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El Ágora U.S.B.

Print version ISSN 1657-8031

Ágora U.S.B. vol.23 no.2 Medellin July/Dec. 2023  Epub June 01, 2023

https://doi.org/10.21500/16578031.6386 

Artículo derivado de Investigación

Implicaciones de la prolongación de la vida en la vejez

Implications of Life Prolongation in Old Age

Carlos Arturo Robledo Marín1 
http://orcid.org/0000-0002-6944-561X

Jonny Javier Orejuela Gómez2 
http://orcid.org/0000-0001-9181-463X

1Licenciado en Educación, Especialista en Gerencia de la Protección Social, Magister en Desarrollo. Doctor en Humanidades. Director Ejecutivo Fundacol,Medellín,Colombia Contacto: direccionejecutiva@fundacol.com

2Docente investigador de la Universidad EAFIT. Contacto: Jorejue2@eafit.du.co


Resumen:

El actual desarrollo científico y tecnológico, que ha permitido aumentar el tiem po de vida en condiciones saludables, ha conducido a una reconfiguración de la vida y la vejez. Esto ha generado nuevas preguntas sobre el sentido de esa vida alargada en el tiempo. El artículo analiza cómo, a través del jovenismo y el consumismo, se ha entronizado el ideal de eterna juventud, denigrando la vejez, medicalizando la vida y creando una obsesión por la cosmética y la estética. En últimas, se evidencia que la búsqueda de la abolición de la vejez responde al intento de disolver la muerte.

Palabras clave: Envejecimiento; Vejez; Muerte; Consumismo; Longevidad

Abstract:

The current scientific and technological development, which has made it possi ble to increase life span in healthy conditions, has led to a reconfiguration of life and old age. This has raised new questions about the meaning of this extend ed life. The article analyzes how, through youthfulness and consumerism, the ideal of eternal youth has been enthroned, by denigrating old age, medicalizing life, and creating an obsession with cosmetics and aesthetics. Ultimately, it is evident that the search for the abolition of old age responds to the attempt to dissolve death.

Keywords: Aging; Old Age; Death; Consumerism; and Longevity

Introducción

La vejez es un momento vital construido social, cultural e ideológicamente, que se resignifica a través de la vida, convirtiéndose en una noción multidimensional, compleja, dinámica (Melguizo, 2010) y relativa, pues no es fija y varía en el tiempo (Kehl y Fernández, 2001). De hecho, en la actualidad, la percepción del envejecimiento y la vejez contraría lo establecido en la antigüedad, donde las edades de la vida estaban libres de toda duda e interrogación, al ser hitos cuasi naturales hacia el ideal de la realización humana. Las edades vitales estaban guiadas por discursos que indicaban cómo vivir la condición mortal en cada una de ellas: estaba claro lo que era un niño y como debía crecer, lo que era un adulto y como debía envejecer, para acercarse, en la vejez, a los orígenes fundacionales. El hombre se desarrollaba con humildad para reconciliarse, al final, con el Creador; aprendiendo a morir, pues la muerte no era más que algo común (Robledo, 2020). Pero ahora, el individuo contemporáneo parece haberse desconectado de toda referencia al pasado, sumergiendo también el pensamiento de las edades de la vida en una total incertidumbre; condenándonos, con la mediación de la ciencia, la tecnología y el mercado, al sueño de una vida siempre rejuvenecida, donde la vejez y la muerte deben ser abolidas (Deschavanne y Tavoillot, 2007).

Gracias a los avances en la investigación científica, el desarrollo tecnológico y la implementación de ciertas políticas públicas, el ser humano ha logrado dar pasos significativos hacia la extensión de la vida en condiciones saludables y hacia el aumento de las capacida des físicas y mentales, para propiciar un mejor orden social, económico y de salud, en pos de una vejez digna para las generaciones actuales y futuras (Jay et al., 2006). Esta extensión de la vida supone retos relacionados con el trabajo hasta edades avanzadas, dado el buen estado de salud de los individuos (Magnus, 2011); el cuidado de las personas viejas en fami lias con cada vez menos hijos (Wood, 2017); el financiamiento de las pensiones y el acceso a servicios médicos más especializados; además, la inquietud permanente sobre qué hacer con todo el tiempo libre que supone la longevidad y cómo evitar la superpoblación, si los humanos viven cada día más (Ferry, 2017). Así, la extensión de la vida sin duda es un éxito de las sociedades contemporáneas, éxito que supone pensar en las nuevas maneras de ser y hacer frente a la vejez, en la primera mitad del siglo XXI.

Del mismo modo, la prolongación de la duración de la existencia implica una revolución antropológica y filosófica: i) antropológica, por la lenta y difícil reconfiguración de la vida y la vejez, frente a una existencia centrada en el individualismo, con su imperativo: madurar siempre más temprano y permanecer joven siempre durante más tiempo, lo cual afecta el curso natural de la vida y el envejecimiento; y ii) filosófica, pues reconfigura el pensamiento habi tual de la existencia humana ante las preguntas ¿qué hacer con este tramo de vida ganado sobre la muerte?, ¿qué hacer con mi vejez? Aunque los avances científicos de la medicina y la cosmética pueden hacer más confortable este momento de la vida, no pueden responder a estas y otras preguntas más trascendentales, existenciales. Por ejemplo, ¿por qué crecer? y ¿por qué envejecer? Tales preguntas quedan abiertas, hasta el punto de crear la siguiente paradoja: aunque hoy tenemos la oportunidad de vivir más, como nunca antes, jamás nos hemos visto tan indefensos al recorrer el camino de la cuna hasta la tumba (Deschavanne y Tavoillot, 2007, p, 9).

Desde tiempos remotos, estas preguntas sobre el vivir cada día más han sido tema de discusión, con dos tendencias opuestas: quienes están a favor y quienes están en contra, creando de esta manera una “lucha de la vejez”. Desde una perspectiva histórica, los que están a favor de la vejez la representan como portadora del espíritu divino, invistiéndola de una misión sagrada: guiar al pueblo, ser vínculo vivo entre las generaciones, dada la sabiduría, espiritualidad y experiencia que la caracterizan. Los “anti-vejez”, por su parte, la aso cian con la máscara de la muerte, que ataca a los individuos, arrebatándoles la fuerza, el poder político, social y judicial; y endosándoles sufrimiento, deterioro e imperfección física, con lo que se convierte en una carga pesada e inoportuna para el individuo y la sociedad (Minois, 1987). Estas dos visiones antagónicas fortalecen dos creencias o imágenes de la vejez: i) el viejo estudioso, sabio, devoto y contemplativo, pues está en el momento de la vida en que puede dedicarse al arte, el estudio o la piedad, y ii) la vejez como sinónimo de deterioro, enfermedad, precariedad, vulnerabilidad y mal olor, convirtiéndose en objeto de repugnancia (Aries, 1983).

Bajo la lógica de esta visión anti-vejez, a lo largo del siglo XIX y a comienzos del XX, se dio la sustitución de la expresión viejo, por las de tercera edad, gente de una cierta edad o per sonas mayores, con lo cual se instituyó una sociedad en donde la negación de la vejez es evi dente, ante la dificultad de nombrarla como lo que realmente es (Aries, 1983). Estos cambios no son solo cosméticos, son un intento de desligar a las personas de edad avanzada de la connotación peyorativa de lo viejo, como antivalor, pues decirle “viejo” a alguien es referirse a él como a una cosa vieja, algo inútil, ya sin valor, características que van en contravía de la sociedad capitalista, que valora la innovación y lo novedoso.

La filosofía no escapa a estas visiones antitéticas. En el año 44 A.C., a sus sesenta y dos años, en su consagrada obra De Senectute, el filósofo romano Marco Tulio Cicerón (trad. 1998) exaltaba la vejez y hacía un llamado a no generalizarla, pues, decía, si bien la vejez tiene algunos rasgos dados por la edad, estos no son estáticos, ya que ella es resultado de las decisiones tomadas durante toda la vida. En palabras del mismo Cicerón, “no es culpa de la edad, sino [de] las costumbres” (p. 101), con lo que convocaba a la sociedad de otrora a convertir la vejez en modelo para las demás edades, pues, según él, la ausencia de los de seos y las pasiones la transformaban en la mejor edad. Por otra parte, el filósofo y politólogo italiano Norberto Bobbio (1997) argumentaba que el incremento de la expectativa de vida, más que un logro del progreso, se convierte en un obstáculo que impide morir en el tiempo deseado. Bobbio no creía en la sabiduría contemporánea de la vejez, dado que, afirmaba, la gran cantidad de información que los libros y mass media proveen hace imposible asimilar el nuevo conocimiento, lo que provoca un desenganche de la persona vieja respecto a la realidad que la rodea. Tanto desde la perspectiva histórica como filosófica, se puede notar que tesis y antítesis se vuelven a encontrar en la espiral infinita del tiempo; y a pesar de su oposición, en apariencia radical, acuerdan al menos en dos puntos: ellas comparten la idea de que la vejez es considerada como un asunto homogéneo y que toda trayectoria existencial conlleva una cúspide.

Jovenismo y consumismo

En la actualidad, la balanza de la “lucha de la vejez” se inclina hacia los que están en contra. Se pone la vejez en peligro, al convertir a los viejos en una minoría cultural, asimilándolos al desecho y la inutilidad, por el coste económico que acarrean. Ser viejo se convierte así en un asunto paradójico: avanzar en edad sin envejecer. Tener más edad, sin volvernos viejos nunca. Una de las preguntas que se hace la sociedad contemporánea es ¿cómo acabar con la vejez? Así, la edad y las personas viejas se transforman en algo obsceno, insoportable, pues evidencian la angustia de la finitud, lo que conlleva la construcción de una realidad cultural que niega este momento de la vida como realidad biológica, social y metafísica. Renunciando a la vejez, esta sociedad la ha vuelto invisible, ya que mostrarla se convierte en una muerte social que conlleva la vergüenza misma de existir, por no cumplir el ideal de belleza imperante en las sociedades de consumo. Ahora bien, las líneas dominantes de esta complejidad ideológica, procedente de la cultura occidental, están centradas en el jovenismo y el consumismo (Redeker, 2017).

El jovenismo inicialmente fue utilizado en Francia para designar la discriminación por razón de edad hacia los jóvenes. Luego, la palabra adquirió otro significado: la valoración incondicional de la juventud, descartando la idea de madurez para exacerbar y eternizar el momento juvenil (Deschavanne y Tavoillot, 2007; Redeker, 2017). Las premisas del jovenismo tienen asiento en la lógica democrática, al resaltar el contrasentido de una jerarquía de las edades, ante la libertad e igualdad de derechos de las personas ¿No será la edad un arcaísmo que convendría abolir? ¿Cómo no reconocer que la juventud encarna la edad de las posibilidades mucho mejor que la adultez y la vejez? Si crecer es envejecer y envejecer es morir, entonces, crecer es morir y vivir es permanecer joven. Para el jovenismo, la verdadera vida consiste en no crecer y, sobretodo, no envejecer (Deschavanne y Tavoillot, 2007).

Aunque parezca descabellado, permanecer joven se está convirtiendo en un derecho. El holandés Emile Ratelband siente que a sus 69 años sufre discriminación por edad, pues no puede ligar como antes en las redes sociales, solicitar una hipoteca o emplearse fácilmente. Siente que su físico se ajusta al de un adulto de 49 años, y por tal motivo ha iniciado una ba talla judicial para cambiar su edad legal, quiere aparecer con 20 años menos. Su argumento se centra en que, al igual que la gente puede cambiar su sexo o seguir viviendo gracias a un trasplante de corazón, él tiene derecho a que la Justicia le cambie su fecha de nacimiento (EFE, 2018). Cada vez más, se presenta la necesidad de crear nuevas identidades en las que la edad no sea un obstáculo, ya que la juventud, por estar asociada a la salud, deja de ser un periodo de transición y pasa a convertirse en ideal de existencia para todos. Así, se tolera a la persona vieja si permanece joven, si se olvida de las dimensiones de su pasado, presente y futuro; para vivir en un eterno presente bajo la premisa de que todo es posible; para vivir intensamente su vejez y procurar no aparentar la edad que tiene. Se la condena a imitar la juventud, a rechazar tácitamente su vida para parecer más joven, a estancarse de manera ilusoria en una eterna adolescencia, bajo una ideología reafirmada a través de los cánones impuestos por la sociedad de consumo (Redeker, 2014, 2017).

El consumismo, por su parte, se nutre con el surgimiento moderno del individualismo, entendido como “el proceso por el cual el ser humano individual se convierte en valor supremo y principal fundador de la sociedad” (Deschavanne y Tavoillot, 2007, p. 19). El orden teórico, con su espíritu crítico; la política, con su soberanía y sufragio populares; lo ético, con sus decisiones morales, y lo estético, dejan de ser las autoridades tradicionales, sobre las que se fundamenta toda legitimidad de la sociedad, para sacralizar al individuo como la norma, haciendo que la colectividad, los ritos de transición y los roles predefinidos desaparezcan. Tal sacralización del individuo lo convierte en el objeto más preciado, merecedor de la segu ridad, el confort y la felicidad; produciendo como efecto no solo la prolongación de la espe ranza de vida, sino también la hiperindividualización del uso de los bienes de consumo. Este proceso altera los ritmos vitales de la familia, de la cotidianidad y el uso del tiempo, gracias a la creación de todo tipo de artefactos y dispositivos para organizar la vida de una “mejor manera” y en independencia de los demás, en aras de consumir nuevas experiencias, mayor bienestar, vida, salud y comunicación. Todo con el propósito de alcanzar el deseo profundo de vivir el sueño de la eterna juventud, a través de la creación de un presente que se reinicia permanentemente (Deschavanne y Tavoillot, 2007; Lipovetsky, 2014).

Pero el individualismo no implica un total rechazo de la vejez, pues mientras la sociedad civil la descarta, el capitalismo consumista la potencializa a través de la segmentación del mercado por edades. La prolongación de la vida, el crecimiento demográfico, el aumen to del nivel adquisitivo de las personas viejas y su permanente actualización en el uso de las nuevas tecnologías y dispositivos electrónicos, así como las representaciones de la vejez alejadas de las ideas de cansancio, inactividad o pocos años por vivir, hacen que la población vieja sea vista de nuevas maneras desde el mercado. La vejez se transforma en oportunidad de proyecto de vida, a través del consumo senior, un atractivo nicho de mercado del futuro, que permite a las personas viejas salir del ostracismo para disfrutar de todo tipo de ofertas diferenciadas: viajes, programas de entretenimiento, formación continua, nuevas tecnolo gías, salud y bienestar de todo tipo. Sin embargo, eso no significa que lo joven se desdibuje; al contrario, ante la cultura de lo joven se puede llevar a la persona vieja a vivir nuevas ex periencias para parecer más joven, con un exacerbado interés por lo corporal (cosmético y estético) y sanitario; viviendo el presente, aunque con angustia por la tensión que supone el final inevitable de la vida (Lipovetsky, 2014).

Para el logro del utópico propósito de detener el tiempo mientras se envejece, la maqui naria consumista crea su propia versión de un tipo de humano: el homo consumericus, el cual tiene a su disposición todo tipo de soluciones: i) la medicalización de los modos de vida y consumo, que permite al individuo elegir su estado de ánimo, controlar las eventualidades emocionalesy los problemas existenciales: sueño, ansiedad, depresión, sexualidad, belleza; convirtiéndolo en dependiente del consumo farmacológico de la felicidad; ii) la medicali- zación de la vida también genera una autoobservación patológica, que conlleva la creación del homo sanitas, caracterizado por la angustia frente al cuerpo y la salud. Aquí, los chequeos, consultas y tratamientos profesionales son necesarios para anticiparse al futuro y limitar los riesgos, tornando la existencia hacia un fanatismo sanitario que pretende alcanzar la salud, longevidad y belleza deseadas (Lipovetsky, 2014); iii) la optimización de la apariencia, que se convierte en una obsesión de masas. Bajo la guía del precepto “si puedes hacerlo, de bes hacerlo”, el cuerpo se transforma en un objeto que puede ser modificado a capricho. Así se perpetúa al sujeto como objeto, producto consumible que se ve obligado a reinventarse permanentemente, con las cualidades y habilidades exigidas a todo producto de consumo (Bauman y Leoncini, 2018).

El homo consumericus, la medicalización de la vida, la creación del homo sanitas y la nece sidad de la optimización de la apariencia generan como consecuencia la reducción del in dividuo a un animal laborans, entendido como aquel que tiene una vida destinada a trabajar más para consumir siempre más. Centrado en la economía del derroche, el animal laborans posee una pulsión tan enfermiza de encajar y asimilarse al mundo, a la cultura de masas, que está dispuesto a negarse a sí mismo. Además, su gran peligro radica en experimentar una sensación profunda de ser aún niño; con una vida atareada, de agotamiento y de pérdi da de valores; centrada en una creciente felicidad obtenida a través del aumento de la rique za, el alargamiento e intensificación del ritmo natural de la vida, el desconocimiento de su propia finitud (Arendt, 2005). Así, el hombre contemporáneo vive retrayéndose de su propio proceso de envejecimiento, incapaz de lograr la madurez, al estar detrás de la promesa qui mérica de la eterna juventud, propuesta por el jovenismo y el consumismo.

En este contexto, no es menor cómo la obsesión por la optimización de la apariencia convierte la cirugía plástica en el pilar determinante de la moda contemporánea, en don de el cuerpo entra en el mercado como un objeto más de consumo. Y es que esta objeti vación del cuerpo hace que la obsolescencia programada de los objetos sea transferida a las relaciones humanas, sumiendo en la categoría de desecho a quien no se acoge a estos preceptos. Lo viejo, en cuanto objeto, tiene como característica ser inútil y anticuado, lo cual se usa como base para crear el derecho a deshacerse del objeto-sujeto, perdiendo toda re lación subjetiva entre el cuerpo y la vejez (Bauman, 2007). Esta búsqueda del ideal humano basado en la juventud, el rejuvenecimiento y la posibilidad de vivir más años sin ser viejo, deshumanizando la vejez, obliga a los viejos a luchar contra los efectos de la edad, buscan do pieles lisas, rostros lozanos y cuerpos juveniles, a través de las bondades del bisturí y la ingeniería cosmética; los lleva a posar como personas muy eficientes, a la vez que les impi de el camino hacia la sabiduría y la posibilidad de ser ejemplo y modelo con su existencia (Redeker, 2017, 2018).

Hacia la abolición de la vejez y la muerte

El envejecimiento es considerado un enemigo, una patología, una forma de esclavitud de la cual los seres humanos deben ser liberados. Inicialmente, a través de la ralentización del proceso y, luego, garantizando su abolición completa, para lograr así el progreso y libertad de la sociedad, de modo que las personas mueran por accidentes o suicidios, no por el lastre del envejecimiento (De Grey y Rae, 2013; Kirkwood, 2000; Sibila, 2013; Wood, 2017). Grosso modo, este es el propósito de diversas corrientes de pensamiento que en los últimos diez años han emergido, como son la del hombre postorgánico (Sibila, 2013), la reingeniería del envejecimiento (De Grey y Rae, 2013; Wood, 2017) y el posthumanismo (Ferry, 2017). Estas corrientes buscan liberarse del envejecimiento y controlar el destino, trascendiendo la fatalidad, el azar o la genética, hacia la posibilidad de elección humana para manipular, modificar y perfeccionar lo físico, intelectual, emocional y moral. Para lograr este objetivo, se basan en los progresos de la nanotecnología, biotecnología, informática (big data) y cognitivismo (inteligencia artificial y robótica) (Ferry, 2017), orientados hacia nuevos desarrollos en ingeniería, tales como las células madre, la manipulación genética, los medicamentos hipermodernos, los órganos sintéticos y la clonación; además de diversos tratamientos relacionados con el envejecimiento, por ejemplo, el fortalecimiento de células cardíacas, cerebrales y musculares; la recuperación de respuestas inmunológicas y de enfermedades inflamatorias intestinales, y el diseño de tejidos nuevos (De Grey y Rae, 2013).

Para un futuro no muy lejano, estas tecnologías se orientan a diseñar estructuras más complejas que el cerebro, para guardar recuerdos, experiencias, conocimientos y sensaciones en un dispositivo portátil. Con todo esto, la ciencia y la tecnología se convierten en el nuevo poder. Lo que en inicio parecía ciencia ficción, poco a poco se ha concretado en una meta: así como se ha logrado extender la expectativa de vida de los ratones tres veces más, se espera que en tres décadas pueda hacerse lo mismo con humanos. Indudablemente, ello tendría implicaciones en el plano político, económico y espiritual, dada la transformación del cuerpo por la industria (Wood, 2017). Un ejemplo paradigmático de este proyecto es Humanity+, organización mundial sin fines de lucro, ampliamente conocida por su influencia en todo lo relacionado con la extensión de la vida. En su manifiesto transhumanista, declara:

La humanidad se verá profundamente afectada por la ciencia y la tecnología en el futuro. Prevemos la posibilidad de ampliar el potencial humano superando el enve jecimiento, las deficiencias cognitivas, el sufrimiento involuntario y nuestro confina miento al planeta Tierra [...] Creemos que el potencial de la humanidad aún no se ha realizado. Hay posibles escenarios que conducen a condiciones humanas mejoradas maravillosas y que merecen la pena [.] Promovemos la libertad morfológica, el dere cho a modificar y mejorar el cuerpo, su cognición, sus emociones. Esta libertad incluye el derecho a utilizar o no utilizar tecnologías para prolongar la vida, la preservación de sí mismo gracias a la criogenización, las aplicaciones informáticas y cualquier otro medio, así como poder elegir futuras modificaciones y mejoras. (Baily et al., 2023, p. 1)

Pero ¿quién despreciaría las satisfacciones inéditas que pueden aportar a la vida estos avances de la civilización contemporánea? Los bioconservadores más destacados, Michael Sandel y Francis Fukuyama, se oponen y critican radicalmente el proyecto de la abolición del envejecimiento, la creación de cuerpos sin edad con la ayuda de biotecnologías y manipulaciones genéticas, con el argumento de que es impensable saquear la sabiduría de la naturaleza con el objetivo de mejorar lo que está bien, en aras de alcanzar la perfección (Buchanan, citado por Ferry, 2017). Sin embargo, la tendencia de la discusión no se centra tanto en la prohibición sino en la regulación, fijando límites ajustados a las necesidades que el medio requiere (Ferry, 2017).

Esta resignificación de la vida y la vejez lleva a preguntarse si en realidad se han me jorado las condiciones de la existencia o simplemente se ha propiciado cierto tipo de deshumanización que promueve una vida siempre rejuvenecida, donde la vejez debe ser abolida. Lo cierto es que las dinámicas actuales de consumo y el jovenismo derrumban los esquemas etarios, creando nuevas formas de comprender la vida, y sembrando la incertidumbre y el caos frente a la edad, la vejez y la muerte (Deschavanne y Tavoillot, 2007).

Aunque la vejez y la muerte son las marcas destinadas a trazarse sobre nuestros cuerpos a través del tiempo, como prueba fehaciente de la finitud, nuestros contemporáneos las desconocen, construyendo una realidad cultural que insta a negar la naturaleza del envejecimiento propio y el de los demás. El cuerpo ancestral, que envejecía, se arrugaba y fenecía, es reemplazado por la propuesta ilusoria del consumo y el jovenismo: un metacuerpo, para estar y vivir en otro cuerpo, distinto al que la naturaleza nos donó e incapaz de deteriorarse, enfermarse o morir (Redeker, 2017). Tal es la apuesta de la sociedad contemporánea, de construir la mortalidad, disolver la muerte a través de la obsesión por la salud y la lucha con tra las enfermedades, ofreciendo fórmulas de esperanza para aliviar el horror de la muerte y posibles alternativas para alcanzar la inmortalidad tecnológica, en un futuro no muy lejano (Bauman, 2014). Nuestra sociedad anhela una inmortalidad que logre ahorrarse el paso por la muerte, que hasta ahora solo ha sido diferida, aplazada, manteniendo a las personas vie jas con vida durante más tiempo que en el pasado.

La biotecnología ha hecho retroceder la muerte. De esta manera, la prolongación de la vida nos hace pensar que puede ser viable alargarla a tal punto que adopte las apariencias de la inmortalidad: un remedo de inmortalidad, no como resultado del perfeccionamiento espiri tual, sino como algo que se compra, gracias a la cuenta bancaria y los progresos de las ciencias químicas, físicas y cibernéticas (Redeker, 2018). Todo para vivir de la misma manera, haciendo y consumiendo casi las mismas cosas, desde la adolescencia hasta la muerte (Mayer, 2009).

Conclusiones

La vejez en el Occidente del siglo XXI se resignifica dado el posicionamiento de cinco aspectos esenciales: i) con el prolongamiento de la vida de las personas, pareciera que la vejez tiende a desaparecer, cambiando de manera dramática la manera como concebimos la vida, el tiempo y la muerte; ii) el jovenismo, en el que prevalece el culto por lo joven, se convierte en la ideología de las personas viejas, bajo el imperativo de mantenerse joven; iii) el consumismo alienta a la sociedad de masas a obtener experiencias para perpetuar el presente, reduciendo transitoriamente la tensión que genera la certeza de la finitud; iv) el posicionamiento del individualismo y su llamado a responder a las condiciones de vida y necesidades particulares de los individuos caracteriza a las personas viejas no como un colectivo homogéneo, sino diverso y heterogéneo, que requiere ser atendido dadas las condiciones particulares de cada uno; v) lo inexorable de la vejez es reemplazado por la premisa de la innovación tecnológica. De este modo, se encarna una necesidad de perfeccionarse y triunfar, por medio del intercambio de células, órganos o partes del cuerpo, para cumplir las exigencias del mercado y, quiméricamente, el deseo de inmortalidad.

La vejez y la muerte han dejado de significar la transición del poder soberano de este mundo hacia el más allá. Se han convertido en un tabú, aún más fuerte que el sexo, que requiere vivirse en privado y ser objeto de vergüenza. La tecnociencia, con sus tecnologías de la inmortalidad, impone en el discurso: i) la creación, por parte de las sociedades industriales, de cuerpos sumisos y formas de ser domesticadas, para ser productivos y contribuir al provecho de determinados intereses económicos y políticos; y ii), como objetivo central, el fin de la muerte, amenazando de muerte a la muerte (Sibila, 2013). La lucha de la posmoder nidad por construir la inmortalidad no solo se convierte en un propósito deseable, sino tam bién en un mecanismo de estratificación, sinónimo de mejoramiento de la posición social y distinción (Bauman, 2014).

Así pues, en la actualidad prevalece una mirada negativa de la vejez, la cual tiene como objetivo la abolición del envejecimiento, por considerarse como una esclavitud de la condi ción humana, esclavitud relacionada con la muerte, la enfermedad, el desgaste, el paso del tiempo. Para acceder a la liberación de tal llamada esclavitud, la sociedad del siglo XXI está recurriendo a una ideología cuyos pilares son el ideal de juventud eterna, la salud, la tecno logía, el consumismo y el individualismo. Y en tal enfrentamiento, quienes envejecemos hoy y envejecerán mañana debemos enfrentar la angustia de existir en medio de una paradoja: vivir cada día más, sin envejecer; vivir como si nunca tuviéramos que morir.

Referencias

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Recibido: 01 de Marzo de 2023; Revisado: 01 de Abril de 2023; Aprobado: 01 de Junio de 2023

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