Introducción
El conflicto armado que ha atravesado Colombia por más de cincuenta años ha tenido consecuencias devastadoras a nivel personal, social, material y comunitario en todos aquellos que lo han padecido. Los pueblos indígenas no han estado exentos de sufrir estos daños, traducidos en afectaciones relacionadas a su cosmovisión ancestral y formas de habitar el territorio. El Registro Único de Víctimas (RUV) reporta en el país 9.395.274 víctimas del conflicto armado que de forma directa o indirecta han sufrido las consecuencias de la guerra, de las cuales 259.179 son indígenas y 1.296.792 pertenecen a la población afrocolombiana, raizal y palenquera (Ley 1448, 2011; Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, 2023).
Los pueblos indígenas han estado sometidos a dinámicas de violencia y adoctrinamiento desde la conquista, encontrándose en riesgo la supervivencia de al menos 68 de los 115 pueblos existentes; padeciendo invisibilización, discriminación, pobreza, exclusión y un sinnúmero de problemáticas que vulneran sus derechos constitucionales. Asimismo, han vivido de cerca el conflicto armado, sufriendo situaciones de macrovulneración de derechos humanos y graves infracciones del derecho internacional humanitario a mano de diversos grupos ilegales que se disputan los territorios étnicos entre sí y con los miembros de las fuerzas armadas.
Esto ha dejado secuelas importantes en el mundo material e inmaterial de dichos pueblos, fracturándose el equilibrio de las dinámicas personales y comunitarias del ser en relación con su territorio, autoridades y formas de organización, lo que se traduce en la pérdida del sentido de la vida. Con la Sentencia T-025 de 2004, la Corte Constitucional Colombiana señaló las condiciones históricas de graves y manifiestas violaciones de los derechos de los pueblos étnicos con las que se ha facilitado que el conflicto armado produzca un impacto o afectación diferencial en estos grupos poblacionales de especial protección constitucional.
En el marco de la justicia transicional, encontramos que, bajo la Ley de Víctimas 1448 de 2011 y los Decreto Ley 4633 y 4635, se ha catalogado al territorio como víctima del conflicto armado y han sido falladas 28 sentencias en el marco del proceso de restitución de tierras (hasta el primer semestre de 2023) de un total de 285 demandas presentadas, correspondiendo a veintitrés (23) sentencias sobre restitución de tierras en materia indígena y cinco (5) sobre restitución de tierras en comunidades afrodescendientes (Unidad de Restitución de Tierras, 2023, pp. 179-180).
Las preocupaciones por la reparación y los reclamos por trasformaciones legales, políticas y sociales para asegurar que no se vuelvan a cometer abusos masivos y sistemáticos a los derechos de los grupos étnicos constituyen el escenario perfecto para la justicia transicional, pues es la oportunidad idónea para concebir transformaciones significativas en el modo en que se piensa el Estado y cómo este se define (Chapman, 2011, p. 254).
Desde el mundo indígena, la Ley de Origen y el Derecho Propio y, en el mundo afro, el derecho ancestral hace parte de la afirmación de la diferencia cultural en búsqueda del ejercicio de una justicia "propia" (distinta a la del Estado), la cual, debido a su carácter oral, busca posibilitar las relaciones sociales de convivencia y mantener la vida en común. Esta justicia, además de ser de tipo restaurativo, está en construcción permanente con miras a encontrar soluciones adecuadas a la afectación de la armonía social originada en la situación trasgresora (Gómez, 2015, pp. 114-119).
Por su parte, Ariza (2010) señala que dentro de la Ley de Origen se encuentran sistemas de varias dimensiones como la espiritualidad, la cultura, los saberes y conocimientos ancestrales propios de las comunidades indígenas; siendo fundamental el cumplimiento de esta ley para sostener el equilibrio, garantizar el orden y la permanencia de la vida, el universo y los seres humanos. El enfoque étnico aplicable en la búsqueda de justicia deberá entonces recoger el sentir de las reivindicaciones del movimiento social étnico y, sobre todo, retomar las prácticas y saberes que tienen estas comunidades, en perspectiva de orientar procesos de reparación del territorio-víctima.
Es en este marco en cual el territorio étnico se posiciona como elemento especial de análisis, toda vez que es allí donde los pueblos definen sus prioridades de vida y concretan el más amplio alcance a su autonomía en el plano jurídico, sociocultural, político, espiritual y económico. Por ello, el reconocimiento y la acreditación del territorio como víctima, considerando las afectaciones ocasionadas en el marco del conflicto armado de manera grave, sistemática, desproporcionada, diferenciada y directa, debe estudiarse a la luz del estándar nacional de protección del derecho al territorio, para así propiciar nuevos elementos de análisis que permitan las máximas garantías para el ejercicio pleno de los derechos humanos y colectivos en el marco de las propias aspiraciones, intereses y cosmovisiones de las comunidades étnicas.
¿Qué es el territorio y por qué es víctima?
El territorio1 debe entenderse como un espacio geográfico que es apropiado, y en ese proceso de apropiación -territorialización- es en donde se logran crear las condiciones necesarias para la construcción de identidades -territorialidades-, las cuales se inscriben en procesos, dando como resultado que estos sean dinámicos y cambiantes, conformando en cada momento un determinado orden y configuración territorial (Porto-Gonçalves, 2002, p. 230).
El territorio debe pensarse entonces como algo más que una base material, algo físico, pero también como algo simbólico, que permite el surgimiento y conservación de la comunidad humana y sus respectivas prácticas. Para poder entender lo que significa ese "algo más", debe comprenderse, por ejemplo, que cuando se habla de un espacio geográfico dentro del territorio como entidad sintiente se hace referencia a una relación social, dejando de lado y superando cualquier tipo de relación sujeto-objeto. Estas relaciones sociales con entidades no-humanas pueden tener determinados protocolos específicos, dando lugar a que el concepto de comunidad, otrora centrado en los humanos, se amplíe para incluir a no-humanos (desde animales a montañas, pasando por espíritus, cuerpos de agua, etc., siempre teniendo en cuenta la especificidad de cada territorio) (Escobar, 2014, pp. 103-104).
Más allá de las evidentes asociaciones que entre los pueblos étnicos se plantean alrededor del territorio concebido como sujeto colectivo (territorio), sobre el cual logran registrarse las afectaciones derivadas del conflicto armado en términos de categoría de análisis, su potencia emerge al cruzarlo con nociones culturales afrodiaspóricas, espirituales y en la idea de Fals Borda para sentipensar el territorio desde el corazón y la mente (Escobar, 2014, p. 16). De esta manera, analizando de un modo más amplio las formas simbólicas (Derecho Propio) que en las comunidades permiten construir una memoria histórica compartida, la idea de considerar al territorio como víctima permite divisar distintas lecturas del conflicto y de sus impactos en el sujeto colectivo (comunidad).
Las experiencias de la guerra no se agotan con en el daño ocasionado a las personas o a la comunidad, sino que sus efectos se inscriben también en una serie de impactos que trascienden los ámbitos humanos y que afectan no solo los derechos de las personas, también inciden en la red de relaciones en la que gente, lugares y entidades no-humanas son participes (Ruiz-Serna, 2017). Así, lo que se busca no es solo indagar por los posibles efectos sociojurídicos del reconocimiento del territorio étnico como víctima, sino que, además, se espera poder reflexionar y aportar elementos a la Jurisdicción Especial para la Paz (jep) sobre la naturaleza misma de los daños al territorio, de sus eventuales posibilidades de reparación y de cómo la sumatoria de estas acciones constituyen elementos materiales de paz territorial conforme al mandato de los pueblos étnicos.
El estándar del derecho al territorio
En las constituciones políticas de diversos países latinoamericanos se ha reconocido el aspecto multicultural, multiétnico o pluricultural de sus sociedades. Sin embargo, este principio fundamental forjado en el plano jurídico, el cual manifiesta el deber ser de los Estados democráticos, participativos y pluralistas, no pasa de ser un postulado meramente retórico dado que no se ha materializado en más bienestar ni derechos efectivamente garantizados para los pueblos indígenas y las comunidades afrodescendientes. El derecho a la posesión y propiedad colectivas de los territorios ancestrales reviste una importancia esencial para su supervivencia material, espiritual y cultural (Middeldorp & Ariza, 2018, p. 18).
En materia internacional, el Convenio 169 de la Organización Internacional para el Trabajo (OIT) sobre pueblos indígenas y tribales crea una ruta de acción para los Estados firmantes, en aras de prevenir toda forma de discriminación y eliminar toda forma orientada hacia la asimilación de los pueblos indígenas y tribales en todas las regiones del mundo. Dicho convenio establece que, al aplicar las disposiciones en asuntos de tierras, los Gobiernos y sus respectivas entidades gubernamentales deberán respetar la importancia y significado de la relación que tienen los pueblos con las tierras o territorios que ocupan o utilizan de alguna u otra manera, y en particular los aspectos colectivos de dicha relación, teniendo en cuenta el vínculo cultural y espiritual existente (OIT, 1989).
La protección del derecho al territorio de las comunidades étnicas se ha visto reflejada en diversos pronunciamientos de organismos internacionales, que, a través del estudio de casos concretos, han desarrollado el alcance de dicho derecho a favor de las comunidades indígenas y tribales. Remitiéndonos concretamente al Sistema Interamericano de Derechos Humanos, el papel de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha sido relevante a la hora de considerar que el derecho a la propiedad privada, establecido en el Artículo 21 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, debe ser interpretado en un sentido que comprenda los derechos de los miembros de las comunidades indígenas en el marco de la propiedad comunal desde una perspectiva cultural y espiritual (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2001).
Las decisiones de la Corte IDH al respecto se han basado en la relación especial que los integrantes de las comunidades étnicas tienen con su territorio y en la necesidad de proteger su derecho a ese territorio con el fin de garantizar la supervivencia física y cultural de dichos pueblos (CIDH, 2007, párr. 88). La falta de acceso a los territorios puede impedir a las comunidades usar y disfrutar de los recursos naturales que permiten su subsistencia mediante sus actividades tradicionales. El desconocimiento de estos preceptos ocasiona una desprotección extrema que conlleva varias violaciones de derechos humanos y que, además, causa un sufrimiento total y perjudica la preservación de sus formas de vida, costumbres e idiomas (CIDH, 2012, párr. 47).
Teniendo en cuenta los precitados pronunciamientos, salta a la vista la protección jurídica con la que cuentan los pueblos indígenas en lo relacionado con su derecho al territorio. Esta misma argumentación mantendría la Corte idh a la hora de establecer la desposesión y explotación de las comunidades afrodescendientes que habitan la cuenca del río Cacarica en Chocó. En su análisis, las comunidades afrodescendientes del Cacarica mantienen una estrecha relación con la tierra como parte de su tradición ancestral, aplicando el Artículo 21 de la Convención Americana en su dimensión colectiva para así garantizar tanto sus tierras tradicionales como sus recursos naturales. De esta manera, consideró que las comunidades de la cuenca del Cacarica fueron afectadas en su derecho a la propiedad por el desuso y deterioro de sus tierras y el impedimento al acceso a los recursos naturales de sus tierras tradicionales (CIDH, 2013, párr. 345).
De esta manera, la Corte IDH ha sido enfática a la hora de establecer que, debido al vínculo intrínseco de los pueblos étnicos con su territorio, la protección del derecho a la propiedad, uso y goce sobre este es necesaria para garantizar su supervivencia. El derecho a usar y gozar del territorio no tendría sentido si el mismo no estuviera ligado con la protección y reconocimiento de este. Por ello, la protección de los territorios también va de la mano con la necesidad de garantizar la seguridad y la permanencia del control y uso de los recursos naturales, lo que a su vez permite mantener su forma de vida.
En el ordenamiento jurídico colombiano encontramos que la Corte Constitucional ha enfatizado el carácter fundamental del derecho de propiedad colectiva sobre el territorio, reconociendo la importancia de este en las comunidades indígenas y estableciéndolo como parte esencial para su existencia y desarrollo. Borrero (2018), en su análisis jurisprudencial sobre el concepto de territorialidad, encuentra que la Sentencia T-188 de 1993 es una sentencia fundacional que ha sido usada como soporte argumentativo para decidir casos relacionados con el territorio, pero a la vez ligados con la protección de otros derechos tales como la consulta previa y el derecho a la propiedad colectiva. La ratio decidendi que de ella surge sirve para argumentar, en sentencias posteriores, la especial conexión entre un grupo étnico y su territorio.
Teniendo presente la diversidad étnica y cultural de la nación, la Corte Constitucional ha manifestado que debe entenderse que, al referirse al Artículo 330 de la Constitución a los territorios indígenas, se enlaza la cosmovisión espiritual del indígena que no deslinda el espacio, el mundo y su vida. En virtud del artículo 13 del Convenio 169, la Corte IDH recuerda que se deberá respetar la importancia especial que para las culturas y valores espirituales de los pueblos interesados reviste su relación con sus tierras y territorios, que ocupan o utilizan de alguna otra manera, atendiendo de manera particular los aspectos colectivos de dicha relación (Sentencia SU-383 de 2003).
Esta interpretación jurisprudencial también debe extenderse a las comunidades afros, raizales y palenqueras, teniendo en cuenta que la relación territorio-existencia sobrepasa la cuestión indígena y atañe a la cuestión étnica. Si bien antes del 2003 existía un respeto genérico hacia el territorio de grupos étnicos, es a partir de esta fecha que se toca temas específicamente afrodescendientes (Sentencia T-955 de 2003).
La Corte idh enfatiza que la conexión entre territorio-pueblo se da gracias a una cultura propia naciente de procesos únicos de adaptación, asociados a prácticas extendidas de producción fundadas en el parentesco, subrayando que el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural resulta preciso como condición de subsistencia de los pueblos indígenas y tribales, sin los cuales el carácter pluriétnico y multicultural de la nación colombiana carecería de sentido (Borrero, 2018, p. 112).
La reivindicación del territorio como derecho ha sido una construcción derivada de las luchas sociales que han posibilitado su nexo con la categoría étnico/ancestral, de conformidad con la Constitución de 1991. De igual manera, el significado del territorio ha devenido en una evolución a través de la jurisprudencia y la doctrina, con la cual se han identificado las tensiones importantes entre la guerra y la paz que afectan tanto a las comunidades afrodescendientes como a los pueblos indígenas en sus territorios (Palacios Valencia, 2022).
El territorio como sujeto de derechos
A partir de la década de los años 70 del siglo pasado, en el marco de las preocupaciones ecológicas de la época, surge el movimiento por los derechos de la naturaleza, que intenta construir un espacio para repensar la relación de los seres humanos con la naturaleza. Se trata de una lucha por un cambio de paradigma, el cual busca sentar las bases para el surgimiento de un nuevo enfoque relacional entre la sociedad y la naturaleza. Es gracias a Christopher Stone (2010) que, a partir de 1972, se inicia una discusión sobre la estructura legal vigente y la inexistencia de derechos legalmente reconocidos a la naturaleza, con la consecuente imposibilidad de exigibilidad y defensa que de esta situación se deriva.
El aporte central de Stone tiene que ver con la posibilidad de superar determinados obstáculos dentro del derecho por medio de una teoría jurídica distinta que permitiera que se pudiese demandar en nombre de la naturaleza (no de algún ser humano). Así, los daños y perjuicios se calcularían por la pérdida de una entidad no humana (sin limitarse a la pérdida económica de los seres humanos), y que la sentencia que se obtuviera fuese aplicada en beneficio de la entidad no humana (Stone, 2010, p. 4).
Mientras esto ocurría en el mundo anglosajón, en Latinoamérica se planteaba el reconocimiento de la naturaleza como una entidad dotada de derechos como respuesta a una necesidad práctica. Dicha oportunidad se planteaba en atención al reconocimiento que se empezaba a dar al hecho de que como seres humanos necesitábamos de un ambiente saludable y empezábamos a legislar para buscar su protección. Godofredo Stutzin, un jurista chileno, planteaba que deberíamos ir más allá y preguntarnos si no hemos descubierto los derechos de una nueva entidad jurídica llamada Naturaleza al admitir que el ambiente tiene ser protegido contra la actividad humana (Stutzin, 1976, p. 129).
Stutzin pensaba que el reconocimiento de los derechos de la naturaleza adquiriría un reconocimiento no oficial, implícito y puntual. Y que con el avance paulatino de nuestra sociedad y por presión de las circunstancias, la naturaleza obtendría, primero en la doctrina, después en la jurisprudencia y en último lugar en la legislación, la condición jurídica correspondiente que le posibilitaría hacer valer plenamente sus derechos inherentes (Stutzin, 1984).
Como bien lo expresa Pierre Brunet (2019, p. 353), dentro del movimiento por los derechos de la naturaleza, una parte de este sugiere que al hablar de los derechos que son concedidos no se busca abarcar a la naturaleza como un todo, sino más bien a "objetos ambientales" a los que se les otorga la capacidad para actuar judicialmente en nombre propio, buscando reparaciones debido a los daños que les son causados. Esto ha llevado a todo un debate sobre cómo y bajo qué metáfora nombrar este tipo de medidas; unos han optado por denominar a este tipo de iniciativas como "derechos bioculturales". La utilidad de nombrar los derechos de la naturaleza como tal -y en el caso específico, otorgarle derechos al territorio-, se traduce entonces en el reconocimiento de los entes naturales para garantizar que sean tenidos en cuenta por el derecho positivo como fines en sí mismos y no como simples medios para un determinado fin. Adicionalmente, busca que dentro de dicho reconocimiento puedan incluirse categorías de culturas que no necesariamente utilizan el concepto de derecho occidental, pero que se basan en ideas de reciprocidad y codependencia entre los seres humanos y el mundo natural (Brunet, 2019, p. 354).
El movimiento por los derechos de la naturaleza, si bien no se reduce únicamente a la disputa de los pueblos indígenas por el reconocimiento de sus derechos, sí cuenta con una fuerte presencia indígena en aquellos contextos en donde se han materializado este tipo de reconocimientos de la naturaleza como sujeto de derechos -por mencionar brevemente los casos de Ecuador, Bolivia y Nueva Zelandia-. En el caso colombiano, los territorios a los que se les otorgó derechos (río Atrato y Amazonía) cuentan con una fuerte presencia indígena y afrodescendiente que piensa su relación con la naturaleza y su territorio de una manera especial bajo una concepción espiritual, comunitaria y cosmogónica. Esta concepción no encuentra una diferenciación entre luchar por el reconocimiento de sus derechos o territorios y la defensa de la naturaleza, pues es incluso en esos espacios de disputa jurídico-política el lugar en donde también se promueve una protección a la naturaleza.
El territorio como víctima en Colombia
Con la Ley 1448 surgen una serie de medidas en beneficio de las víctimas del conflicto armado interno bajo el referente de la justicia transicional. Dicha ley buscó hacer efectivos los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y la garantía de no repetición, reconociendo la condición de víctimas y dignificándoles a través de la materialización de sus derechos. Dicha ley y sus decretos reglamentarios2 buscaron recoger las injusticias históricas y las afectaciones que han sufrido los pueblos étnicos del país, planteando medidas de atención, asistencia y reparación para los pueblos indígenas y comunidades afrocolombianas.
En dichos decretos, los pueblos étnicos son reconocidos en su condición de víctimas permanentes de las graves y manifiestas violaciones a sus derechos y se establece un sistema normativo especial y diferenciado para la reparación integral y la restitución de los derechos territoriales, tanto de las víctimas individuales como colectivas. Lo novedoso de este marco normativo especial, sin duda alguna, fue concebir las cosmovisiones de los pueblos étnicos, sea la Ley de Origen, la Ley Natural, el Derecho Mayor o el Derecho Propio, como un punto de referencia para la reparación integral y restitución de derechos territoriales (Vargas, 2017, pp. 8-9).
A través de estos avances se buscó que las medidas de prevención, atención, asistencia, reparación integral y restitución de tierras y territorios para las comunidades, como sujetos colectivos, fuesen diseñadas conjuntamente y acorde con sus características étnicas y culturales, garantizando así el derecho a la identidad cultural, la autonomía, el Derecho Propio, la igualdad material y la garantía de pervivencia física y cultural. Además, también logró imponerse el reconocimiento del carácter fundamental del derecho al territorio, el cual deberá orientar los procesos de restitución, devolución y retorno de los sujetos colectivos afectados.
El territorio, como ya se dijo antes, constituye el ámbito en donde las comunidades definen sus prioridades de vida y dan el más amplio alcance a su autonomía, en los planos jurídico, sociocultural, político, espiritual y económico. La relación de las comunidades étnicas y el territorio como víctimas del conflicto armado debe tener en consideración que han sido estas las que han sufrido condiciones históricas de injusticia, producto del colonialismo, la esclavitud, la exclusión y el haber sido desposeídos de sus tierras, territorios y recursos. El reconocimiento y la acreditación del territorio como víctima, considerando las afectaciones ocasionadas en el marco del conflicto armado de manera grave, sistemática, desproporcionada, diferenciada y directa, implica el reconocimiento de una identidad y dignidad que lo constituye como sujeto de derechos.
Las preocupaciones por lograr una reparación efectiva no es tan solo un reto en el plano nacional o regional; por el contrario, en los últimos años se ha hecho un asunto relevante en países como Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, a pesar de que los hechos a reparar sucedieron décadas o siglos atrás. Allí, los pueblos indígenas y los afrodescendientes fueron víctimas de abusos graves y sistemáticos tales como la esclavitud, la asimilación cultural, la expropiación de tierras y el genocidio. A pesar de la resistencia por parte de algunos Gobiernos dada la temporalidad de los hechos, la justicia transicional ha buscado la aplicación de los derechos de los grupos étnicos en estas situaciones (Chapman, 2011, p. 256).
Pese a esto, la tensión entre los reclamos por los derechos colectivos, por un lado, y los derechos individuales, por el otro, no es ajena en estos contextos y permite entrever las relaciones de poder existentes que han dado lugar al beneficio absoluto por parte de las élites. Combatir este abuso por parte de un sector de la sociedad hace que sea necesario un bloque intercultural para la justicia restaurativa, el cual puede (y debe, en muchos casos) variar de un grupo étnico a otro, respondiendo a la necesidad de sanar las heridas tanto físicas como culturales relacionadas con las atrocidades del pasado (Tsosie, 2007, p. 44).
Específicamente, necesitamos evaluar los casos dentro de un contexto intercultural que nos permita analizar las relaciones intergrupales y que nos sitúe y deje observar lo más cerca posible los marcos normativos utilizados, los cuales hacen parte de los diferentes valores culturales y diferentes percepciones que surgen a la hora de buscar una forma de reparación efectiva (Tsosie, 2007, p. 51).
Sin embargo, la búsqueda de reparación acarrea también ciertos efectos que deben ser tenidos en cuenta por los magistrados y demás integrantes del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (SIVJRNR), toda vez que los reclamos de derechos por parte de los pueblos étnicos pueden causar cierto temor entre las mayorías acostumbradas al abuso y dominación que se ven a sí mismas como el grupo étnico dominante (blancos, mestizos, etc.).
Al desafiar este estatus quo, los grupos mayoritarios buscarán estar seguros de que se seguirán reconociendo sus derechos. Aun así, cuando los grupos étnicos han sido las víctimas de abusos masivos y sistemáticos, respetar sus derechos dentro de los procesos de justicia transicional se convierte en un gesto simbólico importante el cual demuestra que en verdad se ha hecho una ruptura clara con el pasado y alienta a todas las comunidades a tener fe en el proceso. Es a través de hechos significativos, como ver por primera vez que un organismo judicial o estatal los invite a participar, adaptando medidas, teniendo en cuenta sus especificidades culturales (como el idioma) y escuchando sus testimonios, que se puede crear una fuerza muy poderosa y un primer paso para el restablecimiento de derechos (Chapman, 2011, p. 263).
Las múltiples maneras de ver y entender/comprender el territorio no solo varían de comunidad a comunidad, sino que también varían dentro del ordenamiento jurídico colombiano. Tanto histórica como jurídicamente, las identidades reclamadas por los pueblos indígenas y las comunidades afrodescendientes han variado teniendo en cuenta la movilización social de cada colectivo, lo que ha llevado a una incorporación de manera desigual en el proyecto e idea de nación a la hora de hablar y reconocer derechos. Por ejemplo, basta con mencionar la Constitución Política de 1991 y su carácter excluyente con la población negra colombiana, que solo mencionó a dicha población en el artículo transitorio 55, dejándolos ante una clara asimetría frente a las comunidades indígenas (Arocha, 1992, pp. 26-31).
Dicha asimetría en el reconocimiento, zanjada parcialmente por el desarrollo jurisprudencial de la Corte Constitucional, vuelve a cobrar protagonismo a la hora de comparar los Decretos Ley 4633 y 4635. Tal y como lo demuestra la diferenciación respecto al modo en que ambos decretos abordan el territorio y las definiciones de víctimas y daños, en términos formales se estarían confiriendo determinados atributos y formas de concebir la territorialidad que de una u otra manera son omitidas o negadas en el caso de las comunidades afrodescendientes, con lo que en la práctica no se lograría hacer efectivo el goce de los derechos a la verdad, la justicia y la reparación con garantía de no repetición de todas las comunidades étnicas en el país, y lo que es peor aún, se estaría reproduciendo la lógica de exclusión y discriminación estructural de nuestra sociedad.
De lo que se puede observar en la práctica judicial, las sentencias en materia de restitución de tierras para pueblos afros han intentado superar esta dificultad expuesta. Por ejemplo, en el caso del Consejo Comunitario Renacer Negro (Juzgado Primero Civil del Circuito Especializado en Restitución de Tierras de Popayán, Sentencia No. 07 Consejo Comunitario Renacer Negro, Timbiquí, Cauca), el juez del caso establece el derecho al territorio como la materialización del principio de diversidad étnica y cultural de la nación. Bajo el postulado de "Sin territorio no hay cultura", esta sentencia desarrolla el derecho fundamental al territorio para las comunidades afrodescendientes considerando que este hace parte de su desarrollo ancestral y constituye una forma de postergar sus costumbres, su cultura y su supervivencia, al reconocer que no es solo un terreno físico.
Por su parte, la sentencia de restitución de tierras que beneficia al Consejo Comunitario de la cuenca del río Yurumanguí (Tribunal Superior de Distrito Judicial de Cali - Sala Civil Especializada en Restitución y Formalización de Tierras, Sentencia Consejo Comunitario de la cuenca del río Yurumanguí) reafirma que el concepto de territorio no puede ser entendido en la forma instrumental y económica concebida por la sociedad global, reconociendo y reafirmando que es la base fundamental de sus culturas, su vida espiritual, su integridad y su desarrollo autónomo. De igual forma, esta sentencia narra las afectaciones territoriales padecidas por las comunidades integrantes del Consejo Comunitario, lo que lleva a que el juez del caso reconozca los daños en contra de la comunidad, así como los impedimentos al ejercicio pleno de los derechos sobre el territorio. Entre líneas, ambas sentencias logran reconocer el papel de víctima del territorio, toda vez que establecen que todos aquellos derechos ligados al territorio han sido limitados y vulnerados por el conflicto armado.
A manera de ejemplo, las sentencias de restitución de derechos territoriales a comunidades indígenas se fundamentan utilizando el bloque de constitucionalidad, la jurisprudencia de la corte constitucional y los pronunciamientos de las autoridades tradicionales3 pertenecientes a las comunidades implicadas. Es relevante la incorporación y utilización en la ratio decidendi de la cosmovisión propia de las comunidades indígenas, traducida en las consideraciones que se hacen en torno al Derecho Mayor, Ley Natural o Ley de Origen4. Lo que se podría entender como fórmula decisional en este tipo de sentencias tiene, en primer lugar, una aceptación de las cosmovisiones indígenas, posibilitando al juez un mayor entendimiento del contexto de cada comunidad. En segundo lugar, un principio orientador para el juez a la hora de decidir la restitución es entender al territorio como víctima, con lo cual no solo tiene en cuenta la cosmovisión de los pueblos indígenas, sino que reconoce y respalda su vínculo especial y colectivo que los une con la madre tierra (Vargas, 2017, pp. 37-38).
Hasta lo aquí expuesto, debe tenerse en cuenta que la inclusión del territorio como víctima constituye un primer paso para poder considerar una serie de daños que no se terminan con las afectaciones ambientales ni en las formas de reparación propuestas. En lo que respecta a la restitución de derechos territoriales en materia étnica, se puede observar que se sigue premiando una lógica occidental, la cual sigue las formas clásicas del derecho civil imponiéndose sobre las prácticas del Derecho Propio.
La inclusión del territorio como víctima intenta referirse a derechos del territorio, en donde este matiz constituye una gran diferencia y tiene el potencial de abrir un escenario de acción política para que las comunidades puedan disputar los términos con los que el Estado interpreta ciertos daños que han sufrido y así lograr una reparación acorde a sus intereses y formas de ver el mundo (Ruiz-Serna, 2017). Es, en últimas, una lucha para superar la visión de conservación y protección del medio ambiente y poder incorporar y dialogar con otras formas de ver el mundo.
Hasta la fecha, la JEP ha reconocido como víctimas del conflicto armado al territorio Katsa Su (gran territorio Awá) y al río Cauca, en el marco de los macrocasos 02 y 05, respectivamente. Lo anterior, mediante el reconocimiento de la interrelación, interdependencia e inescindibilidad del territorio, tanto con la gran nación Awá en el Caso 02 (JEP, 2019) como con las comunidades afrodescendientes pertenecientes a los Consejos Comunitarios Afrocolombianos del Norte del Cauca en el Caso 05. Es en este último caso donde, además, se reconocen las graves afectaciones que ha sufrido el río Cauca a causa de su utilización como fosa común, el uso de mercurio para la minería ilegal y el vertimiento de químicos derivados de la producción de sustancias ilícitas por parte de grupos al margen de la ley, generando así una destrucción profunda de la relación de decenas de comunidades con la naturaleza (JEP, 2023).
En igual sentido, la apertura del macrocaso 09 sobre crímenes no amnistiables cometidos contra pueblos y territorios étnicos por causa, con ocasión o en relación directa o indirecta con el conflicto armado colombiano, ha abierto la posibilidad de comprender el territorio como sujeto vivo y entidad sagrada, dotada de relaciones espirituales que se basan en procesos culturales propios y con una relación de interdependencia con el entorno natural. El territorio va mucho más allá del lugar habitable y se constituye en la base de la construcción de la autonomía, la identidad cultural y la autodeterminación de los distintos pueblos étnicos (JEP, Auto 105 de 2022).
Bajo otra orientación legal, podrían lograrse decisiones más satisfactorias desde las perspectivas de las víctimas, que reconozcan las relaciones espirituales, sociales y culturales con la tierra y el territorio y que, además, puedan reconocer la asociación entre las comunidades étnicas y el Estado para proteger activamente los intereses de los demás (Strack & Goodwin, 2017). Aun así, estos primeros pasos que se dan en materia de satisfacción de derechos son un requisito importante porque señalan un cambio de las formas legales más coloniales hacia una apreciación de los derechos de todo lo que constituye la Tierra (Charpleix, 2018).
Justicia etnohistórica y otras formas de realizar lo justo
Siguiendo al profesor Boaventura de Sousa Santos, es importante tener en cuenta, además de los conceptos "reparación transformadora", "justicia restaurativa", "verdad restaurativa", la categoría y concepto de "justicia histórica" en donde esta se entienda como orientadora de los principios que gobiernan (y deben gobernar) el componente de justicia del SIVJRNR. Reconocer y reparar las injusticias históricas es uno de los desarrollos morales y sociales más urgentes de nuestros días. Dichas injusticias históricas incluyen (pero no agotan) los actos de genocidio, la esclavitud, la discriminación estructural, la persecución sistemática, el colonialismo y la opresión que han tenido que padecer las comunidades étnicas de nuestro país (Santos, 2020a, pp. 20-21).
Esta idea de justicia histórica debe tener en cuenta el reconocimiento del pasado no solo como la narración de crímenes cometidos por diversos actores armados, sino que, además, debe propender por incluir aquellas injusticias que llevaron a la violencia. Sin lugar a duda, es esta la oportunidad para que la justicia transicional tenga en cuenta un pasado/presente colonial y despojador (Santos, 2020a, p. 30).
Necesitamos no solo acudir al pasado y reconocer las injusticias históricas que han sufrido los pueblos étnicos, sino ir mucho más allá de esto a través de una articulación entre el pasado y el presente, donde no se pretenda solo conocer los hechos ocurridos, sino que también a través de dichos hechos se discutan las ideas que permitieron que tales hechos ocurriesen, dotando de sentido los reclamos de justicia (Santos, 2020b, pp. 4-5).
Dicho lo anterior, dentro de los procesos de reparación se hace necesario el reconocimiento de la naturaleza intricada y omnipresente del daño, no solo desde una perspectiva jurídica sino también moral. Así, se hace necesario construir una perspectiva a futuro que permita abarcar nociones de justicia intercultural que dé paso a la sanación y la reconciliación. No se busca meramente la reconstrucción de la relación grupal a través de actos como la disculpa y el perdón dirigidos al reconocimiento de los hechos y a la no repetición, también debe propenderse por el compromiso de reformas político-jurídicas que faciliten cambios económicos, sociales y políticos precisos para materializar dicho fin (Tsosie, 2007, p. 58).
Siguiendo la Sentencia C-538 de 2019 de la Corte Constitucional Colombiana, un enfoque es restaurativo cuando garantiza que las víctimas pueden involucrarse en procesos dialógicos con los victimarios y la sociedad, además de que sus manifestaciones, sus experiencias, la valoración propia del daño sufrido, así como las posibilidades que ellas estiman de reparación, entre otros aspectos, sean tomados en cuenta seriamente en el marco de dicha relación y también en las decisiones que deben adoptarse por las autoridades de la jep; de lo contrario, la participación no es efectiva ni protagónica.
La promoción de procesos dialógicos entre perpetradores y profanadores del territorio y sus autoridades espirituales y la efectiva protección de los lugares sagrados del territorio, son elementos que contribuyen de manera sustancial a la reparación cultural y la posibilidad de construcción de paz territorial en las comunidades étnicas. Elementos legales como el saneamiento de títulos coloniales, el retorno de las tierras despojadas, la titulación de resguardos pendientes5 y otras medidas administrativas son esenciales para garantizar la pervivencia de las comunidades étnicas.
El enfoque étnico aplicable en la búsqueda de justicia debe recoger el sentir de las reivindicaciones del movimiento social étnico y, sobre todo, retomar las prácticas y saberes que tienen estas comunidades, en perspectiva de orientar el proceso de reparación del territorio-víctima. La Ley de Origen, la Ley Natural, el Derecho Mayor o el Derecho Propio hacen parte del marco de referencia que debe estar presente en una política pública de reparación y restitución de derechos territoriales para los pueblos y comunidades étnicas.
El Derecho Propio y el derecho ancestral aportan elementos restaurativos frente al territorio víctima desde la cultura, la espiritualidad, el saber ancestral y la medicina propia para sanar y curar las afectaciones realizadas por el conflicto armado. La voz del territorio como víctima se expresa en los requerimientos de las autoridades espirituales, los pagamentos y tributos que se demandan para su estabilización, armonización y restauración.
Cada pueblo ha construido formas propias de organización y aplicación de justicia conforme a sus dinámicas internas y relación con el territorio. En el aparato jurídico colombiano ha predominado una justicia retributiva-preventiva, que, desde el castigo, deja en evidencia una sociedad llena de resentimiento, venganza y odio, la cual desconoce otras administraciones de justicia y se sustenta en los fines de pena, cuya prevención recae en la sociedad al observar las consecuencias que ha tenido el infractor al tener una conducta no permitida.
Para los pueblos indígenas, las muertes violentas del conflicto armado no solo interrumpen los ciclos naturales de la vida individual, sino que también alteran los lugares que se habitan, generando así procesos de "la mala muerte", que consisten en una completa desarmonización entre el individuo, la comunidad y el territorio (Organización Nacional Indígena de Colombia [ONIC] y Centro Nacional de Memoria Histórica [CNMH], 2019, pp. 25-26).
El énfasis que merece este tipo de daños hace evidente que reconocer los territorios como víctimas implica tanto documentar el tipo de afectaciones que compromete el goce del territorio en cuanto propiedad colectiva, como también entender que el territorio ha sido afectado por la guerra no solo desde una experiencia exclusivamente humana, dando cabida a otras subjetividades (animales, vegetales, espirituales) que deben también pensarse como parte de los procesos de justicia y reparación (Ruiz-Serna, 2021, p. 70).
Indudablemente, esto contrasta con la justicia restaurativa, dado que es un modelo alternativo al crimen que no se fundamenta en la idea tradicional de retribución o castigo (propia de la justicia retributiva), sino cuyo valor central es el perdón y la reconciliación (Uprimny & Saffon, 2005). Es decir, lo que busca este tipo de justicia no es simplemente sancionar a la persona que causó el daño (ofensor o victimario), sino que considera fundamental la reintegración de estos a la sociedad, buscando restablecer las condiciones de la víctima u ofendido antes de comisión del hecho de agravio o delito. Asimismo, para la justicia restaurativa es fundamental involucrar no solo al victimario, sino también a la víctima y a la sociedad, realizándose un encuentro entre ofensor y ofendido, donde este último toma partida en medidas para reparar el daño acaecido (Arévalo et al., 2020).
Por su parte, los procesos de justicia transicional emplean la justicia restaurativa como piedra angular y orientadora. La justicia transicional es una herramienta que permite hacer el tránsito de un estado elevado de violencia (conflicto armado, represión, dictaduras, apartheid) hacia la democracia, la reconciliación y la paz (Cáceres, 2013). Para la aplicación de la justicia transicional se hace necesaria la creación de mecanismos judiciales y extrajudiciales excepcionales que, de manera temporal, garanticen a las víctimas los derechos de verdad, justicia, reparación integral y no repetición de los actos acontecidos, siendo clave su posición en contra de la impunidad y el olvido de las violaciones sistemáticas de derechos humanos.
Dentro del conjunto de tratamientos penales especiales para los comparecientes ante la JEP, se encuentran, por ejemplo, las sanciones propias, cuya concesión depende de que se aporte en verdad y se reconozca responsabilidad ante la Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas. Estas sanciones tienen un alto contenido reparador y de medidas restaurativas, pero también conservan un componente retributivo que se relaciona con la limitación de derechos y libertades bajo condiciones de supervisión. Sobre su determinación, la Corte Constitucional Colombiana, en la Sentencia C-080 de 2018, afirmó que, aunque el componente de justicia a cargo de la JEP tiene un enfoque restaurativo, su alcance no es comunitario y, por lo tanto, su determinación y supervisión es un acto de la JEP como autoridad judicial con autonomía e independencia, discrepando de la Corte Constitucional. En el caso del territorio víctima, es perfectamente posible que dicha supervisión se haga de manera conjunta con autoridades indígenas y de consejos de comunidades negras.
Dichas acciones dentro de la justicia transicional podrán tener mucha más efectividad teniendo en cuenta que, además, deben trabajar de la mano con reformas políticas que busquen corregir las exclusiones e injusticias del pasado. Sumado a esto, la justicia transicional debe estar dispuesta a que dichas reformas puedan empezar a ser encausadas a través de decisiones judiciales (Arthur, 2011, p. 273).
Se hace necesario que la aplicación de la justicia transicional despliegue atención desde un enfoque diferencial que reconozca la vulneración de los derechos individuales y colectivos, las características, necesidades e intereses particulares de los/las afectados(as) por el conflicto armado. El enfoque diferencial reconoce las particularidades que hacen vulnerable, exponen a riesgos e inequidades a personas o grupos poblacionales que obedecen a su condición de género, grupo socioeconómico, etnia e identidad cultural, ciclo vital, salud física o mental, orientación sexual e identidad de género no hegemónica, discapacidad, entre otras, que hace necesario brindar protección y garantizar derechos individuales y colectivos conforme a estas singularidades (Ministerio del Interior, 2017; Montealegre & Urrego, 2013).
En el caso del Acuerdo Final, los pueblos indígenas son amparados por un capítulo étnico con el objetivo de incluir "acciones y medidas para generar garantías de no repetición y la construcción de una paz desde la diversidad, los derechos colectivos y las reparaciones integrales y diferenciales" (ONIC, 2016). Asimismo, este brinda disposiciones de una serie de mecanismos que articulan y coordinan la Jurisdicción Especial Indígena (JEI) y la JEP, conforme al acuerdo al Acto Legislativo 01 de 2017 que se fundamenta con el mandato del artículo 246 de la Constitución Política de Colombia.
La inclusión en el Acuerdo Final del enfoque diferencial y el capítulo étnico representan logros para los pueblos étnicos, puesto que son reconocidos como víctimas del conflicto armado, que disponen de derechos específicos de reparación y les posibilita la apropiación del derecho para adaptarlo a sus cosmovisiones (Braconnier-Moreno, 2017).
El reconocimiento de víctimas étnicamente diversas establece parámetros para la reparación, enmarcada en procesos individuales y colectivos (Arévalo et al., 2020). Esto se expone en el Decreto Ley de Víctimas 4633 de 2011 donde se identifican "las víctimas colectivas de los pueblos étnicos y las víctimas individuales", de forma que las afectaciones también son comunitarias y colectivas y las acciones de reparación deben realizarse con todos los indígenas del pueblo. Además, el territorio, espacio vital habitado como madre, es admitido como víctima, siendo necesaria su reparación.
En la actual política transicional, la restauración guía la implementación del sistema integral con el propósito de salvaguardar los derechos de las víctimas y promover que las condiciones personales, sociales y comunitarias vuelvan a ser las mismas que prevalecían antes de la guerra. En este sentido, la restauración del orden debe asegurar condiciones distintas a las imperantes antes del conflicto armado, dado que este se gestó precisamente a causa de la prevalencia de dichas condiciones (sociopolíticas, socioeconómicas, geográficas, entre otras), por lo cual se presume que volver a este orden expone un riesgo de repetir un nuevo ciclo de violencia.
Evidentemente, el tránsito hacia una paz estable y duradera está siendo construido con importantes esfuerzos institucionales y voluntades políticas que ven en la restauración una oportunidad de reconciliación y consolidación de un nuevo país. Asimismo, hay un avance significativo en la incursión de la pluralidad jurídica en el proceso transicional. No obstante, esto no es sinónimo de un encuentro entre distintas posiciones y percepciones de vida que apuntan a procesos interculturales de reparación.
La justicia transicional con enfoque diferencial étnico deberá garantizar los principios internacionales con observancia del Derecho Propio de los pueblos indígenas y afrodescendientes, vinculándose a la centralidad de la víctima y del enfoque diferencial como apuesta a la construcción de reconciliación y paz desde la diversidad y el pluralismo jurídico. La reparación de los pueblos indígenas, así pensada desde el enfoque étnico, debe superar el desconocimiento de las realidades territoriales y comunitarias de estos e integrar en procesos de restauración su sistema de conocimientos ancestrales.
Transitar hacia la paz desde este enfoque requiere una profunda reflexión por el 'otro' distinto, que padeció una violencia en la que no fue partícipe y mucho menos tiene responsabilidad. En este caso, implica abandonar la lógica occidental hegemónica del monismo jurídico y considerar que la reparación de los pueblos indígenas no puede entenderse desde el 'yo' individual, sino, por el contrario, desde el sentido de la vida donde se necesita al semejante en relación con un territorio que lo es todo.
Reparar no se refiere solo a actos de verdad, justicia y promesas de no repetición de las barbaries del conflicto armado; implica un desafío de restauración al entender el territorio como víctima y que la ruptura del todo debe llevar a la sanación de la totalidad del pueblo étnico afectado. Es un proceso que convoca la tarea de resignificar los hechos profundamente dolorosos, lo que permite reestablecer, reconstruir y reconfigurar el orden. Para lograr este objetivo, los encuentros interculturales permitirían percibir y acercarse a lo concebido como necesario para la sanación de aquellos hechos que afectan profundamente el sentir de la vida desde la cosmovisión propia.
Un proceso reparador y transformador de este tipo conlleva que no solo se observen las formas en que la guerra afectó las relaciones de vida en torno al territorio, sino que se deban tener en cuenta otros factores asociados a esta, tales como el narcotráfico, la actividad extractiva, las disputas por el control territorial y la profanación de sitios sagrados por parte de los distintos actores armados. La violencia en contra del territorio y la naturaleza, como bien señalan las hipótesis de patrones de macrocriminalidad establecidos en el Auto 105 de la JEP que recogen lo aportado por la Comisión de la Verdad, indudablemente llevará a identificar otras formas de afectación que ultrapasarán los marcos temporales fijados en la justicia transicional.
La ubicación geográfica de los territorios étnicos se cruza con exactitud no solo con el mapa del conflicto armado, sino también se solapa indiscutiblemente con las concesiones para la exploración, extracción y explotación de minerales, así como con proyectos agroindustriales. La guerra y el modelo económico extractivo se convierten de esta manera en dos caras del proceso destructivo que han experimentado las comunidades étnicas, con lo cual se ha generado en nuestro país una crisis humanitaria que conlleva no solo la devastación de la vida, la degradación de sus saberes y culturas, sino también la profanación de sus territorios (CEV, 2022, pp. 585-586).
A modo de conclusión
Creemos que, a través del uso de tradiciones culturales y cosmovisiones específicas en aquellos sitios que son el centro de las quejas políticas, sin lugar a duda le permitirán a la JEP adaptación e innovación dentro de su actuar. Teniendo en mente las soluciones innovadoras que hemos visto en nuestro país a través de la restitución de tierras en materia étnica, deben buscarse herramientas para poder llegar a una materialización de la justicia que dé cuenta de la necesidad de sanar las heridas del pasado.
Concebir el territorio como víctima debe intentar escuchar las voces de sus habitantes, de quienes lo recorren, habitan y han establecido allí sus proyectos de vida. El territorio es donde ancestralmente han vivido y han desarrollado sus actividades culturales, espirituales y políticas organizativas y económicas, por lo que las medidas de reparación implican tener en cuenta todos estos aspectos a la hora de decidir casos concretos.
Las reparaciones no deben agotarse únicamente con los actos simbólicos o económicos sobre las comunidades. De manera intercultural, estos esfuerzos por el restablecimiento del goce de derechos deben ir acompañados de formas y maneras de reparar a las entidades no humanas (y al territorio mismo), escuchando a los sabedores ancestrales de cada comunidad e intentando restablecer el equilibrio que cada comunidad conserva con su entorno.
El primer paso para lograr lo hasta aquí dicho es comenzar con un análisis del conflicto que resalte sus factores más destacados en lo que se refiere a las víctimas étnicas. Este enfoque requiere que los funcionarios de la JEP hagan preguntas más amplias de las que quizás estén acostumbrados a hacer. Una razón importante es que los tipos de abusos que ocurren cuando las víctimas pertenecen a pueblos étnicos generalmente tienen una intención discriminatoria o afectan de manera desproporcionada a un grupo en particular, a menudo porque ese grupo ha sido sistemáticamente marginado sobre la base de una identidad señalada por el Estado o por otras fuerzas sociales dominantes. Estos abusos pueden formar parte o simplemente ser característicos de procesos sociales a más largo plazo, que crean y refuerzan la exclusión, principalmente al mantener a todos, no solo a las víctimas de las violaciones de derechos humanos "en su lugar", por así decirlo.
Desde nuestra perspectiva, concebir el territorio como víctima incluye poner en el centro de la discusión varios cuestionamientos, a saber: ¿Qué tipo de daños en el actual marco de verdad, justicia y reparación han sufrido los territorios? (superando la idea de meros daños ambientales, por ejemplo) y ¿Qué consecuencias fruto del conflicto armado se silencian o marginan de la narrativa oficial por el simple hecho de no comprender la cosmovisión de las comunidades étnicas? Responder estas preguntas no será tarea fácil por parte de la JEP, pero es allí donde inicia la labor de largo aliento que supone el reconocimiento del territorio como víctima.