“La imaginación al poder”. “Seamos realistas, pidamos lo imposible...”. Cualquiera que esté involucrado en la política radical ha escuchado estas expresiones mil veces. Por lo general, encantan y emocionan la primera vez que uno las encuentra y, al final, se vuelven tan familiares que parecen trilladas o simplemente desaparecen en el ruido de fondo de la vida radical. Rara vez, o nunca, son objeto de una reflexión teórica seria.
Me parece que en la actual coyuntura histórica una reflexión de este tipo no sería una mala idea. Después de todo, estamos en un momento en el que las definiciones recibidas se han sumido en la confusión. Es muy posible que nos encaminemos hacia un momento revolucionario, o quizás hacia una serie de ellos, pero ya no tenemos una idea clara de lo que eso podría significar. Este ensayo, entonces, es el producto de un esfuerzo sostenido por tratar de repensar términos como realismo, imaginación, alienación, burocracia, la revolución misma. Nace de unos seis años de participación en el movimiento de globalización alternativa, especialmente en sus sectores anarquistas más radicales y orientados a la acción directa. Considérenlo una especie de informe teórico preliminar. Quiero preguntar, entre otras cosas, ¿por qué estos términos, que para la mayoría de nosotros parecen evocar debates de los años sesenta más bien olvidados, siguen resonando en esos círculos? ¿Por qué la idea de una transformación social radical parece tan a menudo “poco realista”? ¿Qué significa la revolución cuando ya no se espera un único cataclismo que rompa con las estructuras de opresión del pasado? Estas parecen preguntas dispares, pero creo que las respuestas están relacionadas. Si en muchos casos paso por alto cuerpos de teoría existentes, lo hago de manera intencional: trato de ver si es posible construir sobre la experiencia de estos movimientos y las corrientes teóricas que los informaron para comenzar a crear algo nuevo.
Aquí está lo esencial de mi argumento:
Las perspectivas políticas de la derecha y la izquierda se basan, sobre todo, en diferentes supuestos sobre las realidades últimas del poder. La derecha está enraizada en una ontología política de la violencia, donde ser realista significa tener en cuenta las fuerzas de destrucción. En respuesta, la izquierda ha propuesto consistentemente variaciones de una ontología política de la imaginación, según la cual esas realidades últimas están constituidas por las fuerzas de creación (de producción, de creatividad...) que las hacen existir.
La situación se complica por el hecho de que las desigualdades sistemáticas respaldadas por la fuerza -la violencia estructural- siempre producen estructuras sesgadas y fracturadas de la imaginación. Es a la experiencia de vivir dentro de estas estructuras fracturadas a lo que llamamos alienación.
Nuestra concepción habitual de la revolución es insurreccional: la idea es dejar de lado las realidades de violencia existentes derrocando al estado1 y, luego, liberar los poderes de la imaginación popular y la creatividad para superar las estructuras que crean la alienación. A lo largo del siglo XX se hizo evidente que el verdadero problema era cómo institucionalizar esa creatividad sin crear nuevas estructuras, a menudo incluso más violentas y alienantes. Como resultado, el modelo insurreccional ya no parece completamente viable, pero no está claro qué lo reemplazará.
Una de las respuestas ha sido el resurgimiento de la tradición de la acción directa. En la práctica, las acciones de masas invierten la secuencia insurreccional ordinaria: una confrontación drástica con el poder del estado que conduce al desbordamiento de la fiesta popular, a la creación de nuevas instituciones democráticas y, finalmente, a la reinvención de la vida cotidiana. En su lugar, al organizar movilizaciones masivas, los activistas -muchos de ellos procedentes de grupos subculturales- crean directamente nuevas instituciones democráticas para organizar “festivales de resistencia” que, en última instancia, conducen a enfrentamientos con el estado. Este es solo un aspecto de un movimiento más general de reformulación que me parece inspirado, en parte, por el anarquismo y, en mayor medida, por el feminismo; un movimiento que en última instancia tiene por objeto recrear los efectos de esos momentos insurreccionales de forma continua.
Permítanme ir por cada uno de estos puntos.
Parte I: “Sé realista..."
Desde principios del 2000 hasta finales del 2002 estuve trabajando con la Red de Acción Directa de Nueva York (DAN, por las siglas en inglés de Direct Action Network), el principal grupo responsable en ese momento de organizar acciones masivas como parte del movimiento de justicia global en la ciudad. En realidad, DAN no era técnicamente un grupo, sino una red descentralizada que operaba sobre los principios de la democracia directa según una forma elaborada -pero sorprendentemente efectiva- de procesos de consenso. Desempeñó un papel central en los esfuerzos en curso para crear nuevas formas de organización sobre las que escribí en un ensayo anterior en estas páginas. DAN existía en un espacio puramente político; no tenía recursos concretos ni una tesorería significativa para administrar. Entonces, un día, alguien le dio a DAN un auto. Esto provocó una crisis no muy importante pero sí continua. Pronto descubrimos que legalmente es imposible para una red descentralizada poseer un auto. Los autos pueden ser propiedad de individuos o de corporaciones, que son individuos ficticios. Pero no pueden ser propiedad de redes. A menos que estuviésemos dispuestos a constituirnos en una corporación sin fines de lucro -lo que habría requerido una reorganización completa y el abandono de la mayoría de nuestros principios igualitarios-, la única opción era encontrar un voluntario dispuesto a declararse como propietario para efectos legales. Pero, entonces, cabría esperar que esa persona pagara las multas pendientes y las tarifas del seguro y proporcionara un permiso escrito para permitir que otros condujeran fuera del estado. Adicionalmente, solo él podría recuperar el automóvil si era incautado. En poco tiempo, el coche de DAN se había convertido en un problema tan perenne que simplemente lo abandonamos.
Me pareció que había algo importante aquí. ¿Por qué proyectos como el de DAN, que buscan democratizar la sociedad, son percibidos tan a menudo como sueños ociosos que se desvanecen cuando se encuentran con lo que parece una dura realidad material? En nuestro caso no tenía nada que ver con la ineficacia: los jefes de policía de todo el país vieron en nosotros la fuerza mejor organizada con la que habían tenido que lidiar. Me parece que el efecto de realidad -si puede llamarse así- viene más bien del hecho de que los proyectos radicales tienden a fracasar o, al menos, a hacerse interminablemente difíciles cuando entran en el mundo de los objetos grandes y pesados: edificios, coches, tractores, barcos, maquinaria industrial. A su vez, esto no se debe a que dichos objetos sean intrínsecamente difíciles de administrar de una manera democrática; se debe a que, como el coche de DAN, están rodeados de una regulación gubernamental interminable y, en efecto, resulta imposible esconderlos de los representantes armados del gobierno. En Estados Unidos he visto un sinfín de ejemplos. Una okupación es legalizada después de una larga lucha; de repente, llegan inspectores de edificios para anunciar que se necesitarán 10.000 dólares en reparaciones para que se cumpla el código de construcción; en consecuencia, los organizadores se ven obligados a pasar varios años organizando ventas de pasteles y solicitando contribuciones. Esto, además, significa abrir cuentas bancarias con las consecuentes normas legales que especifican cómo debe organizarse un grupo que recibe fondos o que trata con el gobierno -de nuevo, no como un colectivo igualitario-. Todas estas regulaciones se hacen cumplir con violencia. Es cierto que, en la vida ordinaria, rara vez la policía entra en los clubes de billar para hacer cumplir las normas del código de construcción; sin embargo, los anarquistas se han visto obligados a descubrir que si uno simplemente confía en esta improbabilidad y, más aun, pretende que los policías no existen, eventualmente aparecerán. En realidad, la rareza con la que los bolillos se presentan solo ayuda a que la violencia sea más difícil de percibir. Esto, a su vez, hace parecer que los efectos de todas estas regulaciones -que casi siempre asumen que las relaciones normales entre individuos están mediadas por el mercado y que los grupos normales están organizados jerárquicamente- no emanan del monopolio gubernamental del uso de la fuerza, sino de la amplitud, la solidez y la pesadez de los propios objetos.
Cuando a uno se le pide ser “realista”, la realidad que normalmente se le pide reconocer no es la de hechos naturales y materiales; tampoco es una verdad supuestamente desagradable sobre la naturaleza humana. Normalmente es un reconocimiento de los efectos de la amenaza sistemática de la violencia. La expresión atraviesa, incluso, nuestro lenguaje. Por ejemplo, ¿por qué [en inglés] un edificio es llamado real property o real state? Lo real en este uso no deriva del latín res o “cosa”, sino del español real, que significa “perteneciente al rey”. Toda la tierra dentro de un territorio soberano pertenece en última instancia al soberano; legalmente, este sigue siendo el caso. Por eso, el estado tiene el derecho de imponer sus reglamentos. Pero la soberanía se reduce en última instancia al monopolio de lo que eufemísticamente se denomina “fuerza”, es decir, violencia. Así como Giorgio Agamben sostuvo que desde la perspectiva del poder soberano algo está vivo porque se puede matar, la propiedad es “real” porque el estado puede apoderarse de ella o destruirla. De igual forma, cuando uno adopta una posición “realista” en las relaciones internacionales, puede suponer que los estados utilizarán cualquier capacidad que tengan a su disposición, incluyendo la fuerza de las armas, para perseguir sus intereses nacionales. ¿Qué “realidad” reconoce uno entonces? Ciertamente no es la realidad material. La idea de que las naciones son entidades similares a los humanos, con propósitos e intereses, es enteramente metafísica. El rey de Francia tenía propósitos e intereses. “Francia” no los tiene. Lo que hace que parezca “realista” sugerir que sí los tiene es simplemente que quienes controlan los estados nación tienen el poder de levantar ejércitos, lanzar invasiones, bombardear ciudades y amenazar de otro modo, al usar la violencia organizada en nombre de lo que describen como sus “intereses nacionales”. Sería una tontería ignorar esa posibilidad. Los intereses nacionales son reales porque pueden matarte.
El término crítico aquí es “fuerza”, como en “el monopolio estatal del uso de la fuerza coercitiva”. Cada vez que escuchamos invocada esta palabra, nos encontramos en presencia de una ontología política en la que el poder de destruir, causar dolor a otros o amenazar con romper, dañar o destrozar sus cuerpos -o simplemente encerrarlos en una habitación diminuta por el resto de sus vidas- es tratado como el equivalente social de la misma energía que impulsa el cosmos. Contemple, por ejemplo, las metáforas y los desplazamientos que permiten construir las dos frases siguientes:
Los científicos investigan la naturaleza de las leyes físicas para entender las fuerzas que gobiernan el universo.
La policía es experta en la aplicación científica de la fuerza física para hacer cumplir las leyes que rigen la sociedad.
Esta es, a mi entender, la esencia del pensamiento de la derecha: una ontología política que, a través de medios tan sutiles, permite que la violencia defina los parámetros mismos de la existencia social y del sentido común.
La izquierda, por otra parte, siempre se ha basado en un conjunto diferente de supuestos sobre lo que en última instancia es real, sobre los fundamentos mismos del ser político. Obviamente los izquierdistas no niegan la realidad de la violencia. Muchos teóricos de la izquierda han pensado mucho en ello. Pero no tienden a darle el mismo estatus fundacional. En su lugar, diría que el pensamiento izquierdista se basa en lo que yo llamaría una ontología política de la imaginación -aunque también podría haberla llamado una ontología de la creatividad, la fabricación o la invención-. Hoy en día, la mayoría de nosotros tendemos a identificarla con el legado de Marx, con su énfasis en la revolución social y las fuerzas de producción material. Pero, en realidad, los términos de Marx surgieron de argumentos mucho más amplios sobre el valor, el trabajo y la creatividad que estaban vigentes en los círculos radicales de su época, ya fuera en el movimiento obrero o en diversas cepas del romanticismo. El propio Marx, a pesar de su desprecio por los socialistas utópicos de su época, nunca dejó de insistir en que lo que hace a los seres humanos diferentes de los animales es que, como lo hacen los arquitectos -y a diferencia de las abejas-, primero levantan sus estructuras en la imaginación. Para Marx, era una propiedad única de los humanos que primero visualizaran las cosas y luego las hicieran realidad. Fue este proceso al que denominó “producción”. Por la misma época, los socialistas utópicos como San Simón argumentaban que los artistas debían convertirse en la vanguardia de un nuevo orden social proporcionando las grandes visiones que la industria ahora tenía el poder de crear. Lo que en ese momento podría haber parecido la fantasía de un excéntrico panfletario pronto se convirtió en la carta de una alianza esporádica, incierta, pero aparentemente permanente, que perdura hasta hoy. Si las vanguardias artísticas y los revolucionarios sociales han sentido desde entonces una afinidad peculiar entre sí tomando prestados los lenguajes e ideas del otro, parece que ha sido porque ambos han seguido comprometidos con la idea de que la verdad última y oculta del mundo es que se trata de algo que hacemos y que podría hacerse de manera diferente. En este sentido, una frase como “La imaginación al poder” expresa la quintaesencia de la izquierda.
A este énfasis en las fuerzas de la creatividad y la producción, por supuesto, la derecha tiende a responder que los revolucionarios descuidan sistemáticamente la importancia social e histórica de los “medios de destrucción”: estados, ejércitos, verdugos, invasiones bárbaras, criminales, turbas rebeldes, etc. Argumentan que pretender que esas cosas no existen o que simplemente pueden ser desechadas permite asegurar que los regímenes de izquierda crearían, de hecho, mucha más muerte y destrucción que aquellos que tienen la sabiduría de adoptar un enfoque más “realista”.
Obviamente, esta dicotomía es una simplificación. Uno podría sugerir un sinfín de matices. La burguesía de la época de Marx, por ejemplo, tenía una filosofía extremadamente productivista -una razón por la que él podía verla como una fuerza revolucionaria-. Elementos de la derecha se interesaron por el ideal artístico, y los regímenes marxistas del siglo XX a menudo abrazaron teorías del poder esencialmente de derecha y apenas si prestaron atención a la naturaleza determinante de la producción. Sin embargo, creo que estos términos son útiles porque incluso si uno aborda la “imaginación” y la “violencia” no como la única verdad oculta del mundo, sino como principios inmanentes, como componentes equivalentes de cualquier realidad social, revelan muchas cosas que no podrían verse de otra manera. En todas partes, la imaginación y la violencia parecen interactuar de maneras predecibles y bastante significativas.
Permítanme comenzar con unas palabras sobre la violencia, para brindar una descripción general muy esquemática de los argumentos que he desarrollado con mayor detalle en otra parte.
Parte II: sobre la violencia y el desplazamiento imaginativo
Soy antropólogo de profesión y las discusiones antropológicas sobre la violencia casi siempre van precedidas por declaraciones de que los actos violentos son actos de comunicación, que son inherentemente significativos y que esto es lo verdaderamente importante de ellos; en otras palabras, que la violencia opera en gran medida a través de la imaginación.
Todo esto es cierto. No quisiera descartar la importancia del miedo y el terror en la vida humana. Los actos de violencia pueden ser -de hecho, a menudo lo son- actos de comunicación. Pero lo mismo también podría decirse de cualquier otra forma de acción humana. Lo que me parece realmente importante de la violencia es que es quizás la única forma de acción humana que ofrece la posibilidad de operar sobre otros sin ser comunicativa. Déjenme ponerlo de un modo más preciso: la violencia puede ser la única forma en la que es posible que un ser humano tenga efectos relativamente predecibles en las acciones de otros sin necesidad de comprender nada sobre ellos. Prácticamente, de cualquier otra manera en que uno intente influir en las acciones de otros, debe tener al menos cierta idea de quiénes creen que son, quién creen ellos que eres, qué podrían querer de la situación y una serie de consideraciones similares. Si los golpeas en la cabeza con suficiente fuerza o no es irrelevante. Es cierto que los efectos que uno puede tener al golpearlos son bastante limitados. Pero son lo suficientemente reales, y el hecho es que ninguna forma alternativa de acción puede tener efecto en absoluto sin apelar de cierta manera a los significados o entendimientos compartidos. Es más, incluso los intentos de influir en otro mediante la amenaza de violencia, lo que claramente demanda algún nivel de entendimiento compartido -la otra parte, al menos, debe entender que está siendo amenazada y aquello que se le exige-, requieren mucho menos que cualquier otra alternativa. La mayoría de las relaciones humanas -en particular las que se mantienen, como las que existen entre amigos o enemigos de larga data- son extremadamente complicadas, interminablemente densas en experiencia y significado. Requieren un continuo y a menudo sutil trabajo de interpretación; cada uno de los implicados debe poner una energía constante en imaginar el punto de vista del otro. Por otra parte, amenazar a otros con daños físicos permite prescindir de todo esto. Posibilita relaciones de un tipo mucho más esquemático: por ejemplo, “cruza esta línea y te dispararé, no me importa quién eres o qué quieres”. Es por esto, por ejemplo, por lo que la violencia es tan frecuentemente el arma preferida de los estúpidos: casi se podría decir, la carta de triunfo de los estúpidos, puesto que es la forma de estupidez a la que es más difícil dar una respuesta inteligente.
Hay, sin embargo, una precisión crucial que debe hacerse. Cuanto más parejas sean las dos partes en su capacidad para la violencia, menos tiende todo esto a ser cierto. Si se está involucrado en una confrontación violenta entre partes relativamente equiparables, es una muy buena idea tratar de entender, tanto como sea posible, a la contraparte. Un comandante militar obviamente tratará de meterse en la mente de su oponente. En realidad, solo cuando uno de los lados tiene una ventaja abrumadora en su capacidad de causar daño físico, este deja de ser el caso. Por supuesto, cuando un lado tiene una ventaja abrumadora, rara vez tiene que recurrir a disparar, golpear o bombardear a la gente. La amenaza normalmente será suficiente. Esto tiene un efecto curioso. Significa que la cualidad más característica de la violencia -su capacidad de imponer relaciones sociales muy simples que implican poca o ninguna identificación imaginativa- se hace más prominente en situaciones en las que es menos probable que la violencia física real esté presente.
Podemos hablar aquí -como muchos lo hacen- de la violencia estructural: desigualdades sistemáticas que en última instancia están respaldadas por la amenaza de la fuerza pueden ser vistas como una forma de violencia en sí mismas. Los sistemas de violencia estructural invariablemente parecen producir estructuras de identificación imaginativa en extremo asimétricas. No es que el trabajo interpretativo no se lleve a cabo. La sociedad, en cualquier forma reconocible, no podría funcionar sin él. Más bien, la abrumadora carga del trabajo interpretativo es relegada a sus víctimas.
Déjenme empezar por casa. Una constante de las comedias de televisión de los años cincuenta en Estados Unidos eran las bromas sobre la imposibilidad de entender a las mujeres. Los chistes, por supuesto, siempre eran contados por hombres. La lógica de las mujeres siempre era tratada como extraña e incomprensible. Por otro lado, nunca había la impresión de que las mujeres tuvieran problema en entender a los hombres. Eso se debe a que las mujeres no tenían otra opción que entender a los hombres: este era el momento del apogeo de la familia patriarcal estadounidense, y las mujeres sin acceso a sus propios ingresos o recursos no tenían más remedio que dedicar una buena cantidad de tiempo y energía a comprender lo que los hombres de quienes dependían pensaban que estaba pasando. En realidad, este tipo de retórica sobre los misterios de la mujer es una característica perenne de las familias patriarcales: estructuras que, de hecho, pueden considerarse formas de violencia estructural, en la medida en que el poder de los hombres sobre las mujeres dentro de estas estructuras -como han señalado generaciones de feministas- es respaldado en última instancia, aunque a menudo de manera indirecta y oculta, por todo tipo de fuerzas coercitivas. Pero generaciones de mujeres novelistas -me viene inmediatamente a la mente Virginia Woolf- también han documentado el otro lado de la cuestión: el constante trabajo que las mujeres realizan en la gestión, el mantenimiento y el ajuste de los egos de hombres aparentemente distraídos, lo cual implica una labor permanente de identificación imaginativa y de lo que he llamado trabajo interpretativo. Esto se lleva a cabo en todos los niveles. Las mujeres siempre están imaginando cómo son las cosas desde un punto de vista masculino. Los hombres casi nunca hacen lo mismo con las mujeres. Esta es probablemente la razón por la que, en tantas sociedades con una pronunciada división del trabajo por género -es decir, la mayoría de las sociedades-, las mujeres saben mucho sobre lo que hacen los hombres todos los días y los hombres no tienen casi ninguna idea sobre las ocupaciones de las mujeres. Enfrentados con el prospecto de intentar siquiera imaginar una perspectiva femenina, muchos retroceden horrorizados. En Estados Unidos, un truco popular entre los profesores de escritura creativa de la escuela secundaria es asignar a los estudiantes la redacción de un ensayo en el que se imaginan que deben cambiar de género y describir cómo sería vivir un día como miembro del sexo opuesto. Los resultados son casi siempre los mismos: todas las chicas de la clase escriben ensayos largos y detallados que demuestran que han pasado mucho tiempo pensando en esas preguntas; aproximadamente la mitad de los chicos se niegan a escribir el ensayo por completo. Casi invariablemente expresan un profundo resentimiento por tener que imaginar cómo sería ser una mujer.
Debería ser bastante fácil multiplicar ejemplos paralelos. Cuando algo sale mal en la cocina de un restaurante y el jefe busca esclarecer lo ocurrido, es poco probable que preste atención a un grupo de trabajadores que se esfuerzan por explicar su versión de la historia. En su lugar, es posible que les diga a todos que se callen y que imponga arbitrariamente la suya: “Eres el nuevo, debes haber hecho un desastre; si lo haces de nuevo, estás despedido”. Son aquellos que no tienen el poder de despedir a alguien arbitrariamente quienes tienen que hacer el trabajo de averiguar lo que realmente sucedió. Lo que ocurre en el nivel más insignificante o íntimo también ocurre en el nivel de la sociedad en su conjunto. Curiosamente fue Adam Smith, en su Teoría de los sentimientos morales -escrito en 1761-, quien notó por primera vez lo que hoy en día se denomina “fatiga por compasión”. Los seres humanos, observó, parecen tener una tendencia natural no solo a identificarse imaginativamente con sus semejantes, sino también, como resultado, a sentir realmente las alegrías y los dolores de los demás. Los pobres, sin embargo, son de manera consistente demasiado miserables y, como resultado, los observadores, para su propia protección, tienden simplemente a ignorarlos. El resultado es que mientras que los de abajo pasan mucho tiempo imaginando las perspectivas de los de arriba y preocupándose por ellos, casi nunca sucede al contrario. Ese es mi verdadero punto. Cualesquiera que sean los mecanismos, siempre parece que ocurre algo así: bien sea que uno esté tratando con amos y sirvientes, hombres y mujeres, jefes y trabajadores, ricos y pobres. La desigualdad estructural -la violencia estructural- invariablemente crea las mismas estructuras asimétricas de la imaginación. Y si, como Smith correctamente observó, la imaginación tiende a traer consigo simpatía, las víctimas de la violencia estructural tienden a preocuparse por sus beneficiarios o, al menos, a preocuparse mucho más por ellos que los beneficiarios por ellas. De hecho, esta puede ser -aparte de la violencia en sí misma- la fuerza más poderosa que preserva esas relaciones.
Es fácil ver los procedimientos burocráticos como una extensión de este fenómeno. Se podría decir que estos no son tanto formas de estupidez e ignorancia como modos de organizar situaciones ya marcadas por la estupidez y la ignorancia que deben su existencia a la violencia estructural. Es cierto que el procedimiento burocrático opera como una forma de estupidez, en el sentido de que significa invariablemente ignorar todas las sutilezas de la existencia humana real y reducir todo a simples fórmulas mecánicas o estadísticas preestablecidas. Ya sea que se trate de formas, reglas, estadísticas o cuestionarios, la burocracia siempre tiene que ver con la simplificación. A la larga, el efecto no es tan diferente al del jefe que entra para tomar una decisión arbitraria y rápida sobre lo que salió mal: se trata de aplicar esquemas muy simples a situaciones complejas y ambiguas. Lo mismo ocurre con la policía que, después de todo, está constituida por simples administradores de bajo nivel con armas. Los sociólogos que estudian a la policía han demostrado hace tiempo que solo una pequeña fracción del trabajo policial tiene que ver con la delincuencia. La policía es, más bien, la representante inmediata del monopolio de la violencia del estado, la que interviene para simplificar las situaciones -por ejemplo, cuando alguien desafía activamente alguna decisión burocrática-. Simultáneamente, en las democracias industriales contemporáneas, en particular en Estados Unidos, la policía se ha convertido en el objeto casi obsesivo de la identificación imaginativa popular. De hecho, en miles de programas de televisión y películas, al público se le invita constantemente a ver el mundo desde la perspectiva de un oficial de policía, aunque siempre sea la de oficiales de policía imaginarios, que realmente ocupan su tiempo en la lucha contra el crimen, antes que preocuparse por las luces traseras rotas o las leyes de contenedores abiertos.
Digresión sobre la imaginación trascendente versus la inmanente
Identificarse imaginativamente con un policía imaginario no es por supuesto lo mismo que identificarse imaginativamente con uno real -la mayoría de los americanos, de hecho, evitan a un policía real como a la peste-. Esta es una distinción fundamental, aunque un mundo cada vez más digitalizado facilite confundir ambas cosas.
Aquí es útil considerar la historia de la palabra imaginación. En la concepción común de los antiguos y medievales, lo que llamamos “la imaginación” se consideraba la zona de paso entre la realidad y la razón. Las percepciones del mundo material tenían que pasar por la imaginación cargándose emocionalmente en el proceso y mezclándose con todo tipo de fantasmas, antes que la mente racional pudiera captar su significado. Las intenciones y los deseos se movían en la dirección opuesta. Solo después de Descartes, en realidad, la palabra imaginario llegó a significar, específicamente, todo lo que no es real: criaturas imaginarias, lugares imaginarios (la Tierra Media, Narnia, planetas en galaxias lejanas, el reino del pastor Juan...), amigos imaginarios. Por esta definición, por supuesto, una “ontología política de la imaginación” sería en realidad una contradicción en los términos. La imaginación no puede ser la base de la realidad. Es por definición aquello que podemos pensar, pero que no tiene realidad.
Me referiré a esto último como “la noción trascendente de la imaginación”, ya que parece tomar como modelo las novelas u otras obras de ficción que crean mundos imaginarios que, presumiblemente, siguen siendo los mismos sin importar cuántas veces se lean. Las criaturas imaginarias (elfos, unicornios o policías de TV) no son afectadas por el mundo real. No pueden serlo, ya que no existen. Por el contrario, el tipo de imaginación al que me he referido aquí está mucho más cerca de la vieja e inmanente concepción. Críticamente, no es en ningún sentido estática y flotante, sino que está totalmente atrapada en proyectos de acción que pretenden tener efectos reales en el mundo material y, como tal, siempre está cambiando y adaptándose. Esto es igualmente cierto tanto si uno está fabricando un cuchillo o una pieza de joyería como si intenta asegurarse de no herir los sentimientos de un amigo.
Uno podría darse una idea de lo importante que es esta distinción si vuelve al eslogan del 68 sobre el poder de la imaginación. Si lo tomamos para referirnos a la imaginación trascendente -esquemas utópicos preformados, por ejemplo-, sabemos que puede tener efectos desastrosos. Históricamente ha significado, en muchas ocasiones, imponerlos por medio de la violencia. Por otra parte, en una situación revolucionaria, se podría argumentar de la misma manera que no dar pleno poder al otro tipo de imaginación, la inmanente, sería igualmente desastroso.
La relación entre la violencia y la imaginación se complica mucho más porque, si bien en todos los casos las desigualdades estructurales tienden a dividir a la sociedad entre los que hacen trabajo imaginativo y los que no, lo hacen de maneras muy diferentes. El capitalismo aquí es un caso dramático. La economía política tiende a ver el trabajo en las sociedades capitalistas como dividido en dos esferas: el trabajo asalariado, para el cual el paradigma remite siempre a las fábricas, y el trabajo doméstico (tareas domésticas, cuidado de los niños), relegado principalmente a las mujeres. El primero es visto principalmente como una cuestión de creación y mantenimiento de objetos físicos. El segundo probablemente se ve más como un asunto acerca de crear y mantener a las personas y las relaciones sociales. La distinción es obviamente un poco caricaturesca: nunca ha habido una sociedad, ni siquiera la del Manchester de Engels o la del París de Víctor Hugo, donde la mayoría de los hombres fueran obreros de fábrica o la mayoría de las mujeres trabajaran exclusivamente como amas de casa. Sin embargo, es un punto de partida útil, ya que revela una divergencia interesante. En la esfera de la industria, son generalmente los de arriba quienes se relegan a las tareas más imaginativas -es decir, quienes diseñan los productos y organizan la producción-, mientras que, cuando surgen desigualdades en la esfera de la producción social, son los de abajo quienes terminan por realizar el mayor trabajo imaginativo -por ejemplo, el grueso de lo que he llamado “trabajo de interpretación”, que mantiene la vida en marcha-.
Sin duda, todo esto hace que sea más fácil ver los dos tipos de actividad como esferas fundamentalmente diferentes, lo que nos dificulta reconocer, por ejemplo, el trabajo interpretativo o la mayor parte de lo que pensamos normalmente como trabajo de mujeres, como trabajo en absoluto. En mi opinión, probablemente sería mejor reconocerlo como la forma primaria de trabajo. En la medida en que se puede hacer una clara distinción aquí, son el cuidado, la energía y el trabajo dirigido a los seres humanos lo que debería considerarse fundamental. Lo que más nos importa -nuestros amores, pasiones, rivalidades, obsesiones- está siempre referido a otras personas; y en la mayoría de las sociedades que no son capitalistas, se da por sentado que la fabricación de bienes materiales es un momento subordinado en un proceso más amplio de formación de personas. De hecho, yo diría que uno de los aspectos más alienantes del capitalismo es el hecho de que nos obliga a pretender que es al revés y que las sociedades existen principalmente para aumentar su producción de cosas.
Parte III: sobre la alienación
En el siglo XX, la muerte aterroriza a los hombres menos que la ausencia de la vida real. Todas esas acciones inertes, mecanizadas, especializadas, robando mil veces al día un poco de vida hasta que la mente y el cuerpo se agotan, hasta esa muerte que no es el fin de la vida, sino la saturación final de ausencia.
Raoul Vaneigem, The Revolution of Everyday Life2
La creatividad y el deseo, que a menudo reducimos en términos de la economía política a la “producción” y el “consumo”, son esencialmente vehículos de la imaginación. Las estructuras de desigualdad y dominación -la violencia estructural, si se quiere- tienden a distorsionar la imaginación. Estas podrían crear situaciones en las que los trabajadores fueran relegados a trabajos mecánicos, aburridos y paralizantes y donde solo a una pequeña élite se le permitiera entregarse a un trabajo imaginativo, lo cual llevaría a los trabajadores a sentirse alienados de su propio trabajo, a experimentar que sus propios actos pertenecen a otra persona. O también podría crear condiciones sociales en las que reyes, políticos, celebridades o gerentes se pavonearan ajenos a casi todo lo que los rodea, mientras sus esposas, personal de servicio, empleados y operarios ocupan todo su tiempo en el trabajo imaginativo de mantenerlos en sus fantasías. Sospecho que la mayoría de las situaciones de desigualdad combinan elementos de ambas.
La experiencia subjetiva de vivir dentro de estructuras asimétricas de la imaginación es a lo que nos referimos cuando hablamos de “alienación”.
Me sorprende que, al menos, esta perspectiva ayudaría a explicar el atractivo persistente de las teorías de la alienación en los círculos revolucionarios, incluso cuando la izquierda académica las ha abandonado ya hace tiempo. Si uno entra a un local de información anarquista en casi cualquier parte del mundo, los autores franceses con los que es probable que se encuentre seguirán siendo en gran medida situacionistas como Guy Debord y Raoul Vaneigem, los grandes teóricos de la alienación, junto con teóricos de la imaginación como Cornelius Castoriadis3. Durante mucho tiempo me desconcertó cómo tantos adolescentes estadounidenses suburbanos podían extasiarse, por ejemplo, con el Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones de Raoul Vaneigem, un libro escrito en París hace casi cuarenta años. Al final me pareció que debía ser porque el libro de Vaneigem era, a su manera, la máxima expresión teórica de los sentimientos de rabia, tedio y repulsión que casi cualquier adolescente siente en algún momento cuando se confronta con la existencia de la clase media. El sentido de una vida fragmentada, sin sentido último o unicidad; el sentido de un sistema de mercado cínico que vende a sus víctimas mercancías y espectáculos que representan falsas imágenes minúsculas del verdadero sentido de totalidad, de placer y comunidad que, de hecho, el mercado ya ha destruido; la tendencia a convertir cada relación en una forma de intercambio, a sacrificar la vida por la “supervivencia”, el placer por la renuncia, la creatividad por un “tiempo muerto” de unidades de poder homogéneas y vacías. En cierto sentido, claramente todo esto sigue siendo cierto.
Sin embargo, la pregunta es por qué. La teoría social contemporánea ofrece poca explicación. El posestructuralismo, que surgió inmediatamente después del 68, nació en gran medida del rechazo a este tipo de análisis. Ahora es de simple sentido común entre los teóricos sociales que no se puede definir una sociedad como “antinatural”, a menos que se asuma que hay alguna manera natural de ser de la sociedad, o como “inhumana”, a menos que haya alguna esencia humana auténtica; que no se puede decir que el yo está “fragmentado”, a menos que sea posible tener un yo unificado; y así sucesivamente. Dado que estas posiciones son insostenibles -pues no hay un estado natural para la sociedad, no hay una esencia humana auténtica, no hay un yo unitario-, las teorías de la alienación no tienen base. Tomados únicamente como argumentos, estos parecen difíciles de refutar. Pero entonces, ¿cómo damos cuenta de su experiencia?
Si uno lo piensa realmente, el argumento es mucho menos poderoso de lo que parece. Después de todo, ¿qué están diciendo los teóricos? Dicen que la idea de un sujeto unitario, de una sociedad íntegra, de un orden natural, es irreal. Que todas estas cosas no son más que un producto de nuestra imaginación. Cierto. Entonces, ¿qué más podrían ser? ¿Y por qué es eso un problema? Si la imaginación es, de hecho, un elemento constitutivo en la producción de nuestras realidades sociales y materiales, hay muchas razones para creer que se desarrolla produciendo imágenes de totalidad. Así de simple funciona la imaginación. Uno debe ser capaz de imaginarse a sí mismo y a los demás como sujetos integrados para poder producir seres que de hecho son infinitamente múltiples; debe imaginar algún tipo de “sociedad” coherente, circunscrita a sus límites, para producir esa caótica red abierta de relaciones sociales que realmente existe. Normalmente, la gente parece ser capaz de vivir con la disparidad. Me parece que la cuestión es por qué en ciertos momentos y lugares, el reconocimiento de ello tiende a provocar rabia y desesperación, sentimientos de que el mundo social es una parodia hueca o una broma malintencionada. Esto, diría yo, es el resultado de esa distorsión y destrucción de la imaginación que es el efecto inevitable de la violencia estructural.
Parte IV: sobre la revolución
Los situacionistas, como muchos radicales de la década de los sesenta, querían contraatacar mediante una estrategia de acción directa: crear “situaciones” mediante actos creativos de subversión que socavaran la lógica del espectáculo y que permitieran a los actores recuperar, al menos por un momento, sus poderes imaginativos. Al mismo tiempo, también sintieron que todo esto conduciría inevitablemente a un gran momento insurreccional: “la” revolución, propiamente hablando. Si los acontecimientos de mayo de 1968 demostraron algo, fue que si uno no aspira a tomar el poder estatal, no habrá tal excepcional y fundamental ruptura. La principal diferencia entre los situacionistas y sus lectores actuales más ávidos es que el elemento milenarista ha desaparecido casi por completo.
Nadie cree que los cielos estén a punto de abrirse pronto. Aunque hay un pensamiento que puede brindar consuelo: mientras más actúes como si estuvieras cerca de una verdadera y genuina revolución, más cerca estarás de experimentarla. Considere la siguiente declaración del colectivo CrimethInc, probablemente los jóvenes anarquistas propagandistas más inspiradores que operan hoy en la tradición situacionista:
Debemos construir nuestra libertad haciendo agujeros en el tejido de esta realidad, forjando nuevas realidades que, a su vez, nos moldearán. Ponerse permanentemente en situaciones nuevas es la única manera de asegurarse de tomar decisiones sin las cargas de la inercia del hábito, la costumbre, la ley o los prejuicios, y depende de ti crear estas situaciones.
La libertad solo existe en el momento de la revolución. Y esos momentos no son tan raros como crees. El cambio, el cambio revolucionario, está sucediendo constantemente y en todas partes, y todos participan en él, conscientemente o no.
¿Qué es esto si no una elegante declaración de la lógica de la acción directa, la desafiante insistencia en actuar como si uno ya fuera libre? La pregunta obvia es cómo puede contribuir a una estrategia general, una que conduzca a un movimiento acumulativo hacia un mundo sin estados ni capitalismo. En ese punto nadie está completamente seguro. La mayoría asume que sería un proceso de infinita improvisación en el que, sin duda, habrá momentos de insurrección. Probablemente, solo algunos pocos. Pero lo más seguro es que sean elementos de un proceso revolucionario mucho más complejo y multifacético cuyas líneas generales, en este momento, difícilmente podrían anticiparse por completo.
En retrospectiva, lo que parece sorprendentemente ingenuo es el viejo supuesto de que un solo levantamiento o una guerra civil exitosa podría, por así decirlo, neutralizar todo el aparato de violencia estructural, al menos dentro de un territorio nacional en particular: que dentro de ese territorio, la realidad definida por la derecha pueda simplemente ser barrida para dejar el campo abierto a un ilimitado derroche de creatividad revolucionaria. Pero si es así, lo verdaderamente desconcertante es que, en ciertos momentos de la historia humana, eso parecía ser exactamente lo que estaba sucediendo. Pienso que si queremos tener alguna posibilidad de comprender la concepción emergente de la revolución, debemos comenzar por pensar de nuevo en las características de estos momentos insurreccionales.
Una de las cosas más notables de esos momentos es que parecen surgir de la nada, para luego, muy a menudo, disolverse rápidamente. ¿Cómo es posible que, por ejemplo, el mismo “público” que dos meses antes de la Comuna de París o de la guerra civil española había votado en un régimen socialdemócrata bastante moderado de repente se encontrara dispuesto a arriesgar su vida por los mismos ultrarradicales que recibieron una fracción de la votación? O, volviendo a Mayo del 68, ¿cómo es posible que el mismo público que pareció apoyar o, al menos, sentir una fuerte simpatía por el levantamiento estudiantil-obrero pudiera casi inmediatamente después volver a las urnas y elegir un gobierno de derecha? Las explicaciones históricas más comunes, como aquella que dice que los revolucionarios no representaban realmente al público ni a sus intereses, pero que elementos del público tal vez se vieron atrapados en una especie de efervescencia irracional, parecen obviamente inadecuadas. En primer lugar, asumen que “el público” es una entidad con opiniones, intereses y lealtades que pueden considerarse relativamente consistentes a lo largo del tiempo. De hecho, lo que llamamos “el público” es creado, producido, a través de instituciones específicas que permiten ciertas formas de acción (realizar encuestas, ver televisión, votar, firmar peticiones, escribir cartas a funcionarios electos o asistir a audiencias públicas) y no otras. Estos marcos de acción implican formas determinadas de hablar, pensar, discutir y deliberar. El mismo “público” que puede permitirse ampliamente el uso de sustancias químicas recreativas también puede votar sistemáticamente para hacerlas ilegales; es probable que el mismo grupo de ciudadanos llegue a decisiones completamente diferentes sobre cuestiones que afectan a sus comunidades si se organiza en un sistema parlamentario, un sistema de plebiscitos computarizados o una serie anidada de asambleas públicas. De hecho, todo el proyecto anarquista de reinventar la democracia directa se basa en asumir que es eso lo que ocurre.
Para ilustrar a lo que me refiero, consideren que en Estados Unidos el mismo conjunto de personas a las que se hace referencia en un contexto como “el público”, en otro puede denominarse “la fuerza laboral”. Ellos se convierten en una “fuerza laboral”, claro, mientras están dedicados a diferentes tipos de actividades. El “público”, como una unidad, no trabaja. Al menos, en una revista o periódico nunca aparecería una frase como “la mayor parte del público estadounidense trabaja en la industria de servicios”. Si un periodista intentara escribir una frase así, su editor ciertamente la cambiaría. Es especialmente extraño, ya que el público aparentemente tiene que ir a trabajar: por eso, como a menudo se quejan los críticos de izquierda, los medios de comunicación siempre hablarán de cómo, por ejemplo, una huelga del transporte puede incomodar al público, en su calidad de viajeros, pero nunca se les ocurrirá que los que están en huelga son también parte del público o que si logran elevar los niveles salariales esto será un beneficio público. Y ciertamente el “público” no sale a la calle. Su función es la de ser audiencia de espectáculos públicos y consumidor de servicios públicos. Al comprar o utilizar bienes y servicios de suministro privado, el mismo grupo de individuos se convierte en otra cosa (“consumidores”), justo como en otros contextos de acción ellos son etiquetados nuevamente como “nación”, “electorado” o “población”.
Todas estas entidades son producto de instituciones y prácticas institucionales que, a su vez, definen ciertos horizontes de posibilidad. Por lo tanto, al votar en las elecciones parlamentarias uno puede sentirse obligado a tomar una decisión “realista”; en una situación insurreccional, en cambio, súbitamente todo parece posible.
Gran parte del pensamiento revolucionario reciente, en esencia, se pregunta: ¿en qué se convierte, entonces, este grupo de personas durante esos momentos insurreccionales? Durante los últimos siglos, la respuesta convencional ha sido “el pueblo”: en última instancia, todos los regímenes legales modernos atribuyen su legitimidad a momentos de “poder constituyente”, cuando el pueblo se levanta -generalmente en armas- para crear un nuevo orden constitucional. El paradigma insurreccional, de hecho, está incrustado en la idea misma del estado moderno. Diversos teóricos europeos, al entender que las bases han cambiado, han propuesto un nuevo término: “la multitud”, una entidad que por definición no puede convertirse en la base de un nuevo estado nacional o burocrático. Para mí, el proyecto es profundamente ambivalente.
En los términos que he estado desarrollando, lo que “el público”, “la fuerza de trabajo”, los “consumidores”, la “población” tienen en común es que nacen de marcos de acción institucionalizados que son inherentemente burocráticos y, por lo tanto, profundamente alienantes. Cabinas de votación, pantallas de televisión, cubículos de oficinas, hospitales y el ritual que los rodea a todos: podría decirse que son propiamente la maquinaria de la alienación. Son los instrumentos a través de los cuales se aplasta y se hace añicos la imaginación humana. Los momentos insurreccionales son aquellos en los que este aparato burocrático es neutralizado, lo cual siempre parece tener el efecto de abrir de par en par los horizontes de posibilidad. Esto solo es de esperarse si una de las principales cosas que hace normalmente el aparato es imponer horizontes extremadamente limitados. (Probablemente por eso, como ha observado Rebecca Solnit, las personas experimentan a menudo algo muy similar durante los desastres naturales.) Esto explicaría por qué los momentos revolucionarios siempre parecen ir seguidos de un torrente de creatividad social, artística e intelectual. Es usual que, cuando las estructuras desiguales de identificación imaginativa son interrumpidas, todo el mundo experimente con formas de ver el mundo desde puntos de vista desconocidos, y cuando las estructuras desiguales de creatividad son alteradas, todos sienten no solo el derecho, sino también la inmediata necesidad práctica de recrear y reimaginar todo a su alrededor.
De ahí la ambivalencia del proceso de renombrar. Por un lado, es comprensible que quienes deseen hacer reclamos radicales quieran saber en nombre de quién los hacen. Por otro lado, y si lo que vengo diciendo es cierto, todo el proyecto de invocar primero a una “multitud” revolucionaria y luego empezar a buscar las fuerzas dinámicas que hay detrás de esta comienza a parecerse mucho al primer paso de ese mismo proceso de institucionalización que eventualmente debe acabar con lo que celebra. Los sujetos (públicos, pueblos, mano de obra...) son creados por estructuras institucionales específicas que son esencialmente marcos de acción. Son lo que hacen. Lo que hacen los revolucionarios es romper los marcos existentes para crear nuevos horizontes de posibilidad, un acto que luego permite la reestructuración radical de la imaginación social. Esta es quizás la única forma de acción que, por definición, no puede institucionalizarse. Por eso, varios pensadores revolucionarios, desde Raffaele Laudani en Italia hasta el Colectivo Situaciones en Argentina, han comenzado a sugerir que aquí sería mejor no hablar de “poder constituyente”, sino de “poder destituyente”.
Revolución al revés
Hay una extraña paradoja en el enfoque de Marx sobre la revolución. En términos generales, cuando Marx habla de creatividad material, habla de “producción”, y aquí insiste, como he mencionado, en que la característica definitoria de la humanidad es que primero imaginamos cosas y luego tratamos de hacerlas realidad. Cuando él habla de creatividad social, es casi siempre en términos de revolución, pero aquí insiste en que imaginar algo y luego tratar de darle vida es precisamente lo que nunca deberíamos hacer. Eso sería utopismo, y para el utopismo Marx solo tenía un devastador desprecio.
Creería que la interpretación más generosa es que Marx, en algún nivel, entendió que la producción de personas y la de relaciones sociales funcionaban sobre principios diferentes, pero también sabía que él no tenía realmente una teoría sobre cuáles eran esos principios. Probablemente fue solo con el surgimiento de la teoría feminista, que delineé de modo impreciso en mi análisis anterior, como se hizo posible pensar sistemáticamente sobre tales temas. Debo agregar que el hecho de que la teoría feminista fuera rápidamente confinada dentro de su propio subcampo, minando así el impacto en el trabajo de la mayoría de los teóricos masculinos, debería provocar una profunda reflexión sobre los efectos de la violencia estructural en la imaginación.
No me parece una coincidencia, entonces, que gran parte del trabajo práctico real de desarrollar un nuevo paradigma revolucionario en los últimos años también haya sido obra del feminismo o, en cualquier caso, que las preocupaciones feministas hayan sido el principal motor de su transformación. En Estados Unidos la obsesión actual del anarquismo por el consenso y otras formas de democracia directa se remonta claramente a cuestiones organizativas dentro del movimiento feminista. Lo que a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta había iniciado como colectivos pequeños, íntimos, a menudo de inspiración anarquista, entró en crisis cuando empezaron a crecer rápidamente en tamaño. En lugar de abandonar la búsqueda de consenso en la toma de decisiones, muchos comenzaron a intentar desarrollar versiones más formales sobre los mismos principios. Esto, a su vez, inspiró a algunos cuáqueros radicales -que previamente habían visto su propia toma de decisiones por consenso como una práctica principalmente religiosa- a empezar a crear colectivos de formación. Para el tiempo de las campañas de acción directa contra la industria de la energía nuclear a finales de la década de los setenta, todo el aparato de grupos de afinidad, consejos de voceros, consenso y facilitación ya había comenzado a tomar algo parecido a su forma contemporánea. La efusión resultante de nuevas formas en el proceso de consenso constituye la contribución más importante a la práctica revolucionaria en décadas. Aquello, en gran medida, fue fruto del trabajo de feministas comprometidas en la organización práctica, la mayoría de las cuales estuvo probablemente ligada a la tradición anarquista. Esto hace que sea aún más irónico que los teóricos masculinos que no han participado en la organización de base ni en los procesos anarquistas de toma de decisiones, pero que se sienten atraídos por el anarquismo como un principio, se sientan obligados muy a menudo a incluir en declaraciones -las cuales de otro modo serían empáticas- que, por supuesto, no están de acuerdo con esta noción de consenso obviamente impráctica, irreal y descabellada.
La organización de las acciones de masas en sí misma -festivales de resistencia, como se las llama a menudo- puede considerarse como un conjunto de experimentos prácticos sobre si realmente es posible institucionalizar la experiencia de la liberación, la realineación vertiginosa de los poderes imaginativos, todo lo que es más poderoso en la experiencia de una exitosa insurrección espontánea. O, si no para institucionalizarlo, tal vez para producirlo a pedido. El efecto para los involucrados es como si todo estuviera sucediendo al revés. Un levantamiento revolucionario comienza con batallas en las calles y, si tiene éxito, procede a manifestaciones populares de efervescencia y festividad. Le sigue a ello la sobria tarea de crear nuevas instituciones, consejos, procesos de toma de decisiones y, en última instancia, la reinvención de la vida cotidiana. Al menos ese es el ideal y, ciertamente, ha habido momentos en la historia de la humanidad en los que algo así ha comenzado a suceder, aunque, de nuevo, tales creaciones espontáneas siempre parecen terminar subsumidas dentro de alguna nueva forma de burocracia violenta. Sin embargo, como he señalado, esto es más o menos inevitable, ya que la burocracia, por mucho que sirva como organizadora inmediata de situaciones de poder y ceguera estructurales, no las crea. En general, solo evoluciona para gestionarlas.
Esta es una de las razones por las que la acción directa procede en la dirección opuesta. Probablemente, la mayoría de los participantes proviene de subculturas que tratan de reinventar la vida cotidiana. Incluso si no, las acciones comienzan con la creación de nuevas formas colectivas de toma de decisiones (consejos, asambleas, la atención interminable al “proceso”) y continúa con su uso como mecanismo para planificar las acciones callejeras y las fiestas populares. El resultado suele ser una dramática confrontación con representantes armados del estado. Si bien la mayoría de los organizadores estaría encantada de ver que las cosas se intensifican hasta convertirse en una insurrección popular, y algo así sucede ocasionalmente, el resto no esperaría que esto marcara ningún tipo de ruptura permanente en la realidad. Estas acciones sirven más como breves anuncios publicitarios -o mejor, como pruebas anticipadas, experiencias de inspiración visionaria- de una lucha mucho más lenta y meticulosa para crear instituciones alternativas.
Una de las contribuciones más importantes del feminismo, me parece, ha sido recordar constantemente a todos que las “situaciones” no se crean por sí mismas, sino que suelen ser el producto de mucho trabajo. Durante gran parte de la historia de la humanidad, lo que se ha tomado como política ha consistido esencialmente en una serie de representaciones dramáticas realizadas en escenarios teatrales. Uno de los grandes regalos del feminismo al pensamiento político ha sido recordarnos continuamente a la gente que fabrica, prepara y limpia esos escenarios, y, más aún, que mantiene las estructuras invisibles que los hacen posibles. Personas que, de modo abrumador, han sido mujeres. El proceso normal de la política, por supuesto, es hacer desaparecer a esas personas. De hecho, una de las principales funciones del trabajo de las mujeres es desaparecerse a sí mismas. Se podría decir que el ideal político dentro de los círculos de acción directa se ha vuelto borrar la diferencia; o, dicho de otro modo, que la acción se considera genuinamente revolucionaria cuando el proceso de producción de situaciones se experimenta de un modo tan liberador como las situaciones mismas. Uno podría decir que es un experimento de realineamiento de la imaginación, de crear formas de experiencia verdaderamente no alienadas.
Conclusión
Evidentemente, esto también se está intentando hacer en un contexto en el que, lejos de quedar temporalmente en suspenso, el poder del estado -al menos en muchas partes del mundo- impregna de tal modo todos los aspectos de la existencia cotidiana que sus representantes armados intervienen para regular la estructura organizativa interna de grupos autorizados a cobrar cheques o a poseer y operar vehículos de motor. Una de las cosas notables de la era neoliberal actual es que la burocracia ha llegado a ser tan omnipresente -este periodo ha presenciado, después de todo, la creación del primer sistema administrativo global eficaz en la historia de la humanidad- que ya hemos dejado de verla. Al mismo tiempo, las presiones para operar dentro de un contexto de regulación, represión, sexismo, dominación racial y de clase sin fin suelen garantizar que muchos de los que se sumergen en la política de la acción directa experimenten constante exaltación y agotamiento, momentos en que todo parece posible en alternancia con momentos en que nada lo es. En otras partes del mundo la autonomía es mucho más fácil de lograr, pero a costa del aislamiento o la ausencia casi total de recursos. Cómo crear alianzas entre diferentes zonas de posibilidad es un problema fundamental.
Estas son, sin embargo, cuestiones de estrategia que van mucho más allá del alcance de este ensayo. Mi propósito aquí ha sido más modesto. Me parece que la teoría revolucionaria ha avanzado en muchos frentes con mucha menos rapidez que la práctica revolucionaria; mi objetivo al escribir esto ha sido ver si uno puede reelaborar desde la experiencia de la acción directa para comenzar a crear algunas herramientas teóricas nuevas. Estas no pretenden ser definitivas. Puede que ni siquiera resulten útiles. Pero quizás puedan contribuir a un proyecto de reinvención más amplio.