Tout-à-l'anglais - comme dit tout-à-l'égout.
Le scénario catastrophe ne laisse subsister
qu'une seule langue, sans auteur et sans œuvre:
le globish, mot valisé pour global-english,
et ses dialectes. Tous les langues d'Europe,
français, allemand, etc., ne seront plus en effet
que des dialectes, parochial, à parler chez soi,
et à préserver comme des espèces menacées via
une politique patrimonial : des survivances pour
le musée des Digital Humanities. (Cassin 2016, 55)
En ciencias sociales hay teorías mediáticas y teorías científicas. Las primeras transmiten ansiedad por diagnosticar el presente inmediato en el que se vive, con palabras de orden de sentido misional. Las segundas demandan tiempos a veces largos para el logro de perspectivas objetivas, de condiciones de relativización que lleven a comprender el presente en larga duración. En los años noventa, las teorías de la globalización corrían alegres a la par con el neoliberalismo, con sus pronósticos sobre el fin del gran discurso y sus neologismos "pluri-", "trans-", "post-" sobre la flexibilización de lo humano. Si el globish era tematizado como signo de la nueva comunicación planetaria, no fue sino entrados los primeros años de este siglo cuando comenzaron a aparecer análisis razonados sobre los efectos de dicha realidad. Así, la traducción salió a flote -parafraseando a Barbara Cassin- como "condición trascendental de la humanidad del hombre" (2016, 40).1 No hay duda de que los estudios que en las humanidades y en las ciencias sociales se han dedicado a la traducción dinamizan en el presente un frente de renovación teórica decisivo.
Para evitar reducciones y observar tal potencial heurístico, enfocaré el análisis sobre la traducción en la teoría antropológica. En esta disciplina, apelar a la traducción también acompañó la desestabilización de los paradigmas de la modernidad y los debates sobre la globalización, como una clave conceptual original para comprender relaciones entre procesos globales y situaciones locales. La antropología anglosajona es el ámbito que más ha incidido en la legitimación del tópico. Acompaña el desarrollo de puntos de vista comprensivos, gana visibilidad con el desarrollo del interpretativismo y se eleva a la condición de dispositivo epistemológico consolidado en el espacio intelectual que se extiende entre los estudios de corte posmoderno y poscoloniales. Desde los años 1990 se expanden discursos a propósito de la "traducción cultural". No es arriesgado afirmar que ha devenido una moda.2
El objetivo de este texto es observar tal desarrollo teórico, situarlo en una genealogía de perspectivas analíticas que marcaron la teoría antropológica y relacionarlo con otras alternativas disciplinares (antropología de la cultura escrita, historia del libro, sociología de la traducción) que permiten observar críticamente cómo los antropólogos se han referido al tema de la traducción. Esta arqueología busca circunscribir las limitaciones y la potencialidad del problema de la traducción en la antropología, de manera particular, y en las ciencias sociales, de manera general.
Al igual que el texto como analogía privilegiada por Geertz y sus epígonos para redefinir el concepto de cultura, se observa que, generalmente, la traducción es tomada por los antropólogos apenas como una metáfora eficaz para comprender toda forma de contacto cultural. Las culturas son como textos. Y si siempre son el producto de contactos interculturales, la experiencia humana de la diferencia, de la alteridad, es traducción incesante de sentidos que no reconocen un origen necesario. Todo es semejable a textos pasibles de exégesis; la comunicación de diferencias implica transcripción; la antropología toda sería un arte de traducción.
Al realizar investigaciones etnográficas, sociológicas e históricas sobre traducciones de literatura y ciencias sociales entre diversas lenguas y culturas nacionales, enfrenté el hecho de que la traducción, aun cuando pueda ser una buena idea para pensar realidades "global-local" y la propia disciplina, es ante todo una práctica concreta: envuelve delimitados procedimientos lingüísticos; funda prácticas acotadas; implica competencias no universalmente distribuidas; estructura relaciones sociales y simbólicas particulares; traza su propia historia; conlleva dimensiones políticas y económicas. Afirmo, en fin, que la traducción es un fenómeno sui generis que merece ser tomado como hecho social digno de agudos estudios empíricos. Si la teoría sólo se torna posible y necesaria en la dialéctica entre lo general y lo particular, este ensayo busca circunscribir relaciones entre antropología y traducción para sobrepasar la limitación metafórica y proponer un terreno de investigaciones que paradójicamente no ha sido casi explorado por los antropólogos, y que bien podemos denominar etnografía de la traducción.3
Traducción como metáfora en la teoría antropológica
La noción de traducción como aquello que centralmente hace el antropólogo apareció esporádicamente en la teoría antropológica al menos desde 1950, cuando Evans-Pritchard dictó su conferencia Marret, en Oxford. En tal acto sorprendió al mutar sus puntos de vista y afirmar que, al interpretar, el antropólogo "traduce una cultura a otra" (Evans-Pritchard 1978, cap. 1).4 Una década más tarde, Lévi-Strauss usó la metáfora de la traducción en su clase inaugural como profesor del Collège de France: "Cuando consideramos un sistema de creencias -digamos el totemismo [...] nos esforzamos por traducir a nuestro lenguaje reglas dadas primitivamente en un lenguaje distinto" (Lévi-Strauss 1984, XXVII).5
Como es sabido, la ruptura de la antropología con el racionalismo de una ciencia que buscaba alcanzar a las de la naturaleza fue finalmente lograda por el interpretativismo en los años 1960 y 1970. Clifford Geertz, el autor más renombrado de esta corriente, hilvana las analogías del texto y de la traducción en sus dos libros programáticos. En La interpretación de las culturas (1973) se describe la cultura como una superposición de textos escritos en lenguas extrañas, en caracteres borrosos, cuya lectura e interpretación exigen traducción. Esa última analogía es acentuada en Géneros confusos (1980): "Concebir las instituciones, costumbres, cambios sociales como fenómenos de algún modo 'legibles' supone alterar completamente nuestra percepción hacia modos de pensar bastante más familiares al traductor, al exégeta, o al iconógrafo que al analista de test, al analista de factores o al encuestador" (Geertz 1994 [1983], 45). A mediados de los años ochenta, la radicalización de ciertas premisas del interpretativismo llevó a fundar lo que pasó a ser llamado antropología posmoderna. Al estudiar el surgimiento de esta formación intelectual en el escenario norteamericano, Carlos Reynoso remonta la observación de otros historiadores que remiten los inicios de este movimiento de crítica cultural a una nota al pie de La interpretación de las culturas, en la que Geertz afirmaba: "lo que primordialmente hace el antropólogo es escribir". Para Reynoso, un corte con el programa de la "descripción densa" que propuso Geertz se expresa en el hecho de que la antropología posmoderna se ocupó antes del estudio de textos sobre las culturas, que de la aproximación a la cultura como textos (Reynoso 2008).
Una particularidad de este movimiento intelectual en antropología es su faz colectiva, manifiesta por el acto de surgimiento y por la configuración de una definida formación discursiva que cobijó la traducción como tópico de progresiva recursividad. Tras un seminario en Santa Fe (Estados Unidos), Writing Cultures (de 1986) fue el libro que extendió la notoriedad internacional de James Clifford, George Marcus, Renato Rosaldo y otros. La traducción como problema epistemológico aflora en ese movimiento a través de un capítulo de Talal Asad. En "La traducción en la antropología británica", se apropia de los debates modélicos de la teoría de la traducción, como advertencia de las alternativas, los peligros y riesgos que se toman en la traducción cultural, en el tránsito entre un original y su versión trasladada a otras lenguas. Remite a "La tarea del traductor" de Walter Benjamin, y concluye:
El lenguaje de la traducción puede -y de hecho debe- conducirse por sí solo, pero dando intensión y armonía al original, sin suplantarlo; [...] una buena traducción debe ir precedida de una no menos extremada crítica. Para lo cual habremos de considerar que esa crítica feliz será una crítica interna, una crítica acerca de la propia tarea de traducir; una crítica, pues, basada en el agudo entendimiento; o, mejor dicho, en el anhelo de la coherencia y de la fidelidad como divisas. (Asad 1989, 225; énfasis del autor)
Buena traducción, privilegio de la dimensión semiótica en la que el antropólogo se debe esforzar para lograr la exégesis más pura y aceptable posible. Esta acepción pudo haber sido original en antropología, pero ya era muy tradicional en la teoría de la traducción.6 La antropología posmoderna completa su legitimación intelectual a mediados de la década de 1990, cuando se multiplica la crítica sistemática a los presupuestos de la teoría antropológica clásica y se recibe como estimulante novedad un abanico de referentes de investigación empírica para un mundo globalizado y marcado por la incertidumbre, el riesgo y la violencia. En el núcleo conceptual de la teoría, anclado este en la tradición, el particularismo y la coherente identidad, se deconstruyó la noción clásica de cultura como "ese todo complejo" y de la sociedad como totalidad con fronteras nítidas y excluyentes. En el segundo plano se privilegiaron la observación de la ambivalencia, la contradicción, la inestabilidad de la experiencia, del sujeto y de la modernidad, a través de temas tales como los "sistemas de creolisación", los "flujos" y las "hibridaciones", los "no lugares", las "escenas o escenarios (scapes) no homologables" (Appadurai 2001; Augé 2000 [1992]; Drummond 1980; García Canclini 1992; Hannerz 1997).
Como afirmé, el concepto de traducción se estabiliza y gana densidad teórica en el diversificado espacio teórico que se extiende entre el posmodernismo y los estudios culturales y postcoloniales. Entre estos últimos, Siting Translation de Tejaswini Niranjana (de 1992) es un buen ejemplo. Para este autor, la traducción inevitablemente conlleva modos de representación del "otro". En su interpretación, los actos de traducción comandados desde Occidente fueron responsables de la generalización de las representaciones sobre los colonizados. Para Niranjana, las traducciones literarias y etnográficas que comunicaron lo que es el mundo, desde el siglo XIX, desnudan la complicidad de críticos y antropólogos con la expansión del imperialismo europeo. La traducción lleva implícita toda una filosofía occidental. Aun cuando su denuncia se pretende política, la traducción, tema por medio del cual se expresa, no trasciende el ámbito del lenguaje.
Tras los resonantes efectos de Writing Cultures (de 1986) y The Predicament of Culture (de 1988), no era de extrañar que fuera James Clifford el autor que consagrara el problema de la traducción al elevar el concepto al título del libro que siguió a aquellos en su programa para desplazar los estudios culturales: Routes. Travel and Translation in the Late Twentieth Century (de 1997). El prólogo de esta obra permite observar un conjunto de presupuestos predominantes entre los autores que se apropiaron de la traducción como un concepto clave de la teoría antropológica contemporánea. El estar allí, el relato del contacto del antropólogo con la tribu exótica en tierras lejanas, era el molde estilístico para el comienzo de las monografías etnográficas "clásicas". Desde Geertz (1994; 1995) o Sahlins (1995 [1981]) devino habitual sustituir el viaje heroico por metahistorias, experiencias de otros viajeros en escenarios de contacto reveladores del carácter contingente, arbitrario, dinámico y conflictivo de las relaciones interculturales. Para iniciar Routes, Clifford toma a Amitav Ghosh y su narrativa autobiográfica como etnógrafo indio en una aldea rural del delta del Nilo.7 A pesar de los vestigios de tradicionalismo, la aldea visitada por el etnógrafo estaba poblada por gente cuya historia y subjetividad estaban marcadas por viajes a tierras lejanas. Ghosh decía: "los hombres de la aldea tenían la inquietud de pasajeros en tránsito, en un hall de aeropuerto" (citado en Clifford 1997, 3), y Clifford remataba: "Difícil imaginar mejor representación de la posmodernidad, el nuevo mundo de movilidad e historias desenraizadas" (Clifford 1997, 3). Routes, en lugar de roots, rutas, antes que raíces. Si bien el autor señala tres formas de poder occidental, tres fuerzas globales conectadas que en el siglo XX aceleraron los flujos migratorios y las relaciones interculturales (legados imperiales, guerras mundiales, capitalismo industrial), advierte que la interconexión de culturas es genética para la humanidad. El viaje como apropiación de alteridad es una norma de toda experiencia humana; deviene tan primitivo y universal como la formación del sentido de sí. El libro de Clifford hilvana ensayos de heterogéneo estilo que enfocan escenas de la vida cultural de finales del siglo XX; toma al movimiento y a los contactos como dinámica crucial de la inacabada modernidad. Su interés recae sobre las diferencias humanas articuladas por desplazamientos, experiencias culturales fusionadas, estructuras y posibilidades de un mundo de conexiones incrementadas pero no homogéneas. La frontera, los bordes, las zonas de contacto y contaminación se destacan como centros argumentativos y conceptuales. La traducción aflora al cierre del prólogo de Routes. Clifford la piensa como un concepto homólogo del viaje y de la conexión intercultural.8 Pero, a diferencia del viaje, que en el libro es descripto como acto histórico de determinado tipo, la traducción es tratada apenas como metáfora: "Postulo que todo concepto pleno de significación, términos tales como 'viaje', son traducciones, construidas a partir de equivalencias imperfectas" (Clifford 1997, 11).
Para Clifford, los conceptos comparativos son términos de traducción, aproximaciones que privilegian ciertos "originales" y son orientadas a ciertas audiencias. En el plano metodológico, propone un collage en el que se marcan y cruzan bordes. "Diáspora", "espacios limítrofes", "condición migrante", "turismo", "peregrinaje", "exilio", son términos traducibles de viaje. A causa de la histórica contingencia de las traducciones, estas serían siempre imperfectas e incompletas. Cita a Benjamin, crítico cultural icónico para los teóricos del posmodernismo, en la clásica oposición traduttore-tradittore, traductor y traidor: ¿apego al original o versión libre? La pregunta conductora de las meditaciones de James Clifford es: ¿cuáles son las condiciones para traducciones rigurosas entre diferentes rutas en una modernidad interconectada y no homogénea? Rutas en lugar de culturas, traducción en lugar de comparación. Clifford no concibe algún ser fijado por su propia "identidad", y, frente a esta constatación, la traducción ofrece un recurso conceptual para retener la ambivalencia de los valores, las ideas y experiencias, los heterogéneos elementos de conjuntos significativos. Ello conlleva una crítica al método comparativo:
[...] no existe una simple localización desde la cual pueda ser producida una completa comparación [...] el esfuerzo para percibir ciertos bordes de mi propia perspectiva no es un fin en sí mismo sino una precondición para esfuerzos de traducción y alianza. [...] Se sigue que no hay cura para los problemas de las políticas culturales ni alguna visión de consenso o valores universales, viejos o nuevos. Sólo hay más traducción. (Clifford 1997, 12-13)
La traducción seduce y expande su presencia en el discurso de la teoría antropológica al punto que la metáfora fluye o trueca entre método y ontología.
Paula Rubel y Abraham Rosman son considerados dos de los autores más exhaustivos entre los que, en años recientes, profundizaron la teoría de la antropología como traducción cultural. En coautoría publicaron Translating Cultures. Perspectives on Translation and Anthropology (de 2003). No puede pasarse por alto el juego que el título propone con Writing Cultures. Todo pasa como si la reflexión sobre la traducción fuera el natural paso ulterior luego de aprehender o domesticar las implicaciones políticas de la escritura y la autoridad etnográficas. Rubel y Rosman abren su libro con un repaso de las actitudes que se observan en la historia de la disciplina sobre la relación de los antropólogos con la información primaria de su reflexión, necesariamente tamizada por el registro, la transcripción, la recodificación, la traducción. Confirman la ausencia de una discusión pormenorizada sobre lo que se pone en juego al traducir, los efectos ineludibles de conocer otras culturas en términos de la propia. Conscientes de que ese inexplicable vacío es una rica mina de expansión analítica, su breve sinopsis de historia de la teoría se detiene, previsiblemente, en James Clifford, en su cita de Benjamin, en la alegoría del traductor como potencial traidor. Al igual que con el tópico de la autoridad y la intensión de una antropología dialógica y experimental, Clifford habría tenido la virtud de señalar grandes cuestiones que otros se esfuerzan por detallar y expandir. Rubel y Rosman abrevan en fuentes de la crítica literaria y de la traductología. Es importante advertir que la redundancia de las aproximaciones de los antropólogos a la traductología resultó de la intensificación de cruces disciplinares, antes que de alguna "toma de conciencia" de los analistas de "otras culturas". Por la misma época, en la teoría de la traducción se llamó cultural turn al corte que se realizó con el inagotable problema hermenéutico sobre la buena traducción. De las correlaciones entre texto fuente (source text) y texto de llegada (target text) y los juicios sobre la fidelidad o distorsiones en el acto de traducir -punto donde paraba la metáfora de la traducción en Asad y Clifford- se pasó a la glosa y la contextualización, centro de las preocupaciones para- y supratextuales de las traducciones dialógicas. El resultado es, como anticipaba Benjamin, en otras lecturas, la disposición a transformar el lenguaje y la cultura del analista a través de las apropiaciones de -o el contacto con- otros textos y culturas.
Hacia una etnografía de la traducción
Para una crítica de las referencias a la traducción en la antropología posmoderna es posible desplegar interrogantes análogos a los planteados al interpretativismo geertziano: así como en la cultura no todo es texto, no toda relación cultural ni toda interpretación es traducción. La metáfora de la traducción conlleva mayores riesgos que la del texto, pues mientras que este es, como revela Foucault (1971), una unidad material insoslayable, la traducción es, tal como evidencian las carátulas de un libro -donde el nombre de un traductor es apenas resaltado o incluso puede no aparecer-, una práctica a menudo invisible.9 La crítica en la que me inspiro afloró en los diálogos entre la historia cultural y la sociología de la cultura. En la ya clásica polémica levantada en torno a La gran matanza de gatos de Robert Darnton (1987), Roger Chartier se preguntaba:
¿Es legítimo considerar como "textos" acciones llevadas a cabo o cuentos relatados? [...] ¿podemos calificar como texto tanto al documento escrito (el único resto persistente de una más vieja práctica) y la práctica misma? El uso metafórico de términos como texto o lectura es siempre riesgoso, y más aún cuando el único acceso al objeto bajo investigación antropológica es un texto escrito. No solamente oblitera las formas de hablar y actuar que dieron al cuento o al rito tanto mayor significación como su sentido literal (o aún más); sobre todo un texto real con un status propio se yergue entre el observador y este supuesto texto oral o festivo. (Chartier 1995 [1985], 49)
Chartier advierte sobre la necesidad de no confundir dos tipos de lógicas: la de las expresiones escritas y la de las prácticas. Las metáforas de la cultura como texto no sólo conllevan el riesgo de empobrecer la comprensión de las lógicas de las prácticas sino que también pueden pasar por alto la textualidad de los textos: objeto, materia, mediación cultural precisa que en las mutaciones de las formas de lectura dinamiza ciertos procesos de civilización; en los que los pormenores de la línea y la palabra impresa conllevan modos específicos de cognición, de experiencia, de estar en el mundo.11 Las prácticas no textuales configuran lógicas no reductibles a las de la escritura, la lectura y la exégesis. Es factible que los antropólogos no leyeran a Chartier, tampoco a Darnton -estrecho colaborador de Clifford Geertz en la Universidad de Princeton-, pero es al menos paradojal que Jack Goody, el fundador de una notable antropología de la escritura, esté ausente en la bibliografía de la antropología dedicada a la cultura como textos y a los textos sobre las culturas. Es posible trazar un paralelismo entre la distinción que el historiador del libro realiza entre textos y prácticas no textuales, y la premisa de Goody de que la escritura no sustituye la oralidad: ambas mediaciones comunicativas se entrelazan en interfaces en las que expresiones y disposiciones orales afectan las formas de escritura, y la escritura condiciona la oralidad aun en contextos en los que la condición letrada (litteracy) no es la norma.12 Los efectos sociales y cognitivos de los textos dependerán del sistema de escritura en cuestión, del soporte, de las relaciones de poder que generan y de las cuales son también expresión, de la distribución de los objetos escritos y los usos a los que se disponen.13 Chartier y Goody serían apenas dos científicos sociales entre otros que -al tomar la escritura, la lectura, los medios de comunicación (incluida la oralidad), los sistemas de enseñanza y los procesos cognitivos como objeto de investigaciones historiográficas y etnográficas- revelan las limitaciones de las retóricas posmodernas que toman el texto y la traducción como metáforas, y hasta como ontologías, del mundo contemporáneo. De modo inverso, resulta enigmático que la historia del libro y la antropología de la escritura no hayan promovido estudios empíricos sobre la traducción como práctica en sí que reclama salir de la invisibilidad.
Investigaciones sobre las traducciones, los traductores y otras dimensiones del mundo social que envuelve a esta práctica histórica concreta fueron motivadas por autores de medios académicos de Israel y Holanda, países con lenguas periféricas en el sistema lingüístico mundial. Desde los años 1970, y en el seno de la literatura comparada y la sociosemiótica, Itamar Even-Zohar ha desarrollado la teoría del polisistema, la cual considera la traducción como una actividad compleja y dinámica gobernada tanto por las propiedades comparativas del lenguaje como por intereses sociales. De allí su interés por comprender los mercados culturales, los mediadores económicos y políticos de los intercambios simbólicos, la variabilidad de las prácticas intelectuales y el alcance y las limitaciones del poder asociado a la intervención y legitimación de las culturas a través de la traducción. Desde inicios de los años 1990, estas líneas de indagación, que claramente reactivaron la relación entre literatura y sociología (campo muy dinámico en los años 1960 y visiblemente desactivado en la década de 1980), fueron amplificadas por la teoría de Abram de Swaan y Johan Heilbron a propósito del Sistema Lingüístico Mundial, es decir, transfiriendo la teoría del sistema-mundo de Immanuel Wallerstein a la jerarquía y desigualdad de las lenguas y sus interconexiones planetarias en estructuras de centros y periferias (Heilbron 1999; Swaan 2001). Para los sociólogos holandeses, el poder internacional de las lenguas se objetiva en el volumen de traducciones, que se expresan de modo concreto en el mercado editorial internacional. Más del 70% de las traducciones de libros provienen del inglés. De allí que caractericen a esta lengua como hipercentral. Frente a tal dominio abrumador, el francés y el alemán (también el ruso hasta la caída de la Unión Soviética) pueden ser representados como lenguas centrales, con porcentajes cercanos al 10% del flujo mundial de traducciones. El español, el italiano, el danés, el sueco y el polaco rondan apenas el 1% y representan lenguas semiperfiréricas, para diferenciarlas de las restantes lenguas, en neta condición periférica. Ello hace de las traducciones un conspicuo indicador de las estructuras de desigualdad en las que se dirime el poder simbólico en la competición entre culturas nacionales. Esta competición sólo puede ser comprendida histórica y espacialmente, es decir, como variable de un mercado de bienes simbólicos. Heilbron y otros investigadores del Centro de Sociología Europea (CSE), como Gisèle Sapiro, Ioana Popa y Pascale Casanova, desde finales de los años 1990 han realizado innovadores proyectos tras las premisas asentadas por Pierre Bourdieu, fundador del CSE, en su conferencia de Friburgo (en 1989) sobre "Las condiciones de la circulación internacional de las ideas".14
Bajo este estimulante cuadro de investigaciones en curso, me aboqué a diversos terrenos de trabajo. Por un lado, indagué la expresión y significación de la traducción de libros de autores brasileños en Argentina a lo largo del siglo XX; por otro lado, coordino una investigación colectiva sobre la traducción de libros de ciencias sociales y humanas de autores de las lenguas francesa, inglesa, italiana, alemana y portuguesa en Argentina, entre 1990 y 2014. Además del descubrimiento de hechos significativos,15 mis trabajos proponen una metodología que necesariamente combina escalas y estrategias propias de estudios macro o globales y micro o etnográficos.16 Las hipótesis que me guían implican realizar vastos y complejos relevamientos estadísticos, operar con categorías propias de la literatura, de la ciencia política, de la sociología de la internacionalización. Ello no es contradictorio con la posibilidad de añadir la etnografía como estrategia de observación y descubrimiento que logra sutileza, detalle e intensidad a escala humana de temas que de otro modo pasan de largo; que permite observar y comprender a los agentes, lugares, prácticas y detalles que giran en torno a la traducción.
No fue mi intención retratar una sencilla disputa de posiciones teóricas, sino las condiciones bajo las cuales un hecho como la traducción puede tornarse inteligible como fenómeno histórico y social, conspicuo y dinámico. Entre ellas, parece indispensable que la teoría antropológica no pierda de vista su programa etnográfico para caer en los juegos discursivos seductores de la filosofía, la semiótica o la crítica cultural. Creo posible afirmar, finalmente, que la traducción es un hecho simbólico y social que motiva etnografía y que la antropología está llamada a intensa reflexividad para que matice la traducción como clave analítica, no apenas de un presente amenazado por el globish.