Nosotros estamos luchando por el reconocimiento del campesinado como sujeto de derecho. En la Constitución del 91, después de todos esos procesos de paz, fue que los pueblos indígenas y los pueblos afros lograron ese reconocimiento [...]Pero el campesinado no tiene todavía ese reconocimiento ni siquiera en la Constitución. Es tanto así que en el censo agrario a nosotros no nos quisieron hacer caso de poner la palabra campesino; allí, nos pusieron la palabra productores, es decir, máquinas de hacer plata, lo que todo el tiempo le ha tocado cargar al campesinado.
Rober Daza (2015, transcripción propia)
El fragmento anterior hace parte de la intervención de Rober Daza, vocero del Coordinador Nacional Agrario (CNA), en el I Seminario de Organizaciones Rurales y Agrarias de Nariño, realizado el 10 de octubre de 2015 en Pasto. Como entonces, muchas veces escuché a otros dirigentes de Nariño quejarse de que los campesinos, a diferencia de los indígenas y afros, no eran nombrados ni en la Constitución ni en los censos. Tal hecho solía asociarse con un intento sistemático del Gobierno por "negar" y "acabar" con el campesinado, intento en contra del cual el propio movimiento campesino se erigía. Como me dijo en una ocasión una dirigente de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) refiriéndose al Paro Nacional Agrario de 2013, el sentido de la gente era "salir al camino a pelearle al Gobierno, a decirle: '¡Vea, los campesinos aquí estamos!'".
Pero hacerse visibles no es lo único a lo que le vienen apostando algunos sectores del movimiento campesino en el país. Más allá, planteo, vienen buscando controlar las formas de legibilidad1 de la población rural, apuntando a definir cómo "aparece" ante el estado2, así como la categoría mediante la que esto ocurre, su significado y sus bordes. En efecto, en la década anterior se consolidó un movimiento en favor del reconocimiento estatal del campesinado como sujeto político y de derechos, que ha pasado por promover el uso del término campesino como una categoría jurídica, censal e institucional, con importantes logros en los últimos años.
Varios fenómenos nos ayudan a entender la gestación de un movimiento en favor del reconocimiento de derechos de los campesinos en el país3. Sin embargo, poco se ha dicho acerca de las razones por las cuales es campesino, y no otra, la categoría que viene siendo reivindicada por un sector del movimiento social como la más apropiada para cobijar a un amplio porcentaje de la población rural colombiana, precisamente en el momento en que otras expresiones como emprendedor rural4 y agricultor familiar5 ganan peso en el lenguaje institucional. Abordo aquí esta cuestión mediante un acercamiento a los usos dados a la categoría de campesino en diferentes procesos de movilización social y de políticas estatales en los últimos cien años. Me interesa destacar su rol histórico como categoría mediadora de la relación entre la población rural y aquel conjunto de prácticas, relaciones, agentes e instituciones que se presentan bajo la forma de estado, y en el trazado de las fronteras internas y externas de la primera. Procuro así darles profundidad histórica a nuestros análisis sobre las políticas identitarias de la población rural colombiana, alejándome tanto de la lectura que explica la movilización en favor del uso estatal de la categoría campesino como un asunto estratégico -atendiendo únicamente a la coyuntura actual- como de aquella que, al esencializar las pertenencias identitarias, las sitúa fuera de la historia. Apuesto así a traer la densidad experiencial y, con ello, semántica a la discusión sobre la pertinencia del uso político y estatal de la categoría campesino, mediante la indagación de su juego en la historia.
El texto tiene cuatro partes. En la primera expongo mi enfoque analítico. En la segunda abordo la fijación del término campesino como una categoría de la gubernamentalidad y de la movilización social en la década de los treinta, así como las continuidades y trasformaciones en dicho uso hasta finales de los ochenta. En la tercera me centro en su paulatino destierro del lenguaje estatal en las décadas de los noventa y los 2000, acompañado de la proliferación de otras categorías mediante las cuales la población rural se tornó legible ante el estado. Finalmente, en la cuarta retomo el proceso de reemergencia del término campesino como categoría legal, institucional y censal en la pasada década, bajo el efecto del movimiento en favor del reconocimiento de derechos del campesinado, y los cambios resultantes de su entramado en el discurso multicultural. Mediante este recorrido espero dar cuenta de algunos cambios ocurridos en los últimos cien años en el peso, el contenido y la extensión de la categoría de campesino en el lenguaje estatal. Junto a ello, busco evidenciar cómo estas características se gestan en tensión constante con su uso como categoría de lucha social. Finalmente, espero demostrar que el movimiento que reivindica su uso está relacionado con su rol en diferentes experiencias de lucha social e intervención estatal de la población rural en el último siglo.
Para ello, parto del análisis de fuentes ligadas con políticas oficiales dirigidas a la población rural y al sector agrario, de algunos documentos emitidos por movimientos políticos y sociales que asumieron representar al campesinado, y de bibliografía secundaria. También me baso en mi trabajo de campo con organizaciones campesinas de Nariño vinculadas con la lucha por el reconocimiento del campesinado a nivel nacional en los últimos seis años. Para este artículo, seleccioné algunos hitos relevantes debido a los conflictos sociales, las tensiones y los giros relacionados con el uso de la categoría. En lugar de pretender abarcarlos todos, espero dar cuenta de trazos generales que requerirán ser ampliados y matizados con investigaciones a escala regional o local, más atentas a las formas en que la categoría es activada, tensionada y alterada en el marco de interacciones cotidianas, y más sensibles a sus intersecciones con categorizaciones basadas en la raza, la clase, la etnicidad y el género. Debo aclarar, además, que no profundizo aquí en los contrastes entre los usos dados a la categoría de campesino por diferentes organizaciones sociales y por agentes de distintas instituciones del estado. Más que construir un relato definitivo sobre esos usos, espero ofrecer, junto a otros investigadores, un mapa que pueda orientar futuros estudios sobre la cuestión.
Las categorías sociales: entre el estado y el movimiento social
El vínculo entre los colectivos humanos y las expresiones que usamos para designarlos no es necesario, sino contingente y sometido a relaciones de poder (Gibson-Graham 2002). ¿Cómo entender, entonces, que las demandas de ciertos sectores por ser reconocidos como sujetos políticos y de derecho estén amarradas al uso de una categoría específica? ¿Y cómo comprender las implicaciones de hacerlo? Propongo que abordar tales cuestiones implica combinar tres enfoques: uno genealógico, sustentado en un trabajo de archivo y en bibliografía secundaria, centrado en estudiar las condiciones históricas y relaciones de fuerza bajo las cuales emergen y desaparecen ciertas categorías sociales dentro de procesos de movilización social y de intervención estatal, así como las variaciones y continuidades en los significados que se les asignan y los sectores a quienes se aplican; otro experiencial, basado en narraciones autobiográficas, atento a cómo las personas, dentro de procesos y relaciones concretas, han elaborado su experiencia de habitar o ser excluidas de estos; y uno performativo, apoyado en trabajo etnográfico, sensible a la forma en que las categorías sociales son hoy activadas por actores específicos dentro de rutinas y rituales sociales, y contribuyen a producir aquello mismo que representan (Yie Garzón 2018). Propongo así comprender el uso político de las categorías sociales y sus implicaciones atendiendo al abanico amplio de significados en tensión que arrastran, las experiencias que evocan y las relaciones que hoy las personas fabrican con ellas. En este artículo desarrollo el primer enfoque.
Desde hace casi dos décadas, La Vía Campesina (LVC)6 viene apelando al término campesino (o sus traducciones a otras lenguas) para designar a un nuevo sujeto de derechos global (Edelman 2013 [2022]), proceso que derivó en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos y de Otras Personas que Trabajan en las Áreas Rurales (2018). Aunque el movimiento detrás de la declaratoria pudo incidir sobre la forma en que hoy se identifica una parte de la población mundial dentro de sus procesos de movilización social, su alcance depende de la generación de un lenguaje con suficiente resonancia entre organizaciones y poblaciones, prioritariamente rurales, de diferentes lugares del globo. ¿De qué depende que sea así? Como ha argumentado Koselleck (2004), necesitamos del lenguaje para tener experiencias, por lo que el contenido de las expresiones que usamos para elaborarlas y comunicarlas se ve afectado por ellas. A su vez, esas mismas expresiones tienen el potencial de evocar en nosotros las experiencias que han permitido expresar. Podemos considerar así que su resonancia y performatividad está ligada con el tipo de experiencias que pueden evocar como efecto del modo en que han estado involucradas en diferentes procesos sociales. Esto vale también para aquellas expresiones usadas para nominar y diferenciar grupos humanos dentro ciertos regímenes de clasificación, como ocurre con las categorías sociales.
Pero la generación de un lenguaje con amplia resonancia social no es una labor sencilla. Como lo advirtió Gramsci, pasa por encontrar un vocabulario que posibilite la convergencia de diversos sectores mediante la articulación de horizontes de sentido heterogéneos. De hecho, la propuesta de adoptar el término campesino (o sus traducciones) en el proyecto de declaratoria recibió objeciones. Algunas organizaciones europeas arguyeron que en sus países vocablos como peasant, en inglés, o paysan, en francés, eran insultantes, a lo que algunas africanas agregaron que no tenían una expresión semejante en sus propias lenguas (Edelman 2013 [2022]). Tales divergencias nos alertan frente a las profundas variaciones en el significado de categorías sociales que damos por universales y frente a cómo la historia de sus usos pasados modula los contemporáneos.
¿Qué ha ocurrido en Colombia? Si bien el CNA, la organización de la que fue vocero Rober Daza, ha tenido un papel destacado en el movimiento en favor del reconocimiento del campesinado, algo semejante han hecho organizaciones con tradiciones ideológicas y formas organizativas diferentes, como la Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria (Fensuagro), la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina (Anzorc), la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC)7, entre otras. Y aunque se trata de un movimiento con fuerte arraigo en el Macizo Colombiano, también se extiende hacia otras regiones del país, incluyendo el Putumayo, Boyacá, los Santanderes y los Llanos. A su vez, la Encuesta de Cultura Política de 2019 mostró que campesino es una categoría con la cual se identifica un amplio porcentaje de la población rural e incluso urbana8. Argumento que, para entender el uso extendido de la categoría entre poblaciones y organizaciones sociales, debemos empezar por estudiar la forma en que ha mediado las experiencias de gran parte de la población ligada al trabajo agrícola y a los espacios rurales por cuando menos un siglo. Aunque esto ha ocurrido de formas, con intensidades y bajo efectos diferentes de un lugar a otro del país, y aunque la categoría ha sido atravesada por distinciones basadas en el género, la edad, la clase, la raza, la etnicidad, entre otras, ha participado activamente en la formación del campesinado como sujeto político y grupo social de la nación colombiana.
Esa participación de la categoría se ha expresado en varias vías, de las que resalto dos. Primero, dirigentes sociales, políticos, expertos, gobernantes y funcionarios públicos han activado la categoría en las dinámicas de movilización social e intervención estatal de las capas populares de la población rural y el sector agrario, por lo menos desde finales de la década de los veinte. Pero, más que designar a una población o a un sujeto preexistente, con ello han participado en su formación y reconfiguración. La puesta en marcha de políticas públicas y la movilización social son procesos simultáneamente políticos y culturales (Álvarez, Dagnino y Escobar 2001; Shore 2010). Ambas expresiones del quehacer político incluyen un trabajo en el terreno cultural en el que dirigentes sociales y agentes estatales "ponen en movimiento" ciertas categorías sociales, instituyéndolas como marcos de aparición/formación de los sujetos de una relación con aquello que se nos presenta bajo la forma de estado.
Segundo, gracias a su uso en el marco de diferentes relaciones y procesos, la categoría campesino ha contribuido a delinear y diluir fronteras hacia adentro y hacia afuera de la población rural. Como muestra Brubaker (2004), la historia de las categorías sociales está entrelazada con la de la formación de aquellos grupos humanos cuya identidad pretende expresar. Y así como la categoría campesino ha sido utilizada para nombrar no una sino múltiples formas de posicionarse como sujeto de una relación con el estado, no hay un solo criterio bajo el cual sus contornos se hayan establecido. La ambigüedad del término campesino y su hibridez conceptual9 tienen que ver con esa historia. Y es que, en el movimiento de la vida, las palabras que usamos para designar y diferenciar grupos humanos no solo ganan y pierden relevancia: a la vez, su propia carga semántica es alterada e hibridizada.
Aparecer como campesinos
En el tránsito entre la Colonia y la República, quienes poblaban el campo o sembraban la tierra recibían diferentes denominaciones, dentro de las cuales sobresalían, en orden de importancia, las de labrador y campesino (Robledo Escobar 2017; Robledo Escobar y Langebaek Rueda 2022). Estas diferenciaban a las personas según el lugar que habitaban en una topografía moral donde el campo servía de espacio de transición geográfica y cultural entre la selva y la ciudad, pero también en razón de su actividad bajo la vieja oposición entre trabajo manual e intelectual. El labrador fue representado por las élites del centro del país como un sujeto atrasado, perezoso, pasivo y atávico (Robledo Escobar 2017, 309). En el siglo XIX, esta expresión perdió fuerza frente a la de campesino, situación profundizada desde la segunda mitad del siglo XIX con la integración de Colombia al mercado mundial como exportador de alimentos tropicales. Ese giro en el vocabulario fue seguido de otro en la percepción de quienes labraban la tierra. Los campesinos fueron considerados sujetos rudimentarios pero laboriosos que, bajo conducción, podrían "protagonizar los procesos productivos que se requerían para poner el país en la senda del progreso y la civilización" (Robledo Escobar 2017, 333).
En la primera veintena del siglo XX, con el término campesino se nombró en la prensa conservadora a un sector del pueblo carente de civilidad, ligado a los espacios rurales y al trabajo agrícola (Alonso Acosta 2020, 23-26), pero también permitió designar a un sector definido por su posición desventajosa dentro del sistema capitalista. Tomó así fuerza una mirada clasista hacia el campesino con registros a lo largo del siglo XX y lo que va del presente. Esbozada en algunos impresos de la década de 1910 (Alonso Acosta 2020, 28-31; Núñez Espinel 2006), tal mirada se cristalizó en las dos siguientes décadas en los órganos de difusión de movimientos políticos de izquierda, como el Partido Socialista Revolucionario (PSR) -luego Partido Comunista Colombiano (PCC)-, el Partido Agrario Nacional (PAN) y la Unión de Izquierda Revolucionaria (UNIR). Pese a sus diferencias, expresiones como campesinos, campesinado y clase campesina se usaron en esos medios para convocar a arrendatarios, colonos y obreros agrícolas a movilizarse, ya fuera interpelándolos como componentes de la clase obrera o como aliados suyos10. Tal cambio en el lenguaje ocurrió en un contexto marcado por la movilización creciente de arrendatarios, colonos y obreros agrícolas organizados en ligas campesinas, colonias agrícolas, sociedades agrarias, federaciones, uniones campesinas y sindicatos, que reclamaban mejores condiciones de trabajo y de acceso a la tierra (Londoño Botero 2011; Sánchez 1985). Además, sugiere un esfuerzo de dirigentes de izquierda por articular las luchas sociales de todos ellos, y la de estos con las de trabajadores urbanos. Un ejemplo es el del periódico Claridad, dirigido por Erasmo Valencia, quien lideró junto a Juan de la Cruz Varela el Movimiento Agrario de Sumapaz, base social del PAN. Dicho movimiento se asentó sobre dinámicas de organización de colonos y arrendatarios, quienes venían enfrentándose desde principios del siglo XX con hacendados de la región de Sumapaz (Londoño Botero 2011). En sus primeros números, Valencia hizo uso de la categoría colono11 para nombrar a un actor central de las luchas agrarias del periodo, pero también de campesino como una categoría equivalente o más abarcadora12. De hecho, la primera portada incluía dos encabezados, uno dirigido a los proletarios y otro a los campesinos. "Campesino escucha: la tierra es de todos, el pan es solo para el que anda sobre el surco haciéndolo producir", decía el último (Claridad 1928, 19 de julio). En años posteriores, el encabezado incluyó la representación gráfica de un campesino y un obrero, ambos portando sus herramientas de trabajo. Así, el vocablo campesino pasó a representar, junto al de obrero, el lado oprimido de la oposición capital/trabajo.
Bajo la República Liberal (1930-1946), el gobierno de Enrique Olaya Herrera (1930-1934) buscó instituir al estado como mediador de los conflictos agrarios que habían ganado fuerza en las regiones del Sumapaz, Tequendama, el oriente del Tolima, Sinú, Montería, la zona bananera de Santa Marta, suroeste de Caldas, Valle del Cauca y Huila. Para ello, en 1933 se conformó la Junta de Cuestiones Sociales y Asuntos Agrarios en la que participó, en representación del sector campesino, Jorge Eliécer Gaitán, que lideró en 1929 el debate público en torno a la masacre de las bananeras y quien, junto a Erasmo Valencia, venía apoyando las luchas por la tierra de arrendatarios y colonos en Sumapaz (Londoño Botero 2011). Tanto en la exposición de motivos del proyecto de reforma agraria que formuló la junta (citada en Chaux 1933, 32) como en la del aprobado bajo la presidencia de Alfonso López Pumarejo (1934-1938) (citada por Machado 2009, 192), expresiones como campesinado, población campesina y clase campesina nombran una de las partes de los conflictos agrarios. De este modo, la noción clasista del campesinado que venía siendo activada desde la izquierda ocupó espacios en el debate público sobre la "cuestión social" y penetró lentamente el lenguaje institucional, sin que ello significara la adopción de una perspectiva socialista sobre la solución de los conflictos sociales en el campo.
Esa no fue la única noción de campesino que tomó forma en dicho lenguaje. En la misma época, bajo la influencia de la medicina social, tuvo amarre institucional una mirada racializada de la población rural que se nutría de los viejos debates sobre la degeneración de la raza colombiana. En algunos documentos oficiales ligados a las políticas de educación y salubridad, la expresión masas campesinas designó a una población que debía ser moral, intelectual y biológicamente mejorada. Un ejemplo es la Campaña de Cultura Aldeana iniciada en 1936 y concebida por Luis López de Mesa, ministro de Educación, como un instrumento de "mejora racial" y "reforma social" (Senderos 1934, agosto, 3). A las demandas por justicia social en el campo, los gobiernos liberales respondieron con medidas re-distributivas de débil alcance (Machado 2017), pero también con una política de reforma de la población rural basada en la higiene, la nutrición y la instrucción pública. La mirada racializada hacia el campesino detrás de dicha campaña se conjugó en los años cuarenta con otra folclorizante que se mantuvo con fuerza en las dos décadas siguientes, cuyas conexiones con el romanticismo y el costumbrismo del siglo XIX están por explorarse. Un ejemplo es la Encuesta Folclórica Nacional de 1942 diligenciada por maestros rurales del país (Silva 2006).
La reforma agraria de López Pumarejo avanzó lentamente durante su gobierno y el de su sucesor, Eduardo Santos (1938-1942), situación que se agravó cuando el primero retomó la presidencia (1942-1946). López implementó medidas que implicaron un freno a la reforma agraria, lo que contribuyó a que los conservadores ganaran las siguientes elecciones. Procurando evitar la radicalización del movimiento campesino, el conservador Mariano Ospina Pérez (1946-1950) apoyó la formación de organizaciones campesinas bajo la orientación de la iglesia católica, como fue el caso de la Federación Agraria Nacional (Fanal), creada en 1947 y filial de la Unión de Trabajadores de Colombia (UTC)13. Pese a ello, los conflictos sociales irresueltos en el campo colombiano, combinados con el recrudecimiento de la represión estatal bajo gobiernos conservadores y la interrupción violenta del proyecto gaitanista con gran acogida entre la población rural, favorecieron la formación de autodefensas campesinas14 y guerrillas en diferentes regiones bajo la orientación de liberales y comunistas (Pizarro Leongómez 1989).
Aunque las expresiones armadas de ambas vertientes tenían una amplia base rural, en documentos de los diferentes frentes guerrilleros la asociación entre la identidad campesina y la revolucionaria cursaba trayectos diferentes. En el caso de la dirigencia del PCC, las autodefensas campesinas fueron vistas como la base del movimiento popular de masas dentro de una estrategia de defensa contra la violencia oficial y reaccionaria dirigida a los campesinos, pero sin descartar la ofensiva armada como una estrategia de lucha (Pizarro Leon-Gómez 1989). Buscando crear un movimiento guerrillero unificado, en 1952 el PCC promovió la I Conferencia del Movimiento Popular de Liberación Nacional (MPLN) que, según el programa expuesto en su Declaración Final, tenía entre sus objetivos la "reconstrucción del movimiento obrero y campesino sobre el principio de la unidad sindical" (MPLN 1952).
Así, aunque el campesinado aparece como un sector fundamental del movimiento popular de masas, este abarcaba a otros sectores, incluyendo el proletariado urbano. En el caso de las guerrillas liberales, que le apostaron a un proyecto armado y político autónomo, el uso dado al término campesino es más difuso. En las leyes de los Llanos, corridos y oficios inscritos en las negociaciones con el gobierno de Rojas Pinilla, al caracterizar su identidad política, sus integrantes se identifican principalmente como llaneros -apelando a una identidad regional- o como liberales, guerrilleros, bandoleros15 y revolucionarios, y recurren con más frecuencia a categorías como pueblo y sociedad civil que a la de campesinos para referirse al universo social al que su proyecto político se dirigía16. Algo diferente sucedió con los himnos y códigos producidos por las guerrillas liberales del Tolima, en los que la categoría de campesinos solía asociarse con la de revolucionarios17. Así ocurría con la adaptación guerrillera de la guabina Soy tolimense:
¡Ay, si la guabina!
¡Canta el dolor de mi Tolima!
Del Tolima soy (bis)
Soy guerrillero
Soy, soy, soy guerrillero [...]
Yo soy campesino puro
No empecé la pelea
Pero si me buscan ruido
La bailan con la más fea.
(En Guzmán Campos, Fals Borda y Umaña Luna 1988, 1: 219-220)
Luego del golpe militar, el general Gustavo Rojas Pinilla optó por una política de amnistía hacia la insurgencia que fue acogida por una parte de las guerrillas liberales. Esta política se conjugó con el fortalecimiento de la injerencia militar de los Estados Unidos (Vega Cantor 2015) y con operaciones militares contra poblaciones y autodefensas campesinas declaradas objeto militar (Guzmán Campos, Fals Borda y Umaña Luna 1988, 1: 102). Su gobierno también apeló al uso de volantes dirigidos a campesinos o con imágenes alusivas al entorno y la apariencia de la población rural para invitarlos a dejar las armas (figura 1), los cuales eran lanzados justo antes de la ejecución de ataques militares a poblados rurales18. Se tejió así una asociación entre el campesino y la lucha armada (Beltrán 2019), fortalecida en la década siguiente en el marco de una guerra psicológica adelantada por el ejército colombiano inspirada en la guerra de Corea (Vega 2015).
Fuente: Archivo Histórico Germán Guzmán Campos, Repositorio Digital Univalle, Universidad del Valle, http://hdl.handle.net/10893/17856
Rojas Pinilla también intentó robustecer la relación directa del estado con la población rural mediante el fortalecimiento y la creación de instituciones y programas. En su gobierno, la expresión campesino caracterizó a una clase ubicada en uno de los polos de los conflictos agrarios en que el estado intermedió a través de la Dirección de Asuntos Campesinos. En el decreto que le dio origen, se usó campesino como equivalente a trabajadores agrícolas, incluyendo bajo esta última categoría a ocupantes, colonos, arrendatarios, aparceros y similares, mientras la otra parte fue designada con el término propietario. Así, bajo la forma de una legislación dirigida a defender los derechos de la "clase campesina" (Decreto 212 de 1953), la norma legitimó su desposesión naturalizándola. Al mismo tiempo, la categoría campesino nombró a la población objeto de políticas de educación y salud rural en manos de la División de Seguridad Social Campesina (Decreto 2214 de 1953) y de la Campaña de Educación Campesina (Decreto2419 de 1953). Esta última se apoyó en las escuelas radiofónicas de la fundación católica Acción Cultural Popular (ACPO) y en la revista Colombia Campesina del Ministerio de Educación. A través de ambos medios, la población rural fue interpelada como campesina desde el estado y la iglesia católica, y representada desde la carencia (figura 2), pero también como la base del progreso y la identidad nacional. A su vez, tales medios sirvieron como plataforma de una campaña para la adopción de insumos en el marco de la Revolución Verde y para rechazar al comunismo. Así, las tres miradas sobre el campesino presentes en la República Liberal -clasista, racializada y folclorizante- se extendieron a este periodo. Estas, como vimos, se combinaron con una cuarta que lo veía como un sujeto inclinado hacia la violencia ligada al discurso contrainsurgente.
Fuente: folleto Escuelas radiofónicas (Bogotá: Ministerio de Educación Nacional, 1951,9), archivo ACPO, Radio Sutatenza,http://proyectos.banrepcultural.org/radio-sutatenza/es/acpo-radio-sutatenza-3
Una quinta mirada presente en el lenguaje institucional del periodo de La Violencia está asociada a la emergencia del discurso del desarrollo. Las tres misiones económicas extranjeras que visitaron nuestro país en ese periodo vieron en el campesinado la imagen del atraso por superar, ya fuera a través del impulso a la agricultura intensiva (Misión Currie), la reforma agraria (Misión de la Cepal) o la educación (Misión de Economía y Humanismo) (Yie Garzón 2018). En el Frente Nacional (1958-1974) el discurso del desarrollo se consolidó y, con él, la mirada del campesinado como encarnación del atraso (Yie Garzón 2015) y como cliente de los servicios del desarrollo (Escobar 2014; González Báez 2019). A ello contribuyó la posición de Colombia como laboratorio de la Alianza para el Progreso (Rojas 2010) y de otros programas de desarrollo rural articulados con la lucha contrainsurgente (Galli 1981). Se crearon varias instituciones y programas dirigidos al campo y la población campesina, entre ellos el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) y el Plan Nacional de Reforma Agraria (Ley 30 de 1961). Los proyectos de parcelación y colonización dirigida se acompañaron con programas de desarrollo social, ejecutados por técnicos agrícolas, mejoradoras y trabajadoras sociales, que se orientaron a reformar los hábitos productivos, reproductivos, higiénicos, alimenticios y organizativos de la población rural hacia unos más "desarrollados", bajo un marcado sesgo de género (Yie Garzón 2015). Esta labor fue apoyada por los profesionales de ACPO a través del semanario El Campesino y Radio Sutatenza (Acevedo Ruiz y Yie Garzón 2016).
En los sesenta fue impulsada la organización campesina bajo la forma de juntas de acción comunal, sindicatos agrícolas y cooperativas. A finales de esa década, el gobierno de Alberto Lleras Restrepo (1966-1970) adelantó la Campaña Nacional de Organización Campesina desde la cual se promovió la formación de una organización nacional de usuarios campesinos del estado. Así como la reforma agraria fue presentada como una alternativa frente a la revolución socialista, lo fue también la creación de una organización de carácter gremial frente a la lucha armada, cuando en la región ganaban fuerza guerrillas con una fuerte base rural (Rivera 1982).
Las recientemente formadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Ejército Popular de Liberación (EPL) incluyeron en sus filas a campesinos provenientes de las antiguas guerrillas liberales y comunistas formadas en las dos décadas anteriores. La primera de ellas, incluso, se reivindicó como representante de los campesinos. En su Programa Agrario de 1964 cuestionaba la reforma agraria del Frente Nacional y planteaba una "reforma agraria revolucionaria" que entregara gratuitamente la tierra a los campesinos. Quienes aparecen como sus autores son "los campesinos del sur del Tolima, Huila y el Cauca", contra quienes, se afirmaba, se habían desencadenado varias guerras bajo los intereses de la oligarquía colombiana y del imperialismo estadounidense. Así mismo, afirmaron que dicho programa dependía de la "alianza obrero-campesina" y "del apoyo de las amplias masas campesinas" (FARC-EP 1964). La apuesta por una organización gremial subordinada al Gobierno y ligada a una noción de sujeto político campesino asimilado a un cliente de servicios estatales entraba en tensión con la apuesta por un movimiento revolucionario desde el cual se promovía una noción clasista del campesinado y del estado como antagonista. Pero si bien en la propuesta del Comité Operativo de Organización Campesina (1967) que diseñó la campaña la ANUC fue concebida como una organización de "usuarios campesinos de los servicios del estado", en su plataforma ideológica de 1971 se planteó una mirada clasista y antiimperialista de la organización:
La ANUC por una Reforma Agraria Integral y democrática; por la reivindicación del trabajador agrícola, por la elevación de su nivel de vida económico, social, cultural, y el desarrollo pleno de sus capacidades y que entiende que para superar el atraso económico del país y lograr el bienestar general del pueblo colombiano es necesario romper las actuales estructuras de dominación internas y externas que han beneficiado a una reducida clase explotadora, mediante la lucha organizada y permanente del campesinado colombiano con la clase obrera y demás sectores populares comprometidos con el cambio estructural y la liberación total de nuestra patria de toda forma de dominación y coloniaje. (ANUC 1974, 11)
En 1971, bajo el paraguas de la ANUC, grupos de campesinos protagonizaron marchas y tomas de tierra, principalmente en la costa atlántica y los valles interandinos (Zamocs 1987). Un año después, el gobierno de Misael Pastrana Borrero (1970-1974) celebró el Pacto de Chicoral con representantes de los terratenientes y grandes gremios. El pacto se cristalizó en el freno a la reforma agraria (Ley 4 de 1973), la legalización de los contratos de aparcería (Ley 6 de 1975) y un cambio drástico en la relación entre el Gobierno y el movimiento campesino, convertido en objeto de criminalización y persecución (CNMH 2013, 131). El pacto también impulsó un giro en la política de desarrollo rural: los problemas relacionados con la tenencia de la tierra y el ingreso fueron reemplazados por los de la productividad (Kalmanovitz y López 2003). En este nuevo escenario, en la ANUC emergieron tensiones en torno a la autonomía de la organización y la apelación a las tomas masivas de tierra como vehículo de la reforma agraria (Pérez 2010). Esas y otras divergencias favorecieron su ruptura en las líneas Armenia y Sincelejo, lo que tuvo un desigual impacto en las distintas regiones del país.
Según Alonso Acosta (2020), ambas líneas reclamaron ser las legítimas voceras del campesinado colombiano y movilizaron diversas nociones del campesino. En Carta Campesina, convertida desde 1972 en órgano de la ANUC Sincelejo, se movilizó una visión más clasista del campesinado en la que se definió como un sujeto desposeído y explotado que lucha por la tierra que le pertenece (65). Contrariamente, en Horizonte Campesino, la dirigencia de la ANUC Armenia movilizó una representación del campesino, concordante con la visión oficial, como cliente de los servicios del estado que se organiza para solicitar lo que este mismo ofrece (76). Una mirada cercana se encuentra en los documentos de la católica Fanal. Esta es representada como una organización nacida para el "mejoramiento del hombre del campo", mediante la organización, la educación y una lucha reivindicativa basada en una política de diálogo con organismos del estado (Fanal 1971). Al igual que en el caso de la ANUC Armenia, en su V Congreso se les dio mayor prioridad a las demandas por créditos, la baja en los precios de los insumos y mejores condiciones de mercadeo que a los temas relacionados con la reforma agraria.
El gobierno de Alfonso López Michelsen (1974-1978) profundizó el modelo económico con regulaciones que desmotivaban el abandono de la aparcería y una política basada en la diferenciación de dos sectores: uno moderno, asociado a la gran empresa agrícola exportadora, y otro tradicional, ligado al pequeño productor que cultiva para el autoconsumo y para abastecer el mercado interno (DNP 1974, cap. 4). El Desarrollo Rural Integral (DRI), programa orientado a este último sector, encarnó una nueva versión del desarrollo, impulsada por el Banco Mundial, según la cual este dependía del incremento en la productividad basada en transferencia tecnológica, créditos y acceso a mercados y no de la distribución de la tierra (Escobar 2014). Tal cambio en el discurso del desarrollo llegó junto a un giro categorial, al parecer común a otros países de la región19. En documentos del DRI, la expresión campesino fue equiparada a la de pequeño productor rural (Forero 1990) o designó un tipo de economía considerada tradicional (DNP 1974, cap. 4). Bajo el DRI, el campesinado fue definido, desde una perspectiva económica, simplemente como productor y, desde su relación con el estado, como un simple usuario de servicios estatales20 y no como un sujeto político o una clase oprimida, en tensión con la noción activada desde el ala más radical del movimiento campesino y la insurgencia. De paso, los sin tierra, que habían protagonizado las tomas en años anteriores21, fueron excluidos de la categoría de campesino en el lenguaje institucional y cobijados por la de pobreza extrema o pobres rurales, activada por el Banco Mundial22. Sorprendentemente, ese mismo año la dirigencia de la ANUC Sincelejo convocó al que llamó III Congreso de los Pobres del Campo. Usó esta última expresión, al lado de la de campesino, para englobar a cultivadores y trabajadores del agro con y sin acceso a tierra, y a todos estos más allá de líneas étnicas o raciales, como se hizo evidente en la edición de mayo de 1974 de Carta Campesina (figura 3).
En la década de los ochenta, las negociaciones entre el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986) y las FARC-EP favorecieron el reposicionamiento del término campesino en el lenguaje institucional y que se asociara nuevamente con el problema de la distribución de la tierra. La categoría sirvió para designar una población afectada por la confrontación armada y como un actor del diálogo nacional. En el punto 8 de los Acuerdos de La Uribe se alude al campesinado en relación con el impulso a la reforma agraria, la ampliación de los servicios estatales y la organización sindical (Gobierno de Colombia y FARC-EP 1984). También se creó en 1985 una Comisión Agraria de Diálogo Nacional con representación de algunas organizaciones campesinas e indígenas, encargada de formular un proyecto de reforma agraria (Gros y Cusminsky 1988, 297). Pese a ello, durante el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) las negociaciones con las FARC-EP se rompieron y la propuesta de las organizaciones campesinas e indígenas fue solo parcialmente incorporada. Si bien en la Ley 30 de 1988 se adoptaron mecanismos para la dotación de tierras a campesinos, también se avanzó hacia un modelo de reforma agraria vía mercado. Adicionalmente, los avances obtenidos fueron contrarrestados por una dinámica de reconcentración de la tierra, facilitada por la violencia ligada al conflicto armado y al narcotráfico (Machado 2017).
Con todo, en medio de la ruptura de las negociaciones entre el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) y las FARC-EP y de su avance con otros sectores de la insurgencia23, el movimiento campesino protagonizó marchas, paros y ocupaciones. También se conformaron nuevas organizaciones que mantuvieron su actividad en las décadas siguientes. Un ejemplo es la Federación Sindical Agropecuaria (Fensa), creada en 1976 bajo la influencia del PCC, la cual reunió tanto a sindicatos de trabajadores agrarios como a pequeños y medianos campesinos. En su boletín Lucha Agraria de agosto de 1984 invocó a la "unidad del movimiento campesino" y su articulación con el movimiento obrero. Sus redactores recurrieron a las categorías trabajador del campo y campesino como términos intercambiables, lo que evidencia la apuesta de sus dirigentes por un movimiento campesino organizado bajo una forma sindical y ligado a la Central Unitaria de Trabajadores (CUT). Esta se verá incluso reflejada en 1984 en el proyecto Reforma Agraria Democrática, de la Coordinadora Nacional de Organizaciones Agrarias -en la que participó Fensa-, y que será la base de la que presentará la Comisión Agraria al Gobierno (Gros y Cusminsky 1988, 297). En el texto, las categorías trabajador agrícola y campesino frecuentemente se solapan, pero también sirven para distinguir al trabajador asalariado agrícola del pequeño productor con acceso a tierra (Coordinadora Nacional de Organizaciones Agrarias 1984).
En 1987, en el marco de intensas movilizaciones en el país, Fensa se agrupó con otras organizaciones rurales de carácter sindical en Fensuagro. Ese año también se creó la ANUC - Unidad y Reconstrucción (ANUC-UR), en la que se reunieron quienes no se sentían representados en la reunificación de la ANUC en 1980, entre ellos, varias mujeres dirigentes del suroccidente del país. En las memorias de su I Congreso, la categoría campesino prima sobre la de trabajador agrícola y la ANUC-UR es definida como una organización gremial -y no sindical- del campesinado, conformada por campesinos sin tierra, colonos, y pequeños y medianos propietarios, con lo cual marca su independencia del Gobierno, los partidos políticos y las organizaciones sindicales (Alonso Acosta 2020; ANUC-UR 1987, 55).
Desaparecer como campesinos
La reducción del campo semántico de la categoría campesino en las políticas de desarrollo rural, ocurrida desde el Pacto de Chicoral, se expresó en una mirada economicista y despolitizada sobre quienes fueron cobijados por ella. Ese proceso fue seguido por su paulatino destierro del lenguaje estatal desde la década de los noventa, que coincidió con un proceso de reestructuración de la institucionalidad agraria (Moreno Guerra 2013). Durante esta década y la siguiente, otros términos ganaron relevancia como categorías mediadoras de la relación entre el estado y la población rural colombiana. En el proceso, algunas expresiones que nombraban condiciones o situaciones que afectaban a un sujeto campesino pasaron a designar, en el lenguaje legal e institucional, nuevos sujetos de una relación con el estado.
Bajo el gobierno de César Gaviria (1990-1994) se dio paso a la apertura económica y se emitió la Ley 160 de 1994 que hizo de la reforma agraria un mecanismo de dinamización del mercado y no de redistribución. Tal postura fue contraria a la del Consejo Nacional de Organizaciones Agrarias e Indígenas (Conaic), un proceso de unificación desarrollado entre 1991 y 1998 que presionó por la activación de la reforma agraria24 y que tuvo entre sus logros la incorporación de la figura de las zonas de reserva campesina (ZRC). En la ley, el término campesino fue usado como un adjetivo para caracterizar a la población beneficiaria bajo expresiones como población campesina o campesinos de escasos recursos. Pese a ello, a diferencia de la década de los setenta, no se planteó que el campesino encarnara al sujeto portador de una racionalidad económica alternativa a la capitalista con una función dentro del sistema. Por el contrario, la nueva ley de reforma agraria -en especial, uno de sus artículos reglamentarios (Decreto 1031 de 1995)- expresa un interés por transformar a los pequeños productores en empresarios agrícolas (Ley 160 de 1994, arts. 2, 12 y 43).
Pero si en esta ley aún se habla de campesinos, en las políticas de desarrollo rural de esa década y parte de las dos siguientes el vocablo prácticamente desapareció. En los documentos de formulación de tales políticas se usan generalmente otros términos, como pequeño productor, trabajador agrícola, pequeño empresario agrícola y emprendedor rural (Salgado Araméndez 2002; Yie Garzón 2018). Este giro en las designaciones llegó con la consolidación de un modelo de desarrollo rural en el que se dio prioridad a la agroindustria y a la gran minería sobre la producción campesina, y en el cual los programas dirigidos al campesino aspiraron a su conversión en empresarios agrícolas mediante cursos de lógica empresarial, el impulso a la asociatividad, y a proyectos y alianzas productivas. La idea subyacente, que ha venido reforzándose con el discurso del emprendedurismo, es que campesino nombra una condición que debe ser superada mediante su conversión en emprendedores del campo25. Así lo expresó recientemente la presidenta de la Agencia de Desarrollo Rural (ADR) en el encuentro "Los jóvenes crean futuro para el campo colombiano", realizado el 11 de agosto de 2020: "Yo creo que, para los jóvenes, el reto y el sueño no es ser campesinos. En la nueva definición en Colombia de ese sueño, es ser emprendedores del campo, y ahí es donde queremos enfocar entonces toda la oferta institucional".
Junto al emprendedurismo rural, la consolidación del discurso multicultural impactó los modos en que la población rural se hace legible ante el estado. Como se sabe, al conformarse la ANUC a finales de 1960, una parte de población indígena adelantó luchas contra la aparcería y por la recuperación de sus tierras bajo su bandera. Ya en 1971 se creó una Secretaría Indígena desde donde se convocó a indígenas de otras regiones a participar en la ANUC y se impulsó la formación del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) (Jimeno y Triana Antorveza 1985). En este contexto, la categoría campesino operó de forma transversal a las distinciones basadas en la raza y la etnicidad (Gros 1991). "Los indígenas somos campesinos" fue, de hecho, el título dado a una ponencia presentada en el III Congreso Nacional Campesino en agosto de 1974, donde la Secretaría Indígena y el CRIC presentaron su posición frente al movimiento campesino. Allí afirmaban que "casi la totalidad de los indígenas somos campesinos que cultivamos la tierra y de ella obtenemos nuestro sustento", y que compartían con otros campesinos "los principales problemas y reivindicaciones: la defensa y recuperación de nuestras tierras; y la lucha contra la explotación de los intermediarios, la necesidad de créditos y asistencia técnica" (CRIC y Secretaría Indígena de ANUC 1975, 79). Planteaban también que sus "enemigos, como los del resto del campesinado, son los terratenientes, los comerciantes, los usureros y todos los aparatos del estado y de la iglesia que están a su servicio" (79). Así, apelando a una noción de campesino recortada por el oficio y la clase, sus autores incluyeron a los indígenas dentro de una membresía campesina amplia, sin dejar con ello de afirmar la existencia de características y luchas particulares dentro del campesinado indígena.
Sin embargo, finalizando la década, en medio de las tensiones por una mayor autonomía de los indígenas frente a la dirigencia de la ANUC, la Secretaría Indígena terminó disolviéndose y los indígenas se separaron de la organización (Jimeno y Triana Antorveza 1985). Simultáneamente, la política de tierras a ellos dirigida -en parte gracias a las presiones de los propios indígenas en articulación con funcionarios del Incora- siguió rutas y criterios diferentes a los aplicados al resto de la población rural (Jimeno y Triana Antorveza 1985). En efecto, en algunas regiones el término campesino acabó cobijando, en el lenguaje organizativo e institucional, solamente a la población rural no indígena26. En 1991 la nueva Constitución reconoció a los grupos étnicos como sujetos colectivos de derechos. La participación indirecta de las organizaciones campesinas en la Asamblea Nacional Constituyente (Güiza Gómez et al. 2020), pero también la carga clasista y economicista de la categoría campesino (González Báez 2019), parecen haber incidido en su casi nulo papel en la Constitución de 1991 y en la imposibilidad de pensar al campesinado como un sujeto colectivo de derechos. Poco después, en algunas regiones, sectores que hasta entonces aún se identificaban como campesinos pasaron a reivindicar una identidad étnica, ya fuera como indígenas (Chaves Chamorro y Zambrano Escobar 2006) o como miembros de comunidades negras (Restrepo 2002). Con todo, en el lenguaje institucional, esa parte restante de la población rural no recibió una designación específica, hecho evidente en el caso de los censos de población y vivienda de 1993, 2005 y 2018 en los que se habla del "resto" municipal o poblacional.
A su vez, el giro neoliberal hacia las políticas sociales focalizadas posibilitó que quienes décadas atrás se hacían legibles como campesinos y, desde la década de los setenta, como pobres rurales también lo hicieran ahora como población vulnerable. En Colombia, dicho enfoque tomó cuerpo durante el gobierno de Gaviria (1990-1994), quien propuso enfocar la política social en "los más pobres y vulnerables" (DNP 1991). En el gobierno de Ernesto Samper (1994-1998), el modelo de atención a la pobreza empezó a operar bajo la lógica de los subsidios a la demanda, lo que requirió la creación de criterios para medir la pobreza y la vulnerabilidad. Se acudió entonces a la estratificación socioeconómica de la población por medio del Sistema de Selección de Beneficiarios (Sisbén), según el diseño y metodología del DNP Misión Social. Los programas de los gobiernos siguientes desarrollaron varios planes enfocados en la población más vulnerable, incluida la población rural (Yie Garzón 2018). Un ejemplo es el programa Familias en Acción, dirigido a "familias en extrema pobreza" e identificadas principalmente mediante el Sisbén, así como las versiones posteriores de ese programa en los gobiernos siguientes27.
La experiencia de invisibilización campesina a través de un régimen de legibilidad que implica la categoría vulnerable fue expresada por una dirigente del norte de Nariño en el I Encuentro de Mujeres de los Territorios Campesinos Agro-alimentarios (TCA) de 2016 en La Cocha (Nariño). Para explicar la movilización en favor del reconocimiento del campesinado como sujeto de derechos, expresó: "Todos a veces se habla, se dice, bueno, los indígenas, los negros, los raizales, los gitanos, y nosotras pasamos como los vulnerables. Es rara vez que uno escucha la palabra campesino".
A las categorías anteriores se les agregó, desde finales de la década de los noventa, la de desplazado, en el marco del desplazamiento masivo de habitantes rurales y de su codificación bajo nuevas categorías del discurso humanitario. Aunque el término fue usado en la prensa para describir a los campesinos que huían de La Violencia desde mediados del siglo pasado, fue solo a mediados de la década de 1990 cuando empezó a ser usado por las instituciones para nombrar a un nuevo sujeto de una relación con el estado y con el derecho internacional (Aparicio 2012).
Algo semejante ocurrió con la categoría de víctima, ligada a la incursión del discurso transicional y a la presión de organizaciones sociales articuladas en torno a ella, durante las negociaciones entre el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) (Jaramillo 2014). Dicha categoría adquirió estatus legal a través de la Ley de Justicia y Paz (Ley 975 de 2005) y se operacionalizó en los mecanismos de legibilidad estatal a través del Registro Único de Víctimas (RUV). Los términos desplazado y víctima han servido en muchos escenarios como categorías que organizan tanto la intervención estatal como la acción política de la población rural -como ocurre con agrupaciones de campesinos cocaleros del Putumayo (Ramírez 2017)-. Pero, además, dado que solo hasta hace algún tiempo las comunidades campesinas pasaron a ser concebidas como sujetos de reparación colectiva28 -en parte gracias a los debates sobre los vínculos entre desplazamiento forzado y despojo adelantados por el Grupo de Memoria Histórica y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) a finales de la década de 2010-, algunas se vieron presionadas a asumir una identidad étnica para posicionarse como tales (Ángel Botero 2017).
Adicionalmente, algunas políticas de reparación individual han promovido la idea de que estar reparado corresponde a convertirse en empresario agrícola, como ocurrió con la promoción de algunos casos considerados exitosos por la Unidad de Atención y Reparación Integral para las Víctimas (Uariv) y que circularon en el 2018; así, una mujer rural decía: "Ya no soy víctima, soy empresaria agrícola".
Reaparecer como campesinos
El paulatino destierro de la categoría campesino del lenguaje estatal, ocurrido desde la década de los noventa, fue parcialmente revertido en la década de 2010. Esto se debió en parte a un fenómeno novedoso: un movimiento en favor de su uso en políticas, censos y normas estatales. Este fenómeno fue acompañado por un ejercicio de resignificación de la categoría mediante su entramado en la retórica multicultural, agenciado por un sector del movimiento campesino.
Dicho movimiento no emergió de repente. Se asentó sobre dinámicas de protesta de las décadas de los noventa y el 2000. Contrario a lo ocurrido en las políticas, censos y normas del periodo, en múltiples marchas, paros, ocupaciones y bloqueos del sector agropecuario y la población rural la categoría campesino siguió ocupando un lugar importante29. Pero fue sobre todo en la década de 2010 cuando la vigencia de ese término como categoría de movilización social ganó protagonismo nacional, gracias a nuevas jornadas de protesta que empujaron su reinscripción en el lenguaje estatal. Entre estas últimas se destaca el Paro Nacional Agrario de 2013, en el cual convergieron organizaciones agrarias, campesinas, étnicas y populares, movimientos sociales, mesas de interlocución, entre otros actores (Montenegro Lancheros 2016). Un lugar protagónico lo ocuparon algunos procesos campesinos de alcance nacional, como las Dignidades Agropecuarias30, la Mesa de Interlocución y Acuerdos (MIA)31 y el Coordinador Nacional Agrario (CNA)32. Aunque con diferentes matices relacionados con su composición, las formas organizativas y la inclinación ideológica de su dirigen-cia33, en el marco del paro sus voceros apelaron al término campesinos para designar al colectivo al que representaban.
Buscando una salida luego de tres semanas de protestas, el presidente Juan Manuel Santos (2010-2018) convocó el 12 de septiembre al Gran Pacto Nacional por el Agro y el Desarrollo Rural. No obstante, la MIA y el CNA convocaron a un encuentro paralelo -la Gran Cumbre Nacional Agraria, Campesina y Popular-, negaron la legitimidad del Pacto Agrario y procuraron establecer acuerdos entre las organizaciones que lo rechazaron. Durante el encuentro, al que asistí en compañía de una delegación de Nariño, sus voceros combinaron las afirmaciones en favor de la unidad de campesinos, indígenas y afros, y de las clases populares urbanas y rurales, con otras en que codificaban ese espacio como el de reunión y expresión real de los campesinos. En redes sociales, medios de comunicación e intervenciones de altos funcionarios, la expresión campesinos también fue usada para designar a los protagonistas de los paros. Pocos meses después se creó la Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular (Cacep), cuyo pliego fue impulsado en un nuevo paro en mayo de 2014 en el cual el Gobierno la reconoció como instancia de interlocución legítima. Dicho proceso incluso influyó en el cierre de las campañas electorales de 2014, cuando los candidatos se vieron obligados a hablar al electorado campesino vestidos de ruana (Santos y Zuluaga 2014). Con todo, en 2016 nuevamente la Cacep se fue a paro.
Las negociaciones entre el gobierno de Santos y la insurgencia también contribuyeron a reposicionar la categoría de campesino en el lenguaje estatal. En el debate en torno al primer punto de la agenda, "Hacia un nuevo campo colombiano: reforma rural integral", se abrieron algunos canales de participación para distintas organizaciones campesinas del país34. Retomando los resultados de varios encuentros, las FARC-EP presentaron en La Habana un documento con cien propuestas mínimas para el desarrollo rural y agrario. En este, expresiones como campesinado, campesinos y campesinas, población campesina, comunidades campesinas y economía campesina se ligaron con múltiples temas: la democratización de la propiedad, el ordenamiento territorial, el reconocimiento de derechos al campesinado y la definición de sus territorios, el derecho al agua y los usos de la tierra, los derechos territoriales de comunidades étnicas, el trabajo en el campo, la soberanía alimentaria y el buen vivir de la población rural, el catastro, la justicia social territorial, entre otros (Delegación de Paz de las FARC-EP 2013). Por su parte, en los congresos regionales de paz realizados en 2017 como parte de las conversaciones frustradas entre el Gobierno y el ELN, algunos dirigentes del CNA buscaron incluir en la agenda de negociación el reconocimiento de los territorios campesinos agroalimentarios (TCAM)35, una figura territorial impulsada por esa organización desde el 2013 y hasta el momento sin reconocimiento legal.
Finalmente, una tercera dinámica que contribuyó a reinscribir la categoría campesino en el lenguaje estatal fue un esfuerzo abiertamente dirigido hacia ese objetivo. A diferencia de lo ocurrido hasta entonces, lo que emergió fue un movimiento dirigido a modificar las condiciones de legibilidad de una parte de la población rural e intervenir, por esta vía, sus condiciones de acceso a bienes, espacios de decisión y aprecio social. Dicho movimiento ha involucrado las acciones de integrantes de varias organizaciones campesinas del nivel regional y nacional, articuladas con La Vía Campesina, la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC-Vía Campesina) o la Renaf, y de una red de expertos de la academia (juristas, antropólogos, filósofos y sociólogos), instituciones del estado y organizaciones defensoras de derechos humanos.
Entre las acciones que facilitaron la incorporación de la categoría campesino en el lenguaje institucional se cuentan los reclamos en favor de la creación de instancias y políticas explícitamente orientadas a un grupo categorizado como campesino. Este es el caso de la Dirección de Asuntos Campesinos del Ministerio del Interior, creada mediante la Resolución 1817 de 2017 por solicitud de la Mesa Campesina del Cauca, y la formulación, en 2017, de los lineamientos de la Política Pública de Agricultura Campesina, Familiar y Comunitaria (ACFC), detrás de cuya elaboración estuvieron la Renaf y más de treinta organizaciones campesinas del país (Minagricultura y ADR 2017). Por su parte, para lograr el uso de la expresión campesino como categoría censal, algunas organizaciones apelaron a la interposición de una tutela para que los campesinos y las campesinas fueran contabilizados en el Censo Nacional Agropecuario de 2014, seguida de la "Acción de tutela de 1 758 campesinos y campesinas, contra el DANE y Ministerio del Interior", elaborada con el apoyo de la ONG jurídica Dejusticia, para lograr su medición en el Censo de Población y Vivienda de 2018 (Güiza Gómez et al. 2020). Gracias a este ejercicio de movilización del derecho, en el 2018 la Corte Suprema de Justicia ordenó a varias instituciones elaborar "estudios complementarios al Censo Agropecuario 2014 y al Censo Poblacional 2018" para precisar el concepto de campesino, contabilizar a este grupo y adoptar políticas públicas a él dirigidas (STP2028-2018). Un paso en este sentido fue la Conceptualización del campesinado en Colombia (Acosta Navarro et al. 2018), precedida por un ejercicio de conceptualización del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH) (Saade Granados 2018). También lo fue la inclusión de preguntas sobre la identificación subjetiva como campesino o campesina en la Encuesta de Cultura Política de 2019.
Por último, en favor de la adopción del término campesino como categoría legal, distintas organizaciones han liderado iniciativas en favor del reconocimiento del campesinado como sujeto de derechos, en sintonía con el movimiento que encabezó La Vía Campesina ante la ONU. Dicha estrategia tiene un antecedente en el Mandato Agrario, resultado del encuentro en 2003 de varias organizaciones campesinas y agrarias del país, en el cual ya se hablaba del "Reconocimiento político del campesinado como sujeto de derechos específicos" (Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo 2004). Una década después, tal objetivo fue incluido sin éxito en las cien propuestas de las FARC-EP relativas al primer punto de la agenda de negociación en La Habana (FARC-EP 2013) y, solo un año después, en el pliego de peticiones de la Cacep (2014) 36. Tales acciones fueron seguidas por un proyecto de acto legislativo de 201637, del dirigente del CNA y senador Alberto Castilla -finalmente archivado-, y en 2020 por un proyecto de referendo liderado por la ANUC38.
Ahora bien, como también anuncié, el movimiento en favor del uso estatal de la categoría campesino ha ido de la mano de la activación de una noción culturalista de sujeto campesino, cuestión con la que cierro este apartado. Dicha noción cuenta con registros previos en el Mandato Agrario, que también abogaba por su reconocimiento como "un actor social diferenciado, con identidad propia, pluricultural" (Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo 2004). En políticas y documentos del estado, tiene antecedentes en la política de patrimonio inmaterial del Ministerio de Cultura de 2010 y, de forma más reciente, en ejercicios conceptuales e investigativos del ICANH (2018). Por el lado de las organizaciones campesinas, se destaca el proyecto de ley del senador Castilla. En una audiencia pública sobre este, realizada el 29 de abril de 2016 en La Unión (Nariño), a la cual asistí como parte de una delegación de la Mesa Agraria de Nariño, ligó el uso de la expresión trabajador agrícola con un intento de las clases dirigentes por "descampesinizar el campo" y con una mirada hacia el campesino "como el trabajador, como el jornalero, como el subordinado". Para justificar su propuesta de reemplazo por la expresión campesinos y campesinas, Castilla afirmó:
Campesino y campesina no son únicamente quienes trabajan en el campo; campesino y campesina es una cultura, es una construcción. Nosotros tenemos una forma de trabajar, de trasmitir el conocimiento, de ordenar el territorio, de vincular la familia a la actividad de la economía campesina, de cuidar las semillas, de proteger el agua, de cuidar la tierra, de tener en cuenta la fase de la luna, de tener en cuenta la tradición, producimos alimentos. [...] Si hay algo importante en el campesinado es que pone a la comunidad al centro de su apuesta organizativa y su apuesta de vida. Entonces nosotros no somos únicamente trabajadores agrarios, somos campesinos y campesinas [... ] Pero el reconocimiento del campesinado significa, entonces, que somos un grupo social que debe tener especial protección, que nuestras luchas históricas han sido precisamente para resistir a que nos eliminen, a que nos acaben, y requerimos una protección especial como grupo social, tenemos derechos, que somos un sujeto político que le ha aportado a la construcción de la nación. Por eso reclamamos que en la Constitución Política aparezca "campesino y campesina". (Transcripción propia)
Según expuse, en la década de los veinte tomó fuerza una noción clasista del campesino, llevada al lenguaje institucional durante la República Liberal, que se combinó con una noción racializada y exotizante de este. Entre La Violencia y el Frente Nacional, la categoría gozó de su mayor auge en el movimiento social y en el lenguaje institucional cuando estuvo entramada principalmente en los discursos de izquierda y desarrollistas. Aunque otros elementos se sumaron, el trabajo directo con la tierra y el atraso constituían elementos claves de la representación de la población por ella cobijada. En cambio, en la noción de campesino movilizada por Castilla y otros dirigentes del CNA, el término designa un grupo poblacional caracterizado por su particular "forma de vida", asociado a determinados saberes, concepciones y valores sobre la naturaleza. Las palabras cultura, comunidad y territorio, centrales en la noción de etnicidad del discurso multicultural estatal colombiano, están detrás de la noción de campesino con la que han procurado sustentar su consideración como grupo social de especial protección y como sujeto de derechos. Así, el reciente reposicionamiento de la categoría de campesino desde un sector del movimiento social y su red de aliados académicos e institucionales39 ha pasado por enmarcarla en el discurso multicultural. Con todo, el proyecto legislativo impulsado por Castilla no pretendía el reconocimiento del campesinado en cuanto grupo étnico ni puede afirmarse que la noción clasista del campesinado esté totalmente ausente del proyecto. El campesino nombra allí un sujeto que lucha contra formas de despojo, explotación y desvalorización, en una relación antagónica con el empresariado agrícola. Estamos más bien frente a un movimiento contradictorio que simultáneamente mimetiza lo étnico, tensiona el sesgo etnicista del multiculturalismo estatal colombiano e hibridiza la categoría campesino pasando la noción de clase por la maquinaria culturalista.
La noción culturalista de campesino ha sido cuestionada dentro y fuera del movimiento social. Representantes del partido de derecha Centro Democrático han argumentado que el término "nombra un adjetivo y no un sustantivo", y que implicaría ocultar el atraso bajo la supuesta existencia de usos y costumbres. Por su parte, algunos militantes de izquierda temen sus efectos sobre la articulación política entre indígenas, afros y quienes hoy se identifican como campesinos, y que, en consecuencia, se termine por vaciar de su contenido clasista a una vieja categoría de lucha social. Entre la academia ha ganado fuerza el argumento de que un reconocimiento sustentado en la afirmación de la particularidad cultural de los campesinos los obligaría a escenificar una identidad marcada por el esencialismo y la romantización, situación de la que ya habrían sido objeto quienes reivindican una condición étnica. Tales reparos muestran que los conflictos en torno al uso organizativo y estatal de ciertas categorías y nociones tienen que ver con el reconocimiento de derechos (Ramírez 2017), con sus implicaciones sobre cómo se distribuyen bienes, espacios de decisión política y aprecio social, con la regulación y legitimación de ciertas formas de vida y, finalmente, con sus efectos sobre las dinámicas de articulación política. Con todo, como espero haber mostrado, la fuerza de los nombres no solo depende de lo que hoy las personas pretenden hacer con ellos, sino también de las experiencias que evocan. Hacemos historia con el lenguaje, pero con un lenguaje con historia.
Conclusiones
La resonancia actual del término campesino entre sectores de la población rural y del movimiento social del país no es solo el efecto del movimiento transnacional en favor de su uso para designar a un sujeto de derechos con alcance global. El recorrido por algunos de los sentidos con que ha sido activado desde la década de los veinte en el lenguaje institucional y el movimiento social, aunque necesariamente parcial, muestra que estamos ante una expresión con gran profundidad histórica y densidad semántica.
Se trata de una expresión movilizada en diferentes momentos como una categoría de la lucha social y de la gubernamentalidad. Ha sido activada en el marco de luchas en torno al acceso a la tierra y mejores condiciones de trabajo, acceso a mercados, asistencia técnica y créditos, presencia del estado e inversión social en el campo; también en el marco del desmonte de los TLC, de la erradicación forzada y de grandes proyectos minero-energéticos; y en relación con el ejercicio de la soberanía alimentaria, del derecho al territorio, al agua, a la participación política y al reconocimiento de su existencia como sujetos políticos y de derechos. Denominaciones como emprendedor agrícola, movilizadas actualmente desde el estado, no tienen el potencial de evocar las memorias de lucha social tan heterogéneas y de diferente duración entretejidas con la palabra campesino. Esta no solo evoca viejas y nuevas expectativas de justicia social, sino también lo vivido y recreado como parte de diferentes procesos de lucha en torno a ella.
Además, designaciones como masas campesinas, población campesina o campesinado han nombrado a una población objeto de la acción estatal, siempre en proceso de convertirse en algo diferente: "mejorada", "modernizada", "desarrollada" y, en su versión más reciente, "empresarizada". Es un término cuya historia, al menos en Colombia, está ligada a los esfuerzos de las élites gobernantes por moldear al pueblo rural para canalizar sus fuerzas hacia diferentes proyectos económicos y políticos, pero también por contener sus expresiones políticas para evitar su radicalización dentro de la lucha contrainsurgente. Carga, por ello mismo, con muchos de los temores y sueños que estas élites han proyectado sobre las capas populares de la población rural, y con la forma en que han sido incorporados, reelaborados y contestados por ellas.
Por último, se trata de una expresión que desempeña un rol permanente en los procesos de diferenciación y unificación de la población rural. Ha servido, y aún sirve, para trazar líneas internas y también para disolverlas. Ha contribuido a diferenciar a la población en relación con su oficio y para unirla en razón del lugar que habita. Ha mediado en la construcción de jerarquías internas en torno a diferentes nociones de cultura y desarrollo. Ha permitido unificar a las capas populares de la población rural, pero también ha servido para establecer diferencias internas dependiendo de sus condiciones de trabajo y acceso a la tierra. Ha interactuado de manera ambigua con categorías usadas para denominar a la insurgencia. Finalmente, ha funcionado como una categoría transversal a la raza y la etnicidad, pero también, como ocurre en muchos contextos hoy, ha servido para nombrar al "resto" que resulta del recorte de la diferencia étnica y racial. Así, es una categoría que cuenta la historia, no de un sujeto que permanece idéntico a sí mismo, sino de la constitución y reconstitución de una frontera en permanente movimiento. Su propia ambigüedad le permite operar de forma diferente en cada escenario: a veces sirviendo para unir a sectores de la población rural más allá de diferencias étnicas, raciales, de oficio, de clase, y a veces designando una posición en medio de disputas internas.