Introducción
La producción académica reciente y la actividad de los movimientos sociales y comunitarios en contra de la construcción de emprendimientos hidroeléctricos ha abierto y mantenido la problemática en la agenda pública, lo que ha tenido efectos sobre la toma de decisiones sobre nuevas propuestas. No obstante, qué hacer con los embalses que se encuentran en operación no ha tenido la misma atención y es de dicho problema de planificación, relacionado con la gestión del agua y su utilización para la producción de energía, que se ocupa este artículo. Para ello, formula una propuesta metodológica que permite responder a la pregunta de qué hacer, de manera sostenible, en las áreas de influencia y en el espejo de agua de los megaproyectos construidos para la generación de energía eléctrica.
El texto se divide en dos partes, en la primera se hace una descripción de la problemática, en el sentido de plantear la aproximación conceptual y contextual mínima que permita enmarcar la discusión y la importancia de considerar a los embalses para la generación de energía como unidades de análisis espacial que requieren de criterios técnicos para su adecuada planificación y, con ello, enfrentar el reto de distribuir más equitativamente sus beneficios y potencialidades para prevenir, minimizar o revertir las tensiones y conflictos entre los actores involucrados. En un segundo momento se resalta la pertinencia de la Capacidad de Acogida del Territorio, y se define y describe la secuencia metodológica de la aplicación de dicho modelo, entendido como un tipo de evaluación de impactos acumulativos que cumple con el objetivo de ser funcional para llenar el vacío identificado. Ahora bien, dado que el alcance del artículo se circunscribe a la caracterización de la problemática y a la descripción de la propuesta teórica y metodológica, no se aplica en casos concretos (para consultar algunos ejemplos ver Ríos, 2014; Perruolo y Camargo, 2017; Alarcón, 2013).
Usos complementarios y compatibles en los entornos rurales de megaproyectos para la producción de energía
Los embalses o represas se definen como obras de infraestructura que transforman el régimen de caudales superficiales de una cuenca a través de la obstrucción de su cauce (Balairón Pérez, 2002). Su construcción es considerada como un tipo de gestión y regulación de los recursos hídricos para la satisfacción de las diversas demandas y presiones que se generan sobre los mismos (ICOLD, s.f.), así, de acuerdo con Balairón Pérez (2002: 225), "las demandas que se quieran atender no dependen sólo de los recursos esperados, sino de las infraestructuras disponibles y del nivel de garantía que se quiera asegurar". En este sentido, los embalses son cuerpos de agua artificiales en los cuales se concentra parte de la oferta hídrica superficial, de manera que estos, como unidades ecológicas, están relacionados directamente con su cuenca colectora u hoya tributaria (Hutchinson, 1999; Martínez, 2000).
La construcción de represas se ha intensificado mundialmente en los últimos 50 años y las razones para ello pueden ser diferenciadas en contextos de abundancia y de escasez. Así, en aquellos países en los cuales la disponibilidad del recurso es limitada, la construcción de represas obedece a una lógica de optimización y eficiencia para equilibrar el acceso al recurso en períodos de sequía o falta de lluvias, de manera que las represas son consideradas reservorios de agua (Balairón Pérez, 2002).
En contraste, en los países donde la disponibilidad del recurso es amplia, la construcción de las represas puede obedecer a objetivos que propendan por su administración, es el caso de aquellas para abastecimiento de agua potable de asentamientos humanos o para aprovechamientos económicos en escala, como es el caso de América Latina y la entrada en operación de megaproyectos hidroeléctricos (Tundisi y Matsumura-Tundisi, 2003). La construcción de este tipo de megaproyectos también se ha visto favorecida por el apoyo financiero que han dado algunos organismos multilaterales, con el objetivo de satisfacer la demanda de energía en los países de la región y de favorecer la diversificación de la matriz energética mundial con fuentes renovables (ONU, CEPAL y GTZ, 2004).
Durante la década de 1990 se evaluaron y construyeron en el mundo, particularmente en Colombia, un gran número de proyectos de desarrollo hidroeléctrico, lo que generó cambios importantes en la geografía regional e introdujo elementos que propiciaron expectativas de usos complementarios y compatibles a la protección, y a la generación de energía. Así, la incorporación de plantaciones forestales y/o la conservación de bosques naturales alrededor de los embalses para su protección, así como el establecimiento de un espejo de agua hacen posible la prestación de servicios ambientales, bien sea de soporte (biodiversidad, polinización, control biológico, ciclo de nutrientes), de provisión (recursos genéticos y materias primas), de regulación (de agua y captura de gases de efecto invernadero) o culturales (belleza escénica y recreación) que hacen posible el desarrollo de actividades complementarias y compatibles como el turismo, la navegación y la pesca.
En Colombia, de acuerdo con el IDEAM (2010, 2012), los embalses para la producción de energía se ubican en las regiones del país en las que la escorrentía supera los 1.988 mm, que es el promedio nacional. Sin embargo, además de los datos de escorrentía superficial, existen otros factores asociados con la cercanía a los centros urbanos y productivos del país, por lo que existen serios desequilibrios dependiendo de la cuenca hidrográfica de la que trate. Así, "la demanda asociada a la distribución geográfica de la población en Colombia no coincide con la disponibilidad de recursos hídricos" (Arévalo, Lozano y Sabogal, 2011: 104). Este rasgo, en términos geográficos, nos ubica de manera mayoritaria en las zonas rurales de la cuenca alta del río Magdalena y en la zona de Antioquia, en las cuales los embalses ocupan un porcentaje importante del área total y del número de cuerpos lénticos.
Adicionalmente, si se tiene en cuenta que la demanda siempre creciente de energía es característica de contextos espaciales altamente centralizados como las ciudades, es posible afirmar que los embalses para generación de energía son parte de la infraestructura urbana, en tanto se construyen para soportar y prestar servicios típicamente urbanos (Ansar, et al., 2014; Scudder, 2017), de manera que lo único que es rural es su localización. De acuerdo con lo anterior, el embalse, como hecho territorial, aunque encuentra fundamento en una racionalidad externa típicamente urbana, opera como un elemento transformador de la ruralidad, de manera que cambia las condiciones particulares de dichas franjas territoriales, hasta el punto de singularizarlas ya que en ellas no se rigen bajo la lógica convencional rural, ni la de cualquier otro cuerpo de agua.
Ahora bien, aunque la distinción entre lo urbano y lo rural ha sido pensada tradicionalmente en términos dicotómicos (Pérez, 2016), es importante resaltar que para que esta conserve su vigencia, de acuerdo con Agudelo Patiño (2006), es imposible hablar de un solo tipo de ruralidad, pues los procesos que se incluyen en dicho denominador genérico agrupan territorios muy diversos, con necesidades diferenciadas. Así, puede hablarse de varios tipos de entornos o ruralidades: la ruralidad de borde (zonas localizadas en entornos de grandes centros urbanos), la ruralidad agropecuaria, la ruralidad agroindustrial, la ruralidad minera, la ruralidad de las minorías étnicas y, en el caso que le interesa a este estudio, la ruralidad de megaproyectos hidroenergéticos.
Pese a lo anterior, es común a esos entornos unos rasgos que se han configurado en el desarrollo histórico de Colombia como propios y típicos de la ruralidad, al punto de que sus pobladores se encuentran en las condiciones de vulnerabilidad más apremiantes y paradójicamente, al mismo tiempo que están invisibilizados y marginalizados como actores políticos (Salas, 2016; CNMH, 2013; PNUD, 2011). Ahora bien, si a estas características se le adicionan las que son propias del entorno rural de megaproyectos hidroenergéticos, se tiene un contexto complejo, en el cual la construcción, y operación de la represa y la central hidroeléctrica entra a participar con un conjunto de conflictos y presiones socioterritoriales.
Un desarrollo de este tipo, en la mayoría de casos, profundiza las crisis y desequilibrios espaciales, pues las percepciones diferenciadas acerca de la necesidad y los beneficios del proyecto para aquellos que sufren los impactos evidencian tensiones serias entre lo local, lo nacional y los intereses internacionales (WCD, 2001). Incluso, dado que los embalses hacen parte de la infraestructura urbana, las comunidades rurales asentadas en la zona de influencia de los proyectos hidroeléctricos subsidian el desarrollo urbano y a su población, por los efectos positivos que generan los mismos para la expansión de la industria y demás actividades productivas (Acosta, 2004).
En suma, los entornos rurales de megaproyectos hidroenergéticos particularizan la ruralidad al articular el conflicto ambiental en torno al recurso agua y las presiones por su uso, y al incluir un actor territorial relevante: la empresa constructora o generadora, dependiendo de la fase en la cual se encuentre el proyecto (Barone y Draganchuk, 2011). Estas dos variables plantean conflictos ecológicos distributivos relacionados con la inseguridad de la disposición del recurso que "se genera porque las dinámicas hídricas de las llanuras aluviales y de la cuenca en general dependen de un control externo que se da aguas arriba y que a su vez varía por las demandas energéticas" (Roa y Duarte, 2012: 26). y se objetivan en las expectativas y conflictos de intereses futuros que genera la entrada en operación del mismo, de acuerdo con sus usos complementarios y compatibles. Se trata pues, de "una lucha distributiva contra la desigualdad en el acceso y luchas políticas contra la discriminación o expulsión de grupos específicos" (Roa y Duarte, 2012: 26).
Los estudios científicos recientes que describen las problemáticas propias de los megaproyectos para la producción de energía hidroeléctrica y de sus entornos son bastante críticos frente a la construcción y entrada en operación de los embalses. Estos han tenido algunos efectos como poner en cuestión la calificación de verde o sustentable de dicho tipo de energía, y posicionar la discusión tanto en la agenda nacional como en la internacional y han concluido, casi unánimemente, con base en casos de estudio y en generalizaciones cuantitativas que los riesgos, efectos negativos e impactos problemáticos en términos ambientales, sociales, geológicos y financieros superan con creces las ventajas de la intervención (Scudder, 2017; Ahlers, et al., 2017; Ansar, et al., 2014). Sin embargo, la producción crítica ha descuidado un asunto central: qué hacer, en términos de manejo, con los embalses existentes.
Así, el punto de partida de esta propuesta es la identificación de un vacío en términos de planificación de las áreas de influencia de embalses. De manera específica para el caso de Colombia es posible afirmar que, en los entornos de embalses existentes, las etapas de proyección, construcción y entrada en operación inicial están reguladas respectivamente por una normatividad relacionada con los estudios de impacto ambiental, la licencia ambiental y el Plan de Manejo Ambiental. Sin embargo, en el largo plazo, la operación de dichos embalses produce una transformación dramática en la geografía de los municipios involucrados que no alcanza a estar prevista por dichas disposiciones y, actualmente, no existe ningún mecanismo que obligue a implementar una metodología para evaluar y regular dicho cambio. En otros términos, los impactos territoriales provenientes del desarrollo y puesta en operación de los proyectos hidroeléctricos no están regulados en el país. Dichos vacíos se extienden no solo a los aspectos ambientales, sino, entre otros, a los sociales, económicos y políticos.
Ahora bien, si se quiere llenar el vacío que se ha identificado tanto desde el punto de vista técnico como normativo en lo que tiene que ver con el manejo y gestión de embalses, es necesario llevar a cabo dos operaciones complementarias: primero, desarrollar una metodología técnica que permita una aproximación a las potencialidades y restricciones de los embalses y sus áreas de influencia para el desarrollo de usos complementarios o compatibles para tomar en consideración sus particularidades, de tal forma que existan criterios objetivos que ofrezcan una respuesta a la pregunta de qué se puede hacer en ellos de manera sostenible, no solo considerando las restricciones operativas, sino sociales, ambientales y económicas. Segundo, diseñar una estrategia que permita integrar dichos criterios al ordenamiento jurídico, en el sentido de hacerlos vinculantes para los agentes territoriales. Sólo de esa manera la planificación técnica podrá traducirse en una ordenación y gestión territorial que aborde, desde un enfoque integral, las problemáticas asociadas a las presiones y tensiones tanto sobre el recurso hídrico, como sobre la obra de infraestructura y las zonas de protección aledañas.
De acuerdo con la Política Nacional para la Gestión Integral del Recurso Hídrico (Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial, 2010), el agua es considerada un recurso natural renovable que tiene la categoría de estratégico, dada su relación inmediata con el desarrollo social, cultural y económico del país, y su contribución a la vida, el bienestar, la seguridad alimentaria, y el mantenimiento y el funcionamiento adecuado de los ecosistemas. En este sentido, existe un mandato constitucional y legal, que deben acatar todas las autoridades y personas en Colombia, dirigido a la protección y uso eficiente de los recursos hídricos. Así, un indicador de eficiencia en el uso del agua está determinado por los usos múltiples del mismo, es decir, que, si se considera un cuerpo de agua específico, su aprovechamiento será eficiente en tanto más usos efectivos del recurso se presenten. Esta condición y mandato de eficiencia se constituye, entre otras cosas, en un reto tanto para los usuarios del agua, como para el Estado en tanto regulador, pues el uso múltiple del agua genera conflictos asociados a las perturbaciones potenciales que un uso puede generarle a los demás y de los impactos que dicha diversificación implica para el ciclo natural del agua (Tundisi y Matsumura-Tundisi, 2011).
El agua puede cumplir con funciones biológicas (necesidades básicas humanas y animales), ecosistémicas (sirve de medio para la reproducción de especies acuáticas), técnicas (materia prima para actividades residenciales, industriales o de producción) y simbólicas (usos asociados a valores culturales) (Tundisi y Matsumura-Tundisi, 2011). Dichas funciones pueden llegar a ser compatibles, incompatibles o complementarias dependiendo de sus características específicas, por ello es necesario que, en cada caso concreto, se definan y categoricen los usos, de manera que, si se presenta un conflicto, existan elementos y herramientas que permitan solucionarlo y definirlo.
En el caso de los embalses, la categoría de uso principal la detenta el propósito para el cual se construyó y será el referente con el cual se determinen los demás usos entre compatibles, condicionados o prohibidos. Así, al momento de regular dichos usos, será necesario analizar de manera concreta las particularidades de cada embalse, y reconocer sus potencialidades y escenarios actuales. En este punto se encuentran las limitaciones y vacíos principales en Colombia, porque los embalses no son considerados como hechos territoriales particulares, de manera que, ante la ausencia de criterios, a la hora de analizar qué se puede hacer en sus entornos no se haría diferencia frente a cualquier otro cuerpo de agua, lo que da como resultado una concurrencia de competencias y autoridades bastante problemática (Roa y Duarte, 2012).
La Capacidad de Acogida como herramienta de planificación
Para la planificación de los megaproyectos para la generación hídrica de energía se parte del supuesto, según el cual, los embalses son dispositivos que producen procesos de reconfiguración territorial que es necesario conocer y comprender con el objetivo de intervenir y orientar. Dicha reconfiguración se origina porque este tipo de infraestructura, además de ser mecanismos de gestión, administración y aprovechamiento económico del agua al articularse con los contextos particulares donde se insertan, tiene impactos en el medio ambiente, en las actividades económicas y en la estructura social, política y cultural de su entorno.
De acuerdo con lo anterior, en términos epistemológicos se asume que las áreas impactadas por su construcción y entrada en operación son unidades de análisis espacial que, en cuanto tales, pueden racionalizarse a través del establecimiento de variables cuantificables y medibles que se organizan como modelos (Hartshorne, 1939; Harvey, 1969). Más aún, que dado que la transformación espacial es producida por una intervención técnica concreta, los cambios son comunes a los territorios en condiciones similares, dado que el embalse singulariza el espacio en el que se inserta y constituye una unidad que puede definirse, cuantificarse y generalizarse a través de un modelo replicable, lo que, a su vez, hace posible sistematizar el conocimiento y hacerlo comparable para comprobar tendencias generales que permitan, además, proyectar el desarrollo y la planificación de la intervención humana sobre este tipo de espacios. En términos de Ramírez y López (2015: 28), el análisis espacial abre la posibilidad de "hacer modelos que permiten explicar, analizar, hacer predicciones, establecer patrones, tendencias y tomar decisiones [sobre la realidad]". Ello hace que el análisis espacial sea un instrumento fundamental para la planeación.
Así las cosas, para conocer y planificar el espacio que producen los megaproyectos para la generación hidráulica de energía debe hacerse una evaluación posterior que considere como horizonte temporal la operación del proyecto y su relación con el territorio en el cual se inserta, lo que supone la integración, a través de una unidad espacial de análisis, de los sistemas complejos que resultan una vez emplazado el embalse. El objetivo de planificar implica, adicionalmente, operativizar el conocimiento espacial para la asignación de usos de suelo compatibles y complementarios a la generación de energía, y la protección ambiental.
Una de las metodologías con las que es posible hacer dicha aproximación es la evaluación de impactos acumulativos (Cooper y Sheate, 2002; Brismar, 2004), en la cual se utiliza el análisis espacial para determinar la estructura y la conformación de un espacio en un momento determinado. Los impactos acumulativos son definidos por la Ley Nacional de la Política Ambiental de Estados Unidos, NEPA, como
los impactos en el ambiente que resultan del efecto incremental de una acción, agregada a los efectos de acciones pasadas, presentes y razonablemente previsibles en el futuro. Los impactos acumulativos pueden resultar de la combinación de acciones menores que consideradas individualmente carecen de importancia, pero que adquieren relevancia al ser consideradas colectivamente durante un período de tiempo determinado (U.S. Environmental Protection Agency, 1999).
Se han desarrollado una serie de procedimientos bastante precisos en términos técnicos para la evaluación de impactos acumulativos (California Department of Transportation, 2012; Hegmann, et al., 1999; Smith y Spaling, 1995), por ejemplo, del análisis multiescalar de la red ecológica (Chen, Chen y SU, 2011). Ahora bien, para el caso que nos ocupa se propone desarrollar una aproximación técnica que permita caracterizar los entornos de embalses para la generación hidráulica de energía para tomar en consideración sus particularidades, de tal forma que existan criterios objetivos que ofrezcan una respuesta a la pregunta de cómo están constituidos esos territorios en cuanto a sus potencialidades y restricciones.
Se insiste, de acuerdo con lo que fue dicho en el acápite anterior, que la inexistencia de experiencias de ese tipo en el contexto nacional se explica por la ausencia legal de la obligación de hacer estudios sobre los efectos a largo plazo de estas intervenciones y porque, en términos de ordenamiento territorial, los embalses no son considerados diferencialmente, de manera que, para la asignación de usos de suelo, se utilizan criterios y modelos estándares.
En este trabajo se propone que la metodología de capacidad de acogida, aplicada con las herramientas de la evaluación multicriterio (EMC) y multiobjetivo (EMO) con integración en Sistemas de Información Geográfica (SIG), funcione como una evaluación de impactos acumulativos en entornos de embalses, en tanto permite entender la configuración del territorio luego de la entrada en operación de la hidroeléctrica, para determinar los posibles usos del suelo en los mismos (Aguilar, 2012).
La propuesta de aplicación del modelo de capacidad de acogida pretende ser, primordialmente, un diagnóstico territorial (Gómez, 2007) que, en términos funcionales, se instrumentaliza con fines de planificación, es decir, busca que el conocimiento e interpretación de la dinámica espacial evite el establecimiento de usos por demanda. En este punto se resalta la aplicabilidad e idoneidad de este modelo con respecto a otras alternativas, en primer lugar, porque no pretende ser explicativo de localización de actividades, usos del suelo y sus efectos, como es el caso de aquellos inspirados en el modelo de anillos concéntricos de von Thünen (Walker, 2001; 2012; Caldas, et al., 2007; de Carvalho, 2013; Phelps, et al., 2013; Wästfelt y Arnberg, 2013), en la teoría de la localización de Alfred Weber (Scott y Angel, 1987; Witlox, 2000; McCann y Sheppard, 2003; Lall y Chakravorty, 2005) o en la teoría de los lugares centrales de Walter Christaller (Pumain y Saint-Julien, 2014; Wanmali y Islam, 1995; Dennis, et al., 2002; Openshaw y Veneris, 2003; Barnes y Minca, 2013). De la misma manera, dado que el embalse ya está construido y lo que se pretende es utilizarlo como potencial para el desarrollo de otras actividades, no es posible determinar la asignación de usos del suelo con modelos de optimización de localización en SIG, como es el caso de la programación lineal con técnicas heurísticas (Fernández, et al., 2013; 2014; Delgado-Osuna, et al., 2016; Haque y Asami, 2014; Datta, et al., 2006).
Finalmente, con la consideración de que se trata de espacios frágiles en los que está implicada la conservación de recursos estratégicos como el agua y los suelos con bosques nativos o plantados es necesario incorporar criterios de sostenibilidad y sustentabilidad que hagan que el resultado sea conservador y conservacionista para garantizar el desarrollo de las actividades principales, es decir, la generación de energía y la protección ambiental. Lo anterior implica trascender las categorías o criterios simples de asignación de usos de suelo como carga, aptitud o uso potencial. Así, se insiste en la probabilidad de que el embalse funja como el catalizador de un sistema regional emergente, con contenidos atractivos en materia de espacios naturales y una demanda probable para actividades relacionadas con el ocio, el turismo y la recreación. Esto sugiere anticipar su gestión, para lo cual el modelo de Capacidad de Acogida bien podría orientar su desarrollo para señalar áreas adecuadas, distribución de impactos y oportunidades recreativas, toda vez que los subsistemas territoriales responden de maneras diferentes a las imposiciones del progreso.
La Capacidad de Acogida del Territorio se define como el grado de idoneidad o la cabida del territorio para una actividad. Tiene en cuenta la medida en que el territorio cubre los requerimientos locacionales de la actividad (capacidad) y sus efectos sobre el medio (impacto o vulnerabilidad), por lo tanto, es un indicador del mejor uso que puede hacerse del territorio en virtud de su sostenibilidad (Antequera, 2008). La idoneidad hace alusión a la aptitud del territorio en su oferta medioambiental, es decir, con qué cuenta para prestar un servicio o conjunto de estos, una vez se active su demanda, a lo que se denomina capacidad. Por efectos se hace referencia a los impactos que dichas actividades pueden tener sobre el medio, en otras palabras, los niveles de perturbación derivados de tal ocupación, a lo que se denomina vulnerabilidad. De acuerdo con lo anterior, la Capacidad de Acogida se expresa también como el nivel de actividades que el medio ambiente puede soportar sin sufrir un impacto negativo significativo, debido a la acción que el ser humano realiza sobre él (Ramírez, et al., 2011). De este modo, la capacidad es el resultado de la aptitud menos la vulnerabilidad.
La Capacidad de Acogida se interpreta en esta propuesta como síntesis de dos requerimientos o factores que la condicionan (Antequera, 2008): la capacidad del territorio como soporte físico de una actividad, y la vulnerabilidad o el impacto del medio físico frente a una actividad o uso concreto. Los impactos considerados son aquellos derivados de la implantación de la actividad y de su uso posterior. La valoración de la capacidad y de la vulnerabilidad se realiza de forma cualitativa en cinco niveles: muy alto (MA), alto (A), medio (M), bajo (B) y muy bajo (MB). Para aplicar la metodología se deben seleccionar las actividades a evaluar, los factores que determinan la capacidad y la vulnerabilidad, y un conjunto de procedimientos para integrar toda la información temática disponible.
El modelo de Capacidad de Acogida así planteado arroja como resultado seis situaciones para cada uso considerado de forma independiente (véase Tabla 1), de manera que situaciones intermedias de capacidad y vulnerabilidad permitirán usos determinados, previo estudio de viabilidad técnica si la restricción es por capacidad o de viabilidad ambiental si la restricción es por vulnerabilidad.
UP: se permite el uso sin limitación. No existen restricciones técnico económicas, ni restricciones ambientales.
A (EIA): se acepta el uso, pero debe mediar la elaboración de un estudio de impacto ambiental en el que se demuestren las medidas a tomar para corregir el impacto previsto.
A (IVT): se acepta el uso, previo informe favorable de viabilidad técnico económico.
A (EIA + IVT): se permite el uso, previo informe de viabilidad técnica y ambiental.
DES: se desaconseja el uso por ser incompatible con la protección del medio ambiente al provocar daños considerables o irreversibles.
NP: no se permite el uso.
Antes de aplicar el modelo de Capacidad de Acogida es necesario excluir de la unidad de análisis territorial al conjunto de situaciones que no permiten la implementación de los usos y actividades complementarias y compatibles, ya sea por la condición jurídica de la propiedad, por el alto riesgo en la operación comercial del embalse (zonas operativas y de monitoreo) o por las características naturales de la zona (áreas de alto riesgo no mitigable o áreas naturales protegidas).
Una secuencia metodológica que responda a los objetivos propuestos supone el agotamiento de, por lo menos, las siguientes actividades:
Definir el conjunto de usos y actividades de probables en la zona del embalse, es decir, tanto en el espejo de agua, como en el área de influencia y, aunque esto puede depender de las condiciones particulares de cada cuerpo de agua, en términos generales, deberán considerarse usos turísticos, de navegación, pesqueros, recreativos, urbanos y mineros (véase Tabla 2).
Indagar sobre la existencia, acceso, pertinencia y calidad de la información con relación a los usos que se van a analizar, considerando detalles como escala y vigencia para la identificación de los datos de carácter imprescindible que sería necesario generar.
Determinar las variables, definir sus atributos y asignar las clases asociadas tanto para la condición de capacidad, como para la de vulnerabilidad por cada uno de los usos y actividades a evaluar.
Estandarizar, homogeneizar y depurar los formatos digitales de trabajo, actividad necesaria para la integración posterior en el SIG.
Consultar a expertos sobre la importancia, clasificación y jerarquía de cada una de las variables de capacidad y vulnerabilidad considerando los usos y actividades, de manera que arroje una ponderación que jerarquice las variables y que permita construir el algoritmo correspondiente en el SIG.
Incorporar la información cartográfica al SIG.
Desarrollar e implementar los algoritmos matemáticos, el álgebra de mapas y la decisión multicriterio.
Generar cartografías temáticas por variables y por actividades.
Determinar la capacidad de acogida por actividad a través de mapas de síntesis.
Realizar análisis multiobjetivo, necesario para tomar la decisión de cuál actividad privilegiar en caso de que se presentan dos o más en condiciones similares de favorabilidad y en el mismo espacio.
Realizar una síntesis cartográfica del modelo de ocupación territorial, que es una propuesta de zonificación que recoge la asignación de los mejores usos posibles o sus combinaciones derivadas del modelo de capacidad de acogida, previa resolución de tensiones o conflictos entre actividades.
Las actividades descritas para el desarrollo de la metodología pueden sintetizarse en:
Diseñar un modelo conceptual que contempla: la selección de los usos a evaluar; la definición de las limitantes o variables que determinan las zonas que no deben contemplarse en los análisis, ya que no se permite ningún uso diferente a la protección; la definición de los criterios de capacidad y de impacto que aplican para cada uso; la calificación o ponderación de dichos criterios a partir de la consulta a expertos; la determinación de los objetivos que permitan identificar los usos óptimos del territorio; y la priorización de los usos evaluados a partir de su contribución al logro de los objetivos definidos.
Elaborar un modelo lógico, en el cual se seleccionan las herramientas del SIG aplicables al modelo conceptual diseñado, sustentado en la plataforma ArcGIS y su aplicación ModelBuilder, la cual es utilizada para crear, editar y administrar modelos, definidos como flujos de trabajo que encadenan secuencias de herramientas de geoprocesamiento.
Realizar un modelo cartográfico como medio de verificación de los modelos conceptual y lógico (véase Figura 1).
Conclusiones
Una vez caracterizados los entornos de los megaproyectos para la generación de energía hídrica como unidades de análisis espacial que requieren de un diagnóstico territorial adecuado y que pueda ser instrumentalizado en términos de planificación, la Capacidad de Acogida se destaca como una herramienta potente para realizar dicho análisis territorial. Esta metodología representa posibilidades para llevar a cabo la planificación y el ordenamiento en entornos de embalses a través de la consideración sistemática, como insumo, de las restricciones ambientales y operativas de estas zonas, que suelen ser frágiles por los impactos acumulativos presentes en el territorio, y los bienes y servicios ecosistémicos que prestan.
El municipio, las autoridades ambientales y las empresas generadoras, como actores territoriales principales, son los llamados a dirigir los procesos de planeación y ordenación en los territorios de embalses para solucionar o evitar los conflictos que se generen por el uso múltiple del agua en dichos entornos. Esta también es la vía para vincular a las comunidades afectadas por la construcción y entrada en operación de los mismos, para distribuir más equitativamente sus beneficios y potencialidades. En otros términos, sólo con una planificación, ordenación y gestión adecuada del embalse es posible pensar en su desarrollo sostenible integral desde los aspectos sociales, ambientales y económicos.