Introducción
Durante los conflictos bélicos del siglo XX, la presencia de la muerte provocó entre los soldados una serie de emociones incontroladas como el miedo.1 El azar o las malas decisiones condujeron al deceso o, en el mejor de los casos, provocaron heridas físicas y mentales.2 En buena parte, los accidentes han sido causa de muchas desgracias, debido a la torpeza de los altos mandos militares, la impericia de los pelotones o las imperfecciones de nuevas tecnologías. Por ello, Proctor (2008, vii) señala que si se ha dado mucha atención a la epistemología ("cómo sabemos"), también debería estudiarse la ignorancia ("cómo o por qué no sabemos"), pues el no hacerlo puede significar pérdidas irreparables como la vida misma. Así, por ejemplo, la falta de acierto en temas de psicopatología y medicalización durante las batallas ha tenido enormes costos por las pérdidas de vidas humanas3 o la falta de efectividad en la atención de los heridos de guerra.
Los resultados de las guerras durante el siglo pasado, con sus millones de muertos, heridos y desaparecidos, trastocaron las percepciones de los sentidos y las emociones de millones de reclutas y civiles. Por ello, para entender estas perturbaciones, en el presente trabajo se utilizará el concepto comunidades emocionales para dar cuenta de lo que constituye una historia de las enfermedades psicológicas en tiempos de conflagraciones mundiales. Se trata de colectividades conformadas, en los frentes y retaguardias, por las intersubjetividades dispuestas entre soldados y altos mandos militares sin olvidar a los médicos, psicólogos y enfermeras. Se pretende, así, estudiar a toda una comunidad activada por la guerra para establecer el particular sistema de sentimientos que constituyen:
[...] the emotions that they value, devalue, or ignore; the nature of the affective bonds between people that they recognize; and the modes of emotional expression that they expect, encourage, tolerate, and deplore. (Rosenwein 2010, 11)
Estas emociones se construyeron en los campos de batalla, donde era difícil tener un espacio visual claro, debido a las nubes de confusión y polvo que se levantaban por las explosiones y los incendios constantes. Los sentidos y nervios de los soldados terminaban por tensarse hasta el límite y, en muchas ocasiones, llegaban a quebrarse, romperse y enfermarse:4 el tiempo y el espacio se convertían entonces en una pesadilla que se repetía, una y otra vez.
Este trabajo se enfoca en el término neurosis de guerra, con sus diferentes variantes semánticas, referido a la nosología del padecimiento mental, particularmente en el campo médico anglosajón. Así, para dar cuenta de la enfermedad mental y emocional de los heridos se consideró un período de sesenta años, conformado por tres conflictos bélicos internacionales. De esta forma, se tomaron en cuenta los conceptos psicopatológicos que circularon más frecuentemente, tanto en los frentes de guerra como en el homefront: Shell-shock (Primera Guerra Mundial), neurosis de guerra o fatigue (Segunda Guerra Mundial) y Trastorno de Estrés Postraumático (guerra de Vietnam). Estos conceptos provienen de libros de especialistas en medicina, psiquiatría o psicología, pero también de recuerdos vertidos por los soldados y el cuerpo médico en diarios, correspondencia o entrevistas filmadas o grabadas en audio. Se trata de testimonios con los que se han pretendido caracterizar, sólo de forma general, el miedo y los efectos que experimentaron los combatientes en una comunidad emocional circunscrita en un ambiente de destrucción, enfermedad y muerte que tuvo sus variaciones a lo largo del tiempo.5
Desde luego, en el presente artículo, sólo se abordan algunos casos en donde estos trastornos y su comprensión se manifestaron tanto en los diagnósticos médicos como en la interacción desigual especialista-paciente. Asimismo, se citan casos en los que se enfatiza cómo los altos mandos militares y las autoridades médicas mantuvieron una articulación de poder, no exenta de tensión, a la hora de definir y enfrentar las heridas mentales y emocionales (Castro 2011, 235). Se trata de saber cómo se ha intentado demostrar qué tanto funcionaron o no los conceptos referidos a la neurosis de guerra en el momento de establecer su nosología y terapéutica para enfrentar todo tipo de trastornos de los soldados. Aunque este tema ya ha sido tratado por otros autores,6 aquí se ha querido analizar desde una perspectiva cotidiana de larga duración. Ello, en primer término, para destacar polifónicamente,7 y dentro de las comunidades emocionales, la participación de los propios pacientes y de las enfermeras, en su papel de intermediarias.8 Y, en segunda instancia, para esbozar los procesos de evolución, empoderamiento e institucionalización de disciplinas como la medicina, la psicología y la farmacología en el momento de definir los efectos del miedo, en referencia a los padecimientos psicopatológicos.
En los siguientes apartados, y a partir de la cita de relatos escritos y orales de soldados, mandos militares, médicos, psicólogos y enfermeras, se han expuesto sus sentimientos relativos a la guerra. Estos documentos demuestran cómo muchos de los yoes, principalmente los de los soldados, padecieron trastornos interiores, a pesar del valor colectivo demandado en los ejércitos. En consecuencia, estos veteranos con padecimientos neurológicos constituyeron una subcomunidad emocional, donde florecieron disturbios mentales y de personalidad, que unas veces fueron rechazados e incomprendidos y otras veces diagnosticados y "medicalizados". Así, se ha buscado dar cuenta de cuáles fueron los discursos y las representaciones sobre emociones y enfermedades que se generaron dentro de esta comunidad emocional a lo largo de tres conflictos bélicos -la Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Vietnam-.
La categoría del Shell-shock durante la Gran Guerra
Al bombardeo incesante entre ejércitos atrincherados se le llamaba "fuego nutrido" (en alemán, Trommelfeuer, fuego de tambor), una situación bélica que generaba profundo temor, tanto entre militares como entre la población civil. Sirva de ejemplo lo que escribía el joven ingeniero del Ejército ruso Andrei Lobanov-Rostovski en agosto de 1916:
Es imposible captar en palabras esta experiencia -apuntaba en su diario-, pero todo aquel que la ha vivido sabe a lo que me refiero. Tal vez la mejor manera de describirla sea decir que es como un terremoto prolongado y violento, mezclado con rayos y truenos, al mismo tiempo que un estúpido gigante se divierte disparando cientos de fogonazos. Yo yacía en mi agujero en medio de todo ese fragor y estruendo, me atormentaba pensar y hacer lo que se esperaba de mí. (Englund 2011, 361)
Otro momento de angustia, durante la Gran Guerra, es el que vivían los aviadores cuando sus aparatos eran atacados o sufrían averías en pleno vuelo. Es el caso del piloto Roland H. Neel, que cuenta cómo el avión en que volaba sufrió una avería que no le permitía lograr un descenso normal. Él y su compañero Hank habían salido a derribar globos alemanes, pero en el momento de querer volver, les sucedió que "en vez de ir hacia abajo, empezamos una escalada [de] cerca de 40 a 50 kilómetros [...] Así que empecé a preocuparme. Estaba asustado".9 Por suerte, para Roland, Hank conocía muy bien su avión y logró controlar los alerones para inclinar su plano de forma perpendicular al suelo y conseguir un aterrizaje a salvo.10
Pero en muchas ocasiones, los accidentes sucedían por falta de pericia. Así, a lo largo de cinco largos años que duró la Gran Guerra, la destrucción y la muerte campearon como fantasmas tanto sobre los frentes de batalla como en la retaguardia. Este tiempo fue propicio para que el miedo se instalara en millones de soldados. En su mayoría, estos reclutas iban a depender más de su suerte que de las estrategias militares para librar balas, granadas y obuses. Por ello, cada día se convertía en un experimento.11 "[...] El tiempo no cuenta. [Pues] [t]oda la eternidad se condensa en un solo instante", como alcanzó a describir el joven infante italiano Vincenzo D'Aquila antes de ser encerrado en el hospital psiquiátrico de Siena (Englund 2011, 232).
La experiencia bélica de la Primera Guerra Mundial no sólo aniquiló a millones de soldados, sino que también trastocó las emociones y las mentes de reclutas que cruzaban fuego en las trincheras. Esta, al menos, fue la experiencia del joven Robert Graves, quien a sus 19 años se alistó en el regimiento de los Royal Welsh Fusiliers. De esta experiencia bélica, Graves relatará en su libro Adiós a todo eso (2009) cómo fueron afectados sus sentidos y sus percepciones de la realidad:
Desde 1916 me obsesionaba el miedo al gas; cualquier olor desacostumbrado, hasta un repentino aroma de flores en un jardín, era suficiente para provocarme estremecimientos. Y no podía soportar el estruendo del cañón; el ruido del tubo de escape de un automóvil bastaba para que me lanzara cuerpo a tierra, o para echar a correr.
Así, ya durante la posguerra, Graves percibía su ser con ciertas heridas, si no físicas, sí emocionales. Él también padecía las consecuencias traumáticas de la guerra, que se repetían en su vida como un presente ya pasado que seguía repitiéndose como un taladro. En esa época, Graves creía en el psicoanálisis freudiano; por eso consideraba que el análisis de los sueños podía "curarlo" de su "estado de nervios", al que describía con la analogía de un mosquito en su poema "The Gnat" (1921, 38-41). En dicha obra poética, Graves hablaba de un pobre pastor, de nombre Watkin, que había acabado por enloquecer, debido a que un mosquito, al entrar por su oreja, había terminado por meterse en su cerebro. En el caso de Graves, este trauma provocado por la guerra, y descrito como un mosquito con "alas de hierro" y "garras de metal", lo abandonó -según relató él mismo- sin necesidad de terapia alguna.
El neurólogo alemán Hermann Oppenheim fue uno de los primeros especialistas en estudiar las enfermedades mentales relacionadas con daños cerebrales. En una monografía publicada en 1889, Oppenheim analizaba la neurosis traumática a partir de cuarenta y una historias elaboradas en la clínica psiquiátrica de la Charité, anexa a la Universidad de Berlín. Del total de casos, dieciséis revelaban síntomas neuróticos postraumáticos vinculados a accidentes ferroviarios; otros diecisiete tenían que ver con lesiones fabriles, y ocho más, con otro tipo de accidentes (Micale y Lerner 2001, 143-144).
Asimismo, la postura de Oppenheim se mantuvo, en el campo del diagnóstico, diferenciada de la del neurólogo francés Jean-Martin Charcot. Así, mientras que para el especialista alemán, los síntomas postraumáticos eran diagnosticados de forma separada de la histeria, para el francés, en cambio, se trataba de la identificación de ambos elementos, que estudiaba en las mujeres recluidas, hipnotizadas, exhibidas y fotografiadas en el hospital de Salpêtrière, en París.
De hecho, Charcot iba a describir un tipo general de sus mujeres recluidas en el momento del "gran ataque histérico": "espasmos, convulsiones, síncopes, semblanzas de epilepsia [...]: mil formas en unos instantes" (en Didi-Huberman 2007, 131). Sin embargo, su colega Paul Richer, anatomista y artista, sería quien trazaría "con su plumilla, todo el 'gran ataque histérico completo y regular' en [una tabla con] ochenta y seis figuras [...]". Dicha tabla terminaría por convertirse en punto de referencia (en Didi-Huberman 2007, 158).
Todos, a su manera, le rindieron homenaje o se definieron basándose en ella: así, los alemanes Andree y Knoblauch hicieron para los varones histéricos y para los traumatizados por la guerra lo que Richer había realizado, representando en su tabla [...] sólo [para] el género femenino. (Didi-Huberman 2007, 158-159)
En los años previos al estallido de la Gran Guerra se consolidaron algunas vanguardias médicas, en las que se integraron conceptos y metodologías disciplinarios de campos como el anatómico, el neurológico y el psicoterapéutico (García 2006, 24). Un par de alumnos de Charcot serían los encargados de la difusión de la psicoterapia entre los dos conflictos bélicos mundiales: Pierre Janet y Sigmund Freud. El especialista austriaco, que había iniciado sus estudios analizando casos de histeria, reconocía que este padecimiento debía ser entendido como resultado de un bloqueo de emociones y experiencias: si las exigencias sobrepasan a los individuos, podía producirse en estos una rebelión o una neurosis (Freud 1984, 85). Por ello, la apuesta terapéutica de Freud se dirigió a la transferencia de dichos recuerdos a la superficie de la conciencia, a través de un proceso que llamó abreacción, con lo cual pretendía lograr la catarsis y alcanzar la salud mental (Shephard 2001, 13). Con este propósito, Freud había utilizado originalmente la hipnosis, pero nunca pudo destacar en esta. Por ello, desde 1905, se encaminó al análisis de los sueños y al análisis de la libre asociación.
Sin embargo, uno de los primeros problemas a los que se enfrentaron los psicólogos, pero también médicos y militares, fue la falta de claridad conceptual a la hora de denominar las afectaciones del sistema nervioso que empezó a manifestar un buen número de soldados, tales como temblores, parálisis, fijación de la mirada, pesadillas repetidas e insomnios, además de alucinaciones y estados depresivos.12
El término Shell-shock fue acuñado durante la guerra para denominar los trastornos emocionales y neurológicos causados por la exposición constante al combate. Es decir, no se trataban de daños físicos en los cuerpos, sino de traumas, en su sentido etimológico, de heridas que, como mosquitos en el cerebro, dañaban el sistema nervioso de los soldados. Esta idea provenía de la creencia de sentido común de que todos los males estaban originados por golpes en la cabeza; de hecho, la anatomía del cerebro estaba en plena fase experimental para localizar lesiones cerebrales (Davoine y Gaudillière 2011, 188-189).
De esto modo, el diagnóstico de Shell-shock se convirtió en un campo de batalla conceptual, en donde, de forma paralela al conflicto real, se enfrentaron de manera atrincherada los discursos, las prácticas y las representaciones de instituciones médicas, militares y periodísticas. No era la mejor de las situaciones para ponerse de acuerdo, pues si en las situaciones de cambio las palabras toman sentidos opuestos, cuánto más los neologismos elaborados entre cañonazos, destrucción y fuego.13 Para el artillero alemán Herbert Sulzbach se trataba de un tiempo en que "No sabes si lo que vives es realidad o si estás soñando. Los hechos se han precipitado a tal velocidad que no puedes atraparlos" (Englund 2011, 638).
Además, el asunto se vuelve más complejo cuando se considera no sólo la producción de términos, sino también su circulación a través de los medios y su apropiación diversificada por los públicos. Al respecto, un buen ejemplo es la campaña publicitaria que -como demuestra Ben Shephard-, en abril de 1915, circuló a través de la prensa para difundir el fármaco Phosferine. El anuncio, que tenía la imagen de una enfermera, destacaba que el tónico para los nervios -en su presentación como jarabe o pastillas- proporcionaba fuerza para prevenir molestias corporales como la fatiga cerebral experimentada bajo el fuego de artillería (Shephard 2001, 28-30).
A la par que las noticias sobre desastres, muertos y heridos eran relatadas desde fines de 1914, comenzó a llegar a la Oficina de la Guerra, en Londres, una serie de reportes, en los que se informaba, cada vez con mayor frecuencia, de soldados británicos que estaban siendo evacuados de los frentes, debido a que padecían de un "choque nervioso y mental". La documentación militar, incluso, daba porcentajes del personal que sufría depresión nerviosa: 7-10% de todos los oficiales y 3-4% de todos los rangos (Shephard 2001, 21).
En octubre de 1918, el cirujano norteamericano Harvey Cushing reportó en su diario cómo en aquellos días un compañero suyo
[...] vio por primera vez un caso de Shell-shock. Él no entendió nada, sino que creyó que el hombre era un cobarde. Cada vez que caía una granada en las cercanías el hombre corría a buscar refugio, temblando y dando sacudidas. Pero después siempre volvía y reanudaba su cometido. Lo que el hombre no soportaba eran las explosiones [...] (Englund 2011, 629)
Frente a este tipo de hechos, ¿cómo se podía distinguir cuándo el soldado padecía verdaderamente de Shell-shock y cuándo se trataba de un acto de pusilanimidad para evitar permanecer en los frentes de batalla? En todo caso, ¿cómo se podía explicar por qué algunos soldados sufrían de una neurosis de guerra, mientras que otros muchos no? ¿O cómo se organizó la clasificación de soldados doblemente heridos -física y emocionalmente- y la de aquellos que sólo lo estaban de su sistema nervioso? Más aún, si al soldado se le diagnosticaba que padecía neurosis de guerra y se le retiraba, ¿cuánto tiempo se le iba a mantener su pensión como veterano de guerra?
El campo militar se vio afectado por los numerosos casos que se hacían públicos en periódicos que reportaban algunos de "neurosis de guerra", que pronto se convirtieron en un interrogante para el Parlamento británico. A finales de 1915, el Consejo del Ejército, en Londres, por primera vez reconoció oficialmente la existencia de una zona intermedia entre la cobardía y la neurosis. De hecho, no fueron pocos los objetores de conciencia ni los soldados rebeldes. También abundaron los desertores en todos los frentes, ya fueran militares de las potencias centrales o de los aliados (Hochschild 2015). Pero entre lealtad y rebeldía terminó por imponerse, como en el caso inglés, el castigo de la cárcel para los "cobardes" o la imposición de una distinción en la clasificación de la neurosis en el personal del Ejército: quienes sólo sufrían de dicho mal y quienes lo padecían además de llevar heridas físicas por "fuego enemigo". Así, para este último caso, en el informe de la víctima, se anotaba la letra "W" [inicial de wound] como prefijo del padecimiento de Shell-shock. No obstante, el efecto de esta política no hizo más que agravar una situación ya de por sí confusa. El asunto de la correcta clasificación se convirtió en un problema para las autoridades del Ejército: un militar traumatizado y herido por acción enemiga podía ganar una pensión; en cambio, uno que se hubiese provocado una autolesión podía ser enviado de vuelta al frente (Shephard 2001, 28-30).
Ahora bien, en la esfera de las ciencias médicas también surgieron problemas y desavenencias entre distintas posturas, en cuanto al diagnóstico y el tratamiento de los pacientes con neurosis de guerra. Algunos psicoterapeutas señalaban:
[...] que el hecho clínico importante no consiste en los síntomas psíquicos o neurológicos, debidamente diagnosticados, sino en la relación perturbada con otro [...] expresada mediante un juego de lenguaje, verbal o no verbal. Esos pocos terapeutas, que no ocupaban posiciones institucionales muy preeminentes, ejercieron sin embargo una influencia decisiva sobre el psicoanálisis de los traumas y de la locura. (Davoine y Gaudillière 2011, 181-182)
Charles S. Myers fue uno de estos terapeutas cuyo trabajo con los heridos fue muy importante. Para empezar, Myers abogaba por eliminar el concepto Shell-shock, ya que -según él- no servía para explicar cada uno de los casos de los pacientes de guerra:
Los hombres conocen este término y le dirán con tranquilidad y soltura que están sufriendo de neurosis de guerra, cuando en realidad una descripción muy diferente podría ser aplicada a su condición. (Shephard 2001, 29)
Myers le apostaba a tratar a los pacientes de forma individual, pero el mayor problema se le presentó cuando se enfrentó al manejo de las bajas psiquiátricas masivas que siguieron a las grandes ofensivas. Myers identificó tres elementos esenciales en el tratamiento de la neurosis de guerra: "la rapidez de acción, el medio ambiente adecuado y las medidas psicoterapéuticas". En este sentido, Myers argumentó que los militares debían establecer unidades especializadas "tan lejos de los sonidos de la guerra como fuera compatible con la preservación de su ambiente en el frente" (en Jones 2012, 18).
Como consecuencia de las operaciones militares de la Gran Guerra, el número de los psiquiatras aumentó, año tras año, para atender a un 20% de los militares afectados que sufrieron algún tipo de neurosis de guerra o Shell-shock (Winter 2009, 110). Así, la presencia de los terapeutas disminuyó una vez que fue restablecida la paz. Sin embargo, el malestar de la cultura bélica y sus consecuencias materializadas en los militares derrotados y heridos, además de la depresión económica en la década de 1930, dieron cobijo al surgimiento, unos años más tarde, de la Segunda Guerra Mundial. Un ejemplo fue Fritz Haber, el químico alemán de origen judío que participó durante la Gran Guerra, no en las trincheras, sino en las fábricas de bombas de gases. En una carta, escribió sus propios malestares: "Estoy luchando, cada vez con menos fuerzas, contra mis cuatro enemigos: el insomnio, las exigencias económicas de mi ex mujer, una profunda preocupación por el futuro y la sensación de haber cometido graves errores en mi vida". Pero todavía faltaba por llegar el golpe más duro de su existencia: el arribo de Hitler al poder, en 1933 (en Cornwell 2005, 82).
La neurosis de guerra durante la Segunda Guerra Mundial
En 1939, de los 120.000 veteranos de guerra pensionados en el Reino Unido por trastornos mentales derivados de la Gran Guerra, sólo 80.000 casos habían sido dados de alta. Ante esta situación, el Dr. Joseph Francis Engledue Prideaux, ministro de Pensiones, puso en marcha un nuevo programa para establecer una política médica con una definición restrictiva del concepto neurosis de guerra. En el Gobierno se acordó entonces que el nombre cuasi médico de Shell-shock ya no debería ser usado. Además, Prideaux escribió un informe sobre las lecciones que se debían tomar en cuenta de la Gran Guerra en relación con la terapia aplicada por militares, sobre todo cuando un nuevo conflicto bélico amenazaba con extenderse por Europa (Shephard 2001, 165-166).
Sin embargo, las lecciones de la Primera Guerra Mundial no se aprovecharon, ni tampoco las previsiones hechas por el Ejército y la Marina de Estados Unidos para atender a los pacientes con trastornos psiquiátricos. Para empezar, no se pudo aplicar un método fiable para prever cuál era el estado físico y mental de los reclutas. El Dr. Douglas Grahn, que sirvió en un batallón de cañones, recuerda al respecto:
Tuve mi última llamada para un examen físico, creo que, en los primeros días de enero de [19]43, pasé por un examen físico detallado y pruebas psicológicas, y así sucesivamente. [...] A aquellos de nosotros que pasamos nos hicieron prestar juramento y, a continuación, nos dieron permiso de una semana.14
No obstante, en muchos casos, los intentos de detectar la vulnerabilidad psicológica por parte de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial resultaron un desastre, pues no se pudo prever el comportamiento neurótico de algunos reclutas durante el combate.
Dentro del campo militar norteamericano, el término Shell-shock se vio desplazado por la neurosis de guerra o battle fatigue. Este último era un concepto que provenía de la Guerra Civil, y por el cual se buscó reportar síntomas de dolor de pecho crónico, así como la fatiga, la falta de aire y las palpitaciones del corazón (Frueh et al. 2012, 2-3). Dicho concepto fue actualizado y utilizado, dando énfasis a la fatiga y al estrés en el Ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial.
En cuanto a su nosología, al battle fatigue se le clasificó bajo tres formas: leve, que era la incapacitación más común en las unidades de combate; dramática, que era una etapa transitoria que se producía durante las operaciones de combate iniciales, y el síndrome del viejo sargento, que era una forma de desgaste físico y psicológico que ocurría después de meses de combate continuo. Al respecto, el Dr. Howard McDougall, que asistió a la Escuela de Medicina durante la Segunda Guerra Mundial, mencionaba que en el hospital donde trabajaba habían recibido "algunos muchachos [que] se rompieron emocionalmente [...]" [We had some fellas (who) broke emotionally...].15 Subrayamos la sinonimia del battle fatigue con la expresión broke emotionally, que fue de uso común en el Ejército.
El Dr. Jerome Selinger, que sirvió como soldado de infantería durante la Segunda Guerra Mundial, recordaba a alguien que había perdido el control. "Se rompió [Broke down]. Él fue enviado de vuelta. No sé qué pasó con él".16 La sintomatología de este mal psiquiátrico indicaba aumento de trastornos del sueño, sobresaltos ante movimientos cercanos o repentinos, así como con ruidos, además de fatiga y malestares físicos leves (Chermol 1985). Sin duda, las heridas emocionales paralizaban a los soldados tanto como las pérdidas físicas de brazos y piernas. Durante la Segunda Guerra Mundial, Virgene Kallemeyn, una enfermera del Army Nurse Corps, animaba a un paciente tetrapléjico diciéndole: "[...] usted tiene su mente. Yo sé que tengo aquí abajo a unos que no tienen sus mentes. Ellos pueden tener las dos piernas y los dos brazos, pero son inútiles porque no tienen sus mentes".17
Otra enfermedad psiquiátrica fue la conocida como Lack of Moral Fibre (LMF), que fue diagnosticada a miles de militares. En un sentido, LMF fue durante la Segunda Guerra Mundial una contraparte del concepto Shell-shock de la Gran Guerra. La diferencia entre ambas debe mucho a sus orígenes. LMF fue un término introducido por los altos mandos del Ejército, mientras que la neurosis de guerra fue un diagnóstico empleado por los médicos. Aunque ambas categorías fueron tratadas en los centros hospitalarios, el Shell-shock fue finalmente aceptado como un trastorno psíquico, por lo cual se ofrecía una atención, se otorgaba una suspensión del servicio y se validaba el reclamo de una pensión de guerra. Por el contrario, al paciente con LMF se le consideraba como una persona con un temperamento inadecuado a la que, incluso, se le podía achacar cobardía. Y aunque a menudo al paciente diagnosticado con LMF se le otorgaba la dispensa de las fuerzas, no implicaba derecho alguno a una compensación económica (Jones 2006).
En cualquiera de sus manifestaciones, la magnitud del problema rebosó los departamentos médicos y militares: el número de soldados dados de baja por problemas psiquiátricos superó al de los reemplazos. De hecho, las cifras de gravedad y cronicidad en los trastornos psiquiátricos registrados durante la Segunda Guerra Mundial demostraron una atención y capacidad médicas insuficientes. En la Armada de Estados Unidos, de aproximadamente 150.000 ingresos hospitalarios por causas psiquiátricas, solamente 100.000 recibieron el alta médica. En el Ejército, de alrededor de un millón de ingresos hospitalarios, sólo 300.000 recibieron el alta médica (Chermol 1985).
La producción de fármacos durante el conflicto bélico se benefició en buena medida por la convergencia de la investigación en laboratorios e industria. Todo un dinamismo que buscó proporcionar medicamentos (penicilinas, sulfamidas o anfetaminas). La enfermera Margaret Virgene Ward Gilkerson cuenta cómo tenían que atender a los heridos con los escasos recursos terapéuticos disponibles, y en medio de las carencias para su conservación y actividad farmacológica adecuadas:
[...] después de una batalla, tuvimos un millar de pacientes que atendimos sin parar. No teníamos refrigeración. La penicilina acababa de hallarse por aquel entonces [...] [esta venía dispuesta] en polvo dentro de una pequeña botella a la que había que poner una solución salina para prepararla [...] Y si no se utilizaban todas las dosis, y con el fin de resguardarlas, se colocaban en un hoyo hecho en el suelo, en donde con agua fría se metían colgadas con una cuerda para tratar de mantenerlas frescas.18
En las penurias de la guerra, junto a los medicamentos, se buscó brindar tratamiento para aliviar las dolencias de aquellos cuya salud estaba en peligro de muerte. Por ejemplo, en Lieja (Bélgica), el hospital fue atacado con bombas voladoras (buzz bombs) -también conocidas como V-1, V-2, o bombas robot- que eran dirigidas con mayor precisión mediante un motor que zumbaba aterradoramente alterando los nervios, como recuerda la enfermera Muriel Phillips:
Sí, eran horribles [...] los pacientes odiaban estar bajo un ataque de bombas voladoras [...] Siempre decían que hubieran preferido estar en el frente de batalla, en los que era relativamente tranquilo una parte del tiempo. Desde luego es difícil estar hospitalizado en una cama y escuchar cómo se acerca una bomba y no poderse mover. Bueno, [tampoco nosotras] podíamos movernos. Teníamos que tener cuidado de los pacientes [...] nunca se sabía lo que estaba ocurriendo.19
Se vivía en un peligro constante, como en los trayectos de evacuación, tal y como lo relata la enfermera Naomi Dobbins, al marcharse de Nueva Guinea, en el frente del Pacífico:
[...] nos enviaron [a California] en cualquier barco que se podía. Y llegué a casa [...] había nueve [enfermeras] de nosotras que llegamos a casa en el Bristol. [Este] era un destructor [...] [y durante el trayecto] se disparaba hacia el agua, hacia las bombas que estaban en el agua, hasta que llegamos a casa. Lo cual fue muy estresante [Which was very nerve-wracking]. Pero se tiende, después de todos estos años, a recordar las cosas buenas.20
El Dr. Gordon F. Lewis, que participó en un proyecto de rehabilitación psiquiátrica centrado en trastornos de estrés postraumático durante la Segunda Guerra Mundial, cuenta sobre el uso de medicamentos; desde luego, no se trataba de tónicos para la rehabilitación de los enfermos, sino de píldoras y drogas tranquilizantes.
[...] estábamos alojados [...] en un cuartel de madera calentado por una estufa de carbón en uno o dos extremos [...] Allí, una buena parte de la gente pertenecía a la 34ª división de Infantería [...] Algunos eran productos de horribles experiencias en Italia [...] La misión con estos hombres incluía dar[les] las dosis de los fármacos [...] Una parte de ellos querían más de lo que estaban tomando [...] [A este fármaco] creo que lo denominaban "Cielo Azul" [Blue Heaven] [...]21
Durante la Segunda Guerra Mundial, varios directores de cine fueron llamados a filmar material de propaganda bélica a favor de Estados Unidos. Uno de ellos fue el realizador John Huston, quien fue convocado a colaborar con el Ejército mediante la filmación de una trilogía documental. Los dos primeros fueron acerca de la participación de los estadounidenses en los frentes del Pacífico -Report from the Aleutians, 1943- y de Europa -The Battle of San Pietro, 1944-1945-. Para el tercer documental, Hágase la luz (Let There Be Light, 1945-1946), los soldados ya habían regresado a suelo patrio. Con este último material, el Departamento de Guerra esperaba contar con un mensaje dirigido a los futuros patrones de estos veteranos: debían quedar convencidos de que estos hombres, heridos psicológicamente, eran tan capaces de recuperación como aquellos cuyas heridas habían sido exclusivamente físicas. Así que, luego de su mejoría, estos excombatientes podían ser contratados para reinsertarse a la vida laboral y social con toda normalidad.
Para la realización del documental, Huston llevó sus cámaras al Hospital Mason, en Long Island, donde pasó tres meses. Ahí, con el consentimiento escrito de los internos, pudo filmar tanto entrevistas individuales como sesiones grupales. Al inicio de la cinta aparece una vez más la descripción ya conocida de neurosis de guerra. La voz del narrador, Walter Huston, explica: "Todo hombre tiene su punto de ruptura [Every man has his breaking point]. Y a estos soldados, en el cumplimiento de sus deberes, se les exigió más allá de los límites de la resistencia humana".22 Pero el documental, siendo un material de propaganda, al final mostraba la recuperación de los soldados gracias a la terapia.
El Trastorno de Estrés Postraumático en la guerra de Vietnam
El final de la conflagración de los treinta años -como el general De Gaulle denominaba en conjunto los dos conflictos mundiales (Ferro 2003, 25)- sólo serviría como marco de la Guerra Fría. Corea, en primer lugar, y luego, sobre todo, Vietnam iban a convertirse en el escenario para el desarrollo de nuevas estrategias militares y prácticas médicas. Estados Unidos, por ejemplo, incrementaría la participación de las mujeres en misiones de combate, y ya no sólo en los ámbitos del homefront o en hospitales, como había sido durante la Segunda Guerra Mundial. Asimismo, se implementaría, de forma más amplia que en Corea, una abundante circulación de medicinas, alcohol y drogas, al lado de técnicas de destrucción como el uso de helicópteros, napalm o el Agente Naranja (un defoliante químico).
La destrucción campeaba sobre la selva, los arrozales y las aldeas vietnamitas. Fueron ocho millones de toneladas de bombas las que arrojó Estados Unidos sobre Vietnam, Laos y Camboya entre 1962 y 1973 (Appy 2014, 243). En ocasiones, durante algún ataque masivo por parte de la Armada, la Fuerza Aérea y los marines, la hecatombe era más que estridente. El teniente Dennis Deal cuenta, por ejemplo, cómo:
[...] el ruido era ensordecedor. Teníamos a todos los cazabombarderos [...] esperando para lanzar sus proyectiles. Pues bien, uno de ellos fue alcanzado desde tierra [por el Ejército norvietnamita], justo sobre mi posición, a unos cien metros por encima de nosotros. De forma que un motor de avión chirriaba haciéndose pedazos camino del infierno, pero no lo podíamos oír. Eso da una idea del ruido que atronaba el campo de batalla, de la cantidad de disparos. Hubo un ataque con napalm a unos trescientos metros por detrás de nuestra posición y tampoco lo pudimos oír. (En Appy 2014, 175-176)
Los nervios y las emociones de los soldados se iban tejiendo día a día para resistir al miedo de morir en cualquier momento, fuera debajo de un cielo cruzado por nubes de fuego o de agua. En su pequeño pelotón, el soldado Leroy V. Quintana recuerda cómo:
Durante el monzón, estuvimos afuera durante una semana y no paraba de llover. Por fin amainó y me relajé. Me puse de pie y me estiré. Giré la cabeza y había una fila de soldados del Vietcong que venía hacia nosotros. Me tiré al suelo. Mis compañeros se ocultaron entre la maleza. Estaba temblando en el barro y la frase que mejor definía mi sensación en aquel momento era "quiero estar con mi mamá". Lo deseaba de verdad. Fue terrorífico. Continuaron pasando en fila uno detrás de otro. Me castañeaban los dientes. Cuando las cosas se ponen difíciles de verdad todo se vuelve muy básico. Cuando los helicópteros vinieron a buscarnos algunos simplemente lloraban aliviados. (En Appy 2014, 530-531)
Durante la intervención militar de Estados Unidos en la pequeña nación vietnamita, el uso de conceptos referidos a las crisis psiquiátricas sufridas por militares, también atravesaría por un uso polisémico, debido a la inmediatez del conflicto bélico y a la falta de tiempo para realizar estudios más precisos. El Dr. Robert B. Daroff, que sirvió en un hospital en Vietnam como neurólogo, recuerda cómo:
[...] los psiquiatras recibían referencias de los chicos que estaban deprimidos o ansiosos o nerviosos o locos. Si estaban locos, es decir, esquizofrénicos o con depresión severa, eran devueltos a Estados Unidos, de lo contrario, se les mandaba de vuelta a sus unidades [...] La ansiedad no era [una prescripción] suficiente para mantenerlos fuera de combate. Todos estábamos ansiosos [...] [en] determinar si tenían o no enfermedad cerebral estructural.23
La enfermera Betty Antilla describe a los pacientes que atendió en una unidad médica, donde trabajaba al lado de psiquiatras y psicólogos.
La mayoría eran hombres con depresión [...] por lo general, era bastante raro tener a alguien realmente psicótico porque si uno era esquizofrénico, [era detectado] en la base, [durante] su formación básica. [Así que la] mayor parte de [los militares en los frentes terminaban] con depresión y luego, por supuesto, algunos se perdieron en el consumo de drogas [...]24
La variable de las drogas se convirtió en un problema añadido al optimismo ingenuo estadounidense y a la idea de una fácil victoria en Vietnam (Appy 2014, 110-111). Mientras tanto, el tráfico de estupefacientes fue una realidad en los destacamentos militares. El teniente Michael Horton recuerda el tipo de drogas que descubrieron en una inspección:
Los cigarrillos de marihuana que estaban disponibles por allí, en ese momento, fueron hechos en una fábrica [local] [...] E incluso tenían el logotipo estampado en el papel. Y ese podría ser Lucky Strike o cualquier marca de moda [...] Así que estos chicos que estaban caminando durante el día [aparecían] fumando lo que parecía ser un cigarrillo [normal] [...] Otros fármacos que encontramos eran opio [...] un líquido de color púrpura oscuro en un pequeño frasco. Encontramos heroína en polvo. La heroína la hallamos en cápsulas del tamaño de un dedal de costura.25
En un mundo rodeado de destrucción, los jóvenes soldados pasaban, gracias a las drogas, del extremo del dolor y el miedo a un estado de euforia que los hacía obnubilarse y fugarse. La frase que dejó escrita un soldado en su diario de guerra en Vietnam es más que reveladora: "El 22 de diciembre de 1967, es el día en que los hombres civilizados se convirtieron en animales. Yo era un jodido animal". Ciertamente, el consumo de fármacos ayudó a fortalecer a los reclutas en su resistencia física, redujo su sensación de dolor, disminuyó su estrés y alivió su miedo (Kamienski 2016, 43). Todo ello, al menos, mientras los efectos y la realidad de la batalla así lo permitieron.
La derrota del Ejército norteamericano en Vietnam y su regreso sin gloria se convirtieron en un momento de lucha contra el Gobierno por parte de los veteranos que buscaban una compensación económica y una atención médica a sus lesiones físicas y psicológicas. A finales de 1960, un grupo de psiquiatras, autoproclamados como antibelicistas, formuló un nuevo concepto de diagnóstico para describir las heridas psicológicas sufridas en la guerra. La propuesta original era el concepto Vietnam syndrome. De forma paralela, el movimiento feminista ganó impulso político al exponer la violencia que era común en contra de las mujeres, lo que llevó al desarrollo de un rape trauma syndrome. Estos dos grupos de activistas pronto se unirían para hacer una causa común con los médicos de salud mental y los investigadores (Frueh et al. 2012, 3-4).
Por su parte, la Asociación Psiquiátrica Americana (APA) no hizo eco a estos reclamos. Pero la intervención de los psiquiatras Chaim Shatan y Robert Jay Lifton, conocido este último por su trabajo en el daño psicológico causado por Hiroshima (Satel 2003), logró impulsar un proceso de medicalización. Ejemplo de ello fue la entrada de la conceptualización clínica de trastorno de estrés postraumático (Post-traumatic Stress Disorder, PTSD, por su sigla en inglés). Así, para el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, en su tercera edición (DSM-III), publicada en 1980, se logró la adición del diagnóstico PTSD. A partir de entonces ha cambiado el panorama de los estudios de estrés y trauma en general, lo cual ha contribuido al desarrollo de una extensa gama de temas clínicos, políticos y sociales. Incluso, el concepto reacciones postraumáticas ha sido ampliamente absorbido por el público en general, en relación con la adaptación psicológica después de eventos traumáticos (Frueh et al. 2012, 1).
No obstante, en muchos casos, el paso del tiempo no fue un factor que sirviera para aliviar a los veteranos de guerra en su diagnóstico y reinserción correctos a la vida cotidiana. La enfermera Cynthia Fitzgerald relata, con tristeza, haber conocido a un paciente que había sufrido una amputación y que se había convertido:
[...] en un amigo de mi marido y mío [...] [él] había sido un médico en Vietnam que a través de los años luchó con, ya sabes, el abuso de drogas. Y años más tarde, después de haber regresado [de Vietnam], se suicidó con una sobredosis.26
Gary Blinn, excombatiente de Vietnam, cuenta cómo al hablar con un psicólogo sobre el concepto trastorno de estrés postraumático, le dijo que este "no era algo así como tener una gripe. Me dijo: 'Es casi como una depresión, y, sí, para tenerlo [diagnosticarlo], hay ciertos criterios médicos, y hay que clasificarlo con cinco o seis categorías diferentes [...]'"27 Ciertamente, la utilización del concepto PTSD no ha sido algo fácil de manejar social y económicamente. Para una enfermera como Ada Hacker, muchos veteranos han buscado el beneficio sin presentar en realidad problemas mentales:
Muchos de ellos no eran las mismas personas. Muchos de ellos estaban peor que otros. Pero muchos de ellos, al igual que en el Hospital de Veteranos, demasiados, por desgracia, eran veteranos que se estaban presentando con lo que ellos llaman casos mentales, pero [que en realidad] no eran mentales [...] Algunos de ellos estuvieron en realidad en el servicio y tuvieron malas experiencias, pero sus cuerpos estaban bien, aunque sus mentes estaban afectadas y lo estarán siempre. [Pero] otros en realidad nunca estuvieron activos -estaban en el servicio, pero nunca salieron del país-, y están reclamando que tenían todos estos problemas, por lo que están tratando de obtener una gran cantidad de cosas de forma gratuita.28
Por su parte, Lawrence Dacunto, otro veterano de Vietnam, menciona los problemas económicos que ha arrojado recientemente un concepto como el trastorno de estrés postraumático:
Supongo que no entiendo [el concepto PTSD] por completo. Creo que el Ejército y el Gobierno y los medios de comunicación, y todos, lo [van a utilizar] [...] Yo puedo aceptar que las personas sometidas a presiones extremas vayan a tener consecuencias posteriores en su psique y su comportamiento, y así sucesivamente. Pero creo que todo el asunto se [va a complicar] por el hecho de que la Administración de Veteranos, el Gobierno, ahora está pagando una gran cantidad de dinero a las personas que han sido entrevistadas y certificadas por sufrir el trastorno de estrés postraumático [...] [Todo] lo que crea un incentivo para que los individuos [sean] menos escrupulosos [para solicitar su inscripción al programa] [...] Creo que ahora [en 2008] el pago máximo para el [paciente con] PTSD es de [...] casi 2.500 dólares al mes.29
Al hablar de la presencia de Vietnam en el cine se puede ver que algunos conceptos sirvieron para caracterizar cómo algunos veteranos, en el momento de su regreso, sufrían afectaciones traumáticas. De hecho, la representación común de los excombatientes fue la de antihéroes que padecían heridas psicológicas que les dificultaban su reintegración social (Frueh et al. 2012, 1).30
Conclusiones
Con todo lo hasta aquí expuesto, creemos haber dado cuenta de la importancia -como indicaba James A. Secord- no sólo de dirigir el análisis a la teorización y utilización de conceptos creados en campos científicos como la medicina, la psiquiatría o la psicología, sino de ampliar y cambiar los ángulos de estudio de la teoría científica como acto de comunicación e interacción con otras esferas como la militar o los medios de comunicación. Por ello, el conocimiento médico o psicológico no debe ser observado como mera disciplina abstracta, sino como prácticas comunicativas dentro de las comunidades emocionales, en su referencia al binomio salud-enfermedad de los soldados (Secord 2004, 666 y 671).
De esta forma, bajo el concepto comunidad emocional se ha intentado identificar las palabras, frases e imágenes por donde transitan las definiciones de los sentimientos de muerte, destrucción y heridas emocionales, bajo un enfoque más sincrónico. Pero ello no deja de presentar problemas al estudiar la variabilidad semántica de las palabras, así como las diferencias gramaticales. Por tanto, conviene estudiar períodos de larga duración,31 en donde se observen cómo ciertos términos acaban imponiéndose sobre otros, gracias al empoderamiento y legitimación institucionales y disciplinares, como fue el caso de la nomenclatura científica del PTSD frente a la frase acuñada en medio de la batalla de Shell-shock. Sin embargo, esta pretendida circulación del conocimiento de conceptos no siempre fue efectiva; por el contrario, condujo las más de las veces a la ignorancia y el desconocimiento. Al respecto, puede citarse un ejemplo más, en referencia al problema de la nominación de las enfermedades mentales provocadas por las guerras, ya no sólo a nivel de los soldados, sino incluso en el área médica. En una entrevista reciente que Michael Willie le hizo a la enfermera Velma Laura Hignight, ella mencionó el caso de un joven soldado que estaba encerrado en una habitación, debido a que estaba "loco como una cabra" (He was as crazy as a loon).
-Michael Willie: Y, ¿cómo lidiaron con esto? ¿Se trataba de fatiga de batalla (battle fatigue)?...
-Velma Laura Hignight: No sé cómo lo llamaban.
-Michael Willie: ¿Neurosis de guerra o solamente estrés (Shell-shock or just stress)?
-Velma Laura Hignight: Probablemente todo ello en su conjunto.32
A fin de cuentas, como se ha podido observar, el problema de la nominación de la enfermedad depende de las prácticas internas que manifiestan instancias, agentes especializados, intermediarios y usuarios de una comunidad emocional específica de cada momento y lugar (Scheer 2012, 220). Depende, como en toda cultura médica, de la dinámica intersubjetiva y, desde luego, de la inmediatez y el sufrimiento que este provoca. Cada combatiente, en el contexto de las diferentes guerras, participó con sus propias características biológicas, psicológicas y sociales. Y la nosología médica de cada momento sirvió para tratar de acercarse a los padecimientos psicológicos desatados por el estrés bélico. Al respecto, una intermediaria como Diane C. Evans, cuenta su experiencia en su labor como enfermera:
En 1967, cuando estaba haciendo mis prácticas en el hospital de Veteranos, yo tenía el cuidado de los veteranos de la Primera Guerra Mundial a los que les faltaban algunas extremidades pero que además estaban teniendo complicaciones [...] se estaban muriendo por las terribles heridas de la guerra... [Pero incluso] Yo cuidaba de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial y los veteranos de Corea, y de algunos veteranos de Vietnam que llegaron al sistema de Veteranos en los últimos años de los sesenta. Por lo tanto, tenía toda la gama [de soldados]. Tenía todo un grupo de veteranos que estaba cuidando [el cual sumaba en edades un siglo]. [Pero] [l]o que descubrí fue que estos tipos son todos iguales, que eran simplemente diferentes en edades.33
Sin lugar a dudas, hace falta, entonces, profundizar en estudios del presente sobre los períodos internacionales de guerra, considerando análisis comparativos o interconectados globalmente para tener una comprensión sobre las nominaciones locales referidas a las heridas psicológicas en los ejércitos, por ejemplo, de Japón, China o Vietnam. Lo anterior exige considerar las diferentes circunstancias socioeconómicas y culturales de la comunidad emocional analizada. Para ello, no dudamos en destacar la importancia de que fuentes provenientes de la cultura escrita y oral y de los estudios visuales sirvan para que la historia de las emociones, así como las cuestiones de género, ahora plenamente integradas a las investigaciones historiográficas, se conviertan en una parte integrada en los estudios históricos (Rosenwein 2010, 24).