1. Introducción
Una amplia investigación en las ciencias sociales ha venido adoptando el concepto de interseccionalidad para entender la forma en que interactúan y se superponen los conceptos y las inequidades de clase, género, raza, sexualidad y otras categorías de diferenciación social, y la forma como afectan a los individuos y a los grupos sociales. En el pensamiento feminista y en los estudios de género especialmente, se puede apreciar cierto desplazamiento desde la exclusividad o preponderancia de la categoría de género, hacia la incorporación de otras categorías analíticas para la mejor comprensión de las complejas dinámicas sociales, en particular de grupos sociales minoritarios cuyas experiencias de discriminación y subordinación solo pueden entenderse a partir de dichas intersecciones (Collins, 2000; Chafetz, 1997; Browne y Misra, 2003; Valentine, 2004; McCall, 2005).
Las raíces del debate de la interseccionalidad se remontan a los aportes del feminismo negro en el contexto del movimiento afroamericano por los derechos humanos en Estados Unidos. Lo que le dio fuerza a la perspectiva de la interseccionalidad fue que enfrentó una de las principales preocupaciones teóricas y políticas del feminismo, que era el reconocimiento de las diferencias entre las mujeres y el resquebrajamiento de las narrativas esencialistas. Aunque los aportes latinoamericanos dejaron ver las diferencias entre las mujeres, no plantearon desde un principio una crítica epistemológica y teórica a la corriente principal del feminismo, que el concepto de clase hacía más difícil.
Kimberlé Crenshaw (1989; 1993), profesora de derecho, acuñó el concepto de interseccionalidad por primera vez, a sus treinta años en la universidad de California. Pero la autora más reconocida en esta perspectiva y en la teoría del feminismo negro es la socióloga Patricia Hill Collins (2000). Aunque Collins utilizó el término ‘sistemas entrelazados’ (interlocking systems) para designar la misma perspectiva, fue el término de interseccionalidad el que tomó fuerza y se utilizó ampliamente en distintos campos de investigación y análisis político.
En América Latina, durante los años de 1980, se generó un amplio debate sobre las relaciones entre clase y género, cuando este último concepto apenas se mencionaba. No obstante, este debate se presentaba en términos de las particularidades que generaba el uno en el otro, o en la preponderancia o no de uno de ellos en la explicación de los procesos de explotación y discriminación social (Beneria y Roldan, 1987; León et al., 1991). La clase social, un concepto clásico del siglo XIX, intentaba opacar el naciente concepto de género que solo logró su plena autonomía ya entrada la década de 1990. Por su parte, además de los estudios étnico-raciales asentados en los movimientos de derechos humanos y de liberación negra en Norteamérica, los estudios poscoloniales e indigenistas latinoamericanos lograron acumular una sólida explicación y representación de las experiencias de discriminación racial (Westwood y Radcliffe, 1993). Así mismo, las nuevas masculinidades, el movimiento gay y otros grupos minoritarios de diversidad sexual afloraron junto con el movimiento feminista, en la comprensión de las nuevas subjetividades, la discriminación sexual y en la lucha por el reconocimiento a la diversidad (Carrigan et al., 1985; Connell, 1995; Butler, 1999).
Estas diferentes fuentes lograron, a inicios del siglo XXI, encuentros parciales a fin de resolver y superar la fragmentación analítica de la vida social. Los estudios de género fueron cuestionados y enriquecidos por las experiencias de las mujeres negras e indígenas (Curiel, 2007; Radcliffe, 2008), la experiencia racial reconoció sus diferentes expresiones de clase y género como su dimensión sexual, y las experiencias sexuales fueron mejor comprendidas en los contextos racializados y clasistas (Wade et al., 2008). Estas intersecciones se configuraron a partir de distintas expresiones en los cursos de vida y en diferentes contextos geográficos.
Las críticas de las que ha sido objeto el término mismo de interseccionalidad (Lugones, 2005), especialmente una visión aditiva y autónoma de distintas opresiones en grupos específicos de población, han sido en alguna medida abordadas por muchos de los anteriores aportes, que han permitido examinar la consustancialidad real de interacción de las distintas categorías de exclusión, dominación y discriminación social, buscando comprender las dinámicas complejas de realidades sociales situadas (Awid, 2004; Lutz, et al., 2011; Brah, 2012; Viveros, 2016). Como lo señalan Lutz et al. (2011), la interseccionalidad presenta una gran utilidad como un instrumento para integrar las perspectivas marginalizadas y entender la co-constitución histórica de reglas y mecanismos de poder del complejo juego entre la desventaja y el privilegio.
El presente texto busca abordar la pregunta de hasta dónde se presenta una interseccionalidad entre dos órdenes de discriminación social como son el género y la discapacidad. Los estudios y las teorías sobre género y discapacidad se han desarrollado generalmente de manera aislada. Al parecer, los grupos o movimientos sociales propios de cada corriente han mantenido una gran distancia entre sí, lo que sumado a una escasez de estudios específicos sobre discapacidad, vista desde una perspectiva de género ha invisibilizado la particularidad de las mujeres en condiciones de discapacidad y, por lo tanto, “(…) añade barreras que dificultan el ejercicio de derechos y responsabilidades como personas, la plena participación social y la consecución de objetivos de vida considerados como esenciales” (Soler et al., 2008, p. 2).
Así, este texto busca realizar un acercamiento a la experiencia laboral de mujeres con discapacidad a fin de examinar la interseccionalidad de su condición específica en una sociedad sexista y discriminante de la habilidad física. Entre otras organizaciones, la Organización de las Naciones Unidas, Consejo de Derechos Humanos (2012), señala que las mujeres y niñas con discapacidad experimentan una situación de alto riesgo de abuso sexual, explotación, violencia de género y discriminación, para lo cual utiliza el concepto de doble discriminación. La discusión del concepto de interseccionalidad reseñado anteriormente cuestiona en general esta noción aditiva de la discriminación y cierto carácter esencialista asignado a grupos humanos. En tal dirección este trabajo, con base en el concepto de interseccionalidad, busca analizar la consustancialidad de la experiencia situada de algunas mujeres profesionales con discapacidad. Dado el carácter limitado y específico de la experiencia de este grupo de mujeres, se quiere dejar planteadas algunas reflexiones para explorar con otros grupos más amplios, el carácter interseccional de cómo operan las relaciones de discriminación social y sexual.
A partir de las anteriores consideraciones, en la siguiente sección el presente texto discutirá los distintos enfoques sobre la discapacidad, para luego analizar la relación de la discapacidad con la inclusión laboral. Posteriormente, se presentan evidencias de la experiencia de mujeres en condición de discapacidad frente a la inclusión laboral y las especificidades de la discriminación de género en la discapacidad, a partir de la realización de entrevistas semiestructuradas a mujeres profesionales en condición de discapacidad, especialmente física. Finalmente, el texto cierra con algunas conclusiones.
2. Hacia un modelo social de la discapacidad
A lo largo de la historia y en todas las sociedades, la discapacidad ha sido conceptualizada de distintas maneras, las cuales a su vez han determinado la forma en que las prácticas culturales, las políticas públicas e incluso los derechos de las personas con discapacidad (PcD) se materializan (Luna, 2015; Luna et al., 2018). Por esta razón, es necesario analizar las diferentes concepciones de discapacidad que han existido: “La doctrina hace referencia a tres modelos de discapacidad en la historia. Estos modelos no son estáticos ni cronológicos, así como las concepciones que coexisten no son unívocas ni pacíficas” (Asdown et al., 2014, p. 9). En la literatura se identifican varios modelos que conceptualizan la discapacidad; a continuación, se resumen tres de los más conocidos: modelo de prescindencia, rehabilitador y social.
El primer enfoque que se ha documentado, denominado de prescindencia, es aquel que considera la discapacidad como un castigo o condena para las personas con discapacidad y sus familias. De esta manera, se piensa que las PcD no contribuyen a la sociedad y más bien representan una carga para ella, por lo cual es necesario prescindir de ellas
(…) mediante su aislamiento permanente en instituciones segregadas; mediante la incapacitación como persona con capacidad jurídica ante el Estado (interdicción) y en otros casos eliminando su capacidad reproductiva a través de la esterilización. Bajo este entendido, las PcD no son ciudadanos plenos sino meros objetos de caridad, rechazo o miedo, lo cual resulta necesariamente en su exclusión (Asdown et al., 2014, p. 10).
Este modelo se desarrolla en sociedades premodernas que generalmente explicaban la discapacidad a partir de motivos religiosos. En este enfoque “las personas con discapacidad se consideran innecesarias por diferentes razones: porque se estima que no contribuyen a las necesidades de la comunidad, que albergan mensajes diabólicos, que son la consecuencia del enojo de los dioses, o que -por lo desgraciadas- sus vidas no merecen la pena ser vividas” (Palacios, 2008, p. 26).
El segundo enfoque, propio de sociedades modernas, se denomina rehabilitador o médico, y percibe a una persona con discapacidad como enferma, que necesita un tratamiento, rehabilitación, cura o que es objeto de caridad, es decir que desde este enfoque el “problema” está en el individuo y no en la sociedad y, por lo tanto, es responsabilidad de las personas con discapacidad cambiar o buscar su rehabilitación con el fin de encajar en la sociedad (Kanter, 2011). Así, este modelo afirma que las PcD no son útiles en la medida en que no sean rehabilitadas, es decir, que las personas con discapacidad deben lograr asemejarse a las personas sin discapacidad en la mayor medida posible. Desde este enfoque, la discapacidad equivale a un “déficit” o a una “limitación”, y se subestima e ignora las habilidades de las personas que supuestamente la “padecen”. Estas características hacen que se adopten actitudes paternalistas que se enfocan únicamente en el supuesto “déficit” que las personas con discapacidad presentan y en la necesidad de que sean “normalizadas”.
El tercer enfoque se denomina modelo social de la discapacidad. La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de las Naciones Unidas (CDPCD) fue el instrumento que evidenció la ruptura definitiva respecto de los anteriores enfoques y que, por el contrario, se estructuró bajo el modelo social de discapacidad, concentrando la experiencia de la discapacidad no en algo individual, sino en el entorno socialmente construido y las barreras que impiden la participación de las PcD en la sociedad (Lord, Suozzi y Taylor, 2010).
De esta manera, el modelo social entiende que el origen de la discapacidad está en la sociedad, en la medida en que las dificultades, el aislamiento o el paternalismo al que se enfrenta la población con discapacidad es el resultado de una sociedad que no ha logrado ofrecerles una inclusión real. El modelo propone que la discapacidad sea vista desde las barreras, exclusiones, discriminaciones y actitudes negativas que la sociedad impone a las personas con discapacidad, de forma voluntaria e involuntaria. Aquí el foco se desplaza de la PcD a la sociedad que hace que esta persona esté en discapacidad. Una de las premisas fundamentales de este enfoque es la igualdad, pues de ella se desprende la idea de equilibrio en las oportunidades y la posibilidad de tomar decisiones autónomamente. La discapacidad debe ser vista, entonces, desde la sociedad, con lo cual el verdadero problema surge a partir de las limitaciones que esta impone al no poder asegurar que las necesidades de las personas con discapacidad sean tenidas en cuenta dentro de la organización social.
De Asís Roig (2012) resume de manera genérica el modelo social de discapacidad en cuatro puntos que pueden servir para ilustrar el concepto: i) el enfoque que aborda la discapacidad de manera compatible con los derechos humanos; ii) la discapacidad tiene un origen social por lo que las medidas tendientes a satisfacer los derechos de las personas con discapacidad deben tener como principal destinataria la sociedad en general; iii) la discapacidad es principalmente una situación en la que se encuentran o pueden encontrarse las personas y no un rasgo individual que las caracterice; iv) la política normativa en el ámbito de los derechos humanos de las personas con discapacidad debe moverse en el plano de la igualdad y la no discriminación y, dentro de este, en el ámbito de la generalización de los derechos.
La historia de la discapacidad en Colombia hasta los años de 1990 tuvo un enfoque completamente clínico y estuvo asociada siempre con el sector salud. Aunque el concepto de discapacidad ha comenzado a evolucionar en el país y se transita actualmente hacia un modelo social, los rezagos del modelo médico y de prescindencia persisten. Se considera que, hasta el día de hoy, ningún ordenamiento jurídico ha implementado plenamente el modelo social en sus normas, políticas y prácticas (Asdown et al., 2014).
3. Inclusión laboral y discapacidad
La inclusión laboral de personas con discapacidad ha sido abordada por varios estudios. Entre ellos se encuentra el de Muñoz et al. (2013), quienes aseguran que uno de los principales obstáculos y puntos clave a tratar para lograr una inclusión laboral exitosa de PcD es el denominado “entorno más inmediato” para el trabajador con discapacidad, es decir, los actores que aparecen en su cotidianidad, en otras palabras, sus compañeros de trabajo y empleadores. Después de realizar un estudio a partir de una muestra de 123 trabajadores pertenecientes al sector textil, con una perspectiva de género y con base en la teoría psicológica del comportamiento planeado3, los autores señalan que la intención de apoyo a la inclusión laboral de las PcD se encuentra condicionada por los prejuicios de la sociedad y que la variable género sí se convierte en un elemento relevante en el proceso, pues en general se subestima a las mujeres, más si tienen discapacidad. De esta manera, además de mostrar las bajas tasas de inclusión laboral y de empleo para las mujeres respecto de los hombres, el análisis realizado concluye que las actitudes colectivas hacia las personas con discapacidad son en su mayoría negativas, están cargadas de prejuicios y catalogan a este grupo como inferior e incompetente para desarrollarse en el mercado laboral.
Poblete y Jiménez (2013) elaboran una propuesta de intervención para una inclusión laboral de PcD con base en una perspectiva de género. Estos autores realizaron una investigación con un grupo de 20 mujeres microempresarias con discapacidad intelectual, enfocados en cuatro componentes básicos: bienestar subjetivo, autodeterminación, habilidades sociales y capacidad emprendedora. Al igual que en el estudio de Muñoz et al. (2013), en el de Poblete y Jiménez se otorga una especial relevancia a los factores psicológicos de la problemática, pero esta vez no sobre las variables externas -compañeros de trabajo y empleadores- sino sobre las internas. Según ellos, es necesaria una intervención psicosocial que potencie las habilidades y competencias de las mujeres emprendedoras con discapacidad, desarrollando conocimientos paralelos que apoyen los ya existentes y que fortalezcan su autoestima y autodeterminación, componentes necesarios para generar espacios de inclusión laboral.
Un elemento que se resalta en la literatura es la forma como los distintos autores se aproximan al concepto de discapacidad, reconociendo que las PcD constituyen un grupo heterogéneo, con particularidades y diferencias que, si bien complejizan el escenario, deben ser necesariamente tenidas en cuenta. Por ejemplo, Riaño et al. (2016), en su estudio de jóvenes con discapacidad, realizan un perfil laboral determinado por la situación de cada estudiante respecto al dominio de conocimientos y habilidades relacionados con ciertas competencias. Por su parte, Poblete y Jiménez (2013), dentro de las dimensiones que proponen para generar mayores capacidades en las PcD, tienen en cuenta sus relaciones interpersonales significativas -amigos y familia- y su desarrollo personal -habilidades y competencias-.
Es de resaltar también que la mayoría de los autores a la hora de identificar las barreras y obstáculos de las PcD para acceder al trabajo, se refieren específicamente a las barreras actitudinales de las personas de su entorno inmediato. Este tipo de barreras no son tenidas generalmente en cuenta en la literatura sobre discapacidad, pero realmente son un factor esencial para garantizar la igualdad de oportunidades. La importancia de esta nueva consideración en la literatura es evidente, pues la generación de espacios accesibles a las personas con discapacidad en el ámbito laboral demanda la erradicación de este tipo de barreras, de manera que se promueva un cambio cultural que permita eliminar toda forma de discriminación.
Riaño et al. (2016) señalan además la necesidad de familiarización con el mundo laboral a través de una formación práctica. Proponen promover habilidades tangibles en contextos reales que permitan ofrecer una retroalimentación constante y un acompañamiento a las PcD. Muñoz et al. (2013) y Riaño et al. (2016) se preocupan por identificar previamente las competencias, habilidades, conocimientos y actitudes necesarias para un proceso de ingreso al mercado laboral efectivo, sin dejar a un lado la realidad laboral y la demanda del mercado. San Antonio et al. (2015) van un poco más lejos al tener en cuenta no solo a las personas con discapacidad, sino a los demás actores involucrados -familiares y empresarios-.
Aunque los autores mencionados intentan promover una participación mucho más decidida de las personas con discapacidad y cada vez las definiciones y aproximaciones son más acordes con el modelo social que define este concepto, se evidencian rezagos de un modelo médico o rehabilitador en varios aspectos. Por ejemplo, San Antonio et al. (2015) proponen que en la participación se incluya al equipo médico que acompaña el proceso de rehabilitación de las PcD, elemento que puede ser discutible toda vez que su estado físico no debería ser un determinante a la hora de identificar los ajustes razonables necesarios para una plena inclusión laboral.
Por su parte, autores como Mascayano et al. (2013), desde un enfoque basado en las habilidades y potencialidades de las personas y no desde sus supuestas “limitaciones”, elaboran una propuesta contradictoria, pues proponen capacitaciones estándar y obligatorias sobre inclusión laboral para las personas con discapacidad, sin tener en cuenta realmente las habilidades y necesidades que se presentan en cada caso específico y sin incluir en la discusión a las personas sin discapacidad. De esta manera, las propuestas de solución se abordan desde un modelo que busca rehabilitar al empleado, lo que dificulta buscar las soluciones en el lugar correcto, es decir en la sociedad, y no en la persona misma.
Otro de los temas cuestionables de los textos fue la perspectiva de género utilizada en algunas de las metodologías. En el caso de Muñoz et al. (2013), por ejemplo, la investigación no tuvo en cuenta el contexto, contribuciones, experiencias o realidades de las mujeres como tal, ni se cuestionó por qué los resultados obtenidos se diferenciaban entre hombres y mujeres. Aunque los autores aseguran que la presencia en el mercado laboral de la mujer estaba definida por la invisibilidad y la “doble discriminación”, no se encontró argumentación que permitiera asegurar esta premisa.
Según Beetham y Demestriades (2007), de no incluirse acertadamente una perspectiva de género, la investigación termina siendo parcial, lo que desencadena la inclusión de acciones fragmentadas en las políticas y programas que buscan generar igualdad de condiciones entre hombres y mujeres. Tasli (2007) señala la importancia de darle mayor prioridad a las preocupaciones y necesidades de las mujeres en el diseño e implementación de las políticas o programas de carácter socioeconómico y político, o lo que ella denomina gender-mainstreaming. Por esta razón, brinda gran relevancia al empoderamiento de las mujeres, lo cual conlleva una trasformación de las estructuras existentes, de tipo bottom-up, es decir desde las mujeres y no desde las instancias políticas tradicionales de decisión.
4. La inclusión laboral de mujeres con discapacidad
Según el Informe Mundial de la Discapacidad del 2011, elaborado por la Organización Mundial de la Salud y el Banco Mundial (2011), más de mil millones de personas en el mundo viven con algún tipo de discapacidad, lo que representa aproximadamente 15% de la población mundial. En Colombia, las cifras más actualizadas del Ministerio de Salud y Protección Social y de la Alta Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer (2012) informan que existen más de 850 mil personas con discapacidad, de las cuales 53% son mujeres.
Asimismo, a partir del Tercer Encuentro Distrital de Mujeres con Discapacidad y Cuidadoras realizado en el 2014, se pueden obtener varios datos interesantes para la ciudad de Bogotá: i) la cuarta parte del total nacional de la población de mujeres con discapacidad reside en Bogotá (25%); ii) frente al nivel de escolaridad, del total de mujeres encuestadas, la quinta parte no tiene ningún nivel de escolaridad; 47% cursó algún grado de básica primaria, 23% tiene la secundaria incompleta y solo 1% tiene un título universitario; iii) de acuerdo con los tipos de discapacidad medidos en la encuesta, la discapacidad física es la discapacidad más frecuente entre las mujeres (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2014).
Ahora bien, según cifras oficiales, se ha mostrado una posición desbalanceada de las mujeres en general, frente a los hombres, en lo que tiene que ver con las oportunidades y condiciones en el mercado laboral, lo que se evidencia en diferentes cifras y estadísticas: i) el desempleo para las mujeres es de 11% mientras que para los hombres es de 6,4%; ii) en la oferta laboral, tener personas a cargo reduce la oferta laboral femenina en 17,5% y la masculina en 2,5%; iii) respecto de las brechas salariales, al comparar hombres y mujeres del mismo nivel educativo se observa que los hombres ganan 21% más que las mujeres; y, iv) en la carga laboral, las mujeres trabajan en promedio 10,8 horas más a la semana que los hombres (Ministerio del Trabajo, 2016).
La Fundación Saldarriaga Concha (2016) precisa, respecto del acceso al ámbito laboral explícitamente para PcD, que en Colombia 61% no recibe ningún tipo de ingreso económico para su subsistencia y, con base en cifras del Dane, que “solo el 15,5% realiza algún tipo de trabajo por el que en su gran mayoría reciben menos de un salario mínimo” (p. 1). Para el caso de la ciudad de Bogotá, el Plan de Desarrollo “Bogotá Humana” (Alcaldía, 2012, p. 25), formulado para el período de 2012 a 2016, estipula que “generar trabajo decente y digno se convertirá en el principal mecanismo para que la población bogotana pueda gozar con autonomía de sus derechos”. Uno de los retos identificados por el Plan se relaciona con el fortalecimiento del tejido productivo -con énfasis en la economía popular- a través de la garantía del derecho al trabajo en condiciones de equidad y dignidad “(…) con especial atención a las familias de bajos ingresos, mujeres, jóvenes, grupos étnicos; afrodescendientes, palenqueros, raizales, indígenas y rom, las personas LGBTI, las víctimas y personas con discapacidad y en general de los grupos poblacionales discriminados y segregados” (Pineda, 2013, p. 113) [negrita por fuera del texto original].
Por su parte, el documento Conpes Social 161 de 2013 que desarrolla la Política Pública Nacional de Equidad de Género para las Mujeres, menciona en cuatro ocasiones la palabra discapacidad, para referirse a las mujeres con discapacidad. Esto se hace dentro del listado al reconocimiento de las múltiples diferencias sociales y vulnerabilidades de las mujeres (DNP, 2013). Si bien, no se señalan acciones específicas para mujeres con discapacidad, se espera que sean tenidas en cuenta en sus distintos ejes temáticos. Uno de ellos es el de autonomía económica y acceso a activos, que busca garantizar la plena participación de las mujeres en el mercado laboral con igualdad de oportunidades. La reciente evaluación participativa e institucional que se realizó de este Conpes (Proyectamos, 2017), en la valoración que realizan de ese eje laboral de la política, centrado en el programa Equipares, señalan que en el conjunto de medidas el programa busca con las empresas “Considerar la inclusión de trabajadores/as con algún tipo de discapacidad” (p. 176), pero no se vuelve a mencionar el tema. Así, si bien las políticas de equidad de género han mencionado la discapacidad como un atributo de diferenciación y vulnerabilidad, no han tenido un desarrollo específico en su intersección en el campo laboral.
Con estos elementos, es posible señalar, tanto para mujeres como para PcD, los vacíos y la discriminación que existe en el ámbito laboral, relacionada con los procesos de contratación, las bajas remuneraciones, las dificultades para acceder a crédito y la poca participación en procesos de toma de decisiones en materia económica (ONU, s.f.). Aunque Bogotá es un caso excepcional respecto del resto del país, por ser un lugar que concentra la mayor parte de la población, porque es sede de los poderes públicos nacionales y porque ha ido adoptando políticas progresivas en el campo laboral (Pineda, 2013), no existen cifras que evidencien la problemática específica que viven las mujeres con discapacidad en el ámbito laboral. No obstante, surge la duda de si la situación de discriminación es la misma o, por el contrario, se empeora para una persona que cumple las dos condiciones, es decir una mujer con discapacidad.
En este sentido, el presente estudio, a partir de una metodología cualitativa, tiene en cuenta las experiencias de cinco mujeres adultas y profesionales con discapacidad, en su ingreso y condiciones laborales en la ciudad de Bogotá4. Igualmente, se realizó una entrevista a la Directora de Recursos Humanos de una empresa bogotana, con el fin de conocer su opinión sobre el tema, y a personas que prestan apoyo a PcD, con el fin de contar con una visión más comprensiva de esta realidad. Todas las entrevistas fueron realizadas en la ciudad de Bogotá en el 2016 y complementadas en el 2017. A partir de los testimonios de las mujeres, como de los expertos en la temática, en la siguiente sección se presentan los resultados.
5. Discriminación de género y discapacidad
Natalia es comunicadora social, activista por los derechos de las PcD y mujer con discapacidad física. A partir de su experiencia de trabajo con las organizaciones de PcD, Natalia se refiere a las barreras que en general encuentran las PcD:
Por el hecho de tener una discapacidad, la misma sociedad en general ya considera a esa persona como completamente inútil, como que no es funcional en la parte de producción. Se ve a la PcD como cuerpos no productivos; así es como nos toman el Estado y la sociedad misma, y eso se observa mucho en este tema laboral. Cuando vamos a buscar un trabajo, obviamente las dificultades son mucho más fuertes porque, además, no solamente encontramos barreras en el caso de que no nos quieran aceptar laboralmente, sino que muchas veces cuando quieren aceptar a una persona con discapacidad no hay las condiciones para que las personas puedan aceptar el trabajo. Me dicen “te damos el trabajo”, pero es en un quinto piso y el quinto piso no tiene ascensor; pues finalmente yo no puedo aceptar el trabajo (Natalia Moreno, comunicación personal, 16 de abril, 2016).
Ahora bien, la Convención sobre los Derechos de las PcD reconoce en su artículo 27 el derecho de las PcD a trabajar en las mismas condiciones de los demás. Será el Estado quien deba promover oportunidades para acceder al mercado laboral, propender por la realización de ajustes razonables en el lugar de trabajo y prohibir cualquier forma de discriminación laboral para esta población. No obstante, según el Informe Mundial sobre la Discapacidad (OMS y Banco Mundial, 2011) las PcD registran tasas de ocupación menores, reciben menos ingresos por su trabajo y tienen mayores probabilidades de ser pobres. Según Garavito (2014), lo anterior
(…) obedece a numerosos factores entre los que se encuentran la falta de acceso a la educación, a la capacitación profesional y a que aún existe en la sociedad y en el sector empresarial la mentalidad de que una PcD no puede desempeñar adecuadamente un trabajo, y cuando lo hace, no lo realiza con los mismos criterios de calidad de quien no tiene discapacidad (p. 17).
En este aspecto, es importante hacer referencia al concepto de estabilidad laboral reforzada, desarrollado por la Corte Constitucional (2003) como respuesta a la situación de desventaja de las PcD en materia laboral. Este concepto recoge varias normas constitucionales que promueven la protección de las PcD: la estabilidad en el empleo (CPC, artículo 35, 1991); el deber del Estado de adelantar una política de integración social a favor de aquellos que se consideran “disminuidos físicos, sensoriales y síquicos” (CPC, artículo 47, 1991; Corte Constitucional, 2009), y el derecho de protección especial sobre las personas que se consideran en “debilidad manifiesta” (CPC, artículo 13, 1991; Corte Constitucional, 2008). A través de la Ley 361 de 1997, específicamente de su artículo 26, se establecen las garantías particulares que los empleadores deberán tener en cuenta para prevenir la discriminación de PcD en los procesos de inclusión laboral.
Frente a esta regulación para la contratación de PcD se han generado una serie de interpretaciones constitucionales y jurisprudenciales en sede de tutela y de constitucionalidad, y varios pronunciamientos de la Corte Suprema de Justicia, acerca del alcance del artículo, que han aumentado los temores en el sector empresarial, frente a la presunta imposibilidad de terminar los contratos laborales de PcD. En la práctica, la percepción de las empresas respecto de la contratación de PcD es que esta población goza de una protección laboral absoluta, y que por tanto es imposible desvincularlos de la empresa, aunque exista una justa causa, convirtiendo a las PcD que laboran en “empleados perpetuos” como ellos lo denominan (Lermen, Martínez y Parra, 2013, pp. 38-45). Lo anterior complejiza aún más la situación actual de las PcD que buscan acceder a un trabajo. En palabras de María Teresa:
“(…) Lo que ha tenido un efecto contrario a lo que se quería es el tema de la ley y el fuero a los discapacitados. Se han puesto tantas arandelas legales y trabas para manejar una relación de carácter laboral que considero que ha sido un efecto búmeran que terminó siendo desfavorable para el discapacitado. El empleador que antes solo veía un tema de restricciones físicas que afectaban o no su desempeño, terminó viendo cadenas de hierro legales que lo hacen pensar antes de contratar una persona discapacitada” (María Teresa Escobar, comunicación personal, 22 de febrero, 2017).
En el testimonio de Natalia también se evidencian elementos de diferenciación de género, no solo en la búsqueda de trabajo y condiciones laborales, sino en la búsqueda misma por los derechos de las PcD. Al respecto Natalia señala:
(…) al interior del movimiento social de discapacidad “la mayoría de los que mueven todo” son hombres, y cuando va a llegar una mujer se sienten abrumados o chocados porque lo ven como una cosa negativa, lo percibo yo; yo sí lo he sentido en muchos aspectos compartiendo con hombres con discapacidad, “líderes”, y realmente la violencia de género es brutal. Entonces sí, existe eso, porque además hay una cosa a tener en cuenta: cuando el hombre tiene discapacidad, “a la falta de algo”, lo que refuerza es la parte del género, es como un poder que refuerza al final (Natalia Moreno, comunicación personal, 16 de abril, 2016).
En los estudios de género y masculinidades, se acuñó el concepto dividendo patriarcal, el cual ha sido creado para explicar las ventajas que material e ideológicamente todos los hombres ganan a partir del carácter de la estructura social de su dominación (Connell, 1995). En el caso de la experiencia de Natalia, se puede evidenciar que hombres en condición de discapacidad, que ciertamente presentan socialmente desventajas, no solo como personas con discapacidad sino también frente a los modelos de masculinidad hegemónica, de manera contradictoria ejercen un dividendo patriarcal al ejercer poder como hombres en espacios de las organizaciones sociales en las que participan.
El testimonio sugiere que en la medida en que la condición de discapacidad para un hombre lo hace perder cierto “poder” debido a la exclusión y discriminación, intenta compensar esta pérdida ejerciendo un poder mayor entre sus pares frente a quienes no se considera como igual por razones de género, reproduciendo el orden de género en la discapacidad. En varios comentarios de Natalia sobre la comunidad con discapacidad, es posible señalar que en esta se presenta una discriminación de género que, si bien no es posible asegurar que es mayor respecto del caso de personas sin discapacidad, sí presenta ciertos matices que la diferencian. Por ejemplo, ella asegura que los espacios de discusión que se generan en la población de PcD se han enfocado en solucionar los problemas relacionados específicamente con la discapacidad, pero que se han dejado de lado otros temas cruciales como la equidad de género:
Yo lo que siento es que no se ha intentado visibilizar de la mejor manera [el componente de género]. Hablamos de mujeres con discapacidad, pero no estamos visibilizando el tema del género... No estamos hablando de violencia de género en discapacidad, no estamos hablando de violencia intrafamiliar en discapacidad, no estamos hablando de abuso sexual en discapacidad, son temas muy puntuales que al interior de la comunidad con discapacidad no han sido tocados, ni siquiera debatidos, porque de alguna manera prevalecen otros temas (…) (Natalia Moreno, comunicación personal, 16 de abril, 2016).
Para Tina Samper (comunicación personal, 7 de marzo, 2017), artista plástica y mujer sorda, una de las personas entrevistadas, el error en el que cae la sociedad es que se sigue percibiendo la discapacidad como un bloque homogéneo y realmente cada caso es diferente y se debe analizar de manera específica, como es el caso de una mujer con discapacidad. Según Tina, después de algunas experiencias personales en las que ella ha podido evidenciar la preferencia del empleador por hombres con discapacidad, por encima de mujeres con discapacidad con las mismas habilidades para un trabajo, ella puede concluir que la discriminación para las mujeres con discapacidad es mayor. Lo anterior lo fundamenta asegurando que los empleadores aún tienen imaginarios errados que perciben las relaciones con mujeres con discapacidad diferentes, más complejas, emocionales y difíciles.
Sumado a lo anterior, Tina hace referencia al imaginario, también errado según ella, de que las mujeres con discapacidad son seres humanos asexuados. La relación entre discapacidad y sexualidad permite también identificar imaginarios y prácticas que pueden generar obstáculos y barreras en el mercado laboral, o como lo señala Asdown et al. (2014), la sexualidad de las personas con discapacidad “(…) se considera inexistente (las personas con discapacidad como niños eternos) o excesiva, por lo que debe ser absolutamente controlada” (pp. 26-30). Así, el discurso alrededor de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres con discapacidad está ligado a la idea de que las mujeres con discapacidad no tienen autonomía frente a su sexualidad, lo que hace suponer que ejercer su sexualidad solo puede tener como consecuencia un embarazo.
Este testimonio está relacionado con la discusión que existe actualmente sobre el ejercicio pleno de los derechos sexuales y reproductivos de las personas con discapacidad, pues esta población históricamente ha sido despojada de su autonomía, en varios aspectos de la vida, entre ellos de su sexualidad. Este tipo de imaginarios, todavía existentes en nuestra sociedad, permiten concluir que para los hombres con discapacidad que quieren acceder a un trabajo, pueden existir más beneficios o facilidades que para las mujeres con discapacidad, quienes podrían embarazarse fácilmente.
Así, la agenda política de la discapacidad no ha incorporado una perspectiva de género que facilite una mirada más compleja e interseccional de la realidad de las PcD. En tal sentido, no se esperaría que las intervenciones para la inclusión laboral la tuvieran. El acceso y permanencia en el mercado laboral de las PcD va a depender, al igual que para el resto de trabajadores, del nivel de calificación de las personas. Así, el acceso a la educación superior de las PcD también es un factor que debe ser tenido en cuenta, pues el menor acceso por parte de mujeres con discapacidad a educación regular y superior es al final un menor acceso al mercado laboral.
El Ministerio de Educación Nacional, MEN (2004), registró 24.043 instituciones educativas formales en todos los niveles educativos, de las cuales solo 27,8% informan sobre la matrícula de la población de personas con discapacidad. En Bogotá hay un total de 2.438 instituciones educativas, de las cuales 601 tienen personas con discapacidad, es decir, 24,7%; respecto a sedes educativas, 800 ofertan cupos para personas con discapacidad frente a 1.973 que no lo hacen, lo que significa que el porcentaje de sedes aptas para personas con discapacidad es de 29%; del total de sedes educativas solo 594 (24%) informan tener modelo pedagógico para la atención de personas con discapacidad.
Teniendo en cuenta que la educación superior es la puerta de entrada al mercado laboral calificado en la mayoría de los casos y, dada la paridad de participación de mujeres y hombres, se esperaría que las mujeres tuvieran las mismas restricciones para acceder y permanecer en la educación superior. Varios estudios han demostrado lo contrario (Viveros, 2014; Buquet, 2016). Lo que no sabemos es cuál es el comportamiento para PcD, dado que no existen cifras o estadísticas discriminadas al respecto que brinden un contexto específico:
En el caso de la discapacidad (…) las cifras [de educación superior] nos dicen que 2,4% personas con discapacidad adelantaron estudios universitarios sin obtener el título. Y que solo el 1% de las personas con discapacidad posee título en algún nivel de la educación superior (en su gran mayoría nivel técnico profesional). Aunque existe una política clara que intenta favorecer el acceso de esta población al sistema educativo, su inclusión no ha sido una preocupación explícita de la educación universitaria (Viveros, 2014, p. 11).
Molina (2005), en un estudio realizado sobre universidades en Bogotá, señala con respecto a la inserción de las PcD, que si bien siete de las universidades evidencian tener conocimiento y formación en inclusión educativa, ninguna de ellas se ha propuesto aumentar el porcentaje de participación de la población con discapacidad en el ámbito universitario.
Aunque la discriminación de género es un fenómeno que se presenta recurrentemente en los ambientes laborales, la situación se agudiza para las mujeres con discapacidad. Es necesario tener en cuenta que en perspectiva interseccional, se crean otro tipo de realidades y experiencias que se materializan de formas distintas. Teniendo en cuenta que la discriminación a mujeres con discapacidad se da desde distintos factores que actúan de manera independiente, se puede afirmar que uno de ellos está relacionado con lo que se ha conocido en la literatura como la división sexual del trabajo y, más recientemente, con la asignación desproporcionada a las mujeres de lo que se denomina trabajo de cuidado (Arango y Molinier, 2010).
Por un lado, el trabajo de cuidado se ha asociado históricamente con la mujer. Generalmente, las actividades de crianza de niños y niñas, el cuidado de ancianos, enfermos y adultos, como las actividades domésticas conexas como preparar alimentos, lavar, arreglar y toda la gestión del hogar, se naturalizan como trabajos femeninos. Según Pineda (2014, p. 65), “las identidades de género también juegan en otros sentidos, los cuales estructuran la institucionalidad misma del cuidado. Como en muchos otros campos, la incorporación de los hombres como cuidadores se justifica a partir de la reproducción de elementos de la tradicional división sexual del trabajo, en estos casos a partir de asignarles a los hombres las tareas de mayor esfuerzo físico”. El testimonio de Diana, mujer con discapacidad, permite ejemplificar esta afirmación:
A mí me pasaba como diseñadora, yo trabajaba en temas muy técnicos y la gente me preguntaba, por ser mujer, “¿tú realmente sabes eso?”, porque son temas que los tenemos ubicados en el paradigma de hombres. “¿Realmente tú sabes de ingeniería técnica, componentes de moldes, tú realmente lo sabes hacer?” A ver un momentico, ¡pues claro que lo sé hacer! Son como carreras estigmatizadas para hombres y mujeres, ser técnico de temas como de máquinas, de plantas, es de hombres. Saber de planos y medidas: hombres. No es de mujeres. Estoy segura de que a un hombre no le habrán preguntado eso; es una discriminación total (Diana Garavito, comunicación personal, 24 de abril, 2016).
Aunque la discusión sobre la división sexual del trabajo es un tema que ya se ha debatido en el feminismo desde la década de 1970, la discapacidad se encuentra también atravesada por los patrones sociales de esta división y añade un componente adicional en el análisis. Para muchas profesionales con discapacidad, las posibilidades se limitan a trabajos feminizados y relacionados con el cuidado, pero generalmente relacionados también con la discapacidad.
Diana, por ejemplo, es una mujer que trabaja exclusivamente en la temática de discapacidad en el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), una entidad que en su competencia central está relacionada con trabajados de cuidado, toda vez que su atención se dirige a la infancia, la niñez, la adolescencia y las familias, temáticas tradicionalmente feminizadas. Al respecto, Diana afirma:
Lo que pasa es que como trabajo en discapacidad y la discapacidad es un tema social y femenino: es un tema del cuidado, del apoyo. Claro, cuando hablo de derechos ya no es tan femenino, cuando hablo de derechos se acabó la feminidad. En mi caso es un espacio que se me asocia muy fácil: mujer y discapacidad (Diana Garavito, comunicación personal, 24 de abril, 2016).
Es evidente que en un ambiente laboral como este es mucho más fácil que las mujeres con discapacidad se desenvuelvan, pues no se observan de la misma manera las discriminaciones de género y de discapacidad que se podrían propiciar en otros espacios, no obstante, las posibilidades no deberían estar limitadas de esta manera. Al respecto Diana señala:
Entrar al IBCF fue impactante. El ICBF es muy femenino. Si yo hubiera entrado a lo que paradigmáticamente se considera espacios de hombres, sería distinto (...) El ICBF es de temas de cuidado, de los niños, y los niños y la mujer están muy ligados, es muy femenino. Por eso yo no lo he sentido [ambiente adverso], digamos que me ubiqué en un campo que se asocia con lo que hago. Pero es que no debería ser así, corresponder a un parámetro en donde algo es aceptado o no (Diana Garavito, comunicación personal, 24 de abril, 2016).
Paralelamente, y como se mencionó anteriormente, el género todavía es un componente que, en los ambientes laborales, limita o posibilita. Natalia asegura que para los hombres con discapacidad la experiencia en el ámbito laboral es diferente:
(…) yo siento que ahí [ámbito laboral] pesa mucho el tema del género. Hay que ver que, de todas maneras, a los hombres con discapacidad, por ser hombres, el género los posibilita aún más para acceder a determinadas cosas; lógicamente no es solo en el ámbito laboral, sino en otros espacios, en el espacio cultural, recreativo, académico mismo (Natalia Moreno, comunicación personal, 16 de abril, 2016).
Para María Teresa, las barreras abiertas o sutiles con las que se encuentran las mujeres con discapacidad para acceder y permanecer en un trabajo, frente a las que los hombres con discapacidad encuentran, tienen que ver más con la actitud que las mujeres en general tienen en su desempeño laboral, la interiorización de ciertos elementos y no necesariamente por una discriminación directa del empleador:
(…) Con el tiempo empecé a encontrar que las restricciones a las mujeres eran un poco más marcadas (…); es más un tema de actitud de la persona discapacitada que de la misma empresa. Siempre parece existir el tema de la barrera secundaria por ser discapacitado, que en las mujeres puede ser mayor (…); en este caso, las barreras para las mujeres pueden llegar a ser más fuertes. Pero no es un tema que se dé específicamente por el empleador. El tema es la actitud de la mujer, es mucho más dada a hacerse víctima, cuando su discapacidad es resultado de un hecho que se dio en el trabajo o durante la vigencia del contrato de trabajo o cercano a dicha fecha (María Teresa Escobar, comunicación personal, 22 de febrero, 2017).
Lo anterior, sumado a los prejuicios que existen hoy en día sobre las supuestas limitaciones o dificultades que puede tener contratar a una persona con discapacidad, agudizan y complejizan la situación de las mujeres en condición de discapacidad que optan por tener un trabajo formal. Diana cuenta desde su experiencia, cómo su condición de discapacidad la limitó para trabajar en lo que ella realmente quería:
Yo quise estudiar medicina, y yo sufrí o viví el proceso de exclusión de no entrar a estudiar medicina por ser una mujer con discapacidad. Yo no entré a estudiar medicina porque en las reuniones de equipo se llegó a la conclusión que era mejor que yo no pasara, ¿puedes creer esto? ¡Ni que fuera la prehistoria! (…) En clase los profesores hacían comentarios como “ustedes por qué creen que a Diana le fue tan bien”, todos respondían “pues estudió, le gusta el tema, tiene habilidades…” y ellos decían “no, es porque Diana no tiene nada más que hacer sino estudiar”. Esos eran los comentarios. Juré nunca más volver a entrar a esa universidad (Diana Garavito, comunicación personal, 24 de abril, 2016).
6. Conclusiones
Según Miguel Rueda (comunicación personal, 26 de abril, 2016), uno de los expertos entrevistados, es necesario afirmar la importancia de articular “la perspectiva de género, el enfoque basado en derechos y el enfoque diferencial en todas las investigaciones, estrategias, proyectos, planes y políticas públicas que se quieran formular e implementar”. Esta es una lógica que muchas entidades públicas y ONG de avanzada han adoptado en algunos casos. Si bien esto ha sido una propuesta para reconocer las diferencias entre distintos grupos poblacionales y para evitar sobreponer a priori una categoría de diferenciación social sobre otra, no implica de por sí contar con una perspectiva interseccional. Mientras el enfoque diferencial mantiene la fragmentación, la interseccionalidad fomenta la integración.
El enfoque diferencial es necesario para reconocer la diferencia en la diversidad de individuos; la interseccionalidad reconoce la complejidad en la individualidad y rompe de entrada cualquier noción de esencialidad. Entender las experiencias situadas y contradictorias de portar múltiples diferencias en la vida de las personas y grupos marginalizados, conlleva conocer cómo se viven realidades específicas que no resultan de simples adiciones o supuestos a priori en la aplicación de categorías sociales.
Hemos intentado dar cuenta de las particularidades que significa ser mujer con discapacidad en el campo laboral en un contexto situado. A partir de los conceptos de género y discapacidad se ha realizado una aproximación desde experiencias específicas, que han mostrado no solo la operación de discriminaciones propias de género en la relación laboral jerárquica, empleadores-empleada, sino también en las relaciones propias de género entre grupos de PcD, como también en la operación de discriminaciones propias por discapacidad en las relaciones entre colegas de profesión. Mientras una mujer con discapacidad muestra ventajas en un ambiente laboral femenino trabajando en políticas de cuidado para la discapacidad, ella misma ha sido discriminada en otros espacios laborales, educativos, profesionales o asociativos.
En cada caso no aparece la primacía de su condición de discapacidad o de mujer, no. Lo que aparece es justamente la realidad explícita de ambas condiciones que captamos discursivamente en las categorías fragmentadas de género y discapacidad, para operar una discriminación única que podría merecer una nueva forma de ser nombrada: la discriminación “gendiscap” (gendisability). Pero es justamente el concepto de interseccionalidad el que intenta capturar estas realidades únicas, cuya complejidad no son agotadas por categorías estructurantes de la forma como la diferenciación se transforma en discriminación de género y/o discapacidad. Así, la aplicación del concepto de interseccionalidad resulta una empresa claramente posestructuralista no fácil de abordar, como lo muestra su creciente discusión.
Por otra parte, en la entrevista con Juan, él cuestiona particularmente la idea de desarrollar políticas específicas para mujeres con discapacidad y aboga por acciones generales de inclusión: “Yo no sé si esa forma de atomizar el efecto de la política pública sea primero sostenible y segundo deseable. Creo que lo que debemos preguntarnos es cómo hacemos para que haya inclusión”. Esta discusión remite a la idea bajo la cual la perspectiva de género debe ser transversalizada, idea bastante común en los programas y políticas por la equidad, como estrategia central en las organizaciones nacionales e internacionales para el desarrollo, que busca romper los obstáculos en todos los niveles organizacionales para lograr entornos no discriminantes de género. La estrategia de transversalización en políticas de equidad de género poco se ha evaluado debido, entre otros aspectos, al escaso diálogo entre teorías institucionalistas y los estudios de género (Waylen, 2013). No obstante, esta estrategia se tropieza con las múltiples condiciones e identidades de mujeres y hombres que operan en cada situación, lo que da pie a la objeción de Juan con respecto a la discapacidad.
En el caso que nos convoca, la discriminación en el campo laboral, la anterior objeción lleva a la idea de promover entornos laborales amigables, pero no entornos amigables solo para mujeres o para personas LGBTI o para personas con discapacidad, sino amigables en general. Es decir, la transversalización y el cambio institucional debían operar para todas las categorías analíticas de diferenciación social. Pero el punto es ¿cómo logramos entornos incluyentes cuando no se conoce o entiende la operación múltiple de estas categorías en unos mismos individuos? De nuevo la información sobre esta realidad cruzada, compleja o imbricada para las políticas de inclusión social puede abordarse mejor desde el concepto de interseccionalidad.
Como lo señala Awid (2004) “el análisis interseccional plantea que no debemos entender la combinación de identidades como una suma que incrementa la propia carga sino como una que produce experiencias sustantivamente diferentes” (p. 2). Este trabajo ha cuestionado el concepto de doble discriminación desarrollado y utilizado por muchas organizaciones y discursos. En tal sentido, Juan Jaime (comunicación personal, 22 de abril, 2016) desde su trabajo tanto con discapacidad como con género, asegura: “Yo no creo que exista eso de doble discriminación, sino que la discriminación opera de maneras diferentes según el lugar que uno ocupa”. Así, aunque la discriminación de una mujer con discapacidad no es la misma a la de un hombre con discapacidad, no significa que exista una doble discriminación. Realmente estamos hablando de diferentes formas de abordar y de aproximarnos a las realidades de cada uno, pues estas son diferentes por sus realidades tanto de género como de discapacidad.
Este texto ha mostrado la pertinencia en el uso del concepto de interseccionalidad para analizar la situación laboral de mujeres con discapacidad. Esto permite sobreponerse a las limitaciones que presenta el uso de categoría únicas para el análisis de problemáticas que por su naturaleza son complejas, teniendo en cuenta las múltiples identidades de la vida humana que operan en realidades situadas. En palabras de Awid (2004):
(…) Al pensar en el desarrollo desde la perspectiva de la interseccionalidad, uno se centra en contextos particulares, en experiencias específicas y en los aspectos cualitativos de temas como la igualdad, la discriminación, la justicia, lo que nos permite actuar al mismo tiempo a favor de nosotras mismas y de otros. Así como los derechos humanos no existen sin los derechos de las mujeres, tampoco existen sin los derechos de los pueblos indígenas, sin los de los discapacitados, sin los de la gente de color, y sin los de gays y lesbianas (p. 3).
Así, analizar la problemática objeto de estudio desde una teoría de interseccionalidad implica vincular las bases de la discriminación que existe hacia mujeres y personas con discapacidad, con su entorno social, económico, político e incluso legal, a través de la exploración de sus realidades y vivencias particulares, de manera que se permitan determinar situaciones de opresión y de vulnerabilidad de derechos. De esta manera, será posible encauzar las acciones hacia cambios progresivos que promueven la garantía de los derechos laborales de las mujeres con discapacidad desde todas las aristas posibles.