Introducción
La Carta constitucional de 1991 se escribió bajo los truenos de una guerra múltiple: narcotráfico, subversión y paramilitares, y sobre un plan de exterminio selectivo de figuras con opción presidencial y de un partido de izquierda completo: cuatro candidatos a la primera magistratura de Colombia en un periodo de 36 meses, así como miles de miembros de la Unión Patriótica. De allí que el texto fundamental que rige al país desde aquel momento no sea algo distinto a un tratado de paz, erigido sobre lo que García et al. (2018) llaman una "Constitución aspiracional". El plexo de normas superiores concebidas por el constituyente del 91 tiene en su base los valores y principios, que desde el preámbulo se plasman, con el objetivo de trascender la abstracción jurídica y realizar el Estado social de derecho, en el marco de un orden justo y en paz. Así, acorde con la necesidad de poner a tono la sociedad colombiana con el mundo contemporáneo, luego de la vigencia de un modelo centenario superado por nuevas realidades, la Asamblea Nacional Constituyente estatuyó no solo la clásica normativa fundamental de primera generación, legado del constitucionalismo europeo, sino un amplio conjunto de derechos sociales y colectivos, propios de la segunda mitad del siglo XX, extraños en Colombia aun en 1991.
En el presente trabajo se establece la relación entre la soberanía popular y el derecho al ambiente, de plena actualidad en Colombia, dado el debate jurídico-político de los que consideran irreemplazable la aspersión aérea del glifosato -entre ellos EE. UU. y el gobierno colombiano- para librar la lucha contra la producción y el comercio de alucinógenos, y los que proponen alternativas al uso de un herbicida riesgoso para la salud humana y el ecosistema. En ese sentido, se hace un breve recuento histórico desde el siglo XIX con respecto a la soberanía hasta llegar a 1991. Luego se explican las diferencias entre el derecho a un ambiente sano que tiene como centro la protección de las comunidades que habitan las zonas asperjadas y los intereses de EE. UU. con una de sus empresas emblemáticas, Monsanto (ahora Bayer), productora hasta hace poco de glifosato. Además, se presentan algunos estudios sobre el impacto perjudicial del herbicida tanto en la salud humana, como en el ecosistema. Por último, se hace un análisis de la Sentencia T-236 de 2017 proferida por la Corte Constitucional en relación con el uso aéreo del químico.
Breve antecedente histórico
Colombia se rigió durante cien años por la Carta decimonónica de Núñez, con cerca de 66 reformas, hasta 1991 (Valencia, 2010). Una Constitución fabricada a la medida de los tiempos que corrían en el siglo, que experimentó los avatares propios de una sociedad en formación, con una impronta no superada aún en el presente: la violencia. Violencia partidista por un ideal de Estado o por ambiciones personales o por divergencias económicas como la guerra proesclavista librada contra el gobierno de José Hilario López por la manumisión tardía de los esclavos, más de 30 años después de finalizada le gesta independentista (Caballero, 2018). Incluso, violencia religiosa como aquella que desató el mismo López cuando dispuso el desafuero eclesiástico, la elección popular de párrocos por sus fieles y la libertad de cultos y enseñanza, medidas que inflamaron los ánimos de la jerarquía católica por considerarlas una abierta intromisión en la jurisdicción divina (Arizmendi, 1989). Un acto "sacrilego" que sería reparado por el regenerador1 con el Concordato, una de las primeras y más ostensibles renuncias a la soberanía por parte del Estado a favor de un poder externo: "A falta del principio de autoridad, tan necesariamente débil en las democracias, es indispensable buscar elementos de orden en los dominios de la moral" (Liévano, 2002, p. 287).
A la luz del Concordato, ratificado por la Ley 20 de 1974, Colombia le entregó a la Iglesia católica no solo una cuantiosa indemnización -cien mil pesos anuales, indexables, a cargo del erario, (artículo 25)-, sino además beneficios penales para sus representantes, exenciones tributarias y la orientación espiritual en las instituciones de educación bajo la rigurosa axiología cristiana.
El siglo XX, en Colombia, respecto a la soberanía,empezó con una pérdida sensible: Panamá. Zona estratégica gracias a la construcción del canal y luego de un largo abandono del gobierno nacional, sus habitantes se proclamaron independientes mediante una rauda insurrección aupada por Theodore Roosevelt, el 3 de noviembre de 1903. En realidad, la "filantropía revolucionaria" de la administración norteamericana ocultaba un pragmático objetivo secesionista, que no era otro que el de controlar el canal, lo que hizo hasta 1999. La explicable inconformidad de los panameños fue instrumentalizada por EE. UU. para expandir su poder en un territorio -el americano en toda su extensión-, que desde la doctrina Monroe designó como propio. Prueba inconcusa de ello es el discurso que como expresidente, Roosevelt pronunció en Berkeley, el 23 de marzo de 1911, a propósito del caso Panamá:
Tengo interés en el Canal de Panamá, porque lo comencé. Si hubiera seguido los tradicionales métodos conservadores, habría sometido al Congreso un estirado informe de 200 páginas alrededor del cual aún estaría discutiendo [...] Pero yo me apoderé de la Zona del Canal y dejé que el Congreso deliberara y mientras delibera el Canal se está haciendo (Terán, 1977, p. 472).
Después de la segunda mitad del siglo xx, América Latina jugó un importante papel en el desarrollo de la guerra fría como ficha del ajedrez internacional. Colombia, en concreto, experimentó el surgimiento de grupos armados de izquierda, lo que condujo al país a un alinderamiento incondicional en la esfera de los EE. UU. y a la correlativa aplicación de las doctrinas sobre el "enemigo interno" y "la seguridad nacional" para el combate de la subversión (Leal, 2003, p. 74-87). El conflicto interno pasó de ser un problema rural a una situación de estabilidad institucional en la década del ochenta con la irrupción del narcotráfico organizado en poderosos carteles y los grupos paramilitares, conformados para defender los latifundios y enfrentar a la guerrilla, ahora con mayor influencia geográfica, producto también de la siembra y venta de coca. El reto del Estado colombiano no se reducía a la eliminación de focos guerrilleros, como en los años sesenta, sino a una guerra de proporciones continentales contra la producción y tráfico de estupefacientes; guerra declarada desde 1971 por Richard Nixon, que sería una cruzada sin tregua contra un adversario provisto de capacidades tan excepcionales que le permitieron incluso la misma cooptación de las instituciones (López, 2010). La década culminó en Colombia con el asesinato de cuatro candidatos presidenciales y un clamor generalizado de paz.
La soberanía en la Carta de 1991
La iniciativa de una nueva Constitución en procura de la paz surgió de los estudiantes, con un movimiento llamado La Séptima Papeleta, que buscaba un nuevo contrato social que propiciara la paz. Al respecto, afirma Carrillo (2010):
Fue más una reacción de conjunto a quienes se aferraban -y hoy algunos siguen aferrados- a la violencia como expresión valedera de una supuesta posición política. Las muertes de Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro y Luis Carlos Galán fueron el factor que unió muchas voces de diferentes orígenes ideológicos para llegar a converger en el movimiento de la Séptima Papeleta. Fueron los hechos de ese fatídico 1989 los factores que gatillaron el proceso (p. 24).
La propuesta de incluir en las elecciones congresionales de 1990 un voto para la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente fue avalada por la Sala Constitucional de la Corte Suprema. El cuerpo constituyente alumbró la nueva Carta el 4 de julio de 1991, saludada con un discurso presidencial. En su promulgación, Cesar Gaviria (2008) dijo:
La Constitución de 1991 permitirá que el proceso de renovación y de cambio en el cual estamos empeñados, fructifique en la construcción de una nueva democracia. Estamos frente a una verdadera revolución pacífica: se ha partido en dos la historia de nuestra República.
El propósito del cambio constitucional fue establecer las condiciones de pacificación del país con base en un conjunto de derechos, instituciones y mecanismos acordes con las circunstancias del momento histórico, inexistentes en la Carta anterior. No se buscó solo enfrentar la guerra, sino eliminar sus causas sobre la base de un vigoroso consenso entre sociedad y Estado, tal como lo dispone el preámbulo al "asegurar la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico democrático y participativo" (Constitución Política, 1991), en los cánones de la soberanía popular, preceptuada tanto en el preámbulo como en el artículo 3 de la Carta.
En efecto, uno de los cambios esenciales de la nueva Constitución con respecto a la de Núñez es el de la titularidad de la soberanía, ostentada por el pueblo en quien "reside exclusivamente" (artículo 3). Significa esto que la legitimidad de las decisiones de las autoridades públicas depende del respeto por la voluntad general, encarnada en el pueblo. Ello, porque, como lo advierte la Corte Constitucional: "Incumbe solamente al pueblo adoptar la Constitución o sustituirla, a partir del ejercicio de su poder constituyente, como manifestación jurídica del contrato, convenio o pacto social que le otorga legitimidad a un determinado Estado" (Sentencia C-644). Si bien es cierto que el modelo democrático tiene un diseño dual en la Carta al establecerse tanto el directo como el representativo (artículo 3), también lo es que el poder soberano recae en el pueblo, quien cuenta con los mecanismos jurídicos para decidir su destino, dentro de los límites de la Carta misma.
Soberanía y autodeterminación son dos caras de la misma moneda constitucional que el constituyente de 1991 concibió como principios del nuevo contrato social. La una y la otra corresponden a un momento histórico vinculado a los actos del Estado y la legitimidad recibida del pueblo, titular de derechos y destinatario de los efectos derivados del acto de gobernar. El respeto por las normas consagradas en la Carta es una obligación inclaudicable de los funcionarios y representantes estatales, superior a cualquier interés o ventaja que se busque en ámbitos distintos. Por tanto, toda decisión en la que los intereses sociales se vean involucrados requiere tener como referente el origen del mandato que se materializa; es decir, la fuente de la cual dimana, a la luz de la norma fundamental, en un marco de representación del poder soberano. Representación que, en perspectiva teleológica, se vincula al cánon axiológico señalado en la Constitución del cual deviene la interpretación del texto, como lo dijo la Corte Constitucional:
La Constitución está concebida de tal manera que la parte orgánica de la misma solo adquiere sentido y razón de ser como aplicación y puesta en obra de los principios y de los derechos inscritos en la parte dogmática de la misma. La carta de derechos, la nacionalidad, la participación ciudadana, la estructura del Estado, las funciones de los poderes, los mecanismos de control, las elecciones, la organización territorial y los mecanismos de reforma, se comprenden y justifican como transmisión instrumental de los principios y valores constitucionales. No es posible, entonces, interpretar una institución o un procedimiento previsto por la Constitución por fuera de los contenidos materiales plasmados en los principios y derechos fundamentales (Sentencia T-406).
Poder soberano, ambiente y narcotráfico en Colombia
Como se anotó en líneas anteriores, la verdadera efectividad de un texto constitucional empieza por la aplicación del principio de soberanía, distintivo de la identificación nacional de una comunidad humana en un territorio delimitado. Ello entraña el reconocimiento, en las políticas públicas, de variantes culturales, antropológicas, económicas, políticas y jurídicas, entre otras posibilidades existentes en una sociedad. En otros términos, las políticas públicas en cualquier campo no podrán distanciarse de las realidades concretas que operan o, como afirma Lasalle (2003): factores reales de poder. En el caso de Colombia, el narcotráfico como situación ya no episódica, sino estructural, insertada en el conjunto de conductas delictuales desde los años ochenta, puso al país en el circuito de naciones lideradas por EE. UU., en guerra abierta contra la cadena de producción, comercialización y consumo de droga, en un proceso bélico con escasos logros y enorme destrucción. Gracias a la ley de oferta y demanda, tan efectiva en la economía legal como en la ilícita, la anatematización de los estupefacientes desde su origen en la siembra hasta la transacción callejera, pasando por los réditos que reciben grandes corporaciones, ha dado lugar a un incremento exponencial en los precios; por tanto, la proscripción ha conducido a un círculo vicioso de persecución, muerte y enormes ganancias (García & García, 2016).
Desde la ya mencionada declaración de guerra a la droga de Nixon, el problema de la producción y venta de narcóticos dejó de ser un asunto policivo para convertirse en obsesión del Estado con relevancia en las relaciones internacionales. Colombia es uno de los más fértiles productores de hoja de coca y de cocaína en el mundo, así como uno de sus más reconocidos comerciantes. Esto pone al país en un lugar de paradójico privilegio con respecto a EE. UU., país que a su vez es el mayor consumidor de estupefacientes: recibe una de las más cuantiosas ayudas para la lucha contra el negocio, pero está sometido a las condiciones que una nación en guerra impone.2 Entre los muchos y rigurosos requisitos que Colombia debe cumplir para evitar la llamada descertificación3 por parte de EE. UU., se tiene la elaboración de un modelo punitivo copiado del de ese país, con estrategias delatorias, generosas rebajas de pena, protección de identidad, extradición y negociación de condenas a cambio de rutas y capital obtenido. De igual manera, se debe contemplar una política criminal de extinción de dominio y persecución a cualquier grupo o persona que de manera indirecta coadyuve en esta actividad ilícita. Por supuesto, el Estado colombiano debe aplicar mecanismos de erradicación eficaces, el más importante de los cuales es la aspersión de glifosato en las áreas sembradas, un herbicida fabricado hasta hace poco por Monsanto, fundada en 1901 en los EE. UU., que fue comprada por la empresa alemana Bayer (Portafolio, 2018).
El uso de este herbicida no ha sido un asunto pacífico, dada la polémica no solo sobre la viabilidad que tiene como agente idóneo para eliminar los cultivos de la hoja de coca,4 sino en cuanto a los daños colaterales para el ambiente y la salud de los habitantes de los territorios afectados. Es un dilema que contempla la primacía de dos esferas jurídicas con claras connotaciones políticas. Por una parte, la potestad del Estado para combatir la actividad en su origen, desde el sembrador y el producto natural que se pone en el circuito ilegal de conversión en cocaína para la venta. Por otra, los derechos fundamentales a la salud y al ambiente por los posibles daños a la biodiversidad. Se habla de "posibilidad" en virtud del mandato plasmado por la Declaración de Río sobre el Ambiente y el Desarrollo de 1992, de la cual Colombia es signataria. Principio 15: "Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces en función de los costos para impedir la degradación del ambiente" (Naciones Unidas, 1992). Colombia comenzó la aspersión aérea con glifosato en el periodo presidencial de Andrés Pastrana, concretamente con el desarrollo del Plan Colombia. Sin embargo, diversos estudios demuestran que el perjuicio ambiental no es compensado con una efectiva reducción de los cultivos. Entre los años 2001 y 2015,5 se asperjó con glifosato una extensión de 1.6 millones de hectáreas sembradas de coca y amapola (El Tiempo, 2019).
El Plan Colombia fue una estrategia con dos componentes. El militar, asociado al cultivo y tráfico de drogas, y el de reconstrucción institucional en aras de recuperar la gobernabilidad en vastos territorios sin presencia estatal por decenios. En la fase de la lucha contra la producción de la materia prima de los estupefacientes -hojas de coca-, el Plan Colombia contó con una importante ayuda monetaria y militar de EE. UU., con el propósito de eliminar la fuente de ingresos de los grupos contra y paraestatales que hacían presencia en una considerable porción territorial del sur del país (Rojas, 2015).
En cumplimiento a un histórico fallo de la Corte Constitucional en sentencia T-236 de 2017, la Agencia Nacional de Licencias Ambientales, bajo la administración de Juan Manuel Santos, suspendió la aspersión aérea del químico hasta tanto se despejaran las dudas sobre el potencial daño tanto en las personas, como en el ecosistema (bosques, fauna y biodiversidad en general) del glifosato. La figura del "riesgo" ambiental es inescindible de la prevención que el alto tribunal tuvo en cuenta para frenar el uso del herbicida. En ese sentido, la providencia establece:
El principio de precaución no responde exclusivamente al peligro, noción que se refiere exclusivamente a una posibilidad de daño. Este responde más bien al riesgo, es decir, a un cierto grado de probabilidad de daño, en las situaciones en que la magnitud de dicha probabilidad no se ha podido establecer con certeza (Sentencia T-236).
No tiene que ser, como puede verse, un daño efectivo, la sola eventualidad del perjuicio ambiental que en la tarea de eliminación de los sembradíos ilícitos se pueda generar es suficiente para detener su uso, como el riesgo que involucra a las personas como titulares del derecho a un ambiente sano (artículo 79, cp).
Como antecedente legal de la norma superior, rige en el ordenamiento interno el Decreto 2811 de 1974, que en su artículo 8 clasifica no solo los factores que menoscaban el equilibrio ambiental, sino los agentes que se usan:
La contaminación del aire, de las aguas, del suelo y de los demás recursos renovables. Se entiende por contaminación la alteración del ambiente con sustancias o formas de energía puestas en él, por actividad humana o de la naturaleza, en cantidades, concentraciones o niveles capaces de interferir el bienestar y la salud de las personas, atentar contra la flora y la fauna, degradar la calidad del ambiente, de los recursos naturales de la Nación o de los particulares. Se entiende por contaminante cualquier elemento, combinación de elementos o forma de energía que actual o potencialmente pueda producir alteración ambiental [...] La contaminación puede ser física, química o biológica [...].
Resulta evidente la contradicción entre las normas internas-legales y constitucionales-referidas a la protección del ambiente y el despliegue de estrategias contra las drogas en cumplimiento de directrices foráneas, que pone en vilo las prioridades nacionales. Al respecto, la Corte Constitucional, en sentencia de unificación del año 2003 había sostenido:
Las autoridades a las que se refiere la presente decisión, deberán, en la adopción de medidas pertinentes, como resultado de las consultas a los pueblos indígenas y tribales de la Amazonía colombiana considerar y ponderar [...] el interés general de la nación colombiana y las potestades inherentes al Estado colombiano para definir y aplicar de manera soberana y autónoma la política criminal y dentro de ella los planes y programas de erradicación de los cultivos ilícitos (Sentencia su-383).6
El Estado es, por norma constitucional, el garante del hábitat humano y natural en Colombia, lo cual se expresa en la obligación de protegerlo con dos instrumentos establecidos en la Carta: la democracia, es decir, atención a los reclamos de sus pobladores ancestralmente ignorados, y la pedagogía ambiental (este último, a la luz del artículo 79 ya citado). El olvido institucional ha sido uno de los propulsores de las economías ilegales, que en un círculo vicioso, generan represión y, por tanto, mayor marginalidad legal. De esta suerte, los cultivadores de la tierra, transformados en simples cocaleros pasan a la lista de los proscritos, circunstancia que los condena a la cárcel, la clandestinidad o al desarraigo. De allí que el díctum constitucional de "convivencia, trabajo y justicia" (preámbulo, cp), carezca de toda significación en un escenario de guerra, caracterizado por la persecución y no por la inclusión. La voracidad de los carteles y de Monsanto convirtieron la pobreza en botín de piratas, ante la complacencia de un Estado que parece tener más afinidad con las multinacionales que con sus ciudadanos.
Conflicto entre derechos e intereses
Como se dijo en líneas anteriores, el constituyente del 91 no fue ajeno a la necesidad de consagrar la protección del ambiente, tal cual lo dispuso en el artículo 79 de la Carta, amparado con la acción popular del artículo 88, reglamentada a su vez por la Ley 472 de 1998. Existe, así mismo, la Ley Ambiental 1333 de 2009, contentiva del procedimiento sancionatorio en este campo. El artículo 79 superior prescribe la garantía de participación en cabeza de la comunidad, lo que obliga a realizar las consultas con los colectivos de personas que corran riesgo de perjuicio por actividades o acciones de individuos o entidades públicas o privadas. La Corte Constitucional ha resaltado la relación entre vida, salud y ambiente en el sentido que en los derechos colectivos y del ambiente, considerados como derechos humanos de tercera generación están imbricadas no solo las generaciones del presente, sino del futuro; es decir, que de la preservación de las condiciones adecuadas del planeta, depende la dignidad de los que vendrán (Sentencia T-236). En cuanto al ambiente, los derechos de una comunidad en concreto no se disocian de los que tengan otras en lugares incluso distantes, porque lo que se protege es su disfrute como condición de posibilidad de la vida humana y natural. Es decir, personas, fauna y entorno sin los cuales a largo plazo no es posible la pervivencia del planeta. Desde esta consideración, el derecho al ambiente sano en Colombia entraña intereses colectivos, recogidos en la Carta y amparados en el modelo de democracia participativa. Sin embargo, es necesario diferenciar los intereses que el artículo 79 establece, asumidos como propios de los que habitan el territorio nacional en un marco de regulación democrática en aras del bienestar general, de aquellos que por coyunturas de distinta índole defienden ya sea otro Estado o una multinacional.
En efecto, la decisión de Colombia en la lucha contra el cultivo y el comercio de droga es inescindible de la guerra que EE. UU. desató contra esa actividad ilícita bajo el gobierno de Richard Nixon y de su convicción de que lo conveniente es eliminar esa actividad, no legalizarla. Sobre ese doble fundamento ha desplegado una política criminal en diversos frentes, siempre bajo la presión de los sucesivos gobiernos norteamericanos. En primer término, el Estado colombiano incorporó desde la década del noventa un modelo legislativo ajeno a su tradición jurídica, que consistió en el trasplante del sistema sancionatorio propio de EE. UU.: figuras como la reducción de penas por delación, la seguridad para el procesado y su familia a cambio de entrega de rutas y patrimonio adquirido en la actividad criminal; así como el principio de oportunidad creado en la Ley 906 de 2004 y modificado por la Ley 1312 de 2009, por cuya virtud el ente acusador (La Fiscalía) puede interrumpir o incluso renunciar a la persecución penal en favor de la persona que coadyuve de forma eficiente con la administración de justicia. En segundo lugar, Colombia adoptó una estrategia de guerra con recursos propios y foráneos contra el narcotráfico desde la eliminación de los cultivos de coca, hasta la captura en los sitios de distribución y exportación del producto. Fue así como entre el 2000 y el 2015, en el desarrollo del Plan Colombia, el país destinó 131 mil millones de dólares en un complejo programa que mezcló el combate a los grupos señalados como autores o partícipes del negocio, especialmente las FARC en el sur del territorio, con proyectos de rehabilitación económica en las zonas afectadas por el cultivo y la violencia (Rubio & Tiusabá, 2019).
La obsesión de EE. UU. con la guerra contra el narcotráfico los llevó a intervenir sin pudor en la soberanía interna de varios países, entre ellos Colombia, un "aliado" incondicional, dispuesto al sacrificio en un conflicto inútil y devastador. El zar antidrogas, Barry McCaffrey (2002) no pudo haber dado mayor claridad al respecto:
Las drogas ilícitas le cuestan a la sociedad norteamericana 11 000 millones de dólares, por gastos médicos, accidentes y pérdida de productividad. Si no les prestamos atención a los cultivos y a su rápida expansión, amenazarán con aumentar de manera significativa la oferta de cocaína y heroína [...] En Colombia, terroristas financiados por los narcóticos secuestran y matan a ciudadanos norteamericanos y atacan y extorsionan a las empresas estadounidenses que tienen sus negocios allí (p. 100).
El interés particular de EE. UU. no coincide con los derechos de Colombia si se atiende a los hechos medidos en su justa proporción: desestabilización social, medidas punitivas inanes, violencia generalizada, destrucción del hábitat natural y ruina económica. EE. UU. impone los medios de lucha contra el narcotráfico sin importar las derivaciones adversas para Colombia. Entre ellas, a causa de la fumigación con glifosato, deterioro de la salud de quienes viven en las zonas donde se arroja el químico y grave afectación del ambiente.
Una primera contradicción entre intereses y derechos, asumidos los primero como lo que le convienen a EE. UU., y los segundos como las garantías para los colombianos, es frente a los resultados y consecuencias de la fumigación. En cuanto a los resultados, abunda información sobre el fracaso del glifosato tanto en la destrucción definitiva de los sembrados de coca, como en la reducción del tráfico y de sus cuantiosas ganancias. El glifosato, de efecto letal sobre el follaje según su publicidad, fue esparcido de forma aérea en las extensas plantaciones de coca en una estrategia envolvente de década y media. Los estudios demuestran que si bien la fumigación logra disminuir el número de hectáreas de la hoja, no es tan significativa como para justificar los enormes sacrificios que ha hecho Colombia durante 40 años:
La evidencia sugiere que la aspersión aérea de cultivos ilícitos no es una estrategia eficiente de reducción de oferta pues no afecta significativamente la producción de cultivos ilícitos y genera costos colaterales muy preocupantes sobre la población de estas zonas (Comisión Asesora para la Política de Drogas en Colombia, 2015).
La asimetría entre costo y beneficio es dramáticamente ostensible. El monto citado que el país gastó en el Plan Colombia constituyó un derroche de recursos sin resultados destacables. En desmedro de la erradicación manual, la aspersión aérea de glifosato fue el método preferido, con consecuencias funestas para la salud de las personas, la fauna y el ecosistema, como se demostrará más adelante.
La otra contradicción que brota entre derechos e intereses consiste en que la sistemática persecución del crimen organizado no reduce en mayor medida los emporios de riqueza producto del ilícito, que al contrario se incrementan de manera exponencial dada la incidencia de la prohibición sobre los precios de venta de los alucinógenos, pero sí destruye las fuentes de ingresos de los campesinos cultivadores de un producto al cual recurren por la falta de estímulos estatales para la generación de una agricultura de alimentos. Según un reciente informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), las familias que dedican sus suelos a la siembra de coca hacen parte de una población carente de servicios básicos y de alimentación adecuada. El UNODC realizó una serie de encuestas en 29 municipios del sur del país, donde la coca es el producto de subsistencia de la población, con el objetivo de medir el Indice de Pobreza Multidimensional (IPM), con hallazgos alarmantes, dadas las carencias en ingresos económicos y educación; la falta de acceso a vías terrestres para comercializar los alimentos, y las deficientes condiciones de salubridad pública y de servicios médicos (tabla 1).
IPM | Porcentaje |
---|---|
Hogares pobreza monetaria | 57 |
Pobreza multidimensional | 47 |
Analfabetismo | 36 |
No escolaridad niños y adolescentes | 18,2 |
Rezago escolar | 35 |
Rezago educativo | 83,6 |
Población de veredas sin acceso a vías terrestres | 48 |
Población con regulares condiciones de vías terrestres | 49 |
Población con mal estado de vías terrestres | 35 |
Población con acceso a servicios de salud | 3 |
Fuente: UNODC y FIP (2018).
La presencia del Estado en estos territorios, escenario propicio para el cultivo de la hoja de coca dada la destrucción del aparato productivo como resultado del conflicto bélico, ha sido fundamentalmente represiva. La persecución a los grupos armados por razones políticas, desatada desde la década del 70 hasta los años 90, se convirtió luego en búsqueda de narco-terroristas, con el consecuente involucramiento de EE. uu. en una guerra en la que la población ha experimentado un progresivo deterioro en sus condiciones de vida, sus derechos fundamentales y una estigmatización indeleble como partícipe o cómplice de los grupos violentos. Si el objetivo de la subversión y de sus enemigos naturales, los paramilitares, no consistía ya en la disputa por el poder del Estado, sino en el monopolio del narcotráfico, quienes proveían la materia prima, los campesinos, entraban en la misma clasificación de "enemigo interno", propia de aquellos. Esto los convertía, entonces, de titulares de derechos, en delincuentes al servicio de los carteles. Desde tal perspectiva, la aspersión del glifosato como método rápido y expansivo para eliminar la hoja de coca hace parte de la estrategia contra el crimen organizado, sin atender a los posibles daños colaterales tanto en la salud como en el hábitat.
Fines, medios y resultados de la guerra contra las drogas en Colombia
En las líneas de acción antinarcóticas ejecutadas por Colombia y EE. UU. han tenido privilegio las represivas, con costos onerosos como los que demuestra el Plan Colombia. Costos vistos tanto desde los recursos económicos invertidos, como desde los daños ocasionados sin un evidente correlativo beneficio. Por norma constitucional, la paz es un derecho y un deber (artículo 22), lo que impone la necesidad de adoptar un conjunto de políticas públicas para su cumplimiento. Cada gobierno, desde la vigencia de la Carta (4 de julio de 1991), ha puesto en ejecución aquello que en su concepción de Estado y sociedad juzga lo más conveniente para materializar el propósito del constituyente de 1991, en cuanto al logro de la convivencia, en aras de superar el lastre de una guerra que pasa de medio siglo. Es así como se han ensayado diversos métodos para ponerle fin al conflicto interno armado.
Ernesto Samper planteó a las FARC, en noviembre de 1994, un acercamiento conducente a un posible acuerdo de paz. Pese a la respuesta positiva del grupo alzado en armas, nada se concretó en razón de la ilegitimidad del primer mandatario en su elección. Con todo, el 23 de septiembre de 1997, Samper dispuso el despeje de 13161 kilómetros en el departamento de Caquetá durante 32 días para la entrega de 170 militares (El Tiempo, 2019). Andrés Pastrana lo intentó en el Caguán mediante una desmilitarización de 42000 kilómetros de espacio territorial como asiento seguro exigido por las FARC para entablar conversaciones y llegar a un acuerdo final, con resultados infructuosos. En febrero de 2001, el entonces presidente dio por culminados los diálogos ante los actos sistemáticos de incumplimiento por parte del grupo subversivo, acusados entre otros delitos, de secuestrar al senador Eduardo Gechen Turbay.
Estef racaso le sirvió como exitoso clarín de guerra al candidato Álvaro Uribe en 2002 para ganar la presidencia. Con el programa Seguridad Democrática, Uribe desmontó buena parte del aparto paramilitar con una propuesta de sometimiento que la subversión en su conjunto no acató. De allí que su estrategia para lograr la paz hubiese sido la guerra sin reposo, bajo la consigna de derrotar el narco-terrorismo en un contexto internacional propicio, con el atentado a las Torres Gemelas en Nueva York EE. UU. dio una inexorable declaratoria de guerra a toda manifestación violenta. Juan Manuel Santos, al contrario de su predecesor, buscó la paz por medio del diálogo en la Habana con una guerrilla aún no derrotada, pero sí disminuida en su potencial bélico. Firmó el acuerdo y desmontó un ejército antiestatal tan antiguo como decisivo en diversas elecciones presidenciales. No obstante, en todos los procesos descritos, el ciclo ilícito de las drogas ha constituido un punto central que no se resuelve. Ni el Plan Colombia ni la incorporación de los paramilitares a la vida institucional del país ni la desarticulación de las FARC con entrega de armas y compromiso pacifista lograron terminar con una actividad que pareciera trascender ideologías, poder militar del Estado y postulados éticos. El narcotráfico en Colombia, pese a los variados métodos de persecución, sigue siendo igual o más portentoso como lo siguen siendo las víctimas, directas o indirectas.
De la propuesta reiterada de legalización de las drogas no quedan más que conclusiones en el papel. La guerra a los sembradores, productores y quienes la comercializan continúa con los métodos ya usados y frustrados. Uno de ellos, como se viene describiendo, es la aspersión aérea de glifosato. Colombia fumiga desde el aire las zonas cultivadas con hoja de coca desde 1994 con la fórmula del round up, aplicándole una serie de modificaciones constantes a la composición del químico, sin atender a las normas sobre el ambiente que rigen en el país (Vargas, 2004). Los resultados han sido inanes en cuanto a la eliminación definitiva de la hoja, pero no así sobre el hábitat en sus múltiples manifestaciones. Es cierto que el Estado colombiano ha combatido el narcotráfico para superar el grado de destrucción social generado por una actividad que pareciera crecer en la medida en que es más proscrita, pero de igual manera lo ha hecho, como lo señala Ricardo Vargas (2004) para:
Afianzar su imagen frente a la administración de Estados Unidos y el mismo Congreso en Capital Hill, en el sentido de ser la autoridad latinoamericana que más firmemente está apoyando las definiciones de Washington tanto para el hemisferio como a nivel global (pp. 354-355).
En este sentido, Colombia, en su obcecada guerra contra el tráfico de drogas, no le ha dado la importancia a las alertas lanzadas por organismos de fundada credibilidad. En una de las más ambiciosas recopilaciones de informes científicos sobre los daños producidos por el glifosato en la naturaleza y en la vida humana, se afirma lo siguiente:
10 millones de personas mueren cada año a causa del cáncer, el glifosato fue clasificado por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer, IARC, de la OMS, como un probable carcinógeno (2A) para los linfomas no hodgkin, basado en suficiente evidencia de genotoxicidad y estrés oxidativo (Vandana, 2020).
En este informe se consignan un total de mil evidencias científicas sobre las alteraciones en la salud de las personas y la biodiversidad generadas por el glifosato. Se señala, además, que pese al negacionismo de Monsanto (ahora Bayer) sobre el efecto perjudicial de la sustancia, sí hay presencia de bacterias en la llamada vía del Shikimato. La prueba fehaciente de este hecho, como lo refiere el informe, es la conciliación entre Monsanto y un grupo de demandantes por 39.6 millones de dólares por engaño colectivo frente al contenido del herbicida. En la tabla 2 se presentan algunas conclusiones sobre los efectos en la salud humana, en el ecosistema y en los animales de este químico.
Una vez publicado el informe anterior, el Grupo Intersectorial de Salud, Alimentación, Ambiente y Competitividad (Gisamag), que integra en México, entre otras entidades, la Secretaría del Ambiente y Recursos Naturales, Salud, Economía, Agricultura, Bienestar, Educación, Instituto de Ciencias Médicas, el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas y el Concejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), expidió un comunicado el 6 de junio de 2020 en el que expresó:
El glifosato es el herbicida de amplio espectro más utilizado en el mundo, a pesar de que en 2015 fue reclasificado como probable carcinógeno para humanos (Grupo 2A) por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC) [...], se reportan también incrementos en mortalidad prematura por Parkinson, alteración metabólica de enzimas, disrupción hormonal, dificultades respiratorias, ataxia, convulsiones, depresión cardíaca, daño hepático [...] se acumula en suelos y sedimentos; su concentración aumenta en aguas superficiales y subterráneas y en ecosistemas marinos [...]. Además, el glifosato está asociado a la agricultura industrial de gran escala, causante de las mayores emisiones de gases efecto invernadero, producción de alimentos poco saludables e impactos negativos en el ambiente.
Este grupo interinstitucional desaconseja el uso del glifosato y recomienda, en su lugar, el desarrollo de la agroecología con insumos inofensivos para el hábitat humano y natural.
El derecho de las comunidades en Colombia afectadas por la aspersión del glifosato
En líneas anteriores se hizo referencia a la Sentencia T- 236 de 2017, por el cual la Corte Constitucional ordenó la suspensión del uso del herbicida sin previa consulta a las comunidades posiblemente afectadas, atendiendo al principio de precaución. En concreto, este tribunal condicionó el uso aéreo del glifosato a un conjunto de exigencias que cumplidas, permitieran demostrar la ausencia de riesgo tanto en las personas, como en el ecosistema. Por medio del Auto 387 de 2019, la misma Corte mantuvo la prohibición e hizo un amplio análisis de lo actuado por el gobierno colombiano hasta ese momento y de las alegaciones de los diferentes actores en el proceso, tanto de los que apoyan la aspersión del glifosato como de los que buscan su abolición. El pronunciamiento de la Corte privilegió los derechos a la salud, a un ambiente e incluso a la tradición cultural que los habitantes de territorios ancestrales tienen con el entorno, sobre los intereses de un Estado y de una empresa foráneos. En la sentencia, la Corte deja claro que tiene elementos de prueba provisionales que evidencian los posibles efectos cancerígenos del glifosato, dado su contenido tóxico, dependiendo del grado de exposición de las personas. Se determinó además, y así lo expresa esta corporación, la presencia de diversos daños en la salud de las personas que habitan las zonas donde su usa el herbicida, lo que hace necesaria "Una mayor actividad de investigación científica por parte de las autoridades públicas para establecer los distintos tipos de riesgo y mitigarlos" (Sentencia T-236 de 2017).
La Corte dispone en el fallo la necesidad de materializar la democracia participativa mediante:
Un equilibrio o ponderación entre el interés general, representado en los proyectos o medidas que potencialmente puedan incidir en los derechos de los pueblos indígenas, y el goce efectivo de estos últimos, particularmente, en materia de autodeterminación, autonomía, territorio, recursos y participación. En varios casos que se han relatado se ve cómo el juez constitucional ha realizado un ejercicio de ponderación para definir el derecho de participación y consulta previa de las comunidades étnicas en Colombia (Sentencia T-236).
En este punto no puede soslayarse el mandato constitucional prescrito como valor en el preámbulo, al concebir el marco jurídico "democrático y participativo", acorde con la protección de los recursos naturales establecido en el artículo 8 de la Carta. En otros términos, lo que está en juego con la aspersión de glifosato es la preservación de la salud humana, del hábitat y de la democracia misma, expresada esta última en la voluntad de las comunidades que exigen ser tenidas en cuenta no como actores de segunda línea, sino como sujetos de derecho con capacidad para decidir su propio destino. Ello solo es posible según los parámetros que la Corte trazó en el fallo citado:
espacios deliberativos propicios para que los hombres y mujeres de los territorios afectados con la aspersión de glifosato, puedan manifestar sus aproximaciones o desacuerdos con una estrategia de erradicación de cultivos hasta ahora aplicada de manera unilateral, por un gobierno que sigue fiel un formato de guerra fallido (Sentencia T-236).
Independientemente de la posición política sobre la lucha contra las drogas -al margen de que se juzgue válida o inútil-, no puede haber duda en lo que respecta a la soberanía del país a la hora de decidir la prevalencia de sus intereses -sus habitantes y su territorio-, para no caer en la que con acierto Germán Castro Caycedo (2014) describe como un conflicto impuesto: "Nuestra guerra es una guerra ajena en la cual los intereses y la geopolítica que la determinan tampoco son los nuestros" (p. 12).
Conclusiones
Los treinta años de la Carta fundamental de 1991 han constituido una experiencia con luces y sombras en el pueblo colombiano. El sueño de la paz, uno de los más concretos objetivos de La Séptima Papeleta sigue inconcluso, aunque con logros esperanzadores a partir de los acuerdos de la Habana. En vilo, empero, por el juego de fuerzas políticas que asumen, a su manera y en desarrollo de su respectivo proyecto ideológico, una noción de sociedad útil en la continuación de una guerra que precisa de un enemigo, llámese guerrilla, narcotráfico o ambos en una mixtura que cada vez es menos identifiable.
Dos de las figuras más destacadas en la nueva Carta son la soberanía, radicada en el pueblo, y los derechos colectivos y del ambiente. En cuanto a la primera, la soberanía popular condiciona los actos del Estado que involucran a grupos humanos a un ejercicio de genuina participación colectiva. Con respecto a la segunda, las instituciones públicas no pueden, por compromisos internacionales de lucha contra el crimen organizado con un gobierno en particular, desconocer la superioridad de garantías soportadas de igual manera en acuerdos internacionales, por cuya virtud las comunidades y el hábitat mismo viven y se desarrollan.
Así, por la aspersión del glifosato, el riesgo de afectar la vida humana y la naturaleza en sus múltiples expresiones es latente, como lo advierten importantes organismos especializados en el mundo y la misma Corte Constitucional. Por consiguiente, el pulso entre la soberanía en defensa de un orden justo y democrático establecido como principio en la Carta y el interés de otro Estado, decidido a una guerra sin descanso contra uno de sus tantos enemigos -el narcotráfico-, ha tenido, por parte de los sucesivos gobiernos colombianos, una inclinación a favor de este último. Solo la Corte Constitucional pudo detener el uso del glifosato, cumpliendo así con el mandato constitucional plasmado en el preámbulo: el de la soberanía encarnada en los derechos colectivos, incluido el ambiente. Solo en manos de las comunidades afectadas está la posibilidad de salvaguardar sus derechos a la salud y a un ecosistema sano, como lo ordena la Constitución de 1991.