Introducción
El discurso jurídico enfrenta el reto de traducir lo real nuevamente a sus categorías y ajustarlo a sus escalas, si, como señala Clifford Geertz (1994) , el derecho es una forma de imaginar lo real, al concebirse como una cartografía cultural que establece las fronteras entre los mundos que las formas jurídicas expresan e intentan regular, cuando varios de esos mundos se entrelazan, coexisten, chocan y se oponen entre sí. Cada mundo se vuelve a definir en esta colisión, se forman nuevos y los que conocíamos dejan de existir. Las formas jurídicas que pertenecen a cada uno de ellos sufren un proceso de cambio y reescritura, a veces de manera repentina, en otras ocasiones de manera lenta. Reescribir el derecho, el oficial o el propio, es reimaginar lo real y moldearlo a su imagen y semejanza. Las categorías jurídicas condensarán ese proceso y buscarán que sea eterno e inmutable1.
Tradicionalmente, se ha denominado pluralismo jurídico2 a la coexistencia dentro de un mismo Estado nación de dos mundos culturales con dos aparatos jurídicos organizados para regular las relaciones personales, los conflictos y definir el alcance de sus instituciones. En oposición a la idea clásica, derivada de una forma de imaginar lo real, basada en que solo existe un derecho, en que la ley es una y tiene una fuente única, central, organizada y legitimada por una suerte de origen místico de la autoridad jurídica (Derrida 1997), la corriente del pluralismo ha defendido otra forma de imaginar lo real: los territorios estatales albergan múltiples y diversos mundos culturales que reclaman autonomía y respeto por sus formas ancestrales de resolver conflictos, y que han pervivido históricamente al etnocidio y al epistemicidio, a las avanzadas homogeneizadoras del Estado nación monocultural. Esta forma de entender el derecho ha sido denominada pluralismo jurídico clásico o cultural3.
Si el derecho es una forma de imaginar lo real y esto es, en términos culturales, múltiple y diverso, los sujetos que surgen serán el resultado del choque entre mundos opuestos que intentarán gobernar la indomable facticidad de lo real a través de la inmanencia de las formas jurídicas. Cuando uno de los mundos es imaginado como estatal, mayoritario y oficial, en oposición a otro que es imaginado como indígena, ancestral y originario, el espacio del pluralismo jurídico generará un lugar de emergencia, no solo de nuevas categorías jurídicas o de su redefinición, sino la creación jurídico cultural de nuevas personas y sujetos. El resultado de este proceso de reacomodamiento de las formas jurídicas luego de la colisión entre mundos, como lo mostraremos en este artículo, es un sujeto jurídico indígena liminal4 que quedará atrapado en la indefinición de ser y no ser, de pertenecer y a la vez ser excluido, de aguardar el momento definitivo en el que el derecho proclamará su retorno al mundo indígena, o su permanencia temporal y espacialmente definida en los lugares de castigo propios del sistema jurídico oficial.
Este artículo pretende narrar un proceso que creemos que ha tenido lugar en las últimas décadas, particularmente desde la promulgación de la Constitución de 1991 y el reconocimiento de la jurisdicción especial indígena (JEI). Para ello, nos basamos principalmente en el análisis del desarrollo del discurso jurídico sobre la JEI, que ofrece una narrativa útil para evidenciar procesos políticos y sociales más amplios sobre la identidad que se disputan a través de las formas jurídicas (Bourdieu 1987; Teubner 1989). El litigio constitucional de los pueblos indígenas de Colombia ha promovido un acercamiento de la Corte Constitucional a las posiciones epistémicas que fundamentan los sistemas normativos indígenas5. Sin embargo, esto no parece que haya sido suficiente. De una parte, las construcciones jurídicas no han alcanzado estándares de protección que reflejen la complejidad de los reclamos originales de los pueblos, especialmente respecto de sus derechos de autonomía, y, de otra parte, como ha sucedido en general con cualquier historia de derechos, su reconocimiento constitucional o convencional no constituye una garantía definitiva de su vigencia real (Estévez Araújo 1994).
Pese a que en Colombia los movimientos sociales -entre ellos, las organizaciones indígenas- tradicionalmente han depositado una confianza excesiva en la capacidad transformadora del derecho, lo cierto es que el sistema jurídico tiene serias limitaciones, incluso a pesar del activismo judicial de tribunales de avanzada6 o de las buenas intenciones de los técnicos que han movilizado la burocracia internacional hacia la inclusión de las lógicas indígenas en el sistema jurídico7. Los códigos del lenguaje jurídico occidental se relacionan con un sistema local de conocimiento (Geertz 1994), que no necesariamente es apto para aproximarse a entidades construidas a partir de epistemologías radicalmente distintas. Por lo general no son flexibles y pertenecen a un entramado lógico que históricamente ha garantizado la disciplina social y económica.
Los procesos sociales y políticos que han dado lugar al litigio indígena que aquí se interpreta se traducen al lenguaje jurídico para imaginar el mundo resultante (Engle 2010). Este balance de fuerzas aparece en los textos de las sentencias, que condensan los intereses y estrategias de distintos actores locales por moldear el sentido no solo del autogobierno de los pueblos indígenas, sino del castigo en una constitución multicultural como la colombiana. La decisión de castigar, de una forma u otra -azotando o encarcelando (Ariza e Iturralde 2021)-, también se manifiesta en el moldeamiento del derecho al autogobierno de los pueblos indígenas (Bond y Jeffries 2011).
En este sentido, el discurso jurídico es una arena de lucha en la que se enfrentan las diferentes visiones sobre el poder punitivo que se reconoce a los pueblos indígenas en Colombia desde 1991. Es posible identificar las tensiones entre posturas radicales, que sostienen que las autoridades indígenas no pueden juzgar crímenes graves al carecer de penas reales y efectivas; y posiciones relativamente moderadas, que admiten la opción, si los jueces encuentran que las autoridades indígenas cuentan con la capacidad institucional para imponer penas efectivas. Este choque entre el mundo del derecho constitucional y el mundo del derecho propio de los pueblos indígenas, en cualquier caso, parece resolverse con la adopción del encarcelamiento por parte de los pueblos indígenas como forma de reafirmación de su derecho de autogobierno y como aceptación del poder estatal expresado por la prisión como forma ineludible de castigo. En este choque se crea un espacio, tanto material como simbólico, en el que queda atrapado el indígena en una situación de liminalidad que definirá su forma de estar en cada uno de esos mundos, una vez cruce las puertas del presidio para percibir la libertad en la ciudad o en su resguardo8.
En la primera parte de este artículo analizamos el reto que plantea el reconocimiento de la JEI como una forma institucional de adoptar un modelo jurídico pluralista. A continuación, describimos la manera en que la articulación entre el derecho propio de los pueblos indígenas y el sistema jurídico nacional ha creado un espacio de hibridación punitiva, esto es, la adopción de la forma prisión como consenso intercultural para dar respuesta a los crímenes cometidos por miembros de pueblos indígenas que, a su vez, se mueven de manera fluida entre los dos mundos. En la tercera parte, a manera de conclusión, proponemos la noción de liminalidad jurídica indígena para interpretar al sujeto resultante de esta suerte de intersección entre el derecho oficial y el derecho propio de las comunidades.
Pluralismo jurídico y espacios de reconocimiento e indefinición
Esta laguna de la antropología moderna es debida, no a desinterés por la legalidad primitiva, sino, por el contrario, a su excesiva exageración. Aunque parezca una paradoja, es sin embargo cierto que la antropología actual descuida el derecho primitivo porque tiene una idea exagerada y, voy a decirlo sin ambages, equivocada de su perfección. (Malinowski 1991, 24 )
Entre 1980 y 1990 doce países latinoamericanos modificaron parcial o totalmente sus constituciones para incluir a los pueblos indígenas en el proyecto de construcción de los Estados multiculturales (Assies, Van der Haar y Hoekema 1998). Este proceso de transformación de los tradicionales Estados liberales y monoculturales latinoamericanos en Estados pluriétnicos se explica por la necesidad de legitimación y reconstrucción del proyecto de identidad nacional (Grey Postero y Zamosc 2004; Sieder 2012), así como por el éxito de los movimientos indígenas que históricamente han reclamado un mayor reconocimiento político y jurídico (Lemaitre 2009; Warren y Jackson 2003).
Esta oleada de reformas constitucionales generó importantes transformaciones, retos y dificultades9. Mientras que el reconocimiento político y jurídico de los pueblos indígenas se considera un avance significativo frente a su invisibilidad histórica en los proyectos de construcción nacional, las condiciones materiales de violencia, pobreza y exclusión siguen poniendo en riesgo la existencia y reproducción de estas poblaciones (Tovar-Restrepo e Irazábal 2014; Villa y Houghton 2004). El caso colombiano resulta especialmente significativo, pues los importantes desarrollos en el campo jurídico y político, así como los debates en torno a su capacidad de transformación de la realidad social -que han dado lugar a que se le considere como una muestra de neoconstitucionalismo (Ávila 2011; Bonilla 2013)-, se enfrentan a la persistencia de enunciados coloniales en aspectos clave como, por ejemplo, el alcance del derecho al autogobierno (Muehlebach 2010) y la definición de la identidad de los miembros de pueblos indígenas. Exceptuando la Corte Constitucional, una gran porción del aparato estatal y de agentes con incidencia en el diseño de políticas públicas continúan atrapados en esencialismos que reducen la identidad a un conjunto de atributos objetivos, en principio definitivos y concurrentes, convenientemente inamovibles y característicos de los grupos sociales. Este cerramiento hacia purismos estáticos busca estrechar el camino a los derechos diferenciados (Viana 2019).
En cuanto al alcance del derecho al autogobierno de los pueblos indígenas, en el caso colombiano los debates más intensos se han generado en torno a dos instituciones específicas. Por una parte, el derecho de los pueblos indígenas a la consulta previa (Bonilla 2013; Rodríguez-Garavito 2011; Viana 2016) y, por otra, en torno al significado y alcance de la JEI10. Con el propósito de establecer dicho alcance, el discurso judicial ha definido criterios para evaluar cuándo y cómo puede juzgar y sancionar delitos. Las dinámicas de este ejercicio de coordinación jurisprudencial se muestran en la figura 1.
En primer lugar, hay un criterio subjetivo que se concentra en cuestiones identitarias, es decir, si la persona puede ser considerada o no indígena. A pesar de los cambios en el modelo constitucional, en la definición de la identidad indígena -un asunto fundamental en los procesos de dominación poscolonial-, ciertos enunciados anclados en visiones coloniales sobre lo que significa ser indígena siguen presentes en el discurso jurídico cuando se trata de definir si el acusado tiene derecho a ser juzgado por las autoridades indígenas.
La construcción de la identidad es un proceso dinámico permeado por prácticas violentas de negación, exterminio, despojo y confinamiento. Esos fenómenos han servido de contexto para que la jurisprudencia (Corte Constitucional 2012, 2014 y 2017) se aproxime a una noción dinámica de la identidad colectiva y la reconozca como construcción social derivada de intercambios e intersecciones vivas (Viana 2019). Los pueblos han asumido ejercicios de consolidación de su identidad étnica que amalgaman elementos culturales y transitan por categorías conceptuales que representan la entrada al sistema constitucional (Rosas 2013; Ruiz 2006). Estas trayectorias identitarias han sido protegidas por la jurisprudencia como estrategias que no deben ser censuradas, porque en parte son producto del propio sistema jurídico que ha marginado a esos pueblos o los ha puesto a competir por sus derechos, en una emulación de los mercados de bienes escasos (Corte Constitucional 2014).
En este caso, las discusiones antropológicas más amplias sobre qué significa ser indígena en el contexto latinoamericano (Canessa 2007; De la Cadena 2005) son traídas al discurso judicial por expertos que determinan si el acusado puede ser considerado indígena para determinar cuál es la autoridad competente para juzgar a un individuo que reclama ser portador de dicha identidad (Miller y Menezes 2015; Sánchez Botero 1992). La pregunta clave que se intenta responder cuando se aplica este criterio es si la persona es o no indígena para efectos jurídicos. El anterior ejercicio de jurisprudencia ha dado lugar a la creación de una taxonomía culturalista (Ariza 2018), esto es, una clasificación de los individuos y grupos de acuerdo con el grado de conservación cultural a partir de su permanencia en el territorio de la comunidad, su separación del contexto urbano, y su vínculo indisoluble con la naturaleza y la reproducción de la tradición cultural (Bocarejo 2011; Ulloa 2004). Para el discurso jurídico, el bilingüismo, la permanencia prolongada en ciudades y la capacidad de comprensión de las leyes son evidencias de un proceso de asimilación cultural y, en consecuencia, de la potencial pérdida del derecho a ser juzgado por las autoridades indígenas.
El segundo criterio que ha creado el discurso jurídico para definir la competencia jurisdiccional de los pueblos indígenas es el territorial. Dependiendo del lugar donde ocurrió el crimen, es posible establecer o no la competencia para juzgarlo. Aunque la regla general es que los pueblos indígenas pueden juzgar los delitos cometidos dentro de su territorio, en casos excepcionales se ha admitido que juzguen delitos que se cometen, por ejemplo, en contextos urbanos (Corte Constitucional 2010b). Por último, se interpreta el sentido que debe otorgarse a la cláusula que establece que los pueblos indígenas podrán ejercer facultades jurisdiccionales, de acuerdo con sus propias normas y procedimientos, “siempre que no sean contrarios a la Constitución y leyes de la república” (Corte Constitucional 1996). Aunque hay posturas judiciales que consideran que todos los derechos humanos deben ser respetados por las autoridades indígenas, se ha establecido que el límite estaría conformado por aquellos valores que, de acuerdo con la Corte Constitucional, representan un auténtico consenso intercultural sobre un grupo mínimo de derechos intangibles, dentro de los cuales se encontrarían “solamente el derecho a la vida, la prohibición de la esclavitud y la prohibición de la tortura” (Corte Constitucional 1996). De este modo se solucionaría la tensión entre el principio de universalidad de los derechos humanos y el reconocimiento de la diversidad cultural (Bonilla 2013).
De manera sigilosa, el discurso jurídico empezó a imaginar una realidad a su imagen y semejanza. Poco a poco fue colonizando las formas jurídicas indígenas al exigirles que replicaran algunos de sus principios fundamentales, como la proporcionalidad y razonabilidad de las penas en relación con los crímenes cometidos, el respeto del principio de legalidad y la presunción de inocencia, como condiciones para el ejercicio de la autonomía jurisdiccional (Bonilla 2013).
Con todo, parece rescatable, por la propia experiencia de los pueblos, que la Corte haya intentado un cierto “equilibrio entre jurisdicciones”. De forma resumida, el principio esencial para interpretar cualquier conflicto que involucre a la autonomía jurisdiccional indígena es el de maximización de la autonomía de las comunidades indígenas o el de la minimización de las restricciones a su autonomía (Corte Constitucional 1994 y 1996). Eso ha sido la clave para que los pueblos indígenas utilicen la jurisprudencia de la Corte para fortalecer sus estructuras de autoridad y las formas propias de justicia. La hibridación entre las exigencias del derecho penal y constitucional mayoritario y su derecho propio ha permitido a los pueblos con mayor capacidad de gestión política interna y mejor acceso a recursos el fortalecimiento de sus sistemas de justicia, sobre todo como vector de diálogo para la gestión de un multiculturalismo que no termina de instalarse.
Sin embargo, la JEI, como fuente dinámica de hibridación jurídica, ha quedado reducida y atrapada en el mundo empequeñecido de los códigos de la historia política colombiana, que tiene la tendencia atávica a utilizar el derecho como herramienta única para intervenir, regular y controlar todo el universo de fenómenos sociales. Esa omnipresencia del derecho termina reduciendo los fenómenos sociales a las lógicas jurídicas para analizarlos y comprenderlos desde sus propias categorías.
Un archipiélago carcelario intercultural
Se ha visto que la prisión transformaba, en la justicia penal, el procedimiento punitivo en técnica penitenciaria; en cuanto al archipiélago carcelario, transporta esta técnica de institución penal al cuerpo social entero. (Foucault 1989, 308 )
En 2007, en el Resguardo Indígena de Túquerres, perteneciente al pueblo indígena Pastos en el departamento de Nariño, al sur del país, los familiares de una niña de trece años acusaron ante la Fiscalía General de la Nación al indígena M de haber abusado sexualmente de la menor. La Fiscalía abrió una investigación contra M y lo acusó del delito de acceso carnal violento, el cual es castigado severamente por el derecho penal oficial. El indígena fue encarcelado de manera preventiva. Dentro del proceso judicial, el gobernador indígena solicitó que el caso fuese remitido a su comunidad y el tribunal encargado de solucionar los conflictos jurisdiccionales decidió mantenerlo en la jurisdicción estatal, con el argumento de que la JEI no puede juzgar delitos sexuales que tengan como víctimas a menores de edad, pues no cuenta con penas lo suficientemente fuertes para expresar la gravedad de la conducta y protegerlos de cualquier forma de violencia.
El gobernador indígena consideró que esta decisión desconocía su derecho al autogobierno, por lo que el caso fue conocido por la Corte Constitucional. Aunque la Corte ya había señalado que la prisión no es exigible para todos los crímenes juzgados por la JEI, a pesar de que “las sanciones de una comunidad pueden resultar inocuas para la sociedad mayoritaria, acostumbrada a la pena de prisión para todas las faltas graves” (Corte Constitucional 2010b), reiteró que, en aquellos casos en que las víctimas fueran menores de edad, la exigencia de severidad punitiva resulta difícil de eludir: “[l]o verdaderamente relevante, en casos como los mencionados, es que la aplicación del fuero no derive en impunidad, de manera que el examen del juez debe dirigirse a evaluar con mayor intensidad la vigencia del elemento institucional, pues de este depende, según se ha expuesto, la efectividad de los derechos de la víctima” (Corte Constitucional 2010).
En este caso, la Corte realizó dicha evaluación y solicitó la intervención de un peritaje antropológico para que informara sobre el sistema de justicia del pueblo indígena Pastos. En opinión de los expertos, “no hay una fortaleza suficiente en la autoridad del resguardo de Túquerres para abordar casos como el presente” y, en consecuencia, recomiendan que, si se traslada a la JEI, debe existir un acompañamiento para verificar que el proceso cumpla con los objetivos de eficacia y protección de las víctimas. La Corte, no obstante, decidió dejarlo en manos de las autoridades indígenas, después de verificar que para casos semejantes se han impuesto penas “de 30 fuetazos, 8 años de cárcel nocturna, 3 días de trabajo comunitario semanal por el mismo periodo”, y de la afirmación del gobernador indígena de que “garantizamos que en ningún momento quedará en la impunidad la falta cometida por nuestro indígena”11.
En la justicia criminal oficial, el encarcelamiento de indígenas obliga al discurso jurídico a reinterpretar los fines que la justifican, como la incapacitación, la disuasión de potenciales infractores y, especialmente, la resocialización del delincuente, como lo muestra la precisión reciente realizada por las altas cortes ante el uso puramente retributivo de la prisión por parte de las autoridades indígenas:
La importancia constitucional que tiene la finalidad resocializadora de las penas privativas de la libertad, su estrecha relación con el principio de dignidad humana, y con el Estado Social de Derecho, hacen que opere como un límite al ejercicio de la jurisdicción especial indígena. Por lo tanto, la facultad que tienen las autoridades indígenas para imponer penas privativas de la libertad y para definir las condiciones de modo, tiempo y lugar de su ejecución dependen de que en cada etapa se garantice la finalidad resocializadora de la pena. (Corte Constitucional 2015, fundamento 38)
Por su parte, en la justicia indígena, la prisión coexiste con sus formas punitivas tradicionales -algunas heredadas del pasado colonial, como el cepo y el látigo-, entra en conflicto con las sanciones restaurativas que solían imponer y se erige como la pena más severa que expresa la expulsión del indígena infractor al encierro en la cárcel de los blancos. En la intersección generada por las acciones delictivas del sujeto que es reclamado para ser juzgado, hallado culpable o inocente, encarcelado, azotado o liberado, expuesto al cepo o al trabajo en beneficio de su comunidad, se crea un espacio en el que se suspende jurídicamente la identidad. Por una parte, el sujeto no será del todo indígena mientras esté encerrado. Cualquier encierro que emule la idea de la penitenciaría es efecto suspensivo de la identidad indígena, pero el que con mayor intensidad lo priva de su identidad es el que se cumple en “patio prestado”, es decir, el encierro que obedece a una sanción impuesta por la jurisdicción indígena en una cárcel estatal. Esto implica adecuar la existencia al sometimiento a reglas homogéneas de comportamiento que lo privan de sus rasgos culturales más básicos, como su identidad vestimentaria, sus elementos ceremoniales, sus espacios de sanación y sus prácticas colectivas de armonización y reconstrucción de las memorias, los cuales permiten la reproducción colectiva identitaria y evitan el aumento del riesgo de extinción de los pueblos que arrastra todo blanqueamiento de uno de sus miembros (CNMH y ONIC 2019).
A diferencia de las medidas ancestrales, que buscan la reparación del daño o la rearmonización de los efectos de la conducta disruptiva, que respetan los mandatos de la ley de origen en cada pueblo (Acaipi y Fundación Gaia Amazonas 2015; Perafán y Mejía 2013), y que suelen suponer interacciones espirituales y físicas entre el sujeto infractor y su pueblo o sus autoridades, los encierros que los pueblos han terminado por adoptar para satisfacer las ideas retributivas que apelan a la garantía de no impunidad desconocen las razones culturales de la sanción indígena e implican un doble obstáculo para la restauración. De una parte, privan al infractor de la posibilidad de sanar espiritualmente porque lo aíslan de las ceremonias ancestrales que administran colectivamente los tiempos y dimensiones de la identidad; y de otra parte impiden que el pueblo transite pacíficamente hacia la recepción del infractor cuando sea liberado del encierro.
Liminalidad punitiva
En su obra clásica Los ritos de paso ([1909] 2013), Arnold van Gennep explora la manera en que los rituales de transición entre espacios y lugares, a través de secuencias temporales establecidas, moldean la experiencia vital individual y, en virtud de ellas, la reproducción de un orden cultural y social determinado. Los ritos de paso son aquellas ceremonias o momentos clave de definición que le indican a un sujeto la secuencia que debe atravesar para pasar de un estado a otro, de un lugar a otro, de un momento vital al siguiente:
Es el hecho mismo de vivir el que necesita los pasos sucesivos de una sociedad especial a otra y de una situación social a otra: de modo que la vida individual consiste en una sucesión de etapas cuyos finales y comienzos forman conjuntos del mismo orden: nacimiento, pubertad social, matrimonio, paternidad, progresión de clase, especialización ocupacional, muerte. Y a cada uno de estos conjuntos se vinculan ceremonias cuya finalidad es idéntica: hacer que el individuo pase de una situación determinada a otra situación igualmente determinada. (Van Gennep [1909] 2013, 16 )
Creemos que el encarcelamiento, para los pueblos indígenas y las personas que lo sufren, funciona como un ritual de paso hacia un mundo de desarraigo cultural y territorial. Las distintas transiciones que pueden experimentar un sujeto o un grupo de sujetos a lo largo de su vida social son amplias y difíciles de captar en toda su dimensión. Por ello, Van Gennep propone tres ritos típicos de paso que ayudan a describir e interpretar las trayectorias personales y colectivas según la secuencialidad que suponen, y los grados de separación o integración en estructuras y espacios sociales específicos que generan. Así, distingue entre ritos de separación, ritos de margen y ritos de agregación. Los primeros son aquellos que preparan al sujeto para el desprendimiento y abandono de un espacio y momento vital que antes ocupaba, como, por ejemplo, los ritos funerarios que indican el paso de la vida a la muerte o el paso de la vida libre al presidio. El encarcelamiento es para los indígenas un rito de separación de su cultura y su territorio y, al mismo tiempo, un rito de agregación al mundo penitenciario. Los ritos de agregación son aquellos que suponen la inclusión y el ingreso de un sujeto a una nueva etapa o espacio, después de haberse abandonado el estadio anterior, tal como lo simbolizan los ritos matrimoniales y la conversión del indígena en prisionero.
Los ritos de margen son especialmente complejos y son los que conducen a la situación de liminalidad. En este esquema, los sujetos se encuentran suspendidos en una situación de espera entre momentos de separación y agregación, en un espacio y un momento que han dejado de ser los anteriores, pero que aún no son los siguientes. Como lo expresa Van Gennep, “quienquiera que pase de uno a otro se halla así materialmente y mágico-religiosamente, durante un tiempo más o menos prolongado, en una situación especial: flota entre dos mundos. Es esta situación la que designó con el nombre de margen” ([1909] 2013, 34-35). La liminalidad se refiere entonces a esa situación especial de no-paso y suspensión que hace que los sujetos “floten” entre dos mundos, sin pertenecer simbólica y materialmente a uno de ellos de manera definitiva. En el caso particular del encarcelamiento de indígenas, la duración de la pena privativa de la libertad -en algunos casos superior a la prevista por la legislación penal nacional- deja suspendido en el mundo de la prisión al sujeto que es simultáneamente objeto de dos fuentes de poder punitivo. A la espera de su liberación, no queda claro cuál será el espacio que le aguardará una vez el rito de la expiación de la pena permita el abandono de su condición carcelaria.
Menjívar (2006) denomina legalidad liminal al lugar gris que existe entre diferentes categorías legales, en el que se ubican sujetos cuyas vidas se ven moldeadas por estar permanentemente situados en este espacio de indefinición y a la espera de la confirmación de su pertenencia plena. Los sujetos jurídicos liminales son, pues, aquellos que se encuentran suspendidos entre los espacios de indefinición de las categorías jurídicas formales, flotando en una zona de inseguridad jurídica en la que su situación no es resuelta de manera definitiva.
El estatus de extranjero es, de hecho, uno de los asuntos que Van Gennep analiza detenidamente para ilustrar el sentido de la liminalidad y su relación con el ritual de paso a un nuevo territorio, en la medida en que el sujeto que no pertenece a la comunidad política debe atravesar una serie de etapas para lograr su agregación como ciudadano del nuevo Estado. Creemos que este análisis, con las distinciones adecuadas, puede ser extendido a la situación de los indígenas privados de la libertad. Al igual que, en el caso del extranjero, el tránsito territorial lo sitúa en un estado de permanencia sin pertenencia; estar preso y ser indígena es la condición por excelencia de sujeto liminal. En el tránsito de indígena a prisionero queda suspendido en un espacio de inseguridad jurídica y de incertidumbre cultural y política. En la espera, este sujeto está en, pero no pertenece a la comunidad indígena de la que ha sido desagregado; está cubierto por el derecho en algunos aspectos, pero en otros el orden jurídico amenaza con expulsarlo.
La noción de liminalidad ha sido usada para explicar la situación de las personas privadas de la libertad; de hecho, en la criminología es una de las metáforas que mejor indican la tensión permanente entre el adentro -la vida en prisión- y el afuera -el regreso a la vida libre-. Como lo señala Maruna (2011) , el sistema de justicia criminal desarrolla y se basa en rituales específicos que despliegan simbólicamente el ingreso a prisión como forma de agregación al mundo penitenciario, pero carece de rituales para el retorno a la vida libre como resultado de la excarcelación. Hay estigmatización en el ritual de ingreso, pero no existe desestigmatización en el ritual de paso hacia la vida libre. La persona indígena encarcelada sufre un colapso de todos los sistemas de cuidado que dan a la gente sentido de control, de conexión, de significado vital (Herman 1992). La decisión de segregar punitivamente a un miembro de un pueblo indígena abate su estructura interna, su plan de vida y su lugar en el mundo cultural del que hacía parte. El encarcelamiento de un sujeto indígena implica inevitablemente su desterritorialización12, que consiste en la amputación mutua del sujeto respecto del territorio y del territorio respecto del sujeto. Esa pérdida del ejercicio de su territorialidad “deteriora los principios fundamentales de la vida y la convivencia que fundan los procesos de construcción de identidad, los sistemas internos de autonomía, control y gobierno, los circuitos de producción y las dinámicas de enculturación” de todo pueblo indígena (Corte Constitucional 2009).
Toda desterritorialización “entremezcla facetas individuales con facetas colectivas de afectación, es decir, surte impactos destructivos tanto sobre los derechos individuales” (Corte Constitucional 2009) como sobre los derechos a la identidad y al territorio, cuya dimensión esencial es colectiva y su titularidad recae en el pueblo. Lo individual y lo colectivo en la desterritorialización se retroalimentan e interactúan, por lo que la abstracción individual de las prácticas que mantienen el tejido de memorias colectivas, del que depende la consolidación constante de la identidad, impacta la pervivencia cultural del pueblo13. Cada individuo que es arrancado de su pueblo y territorio padece una neutralización liminal de su persona indígena, que termina reducida a una entidad viva cuyo pensamiento debe centrarse en resistir los efectos del encierro y el desarraigo que implica, del hacinamiento y sus condiciones insalubres, y de la discriminación que supone ser convertido en un sujeto disciplinado con otros también carentes de diferencias específicas.
Ese daño individual, a su vez, constituye para el pueblo una desconfiguración de su historia natural, una pérdida de un eslabón de transmisión cultural, un bloqueo de los procesos de producción y reproducción de su identidad colectiva, que depende de la reedición armónica, constante, ceremonial y conjunta de la memoria (ver, por ejemplo, Conway 2005; Wilson y Ross 2010). Un sujeto indígena encarcelado es condenado a la ausencia del tiempo atávico y subterráneo de la memoria de su pueblo (Conway 2005), que, aunque no se reduce a la de un ser concreto, necesita de todos para su constante y colectiva conceptualización de los eventos y del procesamiento que de ellos hagan los mayores y sabedores (CNMH y ONIC 2019), en los espacios y ceremonias de encuentro que funcionan como lugares de fuerza y regeneración de vida, y que son imposibles para la disciplina carcelaria. No habrá en los patios penitenciarios fogones, tulpas u otros sitios de reunión y de palabra para discutir “las cosas de la vida desde la lógica propia, a veces en lengua nativa o en otros escenarios más bien íntimos de intercambio colectivo, de minga, de mano vuelta, como en el trabajo tradicional, agrícola o de monte o de sabana, en la borrachera festiva o en la ingesta consustancial (chicha, ayú, tabaco, yopo, yajé, etc.)” (CNMH y ONIC 2019, 68).
Conclusiones
El sujeto indígena encerrado en una cárcel no pierde solo su libertad, pierde también la posibilidad de cumplir con su función de revivificar la estructura de sentido de su ciclo vital como parte del sistema indígena de la vida y la muerte (CNMH y ONIC 2019; Rubin, Scharuf y Greenberg 2003). Asimismo, pierde la fuerza de su lengua y debe adecuarse a las jergas carcelarias, y sus maneras de nombrar y decir que reducen su existencia porque le roban las dimensiones conceptuales de su palabra (CNMH y ONIC 2019)14.
La conformación actual del andamiaje jurídico que intenta responder al choque del mundo del derecho propio y el mundo del derecho estatal da la espalda a esa realidad, y confirma que todo el andamiaje jurídico alrededor del encarcelamiento en el contexto multicultural es un rito liminal. Lejos de promover el paso de los indígenas en conflicto con el derecho penal hacia un estatuto de garantía de derechos, el derecho cimienta un mundo que los atrapa y condena a la temporalidad permanente (Bailey et al. 2002). El presidio es la puerta falsa que emerge del pluralismo jurídico y que demarca la frontera entre dos mundos. En la intersección entre estos dos mundos, el Estado los abandona y a la vez los somete: de un lado, deja de ser el referente de protección de la diversidad cultural, porque el encarcelamiento en condiciones infrahumanas fractura el contrato social; y, de otro lado, determina las reglas operativas de la liminalidad, que para los indígenas se traducen en la suspensión indefinida de su territorialidad y, con ella, de su identidad cultural, su vida y su ciudadanía diferenciada. El mundo de los indígenas encarcelados es el de su pérdida cultural definitiva, el de la precariedad y la ambigüedad jurídica.