1. La atención conjunta: aspectos funcionales y operacionales
La atención conjunta es la capacidad que desarrollan los bebés entre los 9 y los 24 meses para coordinar con otros un foco común de atención. El estudio separado del tema empezó en los años setenta del siglo pasado y hoy en día se lo considera un asunto fundamental para la psicología del desarrollo y la comprensión de la naturaleza del pensamiento.
La importancia de la atención conjunta se cifra en que es condición para que los seres humanos lleguen a tener un desempeño exitoso en la comprensión de las otras mentes, el desarrollo del pensamiento centrado en objetos y la función referencial del lenguaje (Escudero-Sanz et al.). Este impacto en el desarrollo de las funciones sociales, cognitivas y comunicativas se corrobora en que deficiencias individuales en comportamientos característicos de la atención conjunta se relacionan con la prevalencia de trastornos del espectro autista (Sigman y Kasari; Baron-Cohen, Mindblindness).
Desde un punto de vista operacional, la capacidad de atención conjunta se rastrea en los siguientes comportamientos: uno de carácter visual, el seguimiento de la mirada (Carpenter et al.; Baron-Cohen, “Eye Direction”), y dos de tipo postural: los gestos de señalamiento imperativo tempranos (Corkum y Moore) y los gestos tempranos de señalamiento declarativo (Racine, Role of; Kita). Los comportamientos visuales y posturales confluyen en el gesto definitivo que indica que la capacidad para la atención conjunta está fijada: la asignación social de referencia (Bruner; TomaselloLos orígenes).
Por su valor para el desarrollo de las funciones sociales, cognitivas y comunicativas, para la comprensión de los fenómenos propios del autismo, y la naturaleza del pensamiento, desarrollar una comprensión teórica satisfactoria de la atención conjunta es una tarea relevante para la psicología del desarrollo, la psicopatología y la filosofía. El camino a esta teoría parte de los hallazgos empíricos recién descritos, pero desborda la tarea de la mera enumeración y organización de la evidencia disponible. La teorización sobre la capacidad para la atención conjunta plantea retos conceptuales, filosóficos, inexcusables.
2. ‘Intención’ y ‘experiencia’ en la explicación de la atención conjunta
Las teorías sobre la atención conjunta pueden diferenciarse a partir de la dicotomía complejo-simple (Racine, “Getting Beyond”). La dicotomía se refiere a los criterios que establecen el grado de complejidad o simplicidad que se le reconoce a los aspectos psicológicos (el bebé) y medioambientales (el cuidador y el objeto) involucrados en la capacidad de atención conjunta. Una teoría compleja establece que las características puramente psicológicas complejas del bebé explican la capacidad, a la vez que concede lo mínimo a las cualidades del cuidador y del objeto. Una teoría simple opta por enriquecer la situación ambiental de tal manera que esta sea suficiente para que la capacidad psicológica simple del bebé se desarrolle. Otra teoría puede balancear los dos aspectos y conceder igual peso a lo medioambiental y a lo psicológico, es decir, concediéndole al bebé capacidades psicológicas plausibles de acuerdo con su desarrollo y admitiendo una situación medioambiental suficientemente estimulante. A continuación, presentamos las teorías emblemáticas en la explicación de la capacidad infantil para la atención conjunta.
2.1 La teoría innatista-modular
La teoría innatista-modular es una teoría compleja, pues pone todo el peso explicativo en los recursos psicológicos con que cuenta el bebé, en la arquitectura de su cerebro. Su idea central es que la capacidad de atención conjunta es un módulo cognitivo complejo innato que forma parte de los recursos que desarrollaron los seres humanos como respuesta adaptativa al problema de la predicción efectiva y rápida de la conducta de los organismos en los ambientes sociales en los que evolucionaron (Baron-Cohen, Mindblindness). Concretamente, la teoría innatista-modular considera que la capacidad infantil de atención conjunta es el resultado de la operación de dos módulos básicos –EDD (Eye-Direction Detector) e ID (Intentionality Detector) cuyos resultados son tomados como insumo por un tercer módulo –SAM (Shared Attention Mechanism) cuyas salidas son aprovechadas por el módulo más general de TOMM (Theory of Mind Module), el cual tiene como función predecir y explicar el comportamiento de los organismos.
Según esta teoría, la mente es esencialmente un recurso adaptativo. Fue moldeada como solución a los problemas emergentes en los contextos de interacción que fueron demandando una inteligencia social cada vez más sofisticada. Se trata fundamentalmente de interacciones pautadas por el interés de socializar, de hacer y romper alianzas, y que, por su valor adaptativo, serían la causa primaria de la evolución del cerebro. Los módulos son la instancia cerebral de estas adaptaciones.
Los teóricos de la modularidad sostienen que el módulo precursor de la atención conjunta es el detector de la dirección de los ojos (EDD), que evolucionó específicamente para detectar los movimientos oculares, pues la dirección de estos indica el objeto sobre el cual recae la acción de un agente. Este detector se activa como respuesta a estímulos oculares de todo tipo, cuando se dirigen hacia el observador mismo, y permite la construcción gradual de representaciones diádicas cuya función es especificar la presencia de dos entidades en relación mutua (Baron-Cohen, “The Eye Direction”), y que quedan bien establecidas alrededor de los cuatro meses de vida del bebé.
Aunque EDD da cuenta del problema específico que representa para los organismos la predicción eficaz de la acción de los otros, no basta para detectar la información potencialmente adaptativa que puede hallarse en la mirada de los organismos hacia eventos del entorno. SAM contribuye a esta tarea, pues permite verificar si se está atendiendo con otro a la misma cosa. Al hacer esto, el mecanismo permite la constitución de representaciones tríadicas que incluyen un elemento adicional que especifica la relación entre dos agentes y un objeto, en las que los dos agentes atienden al mismo objeto. La función del SAM es fusionar las representaciones diádicas de ambos agentes sobre el objeto común de atención generando una sola representación con tres elementos (Baron-Cohen, Mindblindness). En otras palabras, SAM permite que el niño se dé cuenta de que tanto él como su cuidador ven, oyen, sienten o escuchan la misma cosa o evento.
Para su recto funcionamiento, SAM importa información de EDD y también de ID, el detector de intencionalidad. ID es un dispositivo perceptual que interpreta movimientos en términos de fines y medios, o de metas y deseos. Todo movimiento es un medio para alcanzar un fin, o un deseo de alcanzar una meta. En este sentido, ID permite construir relaciones diádicas no solamente espaciales sino ya psicológicas, pues provee al niño con los primeros conceptos mentales –deseo y finalidad– con los cuales empieza a dar sentido al comportamiento de los otros, permitiéndole reconocerlos como agentes, como individuos responsables de sus propios movimientos. Esto sería posible, en primera instancia, gracias a la información obtenida del EDD que permitiría hacer las inferencias oportunas en cada caso (Wellman; Gopnik y Wellman).
El principal aporte de la teoría innatista-modular es que integra y ofrece consideraciones empíricamente sólidas sobre los mecanismos básicos que operan en la capacidad para comprender e interpretar los estados mentales propios y de los otros en el marco de la teoría de la mente. La teoría explica fácilmente los aspectos operacionales de la capacidad infantil para la atención conjunta, especialmente el seguimiento de la mirada y el señalamiento protoimperativo. Desde un punto de vista funcional SAM sería el predecesor madurativo y funcional de TOMM, de la capacidad para predecir y explicar el comportamiento usando conceptos mentales, y las fallas en su funcionamiento explicarían los trastornos propios del espectro autista.
2.2 La teoría intencional-instrumental
La teoría intencional es compleja en la medida en que hace depender la atención conjunta de la capacidad del bebé para entender a los otros y a sí mismo como agentes que tienen intenciones. Esto implica que los niños deben ser capaces de comprender algo de las intenciones de los adultos en situaciones particulares para poder involucrarse en episodios de atención compartida. Entender a los otros como agentes con intenciones significa entender que las actividades de las personas persiguen determinados propósitos. Lo intencional aquí se refiere al hecho de que toda acción humana persigue metas. En este sentido, toda acción puede entenderse en términos de fines y medios, toda acción es esencialmente instrumental1.
En este contexto, la atención conjunta es una capacidad para percibir intenciones. Se da en condiciones en las que hay dos personas percibiendo las intenciones mutuas con respecto al mismo aspecto del entorno en un espacio y tiempo determinado. La atención entendida en términos de intenciones implica que el niño es capaz de darse cuenta de que tanto él como el adulto se relacionan activamente con el mismo rasgo del ambiente en función de metas concretas como compartirlo, dirigir la atención del otro, seguir el comportamiento del otro, etc. La atención conjunta aquí es la capacidad para percibir al otro como alguien interesado en hacer ciertas cosas guiado por ciertos fines (Tomasello, Los orígenes).
Tomasello explica la aparición de la capacidad para la atención conjunta por analogía con la revolución cognitiva que ocurre en los niños de 3 o 4 años de edad. Antes de los 3 años, los niños creen que todas las mentes piensan igual, que todos creemos lo mismo. Entre los 3 y los 4 años se da un cambio cualitativo, pues ya entiende que las creencias de los otros pueden no ser las que él mismo tiene. Lo que pasa entre los 9 y los 18 meses es algo parecido: comprenden selectivamente estados de atención y metas compartidas con sus cuidadores, y saben que los otros son seres independientes con fines y deseos propios diferentes de los suyos (Tomasello y Todd; Tomasello y Kruger; Tomasello, “The Role of”). La revolución cognitiva es producto de la aplicación que hace el niño del conocimiento que tiene de sí mismo a la comprensión de los otros. Es decir, este enfoque es una especie de “modelo de simulación en el que los individuos, en cierto sentido, comprenden a otras personas por analogía con ellos mismos -puesto que los otros son «como yo»−” (Tomasello, Los orígenes 94).
Cerca de los 14 meses de edad, partiendo de la base de su propia experiencia como agente que tiene fines, deseos e intenciones, el niño aprende a manipular el estado atencional de los otros empleando gestos de señalamiento protoimperativo. Al hacer esto no sólo se muestra como un ser que tiene fines, sino que consolida su comprensión de los otros como agentes con intenciones que tienen perspectivas propias sobre el mundo: hace que ellos se vuelvan los medios para que él consiga sus propios fines, es decir que entiende que los otros también tienen fines, y que puede hacer que los otros adopten sus fines como si fueran los de ellos mismos.
Esta comprensión de la atención conjunta basada en la aprehensión de la intencionalidad implica aceptar que el bebé de 9 meses se reconoce a sí mismo como un agente con metas, que elige estrategias conductuales y perceptuales que le permiten alcanzar dichas metas, y de esta manera, comprende a los otros. Este conocimiento tiene un fundamento más sensoriomotor que conceptual. Los niños simplemente “hacen el juicio categorial de que los otros son «como yo» y, por lo tanto, deberían funcionar también como yo” (Tomasello, Los orígenes 100). Este juicio sería resultado de ver a los otros dirigir su comportamiento a algo de la misma forma en que se ven a sí mismos comportarse.
Cerca del segundo año de vida, el niño profundiza su comprensión de los otros como agentes intencionales y entiende que las intenciones de los otros pueden diferir de las propias y que también éstas pueden no coincidir con lo que para él es el estado de cosas exterior. Al considerar que en este momento el niño ya empieza a exhibir dominio del lenguaje, los comportamientos de atención conjunta, como la atención visual, la asignación social de referencia y los señalamientos protoimperativos, se afinan y especializan de acuerdo con los símbolos lingüísticos que él va adquiriendo. Así, los signos del lenguaje, por rudimentarios que sean, empiezan a ser para el niño nuevos medios para conseguir sus fines (Tomasello, “Joint Attention”). El lenguaje es, desde esta perspectiva, esencialmente una cosa de intenciones, algo que se usa para lograr propósitos.
Con el dominio del lenguaje y una sólida comprensión de las intenciones, el niño desarrolla posteriormente una teoría de la mente a través de una ruta predominantemente socio-instrumental. En este periodo se consolida la comprensión de los otros como agentes mentales propiamente dichos, no sólo con deseos y propósitos, sino con creencias.
Hay tres grandes puntos de convergencia entre la teoría innatista modular y la intencional instrumental. En primer lugar, las dos son teorías complejas, pues consideran que el desarrollo de la capacidad para atender conjuntamente requiere mínima estimulación externa, que el proceso que lleva a su aparición madura internamente con el tiempo. La capacidad para involucrarse en episodios de atención conjunta depende enteramente del niño, pues este posee las condiciones biológicas y cognitivas necesarias para su despliegue. La capacidad para atención conjunta es fundamentalmente subjetiva.
En segundo lugar, coinciden al afirmar que la capacidad fundamental para la atención conjunta es la de reconocer intenciones, en uno mismo o en otro, entendidas estas como una estructura que acomoda medios a fines, y por la cual la conducta, propia o ajena, se entiende como un medio, como un recurso, para conseguir propósitos, o para satisfacer intereses. Según la teoría modular, el niño alberga en su cerebro los módulos que le permiten identificar miradas (EDD), y en ellas deseos y finalidades (ID); según la teoría intencional, el niño tiene la capacidad para identificar intenciones mediante la aplicación del concepto de intención que le permite una suerte de propiocepción por la cual puede diferenciar los movimientos de los que es agente y aquellos que ve suceder por obra ajena. La capacidad de atención conjunta es, esencialmente, una capacidad para identificar intenciones.
En tercer lugar, las dos teorías consideran que la función psicológica fundamental es la de explicar y predecir conductas, es decir: la teoría de la mente. Esta capacidad se desarrolla entre los 3 y los 4 años y se puede rastrear en la capacidad del bebé para adscribir creencias falsas. La capacidad para participar en situaciones de atención conjunta debe su valor funcional a ser el prerrequisito de la teoría de la mente. Si no se logra desarrollar, ya no será posible entrar en el mundo psicológico propiamente dicho, que no es otro que el de poder explicar y predecir la conducta ajena.
2.3 La teoría experiencial-contemplativa
Esta es una teoría simple según el criterio de Racine (“Getting Beyond”). Fue introducida por Werner y Kaplan y considera que la capacidad infantil para la atención conjunta reposa en rasgos psicológicos muy elementales: la percepción, la afectividad y la motricidad. Estos tres factores psicológicos se conjugan en la atención conjunta dándole al niño la capacidad para tomar una postura contemplativa.
El modelo toma como eje el intercambio del niño con el adulto a través de un gesto protodeclarativo con el cual lo invita a contemplar los objetos como él lo hace. Aquí también ocurre una revolución semejante a la que describe la teoría intencional, pero el énfasis está en un aspecto nuevo: los niños dejan de considerar las cosas exclusivamente como objetos de manipulación instrumental y pasan a considerarlos como objetos merecedores de contemplación. Dicho brevemente: lo que aporta la capacidad para atención conjunta no es una forma sofisticada de atención instrumental basada en intenciones, sino una forma nueva de ver el mundo: la contemplación.
De acuerdo con este modelo, antes de cumplir el primer año los niños sostienen relaciones diádicas de dos tipos diferentes: de percepción con objetos y de regulación afectiva con adultos. La diferencia fundamental que el niño establece entre los objetos y los seres vivos se basa en la capacidad de resonancia afectiva que hay con los segundos, pero no con los primeros. De los 9 meses en adelante el paso decisivo en el desarrollo de la capacidad se da cuando el niño invita a su cuidador para interactuar con el objeto. Una invitación así implica tratar al otro como un sujeto con perspectivas distintas de la propia sobre el mismo objeto, con experiencias distintas sobre el mismo mundo. El bebé no llama la atención del adulto para que hagan algo con el objeto que les es común, sino para tener una resonancia de experiencias respecto del objeto.
Según esta teoría, el concepto explicativo fundamental para la atención conjunta es el de ‘experiencia’. La comprensión psicológica que tienen los bebés de los otros no es en términos de ‘intención’ sino de ‘experiencia’. La idea de experiencia que está en juego aquí es la de una experiencia afectiva. La teoría se considera simple porque pide atribuirle al bebé la capacidad de experimentar estados afectivos, lo cual es psicológicamente muy elemental, pero que esos estados afectivos tengan consonancia o disonancia con el entorno medioambiental. Éste, por su parte, se caracteriza de un modo moderadamente complejo, pues pide que los objetos sean tales que vinculen afectivamente al niño, y que las personas entren en resonancia afectiva con el bebé.
En términos generales, para la teoría experiencial-contemplativa la atención conjunta se entiende como una capacidad para darse cuenta de las cosas por su impacto afectivo. Su fundamento no se encuentra en capacidades representacionales sino en la motivación afectiva que lleva a los individuos a dirigir su atención a un objeto y así definir una realidad compartida (Trevarthen, “Los motivos”). La actividad sentida y encarnada es la base para compartir experiencias. Trevarthen señala que los “infantes […] buscan acuerdo sobre las cualidades de la experiencia, y exhiben una curiosidad infinita sobre las posibilidades de acción y descubrimiento […]. Nos comunicamos con ellos no solo en espacio, sino en tiempo a través de la coordinación rítmica del movimiento” (“Los motivos” 74).
En este sentido, la situación de atención conjunta depende de una experiencia social que tiene una estructura triangular especial –estar con otro atendiendo a algo– y que se basa en el vínculo que cada agente tiene con las actitudes afectivas del otro, sean estas de agrado, desagrado, alegría o temor hacia cosas y eventos del mundo. Estas actitudes de naturaleza afectiva se perciben sin más, pues se manifiestan corporalmente en la expresión emocional. Por eso, para su reconocimiento solo se requiere desplegar habilidades sensoriales básicas y los demás talentos naturales del bebé como mostrar valoraciones y sentimientos. Así, el tono de voz, y la calidad de la mirada o del tacto, por ejemplo, serían las claves necesarias para lograr el enganche afectivo del niño y el adulto en actividades colaborativas (Trevarthen, “Los motivos”; Hobson y Hobson; Reddy). En palabras de Hobson: la atención se manifiesta en “expresiones corporales, orientaciones y acciones; que son visibles, […] el niño adquiere la idea de atención reaccionando a señales perceptibles de esta, y tales signos pueden incluir una familia de expresiones y acciones que tienen un efecto especial (emocional) en el observador” (186).
Se aprecia entonces que este modelo da prioridad a la experiencia afectiva del niño con el entorno y sus cuidadores como la plataforma que le permitiría adquirir el conocimiento conceptual de los otros y que es característico del adulto. La atención conjunta ocurre cuando un individuo está psicológicamente comprometido con el compromiso que el otro tiene con el mundo, y se hace evidente a través de su propia expresión afectiva. Este compromiso tiene como base una interacción cuya naturaleza es afectiva: el niño percibe las reacciones afectivas del otro frente al objeto y reacciona a ellas. Su respuesta es de orden afectivo también (Hobson; Hobson y Hobson; Reddy). El desarrollo de la capacidad, en este contexto, está determinado por el enlace afectivo que permea la interacción intersubjetiva y que tiene como fundamento el repertorio de comportamientos perceptivos y expresivos que el niño tiene desde que nace: ver, tocar, sentir, escuchar a su cuidador y a sí mismo, hacer caras, gestos, movimientos, entonaciones, etc.; es decir, a su “capacidad de establecer relaciones cooperativas e íntimas” (Trevarthen, “The Generation” 102). Hobson y Hobson añaden que las experiencias compartidas son posibles gracias a la capacidad que desarrollan los niños para identificarse con las actitudes afectivas de los otros, “a través de los otros, y en virtud de la identificación, una persona es ‘movida’ en su orientación -procesos motivacionales, emocionales y cognitivos también” (130).
En suma, la teoría experiencial-contemplativa da una explicación de la capacidad de atención conjunta psicológicamente menos cargada que las dos anteriores. Su principal exigencia es que admitamos que los bebés son seres con capacidad para vincularse afectivamente con objetos y con personas, y que pueden percibir y expresar afectividad. La contrapartida de esta modesta exigencia psicológica es que el entorno medioambiental del bebé sea afectivamente vinculante y afectivamente responsivo.
Desde el punto de vista de los aspectos operacionales, la teoría afectivocontemplativa exige considerar un amplio rango de expresiones faciales como definitorio de la atención conjunta. En particular pide que se tomen en consideración la percepción de expresiones emocionales, además de la capacidad de seguimiento de la mirada. Por otra parte, concede prioridad al gesto protodeclarativo como definitorio de la atención conjunta, en el entendido de que el protoimperativo no es una manifestación fehaciente del mero interés contemplativo. En lo relacionado con los aspectos funcionales esta teoría coincide con las dos anteriores, pero ofrece una mirada nueva: el tema de la comprensión psicológica recíproca, tradicionalmente tratado como un asunto de adscribir creencias y deseos para explicar y predecir la conducta ajena, es más un asunto de naturaleza afectiva y conativa que cognitiva. La comprensión primaria que tenemos de nosotros mismos y de los otros en la infancia es en calidad de seres afectivos, que se afectan por el entorno que les es común y que comparten sus experiencias afectivas en interacciones basadas en expresión y percepción emocional. En este sentido, desde esta perspectiva cobra relieve un importante hecho funcional ignorado por otras posiciones: esta determinaría en gran parte la calidad de los vínculos afectivos que se es capaz de establecer.
Si contrastamos el carácter subjetivista, instrumental y centrado en la identificación de intenciones de las teorías anteriores, la teoría experiencial-contemplativa se muestra muy diferente: intersubjetivista, contemplativa y centrada en el compartir experiencias. Según ésta, la capacidad de atención conjunta no se puede explicar por la posesión de mecanismos cerebrales –que siendo necesarios no por ello son suficientes– ni en el reconocimiento de los otros como agentes intencionales– una capacidad todavía pendiente de explicación– sino por recurso a la resonancia afectiva del bebé con el otro: es decir a una relación afectiva intersubjetiva primaria. La relación afectiva del otro hacia el mundo y hacia el bebé lo mueve en su afecto y sus reacciones también hacia el otro y hacia el mundo que comparten, y así se forman los vértices subjetivo y objetivo de la relación triangular de atención conjunta a partir de la intersubjetividad afectiva primaria.
Esta teoría defiende la transparencia de las mentes al conceder a los niños una psicología en equilibrio con las características medioambientales y de la interacción en las que la capacidad se despliega. Esta interacción es de naturaleza afectiva, se basa en las capacidades perceptivas, expresivas y motrices del bebé. El tipo de conocimiento de la mente ajena que aquí se propone es el de una mente que tiene una experiencia afectiva propia sobre lo que pasa en el mundo. Para conocerla el bebé no necesita mecanismos de reconocimiento de intenciones, sólo necesita tener capacidades para percibir, pues la afectividad está en la expresión encarnada de las actitudes afectivas de los individuos frente al mundo y a las experiencias que comparten.
Desde el punto de vista funcional, la atención conjunta es una interacción desinteresada, no instrumental. No se busca instrumentalizar al otro tratándolo como un medio, sino sólo compartir experiencias con él tratándolo como alguien valioso por sí mismo. La función psicológica fundamental no es de dominar la conducta ajena explicándola y prediciéndola, sino comprender la perspectiva del otro como un ser que siente, que se deja afectar por lo que le pasa, y que toma posición afectiva frente a los otros y frente al mundo.
3. ‘Intención’ y ‘experiencia’: problemas filosóficos de su uso en la psicología del desarrollo
La pregunta con la que queremos evaluar las teorías propuestas es si es plausible atribuirle al bebé la psicología que cada teoría propone como necesaria para el desarrollo de la capacidad para la atención conjunta: las intenciones y las experiencias.
El concepto definitivo de las teorías innatista-modular e intencional es el de intención: dichas teorías proponen explicar la atención en términos de intención. El reto ahora es evaluar la plausibilidad de atribuirle a un bebé de entre 9 y 18 meses el concepto de intención. Aunque este no es el lugar para desarrollar a fondo las objeciones que ha recibido este concepto, hay tres que resultan muy inquietantes. En primer lugar, una objeción de circularidad psicológica. Las teorías sobre la atención conjunta tienen como objetivo explicar la aparición de funciones psicológicas superiores como la creencia. Las teorías intencionales sostienen que las creencias se logran entre los 3 y los 4 años, pero que las intenciones ya se tienen después de los 9 meses. Ahora bien, puede objetarse que la creencia es un prerrequisito para la intención (Davidson). Para poder tener la intención de que el otro haga algo por mí, es necesario como mínimo creer que hay otro y creer que hará algo si se lo pido. Si esto es así, las intenciones no podrían explicar el surgimiento de las creencias, pues las presupondrían. Toda teoría intencional de la atención conjunta debe ofrecer, como reto, una explicación detallada del concepto de intención que muestre que las intenciones no presuponen las creencias.
Una segunda objeción es la de la circularidad lingüística. Una de las cosas que pretende explicar la teoría de la atención conjunta son las funciones lingüísticas básicas de la referencia, el imperativo y el declarativo. Una teoría intencional suele decir que esas funciones lingüísticas se basan en las intenciones psicológicas de los hablantes, de modo que las intenciones deben preceder a las funciones lingüísticas. Sin embargo, estudios recientes han mostrado que las intenciones psicológicas sólo se desarrollan cuando ya la función asertiva del lenguaje está establecida. Querer algo es querer que algo ocurra, es decir, que sólo se pueden tener intenciones si uno puede aseverar que algo pasa o no. Si uno quiere algo, asevera que eso no sucede, de modo que no hay posibilidad de tener intenciones si no se tiene la capacidad para aseverar. La objeción reposa en que la capacidad asertiva es una función lingüística, de modo que sólo se pueden tener intenciones cuando ya se han desarrollado las funciones lingüísticas. Si esto es así, la teoría intencional de la atención conjunta presupone lo que pretende explicar, y, por lo tanto, no puede siquiera aspirar a explicarlo. En este caso presupone capacidades lingüísticas superiores de tipo pragmático, siendo el surgimiento de estas funciones lingüísticas superiores algo que pretende explicar2.
Finalmente, la teoría intencional señala que se acoge al concepto de intención desarrollado por Paul Grice. Dicho concepto supone que un agente dotado de intenciones es capaz de tener intenciones de segundo orden como “querer que el otro quiera algo”. En el caso de la atención conjunta, se supone que los estados de atención del bebé tienen una estructura como esa: la bebé quiere que su cuidador quiera lo que ella quiere, es decir, que la bebé debe poder tener una intención sobre las intenciones que su cuidador tiene sobre una intención más básica que ella tiene. Esto quiere decir que el concepto de intención que esas teorías utilizan es tal que permite tener unas intenciones anidadas en otras, y también tener intenciones iteradas. No obstante, la idea de que los estados psicológicos tienen la capacidad de anidar otros estados y de iterarse es algo que reposa en su estructura sintáctica, que debe tener como mínimo la posibilidad de diferenciar los niveles de la actitud y del contenido, es decir la diferencia entre la intención y lo que se intenta (Gunther). La dificultad reposa en que una capacidad sintáctica como esa no se puede tener a menos de que uno sea ya un hablante competente. En este sentido, al igual que en la segunda objeción, la teoría intencional de la atención conjunta parece presuponer las capacidades lingüísticas antes que explicarlas (Wilde y Baird).
La teoría experiencial-contemplativa no enfrenta retos conceptuales, pues, estrictamente hablando, no exige atribuirle al bebé ningún concepto. Sin embargo, por analogía, puede exigírsele dar cuenta de la plausibilidad de adscribirle experiencias afectivas a niños de entre 9 y 18 meses. Esto, a primera vista no parece tener ninguna dificultad. Sin embargo, no debe perderse de vista que no se trata de atribuirle al bebé cualquier tipo de experiencias, sino que deben ser tales que deben tener relaciones necesarias con la expresión y la percepción afectiva del bebé, deben ser capaces de tener contenido y de ser compartidas. El desafío no es menor.
Una de las mayores dificultades que tiene la caracterización de la idea de experiencia afectiva es que en algunas ocasiones se la entiende como sensación y en algunas como emoción. Las sensaciones son candidatos ideales para la teoría experiencial, pues capturan muy bien la idea de que la experiencia del mundo es algo que el bebé siente. Sin embargo, es ampliamente reconocido que las sensaciones son estados mentales de tipo fenomenológico (Kim) y, por lo tanto, no tienen propiamente contenido alguno, y entonces no pueden dirigirse al mundo. Esto sería inadecuado para una teoría de la atención conjunta, pues toda ella intenta explicar cómo es que los estados mentales llegan a estar dirigidos a otras personas y a sucesos comunes del entorno.
Las emociones, por su parte, sí tienen contenido y pueden dirigirse a entidades externas. No obstante, hay un debate muy aireado sobre si las emociones son estados psicológicos que puedan tener criaturas que no tienen lenguaje, debido precisamente al robusto contenido cognitivo que portan (Solomon). Las emociones tienen una estructura sintáctica análoga a la de las creencias, pues sentir miedo, por ejemplo, es creer que algo es peligroso. Si esto es así, una teoría de la atención conjunta que defina las experiencias afectivas como emociones está sujeta a objeciones análogas a las que se le plantean a una teoría intencional.
4. Conclusiones
La teoría de la atención conjunta representa en la actualidad uno de los frentes de trabajo más importantes para la psicología del desarrollo y para la filosofía de la psicología. Sin duda se debe a la relevancia social, cognitiva y comunicativa que se le concede al fenómeno y porque, siendo un tema de tanto alcance, no hay todavía consenso sobre cómo explicar teóricamente su desarrollo.
Desde el punto de vista operacional, no hay consenso acerca de cuáles son las conductas que propiamente definen la atención conjunta. Aunque todos admiten el papel determinante del seguimiento de la mirada y los gestos de señalamiento, los teóricos intencionalistas privilegian el señalamiento protoimperativo, mientras que la teoría experiencial-contemplativa considera decisivo el protodeclarativo. Esta última, además, enfatiza el papel de la expresión emocional en el establecimiento de las relaciones intersubjetivas, algo que los intencionalistas no consideran.
Desde el punto de vista funcional tampoco hay consenso acerca de cuál es la función central de la atención conjunta. Todos admiten su importancia para el desarrollo de funciones psicológicas superiores y del habla. No obstante, los teóricos intencionalistas consideran que la función psicológica decisiva es la teoría de la mente. La mente humana sería fundamentalmente un aparato para predecir y explicar conductas mediante la atribución de intenciones. La capacidad de atención conjunta sería un dispositivo psicológico subjetivo destinado a ser el primer paso en un camino que termina con la capacidad para atribuir creencias falsas, lo que se consolida entre los 3 y 4 años de vida. La teoría experiencial-contemplativa propone que la función psicológica fundamental es la de comprenderse con el otro, entendiendo que comprenderse es reconocer al otro como un agente afectivo, que tiene una posición valorativa propia frente al entorno y que es un ser afectivamente sensible al mundo que, además, es capaz de reconocer y compartir la experiencia afectiva propia. Para los intencionalistas la mente humana instrumentaliza al mundo y a los otros, y se desarrolla individualistamente; para los experiencialistas la mente humana apunta al valor intrínseco del otro y se desarrolla intersubjetivamente mediante un proceso de compartir experiencias afectivas consonantes o disonantes.
Desde el punto de vista teórico se han hecho propuestas de definir la capacidad para la atención conjunta como algo psicológicamente complejo que involucra el concepto de intención, y propuestas que buscan definirla como algo psicológicamente simple en términos no conceptuales sino de experiencias afectivas. No obstante, como hemos mostrado, tanto las propuestas intencionalistas como las experiencialistas tienen todavía retos que enfrentar. Según nuestro análisis, el desafío fundamental de la teoría de la atención conjunta es la explicación de los conceptos de intención y de experiencia afectiva.
Para enfrentar el desafío, la teoría podría echar mano de otras teorías especializadas al respecto. Sin embargo, esta estrategia no puede perder de vista que el desafío no es articular cualquier teoría de la intención ni cualquier teoría de la experiencia con la teoría de la atención conjunta, sino que debe cuidar que los conceptos de intención y experiencia que se empleen sean atribuibles plausiblemente a niños de entre 9 y 18 meses. Esto representa no pocos menos retos empíricos y teóricos, pues mucho de la teorización psicológica en estos campos se ha hecho de cara a entender la intención y la experiencia afectiva del adulto y no la del infante. Otra posibilidad es enfrentar el desafío de forjar nuevos conceptos de intención y de experiencia afectiva que no asuman como estándar psicológico la mente adulta, sino que den cabida también a la mente infantil, un apasionante reto de grandes dimensiones filosóficas todavía por sortear.