Introducción
Las dimensiones reflexivas del espacio y el territorio incluyen y exigen actualmente perspectivas que escapen de los planteamientos objetivos del mismo. El escenario económico neoliberal que hoy domina las relaciones sociales colectivas e individuales y el papel del Estado como centro constitutivo de poder nos motiva a plantear las dualidades del territorio como objeto sometido a las planificaciones e intervenciones urbanas economicistas y el espacio como lugar dotado de significado y dispuesto como premisa política de los habitantes de una ciudad. Queremos plantear a Medellín como modelo de planificación urbana típicamente neoliberal que genera disputas por el territorio desde la funcionalización del territorio como objeto de especulación financiera.
Intentamos a través de este escrito relacionar un análisis que parte de la reflexión filosófica y política del espacio y sus perspectivas de análisis; posteriormente queremos destacar las relaciones entre una concepción objetiva del espacio con el estado de cosas que propone la dinámica neoliberal; y finalizar con unas breves referencias sobre el caso “Medellín” como forma de urbanismo neoliberal. La estructura del escrito tiene como finalidad mostrar la funcionalidad del urbanismo neoliberal con la destrucción de un significado político creado por el habitar un territorio.
Pensar el espacio. Anotaciones sobre la fundamentación filosófica de la relación sujeto-espacio
Toda posibilidad de pensarnos como sujetos, como seres humanos está enmarcada por la posibilidad de ser (potencia en Aristóteles) o por la actualidad (acto en Aristóteles) de lo que somos. Nuestro existir además es siempre es un “estar en” como lo sostiene José Luis Pardo (1992). Incluso un “estar en(tre)” que cualifica la existencia de los otros, ya no solo la propia. Luego, solo podemos ser y pensar (en) el espacio, no a la manera técnico científica que ve el espacio como un “objeto” de estudio o de dominio. Esa objetividad nos aleja del espacio y nos induce a una distancia insalvable que elimina cualquier densidad ontológico-política del espacio vivido y pensado. Esto puesto que el espacio, desde esa perspectiva, carece de significado social, en tanto objetualidad presta a ser moldeada pero nunca construida socialmente, el espacio como una forma única preestablecida a cualquier contacto social; como sostiene Stavrides “Las distintas formas de definir y controlar el espacio son construcciones sociales, y como tales no solo reflejan distintas relaciones sociales y valores sino que los moldean e intervienen en la construcción a su vez de experiencias concretas, socialmente significativas” (2016, p.20).
La manera como el espacio es abordado por la epistemología de las ciencias sociales y por la filosofía después de la segunda posguerra, indica un cambio o ruptura frente a una concepción si se quiere tradicional (newtoniana-kantiana).
El quiebre aludido parte del planteamiento de asumir el espacio (y el tiempo) como una construcción socio-cultural. Una espacialidad que había sido asumida como un contenedor natural que contiene y delimita la vida social; ahora como el espacio constituido resultado de una experiencia vital de relación inextricable e inescindible entre el sujeto y aquello donde habita y lo habita, y por lo cual se produce el testimonio que permite afirmar la existencia y sus diversas modalidades; para que la subjetividad política aflore y asuma una posición constitutiva de esa espacialidad y así se pueda experimentar y conceptualizar per- manentemente para contribuir a construir relaciones sociales distintas (Stavrides, 2016). Dejar de pensarlas como contenedores de lo social permite presentar como posibles otros elementos formativos de prácticas sociales; es decir, experimentar una relación bidireccional de tal manera que la sociedad construya el (su) espacio, y el (su) espacio determine sus formas de relación “La sociedad produce, crea el espacio, y el espacio colabora en reproducir una determinada estructuración social. La retroalimentación es constante; más que causas y efectos unidireccionales, se presentan procesos simultáneos (sociales y eco- lógicos), una co-evolución con transformaciones espaciales, adaptaciones a las mismas y bucles causales” (Cruz Pettit, 2017, p. 197). De esta manera, el espacio y su producción -la espacialidad- requieren una renovada reflexión, en tanto relación constitutiva y posibilidad de transformación social de prácticas, diferentes a las establecidas y hegemónicas.
Al menos desde el inicio de la modernidad el reparto cartesiano (res extensa y res cogitans) se irrigó sobre la manera de entender el espacio, y con él, el tiempo. Un espacio (res extensa como frío objeto) convertido en la colosal piedra angular de la ciencia moderna, un saber volcado sobre el espacio como un mero calcular, y con la desbordante tarea de pre- decir (su carácter nomológico-nomotético-deductivo). Un espacio sin posibilidad estética, solo técnico-científica, un espacio sin las confluencias vitales que afirman la existencia, sin la posibilidad de la afectabilidad, un espacio sin afección. Gris y aplanado, consternado y frío el espacio como exterioridad absoluta, cuantificable, matematizable, contrastable (a la manera del experimento donde se controlan las variables para enfatizar un hecho determinado: confirmación de hipótesis).
Frente a esta concepción espacial emergen posiciones que se alejan de esta y cumplen la función de ruptura, porque entienden el espacio como relacional, como un cúmulo de relaciones que se tejen entre el sujeto y por el sujeto, entre los sujetos y por los sujetos; condiciones de ciertas relaciones como resultado de las cuales se constituye la subjetividad misma (Pardo, 1992). Es clave entender que desde esta perspectiva, existe una relación no solo directa sino constitutiva entre el sujeto y el espacio, relación de afectación, relación de existencia simultánea entre ambos; si se quiere “El espacio se convierte así en una especie de sistema educativo creador de eso que hemos denominado identidades sociales” (Stavrides, 2016, p. 21). Si somos cuerpo y por eso mismo espacio, solo en el espacio nos es posible ser: somos (en) el espacio. El espacio determina formas de subjetividad que no pueden ser desgarradas sin más, por violencia epistémica, o por ocultamiento ontológico, por un aplanamiento producido por los discursos técnico-científicos sobre las relaciones sociales. La subjetividad se produce en el espacio y produce el espacio; se produce en la superficie (retención y desborde) y produce la superficie.
Esta cesura proporciona un campo poco explorado para entender las dinámicas de las transformaciones urbanas y los efectos en la subjetividad de los habitantes de los territorios, por cuanto trae al escenario un elemento (espacio) desde una perspectiva diferente a la que da por sentada la tecnocracia neoliberal. No está de más recordar la intrigante afirmación de Adorno “lo que es, no es todo”, para permitir la emergencia de un discurso otro que comprenda el espacio no sólo como objeto de dominio y transformación. Así:
De manera insistente, humanizamos ‘el suelo natural’ construyéndole terrazas tectónicas y at- mosféricas, sobreponiéndole pavimentos y mesas, tendiéndole manteles y alfombras, -deslizantes y amorosas. Habitamos sobre ellas, por entre ellas, y en sus pliegues. Humanizamos el ‘suelo natural’ para, ya humanizado, nacer de él. Ahí, en un mundo de pisos y entrepisos fisiográficos, se reúnen, ordenados y reglados por la ley pública, variedad de grupos sociales, pero también, ahí mismo, se confrontan sus intimidades. En roces y condensaciones, los cuerpos de piel que somos, se asoman aplanando sus pasiones, alejando las cosas para una contemplación segura y limpia, pero también para la admisión de contactos posibles (Mesa, 2010, p.59).
Se constituye pues la ciudad habitada; ciudad que en tanto construida material y simbólicamente por los sujetos habitantes del territorio, debe prestar su atención, en términos plurales y democráticos, para cualquier escena de transformación que desgarre las superficies de contacto donde se confrontan lo público y ‘las intimidades’. Implica esa construcción colectiva también una gestión común(al) de recursos que son necesarios para desarrollar sus proyectos de vida y que mediante autogestión, participación y autonomía son apropiados para resolver asuntos puntuales; Efrat Eizenberg (2012) habla de “los comunes realmente existentes” para referirse a aquellos recursos compartidos en entornos urbanos gobernados por regímenes de propiedad común; es decir, arreglos institucionales que no suponen ni la administración del Estado ni la propiedad privada, sino que están basados en la autogestión de una comunidad local” (Castro-Coma & Martí-Costa, 2016 p.134). Los recursos urbanos pueden ser materiales o inmateriales y se convierten en un común, potencial para establecer lazos y vínculos entre habitantes de territorios que producen nuevas experiencias sociales al margen de la las lógicas institucionales del mercado y del Estado.
De allí que no haya que perder de vista que “Como sostenía Lefebvre no es la ciudad la que hace la sociedad sino todo lo contrario. Como condensación y expresión física de una ideología, la ciudad solo escenifica e impone en un territorio las ideas, reglas y prejuicios de un grupo social dominante en un momento dado de su historia” (Musset, 2015, p.7). Parece imperioso retomar la pregunta de Stavrides “Pero ¿acaso es posible interpretar las relaciones sociales y sus mediaciones políticas sin observar cómo se produce constantemente el espacio y cómo lo interpretan los actores sociales a medida que se despliega la experiencia de la vida pública?”(2016, p.32). Este interrogante atraviesa toda la investigación sobre todo pensando en términos de la ciudad de Medellín y un modelo constituido por unos pocos para unos pocos -consumidor/turista- más que para los habitantes; donde las dinámicas y flujos, las transformaciones y los cambios despojan y procuran una ruptura determinante bajo el auspicio de discursos y prácticas encubridoras que proponen lo social como centro neurálgico de las transformaciones urbanas. No obstante, eluden o sepultan lo que Pardo denomina el espacio subjetivo.
En ese ocultamiento deliberado se pone en funcionamiento un extenso ejercicio de poder, que descualifica la existencia de ciertos sujetos, los despolitiza en tanto los desarraiga y los arranca del espacio subjetivo que es en última instancia el elemento constitutivo de toda subjetividad política. La monumentalización urbana ha generado unas prácticas predadoras que indiferencian sujeto y espacio, sujeto y territorio, subjetividad política y superficies de contacto. La imposible cuantificación del universo simbólico, del universo afectivo (del ser afectado, del dejar-se afectar), se convierte además de incuantificable e incomensurable, en la condición de posibilidad de la subjetividad política. La relación con el espacio, las formas de afectación, la producción del mismo y el espacio productor son las cualidades que permiten la impronta de subjetividad política. Esta no es una esencia, ni un atributo poseído de diversas maneras; antes bien, es una construcción, fruto de un proceso consciente e inconsciente al que se arriba por medio de relaciones.
Las diferencias y la posibilidad de dar características espaciales al medio en el que se desenvuelven las comunidades, señala de manera contundente las particularidades culturales en las descripciones de las transformaciones espaciales. Supone abandonar la noción de espacio como algo objetivo (geometría euclidiana) impuesta por la concepción físico-técnica del universo que fundamenta la episteme occidental desde la modernidad (Pardo, 1992); para dar paso a una noción del espacio habitado y del que somos partícipes por nuestras afecciones en un doble sentido: afectamos el espacio habitado y el espacio habitado nos afecta.
El espacio no es pertenencia residual de quien impone las condiciones epistémicas para reflexionarlo y transformarlo, sino que responde a construcciones específicas -situadas si se quiere- que poseen una fuerte carga simbólica y por ende política. La relación sujeto-territorio abre un horizonte comprensivo distante de los estudios tradicionales y nos traza líneas de fuga para comprender las dinámicas y las lógicas, los discursos y las prácticas que hacen posible esta estrecha y compleja relación, pero además nos devela la nueva relevancia que asumió para el patrón neoliberal de acumulación capitalista.
Actualmente, el territorio y el espacio han adquirido una connotación esencial para las dinámicas sociales, políticas y culturales en la medida que el escenario económico con- temporáneo ha desplegado unas acciones concretas sobre el territorio que desliga cualquier clase de sentido y significado sociopolítico asignado al espacio geográfico de los sujetos que lo habitan. En ese sentido, el territorio es un lugar de disputa, que por las particularidades de cada lugar, por su significado y la forma de apropiación, genera espacios de lucha por su significado.
Cabe entonces la pregunta “¿no pordríamos hablar de una noción de espacio que no se agota en las descripciones “positivas” (quizá, no tanto por alguna suerte de prejuicio contra las ciencias formales o naturales, sino más bien porque se acomoda mal al modelo de la “sustancia” o la “entidad”), que no se confunde con el hueco habitable y que consta de todas esas propiedades topológicas (orificios, túneles, telas de araña, plataformas, nudos, redes, burbujas, anillos, rizos), que es capaz de “curvarse”, crecer, deformarse, desaparecer y aparecer, (…) fragmentos expresivos que individúan al ser capaz de vivir en ellos?” (Pardo, 1992, p.18). Asistimos a una concepción política del espacio (con sus fuertes clivajes simbólicos e imaginarios, a la manera de Gilbert Durand) y sus posibilidades en la construcción de la subjetividad política de los habitantes de un territorio y a una constitución relacional. La ciudad para sujetos construidos en relación con ellos mismos y el espacio como el facilitador de dichas interrelaciones en atención a las capacidades de cada individuo. El espacio, específicamente el de la ciudad, es tomado como un escenario dotado de un sentido al margen de la contextualización que el mismo sujeto le otorga. La ciudad constituye el gran centro de división social del trabajo y el territorio es un determinante de apropiaciones de clase, de esa manera, el espacio como elemento libertario que hace oposición al urbanismo neoliberal hace que los oficios y ocupaciones no se desplieguen mecánicamente sobre el territorio y la ciudad, sino que se ejecuten de forma consciente sobre su papel en el sentido y la representación que tiene el sujeto sobre la ciudad y el espacio (Kuri, 2013).
El poder y el territorio sirven de material de subjetividad política porque define historia y posibilidad de historias en el devenir colectivo; determinan una asociación de diversidades ideológicas e intereses que convergen en el territorio para hacerlas posibles. Sin espacio donde reflejar símbolos y ejercicio de poder no hay posibilidad de la diversidad; la multiplicidad de visiones e intereses en los actores no puede desplegarse sin un sujeto espacializado donde se represente una manifestación de poder anclada a un espacio material, pero también a un espacio construido dotados de sentidos y condicionante en sus posibilidad de representatividad.
Pensar la ciudad bajo el urbanismo neoliberal
El enfoque lefebvrista de la ciudad y el urbanismo parte de una dialéctica crítica y marxista de las concepciones actuales sobre los estudios sociológicos del espacio y el territorio y los mecanismos de alienación de la vida cotidiana actual a partir de las intervenciones en el espacio de la ciudad. Dicho materialismo dialéctico se enfrenta en el mundo moderno al desarrollo del neocapitalismo y el imperio de la racionalidad tecnológica y económica a partir de la pérdida de premisas humanistas antes las nuevas formas de una ciudad urbanizada y homogénea (Martínez, 2014), teniendo como alternativa la posibilidad de construcción del progreso social desde el humanismo, la construcción intersubjetiva y la apropiación humana de todas las estructuras sociales creadas incluido el espacio y el territorio apropiado (Lefebvre, 1974).
Actualmente ocurre bajo la dinámica neoliberal un desprendimiento del yo humano in- terno por una sustitución de una imagen condicionada e ideológica de una construcción de sujetos de poder que estratégicamente acomodan la conciencia del sujeto a una imagen externa asumida pero no deliberada por el mismo sujeto. En ese sentido, Lefebvre indica que sí existen rupturas trascendentales (no por la magnitud, sino por el contenido y representatividad para cada sujeto) entre esa imagen alienada generalizada y las apropiaciones creativas disruptivas de cada sujeto social que lucha contra esas formas impuestas. De esa manera, lo cotidiano es el lugar y la instancia de emplazamiento para nuevas formas de alienación o emancipación, la apropiación que genere el sujeto en esta instancia (cotidiano) será definitiva para su subjetivación a partir del espacio (Martínez, 2014).
La creación colectiva del espacio y sus representaciones se somete (dentro del neo- capitalismo actual) a un proceso de diseño y planeación que rompe drásticamente las subjetividades elaboradas, construyendo y disponiendo de un territorio aséptico y más susceptible de control por parte de los actores a los que les interesa la ciudad neoliberal. La creación colectiva del espacio a partir de lo común y lo cotidiano o de la negociación de las pluralidades (Stavrides) se dota de significado trascendente que no puede enmarcarse en la funcionalidad de la racionalidad del espacio.
Lefbvre confirma que la racionalidad planificadora del espacio y el territorio en la ciudad opera por vía de la elaboración del objeto urbano a partir de parámetros científicos normalizados y neutrales, donde lo colectivo y el espacio es visto como una “cosa” con causas y resultados imprevisibles y ausentes de la posibilidad de cuantificarse, en ese sentido, por la vía de la acumulación de la riqueza se genera una normalización del espacio y por ende de los sujetos que habitan el espacio, abstrayéndolo de la valoración simbólica y sumergiéndola en una cuantificación patrimonialista determinable por el capitalismo neoliberal.
Las dinámicas de la ciudad neoliberal sustraen el territorio y el espacio de lo vivido y lo permanente de su producción de subjetividades, es decir, de sentidos colectivos, para ser imbuidos en sentidos de producción y comercialización carentes de politicidad y sometidos al mercado mundializado actual. Lo efímero del territorio es asumido a partir de sus valores y la patrimonialización de los mismos, entendiendo que es posible, a partir de la variación de valores económicos, modificar, menospreciar o sobrevalorar territorios por sus conexiones económicas y posibilidades de explotación en una red amplia de actores comerciales que son los que asignan contenido a los espacios.
Una de las claves del éxito de la ideología neoliberal radica en su enorme capacidad para encubrir su proyecto político de dominación de clase que pone en crisis permanente a la democracia (recordar el informe de la comisión trilateral en la década del 70 que sugería desincentivar los procesos democráticos pues ponían en riesgo no solo a los estados sino al propio mercado en términos de laissez faire). Según Ong (2006) citado por Hidalgo & Janoschka (2014), la neoliberalización implica una técnica de gobernanza que refuerza la relación saber poder (entendido este último como gobierno) que aplica una serie de medi- das de despolitización mediante procesos institucionalizados que se basan exclusivamente en criterios científicos y técnicos, tal como lo pretendía, en una versión más antigua, el positivismo decimonónico. No obstante, estos intentos de encubrir lo que le subyace son expuestos por quienes resisten esta forma de dominación. Para Pardo (2015, p.37) “La dominación política y la objetivación científica se encuentran siempre sistemáticamente entretejidas”. Esa potente relación se convierte en una especie de muro impenetrable bajo el que se acomoda en sus extensas variaciones la tecnocracia neoliberal.
Por su parte, las configuraciones territoriales en ciudades con alto grado de asentamiento de población en periferias marginalizadas y empobrecidas determina un estatus de ciudadanos y territorio en suspenso o “ciudades en espera” en términos de Vidal y Musset (2015), citado por Álvarez y Cavieres (2016), por cuanto son comunidades, conformadas por población desplazada por diferentes razones, (en el caso de Colombia por el conflicto armado, y actualmente por obras de desarrollo o condiciones de riesgo natural o antrópico) crean sus subjetividades y representaciones dentro de un espacio habitado involuntariamente de forma extraordinaria o excepcionada. En ese sentido, sus pobladores han transitado de un periodo de abandono estatal e institucional a una fase de intervención (neoliberal y basado en la competitividad y la innovación) institucional en sus territorios con base en razones de “deuda histórica” con el fin de revitalizar dichos territorios para hacerlos más atractivos para actividades económicas de diversa naturaleza (especial- mente en el caso de Medellín el turismo) y de esa forma generar nuevos desplazamientos programados, confirmando la idea de un territorio que “espera” nuevas configuraciones excepcionadas.
Otra idea que parece necesaria explorar en las ciudades y enclaves urbanos neoliberales contemporáneos es la deliberada transformación de los espacios públicos para que sean “consumidos” por los turistas que visitan la ciudad; ocurre entonces, una espectacularización (Delgado, 2008: 69) y marketing del territorio y la ciudad (Díaz Orueta y Lourés, 2014: 70; García Pérez, 2012; Hackworth, 2007). En ese sentido, la apropiación política del espacio público no es más que una ilusión y por ende dichos espacios no estimulan una subjetividad y significatividad del territorio como elemento determinante en la condición política de los habitantes del espacio colectivo.
Las transformaciones urbanas van de la mano de la agenda neoliberal, que propone y exige ciudades “sostenibles” en términos economicistas, mediante un desarrollo des- politizado, ascéptico y de generación de lucro mediante la actuación urbanística de privados, entre otros asuntos. Las ciudades neoliberales apuntan, por lo tanto, a la cuestión del “emprendimiento”, la “innovación” y la “renovación urbana” como ejes centrales para su consolidación, por ende, el territorio privado y público donde los moradores construyen sus proyectos políticos y de vida son dispuestos para la transformación bajo el ropaje de la prevalencia del interés general, pero necesariamente entendidos como lugares adecuados para la generación de riqueza que debe dinamizar la economía de una ciudad y redituables para los actores del comercio (Vera, 2017), que a su vez, además de estar fundamentados en el “emprendimiento” permita ejercer prácticas de control y seguridad previamente legitimados por vía del condicionamiento a los habitantes de un territorio de la necesaria legitimación de las transformaciones urbanas mediante una defensa forzada de las presuntas bondades de dichas intervenciones.
Aquí es donde efectivamente se originan las disincronías urbanas, pues los elementos aludidos terminan por invisibilizar u ocultar la subjetividad política de los habitantes de los territorios constituida específicamente por la relación-construcción de estos con el espacio, no solo en términos materiales sino también en términos de representaciones y universos simbólicos. En palabras de Ivan Ilich, lo que parece quedar por fuera es el ámbito vernáculo que nos remite a los espacios de nuestra vida cotidiana en los que creamos, modelamos y afrontamos nuestra vida (Bollier, 2014); es decir, precisamente las formas simbólicas que llenan de sentido las existencias y que están por fuera de la pretensión totalizante y mercantilista de las premisas del neoliberalismo, que las ignora (pues no son objeto de valor monetario) o las expulsa mediante ejercicios permanentes de diferentes tipos de violencia (porque suponen un obstáculo al progreso y el desarrollo en las formas de transformaciones urbanas). En la profusa relación actual entre el Estado y el mercado, el primero tiende a facilitar las intervenciones del segundo, aún a costa de los efectos perversos que pueda tener en los sujetos y por ende en la subjetividad política; así el Estado por ejemplo se convierte principalmente en promotor habitacional y agente de limpieza urbana (Wacqant, 2014).
De esa forma la intermediación del Estado no es pasiva, es activa en muchas ocasiones en procura de unos intereses y en detrimento de otros, y por lo menos desatando unas graves consecuencias sobre la reflexión del espacio como elemento y estructura social autónomo (Santos, 1990: 200), lo que posibilitó un desplazamiento del Estado en su función reguladora a una función de facilitador de los intereses del mercado en detrimento de los habitantes de los territorios, que se vieron agredidos por distintas formas de violencia y que terminaron desplazados en aras del desarrollo y el progreso (formas ellas de violencia simbólica y epistémica). Por lo tanto, las necesidades de urbanizar y de reasentar son unas manifestaciones de tales nuevas formas de intervención estatal que no tienen en cuenta la relación del espacio con sus habitantes.
Las funciones institucionales son asumidas por actores que diseñan normas y reglas jurídicas (ficciones) que establecen parámetros basados en ficciones jurídicas que permiten ubicar en el espectro de lo decidible y lo económicamente útil. Aquellas ficciones son cada vez más presentes y la más determinante de ellas es la prevalencia del interés general sobre el particular; esto se traduce en la posibilidad de enmarcar transformaciones urbanas diseñadas bajo esquemas de competitividad y emprendimiento, con lo cual el territorio es cada vez más despojado de sus valoraciones culturales y con ello se configura la pérdida de la subjetividad política. Las reglas jurídicas en esa dinámica son implementadas a partir de esquemas técnicos de planificación con el fin exclusivo de hacer el suelo más rentable y mejor dispuesto para los avances tecnológicos y la desindustrialización de las ciudades y lo urbano. Las intervenciones institucionales son flexibles en cuanto a la ausencia de manifestación de los intereses políticos que representa (no se declaran abiertamente), en cuanto a las exigencias (cada vez menores) para permitir intervenciones, en cuanto a los actores que se favorecen de dichas intervenciones (actores del comercio internacional) y en los sujetos que se perjudican por tales modificaciones (grupos y colectivos desplazados de sectores pobres y humildes para darle paso al desarrollo) donde las normas son cada vez más permisivas y configuran procesos de desplazamiento institucionalizado bajo dinámicas aceleradas sin dar oportunidad alguna a las familias de reclamar.
De esta manera se puede atribuir una especie de urbanismo que selecciona sus afectados y beneficiarios de forma deliberada desatendiendo procesos sociales y colectivos de asignación de sentido social al espacio, para darle paso a las representaciones urbanas desde lo efímero de la valoración netamente patrimonial del territorio. Las familias afectadas por el urbanismo neoliberal son sujetos descartables per se y son deliberadamente sometidos a nuevos procesos de periferización y exclusión del desarrollo.
La consecuencia es que el actual sistema de transformación y desarrollo urbano implementa la función de separar las personas atribuyéndoles una porción de espacio según un valor comercial, de esta forma el espacio llega a los consumidores para efectuar un poder de compra instrumental del espacio (Santos, 1990: 230) a partir de la gestión de actores privados, constructores y empresas inmobiliarias (Capel, 2003).
El suelo urbanizado fue sometido a un proceso técnico de viabilidad económica, en el cual nunca interviene la politicidad de la subjetividad del morador que lo habita, la “vida ha- bitada en el suelo” no es criterio para determinar dichas intervenciones, en ese sentido, todo territorio que sea apto para ser urbanizado pasa por encima de los grupos humanos que construyeron el territorio bajo ficciones de legitimación como los sistemas de transporte, modificaciones al espacio público e implementación de grandes proyectos de infraestructura, de hecho, dicha legitimidad social en muchas ocasiones tiene un éxito inmediato que no deja de provocar confusiones a la hora de establecer críticas al urbanismo neoliberal. Se desconoce la subjetividad política de los habitantes por cuanto resulta incómodo para la renovación urbana y que precisamente encubre un proceso de despolitización efectiva por parte de la administración municipal vía ejecutorias legales, que permiten eso sí, la efectiva implementación de las intervenciones urbanas soslayando las disincronías generadas bajo esta dinámica.
Esos choques se traducen en un espacio semántico conflictivo por cuanto evidencian los desencuentros (sociales, políticos, económicos y simbólicos) que por una parte persisten y que por otra generan nuevos como resultado de las rejillas legales que posibilitan sofisticadas transacciones en el suelo urbano. El concepto para dar cuenta de esta tensión permanente entre discurso oficial y discurso social es el de disincronías urbanas, que re- coge la imposibilidad de solución entre ambos discursos y la imposición por diferentes campos del discurso oficial, aplanando y ocultando las tensiones generadas y mostrando su solución en términos de aceptación de los habitantes en pro del progreso y del desarrollo, sustantivos para un modelo específico de ciudad. De esta manera el Estado deja de ser el determinador de las transformaciones urbanas para ser un protector de las decisiones del mercado en dichas transformaciones. Se constituye una complicidad público-estatal y privada que va a ser el marco dentro del cual son posibles las transformaciones urbanas (Brites, 2017).
Las geografías del neoliberalismo urbano son una puesta en marcha de sus influjos en las ciudades como espacios predilectos de acumulación de capital. Esto cambió los entrecruces institucionales en la política urbana representados (según Brenner y Theodore, citados por Janoshcka e Hidalgo, 2014) por: creación de redes de negocios por alianzas público-privadas; nuevas formas de desarrollo económico local que fomentan la cooperación entre empresas; implementación de programas basados en la comunidad para paliar la exclusión social; nuevas formas de coordinación interinstitucional; nuevas instituciones regionales que promueven la coordinación intergubernamental y el marketing urbano.
Para Brites (2017) ese encuentro entre el Estado y el mercado en términos de urbanismo neoliberal genera efectos que son contundentes: 1) amplía la distinción entre ricos y pobres lo que se traduce en una mayor diferenciación social; 2) la diferenciación social equivale a diferenciación espacial (ciudades cada vez más divididas); 3) el nuevo ordena- miento se fundamenta en inéditos programas de planificación y renovación urbana con consecuencias nefastas (gentrificación y expulsión de los pobres de áreas valorizadas). Gracias a las nuevas legislaciones y arreglos institucionales, como cambios en el uso del suelo, lógica mercantilista en la intervención urbana, diseños específicos que premian los intereses del sector inmobiliario global, incentivos al desarrollo comercial y turístico que propendan por el “crecimiento económico”, mejoramiento de la imagen urbana, entre otros, se producen nuevas objetivaciones territoriales.
El modelo Medellín. Hacia una cosmética de las transformaciones urbanas
En el caso específico de las ciudades latinoamericanas y en especial de la ciudad de Medellín, sus transformaciones urbanas se han realizado (teniendo en cuenta diversos factores como los procesos de industrialización y desindustrialización, las migraciones rurales hacia las urbes por diversos motivos, los desplazamientos forzados por el conflicto armado, la planeación urbanística de principio de siglo XXI) en gran medida por la imposición planetaria del capitalismo neoliberal y sus líneas de fuga trazadas por el desarrollo urbano-social, generalmente-, que reforzaron la fragmentación de la ciudades en sociedades escindidas que, como sostiene Pradilla (2009) tienen su referente territorial en las nuevas configuraciones espaciales y que apuestan por formas de habitar que pretenden proteger a las clases altas de externalidades nocivas del entorno social y con ellos se configura la bunkerización entendido este como conjuntos cerrados, cercanos al centro de operaciones de consumo desmedido, léase centros comerciales, vigilancia privada y fuertes elementos de securitización (Pradilla, 2010); por su parte las clases bajas habitan las periferias; su caracterización espacial es la guetificación (viviendas precarias, con escaso acceso a servicios públicos, ilegalidad de asentamientos, pobreza estigmatizada como delincuencia) tal y como lo planeta Wacquant (2009).
El urbanismo neoliberal genera una política de extracción desde un ámbito práctico y otro sociopolítico
Las formas contemporáneas de renovación urbana, especialmente en Medellín con su modelo de ciudad densa y compacta, generan prácticas de desplazamiento y reubicación dirigidas a construir obras que son necesarias para consolidar un escenario de competitividad neoliberal, destruyendo significados políticos de los territorios y sus moradores sin ninguna posibilidad de participación democrática de sus habitantes, en ese sentido, ocurre una extracción deliberada, neoliberal y autoritaria de los moradores de los territorios sin posibilidad de consulta y concertación y sin reasentamiento previo que restablezca sus derechos y condiciones culturales, económicas y colectivas.
Ya en Argentina, Vera (2017) reseña en la ciudad de Rosario, como el modelo Barcelona fue determinante para que las intervenciones urbanas fueran funcionales al neoliberalismo financiero, con lo cual Medellín es un reflejo más (con sus particularidades) del esquema de la competitividad e innovación como determinantes de lo urbano y el territorio, una “imagen de ciudad como empresa e industria creativa” (Vera, 2017: 230).
El modelo Medellín tiene vigencia en tanto encuentra en los mecanismos y dispositivos de gobernanza una funcionalidad con el neoliberalismo, su agenda urbana y los arreglos institucionales (políticos, económicos, culturales, arquitectónicos y por supuesto simbólicos), que de manera evidente y violenta han trastocado su forma y significado. El “milagro Medellín” no es fruto de una variación natural de la ciudad respecto a un pasado oscuro, sino que se estructura en torno a una agenda deliberadamente constituida y ejecutada con eficacia hasta este momento. Las transformaciones suponen un cambio drástico para la mayoría silenciosa de los habitantes que ven como su ciudad los ahoga en medio de la monumentalización, la construcción de infraestructura (sobre todo en transporte), la insuperable fuerza del capital inmobiliario y la imposición de un sentido común que descalifica el universo simbólico particular que construyeron los habitantes que hoy son los damnificados de la renovación. La arquitectura juega un papel fundamental en el modelo Medellín en tanto presta sus servicios y discursos para justificar dicho modelo, pero también en la medida en que tiene la capacidad de señalar sus exabruptos y limitaciones.
La ciudad neoliberal del modelo “Medellín” es una ciudad remozada, retocada y re-estructurada (pensada y diseñada) por y para el mercado que termina por imponer un sentido (único) de lo urbano. Para ello es ineludible tramitar cambios sociales, políticos, económicos, culturales y por supuesto simbólicos que se articulan con una perspectiva arquitectónica pragmática que, a su vez, produce unas materialidades urbanísticas que perfilan nuevas desigualdades sociales. Múltiples actores y factores confluyen en esta encrucijada: legislaciones que reglamentan a la vez que dividen y dan supremacía a mercado; la especulación inmobiliaria que aprovecha los caminos expeditos de la legislación y los espacios abiertos por el libre mercado y la financiarización; inversiones de disímil intensidad que re- fuerzan los intereses privados y que generan exclusión y expulsión de los grupos carentes de la sociedad. Resultado: entornos urbanos embellecidos que se consolidan como la cara visible de la ciudad neoliberal y forjan nuevos preceptos estéticos y pragmáticos (desarrollo urbano) que legitiman y camuflan la creciente desigualdad socio-espacial.
En el universo del marketing Medellín se presenta como la más innovadora y ha recibido varias condecoraciones y premios a ese respecto. En el lapso de veinte años se ha transformado acomodándose a este nuevo destino de ciudad marca y ha pasado de ser la ciudad industrial de Colombia a la de la innovación, ya no en la producción de bienes y servicios derivados de su parque industrial, sino la del desarrollo de empresas de capital mixto cuyas ofertas de empleo se dan alrededor de cinco cluster: el de la energía eléctrica, el textil/confección, diseño y moda, el de la construcción, el del turismo y negocios, ferias y convenciones y el de la medicina y la odontología; donde no cabe la versión de espacio patrimonial, que vincula a este con la ciudad histórica o con edificaciones significativas y de buena factura.
El cambio de vocación ha traído aparejados cambios urbanos y sociales significativos. El mensaje que se usa para presentar hoy la ciudad gira entorno a la idea según la cual y gracias a una serie de intervenciones urbanas se pasó “del miedo a la esperanza” como dice el discurso de la oficialidad y los dirigentes se la pasan presentándola de concurso en concurso, buscando inversión extranjera que ofrezca el tan ansiado trabajo o apoyando el emprendimiento de los jóvenes a los que les toca gestionar su propio empleo.
Como se comprueba a través de la historia, el cambio en la vocación económica fundamenta la transformación espacial y ocupacional de las ciudades. Surgen unas nuevas necesidades: restaurantes, hoteles, clínicas estéticas y gimnasios, centros comerciales y toda la demás parafernalia que requiere la atención al turismo.
Con la transformación hay sin embargo una persistencia de los imaginarios básicos que nos han habitado, sobre todo en los imaginarios de prestigio y progreso que hacen parte del fundamento cultural de los antioqueños. Estos dos imaginarios se han vinculado a través de toda nuestra historia moderna con el hecho de construir demoliendo previa- mente lo construido (en el planteamiento de Harvey la destrucción creativa) o modificando y domesticando la naturaleza; los ejemplos más dicientes al respecto lo constituyen el pro- ceso de la colonización antioqueña, abriendo selva para sembrar el café al suroeste del de- partamento y el edificio Coltejer, que desde su privilegiada localización en la esquina de La Playa con Junín aparece reseñado en cualquier imagen de la ciudad y que para construirse exigió la demolición del teatro Junín y el hotel Europa-Normandí los que a su vez también había sido también imagen de progreso de la ciudad a principios del siglo XX.
Gracias a estos dos imaginarios, progreso y prestigio, la ciudad cuenta con una buena infraestructura para eventos y convenciones y los sistemas de movilidad y transporte público son bastante eficientes. Hay también equipamientos en todas las seis zonas y en los barrios populares, además de un complejo importante compuesto por el parque de la ciencia, el llamado Parque Explora, el Jardín Botánico y el Planetario, además de parques públicos de buena calidad y una amplia red de bibliotecas públicas y Unidades de vida articulada (UVA).
En el tema de la vivienda, la nueva se ha venido construyendo con parámetros de alta densidad localizada sobre barrios tradicionales con proyectos que están respondiendo a la idea central en el Plan de Ordenamiento Territorial: crecer hacia dentro. Las imágenes asociadas al progreso y al prestigio también han impulsado la demolición de importantes áreas de ciudad y donde hace treinta años se levantaban viviendas de una o dos plantas, hoy se alzan torres de doce y más pisos, especialmente en los sectores que han ganado interés con algunas de las intervenciones urbanas, como ejemplo la margen occidental del Rio, no hace mucho llamada Otra Banda. En la vivienda ocurren cambios que promueven “la mercantilización (o remercantilización) de la producción de vivienda para la población de recursos limitados y la de los servicios urbanos” (Pírez, 2014: 487).
En el sector tradicional con los anillos que se mueven alrededor del Parque de Bolívar y el Parque de Berrio, al lado oriental del Río, las transformaciones se han dado, no de manera dramática en la morfología y altura pero sí en el cambio de uso y la intensidad de estos nuevos usos, a diferencia de lo que se presenta en los bordes, antes periféricos, especialmente al lado occidental.
El uso residencial del Centro se ha trasladado, y las antiguas viviendas son tomadas por la salud, las ayudas diagnósticas, los geriátricos, la educación técnica y las nuevas religiones, mientras el espacio público ha sido ocupado por la informalidad, en la que se emplea el 60% de los habitantes en capacidad de laborar de la ciudad.
En los planes de ordenamiento se usan la definición de zonas homogéneas para clasificar los distintos tratamientos del suelo urbano. Tal definición está signada por las condiciones formales, ambientales y de usos del sector, lo que permite una clasificación que se corresponde con lo que se puede construir en el polígono, siendo los de mayor compromiso con la transformación, los que el POT define como de Redesarrollo, que están instalados en los bordes del Río Medellín, sitio que adquirió un alto valor desde la idea consignada en los dos Planes de Ordenamiento de proyectar tres centros: Centro Norte, Centro-Centro y Centro Sur y la propuesta de inventar una fachada moderna sobre el rio que sea la imagen de la nueva Medellín que se impulsa.
En los Planes de Ordenamiento Territorial de Medellín, (1999 y 2014) la delimitación de las áreas homogéneas, los llamados polígonos (denominación de extracción militar), no se ha tenido en cuenta factores históricos, de memoria o de apropiación. Ninguno de estos rasgos se consideró para trazar las líneas divisorias entre los polígonos , ni tampoco han sido estimados para el desarrollo de los planes parciales, los macro proyectos, la instalación de equipamientos, el trazo de las vías, la instalación de puentes, la asignación de usos o el amueblamiento urbano.
En este mismo sentido, el tratamiento morfológico que se le da a los grandes equipamientos de la ciudad parece provenir de un catálogo de modelos internacionales, de formas cristalizadas ligadas al imaginario construido de prestigio y de progreso, que además, no tienen coherencia con el paisaje de la ciudad y se aíslan completamente del entorno y las formas establecidas de apropiación territorial. En suma: nuestros propios logros y desarrollos, formas y estilos de vida y de apropiación del territorio; los rasgos locales entre los que sobresale el clima, la geografía y la escala de barrio, no han contado como determinantes definitivos en los planteamientos urbanos y arquitectónicos que se construyen, y por el contrario su pérdida es irreparable, lastimando nuestra propia identidad y los tejidos sociales elaborados y sostenidos en los barrios.
Una alternativa a esta intervención homogénea y estéril de la ciudad, parte de leer en extenso la mayor cantidad de variables posibles de los sitios de intervención y con base en ellas definir los determinantes formales de la propuesta urbana y arquitectónica que se desea construir. Estamos hablando de variables que van más allá de forma, función y rentabilidad. Se trata de evaluar las condiciones patrimoniales, simbólicas, históricas y socioculturales que atraviesan los territorios y que en último caso los han configurado.
Esta tarea exige una nueva definición de patrimonio, que lo saque del tiempo y espacio pretérito y lo instale en el tiempo y espacio presente y futuro. Visto así el patrimonio se comprende como una oportunidad para el desarrollo urbano que aprovecha lo construido y al mismo tiempo la valoración simbólica y la localización estratégica de los lugares. Este planteamiento apunta a desplegar unas estrategias que no están directamente ejercidas sobre las piezas con valor patrimonial, sino que están encaminadas a acabar con las condiciones que generan su deterioro, al tiempo que logran su mayor valoración y su vinculación con el desarrollo urbano.
Esas estrategias tienen que ver con:
El enriquecimiento del espacio público.
El cuidado de su calidad ambiental
La alta valoración del peatón.
La restauración y conservación de los Patrimonio urbanístico y arquitectónico.
La preservación de la vitalidad en términos de adaptación y permanencia ante los requerimientos contemporáneos
La conexión con su entorno inmediato y con la Ciudad
La estabilidad de la gente que actualmente habitan los lugares
La atracción de nuevos y numerosos pobladores o clientes.
Y pasa también por un manejo de fronteras que las haga fluidas, amables y democráticas.
La rentabilidad financiera como único principio rector en el desarrollo de un entorno urbano, sea el que sea, sin duda se convierte en factor de degradación al anular otras formas de desarrollo que integran la calidad de vida. La degradación también puede provenir de otras fuentes como el ruido, la inseguridad, la congestión, la contaminación, el abandono y desprotección estatal, la destrucción y demolición clandestina, etc. que son factores que se van acumulando, hasta perderse toda posibilidad de reconocimiento y recuperación patrimonial.
Esta metodología de trabajo exige además de un cambio de actitud, la incorporación de otros saberes y sentires que nos permitan una aproximación delicada y respetuosa a la realidad sobre la que actuamos.
Para la intervención se aplica una metodología que relaciona tres aspectos:
Las condiciones del contexto físico, social y económico
La precaución de que lo que se haga pueda ser sostenible
Y la participación, que atraviesa todo lo que se hace y propone.
Esta última se logra en distintas condiciones espacio temporales, donde no solo cuen- tan los habitantes actuales sino la memoria de los que ya no están.
Esta propuesta previene los efectos nocivos de la globalización, que en el sentir de Bauman es una economía que acaba lo local a expensas de lo global donde “los globales dan el tono e imponen las reglas de juego de la vida” (Bauman 1999, p.9) de todos los de- más. La propuesta desde el contexto, la participación y la sostenibilidad recuperaría para los lugares la condición perdida de centros de producción de significado y valor hoy desterritorializados y emancipados de las restricciones locales en aspectos inclusive legales básicos.
Al final en Medellín y su manido modelo aparece y se despliega un urbanismo esceno- gráfico de belleza y distinción, citado por Brites (2017), que hace énfasis en las funciones estéticas o cosméticas del paisaje urbano pero que olvida o encubre la fragmentación ur- bana y social, y los conflictos socioespaciales generados por las intervenciones urbanas. Traducidos en sociedades escindidas que no se “tocan” o solo interactúan como opuestos que se repelen generando una alta conflictividad social; no en vano sin contacto social, no hay contrato social (Blakely & Snyder, 1997, citados por Brites, 2017).
Conclusiones
El acercamiento al espacio desde los modelos de planificación territorial en el sistema neoliberal actual parte de la despolitización de la conflictividad asociada al habitar un espacio. La institucionalidad pretende mediar en las tensiones que surgen sobre el espacio a partir de la homogenización de los actores y promueve una visión aséptica de la planificación urbana como elemento necesario para erradicar la crisis derivada del presunto atraso económico asociado con la violencia que arrastra la ciudad.
El espacio y la ciudad proponen construcciones discursivas de actores específicos (sociales, institucionales, económicos, entre otros) que plantean disputas y disincronías que en ocasiones bajo visiones racionalistas son mediadas por intereses y bajo estrategias de normalización que declaran una ausencia, para la visión alternativa, de rigurosidad y legitimidad.
De esta manera, la disposición de las formas también es un dispositivo de la simbología y la representación colectiva (adherida o negociada) del espacio y territorio habitado. El orden o manifestación estética del contexto geográfico determinan las relaciones de los sujetos con dicho entorno, en ese sentido, el territorio es una manifestación deliberada (por su uso) de la combinación de objetos por sus disposiciones (paisaje) y las representaciones asignadas.
Una de las consecuencias pragmáticas del urbanismo neoliberal son las estrategias de regulación jurídica del uso, disposición y significados del territorio, además de las restricciones jurídicas y normativas del espacio y la relación de los moradores con su territorio, determinando esencialmente que la finalidad de los bienes y el espacio será la asunción de la categoría de propietario y sujeto activo dentro del mercado, lo que lo convierte en posible urbanizador, o como generalmente ocurre, sujeto a medidas dispuestas por planes parciales para ser sometido a ventas forzadas para dar paso a imponentes construcciones donde convergen los intereses económicos de privados patrocinados e impulsados por la institucionalidad.
La estrategia necesaria del urbanismo social en las ciudades de América Latina va de la mano con las políticas institucionales de patrimonialización del espacio y el territorio, considerando a los sujetos como potenciales consumidores y actores del mercado de la tierra, posibilitando las regulaciones del uso y planeación del territorio como aportes esta- tales para la estabilización del mercado fundamentalmente apropiado por los actores del comercio que por vía del desarrollo economicista y la competitividad pretenden generar el escenario determinista del crecimiento económico de una ciudad. Las rupturas estatales (aparentes) con respecto al neoliberalismo como la construcción de vivienda subsidiada no es síntoma de una crisis importante del neoliberalismo, por el contrario, para el caso Medellín, la vivienda subsidiada, su ubicación, su disposición, sus formas arquitectónicas, posibilitan que el análisis que se hace sobre este fenómeno (viviendas de interés prioritario por ejemplo) se aproximen al neoliberalismo en la medida que su construcción sigue generando marginalidad, territorialización de la pobreza, exclusión de la idea de desarrollo inicialmente ofrecida, despolitización del morador con el territorio y los espacios públicos, generación de un territorio adecuado para los negocios y el comercio y una ciudadanía trabajadora eficientemente dispuesta para ser transportada sin que medie las concepciones de desarrollo de las comunidades más humildes.
De otro lado, los rasgos especiales de las comunidades pobres que son o deben ser intervenidas por procesos de urbanismo y creatividad desarrollista tienen complejos problemas para tramitar sus conflictos en los escenarios estatales y por ende su configuración de lo público se modifica. Por tal circunstancia, el urbanismo estético desarrollista impone un componente adicional de posible deslegitimación política difícil de subsanar con las herramientas de gobernanza actuales, especialmente del Municipio de Medellín por medio de los procesos de reasentamiento implementados, situación que más adelante trataremos de exponer por medio del Pan de Ordenamiento Territorial y otras normas para el escenario específico de los moradores que deben ser reasentados por proyectos de desarrollo urbano.
Las zonas deprimidas de espacios urbanos como el de Medellín han sido sometidas a procesos de marginalización dirigida, es decir, no existe un proceso de planificación urbana de crecimiento sostenido con el fin de asegurar dispositivos de presencia estatal, pero si han sido pensadas y habitadas con el fin de, por un lado, concentrar la población que debe ser sometida a tecnologías de control y seguridad poblacional, y de otra parte permitir la “circulación” de ideas, comercio y garantías de seguridad en los lugares que resultan pertinentes para dichos propósitos, dichas zonas son los territorios céntricos y de mayor capacidad económica.