El cambio climático es uno de los retos fundamentales que enfrenta la humanidad. La composición química de la atmósfera ha sido y sigue siendo transformada por las emisiones de gases que causan el llamado efecto invernadero. Esto incrementa la temperatura ambiental terrestre y marina, y ha generado una gran e importante cascada de impactos y retroalimentaciones en el sistema climático: ha aumentado su variabilidad y, por tanto, la frecuencia e intensidad de varios tipos de “extremos” ambientales, que incluyen huracanes, inundaciones, sequías e incendios forestales. El calentamiento global también ha ocasionado (y seguirá haciéndolo) blanqueamiento de arrecifes, cambios en la distribución de nutrientes en litorales y aumento en el nivel del mar, lo que a su vez produce erosión costera, inundaciones de territorio temporales y permanentes, e intrusiones de agua salina en suelos y mantos acuíferos (IPCC 2014).
Los incrementos en prácticamente todos estos riesgos han ocurrido de forma espacialmente desproporcionada; han afectado, en particular, al “sur global” -que incluye a América Latina y el Caribe- y acentuado varias formas de vulnerabilidad social, causando diversos daños, penurias y costos. Estos impactos han sido profundos en el caso del sustento y la vida en áreas rurales y costeras, por su dependencia más directa de factores ambientales y servicios ecosistémicos, dada la importancia para su desarrollo de pesquerías, actividades del sector primario terrestre, industrias extractivas y turismo.
Aunque la mayor exposición a riesgos por el aumento en la variabilidad climática es significativa, es también sabido que la vulnerabilidad de estas comunidades no se explica solo por esta razón, sino también por grandes transformaciones sociales (Leichenko y O’Brien 2008). A pesar de que distintas comunidades poseen y ejercen formas muy relevantes de resiliencia a impactos ambientales, sociales y económicos, varios tipos de erosión institucional-estructural han aumentado la sensibilidad a las consecuencias del cambio climático. También ha disminuido la capacidad de los individuos, de las comunidades e incluso del Estado para hacer frente o adaptarse a estos efectos. Entre otros, la liberalización y la industrialización de varias actividades primarias y extractivas han generado mayor riesgo frente a choques climáticos (véase Eakin 2006) y han exacerbado tensiones en relación con la tenencia, el uso y el usufructo de la tierra (véanse, por ejemplo, Constantino 2016; Paschel 2016; Sletto et al. 2013), y con la conservación de ecosistemas (Dowie 2011). Como ejemplo de resiliencia, resistencia y activismos comunitarios, pero también de manifestación de esta violencia, en América Latina y el Caribe han ocurrido un gran número de asesinatos de activistas ambientales o de periodistas que reportan sobre el tema. El Latin America Working Group estimó que entre 2010 y 2015 un total de 572 de estos activistas fueron asesinados en la región, el 76,7% del total de este tipo de asesinatos a nivel mundial (Harlow s. f.).
En este contexto, cuando las formas de adaptación y resiliencia pierden efectividad, se agotan o simplemente no alcanzan a reparar los peligros causados por los extremos climáticos -porque el cambio ocurre en tándem o incluso interactúa con la acumulación de condiciones o conflictos sociales antes descritos, de forma que exacerba la vulnerabilidad-, la movilidad espacial (migración laboral, desplazamiento forzado u otras manifestaciones) surge como una posibilidad más clara de adaptación y protección del bienestar físico, mental, económico y social (Hunter, Luna y Norton 2015), a pesar de las muchas dificultades que encuentran los migrantes forzados en sus destinos (véase, entre otros, Aysa-Lastra 2011). Nótese, sin embargo, que la posibilidad o las aspiraciones de migrar no siempre desembocan en la acción, dado que los impactos del cambio climático, o bien de las circunstancias sociales, económicas, políticas e institucionales en las que este ocurre, podrían también reducir la capacidad de migrar (Schewel 2020). En casos extremos, esto puede “atrapar” a la gente en situaciones y lugares donde la vulnerabilidad es muy alta (Foresight 2011).
En la confluencia de cambio climático, ecología política y sus relaciones con la movilidad espacial se centran los artículos elegidos para este número de la Revista de Estudios Sociales. Después de una rigurosa selección y de un proceso de dictaminación por otros expertos en los temas, escogimos cinco interesantes artículos relacionados con distintos aspectos de esta temática: desde aproximaciones al desplazamiento por variabilidad climática directa, pasando por cómo el cambio climático y la degradación del ecosistema complican la adaptación de los migrantes en zonas periurbanas, hasta los desplazamientos por conflictos relacionados con la tierra u otros recursos.
En su análisis del posible desplazamiento climático en el llamado Corredor Seco de Centroamérica, Bernardo Bolaños-Guerra y Rafael Calderón-Contreras refieren la forma en la que el cambio climático global, aunado a una deforestación progresiva de bosques tropicales húmedos en la región, han afectado la temperatura y los patrones de precipitación pluvial locales. Esto ha hecho mucho menos viable la producción de café y ha generado, a su vez, distintas formas de readaptación y resiliencia de los campesinos, dentro de las cuales se encuentran la migración internacional enmarcada en la ya larga historia de desplazamientos desde varias partes de la región y la situación de violencia que existe en muchas comunidades. Se realza, también, la importancia de una continua construcción de resiliencia, fundamentada por los autores en la revisión de numerosos expedientes de solicitud de fondos de adaptación al cambio climático que permiten ver las diferentes experiencias de adaptación y resiliencia, así como en los informes del programa de cooperación Bosque y Agua.
Dadas las vulnerabilidades asociadas con la emigración y el asentamiento de los “migrantes climáticos”, Andréa Vettorassi y Orzete Amorim realizan un análisis sociojurídico en el que plantean la necesidad de revisar la terminología relacionada con los refugiados para incluir a los desplazados ambientales y por cambio climático. Después de una rigurosa discusión de la bibliografía y los documentos legales -como la Convención de Refugiados de 1951, la convención organizada por la Unidad Africana en 1963-1969 y el Tratado de Cartagena de 1984-, los autores expresan la gravedad de que, hasta hoy, no se considere al migrante ni al refugiado ambiental bajo casi ninguna norma de protección jurídica. De este modo alertan sobre las cada vez más severas e impredecibles consecuencias del cambio climático global.
Además de afectar a comunidades emisoras, el cambio climático también genera complicaciones en los lugares de destino. En su estudio en el área del río Reconquista, en las afueras de Buenos Aires, Victoria Castilla, Santiago Canevaro y María Belén López ilustran la relación entre cambio climático, degradación ambiental por transformaciones estructurales y adaptación de los migrantes a nuevas comunidades. Los autores resaltan la presencia de conglomerados urbanos en esta región periurbana en donde el río y sus afluentes se encuentran contaminados no solo por la agricultura industrial y la metalurgia, sino también por la instalación de un relleno sanitario aledaño. Basados en una investigación cualitativa realizada entre 2017 y 2019, exploran la noción de riesgo ambiental percibida por los pobladores de asentamientos precarios, quienes provienen originalmente de migraciones extranjeras y del noroeste y noreste argentinos, y cuyas viviendas habían sido afectadas por fenómenos como inundaciones, sequías, granizadas, incendios y el establecimiento del relleno de basura. Los autores muestran cómo estas poblaciones de origen migrante logran readaptarse a la nueva zona de relleno y cómo establecen una relación entre modos de producción agrícola y reciclaje, aun cuando su salud esté en riesgo.
Pasando al tema de cómo el cambio climático podría exacerbar otro tipo de desplazamientos relacionados con la tenencia, el uso o el usufructo de la tierra, Miguel Ángel Navarro analiza los desplazamientos forzados en comunidades garífunas de la bahía de Trujillo, en la zona atlántica de Honduras, como resultado del despojo de sus tierras. El autor centra la atención en el caso de la comunidad de Guadalupe y en su análisis contrasta las diferentes prácticas de despojo con las formas de respuesta y resistencia comunitarias. En el marco de otros grandes choques institucionales (la implementación de la doctrina de seguridad nacional en los ochenta -que generó desplazamientos y desapariciones- y el golpe de Estado en 2009) o climáticos (el huracán Mitch en 1998), el artículo señala la importancia que han cobrado las prácticas de despojo de las tierras agrícolas vinculadas a grandes proyectos hidroeléctricos, de desarrollo turístico o para el cultivo de la palma africana. Esto ha ocasionado el desplazamiento de personas, que son objeto de represión, criminalización y persecución cuando se resisten, como también lo son los activistas y periodistas que investigan el tema. Esto sucede con desafortunada frecuencia en el caso de los esfuerzos de conservación ecosistémica. Asimismo, el autor resalta las formas de desposesión producidas por la creación de “áreas naturales protegidas”, que impacta el uso y disfrute de tierras tradicionalmente garífunas sin consulta previa, como marca la ley internacional.
Rubén Darío Gutiérrez Campo y Kelly Escobar Jiménez ejemplifican otro tipo de desposesión. Los autores centran su atención en las zonas de humedales en el Caribe colombiano, donde el despojo de tierras para la práctica de la ganadería por parte de terratenientes obligó a los habitantes de la zona a defender sus tierras con enfrentamientos o a migrar. Los autores realzan la importancia de los territorios anfibios como el playón, “el englobe y la interconexión permanente de agua y tierra -zona inundable-, que es un espacio vivido y apropiado por pescadores, ganaderos, agricultores y comerciantes” (2021, 81), debido a que el Estado colombiano ha considerado tal territorio como “baldío”, lo que ha tenido como corolario el acceso y despojo de la propiedad. El artículo evidencia, así, las diferencias entre la concepción de playón del Estado, que lo ve como tierra y por ende como propiedad, y los científicos, que lo consideran más en relación con el agua.
Esperamos que los artículos presentados sean de su interés y que contribuyan a un mejor entendimiento de la forma en que el cambio climático, asociado a otras circunstancias, se relaciona con la migración; así mismo, que permitan comprender que la vulnerabilidad de los migrantes puede deberse menos a la exposición directa a extremos ambientales que al entramado social en el que estos ocurren. Estos estudios nos muestran la urgencia de proponer acciones de cooperación frente al cambio climático, y de plantear políticas de desarrollo más amigables, como vía para lograr que progresivamente se revierta el progreso destructivo y se alcancen readaptaciones al cambio.
Igualmente, se evidencia cada vez más la necesaria cooperación ecológica global a través de acuerdos internacionales y el respeto de las cuotas establecidas para regular las emisiones de carbono a la atmósfera; también es esencial continuar con las iniciativas de protección de las especies y de la diversidad ecológica, así como con la investigación y los esfuerzos de innovación tendientes a la generación de formas alternativas de energías. Se plantea como urgente alertar sobre la asimetría de poderes existente, que propicia que algunos países, haciendo uso de nuevas tecnologías para cumplir con cuotas de respeto climático (por ejemplo, automatización automotriz), recurran a minerales especiales cuya extracción genera destrucción en zonas de gran vulnerabilidad y diversidad.
Concluimos con la reflexión vinculada a los tiempos actuales de pandemia resultado de la expansión del virus SARS-CoV-2, que deriva también de perturbaciones ecológicas y de la emergencia de nuevos patógenos y mutaciones virales, que han producido la muerte de más de 2,25 millones de personas a nivel mundial. Conscientes de la dimensión de la pandemia y de la necesidad de readaptación a nuevos fenómenos como resultado del cambio climático global, resultan inminentes una amigable educación global ecológica y una política global ambientalista, como únicas vías para detener las intervenciones abruptas y destructivas que están afectando las especies y diversidades, incluyendo la humana.