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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525On-line version ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.60 no.2 Bogotá May/Aug. 2024  Epub May 01, 2024

https://doi.org/10.22380/2539472x.2559 

Artículos

Ermitaños y alfareros: hacia una historia discontinua de la producción cerámica en el Desierto de la Candelaria

Hermits and Potters: Towards a Discontinuous History of Pottery-Making in Candelaria Desert

Eremitas e oleiros: para uma história descontínua da produção cerâmica no Deserto da Candelária

Daniela Castellanos Montes* 
http://orcid.org/0000-0002-6057-9793

*Universidad Icesi, Cali, Colombia. dcastellanos@icesi.edu.co. https://orcid.org/0000-0002-6057-9793


Resumen

Este artículo aporta a la historia de la alfarería en Colombia desde un ángulo poco explorado: la presencia de ermitaños en el Desierto de la Candelaria. Si bien la arqueología y la antropología han documentado la cerámica prehispánica y sus transformaciones, conocemos menos sobre los intercambios y relaciones entre España y el Nuevo Mundo a partir de la influencia de religiosos en la tecnología alfarera durante la Colonia. Hornos de leña visibles en el paisaje y una tradición oral que sitúa a los monjes del siglo XVI como pioneros del oficio alfarero son señales de estos posibles intercambios. Retomando datos históricos y etnográficos sobre los ermitaños que fundaron el monasterio de la Candelaria y sus relaciones con la población local de alfareros y campesinos de Ráquira, además de reportes arqueológicos, el texto analiza la cerámica y sus desechos para rastrear una historia discontinua entre ermitaños y alfareros, y sus relaciones desde las fracturas del tiempo y el espacio.

Palabras clave: Desierto de la Candelaria; agustinos recoletos; ermitaños; alfareros; cerámica; desechos; discontinuo

Abstract

This article seeks to contribute to the history of pottery-making in Colombia from a not so familiar point of view: the presence of hermits in the Candelaria Desert. Archaeology and anthropology have focused mainly on pre-Hispanic ceramics and craft transformations. However, we know less about the exchanges and connections between Spain and the New World, and the role religious men played in ceramic technology during colonial times. Firing kilns and oral memory placing the XVI century monks as pioneers of pottery craft are telling of these encounters. Drawing on historical and ethnographic data about the hermits founding Candelaria Monastery and their relationships to local pottery and peasant communities in Ráquira as well as archaeological reports, this text considers pottery and desechos (paths and shards) as traces into a discontinuous history of hermits and potters and their relations made of fractures in time and space.

Keywords: Candelaria Desert; agustinos recoletos; hermits; pottery-makers; ceramics; desechos; discontinuous

Resumo

Este artigo contribui para a história da cerâmica na Colômbia desde um ângulo pouco explorado: a presença de eremitas no Deserto da Candelária. Embora a arqueologia e a antropologia tenham documentado a cerâmica pré-hispânica e suas transformações, sabemos menos sobre as trocas e relações entre a Espanha e o Novo Mundo baseadas na influência dos religiosos sobre essa tecnologia durante a Colônia. Os fornos de lenha visíveis na paisagem e uma tradição oral que coloca os monges do século XVI como pioneiros do ofício da olaria são sinais dessas possíveis trocas. Retomando os dados históricos e etnográficos sobre os eremitas que fundaram o mosteiro da Candelária e suas relações com a população local de oleiros e camponeses de Ráquira, além de relatórios arqueológicos, o texto analisa a cerâmica e seus resíduos para traçar uma história descontínua entre eremitas e oleiros, e suas relações a partir das fraturas do tempo e do espaço.

Palavras-chave: Deserto da Candelária; agostinianos recoletos; eremitas; oleiros; cerâmica; resíduos; descontínuo

Introducción

Clotilde Vergel, una de las alfareras más viejas y reconocida partera de la vereda Candelaria Occidente, en Ráquira, contaba en una de nuestras conversaciones que el “oficio de la loza”, como ella llama a la producción cerámica, venía de los antiguos ermitaños del Desierto de la Candelaria1. En su relato, distinguía tres etapas de la historia de la zona asociadas a diferentes grupos humanos y su cultura material: los indios con objetos de oro, piedra y cerámica; los antiguos ermitaños con vasijas grandes y hornos de leña, y, por último, los alfareros actuales como ella, que hacen la misma cerámica de los ermitaños (por ejemplo, vasijas utilitarias), pero que también la han modificado con formas ornamentales porque, en sus palabras, “la moda cambia”.

Para Clotilde, aquellos hombres llegados al finalizar el siglo XVI al valle del río Gachaneca dejaron como legado no solo la alfarería que conocemos y una tecnología cerámica de quema asociada a los hornos de leña. También fundaron un desierto.

Este artículo explora, con base en el relato de Clotilde, un ángulo de la historia poco indagado en los estudios arqueológicos y antropológicos sobre la alfarería en Colombia: las relaciones entre Europa y el Nuevo Mundo a partir de la presencia en tierras colombianas de un grupo de anacoretas, algunos de ellos europeos, y sus posibles influencias en la alfarería y la tecnología cerámica a través del tiempo. Si bien la cerámica arqueológica ha sido estudiada con especial interés en reconstruir los modos de vida de las sociedades prehispánicas, los intercambios y adaptaciones que la tecnología indígena sufrió con la conquista española y durante la Colonia son un tema, aunque investigado, menos conocido (véanse Alexander 2019; Therrien et al. 2002). Dentro de este campo, aún más inexplorada es la relación que pudieron establecer los monjes ermitaños (y demás grupos de religiosos) con comunidades locales a través de oficios como la cerámica, practicados como parte de su ascesis2.

Por otra parte, los estudios etnográficos sobre comunidades alfareras tienden a enfatizar los legados de las técnicas prehispánicas en la cerámica contemporánea, desconociendo la presencia de rasgos no propiamente indígenas en este oficio (una muestra de estudios con ceramistas del presente realizados en Ráquira es un buen ejemplo: véanse Broadbent 1974; Castellanos 2004; Falchetti 1975; Mora de Jaramillo 1974; Therrien 1991). Además, en dichas aproximaciones, se han esencializado las prácticas, asumiéndolas de manera estática e ignorando los intercambios que tuvieron lugar durante el periodo colonial (véanse Castellanos 2021; Ome 2006; Therrien et al. 2002) y las distorsiones propias de las categorías de análisis que empleamos3.

Abordaré estos asuntos sobre la base del caso de los agustinos recoletos que fundaron el monasterio de la Candelaria en Ráquira, y sus interrelaciones con los alfareros de ayer y hoy. A partir de textos históricos de la orden religiosa, datos etnográficos que ahondan en las relaciones entre los monjes y las poblaciones locales a través del tiempo, y detalles del mundo material visibles en el paisaje actual, identifico aspectos clave de los intercambios entre ermitaños y alfareros como parte de una historia de la alfarería aún por descubrir, que amplía la mirada sobre las relaciones coloniales en las que se inscribe, y su escala temporal y espacial.

La historia que presento es discontinua porque, si bien las relaciones entre monjes y locales han sido de largo aliento, han incluido interrupciones temporales por coyunturas históricas que llevaron al abandono del monasterio4: la paulatina disminución de novicios que se forman en el Desierto, la suspensión del apostolado y los servicios religiosos, y el cierre del monasterio a la comunidad no religiosa durante la pandemia de COVID-19. Además, es discontinua porque la memoria oral reflejada en el relato de Clotilde presenta saltos y reveses temporales. También porque usa distintas fuentes en aparente desconexión. Por último, es discontinua porque está hecha de fragmentos y desechos.

A este último elemento, los desechos, haré una breve mención, ya que son materia y método en mi aproximación (véase Castellanos 2020, 2021)5. Entre el Desierto, ubicado en un valle fértil, y Candelaria Occidente, situada en un cerro, hay numerosos caminos llamados desechos (figura 1). Generalmente, estos caminos se transitan a pie y están en continua transformación, en devenir. Se esculpen (o difuminan) por la cooperación (o falta de cooperación) de fuerzas naturales (viento, lluvia, procesos de erosión del suelo) y humanas (pies en movimiento) (Castellanos 2020). He hecho de estos hilos, que (des)conectan el Desierto y el cerro, y por los que en varias ocasiones acompañé a Clotilde en sus viajes al monasterio, el recurso que también me permite transitar y conectar estos mundos.

Fuente: elaboración propia.

Figura 1 Localización del monasterio y el Desierto de la Candelaria, y de la vereda Candelaria Occidente 

Si bien la discontinuidad y los desechos hacen parte de las condiciones objetivas del mundo que observo, también definen la aproximación analítica a lo que describo. En línea con otros autores que, alejados de la idea de progreso y evolución, han hecho de la contingencia, el corte, la interrupción y el quiebre el lugar para pensar la historia y el tiempo moderno (véanse Benjamin 1968; Gordillo 2014), mi esfuerzo se inspira en la multiplicidad de fracturas que emergen y (re)hacen no solo la textura material de este lugar, sino la de sus prácticas en el espacio y el tiempo.

Punto de partida: indios, ermitaños y alfareros

El punto de partida de este texto es el relato de Clotilde. Debido a su riqueza informativa y narrativa, a continuación, transcribo algunos fragmentos editados para facilitar su lectura.

Los indios hacían distinto [a los alfareros actuales], pero de ahí se sacó la moda. Cuando ya los indios, ya iba cambiando todo como está cambiando ahora, y se vio que iba a haber una guerra y que iban a matarlos. Ellos no hallaban pa dónde coger… Los indios vivían de eso [se refiere a la cerámica]. Ellos vivían en la Candelaria, se llamaba el Desierto. No había convento, no había nada. Ellos vivían solos y se mantenían con la locita que hacían, y eso eran bastantes y también tenían sus mujeres y sus hijos y los enseñaron a trabajar. Pero no estaba la Virgen [de la Candelaria] ni había nada, sino que se llamaba un desierto porque no había nada. Cuando ya cayó la noticia de que los iban a matar, que iba a haber guerra, entón los indios se enterraron con todo su trabajo y duraron algunos años haciendo subterráneos. No fue de hoy a mañana, no, porque ellos oyeron que iba a haber un cambio. Entón ellos se pusieron a hacer mucho trabajo. Muchos años fueron haciendo su socavón sujiciente para caber con la familia y su trabajo bien, y qué comer y qué beber, a vivir allá hasta que se murieran allá, y no volvieron a salir.

Se enterraron con todo su trabajo, las mujeres y sus hijos; las tenencias las enterraron allá en la Candelaria. Se enterraron con todo, y allá murieron y de ahí vino esto [se refiere a la cerámica].

Ellos sacaban la arena del río y sacaban el barro dentre la tierra, el mejor barro que hubiera, y lo trabajaban y hacían su locita. No parecida a esta [señala con su boca la vasija que está haciendo mientras narra la historia] porque ya cambió la moda, pero es de allá que se sacó las jormas.

Si los indios se enterraron con todos sus enseres y familia, ¿cómo aprendieron los alfareros actuales este oficio? Cuando le pregunté a Clotilde, esta fue su respuesta:

Porque empezó a jormarse que habían… Ya empezaron a haber gente enderredor, gente más civilizada, ya no eran indios. Entonces ellos fueron haciendo, haciendo locita, gruesa y jeíta; pero jueron haciendo y se jormó el ojicio. Ya resultó que había la Virgen, el río se creció y se jormó ya vecindario. Y ahora ya no es el Desierto, sino un convento. Pero no de monjas, sino de sacerdotes: los más católicos que hay en Colombia y en todo el mundo, de curas que son los más sagrados, son más santos […]. Y siguió la loza en grande, ya todo mundo a hacer el hornito pa cocer.

En la historia de Clotilde se enuncian cuatro aspectos clave: 1) los indios hacían cerámica con desgrasante de arena y fueron enterrados junto con sus objetos y familias; 2) los ermitaños, que son también los monjes que fundaron el convento, hacían cerámica, una loza grande y fea, y después de ellos la gente siguió haciendo la misma loza grande y quemándola en hornos; 3) las formas cerámicas que hacen los ceramistas actuales son las que hacían los indígenas antes de desaparecer bajo tierra, pero la tecnología cerámica (manufactura y quema) que emplean es la que tenían los ermitaños; 4) el Desierto ha existido de distintas formas, como lugar vacío, y luego como lugar sagrado, cuando los monjes y la Virgen llegaron.

Al parecer, los indios y ermitaños habitaron en distintos momentos el Desierto. No es claro si ambos grupos coexistieron o si nunca se encontraron, detalle que nos habla de la textura temporal con la que construye Clotilde su relato, una que admite la discontinuidad en vez de la continuidad6. Tienen un punto en común: la cerámica. Esta, sin embargo, es distinta e inestable en cuanto a sus manifestaciones: vasijas utilitarias en el caso de los indios; ollas grandes, feas, y hornos en el de los ermitaños. Los alfareros como Clotilde son hacedores de formas indígenas que combinan con una tecnología de “gente más civilizada”, lo que se da sin necesidad de explicarlo a través de la linealidad en el proceso.

Los comienzos del Desierto en los archivos de los agustinos recoletos

Cambiemos de fuente. Retomemos ahora la historia oficial que aparece escrita en archivos y documentos de la Orden de los Agustinos Recoletos y que ha sido compilada por dichos religiosos. Se trata de una recopilación de fuentes escritas por frailes de la orden, algunas de las cuales bebieron directamente de fuentes primarias de los primeros ermitaños que habitaron el Desierto, mientras que otras son balances y estudios publicados como conmemoración7. De lo que se leerá a continuación, me interesa resaltar el proceso de construcción de la figura del ermitaño, concomitante con el surgimiento del desierto como lugar simbólico de introspección, así como las tensiones del movimiento religioso de la Candelaria con otros movimientos similares en Europa y entre los propios monjes dentro del convento. Estos antecedentes permitirán entender las bases de una vida contemplativa que no estuvo libre de tormentos y que incluyó, como parte de su ascesis, el trabajo manual, como se expone en la siguiente sección. La introspección del desierto revela otro carácter de la discontinuidad a partir de la desconexión del mundo, que, sin embargo, se realiza con un fuerte sentido de comunidad.

En 1595, Juan Rodríguez, un hombre “ilustre y letrado” de Santafé de Bogotá, “determinó recogerse a hacer penitencia” en un sitio apartado del mundo y silencioso para buscar a Dios (Patiño 2003, 14). Eligió, después de algunas andanzas, el valle del río Gachaneca, lugar actual del monasterio de la Virgen de la Candelaria de la Orden de los Agustinos Recoletos. Rodríguez no fue el único; otros lo siguieron. Se conformó así un grupo de doce ermitaños: nueve laicos y tres clérigos considerados los fundadores del Desierto de la Candelaria, quienes dieron origen a su vez al movimiento recoleto en América. Posteriormente, algunos de estos laicos serían ordenados también como sacerdotes.

De la vida de estos pioneros sabemos que emulaba la de aquellos primeros ermitaños que hubo en el norte de África en los primeros siglos de la historia del cristianismo: no vivían en grupo, sino cada cual en su recinto, alejados unos de otros, al parecer en chozas de paja; tenían sitios especiales de penitencia, recogimiento y mortificación, como cuevas alrededor del valle donde se reunían solo los domingos para la celebración de la eucaristía y alguna orientación espiritual. Sin embargo, a diferencia de los primeros cristianos que se retiraron a desiertos en África por motivos de persecución y penitencia, estos “ilustres hombres” lo hicieron voluntariamente (Patiño 2003, 15).

Una vez asentados en el valle del río Gachaneca, los ermitaños iniciaron la construcción de una pequeña ermita en tierras cedidas por el encomendero Andrés Velosa y Castro. La capilla fue dedicada a la Virgen de la Candelaria porque, posiblemente, dos de sus fundadores, que además eran hermanos, provenían de las islas Canarias (en donde es santa patrona la Virgen de la Candelaria).

El valle del río Gachaneca está lejos de ser un lugar desértico. Al contrario, se describe en los documentos como un bosque. Hoy sigue siendo un valle fértil y verde que contrasta con la aridez y erosión de las montañas circundantes. Como se ha visto, la llegada de los ermitaños supuso la fundación de un desierto, siguiendo la tradición eremítica occidental que construyó en estos lugares un simbolismo rico y propicio para la búsqueda de soledad y retiro. En América, además, este ideal tuvo un aire renovado en contraste con un modelo disminuido en popularidad en el Viejo Mundo, que cuestionaba la rebeldía del estilo eremítico y que fue perseguido y criticado desde distintas corrientes del cristianismo (véanse Le Goff 1986; Rubial García 1995).

Una vez el lugar de culto fue edificado, los doce ermitaños se dispusieron a buscar un “director espiritual” que les permitiera obtener aval y reconocimiento. Si bien la decisión no estuvo exenta de divisiones y conflictos en el grupo, asumió la tarea Mateo Delgado, sacerdote agustino del convento de Villa de Leyva, ya entrado en años y cura doctrinero de Tijo8. Delgado, de unos setenta años, fue una especie de guía y armonizador de esa comunidad en crisis; una suerte de consejero. Su interés no fue constituir una nueva congregación, ni siquiera incorporar el grupo de ermitaños en su orden religiosa. Quiso, en cambio, servir de puente entre el rigor de la vida eremítica y el carisma agustiniano dentro de los parámetros de la recolección que varios religiosos trajeron de España.

Con la llegada de Mateo Delgado comienza la historia oficial del convento y de la recolección agustiniana en América, un proceso que se consolidó entre 1598 y 1604, y que se asumió como independiente del movimiento de recolección en España, aunque, posteriormente, fue anexado a este.

Al respecto, vale la pena mencionar que las órdenes mendicantes llegadas al Nuevo Mundo establecieron dos tipos de conventos para su actividad misional: rurales o urbanos y de recolección u observancia (estos últimos en menor proporción). Si bien casi todas las órdenes mendicantes en América tuvieron un convento de recolección, el caso de los agustinos fue notorio, ya que el establecimiento de este claustro generó una división interna que llevó a la creación de una nueva orden religiosa: los Agustinos Recoletos (Plata 2016, 275)9. Por esto, la recolección de los agustinos iniciada en la Candelaria se considera independiente de los movimientos de Europa, aunque guarda principios parecidos. Posteriormente, los conflictos internos entre recoletos y agustinos, y las facciones entre calzados y descalzos, llevaron a pedir la anexión de los recoletos americanos a la recolección española de Castilla en 1626, anexión que fue plenamente reconocida solo en 1648 (Ayape 1935, 46-48).

Sobre los comienzos de Delgado en el Desierto de la Candelaria, la presencia de los agustinos en la región y la importancia del monasterio, fray Ayape escribe en su libro:

Toda la región comarcana estaba bajo las influencias de los padres agustinos de la villa de los virreyes, el padre Mateo enseñaba catequesis en un sitio que llaman Tijo (vereda situada en el camino de Ráquira a Chiquinquirá). De estas dulces ocupaciones tuvo que salir el padre Mateo para encargarse de la dirección de un grupo de penitentes que espontáneamente fueron a buscarlo y a ponerse al amparo de sus luces y virtud bien probada.

Dios guio al eximio catedrático de Alcalá por recovecos incomprensibles hasta llegar a constituirlo en fundador de un Monasterio insigne, cuya fama había de emular la de los desiertos de la Tebaida y Palestina, centro de atracción de las almas vírgenes o hastiadas de la vida mundana, oasis del amor más purificado, teatro de extáticas elaciones y de visiones sobrenaturales maravillosas, trono de las bondades de María de la Luz de la Candelaria, foco inmenso de actividades misioneras, oficina de artistas y sabios, y, finalmente, cuna gloriosa de la recolección en América. (1935, 56)

Delgado les aconsejó a los ermitaños acudir a sus superiores para que los organizaran según los lineamientos de las casas destinadas a la recolección en Europa, y fue entonces cuando fray Vicente Mallol, padre provincial de la orden agustina, asumió el liderazgo del movimiento de ermitaños dentro de ella.

Mallol estableció los principios de este movimiento en un compendio de normas que debían seguirse en la Candelaria10. El documento está fechado en 1604, año considerado, oficialmente, como el inicio de la recolección agustiniana en América y de la fundación del monasterio de la Candelaria. En doce puntos, la regla plasmaba

un proyecto de vida sumamente austero y silencioso, totalmente orientado a la oración y la ascesis. Las dos horas de oración mental, la misa conventual, la liturgia de las horas con maitines a medianoche y el oficio de la Virgen constituían el esqueleto de la jornada. Y lo rellenaban con ayunos frecuentes, disciplina tres veces por semana y la total exclusión de bienes raíces. (Martínez Cuesta 1988, 63)

En 1616, se sustituyeron las normas de Mallol, descritas como “descarnadas”, por las más “elaboradas” de fray Luis de León (1988, 63-64)11, compiladas bajo el titulo Forma de vivir, publicadas en 1588 en Toledo, España, y cuya popularidad las convirtió en doctrina de los agustinos recoletos en Europa.

Forma de vivir recoge el espíritu agustiniano y lo plasma en reglas y códigos que, al ser seguidos en la cotidianidad, lleven a los frailes al perfeccionamiento moral. El libro está dirigido a la personalización e interiorización de reglas que enfatizan la necesidad de salvaguardar la quietud, el recogimiento de ánimo y la pureza del espíritu por medio de prescripciones prácticas que consagran al monje en la virtud de la caridad, la más elevada para los agustinos. En síntesis, se trata de un código de normas concretas y detalladas para los monjes acerca de la oración, el recogimiento, la introspección y la soledad, que al mismo tiempo establece principios relativos a la pobreza, la disciplina de la vida en común, la eucaristía y el apostolado, los cuales rigen sus relaciones en el monasterio y fuera de él (véase Instituto de Espiritualidad 1989).

Sabemos, nuevamente por Ayape, que la vida de estos pioneros, llamados por él “ángeles encarnados” (1935, 59), seguía una estricta disciplina que incluía la mortificación. En un apartado de su libro relata cómo las cuevas del Desierto, adonde se retiraban de vez en vez, les servían para calmar sus “ímpetus fervientes”:

Su ejercicio principal era el de la oración mental y vocal hasta tal punto que casi todo el día y parte de la noche lo empleaban en ello. La disciplina estaba cansada de azotar aquellos cuerpos macilentos que no se alimentaban sino de raíces y de algunas legumbres y verduras que los mismos hacían producir a las huertas. Todos los días, imitando a los padres antiguos, tenían reuniones espirituales en que rivalizaban la humildad de los unos con el fervor místico o la afición a las maceraciones de los otros. El silencio fue tal que hubo quien no abrió sus labios para conversar con los demás en el intervalo de dos años. No salían nunca de casa, a no ser a las huertas tapiadas, y caminaban completamente descalzos. En cuanto al abrigo de su cuerpo, digamos que llevaban un hábito muy estrecho de jerga tosca y, debajo, ¿quién sabe qué cilicios y qué garfios incrustados en viva carne? No usaban para cama más que una tabla desnuda y por cabecera una piedra o una gavilla de palos. (35)

El fraile también nos da pistas de por qué este fértil valle se llama Desierto:

Se comenzó a denominar al valle del Gachaneca el Desierto de la Candelaria porque, en los primeros siglos del cristianismo, los desiertos se poblaron de almas ávidas de sacrificio y de soledad como ahora aquí. Esta es la explicación del nombre del Desierto, que, por otra parte, no merece tal denominación atendiendo a su lindísima topografía y a su no completo aislamiento de la gente. (35)

El trabajo manual en la regla de los agustinos recoletos

En el capítulo 6 de la Forma de vivir, fray Luis de León se refiere al “tema del trabajo y obra de manos” como uno de los principios clave en la búsqueda y el alcance de la perfección de los monjes:

El trabajar por sus manos y el ayudarse de ellas para su sustento, san Pablo lo encomienda y todos los religiosos y antiguos lo usaron; y cierto es una cosa muy conforme a nuestro natural, y muy conveniente a aquellos que profesan pobreza y desprecio. (Instituto de Espiritualidad 1989, 39)

La Forma de vivir coincide con algunos postulados erasmistas que criticaban severamente la mendicidad en cualquiera de sus manifestaciones (ni siquiera los frailes mendicantes debían dedicarse a ella), y que en su lugar promovían la autonomía y el autosostenimiento de los conventos. Este principio incentivó la adquisición de terrenos bastante amplios alrededor del monasterio para tener huertos, frutales y vides. Estos espacios, además, permitían un aislamiento razonable y cierta cercanía con la naturaleza, con el doble propósito de brindar tanto una oportunidad de trabajo y recursos para la manutención como un lugar de distensión, utilizable para prácticas de retiro y oración personal.

En uno de los textos de la orden que analiza la Forma de vivir, el padre Diez enfatiza el llamado al trabajo que hace fray Luis de León y que configura parte de la regla. El autor aclara que el trabajo al que se alude no incluye actividades de la vida espiritual como el estudio o la predicación que realizan los monjes. Se refiere, exclusivamente, al trabajo manual u “obras de las manos”, cuya importancia como parte de la ascesis podría ser menos evidente. Sin embargo, este trabajo constituía un nuevo rasgo del proyecto de la vida comunitaria que se estaba dibujando en la Candelaria (Diez 1989, 223)12.

La Forma de vivir establece de manera escueta cuatro razones con las que se justifica la necesidad del trabajo con las manos: 1) san Pablo lo encomienda, 2) todos los religiosos antiguos lo usaron, 3) es una cosa muy conforme a su natural (la regla que profesan) y muy conveniente a aquellos que profesan pobreza y desprecio, y 4) es una ayuda para su sustento de la que se puede obtener “parte de lo que han menester”. De estos principios se desprende el llamado “principio general”: por eso, “mandamos que en estos monasterios siempre se trabaje por los religiosos en alguna obra” (Diez 1989, 225). Si bien esto parece incluir a todos, incluso a los sacerdotes, no se definen horarios ni tareas, posiblemente, por la gran variedad de circunstancias locales que hicieron que el trabajo manual tuviera especificidades en los distintos conventos.

Mateo Delgado ejemplifica bien esta combinación de oración y trabajo manual. Sobre sus actividades en la Candelaria, Ayape relata:

Entregado a los ejercicios de piedad y a dictar discretos consejos directivos a los ermitaños, tenía lugar todavía para dirigir la obra material del convento y emplear en ello sus propias ancianas manos; para recorrer las poblaciones vecinas como Tunja y Leiva con el fin de recoger limosnas, y para ir a predicar a los indiecitos de las cercanías. Ejerció por obediencia el cargo delicado de maestro de novicios. […]

Qué elogios haremos nosotros de sus virtudes practicadas en grado heroico…? Su humildad se manifiesta en que se ocupaba en las acciones más ordinarias: barría su celda, trabajaba en oficios manuales, servía a la mesa, y era el primero en lo bajo y el último en lo honroso. (1935, 56-57)

Las acciones de Delgado en el convento iban de lo ordinario a lo extraordinario, puesto que, así como se ocupaba de hacer oficios manuales, también hacía prodigios y milagros, como sanar enfermos desahuciados. Además, tenía revelaciones frecuentes y era presa de raptos sublimes. Nuevamente, Ayape nos da claves de las cualidades extraordinarias de Delgado:

Su habitación casi continua era el coro, cuando no se retiraba a la ermita de san José situada en medio de la huerta alta, y en la cual, según aseguran documentos fehacientes, gozó de comunicaciones íntimas con Dios. Dedicado a sus contemplaciones celestiales, afirma una nota, parecía transfigurarse. Semejaba más bien un ser superior; dejaba de ser hombre. Tan frecuentemente obraba el cielo prodigiosas maravillas, tan acostumbrados estaban los religiosos a mirarlo extático o gozando de raptos sublimes, que ya nadie se sorprendía. (59)

Otro rasgo extraordinario era su capacidad de volar, como lo describe Ayape, citando como fuente primaria una anécdota que se cuenta en las crónicas de la orden. El fray relata que, un sábado a la hora del salve, la comunidad se reunió en la sacristía para salir de la iglesia a cantar la plegaria mariana. Allí advirtieron que hacía falta el padre Mateo, mandaron a un religioso a buscarlo y este lo halló absorto en la más alta contemplación. Cuando lo llamó, se relata que el padre, “llevado de un impulso divino, de un brinco pasa por encima de la celosía, cual si tuviera alas, y volando por el aire en un momento se presentó delante de la comunidad asombrada de lo que veía” (60).

Volviendo a los oficios manuales que Delgado y otros monjes practicaban, estos bien pudieron extenderse más allá de su trabajo en la huerta y el mantenimiento de las estructuras del convento. En distintos conventos se realizaron labores de cestería, “cosas de corcho” y herrería. El trabajo con las manos incluyó una gran variedad de artes y oficios cuyo reparto entre los monjes, supeditado a las habilidades de estos, fue tan flexible como lo fueron los horarios reglamentados para su práctica (Diez 1989, 226). Así, no es descabellado pensar que entre los oficios manuales que hubieran podido hacer Delgado y otros monjes estuviera también el de la alfarería. Después de todo, era una práctica común en el lugar, a juzgar por los registros materiales que han atestiguado la presencia de cerámica arqueológica en la zona desde los siglos X y XI (Falchetti 1975, 199), por los documentos de oficiales de la Corona que describen a Ráquira en el siglo XVIII como “pueblo de olleros” (Falchetti 1975; Orbell 1995) y por el testimonio de Clotilde, que sitúa el epicentro de la producción cerámica en el Desierto de la Candelaria cuando menciona a los monjes ermitaños como productores de loza, además de los múltiples desechos que en hilos de caminos y tiestos cerámicos enlazan la montaña donde Clotilde compartió conmigo esta historia con el valle donde está el convento de los agustinos.

Hornos de los antiguos, hornos mediterráneos

Ahora concentrémonos en la producción cerámica desde la perspectiva de sus aspectos técnicos y tecnológicos, y retomemos la historia de Clotilde en la que nos dice que los ermitaños hacían una loza grande y que empleaban hornos para su cocción.

Los hornos son elementos fascinantes dentro de un taller actual de cerámica. Tienen una chimenea larga a la que los artesanos llaman guitrón, en muchos casos tiznada, que termina con una cruz y una vasija, emblema de esa familia ceramista (figura 2). Algunas chimeneas tienen inscripciones, como el año en el que fue construido el horno o las iniciales de la familia a la que pertenece. Los materiales de construcción de los hornos actuales son el ladrillo y el adobe. Su forma es como un conjunto de cuevas que convergen en una gran bóveda; dependiendo del tamaño, cuentan con cuatro o tres entradas llamadas bocas o quemadoras, en donde se pone el carbón mineral, que es el combustible utilizado para la quema13.

En las entradas del horno es común encontrar imágenes religiosas, incluida la de la Virgen de la Candelaria. A los hornos se los bautiza (Castellanos 2013) y hasta se los exorciza (Mora de Jaramillo 1974, 42). No es para menos. Recordemos que la quema es un momento riesgoso en la vida de una familia de ceramistas. En un proceso que dura alrededor de 32 horas (esto en los hornos de carbón), todo el trabajo de un mes y medio, a veces más, puede perderse si las vasijas quedan “güires” o mal cocidas. Esto provocará que se quiebren fácilmente o no hayan dado “su punto”, es decir, que queden crudas.

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 2 Copa de la chimenea del horno 

Una de las primeras veces que fui a Aguabuena, escuché hablar de un ermitaño que vivía dentro de un horno. En una de tantas salidas de campo, yo misma dormí dentro de uno que hacía varios años había dejado de funcionar. Recuerdo que me pareció un lugar bastante cómodo, caliente y oscuro, una cueva confortable. Al ermitaño luego lo conocí. Era un intelectual y artesano local, un hombre alto, delgado, de pelo largo, que vestía ropa blanca de telar, hijo de una alfarera de la vereda Candelaria Occidente y un abogado de Bogotá. Se destacaba por hacer esculturas grandes de arcilla y vasijas de gran tamaño que, además, decoraba con engobes14.

Volvamos a los hornos. Además de ser fascinantes por la simbología que los envuelve y su aura mágica, desde el punto de vista arqueológico son muy importantes al analizar registros de contextos de producción cerámica. Esto se debe a que son altamente visibles arqueológicamente y dan cuenta de cierto grado de especialización: tienen una estructura definida y sus rasgos (cenizas, ladrillos quemados y muchos fragmentos cerámicos) hacen que sus huellas sean fáciles de reconocer (Arnold 1991; Castellanos 2004; Schiffer 1995; Stark 1985).

Hablando de la forma como cocían las vasijas, Clotilde identifica distintas tecnologías de quema en relación con los grupos que distingue en la historia local. Sobre los indios, esto es lo que indica:

Porque no se sabía trabajar, pero ellos hacían un hoyo en un plan y hacían un hoyo parejo, y ahí llenaban eso de leñita o rama. Encima de esta tendada, echaban la loza que hacían y más encima otra tendada de rama y más encima otra tendada de leñita. Eso por Roa [vereda de Ráquira] porque por allá era en hoyo. Entonces la tapaban con rama y tierra. A lo que ya taba, le dejaban un hueco pequeño en un lado. Tenía que cocerse la locita con eso que le habían dejado y no más. Pero durar esa loza; la loza no salía de un color especial, sino más oscurita.

Esta forma de cocción también la registró la arqueóloga Ana María Falchetti en la década de los setenta entre algunas ceramistas de edad avanzada, en la vereda de Roa, en Sutamarchán, y en la vereda homónima en Ráquira. La cerámica que hacían es una loza llamada “loza de suelo”, hoy extinta, que ella identifica en el registro arqueológico con fecha de antigüedad de los siglos XI y XII de nuestra era. El nombre viene, precisamente, de la forma de cocción al aire libre, “en el suelo”, tal como la describe Clotilde. Se realiza un hoyo de 5 metros de largo por 4 metros de lado y 50 centímetros de profundidad. En la mitad de cada uno de los lados hay un pequeño canal de 50 centímetros de ancho que tiene la función de buitrón o escape. Luego, se pone leña gruesa sobre toda la extensión del fondo del hoyo, que sirve de armazón, y sobre este se disponen las ollas crudas. Una vez dispuestas, se cubren con ramas más delgadas. El tiempo total de cocción es de, aproximadamente, 15 horas (Falchetti 1975, 221), a una temperatura de 700 a 800 grados centígrados (Therrien 1991, 66).

Falchetti también estudia otro tipo de cerámica utilitaria que es de Ráquira, llamada Ráquira desgrasante arrastrado. Esta tiene características similares a la loza de suelo -por ejemplo, en la manufactura-, pero también grandes diferencias, sobre todo en la forma de cocción: es hecha en hornos. En este tipo de tecnología, la cocción demora alrededor de diez horas. Dice Falchetti:

Los hornos se construyen generalmente con barro, ladrillo y ollas viejas fragmentadas. Las formas son variadas, aunque la más común es la abovedada, a veces ligeramente cónica, con entrada en forma de arco, una chimenea en su parte superior; son frecuentes asimismo los hornos dobles, formados por dos cámaras abovedadas.

En el momento de realizar la cocción, se coloca en primer lugar la cerámica dentro del horno, añadiendo luego una pequeña cantidad de leña, la cual se enciende inmediatamente; a continuación, van agregando ramas poco a poco, con el fin de que la temperatura suba lentamente, para evitar el riesgo de que las vasijas se rompan por un exceso de temperatura al comienzo de la cocción. (1975, 231)

Si bien Falchetti sugiere que hay semejanzas entre la loza de suelo y Ráquira desgrasante arrastrado, y que estos tipos de cerámica tienen una continuidad con la cerámica prehispánica, el uso de hornos es el punto de quiebre en esta continuidad que ella quiere establecer entre el registro arqueológico y el etnográfico.

A los hornos que describe Falchetti en los setenta, Yolanda Mora de Jaramillo, otra antropóloga, los describe, en esa misma década, como caracterizados por tener una cámara alta y abierta para las vasijas, que queda separada del fuego por una parrilla:

Son hornos que se prenden con leña, aunque también se añade carbón mine-ral. Son de adobe y están recubiertos con una camisa de piedra para protegerlos de la lluvia. En algunas ocasiones tienen en lo alto de la cámara fragmentos de vasijas rotas. La punta de la chimenea o copa se cubre con un pequeño techo de teja, que ayuda a mantenerlo seco. (1974, 39)

Si bien no hay datos arqueológicos o investigaciones de corte etnohistórico o histórico al respecto, hay un consenso en las investigaciones previas en torno a que estos hornos, a los que se los llama tipo colmena o mediterráneo, son rasgos tecnológicos traídos por los españoles durante la Colonia y adaptados por las poblaciones locales (39). Duncan (1998), un investigador norteamericano que visitó el área en los ochenta, propone que estos hornos son semejantes a los usados en varias partes del sur de España y que tienen una influencia árabe.

Pese a que son un factor clave en la producción cerámica, hay pocos estudios sobre hornos y tecnologías de quema en la arqueología colombiana, puesto que los estudios de tecnología cerámica se han centrado en la manufactura, las técnicas, las formas y las materias primas. Aquí también se expresa un sesgo que tiene que ver con un interés más marcado hacia el mundo precolombino, y los hornos, al ser identificados como elementos europeos, no servirían a tales propósitos15.

Los ceramistas actuales se refieren a los hornos que coinciden en sus rasgos con los hornos reportados por estas investigadoras en los setenta como “hornos de los antiguos”, y es común verlos abandonados, como ruinas en el paisaje (figura 3). Algunos de estos también están presentes en los talleres actuales. Aunque no son usados para cocer, siguen empleándose para almacenar vasijas crudas o cocidas, o como refugio de mascotas. Del mismo modo, se refieren a los fragmentos cerámicos en superficie asociados a estos hornos como “loza de los antiguos”, y se anota la diferencia en cuanto a la pasta, la materia prima y el tipo de cocción que se puede identificar a partir de estos fragmentos y en comparación con la cerámica actual.

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 3 Horno de los antiguos 

Clotilde fue una de las pocas alfareras que se refirió a un pasado distante para trazar una relación entre su oficio y una tradición. En su mayoría, los alfareros a los que conocí parecían saber poco o preocuparse casi nada por la historia de su oficio. Esto contrasta con los discursos oficiales tanto de académicos como de instituciones (por ejemplo, Artesanías de Colombia, Alcaldía de Ráquira y Gobernación de Boyacá), cuyas narrativas, a veces instrumentales, establecen un vínculo directo entre el oficio alfarero de hoy y la producción cerámica de la época prehispánica. Los alfareros rurales, en cambio, no recurren al pasado prehispánico para darle una profundidad histórica a lo que hacen, más bien lo ven como un asunto desconectado o lejano. Esta aproximación es distinta a la de otras comunidades alfareras y de artesanos en otros lugares, quienes hacen del pasado un asunto estratégico desde el punto de vista económico, político y cultural (por ejemplo, para darles más valor a sus productos y para obtener más prestigio y reconocimiento), y se identifican como herederos y depositarios de un saber indígena.

En mi trabajo de campo, antiguo era una palabra vaga, como lo era la preocupación por el pasado para los artesanos. ¿Quiénes fueron estos antiguos? ¿Por qué hacían la cerámica así? Fueron preguntas a las que respondían con fórmulas vacías. Sin embargo, otras veces, estos hornos antiguos y su loza resultaban más cercanos porque correspondían a los que se usaron dos generaciones atrás. En estas ocasiones hablaban de sus abuelos y padres cuando eran pequeños y de la cerámica que hacían en ese entonces: en esos momentos, los antiguos eran sus propios antepasados.

Antiguos era, pues, un término flexible, oscilante entre una categoría vacía y lejana y una muy próxima e íntima. Un término ambiguo, pero a la vez el referente más claro para señalar unos ancestros de un pasado reciente cuyas huellas, todas en superficie y siempre presentes en sus trayectos cotidianos, daban cierta (dis)continuidad a su oficio. Dentro de esta categoría, los hornos eran referentes claros, ya que, en cuanto ruinas, evocaban un pasado, pero desconectado y en desintegración (véase Gordillo 2014).

Falchetti también reseña el término antiguos en su trabajo etnográfico de la siguiente manera:

Los habitantes de Ráquira hablan frecuentemente de los “hornos de los antiguos” y de “la loza de los antiguos”. Sin embargo, estos “hornos” son siempre vestigios de hornos para cerámica similares a los actuales, y la “loza de los antiguos” de que hablan presenta invariablemente todas las características de la cerámica elaborada actualmente en la vereda de Ráquira. (1975, 200)

El comentario de Falchetti sobre los antiguos también apunta a señalar una ambigüedad, que en el caso de la arqueóloga se refiere a la desilusión que le produce la contemporaneidad a la que apunta la categoría.

Cierre: hacia una historia discontinua

Detengámonos en esta imagen:

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 4 El convento, el cerro y, en el medio, muchos desechos 

Vemos abajo, en el valle, el monasterio y el Desierto de la Candelaria, y arriba, el cerro donde vivió Clotilde hasta que sus hijos decidieron llevársela, primero a Ráquira y luego al municipio de La Calera, Cundinamarca.

El valle y el cerro se comunican por una carretera serpenteante, sin pavimentar, cuyos baches y huecos se rellenan con los fragmentos de la cerámica que se hace en los talleres de la zona. Es común ver a la gente con carretilladas de tiestos que vuelcan sobre el camino para mantenerlo, para nivelar los baches. El camino entre el valle y la montaña se actualiza con fragmentos, con pedacitos de vasijas rotas. Aquí lo roto y quebrado tiene un uso y crea nuevas relaciones.

Pero hay muchos otros caminos que conectan estos dos puntos. Son caminos directos, llamados desechos, que atraviesan la geografía quebrada. Se ven como hilos, como grietas en las montañas que se mantienen por la sincronía de la erosión, el viento y los pies en movimiento. Son las formas rápidas de atravesar este paisaje montañoso, pero son también físicamente exigentes por lo empinados y porque se camina entre rocas grandes y pequeñas, algunas de ellas fósiles, dispuestas sobre una matriz de suelo que perdió toda cobertura vegetal.

En este texto he usado diferentes fuentes de información: datos etnográficos obtenidos de entrevistas realizadas en campo a ceramistas actuales, documentos escritos que he extraído de los archivos de los agustinos recoletos y noticias sobre rasgos tecnológicos como los hornos, que son registros arqueológicos superficiales descritos por otras investigadoras de décadas pasadas. Por último, me he referido a los desechos.

Los arqueólogos sabemos que trabajamos, sobre todo, con fragmentos. Ellos son la materia prima de la que están hechos nuestros modelos y explicaciones del pasado. Los fragmentos, al ser trozos, nos enfrentan a los riesgos y posibilidades que representa lo parcial e incompleto. Cuando encontramos varios pedazos que pueden ser de una misma vasija, siempre está el riesgo de que no encontremos todas las piezas, y entonces nos enfrentemos a huecos, baches, vacíos y grietas que nos marcan superficies discontinuas. A ausencias.

Así mismo, yo he presentado una historia discontinua. Es discontinua porque los referentes son de distintos tiempos y de distintas naturalezas. Es discontinua porque está desconectada.

Tengo pedazos. Estos pedazos, al ponerlos juntos, pese a que son dispares, detonan más relaciones. Por ejemplo, nos hablan de una dimensión espiritual de la cerámica; de otras posibles relaciones entre Europa y América que expanden nuestras apreciaciones sobre la colonialidad; de un pasado que está en la superficie porque sus huellas son visibles, se transitan mientras se desintegran, y de unos antiguos desconocidos y a la vez próximos. También nos permiten explorar otra forma de aproximarnos al tiempo y al pasado, no desde la linealidad, sino desde el quiebre y la fractura, y sus múltiples direcciones.

Esas mismas superficies discontinuas son las que, literalmente, hoy por hoy siguen comunicando al Desierto con la montaña. En este paisaje, los caminos son desechos y los desechos, caminos. Ambos vasos comunicantes han mediado las relaciones entre el mundo de abajo y el de arriba, (des)conectando ermitaños y alfareros por más de quinientos años, con todas sus fracturas.

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1Desde comienzos del 2000, he realizado trabajo de campo etnoarqueológico y etnográfico entre alfareros de la zona rural de Ráquira (Boyacá), específicamente en las veredas Candelaria Occidente, Pueblo Viejo y un sector comprendido entre ambas conocido como Aguabuena. Los datos que retomo en este texto corresponden a la temporada de campo realizada entre septiembre de 2009 y agosto de 2010, además de algunas visitas cortas de actualización desde entonces hasta hoy. En el texto, Desierto aparece escrito con la primera letra en mayúscula, ya que Desierto de la Candelaria es un topónimo que, por lo demás, nada tiene que ver con ese tipo de ecosistemas: se trata más bien de un valle fértil. En la sección “Los comienzos del Desierto en los archivos de los agustinos recoletos” se mencionará cómo este lugar fue construyéndose, siguiendo una tradición anacorética, como un lugar de retiro, propicio para la introspección, y de ahí su nombre de Desierto.

2Este artículo se alinea con el llamado de nuevos trabajos a restudiar las transformaciones que las distintas religiones y tipos de misiones han catalizado en diferentes regiones del país en la historia reciente (Páramo 2018). En lo que respecta a los agustinos recoletos, hay pocos estudios por fuera de la orden y, por ello, este texto es un aporte en ese sentido.

3Varios autores hacen un llamado a problematizar y desestabilizar las categorías que empleamos. Términos como indio, cacicazgo, mestizo/mestizaje, muisca, entre otros, se inscriben en relaciones coloniales por fuera de las cuales no es posible pensar estas categorías. Cabe notar que los autores que han planteado sus críticas lo han hecho desde la revisión de las fuentes documentales y modelos arqueológicos empleados en el estudio de la sociedad muisca (véanse Gamboa 2015; Gómez 2005; Langebaek 2008, 2012, 2019; Rappaport 2018). Otra fuente de estudios críticos apunta a repensar la “tiranía de las tipologías” en arqueología (véase Gnecco y Langebaek 2008) y problematizar las clasificaciones de la cerámica en los análisis arqueológicos (véanse Argüello García 2021; Therrien et al. 2002).

4Por ejemplo, la crisis en la orden agustina producto de distintas visiones reformistas que condujeron al abandono temporal del convento por parte de los recoletos en 1636, y la persecución y expulsión de los religiosos durante la república federal en 1861 (véase la historia del recoleto Santiago Matute, publicada entre los años 1897 y 1903, que se centra en este periodo).

5Autores como Gordillo (2014) han hecho de un tipo de desecho, el escombro, un objeto de estudio y a la vez un concepto. En el contexto de las transformaciones en el paisaje y los impactos a las comunidades como consecuencia del boom de la soya en el Gran Chaco argentino, el autor se enfrenta a lugares de escombros, y los convierte en un recurso espacial y etnográfico para explorar “las rupturas múltiples que son constitutivas de todas las geografías en la forma en que son producidas, destruidas y rehechas” (2, traducción propia).

6Estamos lejos de entender o siquiera plantearnos como problema la coexistencia de diferentes tecnologías cerámicas en la arqueología colombiana. Una de las “tiranías de la tipología arqueológica” es pensar los cambios socioculturales según modelos lineales. En este esquema, se pasa de un estadio a otro por criterios como la eficiencia en la estrategia de adaptación. Con respecto al caso de la cerámica y sus modos de producción, se ha propuesto que la quema al aire libre, de origen indígena, fue sustituida por los hornos de leña, de procedencia europea. En la práctica, estas tecnologías coexistieron y no estuvieron exentas de hibridaciones (véanse Roux y Lara 2016; Therrien et al. 2002 sobre el caso ecuatoriano), lo que desafía los límites fijos y cerrados de nuestros modelos interpretativos. El relato de Clotilde va también en esta vía.

7Entre los documentos consultados para este artículo, basados en memorias y fuentes primarias, se encuentran: Los padres candelarios en Colombia o apuntes para la historia de Santiago Matute (1900) e Historia del Desierto de la Candelaria de Eugenio Ayape (1935). Otro tipo de textos son los que hacen balances de la orden con motivo de conmemoraciones y que están basados en fuentes secundarias. Entre ellos están Agustinos recoletos 400 años: historia y evolución de José Uriel Patiño Franco (2003), La Orden de los Agustinos Recoletos de Ángel Martínez Cuesta (1988) y una compilación de análisis de varios autores titulada Forma de vivir: los frailes agustinos descalzos de fray Luis de León. Edición y estudios (Instituto de Espiritualidad 1989). En la actualidad, los archivos de la Orden de los Agustinos Recoletos que están en el desierto se encuentran en un proceso de organización e inventario. Respecto a los archivos de esta orden en Colombia y Venezuela, véase Campo del Pozo (1989).

8En 1587, habiendo tenido dos hijos y esposa y servido en la corte de Felipe II, rey de España, Mateo Delgado fue ordenado como sacerdote en el convento de los agustinos de Sevilla a los 61 años. Hizo parte de la primera expedición de agustinos que vino al Nuevo Mundo y tenía como destino Perú. Sin embargo, cuando llegó a Cartagena enfermó y sus superiores decidieron enviarlo a Bogotá. De Bogotá pasó a Tunja y, finalmente, a Villa de Leyva en 1597, donde los religiosos conjugaban la vida conventual con la evangelización de los pueblos indígenas de la región.

9Después del Concilio de Trento en 1545, varias órdenes religiosas iniciaron sus propios movimientos de recolección inspirados en el espíritu de la Contrarreforma y que se caracterizaban por querer llevar una vida religiosa más intensa, siguiendo la forma de vivir de los primeros cristianos. Entre los principios que guiaban estos movimientos estaban la total obediencia a las normas y principios rectores de la comunidad religiosa; la vida comunitaria y la pobreza individual y colectiva; la mortificación y la penitencia; la oración, el silencio y el retiro en términos de introspección, estudio y apostolado, y la conformación de comunidades pequeñas. Los primeros en tener este tipo de movimientos en su orden fueron los franciscanos, seguidos por otras órdenes, incluida la agustina.

10La importancia de la Candelaria radicará en ser no solo el primer monasterio de su tipo en América, sino el epicentro desde donde emerge una importante actividad misional que conduce a la erección de otros monasterios de la orden. Por ejemplo, de allí salen las misiones que fundarán varios monasterios recoletos en la primera y segunda década del siglo XVII, como el de la Popa en Cartagena (1606), Panamá (1610), Bolivia (1617), Lima (1619), además de numerosas casas, hospicios y conventos en otros lugares de Colombia y América durante los siglos XVII y XVIII (véase un listado completo en Ayape 1935, 40-43). Una lectura más reciente sobre la intensa actividad misional de los recoletos en el siglo XX en el Pacífico colombiano puede leerse en Aparicio-Erazo (2022).

11Fray Luis de León (1527 o 1528-1591) fue un destacado teólogo del siglo XVI. Fue, además, poeta, astrónomo y humanista. Se desempeñó como catedrático de la Universidad de Salamanca, que, para la época, fungía como un importante centro de pensamiento en Europa. Estuvo cinco años en prisión por traducir del hebreo a lengua vernácula el Cantar de los cantares y, tras asumir su propia defensa, fue absuelto por la Inquisición, luego de lo cual retomó su cátedra en la Universidad de Salamanca hasta su muerte. La doctrina por él escrita fue aprobada por el papa Clemente VIII en 1597 y estuvo vigente hasta 1637, cuando fue remplazada por las Constituciones que disminuyen el rigor de vida para los monjes (Zambrano Rodríguez 2003, 92).

12El trabajo manual se convirtió en parte estructurante del estilo de vida monástico en los movimientos de recolección en el mundo. Para ver las discusiones y críticas que generó la obra de manos conjugada con la contemplación, el lector puede revisar Ovitt (1986).

13Ha habido algunos intentos de cambiar esta tecnología de quema por una de tipo sostenible a través del horno de gas o de adaptar estas construcciones de hornos de carbón para que usen combustible de gas. Pese a lo anterior, este horno sigue siendo el más popular.

14Este artesano formaba parte, junto a otros artistas e intelectuales —la mayoría de Bogotá—, de un movimiento que ha ido tomando fuerza y que busca hoy el reconocimiento de un resguardo muisca en esta área rural de Ráquira. Me interesa señalar que este lugar sigue atrayendo a personas que se alejan del mundo persiguiendo un fin espiritual.

15La escasa atención a los hornos es característica de la arqueología mesoamericana. Un artículo de Ciudad y Beaudry-Corbett hace un balance en Centroamérica y evidencia cómo estos rasgos fueron también tecnologías indígenas comunes antes de la llegada de los españoles, con una alta variabilidad en el tipo de sus estructuras (2002, 572) y una continuidad en sus usos que se ha prolongado en algunos lugares desde antes de la Conquista española hasta hoy (573). Sobre la presencia de hornos precolombinos en América y los sesgos de los arqueólogos que, pese a la evidencia, consideran estos rasgos como traídos de Europa, véase Ladrón de Guevara (1994).

Recibido: 15 de Marzo de 2023; Aprobado: 31 de Octubre de 2023; Publicado: 01 de Mayo de 2024

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