A la memoria de Marcos Guevara Berger
Los PUEBLOS CHIBCHAS SON EL conjunto étnico más representativo de la región istmocolombiana. Aunque su unidad ha sido demostrada sólidamente en el plano lingüístico, sigue siendo elusiva al pasar a sus modos de vida y pensamiento. Así lo ilustra el estado de conocimientos sobre su mitología. Las excelentes monografías sobre los corpus mitológicos de varios pueblos no han desembocado en una mejor comprensión del conjunto al cual presuntamente pertenecen. Los pocos estudios comparativos que les han sido consagrados han vacilado entre la detección de elementos compartidos y la declinación de la posibilidad de hablar de una mitología propiamente chibcha. Además, salvo unos casos contados, las tradiciones de estos pueblos han estado ausentes de los grandes debates sobre mitología amerindia, desde los volúmenes de las Mitológicas de Claude Lévi-Strauss hasta las recientes discusiones sobre el mito sostenidas en el marco del giro ontológico.
El presente ensayo se centra en un importante motivo mítico con el propósito de contribuir al conocimiento del conjunto de tradiciones chibchas. Se trata del gran árbol erguido al principio de los tiempos, del cual existen numerosas variantes dentro y fuera del continente americano. El lingüista Adolfo Constenla Umaña señaló tempranamente su presencia entre varios pueblos de lenguas chibchas, refiriéndose a él como un "árbol de la vida" (Poesía 28). El antropólogo Marcos Guevara Berger reconoció su importancia para la estirpe, pero desestimó su singularidad y prefirió verlo como un avatar más de los árboles de otras tradiciones amerindias ("Discusión" 99-103). El examen que se propone a continuación llega a conclusiones muy diferentes, en gran parte gracias a una información más completa a la que pudieron acceder estos autores. Aunque el motivo arbóreo conocido por los chibchas ciertamente evoca a los presentes en otras latitudes, también constela una serie de rasgos que lo distinguen de ellos, sugiere una gran antigüedad y evidencia un desarrollo relativamente independiente. Como se sostendrá, el árbol chibcha se levanta como una gran planta simultáneamente cósmica, humana y culta, muy diferente a las presentes en Mesoamérica, la Amazonía y más allá.
Si bien este ensayo puede ser visto como un experimento de mitología comparada, los objetivos que lo animan y el campo que examina son mucho más amplios. La exposición empieza con una presentación general del motivo del gran árbol y prosigue con la identificación de los motivos conocidos por los chibchas. La atención recae en los relatos mitológicos y se extiende desde ellos a otro tipo de manifestaciones, como la cosmología y el ritual. Los objetivos planteados se alcanzan con la restitución de una serie de rasgos distintivos que el motivo arbóreo chibcha constela, dentro de los cuales sobresale su dimensión cósmica y su naturaleza humana y culta. Además de confirmar la unidad de los pueblos chibchas más allá del plano estrictamente lingüístico, estos hallazgos permiten dar inicio a un ejercicio de historia conjetural encaminado a desentrañar el pasado del árbol, las relaciones que posiblemente guarda con sus homólogos mesoamericanos y los rastros que pudo dejar en la cultura material prehispánica.
El motivo del gran árbol
El motivo de un enorme árbol erguido en el centro del universo es común a las tradiciones sagradas de muchas civilizaciones. Los historiadores de las religiones detectaron tempranamente el tema en Eurasia y distinguieron dos grandes variantes: un árbol mundo, símbolo del cosmos y la estructura cósmica, y un árbol de la vida, símbolo de la vitalidad y regeneración universal (Eliade, El chamanismo 219-222; Tratado 244-298). El árbol mesopotámico encargado de sostener al mundo, la gran planta de los textos védicos que hundía sus raíces en el cielo y el enorme tronco utilizado por los chamanes siberianos para acceder a los cielos son algunas de sus más conocidas manifestaciones.
La presencia de motivos similares en América ha sido ampliamente documentada. La ceiba primordial de las tradiciones mesoamericanas ostenta algunos de los rasgos característicos de los árboles mundo y los árboles de la vida (López Austin, "El árbol"; Las razones 46-56; Villa Rojas 137-141). A grandes rasgos, este enorme árbol figura como una prolongación del monstruo cocodriliano vinculado a la tierra y una vía divina de comunicación entre las diferentes regiones del cosmos. Durante el Periodo Clásico Maya, la gran ceiba se vinculó al poder y le sirvió de símbolo a los soberanos, mientras que durante el Posclásico Maya y Nahua se cuadriplicó y quintuplicó en varios árboles acoplados a la estructura del universo, situados en el centro y los confines de la tierra y asociados sistemáticamente a diversas deidades, regiones, direcciones y colores. Las tradiciones mayas y nahuas actuales refieren ceibas con características semejantes, incluidas las de naturaleza cuádruple y quíntuple.
Los enormes árboles también se levantan en Sudamérica, aunque bajo una diversidad que rebasa la oposición entre los árboles mundo y los árboles de la vida. Las tradiciones de los pueblos de las tierras bajas frecuentemente refieren la existencia de altos y gruesos árboles erguidos en tiempos primigenios, cuya tala por parte de dioses, humanos y animales le otorga al mundo su forma definitiva. Un árbol de la abundancia, vinculado al origen de los cultivos y alimentos, goza de difusión en el noroeste de Sudamérica, mientras que un árbol de las aguas, asociado a la génesis de ríos y peces, es célebre en la cuenca amazónica (Blixen; Lévi-Strauss, Le cru 173-177, 191-195; Margery Peña 93-95; Reichel-Dolmatoff, "Mitos" 21-24; Wassen, "Cuentos"120-129). A estos se suma un árbol de la salvación, a cuyas copas huyen los humanos para ponerse a salvo de colosales inundaciones e incendios (Blixen, 110, 134-139).
Otros árboles merecen una mención aparte. Entre las poblaciones caribes de Venezuela y las Guayanas, es común la figura de un árbol mundo, identificado con un gran eje cósmico, asociado a las grandes montañas del paisaje y, en algunos casos, descrito como la fuente de origen de los frutos y los animales (Halbmayer, Kosmos, vol. 1 111-112, 116, 170, 310, vol. 11 493). Los pueblos del Chaco, por su parte, integran el árbol a sus tradiciones chamanísticas, le conceden la función de sostener al universo y le sirve a los chamanes para desplazarse por las regiones celestes y telúricas (Wright 231-238).
La estirpe chibcha y el motivo arbóreo
La palabra chibcha proviene de la lengua muisca, hablada por los antiguos habitantes de la cordillera Oriental colombiana. Aunque este término se empleó durante mucho tiempo para referirse exclusivamente a esta población, en su acepción moderna abarca a una estirpe entera de pueblos emparentados lingüística y culturalmente (Pache y Sánchez; Constenla Umaña, "Chibchan" 391-395; Niño Vargas, "An Amerindian Humanism" 38-40). Así definidos, los chibchas son comparables a otros conjuntos de pueblos amerindios, como los mayas y los nahuas mesoamericanos, los quechuas y los aimaras andinos o los tukanos y los arawak amazónicos.
Los pueblos chibchas son los más importantes del área istmocolombiana, esa enorme región entre Mesoamérica, la Amazonía y los Andes (Imagen 1).1 Originarios del sureste de Costa Rica y el noroeste de Panamá, se dispersaron por la baja Centroamérica y el norte de Colombia hace varios milenios, colonizando una gran cantidad de entornos y diversificando sus lenguas y culturas en un grado considerable (Pache 1-15; Contenla Umaña, "Sobre el estudio" 45). La veintena de grupos que lograron sobreponerse a los proyectos de sometimiento y asimilación de los imperios coloniales y los estados latinoamericanos hoy se encuentra en lugares relativamente aislados, desde el nororiente hondureño hasta los Andes orientales de Colombia y Venezuela (Imagen 1). Actualmente, las personas que se consideran a sí mismas miembros de un pueblo chibcha alcanzan el medio millón, mientras que aquellas que hablan una lengua de la estirpe se estiman entre doscientos cincuenta y trescientos mil (Niño Vargas y Beckerman).
Si bien fueron elusivas por un largo tiempo, las relaciones que unen a los chibchas han sido confirmadas progresivamente en el campo de la lingüística desde finales del siglo XIX (Pache 15-24; Pache y Sánchez; Constenla Umaña, "Chibchan" 395-403). Las más de veinte lenguas habladas por estos pueblos, muchas de ellas ininteligibles entre sí, comparten un sinnúmero de rasgos que delatan su descendencia de una sola y única lengua antecesora. El desentrañamiento del correlato cultural de este parentesco ha sido esquivo y ha avanzado de manera más lenta, seguramente a causa de la diversidad de modos de vida que actualmente llevan estos pueblos en territorios distantes y contrastantes. Un interesante experimento al respecto fue iniciado hace un par de décadas por Adolfo Constenla Umaña (Poesía), quien sugirió la existencia de una literatura oral chibcha fundada en elementos míticos y recursos narrativos comunes. Uno de los motivos que llamó su atención fue, precisamente, el de un gran árbol, al que apresuradamente se refirió como árbol de la vida (28), un tipo más común entre pueblos euroasiáticos que americanos.
El motivo arbóreo fue rastreado por Constenla Umaña en mitos bribri, cabécar, ette, kuna y maleku (Poesía 28). El actual material mitológico y etnográfico confirma y enriquece este hallazgo. El gran árbol ocupa un lugar prominente en las tradiciones de los kogi y los iku de la Sierra Nevada de Santa Marta (Arenas Gómez 141-142; Parra Witte 135, 201; Reichel-Dolmatoff, Los kogi, vol. II 18, "Templos" 204, Indios 86), los bribri y los cabécar de la cordillera de Talamanca (Guevara Berger, "Mythologie" 349-365; Jara Murillo y García Segura 51-56; Stone 53-54), los kuna del archipiélago de San Blas y las selvas del Darién (Chapin 64-70; Fortis 33-36; Nordenskióld 161-167; Wagua 44-53; Wassén, "Some Cuna" 12-34), los ette de las llanuras del Magdalena (Niño Vargas, "Cosmos Ette" 1191-1198; Reichel-Dolmatoff, "Mitos" 7-8) y los barí de la serranía del Perijá (Castillo Caballero 331-341, 350-355). Una planta de notable importancia se descubre de manera más o menos clara en los mitos y ritos de los maleku del norte de Costa Rica (Constenla Umaña, Poesía 28), los rama de litoral nicaragüense (Lehmann 48; Loveland 260, 316) y los uwa de la sierra del Cocuy (Osborn 108). El motivo, de hecho, se extiende a otras sociedades istmocolombianas cercanas a los chibchas, como los emberá y los wounan de la cuenca del Pacífico (Velázquez Runk 458; Wassén "Cuentos" 109-110), los sikuani y los piaroa del Orinoco (Ortiz; Overing 264-265) y los muinane y uitotos del noroeste amazónico (Preuss 54). El estado de las investigaciones sobre la mitología bugle, brunka, ngábe, teribe, pech y wiwa no permite afirmar o negar el conocimiento pasado o presente de este motivo.
Aunque el aporte de las investigaciones mitológicas de Constenla Umaña es incuestionable, algunas de sus conclusiones han sido objeto de agudas críticas. El antropólogo Marcos Guevara Berger ("Discusión" 77, 99-104) ha puesto en duda la idea de una mitología chibcha, dado que la mayoría de los elementos que la componen, o bien se restringe a los relatos de un pueblo en particular, o bien se rencuentra en tradiciones de pueblos de estirpes distintas. Así trató de ilustrarlo desglosando el conjunto de similitudes y diferencias que presentaban los árboles bribri y los cabécar respecto a los de poblaciones separadas geográfica y lingüísticamente, como los sikuani de la región del Orinoco.
La semblanza del árbol en los mitos
Confirmada la amplia difusión del motivo arbóreo entre los chibchas, ahora es posible ofrecer una mejor imagen de este. Los pueblos que le han dedicado mitos enteros coinciden en describirlo como una planta colosal, talada por dioses y hombres al principio de los tiempos y cuya caída contribuyó a modelar la realidad tal y como la conocemos. La vivacidad y riqueza de los relatos bribri, cabécar, kuna y ette los hace dignos de una reseña, así sea esta breve y pase aceleradamente por muchos de sus detalles.
El árbol bribri y cabécar figura en densos relatos relativos al origen del mundo talamanqueño y los mares que lo rodean (Bozzoli de Wille 1-12; Guevara Berger, "Mythologie" 349-365; Francis Reid y Torres Marín 20-24; Jara Murillo y García Segura 51-56; Stone 53-54). Las historias se desarrollan al principio de los tiempos y detallan la vida del gran dios Sibo mientras construía el mundo a manera de casa. En un momento dado, esta deidad incita a la joven Mar a buscar pareja. Cuando ella lo logra y queda embarazada, le ordena visitar al curandero Trueno. Durante un encuentro entre estos dos personajes, Mar toma prestado el bastón de Trueno y lo deja descuidado en un lugar en la selva. El bastón muta en serpiente y muerde a la joven causándole la muerte. Unas ranas fueron puestas sobre su cadáver para evitar que se hinchara, pero estas saltan al ver una mosca y del vientre sale un árbol monumental. La gran planta crece hasta alcanzar y perforar el techo de la casa, techo que también era el firmamento del mundo. Temeroso de los daños que pudiera sufrir su obra, el gran dios se dispone a abatir el árbol con la ayuda de los animales. Luego de varios intentos, el árbol se resquebraja, se convierte en agua y origina los mares alrededor de las montañas talamanqueñas. Los nidos de las aves que reposaban en sus ramas se transforman en tortugas y sus hojas mutan en cangrejos. Aunque en la mayoría de los mitos la identidad del árbol se deja sin especificar, en algunas versiones figura como una ceiba.
El árbol conocido por los kuna compite en espectacularidad con el de los bribri y los cabécar (Chapin 64-70; Fortis 33-36; Nordenskióld 161-167; Wagua 44-53; Wassén, "Some Cuna" 12-34). Los mitos lo refieren como el "árbol de la sal", sin precisar su identidad botánica. Su tronco tenía más de ochenta brazas, su base estaba rodeada por cuatro remolinos, su copa se hundía en el firmamento y sobre sus ramas yacían terrenos cultivados. El poderoso dios Tad Ibe y sus hermanos lo hallaron erguido en un extremo de la tierra mientras buscaban el lugar de origen de la sal, un condimento desconocido en aquel entonces y llegado a ellos por manos de una misteriosa mujer. El grupo de dioses decide abatir el árbol, invita a los animales a colaborar y flechan a las creaturas que se interponen en la empresa. A medida que las labores progresan, el tronco comienza a crujir y amenaza con caerse, pero su copa queda enredada entre lianas pendientes de las nubes. La ardilla accede a sumarse a los esfuerzos y logra salir triunfante ante el fracaso de los demás animales. El árbol se desploma, su tronco de desbarata y los animales corren a robar los frutos que caen. La pesada caída origina los mares, las bahías y las ensenadas del actual territorio kuna. Los frutos desperdigados dan origen a los cultivos actuales y las astillas del hachado se convierten en langostas, camarones y caracoles.
Una última serie de mitos dedicados al árbol proviene de las llanuras al oriente del Magdalena. Según cuentan los ette, una maravillosa ceiba se alzaba sobre su territorio al principio de los tiempos (Niño Vargas, "Cosmos Ette" 1191-1198; Reichel-Dolmatoff, "Mitos" 7-8; Imagen 2). Su tronco era mucho más grueso que el de cualquier ceiba actual y sus ramas colgaban cientos de mazorcas, un fruto desconocido por aquel entonces. El gran dios Yaau animó a los humanos a abatir el árbol y apoderarse de esos preciosos granos. La tarea resultó mucho más dura y penosa de lo esperado y les demandó a los hombres trabajar sin descanso durante muchos días. Cuando el tronco finalmente cede, un oscuro personaje entra en escena, roba las más bellas mazorcas y le deja a la humanidad granos de segunda clase. Los ette remiten a este evento el origen del maíz y las plantas cultivadas, la dureza de los trabajos agrícolas y el pobre rendimiento de sus cosechas.
Árboles similares figuran en las tradiciones de otros pueblos de manera más o menos sobresaliente. Según cuentan los kogi, los cuatro hijos de la Madre Universal construyeron el mundo a manera de templo alrededor de una inmensa ceiba surgida del mar (Reichel-Dolmatoff, "Templos" 204). Los barí hablan de uno o varios árboles, a veces identificados con ceibas, que el dios Sabaseba tumbó para liberar el agua que contenían en su interior y desencadenar la formación de los ríos de la serranía del Perijá (Castillo Caballero 331-341, 350-355). Los mitos maleku refieren la existencia de dos inmensos árboles que darían origen a varios arroyos importantes en la actualidad (Constenla Umaña, Poesía 28). Las tradiciones de los rama mencionan un árbol asociado a la vida y otro a la inmortalidad, ambos situados en recónditos lugares selváticos (Lehmann 48). Aunque la documentación sobre los muiscas es sumamente escasa, sabemos por noticia de un cronista que entre sus creencias se encontraba la de enormes guayacanes en cuyas ramas descansaba la tierra (Simón, vol. m 380).
El simbolismo cósmico y la naturaleza humana y culta del motivo
Los árboles de las tradiciones chibchas distan de ser idénticos, pero, aun así, guardan un aire de familia. Como fue sugerido por Guevara Berger ("Discusión"), antes que réplicas de un modelo original, parecieran formar parte de una misma cadena de transformaciones. Las grandes plantas se transforman unas en otras por obra de la conservación y la sustitución de algunos de sus elementos distintivos. Del árbol bribri y cabécar es posible pasar al árbol kuna en virtud del vínculo que guardan con los mares y la sal. A su vez, del árbol kuna es lícito avanzar al árbol ette por su común relación con la agricultura y los frutos cultivados. Las cadenas de asociaciones podrían estirarse hasta integrar las versiones barí, kogi, maleku y rama e, incluso, las presentes áreas fuera de la influencia chibcha.
Ahora bien, antes de proseguir en una búsqueda ciega de similitudes y diferencias, conviene recordar una célebre lección de Claude Lévi-Strauss. Según este gran estudioso de la mitología americana, "la tierra de los mitos es redonda" (Du miel 201). El análisis comparativo puede darle la vuelta por entero, llevando al analista a todos los lados en general y a ninguno en particular. Las configuraciones míticas estables solo empiezan a aparecer una vez las comparaciones dejan de ser un fin en sí mismo y la atención se centra en la identificación de continuidades y discontinuidades. Una lectura detallada del material mitológico, debidamente complementada con información etnográfica, revela que los motivos arbóreos chibchas están unidos por una serie constante de rasgos. Como será demostrado, la mayoría de estas plantas se distinguen por una significación cósmica y una naturaleza humana y culta.
El simbolismo cósmico
El árbol chibcha está ligado al cosmos. El vínculo se revela en la capacidad del primero para simbolizar al segundo. La simbolización a veces opera mediante una sustitución completa que lleva a la idea de un cosmos arbóreo. En otras ocasiones, se observa una asimilación parcial que convierte al árbol en un componente cósmico. En otros casos más, la conversión en símbolo se da mediante un proceso reductivo que transforma al árbol en un modelo miniaturizado del universo.
La idea de un cosmos arbóreo ha sido altamente elaborada por los pueblos de la Sierra Nevada, célebres por sus complejas reflexiones cosmológicas. El motivo de la gran ceiba primordial pareciera haber servido de base para el desarrollo de una concepción dendromorfa de la realidad. El universo, afirman los kogi, es un árbol al que llaman kalbusankua (Parra Witte 135, 190, 201). Su tronco soporta y le da unidad a lo existente, sus ramas son una expresión de la diversidad de las formas vivientes, su crecimiento vertical y centrífugo es una manifestación del movimiento de la vida. Siguiendo un razonamiento semejante, los iku se valen del concepto umunukunu para hablar de la realidad como unidad y totalidad (Arenas Gómez 141-142). De la etimología de tal expresión emerge la idea de un plano circular umunu, atravesado por un eje vertical kunu, este último asociado a la noción de árbol y a la facultad de crecer verticalmente.
La asimilación parcial del árbol a un componente central de la estructura cósmica se aprecia transparentemente en varios de los mitos referidos previamente. Los grandes dioses talamanqueños y serranos edificaron el universo entero y el mundo humano tomando como base y soporte al gigantesco árbol. El poderoso Sibo, padre de los bribri y los cabécar, emplazó un árbol en el centro de la tierra, lo usó como eje para construir el mundo y, finalmente, cercenó su tronco para evitar que su copa perforara el firmamento (Stone 56). Los cuatro Padres ancestrales de los kogi hicieron lo propio alrededor de la ceiba de tiempos originarios, primero alejando el agua de la cual surgía y, luego, edificando un templo a alrededor de su tallo (Reichel-Dolmatoff, Los kogi, vol. 11 18; "Templos" 204). Las tradiciones de unos y otros inevitablemente traen a la mente los guayacanes que sostenían al mundo de los muiscas, pero la carencia de información impide hacer aseveraciones fuertes acerca de su dimensión cosmológica.
La identificación del árbol con una parte del cosmos dista de limitarse al campo de la mitología. Las acciones cometidas por las divinidades alrededor del árbol en tiempos míticos hoy les sirven de modelo a los mortales para levantar templos y casas. Las habitaciones tradicionales de los bribri y los cabécar se consideran recintos cósmicos y, en conformidad, se erigen en torno a un poste central que luego es retirado y quemado en una ceremonia de curación (González Chaves y González Vásquez; Guevara Berger, "Mythologie" 80). Análogamente, los templos kogi e iku se califican de réplicas del universo y, en esa medida, sus artífices creen que están atravesados por un eje arbóreo invisible (Parra Witte 114; Reichel-Dolmatoff, "Templos" 210; Tayler 151). La arquitectura simbólica de estos dos grupos evoca a la practicada por los uwa, quienes a mediados del siglo XX construían sus casas alrededor de un árbol vivo y cortado a cierta altura, el cual servía de pilar central y soporte del techo (Rochereau 53).
Finalmente, el gran árbol puede concebirse como un cosmos a pequeña escala. Aquel del cual hablan los mitos kuna tenía valles y sabanas en su copa, cultivos de todas las clases en sus ramas y agua dulce dentro de su tronco (Chapin 65; Fortis 34; Nordenskióld 177; Wagua 44-53, Wassén, "Some Cuna" 12-34). De ahí que algunos estudiosos hallan preferido describirlo, no como una entidad vegetal, sino como un microcosmos: "Un universo dentro del Universo" (Blixen 122). Los actuales ette se expresan espontáneamente en términos similares cuando son inquiridos sobre la ceiba primordial. Durante mis investigaciones etnográficas en su territorio, muchos ancianos se refirieron a ella como un mundo en miniatura. Adentro de su tallo abombado había agua y semillas y sobre su denso follaje crecían plantas y habitaban animales. Aunque el árbol lucía como una planta de maíz a los ojos de las deidades, se trataba de un mundo completo ante la mirada de los humanos.
La naturaleza humana y culta
Además del simbolismo cósmico, los árboles chibchas llevan una impronta humana. Lejos de evocar una naturaleza grandiosa y exuberante, remiten directamente a la humanidad y a la cultura, sea por guardar una estrecha relación con una divinidad transparentemente antropomorfa, sea por portar los rasgos distintivos de las plantas cultivadas.
La relación entre los árboles y las deidades puede ser de identidad o génesis. Cuando el vínculo de identidad predomina, la planta se considera una deidad en sí misma o, por lo menos, una manifestación de ella. Así sucede entre los pueblos de la Sierra Nevada. Desplegando intrincadas cadenas de asociaciones, los kogi identifican a la Madre Universal con la ceiba primordial (Parra Witte 190, 201; Reichel-Dolmatoff "Templos" 204) y los iku la ligan a uno de sus principales Padres (Tyler 128). Los ette ofrecen otro ejemplo al equipar a la ceiba mítica con el dios Yaau y, conformemente, al atribuirle a esta deidad rasgos arbóreos (Niño Vargas, Ooyoriyasa 299; "An Amerindian Humanism" 46). Cuando el vínculo genético es aquel que prevalece, la planta se cree proveniente del cuerpo de una deidad. Este es el caso del árbol bribri y cabécar, germinado del vientre preñado de la joven Mar (Bozzoli de Wille 9-10; Jara Murillo y García Segura 51-56; Stone 53). Los dos grandes árboles maleku ilustran la misma situación, pues uno nace del cadáver de una diosa y otro de la cabeza de un dios (Constenla Umaña, Poesía 28).
Desde luego, la relación de identidad y génesis puede confundirse en el seno de una misma tradición. Algunos textos kuna, por ejemplo, le otorgan a la planta el mismo nombre que a la gran deidad materna (Nordenskióld 165), mientras que otros aseguran que su tronco abatido se transformó en la mujer de cuyas extremidades surgieron las islas y los ríos (Sánchez Zárate 105). Como puede observarse, la asociación del árbol con diosas es mucho más frecuente que con dioses, pero de ninguna manera es generalizable.
La humanidad del árbol que procura la identificación con una divinidad antropomorfa se ve reforzada y complementada por la atribución de una naturaleza culta. La primera imagen que ofrecen los mitos de la gran planta es la de una especie selvática y, de hecho, frecuentemente la identifican con una ceiba (Ceibapentandra). Sin embargo, las mismas historias dejan claro que también se trata de una planta cultivada: ha sido sembrada por una deidad, tiene el semblante de un cultígeno y produce frutos idénticos a los cultivados. Algunos mitos bribri y cabécar aseguran que el árbol primigenio fue sembrado por el mismísimo Sibo en el centro del mundo (Stone 56). Algo similar sostienen los kogi sobre la ceiba primordial al sostener que fue clavada por la Madre Universal, como si se tratara de un huso de hilar, en medio de los picos de la Sierra Nevada (Reichel-Dolmatoff, Indios 86). Los ette, a su turno, creen que la ceiba de tiempos primeros era, en realidad, una planta de maíz sembrada por Yaau y por eso estaba colmada de bellas mazorcas (Niño Vargas, "Cosmos Ette" 1197-1198; Reichel-Dolmatoff, "Mitos" 10). La capacidad de producir frutos cultivados alcanza su máxima expresión en el árbol kuna, en cuyas ramas crecían yucas, batatas, auyamas, plátanos y aguacates, entre otra infinidad de alimentos (Chapin 65).
Por último, debe resaltarse que la naturaleza humana y civilizada del árbol también es humanizante y civilizadora. El crecimiento y la caída de la gran planta le dan forma al mundo e inauguran una era verdaderamente humana. Su tallo erecto fue aprovechado por el dios Sibo para hacer de la cordillera de Talamanca un espacio habitable y les permitió a los cuatro hijos de la Gran Madre construir la Sierra Nevada de Santa Marta (Guevara Berger, "Mythologie" 80; Reichel-Dolmatoff, Los kogi, vol. 11 18; Stone 56). El desplome de su tronco modeló el litoral de la región del Darién en territorio kuna y encausó los ríos y arroyos de las llanuras de San Carlos en el país maleku (Chapin 70; Constenla Umaña, Poesía 28; Sánchez Zárate 105). La caída de sus ramas y la dispersión de sus frutos les permitió a varios pueblos disponer de plantas cultivables para iniciarse en la agricultura (Fortis 36; Nordenskióld 163; Reichel-Dolmatoff, "Mitos" 9-10). Incluso las alegrías y las penas mundanas se explican por los eventos que ocurrieron alrededor del gran árbol, desde la dureza de los trabajos agrícolas hasta las buenas y las malas cosechas (Guevara Berger, "Mythologie" 127; Niño Vargas, "Cosmos Ette" 1198).
La variante chibcha frente a las variantes amerindias
Sobre la base del conjunto de rasgos aislados ahora es posible ofrecer una mejor definición de árbol, establecer los rasgos que lo distinguen de otros motivos similares y determinar de manera más precisa su área de difusión. Los árboles chibchas, reflejos del cosmos, ligados a la humanidad y partícipes de naturalezas cultas, pueden ser vistos, tanto como una variante austera de las ceibas mesoamericanas, tanto como una variante sofisticada del árbol de la abundancia del noroeste de Sudamérica. Al igual que las ceibas mesoamericanas, comportan una dimensión cósmica y están rodeados de un halo divino, aunque no se desdoblan en cuatro y cinco árboles asociados sistemáticamente a diversas entidades y elementos. A semejanza de los árboles de la abundancia, están vinculados al origen de los frutos cultivados y a la instauración de un modo de vida cultivador, aunque cumplen funciones cósmicas y civilizadoras que sobrepasan la esfera agrícola.
Los árboles chibchas evocan en algunos aspectos a los árboles mundo y a los árboles de la vida de las civilizaciones euroasiáticas. Sin embargo, su contribución al sostenimiento y la regeneración del universo solo ha sido objeto de una verdadera elaboración entre los grupos de la Sierra Nevada. Aunque en muchos aspectos recuerdan a los árboles de las aguas de las tierras bajas sudamericanas, por lo general los desbordan en significación, solo se ciñen al tema de la génesis de ríos y peces en el caso de los barí y raramente están asociados a inundaciones y catástrofes primigenias. Sus atributos humanos y sus funciones civilizadoras, asimismo, los diferencian netamente de los árboles chamanísticos del Chaco, utilizados como escaleras para acceder a los cielos. La similitud más estrecha se observa con los motivos conocidos por las poblaciones caribe de Venezuela y las Guayanas, los cuales, aunque débilmente humanizados, se identifican con un pilar cósmico y se vinculan al origen de los cultivos.
La constelación de símbolos movilizada por el motivo arbóreo brilla con fuerza en el corazón del territorio chibcha y tiende a descomponerse en sus confines. Los temas asociados al árbol de la abundancia se descubren fácilmente entre los bribri, los cabécar, los kuna y los ette, se tornan difusos entre los serranos kogi e iku y se desvanecen por completo en las fronteras rama y barí. La distribución de los atributos cósmicos, humanos y cultos del árbol es relativamente uniforme en toda la región, habiendo sido objeto de una notable elaboración en la cordillera de Talamanca y la Sierra Nevada. Aunque las tradiciones bugle, ngábe y uwa no parecen concederle mayor relevancia al motivo, esta situación podría obedecer al reducido número de investigaciones sobre el tema. Nada de lo dicho significa que este sea un elemento privativo de los chibchas. Más bien pareciera tratarse de uno notablemente elaborado por estos pueblos, pero cuya presencia e importancia podría extenderse a otros grupos istmocolombianos. De hecho, como se acaba de notar, muchos pueblos caribes conocen motivos intrigantemente similares.
Las conclusiones alcanzadas aportan indicios de peso sobre la unidad de los chibchas más allá del plano estrictamente lingüístico. La restitución de la variante del gran árbol conocida por estos pueblos alienta a continuar la empresa iniciada por Constenla Umaña en el campo de la mitología, al mismo tiempo que previene, como lo señaló Guevara Berger, tomar a este conjunto de tradiciones como un todo hermético y autocontenido. Los árboles chibchas se distinguen de los conocidos en otras regiones, sin llegar a estar completamente desvinculados de ellos. La cuestión sobre el modo de pensamiento y acción del cual emerge este motivo arbóreo es demasiado extensa para ser tratada acá. En todo caso, investigaciones anteriores y en curso apuntan a que se trata de uno que les reserva a los humanos un lugar central en el universo, conceptualiza al mundo como un espacio enteramente cultivado y, entre otros rasgos, le concede una singular importancia a los saberes y las prácticas agrícolas dentro y fuera de los campos de cultivo (Halbmayer, "Toward an Anthropological Understanding" 18-20; Martínez Mauri y Halbmayer 24-26, 29-31; Niño Vargas, "An Amerindian Humanism" 46, 49-53, "El universo cultivado", "La estirpe").
Los rastros del motivo arbóreo
Lo expuesto hasta acá quizás podría servir para ahondar en el pasado de la estirpe chibcha. El importante lugar y la amplia difusión del enorme árbol podrían ser un indicador de la gran antigüedad del motivo. La relativa difusión de sus rasgos cósmicos, humanos y cultos sugiere que estos pueblos podrían haberlo conocido antes de la diáspora que emprendieron hace no menos de tres mil años desde Centroamérica y que los llevó a dispersarse territorialmente y diversificarse culturalmente en el área istmocolombiana. Las diferencias entre uno y otro motivo particular, así, serían resultado de desarrollos locales posteriores y contactos con otros pueblos.
La presunta antigüedad del motivo arbóreo explicaría parcialmente las similitudes que guarda con su homólogo mesoamericano. De acuerdo a los especialistas (López Austin, "El árbol" 86), la ceiba mesoamericana pudo surgir como parte del sistema calendárico, y en estrecha asociación al símbolo de un saurio, entre los siglos vn y 1 antes de nuestra era. La evidencia a disposición indica que los chibchas habrían podido residir en Centroamérica durante esta época. Si estas suposiciones resultan ciertas, no debe descartarse un parentesco entre los árboles mesoamericanos y chibchas. Ambos, en efecto, comparten características sobresalientes, como su identificación con una ceiba, su dimensión cósmica, su asociación a una diosa telúrica y su vinculación al maíz. Esta relación se habría debilitado posteriormente por causa de procesos evolutivos divergentes: de un lado, la alta elaboración simbólica de los Periodos Clásico y Posclásico mesoamericanos y, de otro, la diáspora y fragmentación chibcha sucedida desde el segundo milenio antes de nuestra era. Al mismo tiempo que las ceibas mesoamericanas se cuadruplicaban y quintuplicaban entre mayas y nahuas, los árboles chibchas se diversificaban en el área istmocolombiana.
La gran antigüedad del árbol también sería consistente con los rasgos cultos que lo distinguen, como su identificación con cultígenos, su capacidad de producir alimentos cultivados y su asociación al origen del modo de vida agricultor. La evidencia lingüística apunta a que los ancestros de los chibchas ya conocían y practicaban la agricultura antes de dispersarse y diversificarse (Constenla Umaña, "Chibchan" 420; Pache 535). El idioma que les era propio, aquel del cual descienden todos los idiomas chibchas conocidos en la actualidad, disponía de un término para "campo de cultivo" y poseía un completo léxico de plantas cultivadas. El proceso de génesis y diversificación de la estirpe, de hecho, parece haber corrido de manera paralela a los procesos que llevaron a la estabilización de la agricultura en el área istmocolombiana y convirtieron a esta región en un centro de domesticación vegetal comparable a Mesoamérica, los Andes y Amazonía (cf. Aceituno y Loaiza 169-170; Clados y Halbmayer 133-136).
El ejercicio de historia conjetural iniciado podría proseguir. Un motivo tan antiguo e importante como el árbol ha debido dejar más rastros que los contenidos en la mitología de los siglos XX y XXI. Un prometedor campo para la búsqueda de estas huellas es el rico estilo orfebre que se desarrolló en el área istmocolombiana a partir de mediados del primer mileno de nuestra era (Bray, Hoopes y Fonseca). La presencia del árbol cósmico en la iconografía prehispánica de la región parece factible, como ha sido sugerido recientemente por ciertos arqueólogos (Clados 167-168).
A la luz de lo argumentado, una variada serie de objetos orfebres recuerdan al gran árbol. Los más bellos consisten en pectorales y colgantes dendromorfos de base plana, tronco ancho y copa curvada, a menudo coronados por círculos, semicírculos y espirales que se proyectan divergentemente hacia arriba y los lados y, ocasionalmente, están cubiertos por un denso follaje de colgandejos. Algunos remiten a la concepción de un universo arbóreo al integrar humanos en su cima y aves en sus zonas altas y medias (Imagen 3; véase también Reichel-Dolmatoff, Orfebrería 90-91). Otros evocan la humanidad del árbol al mezclar rasgos humanos y vegetales, como rostros rodeados de espirales, cuerpos de extremidades ramificadas y seres que vacilan entre lo monópedo y lo bípedo (Imagen 4; véase también Duque Gómez 178). Unos y otros, ocasionalmente, están adornados por saurios y ranas que traen a la mente los mitos mesoamericanos y talamanqueños ya comentados (véase, por ejemplo, Reichel-Dolmatoff, Orfebrería 117, 142). Vale la pena notar que estas presuntas figuras arbóreas se asemejan en muchos aspectos a las representaciones de ceibas en la antigua Mesoamérica, en particular en lo que respecta a las prolongaciones en forma de espiral que surgen de la cima del tronco (véase, por ejemplo, León Portilla 59, 66).
La interpretación ofrecida sobre la iconografía prehispánica apenas es un burdo esbozo al que debería serle dedicado un escrito propio. La presencia de motivos arbóreos y vegetales en la orfebrería istmocolombiana podría entrar en conflicto, pero también enriquecer, las interpretaciones dominantes hasta el día de hoy, la mayoría de ellas centradas en la identificación de motivos humanos y animales en el marco de ideologías chamanísticas.
Epílogo
Hasta acá, la argumentación ha seguido los cánones de la disciplina antropológica y la mitología comparada. Las tradiciones orales y las prácticas rituales han sido la principal fuente de información para la identificación del motivo de un gran árbol entre los pueblos chibchas. Tal elección no debe llevar a creer que el árbol restituido es resultado exclusivo de una mito-lógica más afín a las deducciones trascendentales que a la observación empírica. Muy al contrario, la comparación chibcha de los árboles con universos, la humanización de la cual son objeto y la facultad para generar vida que les es atribuida parecieran ser el fruto de saberes acumulados por siglos sobre el reino vegetal, así como de una prolongada e intensa interacción con las plantas en terrenos selváticos y cultivados. Al respecto debe recalcarse que la botánica moderna, empleando el frío lenguaje de la ciencia, viene defendiendo visiones intrigantemente similares sobre el mundo arbóreo. De manera cada vez más frecuente, la biología contemporánea describe a los árboles como entidades superorgánicas, capaces de abrigar complejos ecosistemas, dotadas de la facultad de sentir, pensar y comunicarse y cuya caída en el bosque está seguida por una explosión de fuerzas vitales (cf. Trewavas 1-18; Wohlleben 6-13, 125-135).