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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525On-line version ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.60 no.2 Bogotá May/Aug. 2024  Epub May 01, 2024

https://doi.org/10.22380/2539472x.2552 

Artículos

Los desafíos de la Iglesia católica en contextos de violencia: activismo religioso frente al crimen en Michoacán, México

The Challenges of the Catholic Church in Contexts of Violence: Religious Activism against Crime in Michoacán, Mexico

Os desafios da Igreja Católica em contextos de violência: o ativismo religioso perante o crime em Michoacán, México

Salvador Maldonado Aranda* 
http://orcid.org/0000-0002-7381-6022

*El Colegio de Michoacán, Zamora, México. maldonado@colmich.edu.mx. https://orcid.org/0000-0002-7381-6022


Resumen

En este artículo exponemos los resultados de un estudio sobre el papel que la Iglesia católica ha jugado en el estado de Michoacán, México, en respuesta a las violencias producidas por las políticas de seguridad y el crimen organizado. Nuestro trabajo etnográfico con varios sacerdotes en sus comunidades e iglesias sugiere que el clero enfrenta grandes retos frente a las violencias y el empoderamiento de actores armados. Fundamentalmente, se debate en una constante tensión entre la justicia, la verdad y el consuelo que parece replantear, otra vez, el lugar de la Iglesia en la sociedad. Un análisis minucioso de la trayectoria histórica de esta institución y sus respuestas a las violencias en espacios altamente conflictivos nos brindará una visión de los actores involucrados en la construcción de una posible paz.

Palabras clave: Iglesia; Michoacán; crimen organizado; activismo; justicia

Abstract

In this article we present the results of a study on the role that the Catholic Church has played in the state of Michoacan, Mexico, in response to the violence produced by security policies and organized crime. Our ethnographic work with several priests in their communities and churches suggests that the clergy face great challenges in the face of violence and the empowerment of armed actors. Fundamentally, it struggles in a constant tension between justice, truth and consolation that seems to be rethinking, once again, the place of the church in society. A thorough analysis of the historical trajectory of the church and its responses to violence in highly conflictive spaces will provide us with a vision of the actors involved in the construction of a possible peace.

Keywords: Church; Michoacán; organized crime; activism; justice

Resumo

Neste artigo apresentamos os resultados de um estudo sobre o papel que a Igreja Católica tem desempenhado no estado de Michoacán, México, em resposta à violência produzida pelas políticas de segurança e pelo crime organizado. O nosso trabalho etnográfico com vários sacerdotes nas suas comunidades e igrejas sugere que o clero enfrenta grandes desafios face à violência e ao empoderamento dos atores armados. Fundamentalmente, oscila numa tensão constante entre a justiça, a verdade e o consolo que parece colocar, mais uma vez, a questão do lugar da Igreja na sociedade. Uma análise aprofundada da trajetória histórica desta instituição e das suas respostas à violência em espaços altamente conflituosos nos dará uma visão dos atores envolvidos na construção de uma paz possível.

Palavras-chave: Igreja; Michoacán; crime organizado; ativismo; justiça

Introducción

Nuestro pueblo de Michoacán tiene años sufriendo las injusticias del crimen organizado que se han recrudecido en los últimos meses. Han aumentado los levantones, los secuestros, los asesinatos, el cobro de cuotas se ha generalizado y familias enteras han tenido que emigrar por el miedo y la inseguridad que se está viviendo. En los últimos días se está obligando a líderes sociales para que pidan que el Ejército y los federales se vayan de Michoacán y a los comisariados ejidales se les ha amenazado para que vayan ante el Congreso de la Unión a hacer la misma petición. (Vera 2013, s. p.)

Con estas líneas, escritas el 15 de octubre de 2013, el obispo Patiño de la diócesis de Apatzingán, Michoacán1, difundió una extensa carta para denunciar la situación lamentable de violencia que se vivía en la región debido a varios grupos criminales. Hasta ese año no se había conocido una carta pública tan directa y contundente donde la Iglesia denunciara abiertamente los enfrentamientos armados. Tampoco sabemos de otro documento en el que se expusiera la colusión de autoridades con la delincuencia organizada, así como la indignación por la indiferencia de la sociedad mexicana.

En los días en que se escribió la misiva, la región enfrentaba un nuevo ciclo de movilizaciones de grupos de civiles armados conocido como movimiento de autodefensas2. El cártel de los Caballeros Templarios había incrementado la violencia criminal como consecuencia de la resistencia de sectores económicos a pagar elevadas cuotas ilícitas, lo que derivó en que los ciudadanos se defendieran con poderosas armas de fuego. En consecuencia, el obispo estaba atendiendo demasiadas solicitudes de audiencia privada para pedirle su apoyo y consuelo. Las parroquias se habían convertido en refugio temporal de familias amenazadas, desplazadas o agredidas por los grupos armados de ambos bandos. Ante ello, el obispo escribió en la misma carta:

El pueblo está exigiendo al Gobierno que primero agarre y desarme al crimen organizado […]. El Gobierno y el Ejército han caído en el descrédito porque en lugar de perseguir a los criminales han agredido a las personas que se defienden de ellos. ¿No han comprendido que estamos ante un estado de necesidad? (Vera 2013, énfasis añadido)

Las cartas pastorales escritas desde el obispado regional en la coyuntura de la movilización armada de ciudadanos provocaron que el Gobierno federal implementara una estrategia de intervención contra los grupos criminales. Sin embargo, siete años después, en 2021, la misma diócesis volvió a denunciar las violencias infligidas a la población por el crimen organizado. Desde hacía más de un año dos poderosos cárteles de la droga habían tomado varios poblados para controlar el territorio, causando desplazamiento forzado, asesinatos y cobro de cuotas ilícitas definidas localmente como “impuestos de guerra”.

Ante la gravedad de la situación, el nuevo obispo estaba profundamente desconcertado por el contraste entre el discurso desinteresado del Gobierno federal y las vidas precarias de la población civil. La política de seguridad de “abrazos, no balazos” mantenía al Ejército acuartelado, sin hacer prácticamente nada para proteger a los ciudadanos frente al empoderamiento de los grupos criminales. Por el mes de enero de 2022, el obispo decidió buscar a las máximas autoridades del país para exhortarlas a trabajar en una solución. Sus encuentros con altos funcionarios motivaron varias visitas oficiales a la región, además de la del nuncio apostólico de México a una de las comunidades más afectadas. Sin embargo, decepcionado por el poco compromiso gubernamental, expresó: “Lo que están haciendo hasta ahora es, no para erradicar, sino para que se enraíce más el crimen organizado, para que permanezca, y mientras esté, más hermanos están muriendo, más gente está siendo desplazada” (García 2022). En un encuentro con nosotros, nos dijo: “No me resigno a ver morir a mi gente […] yo recurriré a los organismos internacionales o donde sea buscaré ayuda” (nota de campo, 21 de mayo de 2022).

Estas viñetas etnográficas retratan parte de las tensiones cotidianas que el clero michoacano experimenta en los contextos de violencia criminal que la población sufre permanentemente. En varias regiones del país, la Iglesia católica está llegando a un punto de tensión con el Gobierno sobre las políticas de seguridad implementadas para detener las violencias3. Pero esto se da en medio de un entramado muy complejo y multidimensional de acciones y contraacciones, de voluntades y resistencias tanto dentro de la Iglesia como fuera de la institución, cuya dinámica configura un campo social enormemente variable y diverso.

Mediante un estudio etnográfico realizado en la región michoacana, este artículo analiza algunos retos que la Iglesia católica enfrenta en el contexto de las violencias perpetradas por el crimen organizado. Las observaciones etnográficas, los acompañamientos y las entrevistas con varios sacerdotes en sus comunidades y parroquias sugieren que, a nivel regional, el clero enfrenta grandes desafíos políticos y religiosos, debido a la constitución de nuevos actores sociales que ejercen violencias criminales. De múltiples formas, el clero michoacano se debate en una constante tensión entre justicia, verdad y consuelo, que parece replantear, nuevamente, el lugar de la Iglesia en la sociedad.

El argumento central es que la Iglesia católica está jugando un papel muy importante en torno a la visibilización pública y la mitigación de la violencia que el Gobierno federal parece subestimar y trivializar. Sin embargo, por sus complejas relaciones con el Estado mexicano, los poderes regionales y la diversidad de actores dentro y fuera del clero regional, no es fácil encontrar un camino libre de obstáculos para coadyuvar en la construcción de la paz. Para dar cuenta de dichas tensiones y dilemas, el artículo presenta siete secciones contando esta introducción: la primera parte resume brevemente la importancia de la Iglesia en el contexto histórico latinoamericano en tiempos de crisis (al respecto, privilegiaremos alguna bibliografía del caso colombiano, ya que es el más cercano a las problemáticas regionales mexicanas); la segunda y tercera partes reconstruyen de modo panorámico las características del clero michoacano y su incrustación en las historias de poder, narcotráfico y violencias; en la cuarta parte se analizan algunas iniciativas de la Iglesia contra las violencias y cómo articuló sus respuestas; en la quinta parte, se recapitulan rápidamente las acciones actuales emprendidas desde el arzobispado para, en las conclusiones, dar cuenta de las complejidades que afronta la Iglesia, al estar situada entre el Estado y el crimen.

Interludio crítico sobre el campo eclesiástico

A pesar de la creciente literatura sobre la violencia relacionada con el crimen, existen pocos estudios de las respuestas de las Iglesias frente a la crisis de derechos humanos y su papel en la historia latinoamericana (Stack 2022; Wilde 2015). Paralelamente, se advierte que, frente a la vasta literatura sobre sociedad civil, pocos autores notaron que muchas organizaciones de dicha sociedad han estado vinculadas de alguna manera a las Iglesias (Stack 2022). Sean o no mesurados estos juicios, lo cierto es que los trabajos sobre las Iglesias son escasos en comparación con su relevancia social en la mitigación de la violencia y en la mediación que ejercen para proteger a las víctimas.

El modelo paradigmático para comprender a la Iglesia católica como una institución similar a los Estados nacionales fue propuesto por Foucault (2009). Dicha perspectiva resulta oportuna cuando ciertos Estados, como el mexicano (o el colombiano), experimentan una pérdida de credibilidad por la expansión de las violencias, lo que abre una oportunidad para que las Iglesias lleguen a ocupar el espacio vacío. Entre los trabajos que nos ayudan a ubicar la trayectoria de la Iglesia católica y las reformas que ha emprendido como una necesidad de adecuarse a los tiempos violentos, podemos señalar la compilación de Wilde (2015). Mediante una revisión de los capítulos compilados, podemos apreciar desde distintos ángulos cuáles han sido las principales transformaciones eclesiásticas latinoamericanas, sobre todo desde el Concilio Vaticano II y las conferencias episcopales. Llama la atención el profundo replanteamiento de las Iglesias para adoptar el lenguaje proveniente del campo de los derechos humanos en el quehacer y la visión religiosa. Cruz Contreras y Ramírez (2015) han seguido de cerca a la Iglesia católica y a la teología de la liberación durante la dictadura del general Pinochet. Su enfoque sobre las disputas dentro de aquella, el papel que desempeñó en la dictadura y la transición, así como la manera en que católicos, laicos y jerarcas gestionan la memoria del pasado, los lleva a preguntar por los modelos de Iglesia que se disputan y las relaciones entre esta institución y la política.

A través de estos autores observamos que la Iglesia católica ha sido parte integral de procesos de cambio político durante periodos de posconflicto. La Iglesia católica en Guatemala ilustra de la manera más nítida el papel de los religiosos en los procesos de paz y en la defensa de los derechos humanos. Candela (2015) ofrece una radiografía del activismo religioso durante la dictadura guatemalteca y muestra que la jerarquía eclesiástica se oponía a legitimar el trabajo sacerdotal en las comunidades indígenas y urbanas, tanto como a la participación de sacerdotes en los diálogos de paz bajo la bandera de la sociedad civil. Según sus conclusiones, “los activistas entrevistados dicen que, para llegar a la paz, lo primero que debe existir es justicia. Solo mediante la exigencia de justicia la sociedad guatemalteca podría vivir en paz” (190). Al final, el autor plantea una paradoja central del activismo religioso:

Durante el conflicto armado en Guatemala hubo religiosos comprometidos con la justicia […] que se unieron a grupos guerrilleros y que usaron estrategias de violencias. Por su falta de una actitud pacífica no se les puede categorizar como actores religiosos en favor de la paz […], sino como defensores por la justicia. (192)

Una línea de análisis distinta se relaciona con la indagación sobre el papel de las Iglesias protestantes en procesos de paz. Entre los trabajos que nos proporcionan visiones en esta línea se destaca el de Giménez Béliveau y Mosqueira (2020), quienes realizaron una investigación sobre la relación entre la religión y la problemática de la tierra en la frontera entre Argentina y Paraguay, enfocada especialmente en el papel de la Iglesia luterana. De forma similar, las Iglesias protestantes en Chiapas (México), así como en Cajamarca y Junín (Perú), han contribuido a defender a la población indígena de la violencia caciquil y criminal, con lo que han logrado empoderar a organizaciones indígenas frente al desplazamiento forzado y en defensa de sus derechos humanos (Robledo 2020). Estos casos muestran que el pluralismo religioso genera nuevos espacios para la participación, aunque también llega a constituirse en obstáculo para el cambio cuando se politiza la religión, con lo cual pasa a formar parte del problema que pretende resolver.

Aunque sus historias son contrastantes, el contexto colombiano y el mexicano se asemejan. Como mencionamos, Wilde (2015) logró compilar estudios de caso ejemplares sobre la historia de las Iglesias latinoamericanas y mostrar cómo esas instituciones fueron adaptando sus posiciones religiosas y teológicas ante las reformas del Concilio Vaticano II y las conferencias episcopales, así como frente a los cambiantes contextos sociopolíticos nacionales y regionales. Los estudios de caso en Colombia, México y Centroamérica son ilustrativos porque contextualizan el lugar del clero para emprender proyectos de colaboración y compromiso con la paz social. El trabajo de Ramírez Bonilla (2015) nos permite vislumbrar el papel del episcopado colombiano en la construcción de la paz y los diversos conflictos que ha enfrentado con el Estado, las guerrillas y el narcotráfico. Por su parte, la investigación de Rodríguez Cuadros (2019) sobre el rol de las diócesis en varias regiones colombianas es un material de mucho valor para contrastar el estudio de la Iglesia católica en regiones mexicanas con fuertes violencias criminales. Su revisión analítica de los cambios de la institución religiosa y las constantes tensiones en su interior y de cara a las transformaciones nacionales permite ubicar las opciones del clero regional frente a las políticas de seguridad y el crimen organizado mexicano.

Este breve estado de la cuestión enseña que las Iglesias se insertan en campos competitivos que sitúan a los activismos religiosos en arenas movedizas que, en ocasiones, exceden las intenciones y los propósitos teológicos de sus iniciativas. Por tanto, a continuación, brindaremos un breve recorrido histórico de la conformación de la Iglesia en la región de estudio.

El santuario católico mexicano: una perspectiva histórica

El obispo Patiño estuvo a cargo del obispado de la región de Apatzingán, Michoacán (mapa 1), por más de treinta años; en 2015 fue sustituido por jubilación y amenazas. Más tarde, fue nombrado obispo emérito. Contaba que en el transcurso de esos años había perdido la cuenta de las intervenciones estatales y de los enfrentamientos de su diócesis con los grupos delictivos. Al igual que él, otros sacerdotes de las parroquias llevan décadas al frente de la Iglesia, conviviendo con un sinnúmero de situaciones que han costado la vida a por lo menos seis sacerdotes y amenazas a muchos laicos. Comprender la profundidad histórica de la Iglesia católica en regiones endémicamente violentas puede ayudarnos a entender cómo han bordado sus relaciones y definido sus programas religiosos.

Fuente: mapa elaborado por Marco Antonio Hernández Andrade, Colmich Cartográfico, 2023.

Mapa 1 Región de Michoacán 

El estado de Michoacán forma parte de una extensa región de tradición marcadamente conservadora. De allí proviene una parte significativa de los cuadros religiosos de la Iglesia católica, debido a los desplazamientos poblacionales que tuvieron lugar en la ferviente zona de los Altos de Jalisco desde el siglo XVII. Una de las principales regiones donde se asentaron los grupos poblacionales fue Tierra Caliente (Barragán 1997). Una vez que estos numerosos grupos domésticos -identificados como rancheros- se afincaron, la Iglesia católica se desplazó hacia los poblados rurales para brindarles sus servicios religiosos bajo esquemas de intervención del tipo “nuevas evangelizaciones”. Tras una reforma presidencial que prohibió el culto religioso y que pretendía cerrar las iglesias, se detonó una rebelión armada (conocida como la guerra cristera) contra el Gobierno nacional. Los pobladores se levantaron en armas en los años treinta del siglo XX para detener el proyecto. En los años sesenta se fundó la diócesis de Apatzingán con quince parroquias dispersas en la región. Todo ello, en medio de una transformación territorial, económica y social promovida por el proyecto gubernamental de la cuenca del Tepalcatepec y del Balsas, bajo la dirección del anticlerical presidente Lázaro Cárdenas del Río. Durante este periodo, las migraciones rancheras habían conquistado gran parte del territorio michoacano, desplazando pueblos indígenas nahuas de sus tierras. Con la transformación regional se expandió el cultivo de marihuana y amapola para la subsistencia de los ranchos agrícolas. Con una velocidad vertiginosa, el narcotráfico fue tomando forma en medio de campañas militares para la despistolización y la erradicación de droga y contra el homicidio, lo que derivó en una agudización de violencias a las que desde esas fechas la Iglesia, entrando en una convivencia tensa con narcotraficantes y jefes políticos locales, comenzó a atender. Dichas tensiones dieron lugar a nuevas expresiones religiosas, como la fundación de una “Iglesia” bajo el liderazgo de un religioso católico que fue expulsado de esta, una congregación amurallada conocida como la Nueva Jerusalén. Su crecimiento poblacional fue objeto del deseo de políticos que la miraron como reserva de votos e hicieron concesiones políticas a cambio, frente al recelo de la Iglesia católica y laicos indignados. Paralelamente, la región dio a luz al liderazgo del padre Maciel y los Legionarios de Cristo, que tantas polémicas han causado debido a las numerosas acusaciones de abuso sexual (“Benedicto XVI: los abusos del padre Maciel” 2022).

Estos breves apuntes indican un proceso de expansión de la Iglesia católica de la mano de innumerables cambios teológicos y sociales que han delineado parte de sus estrategias de intervención pastoral. Así, en ciertas zonas los sacerdotes podían -y de hecho tenían que- procurar buenas relaciones con caciques y narcotraficantes para llevar a cabo sus proyectos religiosos. Sin embargo, en el santuario michoacano no todo salía como se esperaba, pues gente decididamente religiosa defendía sus convicciones con violencia. En el poblado rural de San José de Chila, del municipio de Aguililla -muy cercano al supuesto lugar de nacimiento del Mencho, líder del cártel de Jalisco (CJNG)-, el párroco fue reasignado por el obispado a otra parroquia, pero antes de partir sugirió al pueblo que apoyara al nuevo padre con una camioneta para que pudiera trasladarse entre los sinuosos caminos. La propuesta fue cumplida, pero, sin saberlo, el transporte fue brindado por los narcos, que posteriormente cobraron el favor con la exigencia de servicios religiosos especiales que terminarían con el asesinato del párroco, quien se negó a bautizar al hijo de uno de ellos. Un caso similar aconteció en la localidad de El Aguaje, donde supuestamente se originó el cártel de Los Valencia o Milenio: allí también asesinaron al párroco, esta vez por haberle sugerido a la mujer de un traficante que lo abandonara para evitar la violencia a la que constantemente era sometida. Estos casos contrastan con otros en que un sacerdote solicitó la cooperación voluntaria del pueblo para tener una “iglesia decente”, por lo que los traficantes apoyaron económicamente la iniciativa de reconstruir la iglesia.

No son pocos los sacerdotes que han debido mediar con y, en ocasiones, enfrentarse a caciques o narcotraficantes para proteger a personas amenazadas o expulsadas por grupos delictivos. Aún hoy, muchos sacerdotes siguen exponiendo su vida en sus parroquias e ideando planes y rutas de escape por caminos rurales para salvar a familias del crimen. En algunos casos, los párrocos son vigilados por personas ligadas con el crimen que asisten a las misas con el objeto de saber e informar qué dicen en el púlpito. En estos contextos, la experiencia y los consejos entre los religiosos adquieren especial relevancia para salvaguardar sus vidas. Sacerdotes que llevan años en zonas de conflicto han aprendido a limitar su vida social, aislándose en sus parroquias en días de fiesta, y rechazando invitaciones a comilonas o a brindar servicios religiosos fuera de la iglesia. Otros prefieren cultivar buenas relaciones con grupos poderosos como una forma de garantía; aceptan regalos, reciben donativos o abren las puertas de la iglesia a cualquier hora.

En resumen, la Iglesia católica se ha debatido en medio de una historia de larga data de reconfiguraciones territoriales y poblacionales, enfrentándose a desafíos delictivos en torno al predominio del narcotráfico y caciques violentos. También, ha sido criticada por vastos sectores poblacionales, incluso por algunos sacerdotes que exigen un mayor activismo y compromiso eclesial frente a las violencias. Pese a todo, el clero regional comenzó a ser cada vez más sensible a las violencias criminales y sus efectos. En el siguiente apartado analizaremos algunos documentos que han orientado esta reconfiguración de la sensibilidad y colocado a la Iglesia frente a desafíos complejos.

Del consuelo espiritual al activismo religioso

Los debates posconciliares que la Iglesia ha enfrentado desde el Concilio Vaticano II y las conferencias episcopales tuvieron diversas expresiones teológicas y pastorales de acuerdo con la construcción del clero nacional y regional. Rodríguez Cuadros reconstruye las tensiones que se generaron desde la conferencia de Puebla y luego del “invierno clerical” de Santo Domingo en 1992, cuando el papado decidió frenar a una Iglesia más carismática y popular, reinstitucionalizando la Iglesia latinoamericana (2019, 75). Estos cambios y tensiones siguen influenciando a la Iglesia católica hasta el presente. Para el mismo autor, “la Iglesia vive aún un tiempo de prolongación de invierno eclesial ocurrido durante los años noventa” (78).

En el contexto de una Iglesia enfrentada por al menos dos modelos eclesiales, el clero michoacano ya resentía las violencias del narcotráfico de una manera más directa. Una breve revisión del historial de las asambleas diocesanas pastorales nos señala que en el año 1993 se llevó a cabo la primera de ocho realizadas hasta el año 2013; a partir del año 2015 se integraron bajo un plan diocesano4. En las primeras asambleas, la Iglesia mencionaba tibiamente el problema de la violencia. Sus planes en torno a la nueva evangelización, brindar mayor atención a su feligresía y adelantar una renovación pastoral ocuparon gran parte de esas asambleas diocesanas. Sin embargo, desde la asamblea de 2005 el clero trató el tema de una diócesis actualizada para una época cambiante, según el informe. Posteriormente, se perfiló el modelo de una Iglesia misionera, tal como el papa Juan Pablo II la había delineado en sus documentos teológicos. Así, en la IX Asamblea Diocesana del 2013, año en que Michoacán estaba prácticamente controlado por el crimen organizado y cuando el obispo de Apatzingán denunció la falta de interés público por atender las violencias, se eligió la frase “Mi mayor alegría es saber que mis hijos caminan en la verdad” (Arquidiócesis Morelia 2013, 1), en alusión a un proceso de ruptura del tejido social y, a su vez, a un anhelo que la Iglesia comenzó a predicar para dar a entender la descomposición social y familiar. En esta misma asamblea, el arzobispo de Morelia criticaba también a los sacerdotes:

Un punto delicado que no puedo omitir… es la apreciación del pueblo […] yo sé que a los padres les molesta muchísimo que los laicos vayan a hablar con el obispo… de que tenemos afición por el dinero o de que hay personas que a nuestro alrededor a veces nos crean un círculo de influencias que nos impiden que la gente se nos acerque con mayor libertad y sobre todo una queja frecuente […] que la gente ya no soporta, el autoritarismo “yo soy aquí el párroco, yo soy el que mando y aquí nadie me va a quitar ni el obispo, vayan a donde quieran quejarse”. (Arquidiócesis Morelia 2013, 81, énfasis en el original)

Las asambleas permiten vislumbrar que la Iglesia expresó gran preocupación sobre cómo debía conducirse el clero regional frente a sí mismo y las violencias. La IX Asamblea se planteó metodológicamente “penetrar en las estructuras donde el mal está enraizado” y “escrutar a fondo los signos de los tiempos” (Arquidiócesis Morelia 2013, 114). De una forma análoga a como Conrad concibió su novela El corazón de las tinieblas, la arquidiócesis de la provincia de Morelia planteó una suerte de viaje al interior de la penumbra para encontrar alguna respuesta que orientara cómo afrontar las violencias, lo cual, de paso, sacudió algunos privilegios sacerdotales, como darse una vida de lujos y alejarse de la feligresía5.

Inspirado por las tensiones de las conferencias episcopales y las reformas del papa Juan Pablo II, el clero michoacano lanzó por primera vez un profundo cuestionamiento a la arquitectura de las violencias. Se trató de un documento breve, elaborado por un laico, del que destaco los siguientes extractos:

Del corporativismo clientelar del PRI pasamos al neocorporativismo clientelar de la oposición electoral, lo que, lejos de mejorar, empeoró los principales rasgos de nuestra cultura política […] la irrupción de la delincuencia organizada, que a lo largo de 12 años ha puesto en jaque a una parte del diseño legal e institucional del país y le ha arrebatado la tranquilidad y la seguridad económica a la sociedad. (Arquidiócesis Morelia 2013, 145, énfasis añadido)

A su vez, el manuscrito señaló que, a la dinámica de deterioro permanente y al rezago económico ancestral que padece Michoacán, habría que sumar otras cuatro “plagas” que azotan al estado desde 2002:

a) La implantación profunda de la delincuencia organizada en casi todos los tejidos de la vida económica y social de la entidad; b) la peor degradación de la educación pública en la historia del estado […]; c) la irrupción de una gran e inmoderada conflictividad social; d) la peor quiebra de las finanzas públicas, acompañada de un endeudamiento descomunal e injustificado y de uno de los saqueos de recursos públicos más graves e impunes que se recuerden en la historia de la entidad. (Arquidiócesis Morelia 2013, 153)

Este documento constituye la primera de varias misivas dirigidas a la feligresía y al público con el objeto de denunciar abiertamente las violencias. La asamblea se convirtió así en el espacio más importante para construir una narrativa de lo que acontecía en Michoacán. En las siete zonas en que se divide la provincia se señaló que la delincuencia organizada que formaba parte de la vida cotidiana; la pobreza socioeconómica, la violencia y la corrupción; la cultura de la muerte, el resquebrajamiento familiar y la falta de atención de los padres a la familia fueron los desafíos trazados que sobresalieron de las asambleas. En varias de ellas explícitamente se hizo referencia al crimen organizado como un problema al que no se sabía cómo enfrentar. Por ello, el clero michoacano acordó llevar a cabo una nueva cruzada por la evangelización, aceptando que el mal y sus peligros se debían a personas que habían perdido la fe en Cristo, lo que suponía trabajar desde abajo con las familias para evitar lo que se entendió como la “pérdida de valores”.

Aun cuando el clero michoacano fuera conservador y estuviera alineado con un modelo eclesiológico institucional, opuesto a una Iglesia del pueblo de Dios, de corte más popular, no renunció a su labor crítica y pastoral. Así, en 2013, cuando surgió un poderoso movimiento de civiles armados, integrado por varios sectores poblacionales afectados por la criminalidad, se mostró proclive a la liberación de la opresión criminal. No obstante, el clero regional también enfrentó diversas posturas políticas en torno al conflicto armado. Varios sacerdotes alzaron la voz para condenar la intromisión de líderes criminales en el movimiento civil armado. Otros más se convirtieron en mediadores entre grupos de autodefensas y autoridades, con el fin de impulsar la expulsión de bandas delictivas de sus parroquias. La participación de algunos sacerdotes como voceros y mediadores entre facciones rivales fue fundamental. Sin embargo, el trabajo pastoral del clero experimentó situaciones muy difíciles, como la protección a víctimas amenazadas, la búsqueda de contactos secretos para proteger familias, la gestión ante las autoridades ejidales o municipales de cartas de apoyo para solicitudes de asilo en Estados Unidos por amenazas, el acompañamiento a familiares de personas desaparecidas y mujeres víctimas de violencia o la mediación con autoridades militares para que no reprimieran manifestaciones civiles acusadas de ser manipuladas por criminales. Estas acciones fueron y son algunas de las iniciativas que, no sin desgaste, peligro y enemistades, impulsan desinteresadamente los sacerdotes. A mediados del año 2014, el obispo de Apatzingán volvió a denunciar estos y otros crímenes en una carta pública, al constatar la manipulación política del movimiento de autodefensas a raíz de la intervención gubernamental federal que empoderó a una facción de él6. Los convulsos años desde 2014 al 2016 dibujaron una Iglesia y un clero michoacano mucho más proactivos de lo que años anteriores pareció evidenciarse, sin adoptar un modelo preferencial por los pobres.

En noviembre de 2016 se designó un nuevo arzobispo de Morelia con mayor experiencia en trabajo pastoral y atención a víctimas de las violencias. El nombramiento del arzobispo Carlos Garfias no fue casual, pues es originario de Michoacán; además, desde 1997 se había encargado de comisiones de la pastoral que la Iglesia impulsó como estrategia para la construcción de paz en México. En 2010 el papa lo nombró arzobispo de Acapulco y con ese cargo gestionó varios programas sociales y pastorales que el episcopado propuso llevar a cabo. Un elemento relevante que lo distinguió fue la idea de crear conciencia de que la paz es una construcción social que implica verdad, justicia y reconciliación (Garfias Merlos s. f.). Desde su designación, la provincia de Michoacán ha emprendido múltiples proyectos bajo su liderazgo que más adelante analizaremos.

Aquí son muy interesantes los contrastes y similitudes con experiencias eclesiales de Colombia. El estudio de caso en el Magdalena Medio en torno a la construcción de paz y la participación jesuita (Pachico 2015), el trabajo sobre atención pastoral en el Putumayo (Tate 2015), así como la extensa investigación de Rodríguez Cuadros (2019) sobre el papel de cuatro diócesis en relación con grupos guerrilleros, paramilitares, bandas criminales y las fuerzas armadas colombianas, son un excelente contraste con lo que el clero michoacano está realizando para paliar las violencias. En particular, llaman la atención el Programa de Desarrollo y Paz, los laboratorios de paz y la relevancia de la pastoral de los jesuitas en la región del Magdalena Medio. Este proyecto parece muy similar al emprendido por jesuitas mexicanos en zonas de conflicto armado para reconstruir lo que llaman el tejido social.

Tensiones y dilemas teológicos acerca de las violencias

Las adaptaciones y reacciones tanto de la Iglesia como del clero michoacano ante las nuevas criminalidades y víctimas condujeron a trazar ciertas directrices enfocadas en los costos de las violencias. Nuestro acercamiento a varios sacerdotes en trabajo de campo permite observar que hay una diversidad de puntos de vista, desde posiciones muy conservadoras inspiradas en modelos eclesiológicos de contemplación de Cristo hasta posturas más proactivas encaminadas a una Iglesia popular y carismática. Sin embargo, el modelo de una Iglesia conservadora que pretende influir en la realidad sin cuestionamientos sigue predominando en el clero michoacano. Esto ha generado críticas y posturas teológicas contrarias entre sacerdotes que viven las violencias de una manera directa. Por ejemplo, el sacerdote José Luis Segura es un personaje público que ha denunciado por años las atrocidades cometidas por grupos delictivos en contra de la población civil. El padre ha estado en los lugares más conflictivos de la región, de donde provienen las familias que integraron los cárteles más poderosos.

Con su ironía característica, ha criticado abiertamente a los académicos que todavía siguen envueltos en un circunloquio intelectual sin conocer in situ el terreno y la vida local que representan desde espacios metropolitanos. Está cansado de escuchar y no actuar. Él ha sido un activista religioso radical en sus críticas al clero institucional, lo que le valió la censura de la jerarquía eclesiástica por sus constantes comentarios en contra del Gobierno y, de vez en cuando, de la propia Iglesia. Una experiencia parecida sucedió con el padre Gregorio, conocido como padre Goyo, quien se involucró muy cercanamente en 2013 con el movimiento de autodefensas, cuyo protagonismo también significó alejarlo del ejercicio sacerdotal, aunque ha seguido apoyando a las víctimas y denunciando las violencias.

En el año 2018 volví a ver al padre Segura en su entonces parroquia, en un poblado rural por el que frecuentemente transitaba años atrás para internarme en la Sierra del Sur a realizar trabajo de campo. Relató la vigilancia de su parroquia por jóvenes sicarios ante las denuncias públicas de la violencia que molestaron al jefe de plaza. Posteriormente, lo designaron párroco de otro poblado rural infestado de grupos delictivos; allí duró al frente de la parroquia dos años, ya que, en un momento álgido de confrontaciones armadas, según relató, decidió dar la cara por varias personas afectadas para evitar que las asesinaran, lo que le valió la enemistad y amenazas de otro grupo armado, así como campañas dirigidas a expulsarlo del pueblo. A pesar de que fue asignado a otra localidad, ha seguido denunciando en espacios como Facebook y YouTube la corrupción, la indiferencia y las afectaciones a la población civil por la guerra entre cárteles.

La vida religiosa que ha llevado el padre, así como muchos otros, se ha transformado en los últimos años de una manera tal que la letalidad y el daño moral se han vuelto comunes. Varios sacerdotes que levantan la voz son blanco de amenazas de grupos delictivos. No es fácil practicar el sacerdocio cuando la violencia se ha vuelto crónica, y además la respuesta de autoridades civiles es nula o se encuentra coludida con estructuras delincuenciales. Todo esto lo sabe muy bien cualquier sacerdote de pueblos rurales o ciudades pequeñas capturadas por el crimen, y también saben que denunciar cualquier arbitrariedad o injusticia ante instancias judiciales no es la ruta adecuada para obtener garantías.

Las formas de sanción social hacia los sacerdotes y laicos por parte del crimen organizado se han vuelto más sutiles e íntimamente amenazantes. Algunas de ellas van desde limitar su campo de acción (enviando con familiares mensajes que insinúan tragedias o amenazas; prohibiendo aportaciones voluntarias para la iglesia; desanimando la asistencia bajo el pretexto de que las ceremonias son aburridas, que siempre se dice lo mismo y que no se apegan a la Biblia; boicoteando obras de caridad, proyectos de dispensarios y atención a víctimas) hasta poner trabas a las fiestas patronales si los criminales no obtienen beneficios. Increíblemente, las tensiones en torno a cómo llevar los servicios religiosos, quiénes son los grupos más cercanos, quiénes pueden ser motivo de escarnio moral o beneficiarios de actividades como las fiestas constituyen ventanas que nos proporcionan una mirada a la cotidianidad de las violencias.

En una conversación con un sacerdote comentaba que, durante la fiesta patronal en tiempos de pandemia, varios grupos políticos y delictivos disputaban la decisión de si debía realizarse la fiesta como tradicionalmente se hacía o solo debían llevarse a cabo ciertas actividades por la disposición oficial de aislamiento. Según sus propios cálculos, la fiesta genera un movimiento financiero de varios millones de pesos que ayuda a la población a sobrevivir durante casi un año, entre la dispersión de miles de dólares de remesas de migrantes en múltiples actividades comerciales y de negocio, las aportaciones para la fiesta, el comercio que controlan varios grupos políticos y delictivos, además de los impuestos que ingresan al municipio sin declaraciones fiscales (las cuotas se dan en dinero/efectivo), por mencionar algunas actividades que en su conjunto varios grupos delictivos, instituciones y organizaciones terminan por captar. Por tanto, las presiones a favor y en contra de la fiesta son tan fuertes y tensas que escapan al control del sacerdote, que cede en algunos aspectos y en otros no. Durante el primer año de la pandemia, quedó acotada a ciertas actividades, pero al año siguiente se celebró tradicionalmente, salvo algunas restricciones. La toma de decisiones para realizar o no la fiesta patronal se amplifica a otros ámbitos que también juegan un papel importante en la relación del clero con la violencia y los grupos armados.

Durante la celebración patronal, otra fuente de tensiones es la selección de participantes que se responsabilizan de su preparación y performance. Varios jóvenes considerados halcones, sicarios o jefes de bandas delictivas de los barrios disputan entre vecinos un lugar para participar en las procesiones, dado el prestigio que otorga hacerse cargo de actividades litúrgicas. Ellos y ellas definen infinidad de microestrategias para ocupar los primeros cargos de representación. Estas dinámicas performativas que generan reconocimiento local se conjugan con la organización espacial de la fiesta y el recorrido litúrgico. Los lugares por donde pasa alguna procesión son espacios muy locales de disputa entre el crimen y el clero, cosa que el sacerdote y sus colaboradores deben tener muy presente, a riesgo de ser acusados silenciosamente de tolerar la presencia de la delincuencia en la fiesta. Estos casos son un ejemplo de lo que un sacerdote no puede perder de vista y de cómo enfrentarlo sin que grupos laicos lo critiquen por dejar pasar o por no creer en los rumores que le hacen llegar a su parroquia. Tal como veremos en el siguiente apartado, las acciones y programas de apoyo que lleva a cabo el clero se insertan en estas dinámicas contradictorias que los sacerdotes deben comprender bien para tomar decisiones.

Acciones de la Iglesia para mitigar la violencia

Desde la llegada del arzobispo Garfias a la arquidiócesis de Morelia, el clero michoacano ha transitado a una nueva etapa en que la Iglesia se muestra más coherente y propositiva en cuanto a sus proyectos de construcción de paz. Desde la arquidiócesis de Michoacán se implementaron programas de apoyo y un mayor involucramiento de la Iglesia en labores de atención social y religiosa. El énfasis en la dimensión pastoral, así como la construcción de puentes de diálogo con diversos sectores gubernamentales, civiles e incluso de otras Iglesias son algunos ejes que el arzobispo lleva a la práctica. Después de cierto silencio sobre el movimiento de familiares de desaparecidos, se propuso, para orar por estas personas, la celebración de misas callejeras en las diócesis en las que la asistencia pública desbordaba las expectativas; mucha gente se acercaba con pequeñas cruces, pañuelos blancos o fotografías que eran expuestos frente al altar improvisado de la celebración eucarística.

Entre los diversos programas pastorales se destaca la atención a víctimas, a población penitenciaria y a migrantes o niños en situación de calle. Se dio especial cuidado a la apertura de centros de escucha parroquiales, los cuales suman 37 en la actualidad. Se administran refugios para mujeres víctimas de violencia y se impulsaron escuelas del perdón y la reconciliación (Espere) que habían sido probadas en Colombia; retomando dicho modelo, se constituyó la primera en Monterrey, luego replicada en otras regiones. En Morelia se abrieron dos escuelas, pero experimentaron algunos problemas para convertirse en una alternativa atractiva por posiciones sacerdotales encontradas en las parroquias. El arzobispo impulsó un acercamiento con instancias civiles y gubernamentales como las mesas de seguridad, cuyo fin es evaluar periódicamente y tomar medidas sobre la inseguridad; no obstante, varias de ellas se convirtieron en actos protocolarios sin efectividad. Un proyecto que personalmente me pareció muy interesante fue el programa piloto de un observatorio eclesial de la violencia impulsado por el padre Juan Pablo en Morelia, bajo la asesoría del arzobispo. Este programa fue una iniciativa que surgió por la falta de transparencia de la estadística delictiva del Gobierno, de la cual la Iglesia pretendió construir una cartografía a partir del levantamiento de información que los párrocos pudieran sintetizar con base en las quejas interpuestas por las personas ante un centro de sistematización de datos. Fue un proyecto interesante porque posibilitaba, a través de la mesa de seguridad, estar en contacto con funcionarios del Ayuntamiento de Morelia, la Policía, el Ejército y líderes políticos con el fin de participar en el diseño de un nuevo modelo de atención ciudadana. Para ello se requería un esfuerzo extraordinario y una logística que incluía convencer a párrocos resistentes o indiferentes a la iniciativa. Además, se necesitaba un equipo de trabajo y de cómputo que muchas veces la Iglesia no tiene, sin contar que, salvados estos obstáculos, el proyecto consistía en reordenar los polígonos de las parroquias para adecuarlos a un nuevo trazado de cuadrantes que la Policía propuso a fin de mejorar la capacidad de atención y reacción por colonias. El proyecto tenía, a su vez, la intención de que, a través de las parroquias, se elaborara una estadística que sirviera de “espejo” de los datos de la fiscalía estatal de justicia para dar seguimiento a los casos. Era un proyecto que costaría bastante esfuerzo y superación de resistencias por parte del sector público y de los propios sacerdotes que estarían a cargo de las parroquias. Había cierto miedo por las represalias de los victimarios hacia la Iglesia y las víctimas. Al final, se llevó a cabo un piloto en algunas parroquias, pero el cálculo de las consecuencias y resistencias del clero, el Gobierno, la Policía y la fiscalía hizo que fracasara relativamente. Pese a todo, fue un proyecto interesante que guarda cierta coincidencia con los laboratorios de paz implementados por los jesuitas en algunas regiones colombianas (Pachico 2015, 305).

Tal como observamos, la Iglesia michoacana ha puesto en marcha diversas estrategias religiosas y sociales como programas sistemáticos (las Espere, los centros de escucha, los refugios y los programas pastorales para la atención a migrantes, penitenciarías, víctimas de delitos, etc.) con el interés de mitigar la violencia. Varios de esos programas y acciones se llevan a cabo en medio de los propios compromisos de sacerdotes, y algunos de ellos parecen romper ciertas inercias que provocan las violencias, pero en muchos casos fracasan debido a la multiplicidad de factores que intervienen en su ejecución, incluyendo la resistencia o indiferencia que despiertan. En medio de ello, el clero sigue trabajando, aun cuando el nivel de saturación emocional de los sacerdotes se incrementa. El trabajo pastoral en penitenciarías que dirigía el padre Gustavo, ahora exdirector general de Cáritas, es un buen ejemplo. Él llevaba siete años en el cargo en el momento de nuestra entrevista en 2018. Contaba entonces que, cuando llegó a trabajar en las cárceles (los domingos visitan las penitenciarías del estado), pensó que se encontraría gente de lo peor, pero en realidad “hay presos de la injusticia; el sistema de justicia está corrompido y encierran a aquellos que no tienen para pagar su proceso y un abogado que lo auxilie”. Según el sacerdote, los presos “no tienen para comprar la justicia” (nota de campo, julio de 2018).

El padre Gustavo intentó implementar una ayuda jurídica para personas encarceladas injustamente, pero no fue efectiva porque era necesario colocar un despacho dentro del centro penitenciario; sin embargo, como dijo, los abogados no tienen convicción de servir si no hay pago. Se logró en un momento sacar de la cárcel a dos personas, pero se canceló el proyecto por presiones internas y externas: “Y es que la situación de los abogados también es preocupante, pues muchos les han robado a los prisioneros, piden dinero, lo juntan las familias, y después desaparecen y cómo los contactas” (nota de campo, julio de 2018). A la pregunta sobre los límites de Cáritas en cuanto a la incidencia social, el padre señaló principalmente la falta de dinero (que solo se obtiene de las donaciones) para pagar servicios, gasolina, etc. Además, mencionó que hay poca cultura de la filantropía hacia los privados de la libertad, falta de compromiso de sacerdotes y una difícil relación con las autoridades penitenciarias, que muchas veces los hacen esperar largas horas.

Otra área que la Iglesia ha administrado son los refugios de víctimas de violencia. En el trabajo de campo se tuvo acceso a información del refugio Santa Fe. Fundado en 1999, brinda asistencia psicológica y jurídica a mujeres maltratadas. Está integrado por voluntarios y asalariados. La Iglesia administra los recintos y el Gobierno federal proporciona los recursos económicos. Existe una cuidada confidencialidad debido a la naturaleza del programa. Se recibe a mujeres víctimas de violencia extrema, sobre todo de agentes gubernamentales o del crimen organizado. A estas mujeres, previa disposición de la Iglesia, se las lleva a un refugio cuya dirección no conoce nadie. Se las apoya para continuar con la escuela dentro del refugio. En 2018 estaban en pláticas con el Centro Nacional de Evaluación de la Educación (Ceneval) para que ellas concluyeran la preparatoria con un examen. Las oficinas de Morelia han sido objeto de violencia por parte de hombres que suponen que ahí se esconden las parejas o esposas violentadas por ellos. Sus retos consisten en atender a más mujeres y a varones agredidos mediante métodos de manejo de conflictos, autoestima y autoimagen. La responsable del refugio Santa Fe afirma que el 90 % de las mujeres regresan con sus parejas, pero “no regresan iguales, marcan límites”. Se les da seguimiento después de abandonar el refugio. A partir de estas experiencias de colaboración para la construcción de paz, la provincia de Morelia ha ido fortaleciéndose en cuanto a su estructura organizativa y sus proyectos en este campo. Ello llevó a que desde el arzobispado se impulsara en 2022 el Consejo Michoacano para la Construcción de Paz y Reconciliación, cuya finalidad es edificar una plataforma para que todos los actores e instituciones posibles puedan sumar esfuerzos en pro de la paz, en un estado como Michoacán, en el que las violencias no dejan de aumentar.

Así como la Iglesia diocesana traza sus proyectos religiosos para aminorar las violencias, el papel de la congregación jesuita ha venido fortaleciéndose en los últimos años en México. A raíz de que el Gobierno federal lanzó un plan de pacificación para negociar las demandas del movimiento de autodefensas, con el cual logró desactivar casi la totalidad de las barricadas instaladas por los grupos armados e incorporar a los autodefensas a un programa de policía rural, desde el año 2016 la Compañía de Jesús inició un trabajo muy importante sobre reconstrucción del tejido social (RTS), cuyo modelo se implementó en diez localidades de México, con la esperanza de generar visiones y estrategias alternativas contra la inseguridad. En el caso de Michoacán, los jesuitas lo llevaron a tres localidades que habían pasado por una situación de violencia criminal sumamente seria. De acuerdo con nuestra interpretación, el modelo de RTS se orienta por una visión positiva contraria al pesimismo y a la parálisis que genera la violencia, pues centra sus pilares en el fortalecimiento comunitario para generar proyectos alternativos, conciencia de la acción colectiva y nuevos imaginarios de seguridad. Sus conceptos principales son reconciliación familiar, educación para el buen vivir, economía social solidaria, participación comunitaria, gobierno y espiritualidad ecocomunitaria (González Candia, Torres Rosales y Torres Lázaro 2019, 19). Los proyectos implementados en Michoacán han sido de enorme valor para la generación de nuevas condiciones de seguridad y visiones alternativas respecto del cuidado, el territorio y sus recursos (González-Fuente y Paleta Pérez 2019). No puede afirmarse que, en las dos comunidades donde trabajaron los jesuitas, la seguridad humana se haya restablecido a partir de su intervención, pero su contribución ha sido fundamental en la disminución de violencias. Su paralelismo con los laboratorios de paz en regiones colombianas donde los jesuitas han implementado proyectos es muy significativo.

Conclusiones

Con base en el análisis anterior, nos gustaría concluir este artículo resaltando un par de rasgos que pueden contribuir a nuevas investigaciones. En primer lugar, hemos señalado que un análisis apropiado de la Iglesia católica con respecto a las violencias y el crimen debería tomar en cuenta la relación histórica que ha construido con las localidades en contextos de violencia. Las adaptaciones del clero regional a las historias de poder, al narcotráfico, y el trabajo pastoral son fundamentales para una comprensión situada de sus acciones y programas. En segundo lugar, la transformación de las sociedades a partir de la violencia criminal ha puesto al clero regional en un dilema sobre sus propios oficios. Para algunos sacerdotes, la Iglesia debería restringirse a dar consuelo espiritual, pero, para otros, no puede dedicarse a ver pasar la violencia y orar por las víctimas. Estos dilemas se enfrentan cotidianamente conforme la violencia se extiende a todos los rincones de la vida. Varios sacerdotes han emprendido un activismo religioso que les ha valido una condena de la Iglesia, pero muchos más siguen preguntándose constantemente lo que es posible hacer desde la Iglesia sin cruzar fronteras.

Nuestro acercamiento al clero michoacano sugiere que la Iglesia ha tenido un papel muy relevante en lo que se refiere a mitigar las violencias y atender a la población vulnerable, en un momento en que el Estado mexicano ha dejado desamparadas a miles de personas desaparecidas y violentadas7. De hecho, es una de las instituciones más importantes en cuanto a programas de apoyo, tratamiento y acompañamiento para víctimas de violencia. El papel de la arquidiócesis de Morelia ha sido fundamental para construir puentes de entendimiento y colaboración con instituciones civiles y judiciales, aunque ello posibilita que otros actores se alejen y que los cuestionamientos sobre la jerarquía, el abuso y la transformación clerical queden sin respuesta. El balance de los desafíos de la Iglesia frente al crimen nos lleva a la conclusión de que, tal como en varios casos latinoamericanos, especialmente el colombiano, donde sectores progresistas del clero se han comprometido activamente en el ámbito de la política para aminorar las violencias, por ejemplo en los diálogos pastorales y las negociaciones con los grupos armados de las guerrillas y actualmente con algunas pandillas (“Monseñor y bandas” 2022), el clero michoacano juega un papel relevante en el trabajo colaborativo, pero dependerá de las historias de violencias, de la orientación eclesiológica y de la presión del movimiento de víctimas lo que pueda hacer para empujar hacia una transformación que realmente cambie las relaciones de poder y de violencia sostenidas por el Estado mexicano.

Referencias

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1La diócesis de Apatzingán, Michoacán, forma parte de una región situada geográficamente en el centro-occidente de México. Se la conoce popularmente como la Tierra Caliente por su clima cálido y su vocación productiva relacionada con la agroindustria. Su cercanía con la Sierra Madre del Sur posibilitó la expansión de cultivos de droga vegetal (amapola y marihuana) y actualmente sintética, lo que la transformó en una de las regiones más disputadas por grupos del crimen organizado. Véase mapa 1 más adelante.

2En febrero de 2013, a raíz del cobro de nuevas cuotas ilícitas a los productores de limón, ganaderos y comerciantes de Tierra Caliente, y un grupo de líderes campesinos propietarios agrícolas se reunieron para enfrentar con armas a los grupos delictivos. Se organizaron numerosos escuadrones de autodefensas por municipios y localidades para defenderse de las extorsiones y despojos, frente a la inacción del Gobierno (para ampliar, véase Maldonado Aranda 2018).

3El 20 de junio de 2022 fueron asesinados dos sacerdotes jesuitas dentro de una iglesia por un grupo armado, lo que desató una condena hacia el Gobierno por parte de las Iglesias y la sociedad. A raíz de ello, se conformó un movimiento nacional por la paz que encabezan los jesuitas.

4Actualmente, la división pastoral de la arquidiócesis de Morelia está integrada por la foranía 1: Cabildo Metropolitano; la foranía 2: Curia Diocesana de Pastoral, y la foranía 3: Seminario de Morelia. Esta división se suma a los 310 centros parroquiales y semiparroquiales distribuidos en el territorio michoacano y parte de Guanajuato.

5Años después, un grupo de sacerdotes de una zona pastoral me buscó para conversar sobre la situación en Michoacán. Fue una plática sin protocolo y abierta en la que me pareció que algunos de ellos querían confirmar lo que ya sabían o habían concluido. No obstante, se mostraban muy preocupados por el alcance de la violencia a nivel familiar y cotidiano, particularmente en el poblado donde nos reunimos, una frontera muy “caliente” que históricamente han disputado varios grupos delictivos.

6El surgimiento del movimiento de autodefensas acaecido en febrero de 2013 se expandió rápidamente a gran parte del territorio michoacano y amenazó con tomar las principales ciudades con el propósito de desterrar al cártel de los Templarios. El Gobierno federal nombró a un comisionado federal para la seguridad que pudiera coordinar la política y negociación con el movimiento. Para ampliar, véase Maldonado Aranda (2018).

7Al mes de octubre de 2013, el número de personas desaparecidas ascendía a 110 000, y el de homicidios, entre 2018 y 2023, a 156 204.

Recibido: 15 de Febrero de 2023; Aprobado: 01 de Enero de 2024; Publicado: 01 de Mayo de 2024

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