Introducción
Unas de las conductas mayormente estudiadas entre la población escolarizada son las agresivas. En la literatura sobre el tema se han acuñado denominaciones como matoneo o bullying para referirse a algunos de los comportamientos que ocurren entre los niños y niñas de diversas edades. Estos están relacionados con episodios tales como el acoso, los sobrenombres o las ridiculizaciones, las cuales son consideradas como agresiones emocionales; pero también se reportan agresiones físicas como golpes, patadas, cachetadas, entre otras (Crespo, 2019; García & Ascencio, 2015; Wang et al., 2012).
El tipo de agresión que constituye el bullying ha sido objeto de múltiples indagaciones para comprender las dinámicas presentes en esta conducta tanto en los agresores como en las víctimas, pero sin dejar de lado a los espectadores, actores también involu-crados en ella (Cano-Echeverri & Vargas-González, 2018; Paredes et al., 2011).
De tal manera, en primer lugar, la conducta agresiva en el matoneo no es aislada ni esporádica, sino más bien permanente y expresada desde varias aristas como las burlas, la persecución sistemática, el acoso, los golpes o la pérdida de objetos. En segundo lugar, hay un despliegue de poder en el cual el grupo o la persona que lo ostenta, valiéndose precisamente de esta condición, ataca al otro que es sumiso o desvalido. Quizás su más importante característica radica en que la persona objeto del matoneo encuentra imposible salirse de este círculo. Por lo que se sabe, todo esto se repite en diferentes grados escolares, géneros y grupos de edades (Borja et al., 2020; Salmon et al., 2018; Seo et al., 2017).
Ante esta situación, las instituciones educativas hacen esfuerzos para reducir la prevalencia de la violencia y para disminuir sus efectos en la vida de los colegios. Así, las intervenciones alrededor del bullying se pueden agrupar en tres áreas de trabajo: la primera se identifica como acompañamientos moralistas, encaminados a sensibilizar al victimario respecto a lo inadecuado de su conducta, tanto en lo que compete al daño que le produce a la víctima como a la sociedad en general. El otro campo de intervención, llamado punitivo, se centra en la revisión de los códigos que fueron vulnerados por parte del victimario y, en consecuencia, en las sanciones que se derivarían de ello (Bautista et al., 2021; Cuevas & Marmolejo, 2016; Hamodi & Jiménez, 2018). Por último, se agrupan las intervenciones humanistas o ecológicas, fundamentadas en un acompañamiento que requiere varios pasos, a saber: que el victimario conozca las consecuencias que produjo su acción, acepte su responsabilidad y se aumente la comunicación entre los actores del matoneo (incluyendo al agresor, a la víctima y a los espectadores). Igualmente, desde este modelo se espera la absoluta vigilancia de profesores y directivas de las instituciones.
Por otra parte, la revisión teórica muestra diversas estrategias para el manejo del bullying. Algunas de ellas se relacionan con la inoculación de la agresión, con la formación en valores, con el mejoramiento de la comunicación o con las habilidades sociales (Márquez-Cervantes & Gaeta-González, 2018), mientras que otras más se relacionan con la resolución de conflictos (Bautista et al., 2021; Hamodi & Jiménez, 2018).
Algunos autores interesados en las dinámicas escolares vienen trabajando desde otras perspectivas, tratando de reducir tanto los comportamientos agresivos y el acoso en la escuela como sus efectos en la vida institucional por medio del fomento de las conductas prosociales.
Los trabajos de Garaigordobil (2014) y Hamodi-Galán y Jiménez-Robles (2018) se sitúan en este marco. Buscan el fortalecimiento de las habilidades socioemocionales como mecanismo que evite la violencia y el matoneo en las escuelas. Lo que se quiere es reconocer unas características vitales en el ser humano en relación con el otro, gracias a la dinamización de conductas y expresiones afectivas tales como la empatía, el altruismo y la prosocialidad. Esto mismo es posible encontrarlo en los aportes de Gómez-Tabares (2019a) y Moreno-Bataller et al (2019).
De hecho, en un interesante trabajo realizado por Castro et al., (2013), en el cual se pretendió establecer qué teorías subjetivas respecto a las pautas de crianza están presentes en algunos de los textos utilizados por los padres como guía para orientar la educación de sus hijos, se encontró que en ellos se destaca la importancia de la formación moral y de la autonomía como formas de encaminar y predecir comportamientos prosociales.
Resulta esperanzador en la prevención y manejo de las conductas agresivas entre población infantil y adolescente la promulgación y sensibilización en torno a los comportamientos prosociales. Estos han sido entendidos como aquel conjunto de comportamientos de diversa índole, dirigidos hacia una persona o grupo de personas con el propósito de generar un bienestar sin que medie un interés distinto al de ayudar; ello en el supuesto de que realmente la persona a quien se dirige necesite esta ayuda (Alfirević et al., 2023 & Caprara et al., 2005).
Una de las discusiones más interesantes alrededor de este tema es establecer realmente hasta dónde hay comportamientos esencialmente altruistas en los seres humanos o si, por el contrario, siempre se encontrará algún tipo de motivación instrumental para ayudar; lo anterior, ya sea debido a la búsqueda del alivio emocional por la pertenencia a un grupo o por el halago y reconocimiento social (Poma, 2022).
Si alguien realiza un comportamiento altruista experimentará la sensación de una ganancia o beneficio propio que puede estar representado en sentirse complacido por la acción realizada o simplemente no sentir culpa al no haber sido indiferente (Iturbide & Vaccaro, 2017). De acuerdo con este supuesto, no existe una acción prosocial pura, pues siempre existe un beneficio ulterior. La posición contraria indica que no es necesario distinguir entre una acción de ayuda que se hace por una motivación altruista (sin esperar nada a cambio) de aquella realizada esperando alguna reciprocidad. Esto conduciría a pensar que, en efecto, sí es posible la existencia de conductas de ayuda genuinas (Auné et al., 2014). En este mismo sentido, el altruismo sería un comportamiento que emerge de un hecho típicamente motivacional, esencialmente para aumentar el bienestar de otra persona (Vlerick, 2021). En tal caso, sí se puede hablar de comportamiento altruista auténtico.
Muchos de los estudios realizados -y la argumentación teórica existente- se han interesado en establecer qué lleva a las personas a ser prosociales, generándose diversas aproximaciones y modelos teóricos. Entre ellos se puede mencionar el altruismo reciproco, que fundamentalmente apunta a que soy prosocial esperando que lo sean conmigo (Krebs, 1987). También en la literatura se recogen otras perspectivas más del tipo sociobiológico, como la teoría de la selección de parentesco, la cual explicaría la ayuda asociada a preservar la especie, más allá de la seguridad individual (McCowan & Hooper 2002). Además de estas aproximaciones, no se pueden dejar de mencionar los trabajos de Batson et al. (1997), en los que se plantea la hipótesis del altruismo empático. Desde esta teoría, para que una persona ayude a otra debe tomar la perspectiva de quien necesita la ayuda; pero, además, se debe llegar a lo que Batson y sus colaboradores llaman «interés empático», caracterizado porque está centrado más en cómo me siento yo si ayudo que en cómo se siente la personas que necesita ser ayudada. Igualmente, existen otras aproximaciones teóricas que han intentado explicar este tipo de comportamientos, tales como los rasgos de personalidad y los valores como la autotrascendencia (Arias, 2021; Auné et al., 2019).
Se han encontrado estudios según los cuales estados de ánimo negativos supondrían una motivación para servir a otros, pues actuarían como moduladores para abandonar estados emocionales perturbadores (Chancellor et al., 2018). De hecho, estos autores destacan que uno de los mejores caminos que conducen a la satisfacción personal y a sentirse feliz es mediante la práctica de comportamientos prosociales.
Para explicar la prosocialidad también existe el modelo reconocido como «árbol de decisiones» (Latané & Darley como son citados por Worchel et al., 2002). Según este, el ser prosocial no pasa por una única decisión, sino por un conjunto de ellas. Estas comienzan con la posibilidad real de fijar la atención sobre un escenario donde se observe una situación en la cual alguien necesite ayuda. Una vez ocurrido ello, se debe distinguir que en efecto la persona requiere ser ayudada. Solamente después de esta percepción (que sería otro ramal en este árbol de decisiones) se llegaría a pensar en la posibilidad de ser solidario, siempre y cuando no ocurra la evasión de responsabilidades que suele darse cuando hay otras personas involucradas en el hecho.
Si en la valoración particular se pasa este filtro y en efecto el potencial ayudador determina que le corresponde a él/ella actuar, el siguiente paso para que ocurra la conducta prosocial sería establecer si se tienen los recursos y las condiciones para dar respuesta al requerimiento. Solamente después de superadas estas etapas se daría el comportamiento altruista. Entonces, desde este modelo se puede decir que los comportamientos prosociales representan cierta complejidad y deben darse varios pasos en el psiquismo de las personas para lograr responder en favor de otros (Marín-Escobar, 2014; Marín-Escobar, 2015).
Desde otro ángulo, los modelos teóricos para explicar las conductas prosociales analizan este tipo de comportamientos desde variables afectivas. Así, se plantea que para que aparezca cualquier tipo de comportamiento prosocial debe existir en las personas una identificación afectiva con el que requiere la ayuda; esto se asocia con un sentimiento que bien se puede reconocer como empatía (Garaigordobil, 2014). En diversos estudios relacionados con la prosocialidad la característica que más se asocia con el altruismo es precisamente la capacidad que tendrían las personas para ponerse en el lugar del otro (Borghi et al., 2023; Correa, 2017).
A pesar de la importancia de lo afectivo y del papel de la empatía para explicar muchas de las conductas prosociales, también existen autores que hacen énfasis en lo cognitivo y en los marcos referenciales para ofrecer explicaciones a la prosocialidad en las personas. Desde dicha perspectiva, este comportamiento estaría asociado a las ideas y creencias que han sido objeto de socialización por diversos actores sociales, construyendo esquemas cognitivos tendientes a preocuparse por lo que les pueda pasar a otros y tener actitudes solidarias hacia el prójimo (Giraldo-Giraldo & Ruiz-Silva, 2018).
La fuerza de estas dos tendencias ha llevado a que se generen escalas para medir la prosocialidad, tanto desde el plano cognitivo como desde la perspectiva afectiva. En efecto, escalas como la Measuring individual differences in empathy de Davis (1983, como es citado por Choi et al., 2016) plantean la medición de la prosocialidad tomando en consideración, además de las dimensiones de fantasía y angustia personal, las de empatía y toma de perspectiva. Con estas últimas se quiere medir la propiedad de las personas para ponerse en el lugar de los otros y para intentar entender el mundo tal y como lo interpretarían otros.
De acuerdo con lo planteado hasta este momento, el trabajo investigativo en el tema de la prosocialidad es amplio y ha logrado correlacionarse con múltiples variables como la personalidad, el desarrollo ontogenético, la cognición, el afecto, entre otros. Igualmente, resultan halagüeños los avances investigativos que han permitido establecer relaciones positivas entre la educación prosocial y la reducción de comportamientos agresivos (Auné et al., 2014; Auné et al., 2019; Cuenca & Mendoza, 2017; Martínez et al., 2016).
Lo anterior permite inferir que, ante el incremento desmesurado de la violencia en las escuelas, reportado mediante diversas investigaciones que muestran las dinámicas que se suceden en las aulas (riñas, fronteras invisibles, disputas territoriales, uso de armas, amenazas, golpes, entre otras), las ciencias sociales ofrecen una alternativa esperanzadora para contrarrestar aquellos comportamientos dañinos: las conductas prosociales.
El objetivo de estas conductas es promover en los niños, niñas y adolescentes comportamientos de empatía, preocupación por el otro, liderazgo y respeto. Las investigaciones permiten hipotetizar que, enseñando este tipo de conductas, se aleja a las personas de las acciones violentas, de las agresiones e, incluso, de comportamientos antisociales (Aldrup et al., 2022; Garaigordobil & Maganto, 2016; Marín-Escobar, 2015; Cuenca & Mendoza, 2017).
Es importante señalar que, en el contexto de la costa atlántica colombiana, no existen estudios en relación con las conductas prosociales en población infantil. Los estudios para esta zona geográfica se han realizado en población de jóvenes y adolescentes y otros han tomado como unidad de análisis a las familias. El estudio de este espectro de la conducta positiva como son las conductas prosociales sería determinante para el manejo de las conductas agresivas tan diseminadas hoy en día en las escuelas latinoamericanas y colombianas, entre las cuales la región Caribe no es la excepción. Este modelo de trabajo también es prometedor como guía para orientar estrategias educativas en el marco del posconflicto colombiano en las instituciones escolares, donde se deben fomentar y fortalecer las actitudes solidarias, empáticas y la toma de perspectiva para entender la conducta de los otros. Este marco constituye la justificación de este estudio.
Por lo anterior, el presente estudio pretende describir las conductas prosociales en las escuelas primarias de la ciudad de Barranquilla, Colombia, estableciendo las dimensiones en las que ocurre la prosocialidad y su dinámica entre los niños y niñas (con edades entre los 9 y 12 años), muchos de los cuales se encuentran en condición de desplazamiento y pobreza. En realidad, no se conoce la estructura de las conductas prosociales en los niños de este contexto relacionadas con la empatía, el liderazgo, la sociabilidad y el respeto; estas dimensiones serán cruciales para fomentar comportamientos altruistas entre estos niños y generar modelos alternativos a las conductas agresivas, ya que entre más temprano comience la identificación y promoción de este tipo de comportamientos, mayor será el impacto en el desarrollo de las personas.
Método
El proyecto se fundamenta desde un paradigma empírico, analítico y con un enfoque cuantitativo. Los elementos esenciales de esta perspectiva son, entre otros, su naturaleza deductiva, la medición objetiva, la búsqueda de la universalidad y el control riguroso. En cuanto a su diseño, se trata de un estudio transversal, no experimental, del tipo transeccional, en el cual los datos se recogen en un único momento (Hernández et al., 2018).
Participantes
La investigación se llevó a cabo con una muestra de 587 participantes (269 niños y 318 niñas) de escuela primaria, de los grados tercero al quinto, con edades entre los 9 y 12 años (media de 10.8 años para los niños y de 11.5 años para las niñas), de estratos socioeconómicos 1, 2 y 3. Se incluyeron niños pertenecientes a nueve instituciones educativas de la ciudad de Barranquilla, Colombia. Se excluyeron los niños de edades mayores a las referenciadas y aquellos niños quienes, siendo seleccionados, no quisieron participar en el estudio.
Muestra y muestreo
Inicialmente fueron seleccionadas de manera intencional nueve instituciones educativas pertenecientes a la población de referencia. Los criterios de selección de dichas escuelas estuvieron determinados por su representatividad en el territorio, así como por su número de estudiantes. Una vez determinado el número de la población de referencia (correspondiente a 2180 estudiantes), se realizó un muestreo para poblaciones finitas, adoptando un nivel de confianza del 95% y asumiendo una probabilidad de éxitos y fracasos (p) y (q) del 0.5 respectivamente. Para dar fin a este procedimiento, se consideró un error muestral del 3%. La muestra se seleccionó mediante una técnica aleatoria simple.
Métodos e instrumentos
Las conductas prosociales se evaluaron con el Cuestionario de conducta prosocial (Auné et al., 2014; Martorell et al., 2011). El instrumento de 48 ítems destaca cuatro dimensiones de la prosocialidad: empatía, liderazgo, sociabilidad y respeto. Cada uno de los ítems presenta cuatro opciones de respuesta identificadas con las categorías: nunca, alguna vez, muchas veces y siempre. La prueba se califica otorgando 1, 2, 3 o 4 puntos de acuerdo con la presencia de conducta prosocial en la respuesta del participante. Los puntajes en la escala se pueden analizar teniendo en cuenta los siguientes criterios: manifestaciones prosociales muy deficientes, si se obtienen puntajes de 45 o menos; deficientes, entre 46-94; adecuadas, de 95-143 y elevadas, si obtiene una puntuación entre 144-192.
Algunos de los ítems incluidos en esta escala son: «Ayudo a los que tienen problemas», «Cuando hay que hacer algo, tomo la iniciativa para empezar», «Cuando me necesitan, aliento a mis compañeros y amigos», «Cuando me hablan, presto atención». Históricamente la prueba muestra una importante consistencia interna en valores que oscilan entre 0.87 y 0.76, así como una fiabilidad temporal muy aceptable, situándose entre 0.65 y 0.71 (Martorell et al., 2011). Además, en estudios psicométricos confirmatorios se ratificó la existencia de los cuatro factores, así como también se encontraron correlaciones positivas entre las subescalas de la prueba, llegando a registrar valores promedios de 0.63. La confiabilidad de la escala (medida a través del alfa de Cronbach) muestra una consistencia interna aceptable, que llega a 0.70 (Martorell et al., 2011).
A pesar de la consistencia del cuestionario, para este estudio se realizó una prueba piloto en la que participaron 56 niños con las mismas características de la población de referencia, obteniendo un alfa de Cronbach de 0.89.
Recolección y análisis de los datos
Identificadas las instituciones, se realizaron visitas para solicitar los respectivos permisos y para conocer el número de la población de referencia. Se procedió luego a determinar el tamaño de la muestra y a realizar el muestro mediante una estrategia de azar simple. La información obtenida se organizó en una matriz de datos, para luego ser procesada con el programa SPSS (versión 27).
Resultados
Para analizar los resultados se consideró que una puntuación entre 144 y 192 puntos arrojaba comportamientos prosociales elevados; entre 95 y 143, comportamientos adecuados; entre 46 y 94, deficientes y, finalmente, por debajo de 45, muy deficientes. Se encontró que aproximadamente 582 niños (99% de los participantes) mostraron comportamientos y actitudes de prosocialidad en el rango de manifestaciones adecuadas o elevadas. En promedio, los participantes de este estudio obtuvieron una calificación de 142.36 en el total de la escala, con una desviación típica de 17.68 (tabla 1).
Observando los resultados por dimensiones, se encontró que en la dimensión empatía (elemento clave en la determinación de la conducta prosocial), los niños del presente estudio evidencian manifestaciones elevadas, con una media situada en 49.91. Más del 47% de la muestra (280 estudiantes) se encuentran en esta categoría. Un porcentaje similar sitúa su respuestas en el nivel empático categorizado como adecuado.
Según lo anterior, 294 sujetos (más del 50% de los participantes) se califican como empáticos. Esto es, presentan conductas tales como preocuparse cuando alguien tiene algún problema, defender a un compañero que sea objeto de agresiones, corregir afectivamente a sus condiscípulos con afecto, colaborar con las personas que lo necesitan, entre otras. Solamente 12 niños fueron identificados como indiferentes en este estudio (tabla 2).
En la segunda dimensión, que corresponde al respeto, el 48.6 % de los niños (285) reportaron manifestaciones elevadas en este factor. Esta cifra se une a otros 294 chicos (50.1%) quienes expresan comportamientos y actitudes respetuosas adecuadas. El promedio aritmético en este caso es de 34.87. Se encontró que los niños participantes, en su gran mayoría, realizan las tareas que se les exige, prestan atención cuando se les habla, reconocen sus equivocaciones, se saben dirigir a sus mayores, son capaces de pedir disculpas. Del total de la muestra del estudio, solamente 5 personas, quienes representan menos del 1%, reconocen tener manifestaciones abiertas de irrespeto hacia sus compañeros o hacia los adultos (tabla 3).
En la dimensión sociabilidad, los participantes obtuvieron respuestas elevadas (representadas por algo más del 64% de sujetos) y adecuadas (34.4%). Sumando estas dos posibilidades, se determina que 580 niños (quienes representan aproximadamente el 99% de sujetos) muestran conductas relacionadas con la buena integración al grupo al que pertenecen.
El valor de la media para esta dimensión fue de 31.13. Este resultado permite inferir la existencia de manifestaciones de amistad y compañerismo en las cuales se comparten objetos y expresiones afectivas, declaran que tienen buenos amigos, comparten cosas con los demás, les gusta hablar con sus amigos y compañeros, entre otras (tabla 4).
En cuanto a la dimensión liderazgo, se obtuvo una media de 26.46. Los resultados registran que más del 98% de los niños se describen con rasgos elevados o adecuados en su capacidad de influir en otros. Solamente seis participantes se consideraron con pocas habilidades para ejercer liderazgo. De esta manera, la mayoría de los participantes muestran confianza en sí mismos, les gusta organizar grupos de trabajo, planifican y lideran proyectos nuevos y les agrada decirles a los demás lo que tienen que hacer (tabla 5).
En cuanto a diferencias por género, los niños obtuvieron en el total de la escala una media de 139.54, mientras que las niñas una de 145.64, con una desviación de 17.45 y 17.36 respectivamente. Se observaron algunas diferencias en favor de una mayor prosocialidad en las niñas. No obstante, se procedió a establecer la existencia de diferencias estadísticamente significativas entre estos dos subgrupos poblacionales. Para ello se utilizó el estadígrafo T de diferencia de medias correspondiente a grupos independientes. Se planteó como hipótesis nula la igualdad entre medias, asumiendo un nivel alfa de 0.05. En este caso, se observaron diferencias significativas entre niñas y niños (0.00, p < 0.05).
Para cada una de las subescalas que componen el instrumento las diferencias por género arrojaron los siguientes resultados: para empatía, los chicos registran un valor de 48.48 y las niñas de 51.59; en respeto, los niños llegan a 34.22 y las niñas a 35.62; en socialización, los niños suman 30.64 y las niñas 31.73; y, finalmente, en liderazgo, los chicos registran 26.26 y las chicas 26.69. Estos resultados también se traducen en diferencias estadísticamente significativas.
Utilizando el estadígrafo T de diferencia de medias para muestras independientes, se obtienen los siguientes resultados: en la dimensión empatía (0.000, p > 0,05); en respeto (0.001 > 0,05); en socialización (0.004, p > 0,05); y en liderazgo (0.193, p > 0,05). Es decir, los resultados muestran que existen diferencias entre niños y niñas en cuanto a las dimensiones de empatía, respeto y socialización, en favor de las chicas, pero no así en liderazgo (tabla 6).
Discusión
Los niños participantes muestran un nivel alto en la variable global conocida como comportamiento prosocial, tal y como es reportada en las investigaciones de Aune et al. (2014) y en la de Linares (2020). Aunque, por su puesto, esto no implica que también en sus conductas se reporten conductas agresivas (Cuenca & Mendoza, 2017; Duarte, 2020).
Entendiendo que el enfoque teórico adoptado en este trabajo está conformado por cuatro perspectivas (empatía, respeto, socialización y liderazgo), los resultados encontrados permiten estimar, a nivel general, que los chicos del estudio reportan que tienden a ponerse en el lugar de otros, son dados a acatar órdenes con respeto, a integrarse a grupos y a liderar en la consecución de objetivos a los colectivos a los que pertenecen.
Sin duda, muchas serán las razones para la obtención de estos resultados. No obstante, se quiere hacer hincapié en la importancia que reviste la estructura familiar y su rol en la socialización de los hijos. Esta permite el desarrollo moral y la internalización de valores (Suárez & Vélez , 2018) como el respeto, la empatía y el liderazgo, dimensiones que prefiguran los comportamientos prosociales desde esta perspectiva teórica.
Resultan interesantes las diferencias significativas entre las niñas y niños del estudio en cuanto a la prosocialidad, así como las diferencias en la mayoría de las dimensiones que conforman la escala utilizada en esta medición (a excepción del liderazgo). Ello confirma los hallazgos encontrados en investigaciones anteriores, en las cuales se resalta la existencia de mayores niveles de interés empático de las mujeres, mayor solidaridad, mayores comportamientos altruistas, tanto en estudios con menores, adolescentes y con personas adultas (Balabanian et al., 2015; Garaigordobil, 2014; Garaigordobil & Machimbarrena 2019; Gómez-Tabares, 2019b; Linares, 2020; Tur-Porcar et al., 2016).
Se suele atribuir esta capacidad empática y prosocial al género femenino debido al rol culturalmente establecido que tienen como cuidadoras y de ser mayormente sensibles en el nivel emocional. En trabajos cuya tendencia investigativa ha sido medir el razonamiento de la conducta prosocial se han encontrado resultados semejantes (Auné et al., 2014; Gómez-Tabares, 2019b; Gómez-Tabares & Narváez, 2020).
Efectuando un mayor análisis de la dimensión empatía, considerada determinante y núcleo central de la conducta prosocial (Auné et al., 2019; Luengo-Kanacri et al., 2021; Richaud & Mesurado, 2016), llama la atención la presencia de esta dimensión entre los niños y niñas del estudio, llegando a preocuparse genuinamente de lo que les suceda a otros y expresando abiertamente su disposición a ayudar. Básicamente, el hecho a resaltar es encontrar este tipo de expresiones y comportamientos empáticos, aún en niños entre 9 y 11 años.
En la conceptualización que se ha venido construyendo en relación con esta característica de los seres humanos, la empatía parece hacer parte de los niños desde épocas muy tempranas. Si bien los niños entre 1 y 2 años no diferencian plenamente las necesidades y el malestar que tengan otras personas de las suyas propias, y en este sentido su yo lo extienden al yo del otro, parece que desde este estadio evolutivo los niños experimentan la empatía a partir de cierta desarmonía en su yo, que bien puede ser producido por el malestar que está sintiendo otro chico (Altuna, 2018; Gómez, 2016; Ornaghi et al., 2020).
En épocas más tardías (tal vez entre los 6 y 7 años), claramente se tiene plena conciencia de los padecimientos e insucesos que les puedan estar ocurriendo a otros, siendo plausible que estén dispuestos desde sus posibilidades a mostrase solidarios.
En esta misma dimensión destaca el trabajo de Durán-Palacios et al. (2023) quienes encontraron que aún grupos de adolescentes trasgresores de la ley y recluidos en centros carcelarios presentan niveles altos de empatía que correlacionan positivamente con la disposición hacia la reconciliación emocional. El punto interesante confirmado por estos investigadores es que la existencia de niveles empáticos influye positivamente en la disminución de intenciones hostiles de los adolescentes estudiados. Esto viene a confirmar que este tipo de dimensiones presentes en los seres humanos en todos los grupos poblacionales aún en los niños y adolescentes: la empatía, la solidaridad, la cooperación, el altruismo y en general las conductas prosociales, son realmente antagónicas con muchas conductas agresivas y son una alternativa plausible para reducir la agresión en la escuela.
En cuanto a las calificaciones elevadas en las dimensiones de socialización y liderazgo, es comprensible que este aspecto tenga gran importancia durante la niñez y adolescencia. Lo anterior, dado que los menores se encuentran expuestos a las permanentes interacciones sociales en espacios como el hogar y la escuela; además, las experiencias de socialización e interacción en los grupos representan un bienestar psicológico y un ajuste social, lo que permite el desarrollo de habilidades interpersonales y la disminución de angustias sociales (Navarro-Pérez et al., 2015; Orben et al., 2020).
En la presente investigación los sujetos reportaron buenas prácticas de interacción con sus pares, encontrándose respuestas elevadas y adecuadas en los escenarios que involucran valores como la amistad y el compañerismo, los cuales son el resultado de procesos de socialización. Igualmente, se observa que los niños del estudio gustan de ejercer niveles altos de liderazgo en las tareas que emprenden.
Ahora bien, cabe preguntarse si las altas puntuaciones corresponden realmente a la identificación con la prosocialidad o, por el contrario, las respuestas de las dimensiones están sesgadas por la expectativa social y por lo que se espera sea una buena actuación. Frente a ello, se presentan opciones de evaluación como los estudios que correlacionan múltiples instrumentos, bien del tipo longitudinal o transversal. De igual forma, existe un creciente interés por abordar el fenómeno de estudio desde la psicología de la moral, por medio de instrumentos que demanden un esfuerzo cognitivo en la toma de decisiones frente a dilemas sociomorales (Marín-Escobar et al., 2016; Mendoza-Charris et al., 2021).
Ejemplos de este modelo de trabajo se encuentra en autores como Leganés (2013), quien luego de revisar las cifras ofrecidas por el Observatorio Europeo de Violencia Escolar, presenta una propuesta de intervención desde un enfoque sociogrupal para niños de 8 a 9 años. Este busca modificar la participación del espectador a medida que se trabaja sobre la empatía como variable de la conducta prosocial. Su propuesta puede ser aplicada transversalmente como estrategia de educación integral a la estructura curricular de primaria.
En este mismo sentido, se encuentra el proyecto que entrenó a 248 estudiantes (entre 13 y 15 años) bajo un sistema de ayuda entre iguales. En esta experiencia se lograron resultados positivos evidenciados en la mejora en la convivencia y en el alivio emocional, lo que llevó a disminuir los conflictos en los grupos escolares (Del Barrio et al., 2011).
Lo que se infiere de lo anterior es que el conjunto de variables que tradicionalmente se han asociado con los comportamientos prosociales, tales como la empatía, la solidaridad, la ayuda, el altruismo y la cooperación, representan un importante recurso como elemento preventivo para disuadir la agresión y la violencia en la escuela primaria. Pero, en realidad, lejos de pensar solamente desde el ámbito escolar, el propósito debe estar encaminado a construir sociedades pacíficas.
En relación a la importancia e implicaciones de los resultados, la empatía, el liderazgo, la socialización y el respeto comprenden un conjunto de habilidades socioemocionales que representan una alternativa frente a los crecientes casos de violencia escolar. Ello se ampara en la prolífica investigación que ha puesto de manifiesto la incompatibilidad entre los comportamientos agresivos y las conductas prosociales en los seres humanos (Elmer & Stadfeld, 2020; Garaigordobil, 2014; Garaigordobil & Machimbarrena, 2019; Kiuru et al., 2020; Redondo et al., 2013). De esta forma, la prosocialidad representa un aliado para la promoción del buen trato y la sana convivencia en los contextos escolares.
Seguramente existe un amplio espectro de posibilidades que pueden ser abordadas para el direccionamiento de comportamientos positivos en los seres humanos y, sobre todo, entre la población infantil que suele responder con bastante maleabilidad a lo que disponen los agentes de socialización. De hecho, a pesar de lo crudo que pueda aparecer el conflicto en el presente, la sociedad actual no se puede dar el lujo de seguir socializando a las nuevas generaciones un espíritu armamentista y beligerante. Por el contrario, hay que pensar cómo se pasa la página y se construyen otros escenarios. Para ello es necesario considerar diversos modelos y abordajes como los propuestos por Alzate et al. (2018), quienes, luego de estudiar los comportamientos de hombres y mujeres concretos, identifican algunas dimensiones socioemocionales que estarían relacionadas con la paz y la reconciliación y alejadas de la guerra.
También se articulan a este tipo de propuestas los aportes de Molina (2017) y Villa et al. (2019), quienes invitan a la no deslegitimación del adversario y menos a su deshumanización, a pesar de las múltiples diferencias ideológicas que puedan existir. Entre las premisas fundamentales citadas por estos últimos autores, se registra la necesidad de educar en torno a la no violencia. Diferencias sí, pero dirimidas en marcos de no agresión.
Todos estos elementos -útiles a la hora de buscar estrategias para consolidar la paz- pueden ser potencialmente alcanzados si se comienza la transformación de la agresión y la violencia a partir de la promulgación y enseñanza de comportamientos prosociales; bien que se relacionen estos con las cogniciones, los elementos afectivos o se asuman desde una propuesta de desarrollo en valores humanos. Los comportamientos prosociales del tipo empatía, liderazgo, socialización y respeto pueden comenzar en la escuela; sin embargo, deben llegar a las familias, a las comunidades y a la sociedad en general. Esto cobra importancia en los actuales momentos considerados aún de posconflicto en Colombia, después de las negociaciones entre las Farc y el gobierno colombiano y, sobre todo, como elemento dinamizador para contextualizar la llamada «paz total».
Frente a la prospectiva del estudio, los comportamientos prosociales tales como la empatía, la solidaridad, la ayuda, el altruismo y la cooperación representan un importante activo como elemento preventivo para disuadir la agresión y la violencia en la es-cuela. Pero, en realidad, lejos de pensar solamente desde el ámbito escolar, el propósito debe estar encaminado a construir sociedades pacíficas. Como lo postula Ávila (2005), después de las reflexiones en torno a la filosofía política de Hannah Arendt, los antídotos de la violencia deben ser el respeto, el diálogo, el discurso y el amor.
De esta manera, además de intentar identificar las características de los comportamientos prosociales en los niños, también es necesario emprender acciones investigativas que permitan construir acciones empáticas, solidarias, de aceptación y de respeto a los otros. Impulsar procesos de socialización encaminados a construir sociedades más inclusivas, de más aceptación y en los que puedan caber todos los miembros de la sociedad, a pesar de las diferencias.
En cuanto a limitaciones, la primera que se puede señalar es que este trabajo representa una medición transversal realizada en un único momento. Resultaría muy conveniente efectuar estudios longitudinales y diseños tipo panel, con los que en parte se resolvería este inconveniente. El otro punto importante en este aspecto es que siempre quedará la incertidumbre de si realmente los participantes del estudio actuarán de manera solidaria y empática en su vida cotidiana tal y como lo reportan en las mediciones objetivas con las que fueron evaluados; ello que es conocida la tendencia de los seres humanos a responder de acuerdo con lo que sea socialmente conveniente. Para ello se sugiere en futuros estudios realizar triangulaciones que tengan en cuenta la opinión de maestros, pares, padres de familia o cuidadores.