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Revista Latinoamericana de Bioética
Print version ISSN 1657-4702
rev.latinoam.bioet. vol.14 no.1 Bogotá Jan./June 2014
ARTÍCULO ORIGINAL
MALEFICENCIA Y LA BANALIDAD DEL MAL: UNA REFLEXIÓN BIOÉTICA
A BIOETHICAL REFLECTION ON MALEFICENCE AND THE BANALITY OF EVIL
MALEFICÊNCIA E A BANALIDADE DO MAL: UMA REFLEXÃO BIOÉTICA
Miguel Kottowa
a Médico, doctor en Medicina, magíster en Sociología. Profesor titular de la Universidad de Chile. Académico de la Escuela de Salud Pública, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile. Correo electrónico: mkottow@gmail.com, mkottow@med.uchile.cl
Fecha de recepción: Febrero 5 de 2014
Fecha de evaluación: Marzo 10 de 2014
Fecha de aceptación: Mayo 09 de 2014
RESUMEN
La bioética resalta la prominencia de la no maleficencia, sea como principio o como fundamentos de la moral común, pero no ha desarrollado una reflexión más profunda sobre el mal. El presente trabajo indaga acaso el mal radical -que decreta la superfluidad de lo humano ejercida, recurriendo a biopolíticas tanatológicas ("hacer vivir y dejar morir" según la fórmula original de Foucault)- y la banalidad del mal entendida como maleficencia inexplicable basada en ceguera moral de los perpetradores; ambos pueden coexistir con una bioética que rechaza el mal y requiere la responsabilidad de quienes lo cometen. La conclusión es reconocer que la bioética se opone a toda biopolítica tanatológica y se niega a conceder que la ceguera moral sea excusa para no asumir la responsabilidad de actos maleficentes. La teoría sobre el mal de Arendt es incompatible con la reflexión fundamentada en evaluar actos emprendidos en libertas y responsabilidad.
Palabras clave
bioética, banalidad del mal, mal radical, no maleficencia.
ABSTRACT
Bioethics emphasizes the primary importance of non-maleficence, be it as a principle or as the essential background of common morality. And yet, bioethics has not developed a deeper understanding about evil. The present text inquires perhaps radical evil - that order the human superfluity practiced, appealing to than atological biopolitics ("To make live and to let die" according to Focault) and the banality of evil understood as inexplicable maleficence perpetuated by thoughtlessness leading to moral turpitude. Both can coexist by bioethics that rejects the evil and requires responsibility from evildoers. The conclusion reached in this essay is that bioethical deliberations must defy biopolitics, and reject thoughtlessness that dismisses the assumption and adscription of responsibility. H. Arendt's thoughts on evil are incompatible with the essential premise of (bio) ethics based on evaluating acts performed in liberty and responsibility.
Key words
Bioethics, banality of evil, non maleficence, radical evil.
RESUMO
A bioética destaca a proeminência da não maleficência, seja como um princípio ou como fundamentações da moral do comum, mas não tem desenvolvido uma reflexão mais profunda sobre o mal. Este trabalho pesquisa o mal radical que decreta a superfluidade do humano exercida, usando as biopolíticas tanatológicas ("deixar viver, e fazer para morrer", de acordo com a fórmula original de Foucault) - e a banalidade do mal entendida como maleficência inexplicável baseada na cegueira moral dos perpetradores, ambos podem coexistir com uma bioética que rejeita o mal e envolve a responsabilidade daqueles que o cometem. A conclusão é de reconhecer que a bioética opõe-se a qualquer biopolítica tanatologica e se recusa a admitir que a cegueira moral não seja desculpa para assumir a responsabilidade pelos atos maleficentes. A teoria sobre o mal de Arendt é incompatível com a reflexão fundamentada em avaliar atos praticados em libertar e a responsabilidade.
Palavras-Chave:
Bioética, banalidade do mal, mal radical, não maleficência.
INTRODUCCIÓN
Los escritos de Hanna Arendt sobre ética (1995), ampliamente estudiados y comentados en la filosofía moral (Passerin d'Entreves, 2013), han tenido escasa presencia en la bioética, a pesar de coincidir en el estudio del mal, que presenta Arendt bajo el cuño de "la banalidad del mal", en bioética por la prioridad del principio de no maleficencia. El interrogante aquí planteado es si acaso banalidad del mal y no maleficencia pueden coexistir en un mismo discurso conceptual. Para esto se analiza las ideas sobre ética expresada por Arendt (2006) en sus escritos pertinentes al tema, para luego enfrentarlas con la idea matriz de la bioética enfocada en no dañar ni provocar sufrimientos.
EL MAL
El tema del mal, inexistente en el pensamiento precristiano, en el cual la filosofía se refería al bien, fue durante muchos siglos subalterno a la teología y a la teodicea que se preguntaba cómo podía existir el mal, en lo que Leibniz en el siglo XVII había decretado como el mejor de los mundos posibles. La solución del maniqueísmo, sugiriendo la sempiterna lucha entre el bien divino y el mal diabólico, era incompatible con la creencia en Dios omnipotente, y el problema quedó insoluto hasta que la Ilustración revolucionó el mundo teocéntrico y puso en manos del ser humano la determinación del bien y del mal o en un lenguaje de la Modernidad que desconfía de términos absolutos, la elaboración de una ética basada en lo recto versus lo incorrecto (right/wrong, recht/unrecht).
El tratamiento filosófico del mal es confuso, ya que habla del hecho de que el mal es un concepto con significación moral propia o simplemente una etiqueta semántica para hacer referencia a daños o infortunios extremos. Hay que aclarar que los males naturales no tienen color ético, a diferencia de los males morales producidos por acción u omisión de un agente que actúa de forma libre, no coercida y responsable, o sea, que está sujeto a rendir cuentas de sus actos frente a un tribunal social, jurídico o de quienes son afectados por su acción.
La filosofía tiene la audacia de poner en cuestión la propiedad de un concepto del mal dotado de un significado propio que exceda la sola exacerbación de maleficencias más acotadas, con lo cual queda ratificada la brecha entre teoría y praxis, pues en la ética aplicada no hay diferencia categorial entre un acto malo y un acto maléfico. El debate filosófico es y seguirá siendo inconcluso, pero la bioética en cuanto aplicación práctica de la deliberación moral requiere proponer decisiones, obligada por ende a adoptar una significación del mal que sea plausible, coherente y pragmática. Para la presente discusión, se proponen algunas conclusiones provisorias del debate filosófico (Calder, 2013).
El mal es producto de un agente que actúa con libertad y responsabilidad, en concordancia con la definición kantiana de persona como un agente racional y moral. Aceptando la definición de Kant, las personas son agentes racionales y morales que, por comisión u omisión, tienen efectos sobre otros y a su vez deben asumir responsabilidad sobre estos. Aun cuando la ética se concentra en los males morales, no desatiende los naturales, por cuanto estos son naturalizaciones arbitrarias de fenómenos sociales, como ocurre en asuntos de ecología, en la determinación de salud/enfermedad, en el uso de los "determinantes socioeconómicos" que son tratados como dados, siendo que su génesis social sería mejor reconocida si se hablase de "condicionantes socioeconómicos", abordables y modificables.
El mal es una acción dañina proactiva y no la mera perversión de una buena voluntad inherente a todo ser humano, como lo entendió Kant. Queda desplazado el azar o el destino para evaluar éticamente las consecuencias del accionar humano.
Las teorías justificativas o explicativas de la maleficencia son de orden social -moral- o jurídico, pero no de orden ético. En otras palabras, el malhechor actúa por motivación, disposición, placer, alteración mental, socialización deficiente o ignorancia y esto podrá ser decisivo para asignar culpa, pero no para eximir de responsabilidad moral, porque el daño está hecho y por lo tanto es por definición una maleficencia contraria a toda perspectiva bioética. Incluso en los males de origen natural, la bioética aguza la mirada para reclamar la ausencia o inequidad de acciones paliativas.
Un caso especial, insoluto, es la maleficencia institucionalizada donde se invoca la responsabilidad colectiva. Sin embargo, estos casos no pueden ser tratados según la fórmula ética básica referida a agentes personales que actúan libremente y son llamados a responder por sus actos. Posiblemente, es preciso analizar el grado de libertad que la institución coarta y qué opciones tienen los individuos en cuanto a sustraerse a la cadena de actores que producen la maleficencia, un tema con el cual la bioética tiene extremas dificultades para abordar.
EL MAL SEGÚN HANNA ARENDT
El foco principal del pensamiento arendtiano fue, después de una fase juvenil interesada en teología, la filosofía política y, dados los tiempos en los que vivió, el fenómeno del totalitarismo, cuya característica más inmoral es que decreta superfluos a individuos y grupos sociales indeseados, al punto de destruir lo esencial de la vida humana (Bernstein, 1996). Esta catástrofe destructiva es el mal radical, la maleficencia inexplicable que no tiene motivación, es primaria, en nada arraiga sino en sí mismo. El término del mal radical había sido introducido por Kant, que lo consideraba una perversión de la buena voluntad inherente al ser humano. Arendt adopta la designación pero no la explicación, porque la radicalidad consiste precisamente en la falta de explicación posible, en la imposibilidad de saber lo que es el mal radical porque no es comprensible mediante categorías humanas. "El verdadero mal es aquel que nos remite a un horror inefable, cuando no podemos decir sino: Esto no debiera haber sucedido" (Arendt, 2006, p. 45). Pero sucedió, y no puede sino dejarnos atónitos, horrorizados, mudos.
Citando a Mateo 18,6 donde la perversidad lleva a proponer que "una gran piedra fuese colgada de su cuello y que fuese ahogado en el mar", Arendt dice, en más de una ocasión, que los malhechores extremos "nunca debieron haber nacido". El mal radical es primario, no puede ser designado como diabólico, satánico, demoníaco, o como cualquier otra adjetivación que propusiese remitir el mal a una fuerza prístina. En rigor, el mal extremo no es radical porque en forma inexplicable no arraiga sino en sí mismo.
En varios de sus escritos, Arendt asevera que el totalitarismo hace colapsar las normas morales de la vida pública y los modales de la vida privada, lo cual afecta a toda la sociedad, a malhechores y víctimas, de manera que desaparece tanto la crítica como la resistencia, y se instala a cambio la tolerancia anuente y la cooperación generalizada con la política totalitaria. La idea de los derechos humanos queda vaciada de contenido tanto para quienes los violan como para sus víctimas (Arendt, 1968).
Arendt, que no vivió bajo un régimen totalitario porque abandonó su Alemania natal en 1933 y estuvo algunos meses recluida en un campo de internación francés, da cuenta muy somera de una serie de fenómenos sociales que transcurren en tiempos de dictadura, como resistencia, clandestinidad y terror, situaciones que muestran que el régimen de excepción impuesto por el autoritarismo extremo anula, pero no destruye la moral social, y está siempre atento de mantener el estado de represión policial y espionaje que sostiene y acompaña invariablemente a las dictaduras y asfixia toda oposición. "(...) destruir la individualidad es destruir la espontaneidad, el poder del ser humano de comenzar algo nuevo a partir de sus propios recursos, algo que no puede ser explicado en base a reacciones al medio ambiente y a sucesos" (Arendt, 1968, citada en Bernstein, 1996).
Hanna Arendt presenció el proceso contra Adolf Eichmann, experiencia que la motivó a desarrollar su idea del mal radical hacia el concepto de la banalidad del mal. Al ver a Eichmann encerrado en una jaula de cristal durante el juicio, su impresión fue de un individuo mediocre, insípido, de hecho "estúpido", incapaz de entender las implicaciones éticas de su monstruosa eficacia administrativa e ingenieril, al llevar a cabo el genocidio de millones de seres humanos, negándose en todo momento a cuestionar su lealtad a la ley imperante.
La banalidad del mal
La maleficencia que se produce en el totalitarismo no es radical porque no tiene raíces, y por carecer de trasfondo es banal. De allí que la descripción del mal radical como la situación en la cual se predica la superfluidad del ser humano y se procede a aniquilarlo requiera una explicación adicional, que es la banalidad del procedimiento.
El concepto es desarrollado por Arendt a partir de una paradoja socrática según la cual es preferible sufrir una injusticia que cometerla, pues hacer el mal condena a vivir en conflicto consigo mismo, a sabiendas de que se realizaron actos injustos que no debían haberse cometido. La deliberación interna consiste en un diálogo del yo consigo mismo, en un proceso del pensamiento que caracteriza a la persona moral. Donde hay ese diálogo interno de la persona que debate sobre la rectitud del obrar, es redundante hablar de persona moral, por cuanto el atributo de personalidad consiste precisamente en la existencia de ese diálogo interno. Es el diálogo de la voluntad que quiere imponerse y la voluntad que obedece, es un diálogo bifronte, una voluntad no de pronto escindida, sino dual por naturaleza, donde se juega el "yo quiero" frente al "no puedo". En este diálogo se hace presente la moral vigente en la sociedad, son normas que son sometidas internamente a juicio en cuanto a su rectitud, puesto que la ética reflexiona sobre la moral. La moral vigente no es rectora, es un elemento más de juicio en este diálogo monológico llevado en soledad.
Arendt prefiere no utilizar la idea de consciencia por su histórica connotación religiosa, porque el diálogo interno no depende de normas divinas o legales, sino del enfrentamiento del yo consigo mismo que dirime lo correcto, lo justo, lo ético. Este debate queda en la memoria a la cual se recurre en futuras decisiones. Así, la paradoja socrática se entiende como la acción maleficente en desacuerdo consigo mismo, en olvido de diálogos anteriores, y por lo tanto en tener que convivir en el conflicto de haber actuado contra la propia convicción: "Hay determinadas cosas que no puedo hacer porque me pondría en la situación de no poder vivir conmigo mismo" (Arendt, 2006, p. 81).
En su mayoría, los seres humanos no desarrollan esta capacidad interna de pensar y recordar sus diálogos internos y las recomendaciones morales que desarrollan, y se conforman con seguir "las reglas y normas" existentes y vivenciar la consciencia como fidelidad y validación de estas normas. Así se facilita que se doblegue ante el autoritarismo totalitario, lo cual dificulta la memoria y el juicio moral una vez restablecido el orden moral tras expulsar al dictador.
Esta abreviada presentación del pensamiento moral de Hanna Arendt lleva por dos caminos a plantear la banalidad del mal. La ruptura totalitaria del orden social, la implantación de una biopolítica tanatológica, como la llama Agamben, produce la desorientación de lo que anteriormente era un baremo social del correcto actuar. Sería necesario reactivar el diálogo interno de la persona, pero que ahora no es libre sino determinado arbitrariamente en cuanto a lo permitido/ prohibido. La anestesia del proceso de evaluación moral, producido por autoritarismo externo y por incapacidad de llevar el debate interno, produce la pérdida de la personalidad, lo que en otro contexto se ha llamado la transformación del bíos humano en zoé característico de la vida animal (Agamben, 2003).
La maleficencia de los criminales extremos como Eichmann no tiene razón de ser, carece de motivación, no es diabólica ni psicopatológica; carece de toda explicación. Lo que Arendt cree detectar es que Eichmann había actuado en ausencia de diálogo interno, y permaneció ciego a la evaluación moral de sus actos que, si planearon y ejecutaron tamaño genocidio, eran producto del cumplimiento de la ley. La lealtad al "derecho" vigente sitúa a Eichmann por encima de toda evaluación ética, por muy perverso que ese derecho sea. En ausencia del diálogo consigo mismo, el malhechor no puede reconocerse moralmente responsable y mostrar arrepentimiento, porque su deber había sido, en su momento y retrospectivamente, cumplir con la ley sin cuestionarla. No ha lugar a que se produzca lo que Sócrates temía: la desgarradora convivencia entre la maleficencia del yo y la condena reprobatoria de sí mismo. El malhechor está en paz consigo mismo.
La coexistencia de un estado de cosas de moral subvertida que permite biopolíticas maleficentes y tanatológicas que declaran la superfluidad de lo humano, y los perpetradores que dejan de ser personas por carecer de diálogo ético interno llevan a darle espesor al concepto de la banalidad del mal. "De la falta de voluntad o de capacidad de entrar en relación con el juicio de los otros, emergen los verdaderos 'skandala', los verdaderos obstáculos, que el poder humano no puede remover, porque no se han originado en lo humano o en motivos humanamente comprensibles. Allí reside el horror del mal y al mismo tiempo su banalidad (Arendt, 2006, p. 150).
BIOPOLÍTICA Y RESPONSABILIDAD
El ejercicio de biopolíticas discriminatorias es la característica fundamental del mal radical, que autoritariamente protege a unos a cambio de marginar o aniquilar a otros, lo cual muestra un antagonismo insalvable con la bioética, que rechaza las discriminaciones entre favorecidos y perjudicados. La biopolítica impone criterios arbitrarios, en muchas ocasiones macabros, de inclusión/exclusión, y en otros casos extremos, y de esta manera se aniquila a grupos humanos considerados superfluos o se reducen al estado de los que no tienen derecho a tener derechos, como señala Ranciére (2004) recurriendo a los escritos políticos de Arendt.
En la médula de la bioética se encuentra la relación entre individuos -médico/paciente, investigador/probando-, donde unos actúan y otros son afectados. Cuando la bioética se aboca a disciplinas de acción y afectación colectiva, como ocurre en salud pública, debe modificar su lenguaje y reflexionar sobre políticas públicas, poblaciones, justificación de programas de prevención, promoción, dirimir la validez del así llamado principio de precaución, en suma, desarrollar un discurso que, aun cuando todavía no es consolidado, se diferencia claramente de la bioética orientada hacia la interacción de personas. El principal dilema de la salud pública es el conflicto entre bien público y autonomía individual, donde campean problemas como vacunación obligatoria, derecho a salud y equidad en atención médica, que han sido infructuosamente analizados desde la bioética principialista. El dilema se complica por la dificultad en asignar responsabilidad en acciones colectivas.
La despersonalización que Arendt detecta en grandes criminales como Eichmann, consistente en la pérdida del diálogo interno que produciría una insensibilidad absoluta a lo ético; de allí que el perpetrador no asume responsabilidad por ser del todo impermeable al lenguaje moral, y la sociedad solo pueda enfrentarlo en lo jurídico. El tema de la responsabilidad es apuntado por la autora de forma certera al decir que: "el grado de responsabilidad aumenta en la medida que nos alejamos del hombre que usó el fatal instrumento con sus propias manos" (Arendt, 1965, pp. 246, 247). No obstante, Arendt se refiere a la responsabilidad adjudicada, no a la asumida. Para la bioética, la responsabilidad inherente al acto humano debe ser asumida por la persona que actúa -en libertad y con responsabilidad-, ya sea espontáneamente o por instancias externas. Este sincretismo entre acción y responsabilidad explica que el principio de responsabilidad desarrollado por Hans Jonas sea el de una ética filosófica que solicita en general, sin destinatario específico, que el mundo de la tecnociencia asuma la responsabilidad por los riesgos de su expansión para el futuro de la humanidad, lo cual es un concepto que no logra la fuerza pragmática requerida por la ética aplicada que identifica al actor y le requiere hacerse cargo, asumir la responsabilidad, por las consecuencias deletéreas relacionadas u ocasionadas por su acción.
Desbrozando el debate filosófico, la ética aplicada ha de comprometerse con conceptos que, aun cuando debatidos e inestables en su significación, son elementos necesarios para abordar los problemas prácticos que son de incumbencia de las éticas acotadas (y la bioética es una de ellas) a una determinada praxis social. Un acto maleficente es aquel que produce daño; es voluntario e intencionado porque si no lo fuese sería un daño por error, ignorancia, motivación perversa e incontrolable (psicópatas), disposición extraviada (por socialización deficiente), o producto no intencionado de otro acto éticamente neutro o incluso benevolente (mala práctica sin dolo9. Sin embargo, las explicaciones o justificaciones de actos que producen daño con materia de juicio social o jurídico; para la ética a toda maleficencia ha de exigírsele la toma de responsabilidad, la cual puede ser moralmente condenatoria o exculpatorio, pero ese juicio ético externo no puede ser obviado sin faltar, a su vez, a la ética. En otras palabras, el recurso a la propia consciencia, que es un juicio ético interno, no es validación suficiente para dar cuenta de un daño provocado.
BIOÉTICA Y MAL RADICAL
La maleficencia inexplicable en su magnitud y perversidad, como se da en regímenes totalitarios, pero también en prácticas perversas como la tortura, el secuestro o la desaparición de personas, es el mal radical que Hanna Arendt describe como instalando la superfluidad del ser humano. Siendo un fenómeno biopolítico, se produce la escisión entre ejecutores y los condenados a ser superfluos, marginados o derechamente aniquilados. La maleficencia radical requiere poder, pero su objetivo no es defender ese poder sino destruir grupos humanos que no son una fuerza enemiga; son declarados indeseables, son los homo sacer descritos por G. Agamben (2003) que pueden impunemente ser destruidos, los muselman que menciona Primo Levi, como muertos en vida; son las personas a quienes se caduca el habeas corpus en tiempos de recelo y sospecha. Son épocas y situaciones en las que se ignoran y violan los derechos humanos.
Ciertamente, la bioética condena, salvo deshonrosas excepciones, toda maleficencia radical, pero lo hace uniéndose al coro de todos aquellos que lo hacen desde la filosofía, la politología y, no menos, desde el sentido común, la decencia, la solidaridad con lo humano. La voz propia de la bioética, su timbre definitorio, participa pero no destaca en este coro condenatorio. Sin embargo, la bioética se desvirtúa si opina sobre lo que no está a su alcance y, más grave aún, si desarrolla una bioética de la guerra (Gross, 2004). Es precisamente la radicalidad del mal, su falta de explicación y fundamento, lo que lo hace inabordable por la reflexión bioética y lo cual confirma que entre biopolítica y bioética hay un antagonismo insalvable e incomunicable.
Todo el análisis del mal radical ha sido sometido a fundadas críticas, pero lo que aquí es de importancia es que el totalitarismo se impone mediante biopolíticas que caducan el derecho vigente y lo reemplazan por uno arbitrario, impuesto, en que prima lo característico de toda biopolítica moderna: dejar vivir y hacer morir. No es una dictadura (constitucional o inconstitucional, comisarial o soberana), sino un espacio vacío de derecho, una zona de anomia en la cual todas las determinaciones jurídicas -y, sobre todo, la distinción misma entre público y privado- son desactivadas (Agamben, 2004, p. 99). (cierra cita)
Respetando la característica fundamental de la biopolítica moderna, consistente en crear inclusiones y exclusiones, en "hacer vivir y dejar morir", aparece aquí otro punto no tratado por el concepto de mal radical arendtiano. En un epílogo a la traducción de una obra póstuma de Hanna Arendt basada en sus apuntes de clases de 1965, Franziska Augstein atenúa el comentario arriba citado, acercándose, sin decirlo explícitamente, a entender la dictadura del nazismo como una biopolítica: "En el Drittes Reich dominada una lógica sistemática, orientada hacia la violencia y la aniquilación. Y muchos individuos estuvieron dispuestos a subsumirse a esa lógica" (Augstein, 2006. P. 194).
Reconocer que el mal radical es una biopolítica es un primer paso para darse cuenta de que entre biopolítica y bioética hay un frente de incompatibilidad absoluta. La biopolítica es excluyente, reduce a sus víctimas a la categoría de zoé -seres humanos privados de todo derecho y condenados a morir-, en tanto la bioética enfatiza y rescata el bíos humano, el individuo empoderado para desarrollar su existencia (Kottow, 2011).
BIOÉTICA Y MAL BANAL
Los términos espesor y presencia concedidos al concepto de la banalidad del mal no significan reconocerle a este coherencia. El concepto de la banalidad del mal fue rechazado por muchos, entre ellos por el erudito G. Scholem, que lo menosprecio como un "catchword" o "slogan": la banalidad del mal es una idea trivial. Su semántica origina confusión, porque en tanto que el mal radical se refiere a un estado de cosas perversas, la banalidad indica más al malhechor que al mal. Si la figura de Eichmann inspiró la idea, debiera en rigor hablarse de la banalidad del perpetrador, porque el mal no puede ser banal, pues lo si fuese todo lo demás sería a su vez trivial, porque no hay nada que afecte tan negativamente la existencia humana como sufrir el mal. Esto valida la dedicación de la bioética a la no maleficencia y a rechazar el daño y la perversidad de obtener beneficios para unos a costa de riesgos y perjuicios para otros que generalmente constituyen mayoría frágil.
La bioética reflexiona sobre actos humanos realizados en libertad y responsabilidad que intervienen en procesos vitales y naturales, dando una alerta en la medida que estas intervenciones producen daño de carácter irreversible.
A diferencia del informe Belmont, que proclama el principio de beneficencia incluyendo el de no maleficencia, ha sido rol fundamental de la bioética enfrentarse con prácticas que tienen una doble relación con el mal. Por una parte, la bioética se refiere a prácticas sociales terapéuticas, como medicina, salud pública e investigación biomédica, las cuales son campos de reflexión donde la bioética vigila que sus intervenciones reduzcan los males que aquejan al ser humano y condena toda maleficencia que se produce como consecuenciaa o por distorsión de estas acciones. Por otra parte, se propone paliar o eliminar males naturales y sus consecuencias (enfermedad, deterioro ecológico). Por ello, la no maleficencia ocupa un lugar central en el principialismo de Georgetown, ya que es considerada, junto con la justicia, como principio fundante de la bioética dado su carácter público y, por ello, primario, según lo indica D. Gracia (1995). También la moral común destaca como fundamento el no dañar, y ya en el consecuencialismo se valoran los beneficios y la evitación de daños y sufrimientos. Las cruzadas a favor de derechos animales a no ser maltratados nacen en el siglo XVIII, con el utilitarista Bentham, y son mantenidas por los movimientos antiviviseccionistas y ecologistas que resaltan el deber humano de no provocar daño a otros seres vivos sentientes. Las visiones de la beneficencia varían, se evalúan en términos culturales y personales, pero no hay duda de que el daño provocado por maleficencia o por azar desfavorable es algo que todos quisieran evitar. La pregunta por plantear es si acaso el concepto arendtiano de la banalidad puede coexistir con este primado bioético de no dañar. La beneficencia tiene matices y variaciones, la maleficencia es universalmente indeseada.
CONCLUSIONES
Los diversos modos de entender la bioética, sean de corte principialista, doctrinario, pragmático, secular, racional o emotivista, reconocen la evitación del mal como su tarea primordial y más urgente. Es llamativo, entonces, que la no maleficencia haya sido siempre destacada pero escasamente reflexionada: ¿cómo se define el mal y por quién es definido: por el afectado, la sociedad, el observador imparcial, los representantes de una fuerza trascendente? ¿A quién corresponde dimensionar el mal? Frente a un embarazo no deseado y una legislación mínimamente permisiva, ¿es la mujer la que decide entre el mal del aborto y el mal de engendrar un ser no deseado y desprotegido en su eventual invalidez? El mal de disponer de la propia vida a despecho del social y doctrinario "derecho a la vida", comparado con el mal de seguir viviendo en sufrimiento y desesperanza genera dudas y problemas. ¿Quién es el malhechor, si lo hay, en el así llamado suicidio asistido: el médico colaborador, los familiares anuentes, el paciente ejecutor? ¿Es maleficente reclutar pacientes para investigaciones que implican riesgos para ellos en ausencia de todo beneficio directo?
La reflexión bioética sobre no maleficencia queda muy en zaga en sociedades que consumen y mensuran daño en términos económicos, evaluando compensaciones monetarias, juridizando a malhechores según la cuantía de los daños provocados, estableciendo tablas de seguros basadas en estadísticas, pontificando sobre la gratuidad de la donación de órganos aunque esto genere lucro para intermediarios y elevados costos para el receptor. Las indecisiones de la bioética dan paso a un bioderecho que bascula entre la firmeza jurídica y el requerimiento ético de ser "flexible", es decir, de compartir la reflexión con la bioética (Casado, 2000). Amenazada por la biopolítica y coartada por el bioderecho, la bioética requiere dejar de lado el festín académico, abocarse a los problemas que le competen, resistir el canto de sirenas de lo global, lo holístico, lo dogmático, lo foráneo. En nuestro subcontinente latinoamericano debemos lamentar mucha maleficencia que debe ser identificada y neutralizada desde una perspectiva propia.
Referencias
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