A pesar de los numerosos avances en el abordaje de las alteraciones de salud mental, la práctica clínica a menudo señala las carencias de los sistemas diagnósticos y de las estrategias de intervención. Esto alimenta debates como el generado por la publicación del DSM-5 (APA, 2014) acerca de la conveniencia de utilizar sistemas de diagnóstico cate-goriales o, por el contrario, de tipo dimensional, siguiendo una perspectiva transdiagnóstica de cara a la intervención (Kotov et al., 2017; Sandín et al., 2012).
A este respecto, en el caso de la discapacidad intelectual nos encontramos además con la dificultad que supone el diagnóstico en estas personas y el actual debate acerca del consentimiento por parte de la persona ante la evaluación y tratamiento de su salud física y mental. Recientemente, diversas organizaciones no gubernamentales, tales como el Consejo de Europa y el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) de la Organización de las Naciones Unidas, han señalado la necesidad de modificar la normativa y el abordaje actual (Villamarín & De Vicente, 2019). Apoyando esta iniciativa, el Comité de Bioética de España (2019) en su último informe señala la necesidad de promover una atención centrada en la persona, dotándola de los apoyos necesarios para que pueda dar su consentimiento a los cuidados sobre su salud. Así mismo, propone atender las necesidades de las familias y los entornos de confianza, todo ello con el fin de proteger los derechos de las personas con discapacidad.
La discapacidad intelectual afecta aproximadamente al 1-2 % de la población general, y se caracteriza por presentar limitaciones significativas en el funcionamiento tanto intelectual como adaptativo. En ella es frecuente la presencia de conductas desafiantes, muchas de ellas tan problemáticas como la agresión a otras personas, las autolesiones o la destrucción de la propiedad. A pesar de esto, la mayoría de las personas con discapacidad intelectual que presentan conductas desafiantes podrían no satisfacer los criterios diagnósticos establecidos para considerar que presentan un trastorno mental (Alexander et al., 2017). La aparición de estas conductas en muchos casos tiene un carácter funcional y podría no formar parte de una psicopatología, por lo que el enfoque terapéutico debería ser diferente al diagnóstico de trastorno mental (Salvador-Carulla & Novel, 2003).
Sin embargo, muchas personas con discapacidad intelectual siguen medicación con psicofármacos para el tratamiento de los problemas de conducta, pese a no existir un diagnóstico previo de trastorno mental (Jiménez et al., 2013).
Como señala Moncrieff (2013, 2020), los psicofármacos neurolépticos parecen tener un efecto beneficioso en el caso de personas con enfermedades con síntomas agudos de tipo psicótico, y esto ha impulsado la idea de que tratando el defecto biológico subyacente a una enfermedad mental se solventa el problema, por lo que serían indispensables. Partiendo de esta base, es frecuente el uso de antipsicóticos en personas con discapacidad intelectual porque pueden ser útiles para controlar la conducta disruptiva. Este tipo de planteamientos hace que, problemas que antes eran vistos como propios de situaciones personales o sociales, pasen a transformarse en enfermedades psiquiátricas.
En tal sentido, O'Dwyer et al. (2017) examinaron la prevalencia, los patrones y los factores asociados con el uso de psicotrópicos en general y la polifarmacia psicotrópica, en una muestra de adultos con discapacidad intelectual en Irlanda, y encontraron que 59.1 % de los sujetos recibían este tipo de tratamiento. De ellos, el 66.2 % estaban expuestos a la polifarmacia y la clase de psicotrópico recetado con mayor frecuencia en el 43 % de las personas fueron los antipsicóticos. De igual manera, Deb et al. (2015) destacan que además de ser común el uso de psicotrópicos en adultos con discapacidad intelectual, es frecuente la polifarmacia y las altas dosis de antipsicóticos.
En esta misma línea, Jiménez et al. (2013) en una investigación realizada con personas adultas con grados de discapacidad intelectual entre moderada y profunda ponen de manifiesto que el 90 % de los sujetos toma algún fármaco, siendo la mayoría psicofármacos y más concretamente antipsicóticos. Así mismo, este estudio evidencia un incumplimiento de las recomendaciones en cuanto a la dosis o polifarmacia en un 55 % de las personas con discapacidad intelectual que recibían tratamiento con psicofármacos, siendo la dosis superior a la recomendada.
El tratamiento farmacológico está normalmente asociado con la presencia de conductas desafiantes (De Kuijper & Van der Putten, 2017; Lunsky et al., 2018). Y la preocupación se acrecienta al comprobar que, a pesar de no existir psico-patologías diagnosticadas en muchos casos, es frecuente la prescripción de antipsicóticos en el tratamiento de estos comportamientos (Bowring et al., 2017; Matson & Neal, 2009; Niven et al., 2018; O'Dwyer et al., 2017; Tyrer et al., 2008).
Sheehan y Hassiotis (2017) informaron sobre el uso de antipsicóticos en el 47 % de las personas con conductas desafiantes de su estudio, mientras que solo el 12 % tenía un diagnóstico de enfermedad mental. De Kuijper y Hoekstra (2017) encontraron que un 30 % de las personas de su estudio tomaban uno o más antipsicóticos. Las razones para su prescripción fueron en el 5 % de los casos un trastorno psicótico crónico, en un 25 % sospechas actuales o previas de síntomas psicóticos no relacionados con la esquizofrenia, y en un 69 % la presencia de conductas desafiantes.
Así mismo, McNamara et al. (2017) señalan que aproximadamente 50.000 adultos con discapacidad intelectual en Inglaterra y Gales están siendo tratados con antipsicóticos, siendo la razón principal el comportamiento desafiante. Además, en su estudio ponen de manifiesto que estos fármacos se prescriben a pesar de la ausencia de evidencias sobre el efecto terapéutico. Estos autores consideran que es posible y seguro reducir el uso de estos fármacos para gestionar el comportamiento disruptivo, sustituyéndolo por otro tipo de intervenciones.
En relación con la eficacia, algunos estudios señalan que la farmacoterapia basada en evidencias de personas con discapacidad intelectual es limitada (Ji & Findling, 2016). De ahí que algunos investigadores se hayan planteado la necesidad de estudios acerca de la efectividad del tratamiento continuo con antipsicóticos (Ramerman, De Kuijper et al., 2019). Además, muchas de las personas con discapacidad intelectual que utilizan antipsicóticos durante un periodo prolongado que experimentan efectos secundarios que afectan su calidad de vida. Este sería un motivo de relevancia a la hora de valorar los beneficios que aporta la aplicación de estos fármacos al tratamiento de la conducta desafiante, ya que en esta población su aparición puede ir ligada al malestar físico (Ramerman et al., 2018).
Read y Williams (2019), en un estudio sobre población general con prescripción de medicación antipsicótica, señalan que la razón más habitual para su abandono es la presencia de efectos secundarios y la preocupación por la salud física a largo plazo. Además, el 43 % de las personas cuestionó la eficacia de este tratamiento para la reducción de sus síntomas y el 54 % manifestó un empeoramiento de su calidad de vida. Entre los efectos secundarios, indicaron como los más habituales la somnolencia, el cansancio y la sedación (92 %), la sensación de pensamiento enlentecido y la pérdida de motivación (86 %), y el adormecimiento emocional (85 %). Una consecuencia más grave fue la presencia de tendencia suicida como efecto secundario en un 58 % de las personas. El 70 % de los encuestados habían tratado de abandonar la medicación en alguna ocasión. De ahí que estos autores pongan de relieve la importancia del consentimiento informado y la toma de decisiones de cara a un tratamiento.
Moncrieff (2013) señala que las consecuencias de la medicación llegan a ser tan debilitantes que puede ser preferible tener un nivel más alto de síntomas que el efecto del tratamiento. Según esta autora, las personas que toman neurolépticos para síntomas diferentes a los de tipo psicótico indican con frecuencia que la experiencia, en muchos casos, ha sido desagradable al afectar a todos los procesos mentales y dificultar la experiencia emocional y la realización de tareas cotidianas sencillas. En esta línea, aquellas personas que opten por abandonar la medicación deberían recibir apoyo para minimizar las complicaciones que siguen a su retirada, ya que estar bajo la influencia de sustancias que adormecen las emociones y las reacciones hace menos probable que la persona aborde el problema y aprenda otras técnicas o habilidades que le permitan recuperarse o integrarse en la comunidad, tal y como se propone en el documento sobre calidad y derechos de la Organización Mundial de la Salud (2015).
Ramerman et al. (2019) plantearon como objetivo de su estudio la posibilidad de reducir el uso de antipsicóticos en la población de adultos con discapacidad intelectual. En las razones, encontramos la relación de estos fármacos con efectos secundarios de tipo metabólico, hormonal y neurológico. Estos autores concluyeron en la misma línea de algunos estudios previos, que es posible retirar fármacos como la risperidona, aun después de un tratamiento prolongado, con resultados favorables respecto al curso de las conductas desafiantes y estereotipadas, con efectos beneficiosos sobre la salud de estas personas.
De Kuijper y Hoekstra (2017) apuntan que para la interrupción de esta medicación se deben observar las características del paciente, la presencia de trastornos mentales o del comportamiento y factores ambientales como las condiciones de vida de la persona. Además, habría que tener en cuenta las actitudes, conocimientos y creencias tanto del personal que le atiende como del usuario y su familia acerca del uso de los psicofármacos.
Es indudable la preocupación que está generando el uso de este tipo de tratamientos para los problemas de conducta y salud mental de las personas con discapacidad intelectual. Sin embargo, tal y como menciona Inchauspe (2019), no parece que las prácticas estén cambiando. De ahí la importancia de llevar a cabo estudios que reflejen la realidad de este colectivo en la actualidad y respondan a la pregunta acerca de la necesidad de continuar introduciendo cambios en la asistencia en salud mental, para mejorar la calidad de vida y asistencial de estas personas.
En los últimos años se han desarrollado sistemas de pensamiento y planificación centrados en la persona, complementados con la evaluación de las necesidades de apoyo que contribuyen a orientar los sistemas de ayuda hacia lo que realmente es significativo para las personas. Esto asegura que se responde a una evaluación basada en sus necesidades y que los apoyos impactan en la mejora de la calidad de vida de la persona y en sus conexiones comunitarias (San Román et al., 2021).
De la misma forma, está cambiando la concepción de la conducta problemática como algo relacionado exclusivamente con la persona, puesto que se entendería como el producto de interacciones dinámicas múltiples propias de los individuos y sus entornos sociales (Steege et al., 2019).
Se encontraron evidencias de intervenciones basadas en estos principios, como, por ejemplo, el Apoyo Conductual Positivo, el cual no tiene como finalidad última la disminución de las conductas problemáticas, sino el desarrollo de entornos de aprendizaje y de vida positivos (Rueda & Novel, 2021), pasando del enfoque individual a una perspectiva sistémica. Horner et al. (2015) concluyen que se trata de una práctica basada en la evidencia que beneficia a una gran diversidad de personas y organizaciones. Sin embargo, Horner y Sugai (2018) exponen que el éxito depende del grado en que los apoyos que proporcionamos a las personas y a sus familias provoquen una mejora valiosa de sus vidas.
De igual modo, hay que señalar la importancia que tiene el desarrollo de intervenciones relacionadas con los eventos ecológicos y antecedentes (Lane et al., 2018), ya que suponen estrategias de baja intensidad, con un enfoque muy educativo y un fuerte impacto en la mejora de las conductas de las personas.
De acuerdo con las consideraciones expuestas, los objetivos del presente estudio fueron analizar el consumo de psicofármacos en personas con discapacidad intelectual en Extremadura, España, con y sin diagnóstico de enfermedad mental, y con y sin presencia de alteraciones de conducta, así como conocer el tipo de psicofármaco prescrito, y estudiar si existen diferencias significativas en el consumo de psicofármacos según el sexo, la edad, el tipo de centro en el que son atendidos, el tiempo de la estancia en la residencia y la severidad de la discapacidad. Pese a que las políticas van evolucionando hacia una atención a las personas con discapacidad que tenga en cuenta el modelo de calidad de vida, entendemos que los cambios organizativos que esto implica suponen un obstáculo. Por ello, y teniendo en cuenta los estudios previos, esperábamos encontrar una elevada prescripción de psicofármacos, y en concreto, de antipsi-cóticos como forma de abordar la presencia de problemas de salud mental o conducta. Además, entendemos que esta evolución puede ser más difícil en el entorno residencial que en los centros de día, ya que suponen un desafío mayor para los servicios. Por otro lado, esperábamos encontrar diferencias relacionadas con la edad y grado de discapacidad por su posible relación con la presencia de alteraciones de conducta más disruptivas o frecuentes en función del desarrollo evolutivo alcanzado.
Este es el primer estudio cuantitativo sobre el tema realizado en la región de Extremadura, ejecutado en dos fases, y tiene como objetivo ayudar en la mejora y actualización de los servicios que atienden a la salud mental de esta población, partiendo de un modelo de atención integral que aporta información cuantitativa acerca de la calidad de vida y salud mental de las personas con discapacidad intelectual.
Método
Diseño de la investigación
Para realizar este estudio, se empleó un diseño descriptivo de tipo transversal con el cual se recopiló información sobre las variables objeto de estudio en una única ocasión (Galindo-Domínguez, 2020). La investigación tiene carácter descriptivo, en el sentido en que se utiliza para recoger y clasificar información relativa a diversas variables socio-demográficas, personales y psicológicas de personas con discapacidad intelectual reconocida por el CADEX (Centro de Atención a la Discapacidad de Extremadura).
Participantes
La muestra estuvo conformada por 569 personas con discapacidad intelectual reconocida por el Centro de Atención a la Discapacidad de la Región de Extremadura, España, de edades comprendidas entre los 18 y 89 años, atendidas en centros de atención diurna y residencial.
En la muestra se incluyeron aquellas personas con discapacidad intelectual en alguna de las siguientes situaciones: (a) tienen un diagnóstico de enfermedad mental; (b) tienen alteraciones graves de conducta entendidas como aquellas que suponen un riesgo para la seguridad o la calidad de vida de la persona o de otras personas, o que impiden a la persona el acceso a los recursos ordinarios de la comunidad (Emerson, 2001); (c) consumen psicofármacos para el tratamiento de una enfermedad mental (diagnosticada o no) o de alteraciones graves de conducta (con diagnóstico específico o no).
La mayoría de estos centros pertenecen a entidades privadas que tienen sus servicios concertados o subvencionados, y otros son gestionados directamente por el Servicio Extremeño de Promoción de la Autonomía y Atención a la Dependencia (SEPAD). En el estudio participaron de forma voluntaria 23 centros y entidades.
Instrumento
La recolección de información se llevó a cabo a través de un cuestionario elaborado de forma específica para el "Estudio sobre la prevalencia de las alteraciones de la salud mental y/o problemas de conducta en las personas con discapacidad intelectual de Extremadura" (Observatorio Estatal de la Discapacidad, 2019). El cuestionario se elaboró teniendo en cuenta los objetivos de la investigación, dada la ausencia de instrumentos específicos que se ajustaran a la demanda de información a recabar sobre la salud mental y las condiciones de vida de estas personas. La información reunida fue de caracterización sociodemográfica (sexo, edad, situación de institucionalización de la persona); variables relativas al diagnóstico (situación de discapacidad y alteraciones de salud mental o problemas de conducta); y servicios sanitarios que utiliza el usuario.
Procedimiento
Una vez que la Junta de Extremadura, como autoridad competente de la región de Extremadura, España, autorizó la investigación, se realizó una sesión informativa con los técnicos especializados en problemas de conducta y salud mental de los centros y entidades participantes que atienden a personas con discapacidad intelectual, para indicarles el perfil de los usuarios que podían participar en el estudio. Únicamente se recogió información de aquellos usuarios que en el momento de la evaluación eran atendidos en cada uno de los centros residenciales o de atención diurna, abarcando el periodo de recogida entre octubre del 2018 y junio del 2019.
Los 23 técnicos responsables de llevar a cabo la evaluación eran personal especializado en el abordaje conductual y salud mental perteneciente a cada una de las entidades participantes. Además, estos profesionales habían tenido un contacto previo con las personas con discapacidad intelectual durante al menos seis meses, por lo que conocían su conducta diaria, además de tener acceso a su historial clínico.
El cuestionario se proporcionó en papel a los evaluadores, facilitándoles en todo momento un contacto con los investigadores para la resolución de cualquier duda sobre su cumplimentación. Para responder al instrumento, los técnicos se basaron en las historias clínicas e informes médicos de los usuarios, así como del conocimiento que proporciona la atención directa sobre cada uno de los usuarios evaluados.
Aspectos éticos
Todos los procedimientos realizados estuvieron de acuerdo con los estándares éticos del comité de investigación institucional y con la Declaración de Helsinki de 1964 y sus enmiendas posteriores o estándares éticos comparables.
El Observatorio Estatal de la Discapacidad (OED) acreditó que la información recogida a través del cuestionario era tratada de forma confidencial y cumpliendo el Reglamento (UE) 2016/679 del Parlamento Europeo y del Consejo, del 27 de abril del 2016, relativo a la protección de datos (OED, 2019).
Se obtuvo el consentimiento informado de todos los usuarios o tutores legales que participaron en la investigación.
A su vez, se elaboró un consentimiento informado en la versión de lectura fácil para los participantes con discapacidad intelectual, validado por la Oficina de Accesibilidad Cognitiva de Extremadura (OACEX).
A fin de garantizar la confidencialidad de la información recabada, los técnicos que evaluaron a los participantes en el estudio asignaron a cada uno de ellos un código numérico. De esta forma, el tratamiento de los datos implementado por los investigadores fue confidencial.
Análisis de datos
Con la finalidad de dar respuesta a los objetivos de la investigación, los datos obtenidos a través del instrumento se procesaron mediante el paquete estadístico IBM SPSS Statistics 25.0 (IBM Corporation, 2017).
En primer lugar, se realizó un estudio descriptivo con el propósito de conocer la prevalencia del consumo y el tipo de psicofármaco prescrito, en función de la existencia de enfermedad mental o trastorno de conducta en los participantes.
En segunda instancia, partiendo de los estudios previos sobre el tema, y considerando la demanda de información existente por parte de los servicios que atienden a estos usuarios, se seleccionaron las características a analizar: el tipo de psicofármacos utilizados, el grado de discapacidad que presentaban o las posibles diferencias que podrían existir en su prescripción entre los usuarios residentes en los centros y los usuarios que acuden exclusivamente a los servicios que ofrecen.
Con este proposito, se efectuó un análisis inferencial para determinar si existían diferencias significativas en el consumo de psicofármacos según el sexo, la edad, el tipo de centro, el tiempo de estancia en la residencia y la severidad de la discapacidad. En función de la naturaleza de las variables y el tamaño muestral, se utilizó el estadístico de contraste Chi-cuadrado mediante tablas de contingencia para la comparación de proporciones.
Resultados
En la Tabla 1 se pueden observar los datos referidos a la prevalencia del uso de psicofármacos en función de la presencia o no, de diagnóstico de enfermedad mental y de la existencia de conductas desafiantes.
Como se puede visualizar hay un porcentaje elevado de personas con prescripción de psicofármacos. Entre las personas con diagnóstico de enfermedad mental, un 87.4 % toman psicofármacos. En el caso de existencia de conducta desafiante, un 86.5 % de los participantes. Por último, entre las personas que presentan conducta desafiante pero no tienen diagnóstico de enfermedad mental, encontramos que un 85 % tienen prescripción de este tipo de fármacos.
Respecto al tipo de psicofármaco utilizado, los datos constatan una mayor prescripción de antipsicóticos entre los participantes con y sin diagnóstico de enfermedad mental (67.4 % y 53.4 %, respectivamente), y con y sin presencia de alteraciones de conducta (63.4 % y 21.1 %, respectivamente), y con y sin presencia de alteraciones de conducta en ausencia de diagnóstico de enfermedad mental (60.4 % y 17.9 %), seguida de antidepresivos, y en menor medida, antiparkinsonianos.
Por su parte, la Tabla 2 muestra la existencia de algunas diferencias en cuanto al uso de psicofármacos en relación con la edad, la gravedad de la discapacidad y el tipo de centro (p < .01).
Concretamente, los resultados ponen de manifiesto que existe un mayor número de participantes en el rango de edad de 50 a 64 años con prescripción de psicofármacos (28.6 %) que sin ella. Por otro lado, referente a la severidad de la discapacidad existe una mayor proporción de participantes con discapacidad grave con prescripción de psicofármacos (15.7 %). Por último, destaca un mayor porcentaje de empleo de psicofármacos entre los participantes que asisten a centros residenciales (28.3 %).
Constatado anteriormente el mayor empleo de antipsicóticos, en la Tabla 3 se muestran las diferencias respecto al tratamiento con antipsicóticos en función de la edad, sexo, grado de discapacidad, tipo de centro al que asisten y tiempo de estancia, en el caso de los usuarios de residencia.
En consonancia con lo anterior, destacamos que el empleo de estos psicofármacos se relaciona con la severidad de la discapacidad y el tipo de centro asistencial (p < .01). En este sentido, existe una menor proporción de empleo de antipsicóticos en aquellos participantes con discapacidad leve (27.9 %). Así mismo, hay un mayor consumo de antipsicóticos en las personas que acuden a centros de atención residencial (30.6 %).
Discusión
En relación con el objetivo de analizar el uso de psicofármacos en adultos con discapacidad intelectual que presentan enfermedad mental o conductas desafiantes, y a raíz de los resultados, podemos señalar que existe un elevado consumo de psicofármacos en las personas con discapacidad intelectual, en ausencia de diagnóstico de enfermedad mental, siendo la prescripción en su mayoría de antipsicóticos.
En esta misma línea, Lunsky et al. (2018) y De Kuijper y Van der Putten (2017) hallaron una elevada prevalencia de uso de medicamentos psicotrópicos en adultos con discapacidad intelectual que, aunque no presentaban enfermedad mental, sí mostraban un comportamiento desafiante.
Así mismo, esta investigación pone de manifiesto que existe un elevado empleo de psicofármacos en personas con alteración de conducta, entendida esta como la presencia de conductas relacionadas con autolesiones, agresiones, destrucción de objetos, conducta disruptiva, alteración de hábitos, alteración de conducta social y conducta no colaborativa. En este sentido, Bowring et al. (2017) concluyeron que la presencia de comportamiento desafiante fue un predictor del uso de psicofármacos. Al igual que en nuestra investigación, los datos de este estudio también ponen de manifiesto diferencias en la prescripción de psicofármacos, en función del tipo de comportamiento desafiante.
De igual manera, los resultados coinciden con los obtenidos por Niven et al. (2018) y Perry et al. (2018). Estos estudios encontraron que los comportamientos desafiantes resultaron ser una causa común para la prescripción de psicotrópicos en personas con discapacidad intelectual.
Por otro lado, la investigación destaca que algunas características sociodemográficas y asistenciales, tales como la edad, la gravedad de la discapacidad y el tipo de centro, están relacionadas con un uso diferencial en cuanto a la prescripción en el uso de psicofármacos. Comprobamos que hay una mayor prescripción de psicofármacos a personas entre 50 y 64 años, así como en aquellos diagnosticados de discapacidad intelectual grave frente a otros grados. Además, hay un mayor uso de psicofármacos en los usuarios de los centros residenciales frente a los que acuden a los centros de día.
En todos los casos, los psicofármacos más prevalentes fueron los antipsicóticos, seguido de los antidepresivos y en menor medida los antiparkinsonianos. La preferencia hacia los antipsicóticos por parte de los sanitarios que han atendido a los participantes es similar a la encontrada en otros estudios (Deb & Unwin, 2007; Holden & Gitlesen, 2004; Matson & Neal, 2009; Singh & Matson, 2009).
Poniendo el foco en los antipsicóticos, comprobamos que su uso es frecuente tanto si existe un diagnóstico establecido de enfermedad mental como si se detectan alteraciones de conducta en general. Estos resultados van en consonancia con los encontrados por Bowring et al. (2017), en cuyo estudio el 37.73 % de los participantes tomaban medicamentos psicotrópicos y el 21.89 % de los individuos consumían antipsicóticos. Los datos reflejan unos porcentajes más elevados incluso en ausencia de diagnóstico, de forma que el 53.4 % de los individuos sin diagnóstico de enfermedad mental toman antipsicóticos. Esto nos acerca más a las cifras obtenidas por otros estudios que sitúan este porcentaje en valores entre el 50 % y el 71 % (Marston et al., 2014; Paton et al., 2011; Sheehan et al., 2015; Tsiouris, 2010).
De la misma forma, hemos evidenciado que el empleo de antipsicóticos está relacionado con la presencia de auto-lesiones, agresiones a otras personas, destrucción de objetos, conducta disruptiva, alteración de hábitos, retraimiento, hiperactividad o conducta no colaborativa, de manera que el 63.4 % de las personas con prescripción de antipsicóticos presentaban algún tipo de alteración conductual. Además, existe también relación con la severidad de la discapacidad y el tipo de centro asistencial en el que son atendidos.
Hemos encontrado un 21.1 % de personas con discapacidad intelectual con ausencia de alteraciones de conducta que tiene tratamiento con antipsicóticos; sin embargo, no podemos aseverar que este uso no esté explicado por el tratamiento de enfermedad mental o psicosis.
Aun teniendo en cuenta estas limitaciones, y tras analizar los resultados obtenidos en la muestra, creemos relevante plantear la urgencia de reflexionar y cuestionar la práctica de prescripción de psicotrópicos en general, y antipsicóticos en particular, en la población de personas con discapacidad intelectual.
Tras los estudios realizados en Reino Unido, como los de Alexander et al. (2017) en el que se señala que alrededor de 30.000-35.000 personas con discapacidad intelectual están en tratamiento con antipsicóticos, antidepresivos, o ambos, se ha incrementado la preocupación por el posible uso inapropiado de la medicación psicotrópica en personas con discapacidad intelectual. Por ello, el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido (NHS) emitió una llamada a la acción para mejorar las prácticas de prescripción farmacológica en esta población, dando lugar a programas que pretenden eliminar el exceso de medicación en personas con discapacidad intelectual (Branford et al., 2019), racionalizando así la práctica clínica.
Ahmed et al. (2000) demostraron que es posible retirar o reducir la medicación a una proporción sustancial de personas con discapacidad intelectual a la que le prescribieron medicamentos antipsicóticos para el tratamiento conductual, en lugar de medicación para tratar la enfermedad psicótica.
Tyrer et al. (2008) realizaron un estudio con pacientes no psicóticos que presentaban un comportamiento desafiante agresivo, y compararon dosis flexibles de haloperidol, rispe-ridona y placebo, en el tratamiento de este comportamiento. Tras analizar los resultados, llegaron a la conclusión de que la prescripción de los fármacos antipsicóticos ya no debería considerarse como un tratamiento rutinario aceptable para un comportamiento desafiante y agresivo en personas con discapacidad intelectual.
El alto uso de antipsicóticos detectado en el estudio, particularmente la gran proporción de personas a las que se prescribe en ausencia de un diagnóstico psiquiátrico, plantea una preocupación sobre la posible existencia de una prescripción antipsicótica inadecuada para adultos con discapacidad intelectual en Extremadura. Contrastando estos datos con los encontrados en otros estudios, creemos importante el desarrollo de futuras investigaciones en este sentido, y cambios en la práctica clínica de manera que la prescripción de antipsicótico sea más ajustada en esta población altamente vulnerable.
Estamos de acuerdo con Lunsky et al. (2018) cuando afirman que los expertos dentro de la psiquiatría, la farmacología y la política social y sanitaria pueden trabajar juntos para asegurar que el uso de antipsicóticos se alinee con las necesidades clínicas, de manera que los adultos con discapacidad intelectual o del desarrollo reciban una atención médica óptima.
Márquez-Caraveo et al. (2011) planteaban que, a pesar de la utilidad de los psicofármacos para el control de las conductas desafiantes, es conveniente desalentar su uso crónico. Para ello recomiendan combinar estos fármacos con otras técnicas de intervención psicológica con garantía científica. El uso de modelos integrales de atención favorecería la inclusión de estas personas y su calidad de vida. Atendiendo a las indicaciones de Branford et al. (2019), los programas dirigidos a minimizar el uso de fármacos psicotrópicos implican un uso completo del equipo multidisciplinar y una disponibilidad de métodos alternativos de gestión de conductas desafiantes.
Sin embargo, no puede haber salud mental si la persona y su entorno más cercano no participan en las decisiones que afectan a su propia salud mental y bienestar. La prescripción excesiva de medicamentos psicotrópicos es contraria a la atención de calidad a la que todos tenemos derecho, además de tener efectos sobre la salud física. Por ello estamos de acuerdo con Inchauspe (2019) cuando afirma que aún queda mucho por hacer en la sensibilización de los profesionales y familiares, y en el conocimiento compartido de la realidad de las personas con discapacidad intelectual y de las experiencias de buenas prácticas que están empezando a llevarse a cabo.
En esta perspectiva, el Royal College of Psychiatrists (2016) ha publicado pautas de prácticas y estándares de auditoría para prescribir estos fármacos a personas con discapacidad intelectual. Esto incluye documentar claramente la indicación para prescribir los procesos de toma de decisiones, vigilar regularmente la respuesta al tratamiento y los efectos secundarios, y revisar periódicamente la necesidad de continuación en función de los riesgos y beneficios.
El Instituto Nacional para la Excelencia en Salud y Cuidado (National Institute for Health and Care Excellence [NICE], 2016) incorpora estos cuatro estándares de auditoría y recomienda que, si los antipsicóticos son prescritos para la conducta desafiante, solo deben ser utilizados si la terapia psicológica u otras intervenciones por sí solas no han producido cambios en un plazo acordado; si el tratamiento para cualquier problema de salud física o mental asociado no ha conducido a una reducción del comportamiento; o el riesgo para la persona u otras personas es muy grave.
De la misma manera, se proponen una serie de recomendaciones a los médicos que prescriben: anotar qué información se proporcionó sobre el medicamento recetado, considerar la reducción o interrupción de antipsicóticos para las personas con discapacidad intelectual que no experimentan síntomas psicóticos, y hacer un seguimiento; así como documentar anualmente las razones para continuar con la prescripción si no se reduce o se suspende. Estas recomendaciones plantean una serie de desafíos en la atención a las personas con discapacidad (Alexander et al., 2017).
Esta investigación no está exenta de limitaciones, tales como el hecho de contar solo con la información que voluntariamente ha dado el grupo de profesionales especializados de diferentes entidades de atención a las personas con discapacidad intelectual. Sería conveniente afinar en la evaluación de las enfermedades mentales en personas con discapacidad en Extremadura, ya que por lo evidenciado en los contactos con los profesionales que han colaborado, no en todos los casos están clasificadas según criterios de diagnóstico universal.
Otra limitación del presente estudio es que, al seleccionar la muestra, solo se aplicaron los instrumentos a la población de personas con discapacidad que han sido clasificadas por manifestar alteraciones mentales o de conducta; sin embargo, en los mismos centros podría haber adultos sin evaluar al momento del estudio.
Apuntamos también una cuestión no recogida en esta investigación, como es la identificación de los tratamientos farmacológicos que son pertinentes en presencia, por ejemplo, de epilepsia, o de otros trastornos como por tic o insomnio.
Aunque se han definido las conductas que entenderíamos como desafiantes o alteración de conducta, es probable que la discapacidad intelectual haya ejercido un efecto eclipsador sobre la enfermedad mental, dado que hay individuos a los que se han atribuido alteraciones de conducta sin haber evaluado si existía una enfermedad mental que lo explique.
Las personas con discapacidad intelectual son un colectivo vulnerable que sigue estando excesivamente medicalizado. Creemos necesario incrementar los esfuerzos para sensibilizar sobre este aspecto a los profesionales y establecer un enfoque de la salud mental basado en los derechos humanos, tal y como señala el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (Devandas, 2017) sobre el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental. La salud mental de las personas con discapacidad intelectual es fundamental para el desarrollo de su potencial cognitivo y emocional, su desempeño diario y su calidad de vida.