia, tomada treinta años antes, reflexiona:

¿Qué le preguntarías hoy, Adriana? ¿Te serviría ahora la historia de la fundación de La Guaira, la aventura de la flota mercante vasca o de la de los primeros pobladores de Macuto? ¿Crees que Fernán hubiera podido responderte por qué tantas muertes, tanto dolor, tanta pérdida? ¿Crees que hubiera sabido indicarte qué debes recordar y qué debes olvidar? ¿Hubieras podido ir de su mano retocando los paisajes de tu memoria para poder borrar las imágenes que te ensucian los ojos? Discútele como solías hacer, argumenta que la memoria y el olvido guardan en su interior los polos de la vida y la muerte. Porque una vez que uno olvida algo o a alguien es como si estuviera muerto (Vincenti, 2002: 196).

Más que como "documento" histórico, las fotografías mencionadas dentro de este texto funcionan como una huella, una secuela imperceptible, pero no de un hecho concreto, sino de la experiencia vivida por el personaje femenino a partir del mismo. En oposición a las grandes verdades de Gonzalo, tambaleantes desde el momento mismo en que son enunciadas, estas vivencias mutables en el recuerdo emotivo se convierten en espacios imposibles de delimitar, anquilosar y, en consecuencia, de clausurar. Las interacciones que dan origen al padre desde la perspectiva de Adriana se basan en un intercambio cuya lectura varía constantemente.

Se introduce entonces en el texto un elemento fundamental para comprender el tránsito de la identidad de Adriana: la incorporeidad. Este cuerpo que marca al comienzo de la obra la posibilidad de gozar, de experimentar el placer, de vivir el dolor y, por tanto, de hacerse sujeto, comienza a perder presencia y materialidad en el discurso. Las diferentes prácticas violentas que se aplican sobre Adriana y los otros entes periféricos referidos en la obra desembocan en el estallido y la fragmentación de sus cuerpos que, progresivamente, se tornan inenarrables desde la retórica del poder

De hecho, la protagonista de la novela -un sujeto marcado por su desplazamiento permanente- en tanto mujer artista, creadora y/o intelectual, pierde cualquier posibilidad de arraigarse tanto en el espacio geográfico y el político de Mateo -quien ahora se enfrenta a la dureza de la degeneración-, como en la verdad naciente de Gonzalo. El olvido equivaldría tanto a la muerte absoluta de su padre -es decir, de su ley-, como a la búsqueda irrenunciable de un proyecto sustituto que ella no parece reconocer en ninguno de los mapas nacionales, geográficos y subjetivos que la circundan. Se describirá entonces dentro de la novela la pugna de Adriana en defensa de la palabra perdida, así como la subjetividad resultante de esta tensión:

Te preguntas cómo soportaste aquellas largas peroratas sobre la oportunidad única que ofrecía la historia de convertir en realidad el sueño bolivariano de la Gran Colombia, y, más aún, de una Confederación Americana que en algún momento se abrió paso con la energía liberadora de una fuerza magnética... en aquel momento mágico de nuestra historia, donde todo hubiera sido posible -te ronronea malignamente tu pesadilla- (...) Gonzalo -aquel desconocido que se había convertido en un clon de la retórica demagógica presidencial-hablando, gesticulando, imponiéndose por encima del rumor de las olas cansadas (...)
¿Cómo pudiste ser aquella que escuchaba?
... pero tal vez haya llegado el momento, lo cual implicaría poner en marcha pueblos, ejércitos y economías, y pensar, en definitiva, en el gran sueño bolivariano...
Te sacudes desesperada, te revuelcas, tratas de arrancarte la piel con las uñas. Quizá bajo la lluvia te dices. Pero la lluvia te da tanto miedo
(Vincenti, 2002: 78).

Ahora bien, este desdoblamiento del yo de Adriana que funciona a un mismo tiempo como sujeto y objeto del discurso bien podría leerse como la construcción de un refugio ante los gestos universalizantes de Gonzalo; no obstante, desde que es enunciado el nomadismo, se deja claro que si bien sirve para evidenciar la inestabilidad del poder, no tiene la posibilidad de desactivarlo. Quizás ahí se ancleelfinalde la novela. Paralelamente a la imagen de inseguridad e inestabilidad se insertan algunos discursos concluidos, aparentemente portadores de verdad y con la capacidad organizativa necesaria para la subsistencia de una subjetividad. Aún más, el apartado siguiente se inicia con un artículo de prensa escrito en un tono absolutamente analítico, donde se enumeran los daños físicos que ha sufrido el Estado Vargas. De inmediato se hace presente una serie de reflexiones de Adriana:

El aspecto de mis compañeros, y el mío, desde luego, no nos permitiría reconocernos si nos encontramos en la calle. Hasta se hacían chistes de vez en cuando, para aliviar la tensión, sobre cuál de los andrajos era más lujoso, sobre cuál labor de maquillaje resultaba más impactante.
Aún así, de allí salieron los dos amigos que me han acompañado estos meses, los únicos seres con los cuales he sentido que me comunico realmente. No hay manera de transitar imágenes del horror sin que te marquen de alguna manera, y hasta te transformen. Y eso te separa de los demás,¿sabes? El asunto es averiguar qué sale de esta transformación, cómo la encajas con las rutinas anteriores de tu cuerpo
(Vincenti, 2002: 81).

Evidentemente, el yo narrativo que presenta el desastre natural se desarrolla con cierta comodidad discursiva. El personaje relata -sin tropiezos- su vagar por el desastre, establece de manera clara sus anclas de identidad, sus alianzas y el punto de ruptura con sus filiaciones. Asimismo, es capaz de inscribirse dentro de un recorrido temporal lineal. Sin duda, esto es posible porque los modelos subjetivos asignados a las mujeres dentro del imaginario venezolano del siglo XX resultan ideales para comprender este tránsito por una zona desvastada, en degeneración y a punto de desaparecer, pues, a fin de cuentas, ese ha sido uno de los lugares de pertenencia, aunque no siempre de enunciación, destinado a los sujetos femeninos.

Ahora bien,en el momento mismo en que Adriana, como mujer intelectual, trata de inscribirse dentro del discurso de la nación naciente, se encuentra con que no hay un modelo previo que permita su comprensión. Quizá por ello, en el análisis posterior que establece este personaje, se llega a preguntar si era ella realmente quien participaba de aquella conversación con Gonzalo. Esa escritura fragmentaria, llena de dudas, tambaleante, de un personaje que -frente a la autoridad- escucha más de lo que dice, constituye el mayor gesto de autoescritura del relato. Por ello, resulta significativo que a medida que avance la obra, si bien la desaparición de Adriana se torna indetenible, la pluralidad de voces alcanzadas por la mediación de su recepción-producción de discursos también perezca:

Averigua primero qué es lo que no puedes soportar. Los cantos perdidos de tu infancia o el olvido que con el transcurrir de los años repasará los espacios borrados con luces de desmemoria y conformismo. La muerte de tu padre o tu culpa por haberlo abandonado. Los amores malogrados o el naufragio de las ilusiones o la ofuscación de los mitos. La impotencia de no poder anular lo sucedido o la negativa profunda de tachar la experiencia vivida.
Los caminos pueden marcar tus pasos en direcciones que te alejen de ti misma o que te conduzcan a la nada.
¿Será verdad que la muerte puede ser un reinicio?
(Vincenti, 2002: 285).

Dentro de este discurso, la República Bolivariana de Venezuela como espacio edénico de integración nacional es sometido a una evaluación detenida proveniente de los márgenes culturales, génericos y étnicos de la sociedad. En particular, Adriana, la mujer intelectual, y Mateo, el hombre pobre, negro e iletrado, sentencian su imposibilidad de permanecer ahí y, literalmente, pierden la vida. Ahora bien, en ese mismo discurso se deja ver que tanto la memoria como la reconstrucción de la ley desde una perspectiva afectivizada pudieran funcionar como paliativo, pues al buscar por medio de la reconstrucción de la experiencia al padre perdido, de alguna manera, Adriana propone como posibilidad de consuelo la creación de un espacio nacional movible y consensuado.

Por ello, aunque el final del texto llame a la derrota, la autoescritura del personaje central le otorga al lenguaje cierta capacidad afirmativa que -pese a su confesión de debilidad- le permite enfrentar este ejercicio de exclusión que supone el establecimiento de una nueva patria. El título mismo de la obra, La noche oscura del alma, así como la referencia inicial a "Noche de resurrecciones",dejan claro que la mujer intelectual, tras esa huida relatada de manera explícita en el último apartado de la novela, conserva en el uso consciente del lenguaje la posibilidad de continuar leyendo, narrando y, por encima de todas las cosas, sobreviviendo a cualquier proyecto que apueste por su eliminación.


Notas

1 Paul de Man -en su artículo La autobiografía como desfiguración (1991)- afirma que la autobiografía (...), no es un género o un modo, sino una figura de lectura y de entendimiento que se da, hasta cierto punto, en todo texto. El momento autobiográfico tiene lugar como una alineación de dos sujetos implicados en el proceso de lectura, en el cual se determinan mutuamente por una sustitución reflexiva mutua (114), por ello, no es descabellado que al leer las escrituras de mujeres intelectuales producidas en el siglo XXI se piense que existe una voluntad de autoinscribirse dentro de un mapa subjetivo que se encuentra en pleno período de reconformación, es decir, de leer y ser leídas en un espacio geográfico, físico y cultural aún por definir.

2 Aunque, sin duda, se trata de escrituras marginales, prácticamente borradas de la historiografía literaria nacional, destacan dentro de este género, por ejemplo, los libros de cuentos Caminos (1936), de Elinor de Monteyro; La leyenda del estanque (1947), de Narcisa Bruzual; Anastasia (1955), de Lina Giménez, o Paralelepípedo (1969), de Helena Sassone, textos cuya función principal era la tematización de la mujer intelectual en conflicto permanente con un proyecto de país y, por extensión, con mapa subjetivo que se negaba a reconocer su insistencia. Curiosamente, estas escrituras guardan algunas relaciones estilísticas -como el uso de la primera persona, en alternancia con voces difusas que pretenden la construcción de la protagonistas-, temáticas -como la mujer que escribe, la desaparición y la muerte de cualquier sujeto femenino que desarrolle una actividad intelectual o, en términos más concretos, el suicidio-, y estrcuturales -como la negación a la prospección temporal y la tendencia a las fórmulas cíclicas-, que permiten comprender las obras escritas por mujeres en el siglo XXI como parte de una genealogía.

Bibliografía

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