Introducción
Este artículo parte de la necesidad de entender los procesos y las dinámicas del despojo a partir de sus espacialidades, es decir, de las formas violentas en las que se inscriben y sedimentan en el espacio, y que resultan en su producción. A pesar de que la noción de despojo ha ganado gran relevancia en el contexto colombiano actual, su uso tanto en círculos académicos como gubernamentales y de organizaciones sociales no ha resultado en un análisis detenido de su significado y sus posibilidades. Más aún, se dan por sentadas las reconfiguraciones espaciales implicadas en dinámicas de concentración y acaparamiento de los recursos, lo que ha generado un fetichismo espacial frente al despojo1. Aunque hacer una genealogía del despojo en Colombia excede las posibilidades de este artículo, considero necesario construir maneras más capaces (tanto aptas como espaciosas) de entender sus distintas causas, modalidades, mecanismos y resultados. En la coyuntura actual, el concepto tiene gran potencial explicativo y político. Si bien en términos generales se entiende como la pérdida por medios violentos de la posesión de un bien, el despojo permite preguntarse no solo por la manera como se priva de la propiedad de los recursos a alguien o a un grupo de personas, sino cómo se disputan las diversas formas de uso, acceso, control y representación de los recursos. Vista de este modo, la categoría permite enfocarse en las articulaciones entre despojo, desigualdad y violencia.
A partir de mi experiencia de investigación en el parque Tayrona y en la región de Montes de María en el Caribe colombiano, propongo un análisis del despojo desde una perspectiva espacial y etnográfica2 3. Esta perspectiva permite entender el despojo a través de la manera en la que produce espacios y sujetos concretos. Asimismo, permite estudiar las formas cotidianas en las que este se hace posible y se actualiza. A lo largo del artículo doy cuenta de la necesidad de estudiar los paisajes del despojo y cómo estos deben ser entendidos desde su constante producción tanto simbólica como material. Los casos que analizo sugieren dos aspectos importantes del despojo: 1) su capacidad de reconfigurar violentamente el espacio; y 2) su dimensión gradual y ordinaria. Teniendo en cuenta estos dos factores, propongo una definición del despojo como un proceso violento de reconfiguración socioespacial y, en particular, socioambiental, que limita la capacidad que tienen las comunidades de decidir sobre sus medios de sustento y sus formas de vida4.
La segunda sección de este artículo, luego de esta introducción, hace un rápido recuento de la manera como se ha usado la categoría de despojo en Colombia y presenta algunas contribuciones importantes desde la academia. En la tercera sección propongo un análisis espacial de los procesos y dinámicas de despojo desde la historia reciente del parque Tayrona y de Montes de María. La cuarta sección puntualiza los principales elementos de una propuesta de análisis acerca de los mecanismos y las modalidades del despojo a partir de los paisajes que produce. Por último, las conclusiones vuelven sobre la relevancia de este tipo de estudios, sobre todo en el contexto actual del país.
Estudios sobre el despojo en Colombia
El uso del concepto de despojo en Colombia se ha extendido debido a la coyuntura de transición hacia el posconflicto. A partir de la Ley 1448 del 2011, Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, y desde instancias estatales como la Unidad de Restitución de Tierras y la Unidad para las Víctimas, se ha generalizado la definición del despojo como la perturbación a la posesión5, aunque algunos antecedentes lo entienden como un atentado contra los derechos patrimoniales de las comunidades locales (Acción Social 2009, 11-13). Si bien el marco legislativo parece reconocer que el derecho de propiedad no es suficiente para abarcar las distintas formas que aseguran la posesión de la tierra, y que la expropiación violenta no es el único mecanismo de despojo6, este se toma como la apropiación ilegal de predios por parte de actores armados. Asimismo, los intentos por caracterizar el despojo en Colombia han estado enfocados sobre todo en el acaparamiento de tierras y el abandono de predios a causa del desplazamiento forzado (CSPPDF 2009; Ibáñez 2008).
Así, la noción prevalente en el discurso oficial y mediático entiende el despojo como un evento; como un hecho específico resultado de acciones ocurridas por fuera de lo usual. Por el contrario, mi interés está en reconocer las formas sostenidas, ordinarias y legitimadas de despojo. Como mostraré más adelante, más que un evento particular, el despojo es el resultado de procesos violentos de expoliación, explotación y exclusión que se acumulan en el espacio y que entretejen múltiples escalas espaciales y temporales. Desde esta perspectiva también se hacen visibles su carácter inacabado y las diversas estrategias de resistencia frente a él.
Los usos del concepto en el país también guardan estrecha relación con el lenguaje de organismos multilaterales como la FAO (2012), de organizaciones no gubernamentales como Grain (2008) y de movimientos sociales internacionales como La Vía Campesina (2012). Al retar abiertamente la noción de despojo operativizada por el Estado colombiano, los movimientos campesinos, étnicos y de mujeres llevan más de una década denunciando el despojo de la tierra, el agua, los bosques, la pesca y la comida, entendidos estos más que como simples bienes. En el país, numerosos movimientos sociales y líderes comunitarios insisten en señalar el despojo como la privación del territorio, la identidad y la vida misma. En últimas, lo que se despoja es “lo que no puedes volver a ser”7. También, algunas organizaciones defensoras de derechos humanos tienen una trayectoria de varios años en la denuncia y caracterización del despojo en Colombia; Cinep (2012), la CCJ (2011) e ILSA (2014), entre otras, han contribuido a la comprensión del despojo más allá de las acciones ilegales de actores armados, incluyendo los intereses de sectores económicos y políticos por la tierra y otros recursos8.
A pesar de ello, algunos de estos estudios equiparan violencia, desplazamiento forzado y despojo, e incluso caracterizan el despojo como un elemento connatural a la historia del país. Con esto no quiero desestimar las dimensiones del despojo en el país ni sus raíces en formas históricas y profundas de desigualdad. Tampoco niego el papel central que ha tenido el conflicto por la tierra y otros recursos en la guerra en Colombia (Reyes 2009). Los estimativos oficiales, que oscilan entre 1,2 y 10 millones de hectáreas despojadas solo por parte de grupos paramilitares (AMH 2009, 21-23), hablan de un fenómeno preocupante y urgente. Sin embargo, cómo ocurre el despojo, qué factores lo posibilitan, cómo se traduce (o no) en dinámicas particulares de acumulación de capital y cuáles son sus características generalizables y concretas para cada caso, son todas preguntas que se deben responder de manera cuidadosa y no desde la reificación del despojo como un fin último o como una fuerza autónoma y externa que opera de manera indiferenciada.
En este sentido, los aportes del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) al estudio del despojo en el país son importantes. El texto El despojo de tierras y territorios parte de la premisa de que el problema del despojo va más allá de la propiedad y de los bienes, y busca “una mayor comprensión de la compleja interacción de las dinámicas del conflicto armado con el problema agrario y con la reconfiguración de las relaciones socioculturales, políticas, económicas y ambientales en las regiones del país” (AMH 2009, 15). Por otro lado, los informes realizados por el CNMH como parte de la colección Despojo, Desplazamiento y Resistencia sugieren en su conjunto una noción más densa y elaborada del despojo que busca entender los procesos históricos que subyacen a los distintos medios y fines del despojo en el país9. Sin embargo, la dimensión espacial ocupa un lugar marginal en el análisis. A pesar de que se enfatiza la reconfiguración de relaciones sociales y de poder, los estudios se refieren a los territorios y los lugares como si existieran previamente. La pregunta por los nuevos espacios y espacialidades que se forjan con el despojo queda de lado. Además, se asume que todo despojo implica un desalojo, lo cual contradice las experiencias de diversas comunidades locales a lo largo del país, y también se asume que la violencia utilizada para despojar a una comunidad es sinónimo de coacción, lo que deja por fuera formas ordinarias (Das 2006) y menos visibles de violencia (Nixon 2011), que se inscriben en la vida diaria y que no necesariamente implican el uso de la fuerza física10.
La discusión está anclada, sin duda, en las teorizaciones marxistas sobre la acumulación primitiva y la comprensión del despojo como la separación violenta de las personas de los medios de producción. No obstante, el auge reciente del término despojo hace eco del trabajo de David Harvey (2003, 2004) y de su propuesta de examinar cómo el capital, en su necesidad de reproducción, debe recurrir a un proceso de permanente despojo -la acumulación por despojo o acumulación por desposesión- (Harvey 2003)11. El carácter predatorio de la expansión capitalista, según Harvey, se refleja en procesos de mercantilización y privatización de la tierra, de acaparamiento de bienes comunes y de expulsión violenta de poblaciones campesinas, entre otros (2003, 144). Otras aproximaciones han sido fundamentales para entender las lógicas, los mecanismos y las modalidades que adquieren el despojo y su relación con procesos de dominación, subordinación y explotación. Entre ellos, cabe señalar el trabajo de Silvia Federici ([2004] 2010) y el tratamiento cuidadoso que le da a la manera como la subordinación de las mujeres y la separación de las esferas de la producción y la reproducción han sido centrales en los procesos de acumulación. Asimismo, el trabajo de Judith Butler y Athena Athanasiou (2013) ofrece un concepto de despojo que va más allá de su definición como una precondición de la acumulación de capital. Su propuesta permite comprenderlo en tanto una “condición derivada de la privación forzada de la tierra, derechos, medios de vida, el deseo o modos de pertenencia” (Butler y Athanasiou 2013, 5, traducción propia).
En el caso de las comunidades rurales, múltiples estudios han documentado el acaparamiento de los recursos y sus consecuencias (por ejemplo, Araghi 2009; Borras y Franco 2010; Borras, Hall, Scoones, White y Wolford 2011). Pero, a pesar de su importancia, muchas de estas investigaciones no se centran en la transformación de las dinámicas locales ni en los procesos graduales de despojo. En América Latina y el Caribe, distintos autores han recurrido al análisis del despojo para describir procesos de expansión de la agroindustria, la minería, la explotación de hidrocarburos y otras formas de extractivismo, incluyendo el turismo y la bioprospección. La vasta literatura sobre el despojo en la región ha permitido entender mejor los procesos de acaparamiento, concentración y extranjerización de los recursos (por ejemplo, Alonso-Fradejas 2012; Gras y Hernández 2013; Sauer y Almeida 2011; Svampa y Viale 2014). Sin embargo, algunos estudios basados en la fórmula de “despojo, entonces acumulación de capital” se apresuran a seguir la narrativa teleológica del capital y pasan por alto las historias y geografías específicas del despojo, así como su relación con otras formas de producción de la desigualdad y la subordinación (cf. Edelman y León 2014; Hart 2006; Kelly 2011; Mollet 2016).
El análisis del despojo en Colombia cuenta con una rica tradición académica en los trabajos sobre la cuestión agraria (Bejarano 1977; Fajardo 1984; LeGrand 1988; Machado 1998; Mesa 1972, entre otros). La literatura más reciente sobre procesos de despojo busca contribuir a la tradición de los estudios agrarios en el país desde perspectivas que problematizan las disputas por el acceso a los recursos, más allá de un problema de clase y de poder político. Con este fin, los análisis sobre despojo se nutren también de autores como Arturo Escobar (2010), Eduardo Restrepo (2004), Astrid Ulloa (2008) y Claudia Leal (Leal y Restrepo 2003), que si bien no usan la categoría, han abordado antropológicamente las prácticas y los discursos en torno al uso y manejo de la tierra, los bosques, el agua y el suelo en Colombia. Autores como Flor Edilma Osorio (2001) , Donny Meertens (2009), Yamile Salinas (2012) y Gabriel Tobón (2011) también han contribuido a este análisis al ofrecer una dimensión histórica de las disputas por los recursos y sus efectos para las comunidades locales.
Algunas investigaciones recientes han ahondado en las complejidades del despojo en contextos concretos. En lo que respecta a los espacios y las subjetividades que emergen en relación con estos procesos, cabe resaltar tres líneas de trabajo:
1. El estudio del papel del Estado en los procesos de despojo de los recursos naturales. Trabajos como el de Irene Vélez-Torres (2014) en el Alto Cauca, Jacobo Grajales (2011, 2014) en el departamento del Magdalena y Teo Ballvé en el Chocó (2012, 2013) ilustran las confluencias entre violencia estatal y paraestatal, las políticas de desarrollo y el acaparamiento de los recursos naturales. De manera similar, el trabajo de Catalina Quiroga (2016) en Montes de María indaga por la construcción histórica del despojo del agua y su relación con el proyecto desarrollista; y el trabajo de Ingrid Díaz (2016) en el Meta se preocupa por el papel de las políticas estatales en la configuración del acceso a la tierra en la zona de San Martín.
2. La comprensión de modalidades paulatinas y menos visibles de despojo. Investigaciones como la de Alejandro Camargo (2016), en el sur del Atlántico, Jefferson Jaramillo, Natalia Londoño y Gina Sánchez (2015) y Juan Carlos Morales (2016), en el norte del Cauca, dan cuenta de distintos despojos, así como de las transformaciones socioespaciales que resultan de estos. De manera similar, Jennifer Petzel (2016), en su investigación en Montes de María, expone los efectos de la agroindustria palmera sobre la vida cotidiana de las mujeres en la región.
3. Los procesos de despojo en nombre de la naturaleza. Estudios como el de Roosbelinda Cárdenas (2012) en el Alto Mira, Carlos del Cairo e Iván Montenegro (2015) en el Guaviare y María Camila González (2014) en el Tayrona prestan atención a cómo las políticas de la conservación, el ecoturismo y la expansión de monocultivos para la producción de agrocombustibles se han traducido en la expropiación y la exclusión de comunidades locales.
Si bien estos son solo algunos ejemplos de una creciente literatura, considero que son una importante contribución a una mejor definición y explicación del despojo y sus dinámicas particulares en distintos lugares del país. Su mirada antropológica, aunque desde diferentes disciplinas, permite caracterizar mejor sus causas, mecanismos, modalidades y consecuencias. En la siguiente sección muestro cómo una perspectiva de análisis espacial y complementaria de la mirada etnográfica hace posible entender las maneras en que la configuración misma de estos lugares está atravesada por procesos de despojo.
Las geografías del despojo en el Caribe colombiano
Desde finales de los años noventa, el Caribe colombiano ha sufrido transformaciones significativas. La región tuvo un papel central en el surgimiento y consolidación del paramilitarismo, y en departamentos como Magdalena, Sucre, Córdoba y Bolívar se vivieron formas absolutamente cruentas de violencia. El afianzamiento del poder paramilitar tuvo consecuencias dramáticas sobre el uso y el control de los recursos, lo que resultó en una contrarreforma agraria sin precedentes en el país, y en particular para la región, donde se concentra el despojo (Reyes 2009). En esta sección me baso en los ejemplos del parque Tayrona y de la subregión de Montes de María para ilustrar la manera como estos lugares y sus espacios han sido forjados a partir de dinámicas de despojo que se materializan en la vida diaria.
El Parque Nacional Natural Tayrona es un área protegida ubicada en la falda norte de la Sierra Nevada de Santa Marta. Fue establecida en 1964 y abarca 15.000 ha que incluyen 3.000 ha de ecosistemas marinos. La zona tiene una larga historia de disputas en torno al uso y conservación de los recursos, a lo que se suma el hecho de que, desde la década de los setenta, se constituyó como una de las principales vías de salida de marihuana y coca, cultivadas en la zona, hacia el exterior del país. A comienzos de la década del 2000, tras la implementación de programas estatales que conjugaron la militarización y la promoción turística de la región, el parque se convirtió en un importante destino turístico nacional e internacionalmente. Por su parte, Montes de María es una región agrícola que comprende 15 municipios ubicados entre los departamentos de Sucre y Bolívar. Su historia ha estado marcada por los agronegocios, que incluyen monocultivos de tabaco, caña, arroz, maderables y palma aceitera, así como grandes fincas ganaderas. Luego de la presencia de grupos guerrilleros durante los años ochenta, Montes de María fue escenario de acciones violentas por parte de fuerzas paramilitares hasta el punto de convertirse en un lugar emblemático del conflicto armado en Colombia.
A pesar de sus características concretas, tanto en la Sierra Nevada de Santa Marta y el parque Tayrona, como en Montes de María, las fuerzas paramilitares actuaron con anuencia del Estado y perpetraron asesinatos selectivos, violaciones sexuales, masacres, amenazas y desplazamientos forzados (CNRR 2010). Defensores de derechos humanos, líderes comunitarios, ambientalistas y pobladores rurales fueron las principales víctimas de estos ataques que se tradujeron en el despojo de sus medios de sustento y formas de vida. La violencia paramilitar fue usada para implantar un orden socioespacial donde la proliferación del miedo fue entendida e incluso celebrada como pacificación.
Este orden se caracterizó por la recuperación o reclamación de estos dos lugares, ahora seguros y listos para la puesta en marcha de proyectos de desarrollo y conservación. Particularmente, durante la última década, el parque Tayrona y Montes de María han sido producidos desde el Estado, la empresa privada y los medios como lugares para la inversión y el desarrollo asociado al turismo (Tayrona) y la agroindustria (Montes de María). El mito del posconflicto se enmarca en narrativas celebratorias del advenimiento del “nuevo amanecer caribe” (Cantillo 2015) o el “nuevo despertar del Caribe” (De la Espriella 2012). Esta narrativa de un nuevo comienzo insiste en que la región ya no es sinónimo de atraso, violencia y corrupción, y asume el posconflicto como un hecho cumplido, a pesar de las alarmantes cifras de violencia, sobre todo en contra de líderes campesinos y reclamantes de tierras en la región.
Tanto para el Tayorna como para Montes de María, el mito del posconflicto se sustenta en procesos de despojo que se legitiman como necesarios para la conquista de la paz, con lo cual se justifican o invisibilizan. A su vez, las geografías imaginadas de tierras dispuestas para el capital contribuyen a legitimar procesos sostenidos de despojo en nombre del desarrollo de estas zonas. En ambos casos, aunque con características particulares, la reconfiguración violenta del acceso a los recursos se dio por medio “del rifle y el título” (Grajales 2011). Sin embargo, es un error reducir el despojo a estos eventos de acaparamiento de la tierra. Como muestro a continuación, el despojo de las comunidades locales en el Tayrona y en Montes de María se ha dado de manera sostenida a través de modalidades menos visibles, pero también violentas.
Pretextos verdes: el parque Tayrona
En el parque Tayrona, el “paraíso recuperado” para el turismo, el despojo de los medios de sustento de campesinos, pescadores y proveedores de servicios turísticos se ha dado a través de distintos mecanismos. Durante los años de estricto control paramilitar bajo el mando de Hernán Giraldo, las formas de acceso a los recursos estaban mediadas por las disposiciones de “el Patrón”. Las órdenes de Giraldo definían la tenencia de la tierra, el uso del suelo, las técnicas de pesca y los recorridos e itinerarios de los pobladores del parque y sus inmediaciones. Así, la violencia de sus acciones le permitía un control cercano de los medios de sustento de la población local (“El sacrificio” 2010). En el caso del Tayrona, y en el resto del Caribe colombiano, el poder paramilitar desempeñó un importante papel en la titulación de tierras (“‘Antes nos servían whisky'” 2011; “Lo que ha dicho ‘el Canoso'” 2011) y en el refuerzo, en muchos casos, de los regímenes de propiedad que han favorecido históricamente a las élites. Estos círculos exclusivos de la política y la economía locales han accedido a predios catalogados como públicos mediante adjudicaciones irregulares, lo cual ha resultado en una mayor privatización de zonas del parque. La creciente presión sobre sus recursos ha llevado a un despojo paulatino de las estrategias de supervivencia de pobladores locales -campesinos, pescadores y pequeños prestadores de servicios turísticos-, quienes dependen de los espacios del parque para su subsistencia.
En nuestra investigación sobre las articulaciones entre violencia y conservación en el parque Tayrona (Bocarejo y Ojeda 2016), es claro que los discursos y las prácticas de conservación en la zona se han traducido en formas violentas de despojo mediante la borradura de las comunidades locales de campesinos, así como de pescadores, por parte de las acciones estatales ejecutadas en nombre del ambiente, de la seguridad y el desarrollo. La borradura ha incluido su criminalización, expulsión, amenazas de muerte y asesinatos, así como el deterioro de sus estrategias de sustento. Esto ha contribuido a que principalmente los campesinos aparezcan en el discurso público como depredadores ambientales, invasores del área protegida y como daño colateral de las fumigaciones de los cultivos ilícitos en las inmediaciones del parque.
Quiero detenerme en este punto para analizar la manera como la implementación reciente de políticas de conservación neoliberal centradas en el desarrollo (eco)turístico resulta en paisajes del despojo, no desde las formas de acaparamiento directamente asociadas a la violencia paramilitar, sino desde las negociaciones cotidianas por los recursos. En el 2005, con la excusa de generar recursos para impulsar la conservación del parque, dos zonas estratégicas del Tayrona -Cañaveral y Arrecifes- fueron concesionadas a la empresa privada Aviatur para su manejo12. Si bien las tensiones entre los miembros de la comunidad y la Unidad Administrativa Especial de Parques Nacionales Naturales (UAESPNN), entidad encargada de velar por la conservación del parque, han existido desde la creación de este, los miembros de la comunidad identifican la entrada de la empresa como un importante punto de quiebre13. Campesinos, pescadores y prestadores de servicios turísticos asocian el deterioro de sus condiciones de vida con la llegada de la concesión; creen que su establecimiento está detrás de las amenazas y órdenes de desalojo que han recibido. Estas últimas han sido ejecutadas luego por la UAESPNN, en compañía de la policía, como en el caso del desalojo violento de los pescadores de la playa de Gairaca en marzo del 2010. La creciente presión sobre los espacios y los recursos que sostienen el turismo en el Tayrona se ha traducido en la criminalización, reubicación y expulsión de campesinos y pescadores por los “pretextos verdes” de la conservación, que recaen con todo su peso en ellos (Ojeda 2012).
Además de la privatización de hecho de distintas áreas del parque, las articulaciones entre turismo y conservación para el caso del Tayrona han producido una alteración significativa de las relaciones entre los miembros de la comunidad y de estos con los funcionarios de la UAESPNN. También han alterado las reglas de juego dentro del parque y los acuerdos socioespaciales que rigen la vida cotidiana de quienes viven y trabajan allí: las geografías morales del lugar14. Por un lado, se han producido nuevos arreglos laborales. Antes de la concesión, los vendedores, guías y transportadores estaban organizados en cooperativas de trabajadores que negociaban directamente con la UAESPNN. Desde la entrada de Aviatur, quienes no firman un contrato de trabajo con la compañía deben irse. Así, por ejemplo, durante sus recorridos diarios, los guías turísticos que no trabajan para la concesión están obligados a justificar su presencia en el parque ante policías y funcionarios de la UAESPNN. Todos los días los proveedores de servicios que dependen del turismo para su subsistencia tienen que negociar con empleados de la compañía si pueden entrar y cuánto es el valor a pagar. Por otro lado, el acceso, que antes era gratuito para los pobladores locales, ya no está controlado por los funcionarios; los empleados de Aviatur son los encargados de controlar las dos entradas al parque. Los nuevos arreglos socioespaciales también definen el uso de los recursos locales. A diario, los pescadores se disputan las rutas y las técnicas de pesca con los funcionarios de la UAESPNN. Los campesinos deben negociar el permiso para sembrar árboles de mango o matas de yuca para comer. Incluso comunidades vecinas del parque, como la de Bonda, que lo han usado por décadas como lugar de recreación y reunión, ahora tienen que justificar su entrada al parque.
Estas geografías desiguales de acceso a los recursos son el resultado de procesos multitemporales de despojo que producen espacios concretos y espacialidades diferenciadas. Los paisajes del despojo en el Tayrona están dados por las ruinas de las casas de miembros de la comunidad que han sido desalojados, por los alambres de púas que demarcan las grandes propiedades dentro del parque, y por las playas de Cañaveral donde los únicos pobladores locales que tienen acceso a estas trabajan como meseros sirviéndoles cocteles a los turistas. También están dados por los reducidos espacios que la gente puede usar dentro del parque para la pesca, la agricultura y el trabajo, de los cuales depende la subsistencia de cientos de familias. Estos paisajes reflejan un proceso gradual de apropiación de los recursos y de exclusión sistemática que, como he señalado, se disputa a diario: en la cadena de la entrada, en la definición del espacio alrededor de la quebrada que no se puede habitar y en los lugares en los que es permitido venderles comida a los turistas.
Desiertos verdes: Montes de María
La región de Montes de María ha sido construida como un laboratorio de paz y de restitución de tierras. La presencia de distintas formas de intervención, incluyendo proyectos de desarrollo, militarización y asistencia humanitaria, se dio tras la arremetida paramilitar de los años noventa y los 2000, que convirtió a la zona en el ejemplo emblemático de la violencia y el despojo en el país (CNRR 2010; “¿Cómo se fraguó?” 2010; “La tierra y el conflicto” 2012). Solo entre 1997 y el 2007, el desplazamiento forzado de más de 200.000 campesinos y el acaparamiento de más de 80.000 ha por medio de estrategias combinadas de violencia física y titularización a terratenientes y empresarios se tradujeron en una evidente contrarreforma agraria (De los Ríos et al. 2012, 32). Los predios arrebatados fueron rápidamente incorporados al mercado y destinados a monocultivos de palma aceitera y de maderables, como la teca, la ceiba y la melina. Sin embargo, la militarización de la zona, tanto por las acciones de grupos paramilitares como de las fuerzas armadas, y sus consecuencias devastadoras sobre la vida de cientos de miles de pobladores en la región son entendidas como el primer paso hacia su exitosa consolidación territorial y desarrollo. Bajo la premisa desde el Estado de que los campesinos, afros e indígenas que habitan la región no saben cómo aprovecharla, esta ha sido imaginada en las políticas públicas como un paraíso de inversión. La criminalización de los pobladores locales como posibles insurgentes -guerrilleros o sus aliados- ha contribuido a naturalizar su despojo, ya no mediante la cruenta violencia de la asonada paramilitar, sino por el despojo gradual y sostenido de los agronegocios (Ojeda et al. 2015).
En la región, la progresiva privatización de los espacios y de los bienes de uso común como la tierra, el agua, los playones y los bosques, a partir de la expansión de los monocultivos, ha resultado en el confinamiento de las comunidades locales que se encuentran literalmente sitiadas por desiertos verdes de palma, teca y, más recientemente, piña. Estas iniciativas productivas, que han sido posibles incluso tras la devastación de las complejas ecologías que sostienen la vida en la región, son celebradas como proyectos de desarrollo sostenible y de mitigación del cambio climático (Ojeda 2014). De este modo, el despojo se da a partir de procesos de privatización y cercamiento, así como de la proletarización de poblaciones rurales y de los intentos por incorporarlos a proyectos verdes. Estos procesos han resultado en un acceso desigual a los recursos que ha contribuido a la reconfiguración espacial de la región. En muchos casos, el encerramiento de los espacios comunes de provisión de agua ha significado que los habitantes de las comunidades deban recorrer diariamente distancias más largas, de hasta cuatro horas a lomo de burro, para obtener agua de tuberías conectadas a los acueductos que surten a los cascos urbanos. El distrito de riego provee de agua a los monocultivos, mientras que los pobladores rurales no tienen acceso a agua potable. En otros casos, la contaminación de las fuentes de agua por herbicidas de amplio espectro usados en el cultivo de palma constituye otra forma de despojo. Las enfermedades gástricas y de la piel, así como las recurrentes mortandades de peces, son evidencia de paisajes del despojo a escala regional, local y corporal, que exigen pensar el despojo más allá de formas directas de violencia.
Asimismo, el despojo en Montes de María está soportado en buena medida por la producción cotidiana de espacios de miedo. La drástica transformación en los usos del suelo ha estado acompañada por la implementación de dispositivos de seguridad privada en las plantaciones. Los nuevos límites han resultado en nuevas geografías de la movilidad en los distintos municipios que conforman la región. De este modo, los efectos del confinamiento por parte de los monocultivos van más allá de la privatización de los recursos, ya que tienen impactos contundentes en los itinerarios y recorridos de la gente en sus actividades cotidianas. La ampliación de la distancia a la parcela o a las fuentes de agua y el aislamiento con respecto a otras comunidades son algunas de las formas de despojo que más resienten los pobladores rurales.
Por otro lado, los procesos de despojo que se vienen dando en la región han tenido efectos particularmente problemáticos para las mujeres, quienes son las que más restringidos han visto sus espacios cotidianos (Petzl 2016). Muchas de ellas trabajaban antes en la parcela pero, por miedo a ser víctimas nuevamente de ataques de violencia sexual y debido a las amenazas por parte de paramilitares, están confinadas a los espacios domésticos. Las que trabajan en los cultivos de palma se dedican a las labores más precarias: como peperas, su tarea es recoger las pepas que caen al suelo luego de que los hombres cosechan los racimos. Trabajan sin contrato ni protección alguna, con un salario que describen como “de miseria”. Tanto hombres como mujeres enfatizan el despojo de los medios de sustento desde la imposibilidad de producir su propia comida y, a pesar de las múltiples estrategias de resistencia que han desarrollado y de una fuerte historia de movilización campesina en la región, la situación es crítica. Estas estrategias incluyen la creación de redes comunitarias de producción de alimentos, la organización social en torno a la defensa del agua y la puesta en marcha de diversas iniciativas de incidencia política.
Al igual que para el parque Tayrona, las espacialidades del despojo en Montes de María son evidentes en los paisajes donde se sedimentan múltiples temporalidades. Los paisajes arrasados a causa de la violencia paramilitar se superponen a aquellos del desarrollo agroindustrial y constituyen geografías profundamente desiguales del acceso a la tierra y al agua, entre otros recursos. Estas geografías comprometen a varias generaciones. Como explico en la siguiente sección, los paisajes del despojo pueden ser entendidos como proyectos políticos sedimentados. En el Caribe colombiano, estos están compuestos por los desiertos verdes de los monocultivos, así como por las represas y canales envenenados con los agroquímicos. Incluyen las distancias cada vez más largas para poder cultivar un pedazo de tierra, así como los caminos que por el miedo ya no se pueden recorrer. Involucran también los cuerpos que cargan los legados tóxicos de la agroindustria y las cicatrices de la violencia paramilitar. Al igual que en el Tayrona, la criminalización de los pobladores rurales en Montes de María, quienes han sido vistos como poco productivos, depredadores ambientales y (potenciales) guerrilleros, se ha conjugado con otros mecanismos de despojo para producirlos como cuerpos fuera de lugar (McDowell 2000). Estos paisajes de destrucción y su producción desde prácticas de la vida diaria constituyen el centro de mi propuesta analítica frente al despojo.
Los paisajes del despojo cotidiano
Mi experiencia de investigación en el Caribe colombiano sugiere una definición de despojo que va más allá de la pérdida de posesión de un bien o una serie de bienes. Lo que se despoja, sin lugar a dudas, no es solo un bien, sino el entramado de relaciones socioambientales del que hace parte. La posesión es solo una de estas relaciones que desempeñan un papel fundamental en la definición del uso, el acceso, el control y el significado mismo de los recursos. El despojo tampoco puede ser entendido a cabalidad si se define como un acto aislado en el tiempo y en el espacio, y no como continuo. Esta visión del despojo como evento, en apariencia útil para los procesos de restitución y reparación en el país, no solo oculta las raíces históricas y geográficas de las desigualdades que hacen posible y mantienen el despojo, sino que tiene profundos efectos despolitizantes, en tanto no permite ver su carácter sostenido ni sus consecuencias sobre las ecologías, materiales y simbólicas, que sostienen la vida en distintos lugares y espacios. En últimas, no solo se despoja lo que había, sino los anhelos y los planes para el futuro: lo que los hijos no van a conocer, lo que ya no se puede hacer, adonde ya no se puede volver, lo que ya no se va a ser.
Propongo, entonces, una definición de despojo como un proceso violento de reconfiguración socioespacial, y en particular socioambiental, que limita la capacidad que tienen los individuos y las comunidades de decidir sobre sus medios de sustento y sus formas de vida. El despojo implica una transformación profunda de las relaciones entre humanos y no humanos que resulta en restricciones al acceso a los recursos15. Este se traduce a menudo en la imposibilidad de decidir sobre el territorio, la vida misma y el propio cuerpo; el despojo está asociado a la pérdida de autonomía. Como sugiere Dianne Rocheleau (2016), el despojo involucra la cooptación de la capacidad para reproducir la vida. Definido de este modo, es una forma de producción del espacio en el sentido en que la estudian los trabajos ya clásicos de Henri Lefebvre ([1991] 2013) y Doreen Massey (1992). Estos autores resaltan que el espacio es una realidad social inherentemente política y su producción constante está sin duda ligada al poder. En particular, Fernando Coronil argumenta que el espacio “como relación social [...] también supone una relación natural, una relación entre la sociedad y la naturaleza mediante la cual la sociedad se produce a sí misma al apropiarse de la naturaleza y transformarla” (2002, 31). Si el despojo es una modalidad particular de producción del espacio y, especialmente, de la naturaleza, argumento, al igual que Donald Moore en su estudio sobre raza, lugar y poder en Zimbabue, que “[...] los analistas deben tomarse en serio las materialidades ambientales y específicas de un lugar, que están entretejidas en el dominio, la distribución desigual de los recursos y los proyectos gubernamentales” (2005, 23, traducción propia).
Las características de los procesos y dinámicas del despojo en el parque Tayrona y en Montes de María ilustran dos aspectos importantes de estas formas de reconfiguración socioespacial y socioambiental: 1) la relación entre la destrucción y la producción del espacio en los procesos de despojo; y 2) las maneras en que el despojo opera de modo gradual, casi silencioso, en y a través de la vida cotidiana. A partir de estos dos aspectos propongo estudiar el despojo desde sus paisajes. La noción de paisaje apunta a cómo se entrelazan distintas temporalidades y escalas en el espacio. Según Moore (2005), los paisajes se refieren tanto a la perspectiva visual como a los territorios que esta encierra. Para él, los paisajes son sitios de lucha conformados por ensamblajes de naturaleza y cultura donde se hace evidente la simultaneidad de las disputas materiales y simbólicas sobre un terreno (22-23). Siguiendo su apuesta, entiendo el despojo a partir de los espacios donde “se conjura la sedimentación histórica de prácticas materiales y simbólicas, que están arraigadas localmente e incrustadas translocalmente” (23, traducción propia). Anna Tsing también plantea que los paisajes son configuraciones específicas entre humanos y no humanos, que están saturadas de relaciones de poder y que conjugan prácticas tanto materiales como simbólicas (2004, 174). Su propuesta complementa la de Moore en tanto se enfoca en los paisajes como proyectos inacabados y en los procesos a través de los cuales estos se construyen. Asimismo, en su análisis de las transformaciones en los medios de sustento de las comunidades negras en el Alto Mira, Roosbelinda Cárdenas utiliza la noción de proyectos de producción del paisaje para aproximarse al despojo a partir del control de los recursos (2012, 312).
Así entendidos, los paisajes resultan una apuesta conceptual provechosa para el estudio de las espacialidades del despojo en Colombia. El despojo en el Tayrona entrelaza la historia del auge marihuanero y cocalero, las estrategias de promoción turística y los cambios más recientes que se han dado con la concesión. En sus paisajes se entretejen las políticas globales de conservación ambiental, el control paramilitar del uso de los recursos y las negociaciones diarias sobre dónde parquear las lanchas que llevan a varias decenas de turistas todos los días a Playa del Muerto. Ocurre lo mismo en Montes de María donde las historias de la Revolución Verde, de las recuperaciones de tierras por parte del movimiento campesino, de la asonada paramilitar en los años noventa y de la expansión de los monocultivos se conjugan en geografías profundamente desiguales. Al mismo tiempo, los paisajes del despojo en la región materializan las políticas multilaterales de mitigación del cambio climático, así como los recorridos diarios hasta la parcela y el envenenamiento progresivo de los suelos y de los cuerpos de quienes habitan allí.
En su trabajo más reciente, Anna Tsing (2014) expone la relevancia de estudiar paisajes de devastación y de desolación como complejas ecologías donde la destrucción y la vida confluyen de maneras contradictorias. Al respecto de las cadenas productivas que circulan globalmente, como en el caso de la palma y de la teca en Montes de María, Tsing señala que estas “no solo extraen las mercancías sino las historias de violencia que hicieron posible la producción de esas mercancías ultrabaratas. [...] cada cadena de valor acarrea historias de vidas humanas y no humanas dañadas [...] una historia de paisajes de descomposición/devastación” (88, traducción propia). Lo mismo aplica para las imágenes de naturalezas prístinas y paraísos por descubrir que circulan con el turismo y la violencia que implica la mercantilización de la experiencia turística en el parque Tayrona.
La propuesta de Tsing hace parte de estudios etnográficos recientes sobre la relación dialéctica entre los procesos de producción y destrucción del espacio: sobre el arruinamiento (véanse Gordillo 2014; Stoler 2013). Como apuntan estos autores, resulta crucial estudiar cómo las ruinas, los escombros y los desechos son constitutivos de los espacios vivos. Ann Stoler sugiere la importancia de reconocer y estudiar
[e]l tejido conectivo que continúa amarrando potenciales humanos a ambientes degradados, y humanidades degradadas al desecho material de los proyectos imperiales -a los espacios redefinidos, a los suelos envenenados, a las relaciones rotas entre personas y personas, y entre personas y cosas-. (2013, 7-8, traducción propia)
Los paisajes del despojo en el Tayrona y en Montes de María han sido forjados a punta de violencia y destrucción. Sin embargo, estos no se reducen a paisajes de dominación, muerte y desolación. Los efectos devastadores de la privatización y el confinamiento, del extractivismo y la contaminación, de los desalojos y la criminalización, de la muerte y el miedo, no lo aniquilan todo. Son simultáneamente paisajes de resistencia, vida y esperanza. En el estudio de sus trayectorias concretas, los procesos y las dinámicas de despojo no aparecen como fuerzas homogéneas ni exógenas que tienen garantizadas de antemano la acumulación de capital y el control de espacios, sujetos y naturalezas. Los paisajes del despojo se forjan y se resisten día a día. Este enfoque espacial anclado en lo cotidiano permite rastrear las negociaciones, las disputas y las estrategias implícitas en la producción de los paisajes del despojo. Adicionalmente, hace posible un análisis que va más allá de las concentraciones de tierra a gran escala y de las formas espectacularizadas de acaparamiento de los recursos.
Propongo entonces estudiar el carácter violento del despojo en la manera en que se inscribe en los actos ordinarios de la vida cotidiana (Das 2006; Jimeno 1998) y resulta en espacios concretos. Se trata de analizar no solo los efectos del despojo en la vida cotidiana, sino cómo los paisajes del despojo se materializan y actualizan a través de las prácticas del día a día. Los arreglos entre pobladores locales, las rutas e itinerarios, los imaginarios sobre la naturaleza, lo que se come y lo que se deja de comer son todos escenarios donde las prácticas cotidianas brindan posibilidades de entender mejor el despojo. Con esto no quiero decir que el despojo cotidiano sea distinto al despojo a gran escala o al despojo mediante el uso de la fuerza. Mi propuesta es entender cómo los procesos y dinámicas de despojo, sin importar sus dimensiones, son el resultado no predeterminado de negociaciones cotidianas; entender cómo se forjan desde las esferas que les asignamos usualmente a lo privado y a lo banal.
Conclusiones
Como señalé en las primeras secciones de este artículo, los estudios del despojo a menudo caen en el fetichismo espacial. Territorios, lugares y espacios se mencionan todo el tiempo como elementos centrales en el análisis, pero se asumen como escenarios prefijados, como realidades ya dadas o como entidades estáticas. Esta mirada resulta además en una reificación del despojo como un proceso autónomo y externo, como el punto final de un evento concreto pasado. Por el contrario, propongo el estudio de los procesos y las dinámicas de despojo a partir de su materialización en la vida cotidiana. Desde una perspectiva espacial y etnográfica de los casos del parque Tayrona y de Montes de María, analizo la producción de estos lugares como paisajes del despojo. Estos pueden ser desiertos verdes de palma aceitera y ríos envenenados por mercurio; proyectos de vivienda de interés social y legados tóxicos que se llevan por generaciones; áreas protegidas y pueblos fantasmas; hoteles cinco estrellas y ciudades miseria. Entender cómo se producen estas espacialidades permite entender su carácter procesual, así como sus efectos concretos.
También, el despojo conjuga múltiples escalas temporales y espaciales a través de las cuales se materializan paisajes de devastación, sufrimiento y desigualdad, pero que al mismo tiempo son paisajes de vida y esperanza. Como lo señala Gillian Hart:
La acumulación por despojo puede ser un primer paso útil para resaltar las depredaciones ocasionadas por las formas neoliberales del capital, pero [el concepto] debe inyectarse de comprensiones concretas de lasmhistorias, las memorias y los significados específicos del despojo. (2006, 988, traducción propia)
Esta autora insiste en que la única forma de entender el despojo como un proceso continuo, que opera de maneras similares en distintos lugares del mundo, es estudiarlo en su especificidad histórica y geográfica pero también en sus variadas interacciones. “[E]stas especificidades y conexiones pueden hacer el trabajo político, así como analítico” (Hart 2006, 988, traducción propia).
A partir de mi experiencia de investigación, los pobladores rurales asocian el despojo con la pérdida de autonomía territorial. Cuando los campesinos del Caribe colombiano señalan el despojo del agua, el bosque, el suelo, la tierra, la comida y los animales, a menudo expresan un reclamo por contar la verdadera historia de un lugar y tomar parte en la definición de su futuro. Por ello pienso que los estudios críticos sobre el despojo son una tarea urgente hoy, cuando la voracidad de los agronegocios, la minería y otras formas de extractivismo acechan tras las ilusiones de la paz, la reconciliación y la restitución de tierras en Colombia. Tal vez una noción más capaz de despojo permita cuestionar y complejizar la manera como este se ha operativizado en el país. Tal vez una mejor comprensión de sus causas, funcionamiento y efectos permita contribuir a abrir espacios -materiales y simbólicos- para una verdadera paz.