Introducción
Cuando en el sur de los Andes colombianos los indígenas pastos dicen que algo o alguien acompaña una actividad es porque su ayuda o presencia la hacen posible1. El clima acompaña una cosecha, porque un día sin lluvia es propicio para recoger las papas. Los asistentes a una fiesta ayudan a asar los cuyes, a bailar y a tomar hervidos. Otros ayudan a terminar de acomodar la casa para el evento. En los velorios, algunos de los asistentes cocinan, llevan remesa, cantan o rezan, mientras que otros ocupan una banca en silencio. Todos acompañan: sin ellos no se llevarían a cabo estas reuniones. Las cosas y las personas que acompañan permiten que la vida siga sucediendo.
Este artículo presenta una propuesta para el trabajo de campo en antropología. Consiste en realizar indagaciones que acompañen las vidas mientras están siendo vividas. Como entendemos que uno de los propósitos legítimos de las antropologías recientes -tanto como de las que están por venir- es tratar de evitar la perpetuación de las violencias -las simbólicas, las de género y las de clase- sin dejar de hacer antropología, creemos recomendable eludir las formas de investigación que estudian a la gente o sobre la gente.
Argumentamos que una tarea que puede emprender la antropología es la de acompañar la vida en el trabajo material. Esta propuesta puede aplicarse a investigaciones que quieran aprender de las vidas campesinas, indígenas, arte-sanas, pescadoras, obreras, recicladoras, cocineras, criadoras de animales, carpinteras, alfareras, tejedoras, joyeras, orfebres, mineras, agricultoras, etc. Las llamamos vidas a ras del suelo por su concrescencia con la tierra, el aire, el agua y todos los materiales del trabajo. El trabajo material nos enseña a reconocer nuestra ignorancia como punto de partida. Creemos que es necesario dejarse enseñar para trabajar y trabajar para dejarse enseñar. Ese aprendizaje transformador no solo hará mejores antropologías, que son necesarias, también ayudará a hacer un mundo amplio para todos.
Proponemos acompañar la vida que está haciéndose. Confiamos en que podemos aprender de ella, en lugar de documentar o elaborar apreciaciones abstractas de una vida que ya no es (ver Ingold 2017). Prestando los brazos y la fuerza al trabajo que la gente y el mundo necesitan conseguimos ocuparnos. Estar vivos consiste en una oscilación constante entre ocupaciones y desocupaciones, entre tareas y descansos, entre tomar y soltar el aire, entre alimentarnos y dar comida (Suárez 2021b). Para acompañar esta vida de ocupaciones y desocupaciones podemos asumir las tareas que nos pongan: que su realización sea nuestra labor. Las tareas irán creciendo en nosotros gracias a las repeticiones siempre necesarias del trabajo. La repetición no nos debe persuadir de la impertinencia de las tareas o de la tan mentada inferioridad intelectual de los oficios repetitivos (cfr. Arendt [1958] 2009; ver Anzola [2017] 2020): las tareas que se repiten en el trabajo diario son las que hacen posible la vida.
Esta propuesta hace parte de una búsqueda por luchar contra las relaciones desiguales, no solo durante el trabajo de campo. Creemos, contra una de las convicciones más asentadas de la modernidad, que los modos de hacer son el lugar privilegiado en donde se reproducen los modos de pensar. Lo usual es suponer que la razón solitaria de los pensadores se ilumina de repente y produce, como por arte de magia, nuevas formas de pensamiento. Seguimos a Marx y a Engels cuando afirman que los modos de pensar son un resultado de los modos de producir, que son la forma en que la vida misma se manifiesta (ver Marx y Engels [1845] 1968; Ingold 2011).
A partir de la apuesta de Marx y Engels, Luis Guillermo Vasco (2002) propuso que, para conseguir pensar de un modo distinto, es necesario cambiar las formas de hacer antropología. Durante su largo trabajo solidario con las luchas indígenas por la recuperación de la tierra y de la historia, el antropólogo colombiano encontró que interpretaciones propias de guambianos y emberas, aquellas con los cuales comprendían, explicaban y transformaban su realidad, eran cosas del mundo (las piedras, la horqueta, el caracol, la flota mercante) y del diario vivir (el sombrero, el tejido en telar). De allí deriva la apuesta teórica y metodológica de recoger los conceptos en la vida y mantenerlos en ella. Los modos de trabajo que usó el autor fueron revolucionarios en su momento, como los mapas parlantes o los recorridos por el territorio. No obstante, algunos de ellos mantienen la separación entre el trabajo material y el trabajo intelectual, con la sospecha de que el segundo es de mejor calidad y, en última instancia, más productivo. Creemos que, en la actualidad, la mejor manera de acceder a esos conceptos vivos sin volverlos un problema solamente intelectual es ocupándonos en el trabajo material.
Nuestra propuesta surge de esfuerzos prolongados por comprender lo que nos ha enseñado el trabajo de campo en los Andes colombianos, así como de una incomodidad creciente -que no es solo nuestra (ver, por ejemplo, Bocarejo 2021)- con algunas prácticas que tienden a banalizar la tarea de la antropología. Lo anterior avanza sobre discusiones afines que hemos postulado en textos anteriores (Guzmán 2021; Guzmán y Martínez 2019; Suárez 2019, 2021a).
También se nutre de los logros de Sebastián Anzola ([2017] 2020), con campesinos de Sucre (Cauca), y de Ana María Rodríguez (2020), con campesinos de San Bernardo (Cundinamarca). Nuestra propuesta no señala preguntas de investigación ni un horizonte teórico. Proponemos una manera de hacer trabajo de campo que, creemos, nos servirá para encontrar preguntas sensatas -que sean tan urgentes para quienes investigamos como para quienes nos educan en campo, preguntas cuyas respuestas nos ayuden a llevar la vida, preguntas que nos obliguen a acompañar la vida- y nos pondrá en posición de encontrar, también, otras formas de dar respuestas parciales. Para ello, dialogamos con planteamientos de Tim Ingold acerca de la tarea de la antropología y de los callejones, algunos sin salida, a los cuales nos enfrentamos en el mundo actual. Nos separamos de Ingold (2015a, 2017) en cuanto no creemos que la mejor alternativa para la antropología sea seguir las estrategias de estudio de los artistas. La gente que habita a ras del suelo, consciente de nuestra dependencia material de la tierra, nos enseña maneras también sensatas y en todos los aspectos mejor adaptadas a la vida que está siendo llevada. Una vida que, al no estar concluida, puede mejorar buscando nuevas formas o recuperando cosas que se han perdido.
Dejarse enseñar para trabajar y trabajar para dejarse enseñar
Lo primero será ir a vivir junto con las personas de las cuales esperamos aprender. No hay manera de aprender de ellas si no es en la vida que llevan. Vivir a ras del suelo para comenzar nuestra educación, en lugar de estudiar a un grupo humano para conocer sobre él. Se trata, como señala Ingold (2015a), de "estudiar con, ser instruidos por y aprender de" (221) la gente y su mundo, o del mundo y su gente.
Estudiar con ellos para aprender de todo lo que tienen para enseñar es aceptar una indagación que forma a sus practicantes. Acompañar el trabajo material educa tanto como asistir a clases en las universidades. Afirmamos con Tim Ingold (2015a, 2017, 2018a) que la investigación es un proceso educativo para quienes hacen antropología, no como transmisión de conocimiento para aquellos que no lo tienen, sino como una manera de brindar guía, críticas e inspiración en la búsqueda de cómo llevar la vida. Nosotros llamamos dejarse enseñar a la disposición necesaria para emprender una investigación que nos eduque en antropología.
La educación que podemos recibir cuando hacemos trabajo de campo es afín a la noción de formación de Masschelein y Simons (2014). Los eventos formativos no son situaciones introspectivas o que requieran introspección, tampoco se producen a partir de la inculcación de ideas en la mente. Al contrario, son eventos que nos obligan, como aprendices, a salir de nosotros para estar en y con el mundo; nos obligan a exponernos o a salir afuera. Ex-ponernos, explica Masschelein (2005), es poner en riesgo nuestra posición, es estar fuera de posición, adoptar posturas siempre provisionales y móviles, que plantean preguntas y conducen a la indagación. Blanca Irreño y Orminso Acero, dos de nuestros maestros campesinos del centro de Colombia, denominan al trabajo de la tierra o al trabajo material y todos sus derivados "el trabajo de afuera" y "ponerle las costillas al sol", respectivamente.
Para quienes estudiamos antropología no basta con salir de las aulas de clase hacia el terreno. La exposición requiere abandonar el amparo de los salones comunales, las escuelas rurales, los cabildos indígenas y las sedes de las organizaciones sociales o políticas. Nos exponemos cuando deliberadamente salimos de la posición que nos correspondería por ser investigadores: dirigiendo talleres, grupos focales o entrevistas semiestructuradas; haciendo las preguntas en conversaciones "espontáneas"; imponiendo, aunque con tono solícito, la realización de dibujos, cartografías sociales, tejidos, mandalas y otros productos de corte escolar (por eso a veces nos llaman profe en campo, aunque allí no dictamos clases). También resultamos expuestos cuando reconocemos que, aunque privilegiado por la academia, el género textual no es la única fuente de aprendizaje. No todo lo que se puede conocer proviene de un texto o, para el caso del campo, en forma de narrativas, oralidades o discursos, que se pueden "leer".
Creemos que todo trabajo material nos expone en el sentido que plantean Masschelein y Simons (2014) y, por lo tanto, tiene un enorme potencial de formación para las y los antropólogos. Cuando le ponemos las costillas al sol, le damos la cara a la tierra y podemos aprender algo de esa cercanía con el suelo y de la exposición a los rigores y bondades de la atmósfera. El "trabajo de afuera" disloca nuestra posición usual.
Según la definición de los campesinos en los Andes colombianos, el trabajo material es el trabajo que se ve (Anzola [2017] 2020) y supone un esfuerzo transformador de la materia en comida, abrigo o condiciones propicias para poder llevar la vida. Los campesinos ven el trabajo en las manos de quienes lo hacen y lo saben ver en las rondas en las cuales inspeccionan el trabajo hecho y por hacer. A estas salidas las llaman, en Colombia, rodiar, y rodiar es también un trabajo. El trabajo material es un adiestramiento en la transformación de aquello de lo que disponemos (incluidas las herramientas) para resolver los dilemas de la vida diaria (Rodríguez 2020). Pero es también una educación de la mirada que sabe reconocer tareas.
El trabajo que se ve es el que queda fijado, así sea fugazmente, con miras a continuar viviendo. No es un trabajo automático de nuestra voluntad volviéndose cosas: el trabajo supone acomodamientos y resistencias de la gente y de los materiales. Todo trabajo se acomoda a lo que pueden dar los materiales y a la gente con la que se trabaja. El trabajo material es el que se ve en lo que se ha hecho para vivir y el que hay que hacer para seguir viviendo. Y para eso la gente levanta casas, ara la tierra, cosecha, cocina, lava, barre, camina cargando la comida, conduce por carreteras destapadas, se monta en jeeps destartalados que obligan a agarrarse con fuerza de las varillas para no caerse.
Una vez expuestos, encontraremos que, como le enseñaron los indígenas tlicho del norte de Canadá a Allice Legat (2012), el conocimiento no puede transmitirse verbalmente en fórmulas claras o aseveraciones organizadas como discursos. Al encontrarse en las habilidades y las capacidades de percepción, el conocimiento debe cultivarse y crecer dentro de uno. Consideremos los movimientos exactos que hacen que un envuelto de maíz tome la forma y la consistencia precisa, los que voltean la tierra con la azada para cosechar tubérculos sin dañarlos o los que reciben un peso y lo transportan. Ninguno se aprende como fuerza discursiva.
La destreza crece en nosotros por la fuerza de la tarea. De este modo, conforme crece nuestra capacidad de hacer y comprender lo que quieren enseñarnos, algunas cosas del mundo crecen en nosotros. Así empezamos a encontrar fascinantes las cosas que inquietan a las personas con quienes trabajamos. Nos importa aquello que reclama cuidado y atención en la vida diaria, que es lo mismo que reclama el cuidado y la atención de nuestros maestros y maestras. Así compartimos intereses. "Algo se transforma en un inter -esse (en algo que ya no es de nuestra propiedad sino es compartido entre nosotros)" (Masschelein y Simons 2014, 49).
Para que la investigación antropológica nos eduque habrá que hacerla con la firme intención de dejarnos enseñar de quienes trabajan. Aceptemos que sabemos muy poco o casi nada del mundo. La mayoría de las antropólogas y antropólogos no sabemos ni siquiera caminar, nos caemos, nos tropezamos, nos perdemos, no distinguimos las cercas, no sabemos reconocer los animales, los árboles, el ruido de las motos o los carros o de cada persona. Ferro (2021, 58-59) cuenta cómo los niños iku se reían de ella porque no sabía caminar: "tan vieja y todavía no camina", le decían, hasta que, a fuerza de caminar todos los días con los tejidos y las chaquiras que le regalaron, un día se descubrió caminando correctamente: la Zati Adelaida le dijo: "Ahora sí está caminando".
Exponernos al mundo puede educarnos, hacer algo distinto de nosotros, pero es necesario un material dúctil o un terreno fértil para que esto ocurra. En nuestro caso, es una disposición como la que le enseñó un sabio a la antropóloga Ana María Palomo (2010) en San Bernardo del Viento: "el que sabe mucho aprende poco". Hay que atender esta enseñanza y reconocer que no sabemos tanto como nos gustaría. La misma Ferro cuenta algo parecido cuando en su primer trabajo de campo, luego de un mes de estar importunando a sus maestros iku, tuvo que reconocer que no sabía qué hacía allá y ellos la recibieron porque vieron que tenía mucho que aprender (2021, 49). De hecho, emprendemos indagaciones acerca de la forma de vivir juntos para que quienes viven juntos y realmente conocen sean nuestros maestros y maestras.
Contra el voluntarismo
Cada vez que hemos acompañado las vidas campesinas e indígenas en nuestros trabajos de campo en los Andes colombianos, encontramos que las tareas que impone la vida diaria terminan convirtiéndose en nuestra obligación. Ingold (2018a, 28) explica que, al ser una cosa que debemos, una tarea no es propia, sino que pertenece a otros. En efecto, cuando indagamos acompañando la vida no se trata tanto de hacer lo que queremos como de hacer lo que debemos: en primer lugar, como deber adquirido o asignado; en segundo, porque siempre estaremos en deuda con quienes han participado de nuestra formación.
Una persona que tiene un deber no actúa motivada por libre albedrío, pero tampoco porque una autoridad superior le ordene; actúa porque el mundo interroga y demanda respuestas de quienes tienen la habilidad para contestar (Ingold 2018a). Responsabilidad es la capacidad de responder, es lo que debe hacer quien sabe y puede hacer algo. Practicarla no es apegarse a un tratado preconcebido de normas éticas o políticas, sino el producto del cultivo mutuo de capacidades de respuesta y cuidado (Haraway [2016] 2019). No es un problema de voluntad o agencia, es la obligación debida a una habilidad que no nos pertenece. Esa habilidad, más que una particularidad del individuo, es muestra de una deuda impagable que solo puede restarse poniéndola en práctica.
El esfuerzo que suponen el trabajo material y el proceso educativo al que nos sometemos cuando hacemos trabajo de campo antropológico siempre se comparte con nuestros mentores. En ocasiones, es inevitable echar a perder algunas cosas, colmar la paciencia con preguntas irrelevantes (que en cualquier caso vamos a hacer y sirven para entender cuándo estamos siendo impertinentes); en esos momentos la gente detiene sus ocupaciones para señalar lo que considera importante que conozcamos o somos objeto de burlas y aprendemos a reírnos de nuestra torpeza. Cuando alcanzamos algún nivel aceptable de desempeño en las tareas, tienen en cuenta nuestros juicios y opiniones. Entonces recurrirán a nosotros para que desempeñemos alguna tarea de la que somos capaces y sabremos que la destreza en el trabajo es la que hace posible llevar la vida juntos. Nuestras maestras y maestros también aprenderán cosas que modificarán sus vidas. Nadie trabaja para sí mismo. Todo trabajo material hace posible la vida juntos.
Al asumir el trabajo material como imprescindible en la investigación antropológica, tal vez logremos renunciar a las demandas de la propia voluntad, la cual nos blinda, nos cierra en la mismidad e impide la transformación. Sin embargo, la derrota del voluntarismo por el reconocimiento de la fragilidad expuesta no debe confundirse con una disposición pasiva y condescendiente. La fragilidad expuesta logra firmeza y comprensión a medida que va ganando experiencia. La disposición pasiva no aprende y la condescendencia resulta un falso reconocimiento. Como plantea Donna Haraway (2002), es necesario tomar en serio la diferencia para lograr convivir con ella de cara al futuro: esto solo es posible llevando a cabo "un trabajo vulnerable, en el terreno, que combine agencias y formas de vida no armoniosas" (Haraway 2002, 39).
Volvernos otros
No podemos acompañar la vida de otros y seguir viviendo la vida nuestra de forma paralela. No podemos acompañar las vidas a ras del suelo más que con nuestras vidas. A medida que vamos resolviendo por qué aceptamos tareas, las herramientas y el mundo en el que trabajamos nos irán trabajando (ver Anzola [2017] 2020; Rodríguez 2020). Cuando nos esforzamos en el trabajo material, somos capaces de reconocer, con nuestros maestros y maestras, que solo somos una entre las muchas cosas del mundo, expuestas a la intemperie y al flujo del tiempo. Por eso, al compartir la vida en el trabajo, la tierra, las herramientas y los otros nos trabajan, de modo que podemos decir que nos debemos a ellos. Cuando volcamos nuestros esfuerzos en las mismas tareas de quienes nos adoptan como aprendices y nos alimentamos de los mismos frutos de ese trabajo para poder seguir haciéndolo, resultamos constituidos de otro modo. Como dice Luis Guillermo Vasco (2002, 472), al vivir la vida de los indios y tener los mismos problemas, uno se vuelve un poco como ellos y ellos un poco como uno. En este caso, volverse otro no es parte de una transustanciación mística o una impostación discursiva: es la evidencia más personal del esfuerzo por compartir la vida. Sería inocente suponer que por voluntad propia podemos renunciar a ser investigadores para convertirnos en indígenas. El trabajo de campo antropológico, como cualquier forma de investigación, ocurre en medio de una relación social con carácter objetivo, es decir, se encuentra "más allá de cualquier intencionalidad o voluntarismo personal o de grupo" (Vasco 2002, 434). Sin embargo, tener presente el privilegio que supone detentar el papel del investigador nos ayuda a reconocer los esfuerzos necesarios para modificar en la práctica dicha condición. Uno de esos esfuerzos es sumarnos como aprendices al trabajo material.
Nuestra formación y oficio como estudiantes, antropóloga y antropólogo, solo han sido posibles gracias a la gente con la que hemos trabajado en distintos lugares de los Andes colombianos, que siempre ha estado dispuesta a enseñar lo que sabe con seriedad y empeño y ha querido alimentarnos con los productos de su trabajo. Incluso, si no queremos aprender de ellos ni comer su comida, insisten. Quienes nos estamos educando como antropólogos y antropólogas, tanto en el terreno como en la universidad, debemos aceptar esas ocupaciones como lo que son: llenuras y trabajos, conocimiento y comida.
Como a los antropólogos Sebastián Anzola ([2017] 2020) y Ana María Rodríguez (2020), a nosotros también nos han enseñado que el trabajo material hace de un cierto modo a la gente: la tierra, sus elementos y las herramientas nos dan forma cuando llevamos la vida en su compañía. Solo acompañando el trabajo eventualmente seremos considerados personas. Ángel Quinayás, un viejo campesino del Cauca, le dijo a Sebastián Anzola ([2017] 2020) que hay que "humanarse a trabajar: [... ] empezar a ser persona a través del trabajo" (8). No le estaba enseñando antropología, sino a vivir, pero eso es lo que aprende la antropología de sus maestras y maestros. Tanto Ángel Quinayás como Tim Ingold ([2015b] 2018) se refieren a ser humano como un verbo. No somos humanos terminados ni cosas dadas a priori; somos un constante hacerse o devenir con el mundo que no culminará mientras haya vida. Humanarse es ponerse al servicio de la gente, las herramientas, las cocinas y el terreno. A cambio, todos ellos ayudarán para que nosotros sigamos humanando, nos acompañarán en la vida. Humanarse es conservar el asombro y la perplejidad por la vida que crece, es buscar la vida y llevar la vida: la de los indios, la de los negros, la de los campesinos, la de la gente cuyo trabajo advierte que vivimos del suelo, del cual somos un crecimiento pasajero.
Al humanarnos, más que formación, sufriremos algunas deformidades que podríamos aceptar con gratitud: de nuestros pies, que agarrarán mucho del suelo al cual tendrán que aferrarse y por eso se agrandarán, se hincharán, sufrirán golpes o lastimaduras; de nuestras manos, que cambiarán de piel por las ampollas del trabajo con herramientas; de nuestros cuerpos, que engordarán o tomarán otra forma en el proceso constante de estar viviendo.
Volvernos otras y otros inevitablemente cambia nuestro modo de hablar y de dirigirnos a las personas. No se trata de una imitación mal lograda de acentos o de la adopción de palabras, sino de una de las lecciones de respeto que la vida compartida en el trabajo nos enseña. Quizá nuestra mayor ganancia sea la sensatez que de este modo alcanzan las preguntas y los propósitos de indagación: ahora se orientarán hacia comprensiones y dejan de lado la pretensión de demostrar lo que ya sabemos. Así, serán innecesarios los términos grandilocuentes de la sociología espontánea (ver Bourdieu, Chamboredon y Passeron [1973] 2002; Vasco 2016). En cambio, nos esforzaremos por adoptar y comprender el lenguaje que emplean quienes viven a la altura del mundo, quienes son más conscientes de nuestra dependencia del suelo. Un lenguaje preciso y productor de comprensiones que debemos entender como una teoría en tensión de cada lugar.
Sebastián Anzola ([2017] 2020), por ejemplo, encontró que son constantes las categorías del crecimiento de la gente, la luna y las plantas en los Andes colombianos (creciente, merma, cambio y fuerza). Lo que no es constante es su aplicación, sobre la cual, como sobre todo lo importante, hay grandes discusiones, que en este caso dejan ver que se trata de una teoría en tensión para conservar la vida: no es un "conocimiento ancestral" (ver Ingold 2012) aplicable de una vez y para siempre de la misma forma. Para comprender esas disputas sobre lo que crece y cómo lo hace, debemos acompañar la vida.
También se transformarán de manera dramática nuestras certezas de investigación. Todo puede ser transformado en la acción; por eso la formación en el trabajo que acompaña la vida es apertura del mundo que no engrosa un acervo de ideas y "datos" en nuestra "mente", sino que crece con las labores materiales que acometemos. Con estas, nuestras posibilidades de acción y percepción pueden extenderse ampliando a su vez el mundo mismo.
El mundo también enseña
Llamamos mundo al suelo y a todas las cosas que ocupan a la gente y la obligan a aceptar sus presencias (desde lo que pasa en la atmósfera hasta lo que vive bajo tierra). El mundo es objeto de reconocimiento, estudio y cuidado por la gente. Lo ocupan las entidades atmosféricas, los crecimientos desde el suelo que unas veces llamamos plantas, otras veces animales y otras veces construcciones. El mundo no es un escenario sobre el cual transcurre la vida humana, es de donde salen ella y todo lo que la sostiene (Ingold [2015b] 2018). Y, para sostenerse, las vidas humanas trabajan. El trabajo hace nuestra comprensión del mundo y es la razón de ese conocimiento. Es, además, lo que lleva la vida hacia adelante.
Se trata más de vivir atentos a las exigencias de la vida y el mundo que de poner en práctica máximas acumuladas u ocultas en alguna tradición, incluso si esta es académica. Por ejemplo, en las vidas campesinas, el terreno enseña. Ellos saben que el mundo y el trabajo imponen seguir instrucciones que, al seguirse, se muestran / se revelan como ineludibles.
La disposición expuesta y frágil también sirve para someterse al terreno, pues es él quien dicta qué se puede hacer y qué no. Al terreno le es indiferente si aceptamos su guía o no. Nos obliga a estar atentos a la superficie del suelo, a las condiciones del tiempo, a las cosas que crecen y a los sonidos que van y vienen. Cuando el terreno es inclinado nos pide pararnos duro, oponiéndonos a la fuerza de la pendiente e inclinarnos, algunas veces casi al nivel del suelo, para no caer (Guzmán Peñuela 2021).
Mientras andemos expuestos, el mundo se abrirá enseñando procesos que hasta el momento no habíamos percibido. Este aprendizaje empezará a formar parte de nosotros y es en lo que nos debemos esforzar para que otros lo comprendan: tanto nuestros mentores como nuestros lectores cuando tengamos que escribir. Estos eventos resultan formativos porque nos moldean, le dan forma a nuestra comprensión y son el conocimiento que alcanzamos de la vida. Junto a la gente que trabaja aprendemos que el mundo, los materiales y las sustancias se abren y revelan sus sabidurías. Es un proceso lento, en el que nuestros maestros son el mundo y la gente.
El conocimiento del mundo y de la historia son una misma cosa para quienes trabajan la tierra o con sus materiales. No solo porque los hechos se quedan fijados en los lugares, sino porque caminando el mundo a pie limpio se recorre y se cuenta la historia (Aranda, Dagua y Vasco 1993; Urdaneta 1991). También porque andar a pie a la altura del mundo es la única forma de conocer a los seres en su vida constante (Ingold [2015b] 2018).
Más pronto que tarde notamos que el trabajo del mundo en nosotros no tiene cuándo terminar, por eso es necesario volver y volver a volver al terreno para empezar a comprender en una de esas vueltas. Como nos enseña Claudia Platarrueda (2018), se trata de ir y volver y quedarse yendo: la investigación que acompaña la vida es un largo proceso, que no encuentra comodidad dentro de las oficinas o en las aulas de clase, exclusivamente. Se sabe incompleta y con el compromiso de regresar.
Optar por la vía de dejarnos enseñar, trabajar y compartir intereses indefectiblemente nos conduce al abandono de los propósitos de documentación con los que redactamos originalmente nuestros proyectos de investigación. Además del trabajo material, hay cosas que tienen que hacerse: hay que hacer arreglos en la casa, hay que bajar frutas de los palos, hay que buscar a la gallina que se ha ido a poner los huevos al monte, hay que hacer la limpieza, hay que devolver visitas, hay que salir al pueblo, hay que ir a alguna misa o hay que ir al cementerio. Se vuelve nuestro deber acompañar estas tareas y ello impide dedicar los días a hacer preguntas que solo atañen a una labor documental. La recolección de información por mandato de tal o cual proyecto de investigación nos aísla de la vida, nos priva de compartir intereses.
No podríamos dejar de reconocer la inagotable deuda que tenemos con quienes nos educan y las responsabilidades que trae consigo el esfuerzo de investigar acompañando la vida: seamos útiles para tareas concretas; procuremos dañar muy poco en el proceso de aprendizaje y, siempre que sea necesario, asumamos los costos por los daños debidos a nuestra incompetencia; tomemos en serio las tareas que nos sean encomendadas; tratemos con respeto y como conocimiento (no como "creencias" o como discursos) las certezas de la gente; permanezcamos solamente en los lugares a los cuales hemos sido invitados o en los cuales tenemos permiso; cumplamos nuestra palabra; evitemos convertirnos en una carga; sobre todo, entendamos que lo anterior no es opcional.
¿Por qué investigar de otro modo?
En las universidades y centros de investigación incomodan las desigualdades y solemos hacer de ellas el centro teórico de nuestras reflexiones. Sin embargo, no parecen incomodar de igual manera las técnicas de campo o el modo de hacer las investigaciones. No parecemos notar que la mayoría de esos modos de hacer se originaron en la desigualdad y tienden a perpetuarla. Nuestros protocolos de investigación se conforman con instrumentos para la recopilación, la recolección o la recuperación de datos, que suponemos preñados de significados, representaciones, relaciones profundas o dispositivos como indicios o síntomas a la espera de ser desentrañados (cfr. Geertz [1972a] 2003, [1972b] 2003; Ginzburg 2008).
En esos casos, no suele interesar tanto lo que los investigados digan como lo que sus narrativas dicen del tipo de gente que ellos son o de mecanismos que están más allá de su comprensión (desde los sustratos culturales profundos hasta los discursos de la dominación). Vasco (2002) se refiere a la poca confianza de los antropólogos en el conocimiento que las sociedades indígenas tienen de sí mismas, de su entorno, de sus formas de vida y de las leyes que las rigen. En ese sentido el autor parafrasea a Malinowski: "la clave para interpretar la cultura no la pueden ofrecer los informadores nativos porque ellos la desconocen conscientemente. Es más adecuada la visión que ofrece el antropólogo" (Vasco 2002, 442). Con esta certeza, el único camino que queda para la antropología es reducir a las personas a ser objetos del conocimiento de alguien más. La autoridad de los antropólogos se encuentra, además de en sus credenciales, en su perspectiva. Es decir, en la posibilidad de adoptar una posición suficientemente distante para observar a sus objetos desde otro ángulo, uno privilegiado; cenital, si es posible. No obstante, Masschelein (2005) explica que la observación en el sobrevuelo es desapegada, aséptica y solo permite obtener impresiones visuales de un camino, por ejemplo. Lo contrario es renunciar a la vista panorámica para recorrer el camino a pie. De este modo el sendero se impone con cierta autoridad, es experimentado, es vivido a ras del suelo.
Siempre que busquemos estudiar a la gente o a los fenómenos sociales o a las culturas, estaremos haciéndolos objetos de nuestra voluntad (en muchos casos, una voluntad altruista o consagrada al desarrollo de las ciencias sociales), pues hacemos de su vida y de todo lo que nos confiaron la materia prima de un trabajo más elaborado (extractivismo capitalista 1.0), que, al parecer, vale más la pena que sea conocido. Por eso, esta propuesta no busca nada más que lo que nos quieran enseñar; no persigue estudiar a la gente o a su cultura, sino aprender.
Ingold ([2018b] 2020) señala que, cuando asumimos las enseñanzas y conocimientos de los indígenas como síntomas de algo más -probablemente de la mano oculta de la cultura, que conduce las acciones y pensamientos de la gente sin que ella lo sepa-, no los estamos tomando en serio. La creencia antropológica en que la vida de la gente con la que trabajamos se rige por la repetición autómata de culturas o tradiciones no permite que madure en quien investiga el respeto por el conocimiento de la gente corriente. Al sumarnos a la práctica de las labores, incluso las más comunes -pues "el saber es un saber hacer y el conocer lo es para vivir" (Vasco 2002, 449)-, nos veremos obligados a prestar atención a los seres humanos, a los no humanos y al mundo de una manera diferente. De ese modo, necesariamente cuestionamos lo que teníamos por cierto y crecen en nosotros preguntas fundamentales acerca del mundo y de la vida misma.
No es que creamos con ingenuidad en una solución indígena para todos los problemas de la humanidad, pero sus formas de vida, con seguridad, nos ayudarán a imaginar, a todos, alternativas para el modo destructivo en que vivimos. Hemos aprendido de Haraway (2019) que es preciso imaginar modos de vivir y morir juntos, de una manera más responsable y justa.
Otras veces el comprensible rechazo a reproducir la desigualdad termina por ocasionar renuncias definitivas a una indagación transformadora para quienes hacen antropología. De este modo, circunstancialmente ejecutamos las tareas colaborativas que requieren las organizaciones, tales como relatorías, transcripciones o apoyo logístico. En estos casos no se puede decir que se trate de un trabajo que saca a los investigadores de su posición habitual ni que se aprende a hacer de modos distintos. Aunque uno siempre da lo que sabe porque no puede ser de otro modo, esto no debería ser la excusa para no aprender otras formas de llevar la vida y para, eventualmente, transformar los supuestos de la antropología. Cuando renunciamos a participar en la vida también renunciamos a abrir la investigación.
Trabajar con la gente y acompañar en la vida nos permite ir hacia un lugar distinto al trabajo con narrativas. Somos conscientes de que no todo puede ser dicho. Eso no es lo mismo que suponer que la gente no entienda lo que hace, sino que hay comprensiones que son casi imposibles de explicar con palabras. Que uno no pueda hablar de algunas de las cosas que hace no quiere decir que no sepa cómo hacerlas. En el trabajo material eso es más que notorio porque lo que debemos aprender son movimientos, técnicas corporales, olfato, ojo, todas esas cosas que se aprenden haciendo. El lenguaje no agota la experiencia de vivir, siempre en proceso, en un mundo igualmente inacabado.
No negamos que la conversación entre pares sea un horizonte legítimo e ideal para la antropología. Dudamos que la conversación sea entre pares si lo que nos cuentan, vemos y hacemos en campo no es algo que nos empeñamos en comprender y practicar hasta aprenderlo (lo que haríamos si lo asumiéramos como un conocimiento valioso para la vida), sino que lo tomamos como insumo de análisis para decir algo más de la vida de esa gente. No podemos aprender de ellos a menos que nos interese lo que saben. A los expertos en la tierra les preguntamos por sus identidades, a quienes conocen los ciclos del agua les queremos analizar los discursos, a quienes tienen algo para enseñar acerca de cómo se puede vivir con otras especies les analizamos las representaciones. De ese modo, quienes nos acogen en campo no pueden ser nuestros maestros. Mucho menos podremos aprender del entorno si no somos guiados por quienes conocen más que nosotros. Tomar en serio, en este contexto, supone un esfuerzo por comprender de qué manera lo que dicen y hacen les permite llevar la vida y nos puede servir a todos para seguir viviendo.
Por estas razones creemos necesario explorar modos distintos de conocer y seguir haciendo antropología. La fortaleza de nuestra disciplina ha estado siempre en el buen juicio que enseña compartir la vida de la gente. Malinowski ([1922] 2001), cuando invitaba a fijarse en "lo imponderable de la vida real", no se refería a otra cosa, sino a esa apertura que reconoce la ignorancia pero está atenta. Cualquier persona que durante un trabajo de campo de duración respetable ha llegado a apreciar y a ser apreciada por las personas con las que trabaja sabe que los mejores frutos de esas indagaciones son imponderables y que eso imponderable nos ata a esas vidas y, muchas veces, nos da los argumentos que esgrimimos en textos y conferencias. Esta propuesta es un producto en proceso de la forma en que hemos encontrado que podríamos llevar adelante la lucha necesaria contra las desigualdades.
Contra los finales cerrados
Todo lo dicho hasta aquí contradice los protocolos usuales de investigación. Los esquemas y marcos lógicos de los proyectos de investigación están obsesionados con la finalización de la investigación y con los productos. Se esfuerzan por lograr claridad en las metas, los objetivos, los cronogramas y las fechas límite. Estudiantes y profesionales, en todas las instancias académicas, se ven obligados a acotar, delimitar y delinear con precisión sus posibles resultados y hallazgos. Las metodologías, abundantes en procedimientos, técnicas y tecnologías para la extracción de información, valoran tanto la economía del tiempo de los investigadores que terminan convirtiendo los medios en fines. Lo importante es la elaboración de un informe, también llamado producto. Se trata de un modo industrializado de producción de conocimiento que suele acompañarse de escrituras agroindustriales (ver Ferro 2021; Taussig 2015).
Comprometerse con ese modo de producción nos aleja del propósito de acompañar la vida en el trabajo y de dejarnos enseñar que hemos expuesto. Acompañar la vida trabajando exige lo contrario: acatar la autoridad de nuestros maestros, el terreno y la gente, y asumir las responsabilidades surgidas de la vida compartida sin tener, necesariamente, que saber a dónde nos pueda conducir.
¿Cómo podemos saber lo que vamos a conseguir de un aprendizaje que aún no ha empezado? Esa pretensión le atribuye un exceso de agencia a nuestra voluntad. En la vida las cosas no pasan como queremos, pasan como pasan. Y puede que por exceso de voluntad no podamos advertir lo que sucede. Imponer nuestros objetivos es imponer nuestra condición dominante e implica un alto costo: sacrificamos nuestra educación y la transformación de las relaciones que hacen posible la antropología como una empresa éticamente comprometida. Podríamos hacer algo más que los ejercicios documentales que parecen caracterizar a la disciplina. Tan atentos al pasado, no parecemos advertir la vida como está siendo. Muchos de estos ejercicios de recolección de datos tienen como único fin producir o demostrar resultados prefabricados en la forma de artículos o monografías (ver Bocarejo 2021; Ingold 2017, 153). Supeditar el curso que de forma emergente toman las indagaciones que acompañan la vida a la persecución policíaca de los objetivos de descripción impide aprender de la gente y del mundo.
En el centro de Colombia se habla de "tener destino" como de tener un deber por realizar. Se trata de ser útiles, de estar ocupados en una labor o de desarrollar cualquier trabajo o tarea. Tener destino no se refiere a la meta o a la finalidad de una acción. No es una tarea que deba terminarse, sino una tarea que hay que hacer y que tocará seguir haciendo. Podríamos acometer la investigación como una serie de tareas que no encuentran razón de ser en el resultado final, sino en la realización de lo que es necesario para seguir llevando la vida. Investigaciones que no se someten a un resultado final o a unos objetivos, sino que se conforman con estar haciéndose. En el centro de Colombia la gente encuentra bastante satisfacción en tener trabajo, no en terminarlo. Si termináramos todos nuestros trabajos, no tendríamos cómo vivir.
Esto tiene algo que enseñarnos acerca de la investigación que acompaña la vida y de la usual subordinación de la experiencia en el terreno al resultado final. La lógica del método está trastocada porque si se necesita campo debe ser porque no se sabe lo que se va a encontrar. Al fijar la dupla "objetivos-resultados esperados", explica Ingold (2018a), estamos empezando por el final o, como dirían en el centro de Colombia, "estamos queriendo montar las mulas antes de ensillar". ¿No sería mejor empezar fijando un punto de partida que contemple el trabajo de campo como un trabajo y un proceso? ¿No sería mejor caminar con la tarea, el encargo, la labor de aprender a ver y a oír, en lugar de llegar a una meta? (Masschelein 2005, 7). El único encargo es el de acompañar a la vida y comprometerse con las ocupaciones que la hacen posible. Y si no se llega a un final claro debe ser porque la vida quiere seguir viviéndose y nuestras investigaciones deberían renunciar a agotarla en explicaciones en exceso coherentes o sin cabos sueltos.
Hace poco Laura Chaustre (2020) nos enseñó que las respuestas que afanosamente buscamos para cada uno de los interrogantes que el mundo y la vida nos plantean son cierres fabricados con certezas engañosas. Estos cierres nos brindan la ilusión de haber alcanzado finales redondos para preguntas que podrían ser una espiral sin fin. Tomémonos en serio la tarea de aprender de la gente. A la gente comúnmente le gusta enseñarles a quienes prestan atención. Tal vez esto se deba a que saben que el conocimiento para vivir debe criarse o crecer como la vida misma y a que reconocemos que la vida no puede ser de uno. Debe ser cuidada, llevada, alimentada y trabajada.