Introducción
La región arqueológica de San Agustín-Isnos, en las estribaciones del Macizo Colombiano, sur del Alto Magdalena, con alturas entre 1 400 m s. n. m. y 2 400 m s. n. m., ha sido objeto de numerosas investigaciones arqueológicas tendientes a dar cuenta del patrón de ocupación (Drennan 2000; Drennan, González y Sánchez 2018), y de la variación temporal y social de las prácticas funerarias, especialmente del periodo Clásico Regional (I milenio d. C.); cuando la sociedad se destaca por la construcción de grandes túmulos funerarios acompañados de templetes, sarcófagos y esculturas líticas, y representa el momento de mayor suntuosidad de esa región (Duque 1966; Duque y Cubillos 1979; Llanos 1995; Llanos y Durán 1983; Llanos y Ordóñez 1998; Ordóñez 2010; Preuss [1931] 2013; Ruiz 1994). Infortunadamente, el periodo Reciente (siglos X-XVI d. C.) es el menos estudiado y los restos óseos humanos no se conservan, como consecuencia de la alta humedad y acidez de los suelos, por lo que no poseemos fuentes fidedignas sobre las características físicas y condiciones de salud de los pobladores que enfrentaron a los conquistadores en el siglo XVI.
Por su parte, el valle cálido del río Magdalena, ubicado por debajo de los 900 m s. n. m., ha sido objeto de recientes investigaciones arqueológicas adelantadas en el área de influencia de la central hidroeléctrica El Quimbo, Huila (municipios de Agrado, Altamira, Garzón, Gigante, Paicol, El Pital), con 338 tumbas recuperadas en 470 cortes arqueológicos excavados, cuyo desarrollo cultural se ubica en los periodos Precerámico (¿V milenio a. P.?), Formativo (III-II milenios a. P. con tipos cerámicos Tachuelo Pulido [TP], Planaditas rojo pulido [PRP] y Lourdes rojo engobado [LRE]), Clásico Regional (I milenio d. C., tipos Guacas café rojizo [GCR]) y Reciente (siglos X-XVI d. C., con los tipos Barranquilla crema [BC], California gris pesado [CGP] y Mirador rojo pesado [MRP]), con rasgos estilísticos compartidos con el sur del Alto Magdalena (Rodríguez et al. 2018).
En el valle cálido las costumbres funerarias son más sencillas que en San Agustín-Isnos, pues los enterramientos se caracterizan por pequeños montículos funerarios que cubren las tumbas -ya sean de pozo simple o con profundas cámaras- y en ellos los restos óseos se conservan mejor. Esto nos da la oportunidad de relacionar los contextos funerarios con los cuerpos de las personas sociales allí enterradas, lo que abre mayores posibilidades de interpretación bioarqueológica (Rodríguez, Cifuentes y Cabal 2012; Rodríguez et al. 2016; Rodríguez et al. 2018). Si bien es cierto que la cultura material de las sociedades prehispánicas de la región de Garzón comparte rasgos con los estilos cerámicos de San Agustín-Isnos (Correcha Suárez 1991; Llanos 1993; Martínez 1995), las diferencias en cuanto a las costumbres funerarias son muy significativas, pues en la región de Garzón no se evidencia la majestuosidad que se observa en San Agustín-Isnos (Rodríguez et al. 2016).
El análisis de tumbas de varios periodos culturales que ocupan diferentes espacios, especialmente del Reciente, uno de los periodos más desconocidos en el caso de la región del Alto Magdalena, sirve para contrastar la información arqueológica regional de un periodo en el que la población tuvo un alto crecimiento demográfico (cuyas elevadas densidades supuestamente no persistieron hasta el siglo XVI), aunque con unidades residenciales dispersas, y prefirió los valles cálidos (Drennan 2000, 136; Drennan, González y Sánchez 2018, 122).
Por otra parte, se ha sugerido que las sociedades cacicales del Alto Magdalena estaban compuestas por grupos antagónicos cuyas élites, para mantener el orden social, controlaban los procesos de producción sometiendo a los comuneros a través del sistema de tributación, además de lo cual se abstraían de la producción material (Sánchez 2015, 236). Si esto fuese así, deberíamos encontrar en el registro bioarqueológico diferencias significativas en las condiciones de salud, la evidencia de una mejor calidad de vida de la élite, aparte de una gran acumulación de bienes exóticos en sus tumbas.
Finalmente, se ha postulado que en el desarrollo de los cacicazgos fue importante el papel de la guerra por la competencia entre unidades políticas (Drennan 2000, 135) y que esta, supuestamente, habría sido una de las causas de la extinción indígena, aunada al canibalismo (Simón [1625] 1981 5, 241). De ser cierta esta hipótesis deberíamos encontrar en los restos óseos del Reciente una alta incidencia de traumas craneoencefálicos letales como consecuencia de las agresiones mortales, además de cortes en los huesos para sustraer el paquete muscular, e iconografía bélica en las vasijas y ajuar con evidencias de armas.
El presente texto expone el análisis integral y multivariado del cementerio del predio Los Ciruelos, recuperado mediante labores de arqueología preventiva durante la construcción de las lagunas de oxidación de La Jagua, en Garzón, Huila. Esto posibilitó, mediante la técnica del emparrillado (raspado de grandes áreas cada 10 metros para detectar los rasgos funerarios), registrar buena parte de las tumbas allí construidas y rescatar los restos óseos en condiciones de análisis para determinar el sexo, la edad y la respectiva caracterización morfométrica, paleopa- tológica y paleodemográfica, mediante el análisis funerario multivariado con tres niveles de análisis: tiempo, espacio y grupos sociales.
La arqueología funeraria como fuente de información en la reconstrucción del cambio social
A inicios de los años setenta varios autores postularon, con base en el análisis de contextos etnográficos, que existe una estrecha relación entre la complejidad mortuoria y la estratificación social, es decir, que la diferenciación funeraria no varía independientemente del grado de organización de la sociedad que la produce y que la primera está condicionada por la segunda (Binford 1971; Saxe 1971). Una de las hipótesis que se planteaba es que el control de recursos escasos conducía a que el grupo dominante estableciera espacios permanentes, exclusivos y delimitados de enterramientos que legitimaban este control mediante su relación con la línea de descendencia de los muertos. El otro criterio tenía que ver con la inversión de energía aplicada a los entierros, en los que las tumbas más suntuosas y voluminosas se asociaban con la diferenciación social según la jerarquía, como se podía detectar en los contextos arqueológicos (Tainter 1977).
En resumen, se proponían tres premisas básicas (O'Shea 1984, 21): 1) la diferenciación mortuoria sigue un patrón cuyos elementos se integran a otros aspectos del sistema sociocultural; 2) la diferenciación mortuoria establecida con respecto a un individuo, aunque no necesariamente isomórfica, es consistente con su posición social en la sociedad en que vivía; 3) la complejidad del sistema de diferenciación mortuoria se incrementa con la complejidad de la sociedad en su totalidad.
En su mayoría estos postulados se dedujeron de estudios etnográficos, pero había que ponerlos a prueba mediante el análisis de contextos arqueológicos directos. Para ello, O'Shea (1984, 39) propuso una metodología que incluía seis conjuntos de variables: la bioarqueología, el tratamiento del cuerpo, el recinto, el ajuar, la distribución espacial y el medio ambiente, con el fin de dar cuenta de la diferenciación social en el tiempo y el espacio. El procedimiento estadístico incluye el análisis de la relación entre las diversas categorías funerarias (recinto, cuerpo y ajuar), el nivel de significancia de esas relaciones, incluyendo pruebas de asociación (tau de Kendall), análisis de componentes principales (ACP) y análisis de conglomerados jerárquicos en la clasificación.
A pesar de las críticas al enfoque procesualista, especialmente por desestimar el aspecto ideológico, demostró la importancia del uso de fuentes complementarias de evidencias, tanto funerarias como domésticas, culturales y biológicas, así como los problemas de género, posición social, salud-enfermedad, etnicidad, identidad social, ancestros, cosmovisión y respuestas emocionales, para el entendimiento del comportamiento de la sociedad a partir de la variación mortuoria (Chapman 2013, 136).
Los postulados procesualistas o representacionistas han sido aplicados en Colombia en estudios de la variación funeraria de varios cementerios en Boyacá (Arguello 2020; Pradilla 2001) y la sabana de Bogotá (Boada 2000; Langebaek et al. 2015), que han intentado medir la inversión de energía o de “riqueza” según atributos del recinto (volumen, forma, tipo de recubrimiento), el cuerpo (tratamiento) y el ajuar (cantidad y diversidad), partiendo de la premisa deducida de los cronistas sobre la existencia de sociedades altamente jerarquizadas, en las cuales los caciques principales recibían un tratamiento especial (tumbas suntuosas, momificación de sus cuerpos y acompañamiento con grandes cantidades de orfebrería como indicador de “riqueza”). No obstante, se ha concluido que esa afirmación no se corrobora en el registro arqueológico hasta ahora excavado, pues “no se evidencia una notoria inversión de energía en la tumba ni en el ajuar funerario” (Boada 2000, 42; véase también Pradilla 2001, 194). A pesar de “existir algunos individuos más o menos ricos, el prestigio era adquirido, y [...] la jerarquización de los individuos en la sociedad muisca tardía no obedecía en todas partes a una lógica lineal, sino que era multidimensional” (Langebaek et al. 2015, 203-204).
Hay que acotar que el enfoque procesualista de Saxe-Binford ha sido objeto de fuertes críticas a la luz de investigaciones en varias regiones de América, en las que se propone como alternativa una metodología integral y multivariada que no parte de supuestos sobre “riqueza” y que incluye el cuerpo como un componente crucial para entender el impacto de la diferenciación social en la salud de los diferentes sectores que conforman la sociedad. Estas investigaciones han concluido que no existe una relación necesariamente directa entre las tumbas y la estructura sociopolítica, sino que aquellas pueden ser manipuladas por los vivos para mantener el estatus, antes que reflejar la posición social de los muertos (Shimada et al. 2004, 370), y que los vacíos, además, se pueden resolver combinando información proveniente de un amplio espectro de fuentes independientes como la etnografía, la etnohistoria, la arqueología y la bioarqueología (Gamble, Walker y Russell 2001, 186).
Desde esta última perspectiva se han adelantado investigaciones diacrónicas en el Valle del Cauca (Blanco 2011; Rodríguez y Blanco 2015), los Andes orientales (Rodríguez, en prensa) y el Alto Magdalena (Rodríguez et al. 2016) que han concluido que existe una gran variabilidad temporal, espacial y social en las costumbres funerarias. En los periodos tempranos el recurso crítico fue el manejo ideológico, pues los personajes principales ostentaban su posición social mediante entierros con parafernalia de chamanes, entre cuyos elementos se contaban cabezas rituales, como en Aguazuque (Precerámico Tardío) (Correal 1990); máscaras, cuentas de cuarzo, instrumentos musicales y alcarrazas, como en el Bolo Temprano (Valle del Cauca); y cuentas de caracoles marinos, como en el Alto Magdalena y la sabana de Bogotá. Espacialmente, se detecta que las tumbas más profundas se construían en las colinas estructurales y las más sencillas, en los valles aluviales. En la sabana de Bogotá se aprecian tradiciones funerarias bien diferenciadas entre el norte (Tunja, Duitama, Sogamoso) y el sur (Soacha); en el Alto Magdalena, San Agustín se diferencia de Isnos y estos dos del valle cálido del río Magdalena. En cuanto al aspecto social, se registra que los personajes de mayor estatus recibían un tratamiento especial tanto en vida (deformación cefálica) como en la muerte (momificación de sus cuerpos, tumbas de pozo y cámara, templetes acompañados de esculturas).
De esta manera, el estudio de la variación funeraria en el tiempo, el espacio y según la jerarquización social brinda una valiosa información sobre el proceso de transformación de las sociedades en el pasado, incluyendo el impacto de esa variación en las condiciones de salud de los diferentes segmentos sociales.
El análisis de un cementerio relativamente grande (con 338 tumbas) en el valle cálido del río Magdalena, excavado casi en su totalidad, circunscrito y delimitado espacialmente -lo que permite abordar el problema en la escala de la comunidad-, nos puede brindar un modelo de análisis del comportamiento de unas pocas familias con un estilo de vida ribereño durante miles de años, como es el caso de La Jagua.
La variación funeraria en el Alto Magdalena
Según los estudios arqueológicos adelantados en el sur del Alto Magdalena, se ha planteado que las tumbas servían para la ostentación de los vivos, pues se pretendía consolidar los lazos sociales de la persona muerta mediante la relación entre los ancestros (los muertos) y los descendientes (los vivos) (Drennan 1995, 2000; Drennan, González y Sánchez 2018; Duque 1966; Duque y Cubillos 1979; Llanos 1995; Llanos y Ordóñez 1998; Ordóñez 2010; Velandia 2011).
De acuerdo con la categoría social, las tumbas variaban desde pozos simples hasta canceles y sarcófagos monolíticos acompañados de templetes y esculturas, y los cementerios se ubicaban en colinas elevadas seleccionadas a propósito. Con ese fin, se aplanaba inicialmente el terreno, después se construían los montículos funerarios para las tumbas suntuosas (Duque 1966, 217) y, en los casos de La Jagua, Llanos de la Virgen (Altamira), La Escalereta (Agrado) y Rioloro (Gigante) (Rodríguez, Cifuentes y Cabal 2012; Rodríguez et al. 2016; Rodríguez et al. 2018), en una parte elevada cerca del río Magdalena, se buscaba su relación con esa importante fuente de recursos. Al parecer, la tradición familiar, como grupo de descendientes de un ancestro mítico, configuró los estilos funerarios y de ese modo consolidó los lazos familiares (Llanos 1995, 88).
La principales ofrendas dispuestas en la tumba estaban representadas por cerámica ceremonial (vasijas trípodes, platos, copas, cuencos, vasijas compuestas, alcarrazas, figuras antropomorfas), vasijas domésticas, cantos rodados de río o lajas (de tamaño pequeño, medio y a veces grandes), obsidiana (de significación especial en los contextos del Formativo), núcleos, lascas, cuentas de collar (tubulares, discoidales, de concha), metates, manos de moler, restos de carbón vegetal, y en algunas oportunidades por orfebrería y animales. Para los indígenas, el oro servía por su luz para hacer ostentación de energía, pero una vez muerta la persona era enterrada con él (Reichel-Dolmatoff 2005).
Sobre los cuerpos colocaban piedras planas y alargadas posiblemente para que su peso facilitara la comunicación con el inframundo, y para demarcar y proteger el sitio de enterramiento de los ancestros. La posición del cuerpo variaba entre la dorsal extendida para personas de algún rango (Duque 1966, 218)-que era típica de los periodos tempranos-, y la posición flexionada (lado derecho o izquierdo), sedente y ventral, inclusive vertical (parado).
Materiales y métodos
La muestra está constituida por 338 entierros, de los cuales 2 son del Precerámico, 2 del Formativo, 8 del Clásico Regional y 326 del periodo Reciente; 124 individuos (36,7 %) son infantiles, 124 (36,7 %) femeninos y 90 masculinos (26,6 %); por edades, 5 (1,5 %) son fetos, 5 (1,5 %) infantiles I, 23 (6,8 %) infantiles II, 11 (3,2 %) juveniles, 148 (43,8 %) adultos jóvenes, 54 (16,0 %) adultos medios y un adulto mayor (0,3 %); 283 (83,7 %) son entierros individuales, 52 (15,4 %) duales y solamente 2 son colectivos; por la forma de la tumba, 74 (21,9 %) son de pozo simple, 144 (42,6 %) son de pozo y montículo, 95 (28,1 %) son de pozo, montículo y cámara, y 25 (7,4 %) son urnas funerarias.
La base de datos se estructuró en el paquete estadístico SPSS-26, con 55 variables y 338 casos para 18 590 registros, que incluyen características de su localización, coordenadas geográficas, cronología absoluta y relativa, forma y tamaño de la tumba, tratamiento del cuerpo (posición, orientación, articulación, deformación cefálica), rasgos bioantropológicos (sexo, edad, medidas de dientes y huesos largos, lesiones dentales y óseas) y ajuar (cerámica, líticos, huesos animales, conchas, orfebrería). El análisis abarca los niveles individual (la persona social allí inhumada), intragrupal (la comunidad) e intergrupal (la región).
Los indicadores de salud (hipoplasia, caries, hiperostosis porótica, cribra orbitalia, traumas, periostitis, enfermedad articular degenerativa [EAD]) fueron registrados según la metodología del Data collection codebook (Steckel et al. 2006). Teniendo en cuenta la precaria conservación de los restos óseos por estar enterrados en un horizonte compuesto por arena de origen aluvial con presencia de ceniza volcánica, se hizo énfasis en la odontometría (diámetros MD y VL del diente 36) y osteometría (diámetros AP y ML del punto medio de la diáfisis del fémur izquierdo) para la estimación del sexo (Rodríguez et al. 2016). Para la reconstrucción de la paleodieta se tomaron muestras de fitolitos de cálculo dental, isótopos estables (515N y 513C), almidones de metates y ácidos grasos de algunas vasijas (tabla 1). Los cálculos paleodemográficos se realizaron según la metodología de Patricia O. Hernández (2004).
Mediante el análisis estadístico descriptivo se caracterizaron los grupos (segmentados según el periodo, el espacio y el grupo social), se aplicó la prueba de significación Kruskal-Wallis (nivel de significación de 0,05) y de asociación (tau-b de Kendall), y se utilizó una clasificación numérica para delimitar grupos según conglomerados jerárquicos (distancia euclídea al cuadrado y agrupación por el método de Ward). Posteriormente se adelantaron pruebas multivariadas mediante análisis discriminante para determinar las variables más diferenciadoras y los grupos más singulares (Rodríguez 2007; Rodríguez et al. 2016; Shennan 1992).
Fuente: elaboración propia.
La variación espacial
El sitio fue objeto de intervención para la construcción de lagunas de oxidación en el poblado de La Jagua, por lo cual se aplicó un programa de arqueología preventiva (Rodríguez et al. 2016). Inicialmente se prospectó de manera sistemática el área delimitada entre los zanjones Morrocoy y Las Cuchas, el río Magdalena y la carretera que conecta con el poblado, mediante sondeos separados cada 15 m-30 m, de 40 cm χ 40 cm χ 60 cm (figura 1). Se pudo establecer que el sitio se diferencia por la presencia de tres niveles de terrazas que tuvieron distintos patrones de asentamiento. La terraza baja (TB) colindante con el río Magdalena fue objeto de ocupaciones de tipo doméstico durante los tres periodos cerámicos establecidos para el Alto Magdalena, con materiales cerámicos que pertenecen al Formativo (10,3 %), al Clásico Regional (1,4 %) y al Reciente (88,3 %), según se pudo colegir de acuerdo con la prospección sistemática hecha mediante 225 pozos de sondeo y la excavación de 3 cortes en área. Posteriormente se excavó el cementerio a través de un emparrillado en área y se recuperaron 338 tumbas y 3 480 fragmentos cerámicos, de los cuales 72 (2,1 %) son del Formativo, 107 (3,1 %) del Clásico Regional y 3 301 (94,8 %) del Reciente (exclusivamente del tipo Barranquilla crema). Eso, definitivamente, indica que este sitio fue ocupado principalmente durante la última fase del desarrollo cultural prehispánico del Alto Magdalena.
La terraza media (TM) se divide en dos sectores, uno localizado hacia el este (TME, con vértices LJ-132 y LJ-215) y otro hacia el oeste (TMW, con vértices LJ-351 y LJ-441), con enterramientos humanos bien diferenciados (figura 1). La zona oriental contiene la menor cantidad de entierros (70, equivalentes al 20,7 %), de los cuales casi la mitad no poseía ajuar (48,6 %), y tumbas en forma de pozo y montículo (45,7 %) o de pozo simple (25,7 %). Esta zona resalta además por poseer pocas tumbas de pozo y cámara (12,9 %), por la menor presencia de objetos considerados suntuosos para este lugar, como las vasijas subglobulares o chicheras (5,7 %), y por la ausencia de caracoles marinos en el ajuar, de modo que se trata del sector más sencillo de La Jagua, con las tumbas menos profundas (115 cm en promedio) (tabla 2).
Por su parte, la porción occidental (TMW) es la que concentra la mayor cantidad de tumbas (190, equivalentes al 56,2 %) y la mayor variabilidad de formas, profundidad y tipo de ajuar, en su gran mayoría pertenecientes al periodo Reciente (97,4 %). Los niños constituyen más de la tercera parte (38,5 %) y los adultos jóvenes comprenden el 46,3 %. Predominan las tumbas de pozo y montículo (50,5 %), sin ajuar (54,2 %), con el cuerpo en posición dorsal extendido (18,9 %) o lateral flexionado (13,2 %), y en las tumbas de pozo con cámara (16,3 %) el cuerpo yacía en posición sedente flexionado (35,3 %). En el ajuar predominan las grandes vasijas fragmentadas intencionalmente (14,7 %), y hay poca presencia de chicheras (6,8 %) (figura 2a), collares (5,3 %), caracoles marinos (1,6 %), huesos de animal (2,6 %) y orfebrería (1,6 %). Este sector es variopinto y tiene una profundidad promedio de 116 cm.
Espacio / variable | Terraza alta | Terraza media W | Terraza media E | |||
---|---|---|---|---|---|---|
N | % | N | % | N | % | |
Total | 78 | 23,1 | 190 | 56,2 | 70 | 20,7 |
Norte* | 731 400 | 731400 | 732 700 | |||
Este* | 821 070 | 821040 | 819900 | |||
Profundidad cm* | 287 | 116 | 115 | |||
Precerámico | 2 | 2,6 | 0 | 0 | 0 | |
Formativo | 1 | 1,3 | 0 | 0 | 0 | |
Clásico Regional | 0 | 0 | 5 | 2,6 | 0 | 0 |
Reciente | 75 | 96,2 | 185 | 97,4 | 66 | 94,3 |
Infantil | 28 | 35,9 | 74 | 38,9 | 22 | 31,4 |
Femenino | 28 | 35,9 | 70 | 36,8 | 26 | 37,1 |
Masculino | 22 | 28,2 | 46 | 24,2 | 22 | 31,4 |
Feto | 3 | 3,8 | 0 | 0 | 2 | 2,9 |
Infantil I | 20 | 25,6 | 59 | 31,1 | 16 | 22,9 |
Infantil II | 5 | 6,4 | 14 | 7,4 | 4 | 5,7 |
Juvenil | 3 | 3,8 | 5 | 2,6 | 3 | 4,3 |
Adulto joven | 33 | 42,3 | 88 | 46,3 | 27 | 38,6 |
Adulto medio | 14 | 17,9 | 23 | 12,1 | 17 | 24,3 |
Adulto mayor | 0 | 0 | 1 | 0,5 | 0 | 0 |
Deformación* | 17 | 45,9 | 29 | 54,7 | 22 | 66,7 |
Orientación 0°-45° | 16 | 20,5 | 44 | 23,2 | 15 | 21,4 |
46°-90° | 20 | 25,6 | 24 | 12,6 | 5 | 7,1 |
136°-180° | 2 | 2,6 | 16 | 8,4 | 20 | 28,6 |
181°-225° | 13 | 16,7 | 24 | 12,6 | 7 | 10,0 |
271°-315° | 15 | 19,2 | 37 | 19,5 | 4 | 5,7 |
Posición* | ||||||
Dorsal extendido | 4 | 5,1 | 13 | 18,9 | 3 | 4,3 |
Dorsal flexionado | 4 | 5,1 | 20 | 10,5 | 6 | 8,6 |
Sedente flexionado | 49 | 62,8 | 67 | 35,3 | 19 | 27,1 |
Derecho flexionado | 1 | 1,3 | 25 | 13,2 | 19 | 27,1 |
Individual | 60 | 76,9 | 161 | 84,7 | 62 | 88,6 |
Dual | 16 | 20,5 | 28 | 14,7 | 8 | 11,4 |
Colectivo | 2 | 2,6 | 0 | 0 | 0 | 0 |
Pozo simple | 6 | 7,7 | 50 | 26,3 | 18 | 25,7 |
Pozo y montículo | 16 | 20,5 | 96 | 50,5 | 32 | 45,7 |
Pozo y cámara | 55 | 70,5 | 31 | 16,3 | 9 | 12,9 |
Urna funeraria | 1 | 1,3 | 13 | 6,8 | 11 | 15,7 |
Sin ajuar* | 25 | 32,1 | 103 | 54,2 | 34 | 48,6 |
Ubicación del ajuar* | ||||||
Cámara | 30 | 38,5 | 9 | 4,7 | 4 | 5,7 |
Varias vasijas | 11 | 14,1 | 28 | 14,7 | 15 | 21,4 |
Poporo (chichera)* | 18 | 23,1 | 13 | 6,8 | 4 | 5,7 |
Artefacto molienda | 7 | 9,0 | 14 | 7,4 | 9 | 12,8 |
Olla | 14 | 18,0 | 24 | 17,9 | 16 | 22,8 |
Cuenco | 7 | 9,0 | 14 | 7,4 | 4 | 5,7 |
Figura antropomorfa | 0 | 0 | 0 | 0 | 1 | 1,4 |
Alcarraza | 0 | 0 | 0 | 0 | 1 | 1,4 |
Copa | 1 | 1,3 | 0 | 0 | 0 | 0 |
Plato | 0 | 0 | 2 | 1,1 | 1 | 1,4 |
Cántaro | 2 | 2,6 | 1 | 0,5 | 0 | 0 |
Volante de huso | 1 | 1,3 | 0 | 0 | 0 | 0 |
Cuentas de collar* | 17 | 21,8 | 10 | 5,2 | 2 | 2,9 |
Caracol marino* | 9 | 11,5 | 3 | 1,6 | 0 | 0 |
Orfebrería* | 12 | 15,4 | 3 | 1,6 | 2 | 4,3 |
Hueso animal* | 12 | 15,4 | 5 | 2,6 | 3 | 0 |
Instrumento musical | 0 | 0 | 1 | 0,5 | 0 | 0 |
Artefacto lítico | 1 | 1,3 | 7 | 3,7 | 0 | 0 |
Indicadores de salud | ||||||
Hiperostosis | 5 | 7,0 | 5 | 2,9 | 0 | 0 |
Cribra orbitalia | 2 | 2,8 | 2 | 1,2 | 0 | 0 |
Hipoplasia* | 4 | 6,1 | 53 | 33,5 | 20 | 32,8 |
Índice de cariados | 9,3 | 5,1 | 3,6 | |||
EAD | 10 | 18,5 | 15 | 12,2 | 2 | 4,5 |
Periostitis | 3 | 4,8 | 14 | 8,9 | 3 | 5,6 |
Trauma | 4 | 6,7 | 9 | 5,9 | 7 | 14,6 |
*Prueba de significación Kruskal-Wallis a nivel 0,05 Fuente: elaboración propia.
La terraza alta (TA) se destaca por poseer las tumbas más profundas (287 cm en promedio), de pozo con cámara (55, equivalentes al 70,5 %); con ajuar que incluye objetos suntuosos como chicheras (23,1 %), cuentas de collar (21,8 %), caracoles marinos (11,5 %), orfebrería (15,4 %) y huesos de animal (15,4 %), y el cuerpo en posición sedente flexionado (62,8 %). Este sector contiene las dos únicas tumbas que consideramos pertenecientes al Precerámico (LJ-455, 456), alrededor de las cuales se ubicaron las tumbas más suntuosas de La Jagua (figuras 1 y 3), ya sea como un indicador de la relación ancestro-descendencia o simplemente porque esta terraza posibilita la construcción de tumbas más profundas.
La vasija subglobular (chichera o poporo, como se la llama en la región) representa el ajuar más suntuoso de La Jagua (figura 2a). Es la única en el suroccidente de Colombia y, según los análisis de ácidos grasos, se empleó en la preparación de bebidas embriagantes a base de palmas (Rodríguez et al. 2018). Los caracoles marinos se introdujeron desde el Precerámico, posiblemente procedentes de la costa pacífica, lo que indica la presencia desde muy temprano de una extensa red de intercambio y de aprecio por las conchas, que en el mundo andino se relacionan con la fertilidad, la sexualidad y la lluvia para la agricultura (Blower 2001, 26; Bray 2001, 17). Son muy escasos los objetos foráneos, exceptuando una vasija antropomorfa (LJ-135) (figura 4) y otra compuesta (LJ-98), que por su estilo pueden provenir del suroccidente de Colombia (Cauca) (Rodríguez et al. 2016).
En general no se evidencia una alta concentración de bienes materiales (“riqueza”). Solamente se destacan algunos individuos, habitualmente varones, que sobresalen por la deformación cefálica (75,4 %), enterrados en tumbas de pozo y montículo con mayor cantidad de ajuar (vasijas completas o fragmentadas intencionalmente), o en tumbas de pozo y cámara, el cuerpo en posición sedente, acompañados de chicheras, cuentas de collar, orfebrería y huesos de animal (conejos, serpientes).
Mediante un análisis discriminante se generan dos funciones canónicas que clasifican correctamente el 69,2 % del total de la variación. En la función 1, con varianza de 85,8 %, se incluyen las variables de profundidad y forma de la tumba y la presencia de caracoles marinos, que separan la terraza alta (TA) de los otros dos sectores. En la función 2, con varianza de 14,2 %, se incluyen la posición del cuerpo, la deformación cefálica, la presencia de líticos y algunos indicadores de salud (EAD y periostitis), sin que exista una clara división de los tres sectores (figura 5).
El sitio empezó a utilizarse desde el Precerámico (tabla 1), un periodo poco conocido en el Alto Magdalena, donde solamente contamos con una fecha de 5250 a. P. en el Alto de Lavapatas, San Agustín (Duque y Cubillos 1988). Los dos individuos que consideramos pertenecientes a este periodo son dolicocéfalos, con fuerte desgaste dental redondeado en los incisivos, y por el patrón funerario (tumbas de pozo y montículo) y la ausencia de cerámica parecen corresponder al periodo en cuestión (no ha sido posible datarlos por la ausencia de colágeno en los huesos recuperados). Ambos individuos (un adulto y un infante) tenían como ajuar cuentas de collar de conchas marinas y estaban en posición lateral derecho flexionada (figuras 1, 3, 6a).
Durante el Formativo y el Clásico Regional la presencia humana en La Jagua es muy escasa. La gente prefirió la terraza de Llanos de la Virgen, a unos pocos kilómetros hacia el occidente, donde los entierros del Formativo son mayoría y están sepultados por un evento fluvio-volcánico que los sedimentó con un horizonte de gravilla muy compacta y cementada (figura 7). Este acontecimiento, que debió haber ocurrido hacia finales del Formativo (siglos II a. C. a II d. C.), afectó también la capacidad de supervivencia de la gente del Clásico Regional, por lo que se desplazó hacia la otra orilla del río Magdalena (Guacanas, Garzón), donde se registra su presencia (Llanos 1993; Rodríguez, Cifuentes y Cabal 2012). De nuevo hacia finales del Clásico Regional (siglos VII-IX d. C.) se percibe la influencia volcánica, aunque ya en forma de ceniza que intoxicó los suelos, las aguas y a la misma gente, como se registra en La Jagua (LJ-303, con evidencias de acromegalia) y en La Galda (Agrado), como se aprecia en LG-42 (con padecimiento de síndrome óculo-facio-cardio-dental).
Ya en el Reciente, la calidad de los suelos mejora por la sedimentación de los oligoelementos depositados por los conos volcánicos en siglos anteriores y, por ende, la productividad agrícola. Se incrementa el uso de todo el espacio, en la terraza baja, a orillas del río Magdalena, con fines domésticos y en la superior para enterramientos. Durante este periodo se aprecia una gran variabilidad en cuanto a formas, profundidad y tipo de ajuar, desde tumbas de pozo simple sin ajuar, monticulares con vasijas (figura 4), hasta tumbas de pozo profundo con cámara (250 cm-350 cm de profundidad), y el individuo en posición sedente acompañado de vasijas subglobulares (chicheras), cuentas de collar, orfebrería y huesos de animal. Tanto en el registro cerámico como en el funerario se observa un crecimiento total de más del 500 % con relación al periodo anterior, lo que indica la magnitud del mejoramiento de las condiciones de vida de la gente asentada en esta región. Finalmente, hay que acotar que no se aprecia abandono del sitio al final de este periodo (tabla 1).
La diferenciación social
En el ciclo vital de esta sociedad, los niños menores de tres años tenían un tratamiento especial destinado a que sus cuerpos retornaran a la tierra mediante la inhumación en urnas funerarias que eran apuntaladas a través de cantos rodados para fijarlas al terreno. En algunos grupos se consideraba que la persona debía llegar hasta vieja y, si moría antes del destete, era como si hubiese sido abortada, por lo que el infante era regresado al útero de la madre tierra (Reichel-Dolmatoff 1985). Si sobrevivía a esta edad, su condición social cambiaba y el individuo era enterrado en tumbas de pozo y montículo con cantos rodados, acompañados con el ajuar según su pertenencia a algún grupo social determinado. La edad adulta se alcanzaba una vez realizados los rituales de paso, y en el caso de las mujeres esta condición se lograba con la primera menstruación y la posibilidad de ser madre, que podía llegar desde los nueve años de edad, como se registra en el caso de LJ-356 de finales del Clásico Regional (780-985 d. C.), que murió embarazada, con graves complicaciones de salud (hiperostosis porótica aguda) que posiblemente le ocasionaron la muerte, y fue enterrada como toda una mujer. Algunas mujeres de edad avanzada alcanzaban cierto reconocimiento social, lo que era destacado mediante grandes tumbas monticulares con numerosas vasijas enteras y fragmentadas intencionalmente, como se registra en el caso de LJ-39 del Reciente (1280-1390 d. C.). Por lo general los niños yacían en posición sedente flexionada (60,5 %); los niños y jóvenes (52,2 %) y las mujeres (47,6 %) poseían menos ajuar que los varones adultos (41,1 %); en las mujeres se estilaba la posición lateral flexionada (57,3 %); en el caso de los varones era más frecuente la posición ventral (12,2 %) (tabla 2).
Mediante un análisis discriminante que clasifica correctamente el 86,4 % de la variación, se configuran dos funciones. La función 1 (71,6 % de la varianza) separa los cuatro grupos de tumbas: simples, monticulares, de pozo y cámara y urnas, y la forma de la tumba y la presencia de cuentas de collar y caracol marino son aquí las variables con mayor peso; en la función 2 (varianza de 13,0 %) se separan con valor positivo la ubicación del ajuar y con negativo las de menor contenido en ajuar (figura 8).
Según la prueba de asociación tau-b de Kendall, con nivel de significancia de 0,01 bilateral, con el grupo social se relacionan positivamente la profundidad, la posición, la forma de la tumba, la ubicación del ajuar, la presencia de elementos de ajuar como chichera, caracol, collar, orfebrería y huesos de animal, como también el sexo y la edad. A las personas de mayor edad (adultos mayores) se las destacaba mediante la ofrenda de varias vasijas, chicheras y tumbas de mayor profundidad (más de 170 cm). Los grupos etarios con menor reconocimiento son los infantes II (5-9 años) y los jóvenes. La deformación cefálica intencional era otro atributo de reconocimiento según la edad (adultos mayores) y el sexo (masculino), y se asocia con la profundidad, la presencia de varias vasijas, chicheras y ollas, es decir, con estatus social.
En general, la variación de los entierros de La Jagua según su forma se distribuye en tumbas de pozo simple, monticulares, de pozo y cámara, y en urnas funerarias (figura 6, tabla 2). Allí, los objetos más destacados en todos los tiempos fueron las cuentas de collar de concha marina, símbolos de fertilidad y abundancia en el mundo andino (Blower 2001; Bray 2001), y en el periodo Reciente, las chicheras (poporos) y las vasijas fragmentadas intencionalmente (“matadas”).
Las condiciones de salud
Casi el 30 % de la población fallecía en el transcurso de los cuatro primeros años de vida, muy posiblemente por problemas gastrointestinales que no dejaban huella en los huesos, lo que significa una alta tasa de mortalidad infantil (figura 9). A partir de los 5 años la probabilidad de muerte decae y se estabiliza hasta los 24 años, con una probabilidad de muerte (qx) inferior a 0,08, muy baja en la cohorte de 10-14 años (qx = 0,0190) y que se incrementa significativamente a partir de los 25 años, cuando se intensifica la carga laboral de los adultos, en especial después de los 40 años (qx = 0,6857).
La esperanza de vida al nacer alcanzaba los 20,4 años, cifra baja, pues en el ámbito prehispánico se ubica entre 20-30 años; la tasa bruta de natalidad (TBN) alcanzaba los 49,1, cifra elevada si la comparamos con las de la Colombia contemporánea (en el Chocó alcanza 44,3/1 000 habitantes), al igual que la tasa bruta de mortalidad (TBM). La tasa bruta de reproducción (TBR) o número de hijas que pudo haber dado a luz cada mujer que sobrevivió hasta los 50 años era de 3,0 y la tasa global de fecundidad (TGB), de 6,0, es decir, que una mujer en promedio pudo haber tenido 6 hijos (Rodríguez et al. 2016).
Si calculamos en 600 años la utilización de este cementerio durante el periodo Reciente, partimos de 8 tumbas del Clásico Regional (dato por supuesto muy bajo) hasta alcanzar 326 entierros durante la fase final de la ocupación prehispánica, lo que según los procedimientos demográficos arroja una tasa de decrecimiento de -0,006 % anual (r = ln(P2/P1)/t = -0,006) (Hernández 2004). Si el promedio de cada familia era de 5 personas, y si la esperanza de vida era de 20 años y calculamos en ese mismo intervalo cada generación, en 100 años se alcanzaría un tamaño poblacional de 50 habitantes, hasta llegar a los 300 en 600 años. Es decir que el sitio de La Jagua habría sido fundado por unas cuantas familias que prácticamente no crecieron en el transcurso del periodo Reciente, lo que representa una pequeña aldea que no tenía impacto sobre los recursos locales y que además practicaba la exogamia con otros grupos vecinos, pues no se aprecian malformaciones genéticas.
En cuanto a los indicadores de salud, las cifras de hiperostosis y cribra orbitalia (que se asocian a la anemia megaloblástica) son inferiores a 5,0 % sin diferencias por sexo; la EAD alcanza en promedio en ambos sexos el 22 % y se concentra en la articulación temporo-mandibular y en las rodillas. La hipoplasia es ligeramente superior en mujeres (34,0 %) en comparación con los varones (26,0 %), aunque esta diferencia no es estadísticamente significativa. Los indicadores que registran diferencias significativas (prueba de Kruskal-Wallis con nivel de significancia del 95 %) son la presencia de periostitis (en su mayoría de tipo yaws) (5,6 % en mujeres contra 18,7 % en varones) y la presencia de traumas (7,1 % en individuos femeninos y 18,8 % en masculinos). Según el grupo social, el único indicador que muestra diferencias significativas es la hipoplasia (defecto del esmalte relacionado con el estrés en niños en edad de destete), que es inferior en el grupo de élite.
Las diferencias con significancia estadística en cuanto a sexo se expresan en la deformación cefálica y en la presencia de hueso animal en el ajuar, y en cuanto a los indicadores de salud, en la existencia de periostitis y traumas ocasionados por impacto con arma contundente, no letal, registrados en la región frontal izquierda de varones, posiblemente por confrontaciones durante las borracheras. La baja ocurrencia de traumas, aunada a la ausencia en la iconografía cerámica de escenas de violencia y de restos de armas en el ajuar funerario, permite descartar la hipótesis de los cronistas sobre la existencia de “guerra endémica” (López 1970, 60; Simón 1981, 3, 272).
Conclusiones
El análisis de la variación funeraria tiene una serie de ventajas, pues permite abordar la cuestión de la diferenciación social en el tiempo y el espacio, e incluir el ámbito de las condiciones de salud y el contexto demográfico. Desde la perspectiva teórica y metodológica, el enfoque integral y multivariado es más efectivo que el procesualismo o representacionismo para evaluar la variación funeraria de las sociedades prehispánicas, en cuanto que no parte de supuestos subjetivos de “riqueza” y de inversión de energía para analizar la variación social. Para los grupos humanos que habitaron en La Jagua el objeto más importante durante todos los periodos fueron las cuentas de collar elaboradas con conchas marinas, que tienen un significado más simbólico que material, pues se relacionan con lo más preciado de esas sociedades, a saber: la fertilidad, la capacidad de supervivencia, que a su vez se convertiría en el recurso crucial.
El periodo Reciente en San Agustín-Isnos ha sido considerado como un momento de significativo crecimiento demográfico, medido por el incremento de fragmentos cerámicos recuperados en los reconocimientos sistemáticos regionales, caracterizado por un control más económico que religioso con relación al Clásico Regional que pudo haber conducido a la acumulación de “riqueza” por grupos de élite (Drennan, González y Sánchez 2018, 116). Lo mismo se podría afirmar con respecto al valle cálido del río Magdalena, pues la cantidad de cerámica pasa de 9,8 % a 74,8 % (Rodríguez et al. 2018, 77). Sin embargo, a juzgar por los cálculos demográficos computados a partir del número de fallecidos enterrados en el cementerio de La Jagua, se aprecia un decrecimiento de -0,006 % al año, es decir, en 600 años del Reciente la población prácticamente no creció, aunque tampoco abandonó el sitio al final de este periodo y solamente empleó el tipo cerámico BC. Esta diferencia conduce a la necesidad de ajustar los cálculos demográficos a partir del conteo de fragmentos cerámicos, pues en el Reciente las vasijas son mucho más grandes y producen más basura.
En general no se evidencia acumulación de bienes materiales suntuosos (“riqueza”), exceptuando algunas vasijas subglobulares (chicheras) que se empleaban en la preparación de bebidas fermentadas de palmas (arecáceas), cuyos cuescos se amasaban en metates (según el análisis de almidones), al igual que el maíz. Además de maíz, yuca, fríjol, cucurbitáceas y palmas, se consumían otras gramíneas no identificadas en los fitolitos de cálculo dental, como se refleja también en los isótopos estables (513C de -9,6 a -15,6 o/oo y δ15Ν entre +7,9 a +9,3 o/oo), lo que indica también un buen consumo de proteína animal (Rodríguez et al. 2016; Rodríguez et al. 2018).
Los indicadores de salud son similares a los registrados en otras partes del valle cálido del río Magdalena (Rodríguez et al. 2016), en el valle del Cauca (Blanco 2011; Rodríguez y Blanco 2015) y la sabana de Bogotá (Langebaek et al. 2015), y muy inferiores a los reportados en sociedades altamente estratificadas como las de México (Márquez y Hernández 2006) y los Andes centrales (Pechenkina et al. 2007).
La baja presencia de traumas observada especialmente en varones y su carácter no letal (tabla 2) desvirtúan el planteamiento sobre la guerra como factor importante en la centralización del poder, asociada a un alto nivel de competencia entre unidades políticas (Drennan 2000, 135). Pueden ser producto de comportamientos rituales, conflictos domésticos o accidentes, lo que lleva a replantear el rol de los guerreros (Tiesler y Cucina 2012, 176). Tampoco se registran huellas de corte en los huesos relacionados con el tasajeo de los cuerpos de víctimas de eventual canibalismo, cautiverio o sacrificio humano, ni contextos dispersos intencionalmente (Hatch 2012, 218).
En consecuencia, la sociedad del periodo Reciente del valle cálido del río Magdalena, vista desde el cementerio de La Jagua, aparece con baja densidad demográfica por la alta mortalidad infantil, poco jerarquizada y con escasa acumulación de bienes suntuosos, con una élite que no se abstraía del trabajo material y que tampoco hacía parte de grupos antagónicos que rivalizaban de manera violenta. De hecho, en declaraciones hechas en 1628 durante la visita del gobernador de la provincia de Neiva, Diego de Ospina, a la villa de Timaná, a la pregunta 15, respecto a la existencia de caciques, los indígenas del Alto Magdalena respondían que “han dado a su cacique algunos regalos de cosas de comer y que esto no ha sido por vía de tributo, ni lo han pagado” (Ospina 1628, f. 776 v.), aunque también afirmaban “que en tiempos antiguos hacían estos indios una roza muy grande a su cacique en señal de tributo y señorío” (f. 860 v.). Es decir, solamente le colaboraban con comida y en la roza de sus sementeras, y el trabajo era colectivo, pues “para hacer sus rozas hacen fiestas, juntas y mingas en días de domingos y fiestas [...] para ayudarse unos a otros” (ff. 759 r., 776 v.)